Cómo se escribe.org.es

La palabra puente
Cómo se escribe

la palabra puente

La palabra Puente ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece puente.

Estadisticas de la palabra puente

Puente es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 2092 según la RAE.

Puente tienen una frecuencia media de 46.16 veces en cada libro en castellano

Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la puente en 150 obras del castellano contandose 7017 apariciones en total.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Puente


El Español es una gran familia

Algunas Frases de libros en las que aparece puente

La palabra puente puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 923
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Caminaba perezosamente por las calles de la ciudad en los fríos crepúsculos de invierno, comprando los encargos de su madre, deteniéndose embobada ante los escaparates que empezaban a iluminarse, y al fin, pasando el puente se metía en los oscuros callejones de los arrabales para salir al camino de Alboraya. ...

En la línea 1411
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... ¡Señor, que le engañasen sus presentimientos de madre dolorosa; que fuese sólo este sufrido animal el que se iba; que no se llevase sobre sus lomos al pobre chiquitín camino del Cielo, como en otros tiempos le llevaba por las sendas de la huerta agarrado a sus crines, a paso lento, para no derribarlo! Y el pobre Batiste, con el pensamiento ocupado por tantas desgracias, barajando en su imaginación el niño enfermo, el caballo muerto, el hijo descalabrado y la hija con su reconcentrado pesar, llegó a los arrabales de la ciudad y pasó el puente de Serranos. ...

En la línea 1412
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Al extremo del puente, en una planicie entre dos jardines, frente a las ochavadas torres que asomaban sobre la arboleda sus arcadas ojivales, sus barbacanas y la corona de sus almenas, se detuvo Batiste, pasándose las manos por el rostro. ...

En la línea 1525
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Apenas si se acordaba del pobre Morrut, y sintió el orgullo del propietario cuando, en el puente y en el camino, volviéronse algunos de la huerta a examinar el blanco caballejo. ...

En la línea 1150
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Era un picardo al que el glorioso mosquetero había contratado aquel mismo día y para esta ocasión en el puente de la Tour nelle, mientras hacía círculos al escupir en el agua. ...

En la línea 2004
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Ellos tomaron el puente; era el camino de D'Artagnan, puesto que D'Artagnan se dirigía al Louvre; D'Artagnan los siguió. ...

En la línea 2012
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... D'Artagnan tomó carrera, los sobr epasó, luego volvió sobre ellos en el momento en que se encon traban ante la Samaritaine, alumbrada por un reverbero que proyecta ba su claridad sobre toda aquella parte del puente. ...

En la línea 3532
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... D'Artagnan estaba roto de fatiga; extendieron para él un colchón en el puente, se echó encima y se durmió. ...

En la línea 914
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Por un tosco puente de piedra crucé un pequeño foso o trinchera; pasé al pie de una gruesa torre, y atravesando el arco de una puerta me encontré en la parte cercada de la montaña. ...

En la línea 995
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Hallábame justamente al borde de un pequeño arroyo, sobre el que había un puente a muy considerable distancia por mi izquierda; metí espuelas a la mula, lanzándola a través del cauce, seguido muy de cerca por el aterrorizado guía, y una vez en la otra orilla galopé por la planicie arenosa hasta ponerme en salvo. ...

En la línea 1109
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Pronto torcimos a la izquierda para tomar el puente de arcos que atraviesa el Guadiana, río muy famoso en romances y cantares, pero nada ameno en realidad, poco profundo y muy lento, aunque de razonable anchura; sus orillas blanqueaban con las ropas puestas a secar al sol, que lucía resplandeciente. ...

En la línea 1112
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... A mi mente acudieron con mucha fuerza las palabras de un poeta oriental: «Día tras día, y noche tras noche, me fatigaré en socorro de mis hermanos sin fortuna, como las lavanderas curten su faz al sol por limpiar unas ropas que no son suyas.» Cruzado el puente, llegamos a la puerta Norte de Badajoz, y de una especie de garita salió a nosotros un individuo tocado con un sombrero andaluz de copa puntiaguda, y embozado en una de esas inmensas capas, muy conocidas de cuantos han viajado por España, que sólo un español sabe llevar en forma que sienten bien. ...

En la línea 2332
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y este Diego García de Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en Estremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia; y, puesto con un montante en la entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable ejército, que no pasase por ella; y hizo otras tales cosas que, como si él las cuenta y las escribe él asimismo, con la modestia de caballero y de coronista propio, las escribiera otro, libre y desapasionado, pusieran en su olvido las de los Hétores, Aquiles y Roldanes. ...

En la línea 3625
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Porque querer dar a entender a nadie que Amadís no fue en el mundo, ni todos los otros caballeros aventureros de que están colmadas las historias, será querer persuadir que el sol no alumbra, ni el yelo enfría, ni la tierra sustenta; porque, ¿qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de Carlomagno; que voto a tal que es tanta verdad como es ahora de día? Y si es mentira, también lo debe de ser que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni los Doce Pares de Francia, ni el rey Artús de Ingalaterra, que anda hasta ahora convertido en cuervo y le esperan en su reino por momentos. ...

En la línea 4215
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... ¿Quién piensas tú que arrojó a Horacio del puente abajo, armado de todas armas, en la profundidad del Tibre? ¿Quién abrasó el brazo y la mano a Mucio? ¿Quién impelió a Curcio a lanzarse en la profunda sima ardiente que apareció en la mitad de Roma? ¿Quién, contra todos los agüeros que en contra se le habían mostrado, hizo pasar el Rubicón a César? Y, con ejemplos más modernos, ¿quién barrenó los navíos y dejó en seco y aislados los valerosos españoles guiados por el cortesísimo Cortés en el Nuevo Mundo? Todas estas y otras grandes y diferentes hazañas son, fueron y serán obras de la fama, que los mortales desean como premios y parte de la inmortalidad que sus famosos hechos merecen, puesto que los cristianos, católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado. ...

En la línea 6520
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo della, una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: 'Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar; y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna'. ...

En la línea 412
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 28 de septiembre.- Atravesamos el pueblecillo de Luxán, donde se pasa el río por un puente de madera, lujo nunca visto en este país. También cruzamos Areco. Las llanuras parecen absolutamente niveladas; pero no es así, pues el horizonte está más lejano en algunos puntos. ...

En la línea 454
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Las frondosas márgenes de los grandes ríos parecen ser el retiro favorito de los jaguares. Sin embargo, se me ha dicho que al sur de la Plata frecuentan los cañaverales que rodean a los lagos; vayan donde fueren, parecen tener necesidad de agua. Su presa más frecuente es el capibara; por eso suele decirse que allí donde abunda este animal, no es terrible el jaguar. Falconer afirma que junto a la desembocadura de la Plata hay muchos jaguares que se alimentan de peces, y testigos digno de fe me han confirmado este aserto. En las orillas del Paraná, los jaguares matan a muchos leñadores y hasta rondan a los buques durante la noche. He hablado en Bajada con un hombre que, subiendo al puente de su barco durante la noche, fue cogido por uno de esos animales; logró escapar, pero perdió un brazo. Cuando las inundaciones los expulsan fuera de las islas del río, se hacen peligrosísimos. Me han contado que hace algunos años un jaguar enorme penetró en una iglesia de Santa Fe. Uno tras otro, mató a dos sacerdotes que entraron en la iglesia; un tercer clérigo se libró de la muerte con las mayores dificultades ...

En la línea 478
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Nuestro viaje es largo y desagradable. En el mapa, la desembocadura de la Plata parece bellísima; pero la realidad dista mucho de corresponder a las ilusiones que se han forjado. No hay grandiosidad ni hermosura en esta inmensa extensión de agua fangosa. En ciertos momentos del día, desde el puente del buque donde estaba, apenas me era posible distinguir ambas orillas, que son en extremo bajas. Al llegar a Montevideo recibo noticias de que el Beagle no se dará a la vela sino dentro de algunos días. Por tanto, inmediatamente me dispongo a hacer un viajecillo a la banda oriental. ...

En la línea 842
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Chile Central 23 de julio.- El Beagle echa el ancla durante la noche en la bahía de Valparaíso, puerto principal de Chile. rayar el alba subimos al puente ...

En la línea 1030
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Había pasado junto a un molino; un perro le había cerrado el paso al atravesar el puente de la acequia, hecho con un tronco hueco de castaño; Ana se había echado sobre el tronco porque se mareaba viendo el agua blanca que ladraba debajo como el perro enfrente de ella. ...

En la línea 12818
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Construía un puente modelo que pensaba presentar en la exposición de San Mateo. ...

En la línea 15792
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Estaban en Roca —Tajada; a la derecha, a pico, se elevaba el monte Arco partido por aquel desfiladero; estrecha garganta por donde sólo cabían la angosta carretera y el río Abroño que se cruzaban en mitad de la hoz pasando el camino, perpendicular al río, por un puente de piedra blanca. ...

En la línea 1501
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Don Michelotto marchó delante de todos al entrar en Sinigaglia, con el pretexto de que el enemigo, poseedor aún de la fortaleza, podía atacarlos de pronto. Un puente daba acceso a la ciudad, y don Miguelito, que ya tenía sus gentes dentro de ella, dejó pasar a César y a los tres condottieri nada más. Luego se interpuso, e impidió la entrada de los soldados de Oliveretto, alegando la falta de alojamientos y que era mejor se instalasen en el arrabal. ...

En la línea 1891
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Mientras caminaban hacia el Tiber, siguiendo luego por el puente de Sant' Angelo y las calles rectas y estrechas de la Ciudad Leonina, don Baltasar formuló, una vez más, sus protestas contra los grandes calumniados, como él llamaba a los Borgias. ...

En la línea 345
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Pasó un automóvil con dos torres negras unidas por un doble puente de acero del mismo color y que tenían en su parte alta dos lentejas de cristal a guisa de tejados. El inventario explicaba que estas torres gemelas eran un aparato óptico por medio del cual los Hombres-Montañas podían ver a largas distancias. Pero los profesores de la Universidad Central sabían en tal materia mucho más que los gigantes. ...

En la línea 1369
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Era una cosa blanda que se retorcía lanzando ahogados chillidos, aprisionada por la arena y el arco de puente que formaban sus zapatos entre la planta y el tacón. Se inclinó hasta tocar el suelo y, levantando el pie, extrajo aquella cosa animada de su dolorosa esclavitud. ...

En la línea 1660
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Se dio cuenta de que estaba sentado en un sillón, con las piernas extendidas. Luego se incorporó, soltando el brazo de madera, que dejó oír un nuevo quejido de quebrantamiento al verse libre de la desesperada opresión. Rápidamente fue reconociendo el verdadero aspecto de todo lo que le rodeaba. El sol rojo no era mas que una lampara eléctrica de las que alumbran el puente de paseo de un paquebote. ...

En la línea 1666
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La risa sofocada de los tres y de la institutriz le hizo abandonar el puente, bajando a los salones del paquebote. El americano, después de tanto soñar, sentía hambre, un hambre solo comparable a la que había sufrido cerca del puerto de la Ciudad-Paraiso de las Mujeres mientras esperaba inútilmente el envío de víveres prometido por la enamorada Flimnap. ...

En la línea 1457
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Todo lo que sigue es muy soso. Desde que se dio tierra al pequeñuelo, yo no tenía otro deseo que ver a la madre tomando el portante. Puedes creérmelo: no me interesaba nada. Lo único que sentía era compasión por sus desgracias, y no era floja la de vivir con aquel bárbaro, un tiote grosero que la trataba muy mal y no la dejaba ni respirar. ¡Pobre mujer! Yo le dije, mientras él estaba en el cementerio: «¿Cómo es que vives con este animal y le aguantas?». Y respondiome: «No tengo más amparo que esta fiera. No le puedo ver; pero el agradecimiento… ». Es triste cosa vivir de esta manera, aborreciendo y agradeciendo. Ya ves cuánta desgracia, cuánta miseria hay en este mundo, niña mía… Bueno, pues sigo diciéndote que aquella infeliz pareja me dio la gran jaqueca. El tal, que era mercachifle de estos que ponen puestos en las ferias, pretendía una plaza de contador de la depositaría de un pueblo. ¡Valiente animal! Me atosigaba con sus exigencias, y aun con amenazas, y no tardé en comprender que lo que quería era sacarme dinero. La pobre Fortunata no me decía nada. Aquel bestia no le permitía que me viera y hablara sin estar él presente, y ella, delante de él, apenas alzaba del suelo los ojos; tan aterrorizada la tenía. Una noche, según me contó la patrona, la quiso matar el muy bruto. ¿Sabes por qué?, porque me había mirado. Así lo decía él… Me puedes creer, como esta es noche, que Fortunata no me inspiraba sino lástima. Se había desmejorado mucho de físico, y en lo espiritual no había ganado nada. Estaba flaca, sucia, vestía de pingos que olían mal, y la pobreza, la vida de perros y la compañía de aquel salvaje habíanle quitado gran parte de sus atractivos. A los tres días se me hicieron insoportables las exigencias de la fiera, y me avine a todo. No tuve más remedio que decir: «Al enemigo que huye, puente de plata»; y con tal de verles marchar, no me importaba el sablazo que me dieron. Aflojé los cuartos a condición de que se habían de ir inmediatamente. Y aquí paz y después gloria. Y se acabó mi cuento, niña de mi vida, porque no he vuelto a saber una palabra de aquel respetable tronco, lo que me llena de contento. ...

En la línea 4988
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Volvió a echarse, y se entretuvo contemplando con errante mirada las paredes de la habitación. Había allí un San José, cuadro grande, de familia, que como pintura valía poco, pero Moreno lo tenía en gran estima, porque estuvo muchos años en la alcoba donde él nació. Se asociaba a las impresiones de su niñez aquel santo tan guapote, reclinado sobre nubes, con su vara, su niño, y aquella capa amarilla cuyos pliegues hacían competencia al celaje. Se le refrescó de tal modo al buen caballero en aquel momento la memoria de su padre, que parecía que le estaba viendo, y oyéndole el metal de voz. A su madre no la había conocido, porque murió siendo él muy niño. También se acordó de cuando su hermana y él (aquella misma hermana viuda que allí vivía), iban a la casa del abuelito, en la Concepción Jerónima, cogidos de la mano. Y una tarde, al revolver la calle Imperial, se perdieron, es decir, se perdió ella, y él por poco se muere del susto. Pues un día que iba por la Plaza de Provincia, vio el burro de un aguador, suelto: el dueño estaba en la taberna próxima. Entráronle ganas a Manolito de montarse en el pollino, y como lo pensó lo hizo. Pero el condenado animal, en cuanto sintió el jinete salió escapado, y aunque el chico hacía esfuerzos por detenerlo, no podía… Total, que llegó hasta la calle de Segovia, muy cerca del puente. Y no fue que el burro se parara, sino que el jinete se cayó, abriéndose la cabeza. Todavía tenía la señal. Por suerte, los hermanos García, boteros, que tenían su taller de corambres debajo del Sacramento, y le vieron caer, le conocían, y recogiéndole, le llevaron a casa de su abuelito. ¡La que se armó allí! Acordábase D. Manuel de aquel lance como si hubiera ocurrido el día anterior; veía a su abuelito, D. Antonio Moreno, que todavía usaba chorreras, corbatín de suela y casaca a todas las horas del día. Hasta en el almacén (droguería al por mayor), estaba de frac. Pues luego vino el papá y estuvo dudando si pegarle o no… Lo peor de todo, fue que al asno no se le vio más el pelo, y la familia tuvo que pagar por él una fuerte indemnización. «Si parece que fue ayer» decía Moreno, tocándose la frente, en el sitio donde estaba la cicatriz. ...

En la línea 406
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... '¡Ah! pensó–. ¡Qué grande y qué extraño parece! ¡Soy rey!' Nuestros dos amigos se abrieron lentamente camino por entre la muchedumbre que llenaba el puente. Esta construcción, que tenía más de seiscientos años de vida sin haber dejado de ser un lugar bullicioso y muy poblado, era curiosísima, por que una hilera completa de tiendas y almacenes, con habitaciones para familias encima, se extendía a ambos lados y de, una a otra orilla del río. El puente era en sí mismo una especie de ciudad, que tenía sus posadas, cervecerías, panaderías, mercados, industrias manufactureras y hasta su iglesia. Miraba a los dos vecinos que ponía en comunicación –Londres y Southwark–, considerándolos buenos como suburbios, pero por lo demás sin particular importancia. Era una comunidad cerrada, por decirlo así, una ciudad estrecha con una sola calle de un quinto de milla de largo, y su población no era sino la población de una aldea. Todo el mundo en ella conocía íntimamente a sus vecinos, como había tenido antes conocimiento de sus padres y de sus madres, y conocía además todos sus pequeños asuntos familiares. Contaba con una aristocracia, por supuesto, con sus distinguidas y viejas famillas de carniceros, de panaderos y otros por el estilo, que venían ocupando las mismas tiendas desde hacía quinientos o seiscientos años, y sabían la gran historia del puente desde el principio al fin, con todas sus misteriosas leyendas. Eran familias que hablaban siempre en lenguaje del puente, tenían ideas propias del puente, mentían a boca llena y sin titubear, de una manera emanada de su vida en el puente. Era aquella una clase de población que había de ser por fuerza mezquina, ignorante y engreída. Los niños nacían en el puente, eran educados en él, en él llegaban a viejos y, finalmente, en él morían sin haber puesto los pies en otra parte del mundo que no fuera el Puente de Londres. Aquella gente tenía que pensar, por razón natural, que la copiosa e interminable procesión que circulaba por su calle noche y día, con su confusa algarabía de voces y gritos, sus relinchos, sus balidos y su ahogado patear, era la casa más extraordinaria del mundo, y ellos mismos, en cierto modo, los propietarios de todo aquello. Y tales eran, en efecto –o por lo menos como tales podían considerarse desde sus ventanas, y así lo hacían mediante su alquiler–, cada vez que un rey o un héroe que volvía daba ocasión a algunos festejos, porque no había sitio como aquél para poder contemplar sin interrupción las columnas en marcha. ...

En la línea 406
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... '¡Ah! pensó–. ¡Qué grande y qué extraño parece! ¡Soy rey!' Nuestros dos amigos se abrieron lentamente camino por entre la muchedumbre que llenaba el puente. Esta construcción, que tenía más de seiscientos años de vida sin haber dejado de ser un lugar bullicioso y muy poblado, era curiosísima, por que una hilera completa de tiendas y almacenes, con habitaciones para familias encima, se extendía a ambos lados y de, una a otra orilla del río. El puente era en sí mismo una especie de ciudad, que tenía sus posadas, cervecerías, panaderías, mercados, industrias manufactureras y hasta su iglesia. Miraba a los dos vecinos que ponía en comunicación –Londres y Southwark–, considerándolos buenos como suburbios, pero por lo demás sin particular importancia. Era una comunidad cerrada, por decirlo así, una ciudad estrecha con una sola calle de un quinto de milla de largo, y su población no era sino la población de una aldea. Todo el mundo en ella conocía íntimamente a sus vecinos, como había tenido antes conocimiento de sus padres y de sus madres, y conocía además todos sus pequeños asuntos familiares. Contaba con una aristocracia, por supuesto, con sus distinguidas y viejas famillas de carniceros, de panaderos y otros por el estilo, que venían ocupando las mismas tiendas desde hacía quinientos o seiscientos años, y sabían la gran historia del puente desde el principio al fin, con todas sus misteriosas leyendas. Eran familias que hablaban siempre en lenguaje del puente, tenían ideas propias del puente, mentían a boca llena y sin titubear, de una manera emanada de su vida en el puente. Era aquella una clase de población que había de ser por fuerza mezquina, ignorante y engreída. Los niños nacían en el puente, eran educados en él, en él llegaban a viejos y, finalmente, en él morían sin haber puesto los pies en otra parte del mundo que no fuera el Puente de Londres. Aquella gente tenía que pensar, por razón natural, que la copiosa e interminable procesión que circulaba por su calle noche y día, con su confusa algarabía de voces y gritos, sus relinchos, sus balidos y su ahogado patear, era la casa más extraordinaria del mundo, y ellos mismos, en cierto modo, los propietarios de todo aquello. Y tales eran, en efecto –o por lo menos como tales podían considerarse desde sus ventanas, y así lo hacían mediante su alquiler–, cada vez que un rey o un héroe que volvía daba ocasión a algunos festejos, porque no había sitio como aquél para poder contemplar sin interrupción las columnas en marcha. ...

En la línea 406
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... '¡Ah! pensó–. ¡Qué grande y qué extraño parece! ¡Soy rey!' Nuestros dos amigos se abrieron lentamente camino por entre la muchedumbre que llenaba el puente. Esta construcción, que tenía más de seiscientos años de vida sin haber dejado de ser un lugar bullicioso y muy poblado, era curiosísima, por que una hilera completa de tiendas y almacenes, con habitaciones para familias encima, se extendía a ambos lados y de, una a otra orilla del río. El puente era en sí mismo una especie de ciudad, que tenía sus posadas, cervecerías, panaderías, mercados, industrias manufactureras y hasta su iglesia. Miraba a los dos vecinos que ponía en comunicación –Londres y Southwark–, considerándolos buenos como suburbios, pero por lo demás sin particular importancia. Era una comunidad cerrada, por decirlo así, una ciudad estrecha con una sola calle de un quinto de milla de largo, y su población no era sino la población de una aldea. Todo el mundo en ella conocía íntimamente a sus vecinos, como había tenido antes conocimiento de sus padres y de sus madres, y conocía además todos sus pequeños asuntos familiares. Contaba con una aristocracia, por supuesto, con sus distinguidas y viejas famillas de carniceros, de panaderos y otros por el estilo, que venían ocupando las mismas tiendas desde hacía quinientos o seiscientos años, y sabían la gran historia del puente desde el principio al fin, con todas sus misteriosas leyendas. Eran familias que hablaban siempre en lenguaje del puente, tenían ideas propias del puente, mentían a boca llena y sin titubear, de una manera emanada de su vida en el puente. Era aquella una clase de población que había de ser por fuerza mezquina, ignorante y engreída. Los niños nacían en el puente, eran educados en él, en él llegaban a viejos y, finalmente, en él morían sin haber puesto los pies en otra parte del mundo que no fuera el Puente de Londres. Aquella gente tenía que pensar, por razón natural, que la copiosa e interminable procesión que circulaba por su calle noche y día, con su confusa algarabía de voces y gritos, sus relinchos, sus balidos y su ahogado patear, era la casa más extraordinaria del mundo, y ellos mismos, en cierto modo, los propietarios de todo aquello. Y tales eran, en efecto –o por lo menos como tales podían considerarse desde sus ventanas, y así lo hacían mediante su alquiler–, cada vez que un rey o un héroe que volvía daba ocasión a algunos festejos, porque no había sitio como aquél para poder contemplar sin interrupción las columnas en marcha. ...

En la línea 406
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... '¡Ah! pensó–. ¡Qué grande y qué extraño parece! ¡Soy rey!' Nuestros dos amigos se abrieron lentamente camino por entre la muchedumbre que llenaba el puente. Esta construcción, que tenía más de seiscientos años de vida sin haber dejado de ser un lugar bullicioso y muy poblado, era curiosísima, por que una hilera completa de tiendas y almacenes, con habitaciones para familias encima, se extendía a ambos lados y de, una a otra orilla del río. El puente era en sí mismo una especie de ciudad, que tenía sus posadas, cervecerías, panaderías, mercados, industrias manufactureras y hasta su iglesia. Miraba a los dos vecinos que ponía en comunicación –Londres y Southwark–, considerándolos buenos como suburbios, pero por lo demás sin particular importancia. Era una comunidad cerrada, por decirlo así, una ciudad estrecha con una sola calle de un quinto de milla de largo, y su población no era sino la población de una aldea. Todo el mundo en ella conocía íntimamente a sus vecinos, como había tenido antes conocimiento de sus padres y de sus madres, y conocía además todos sus pequeños asuntos familiares. Contaba con una aristocracia, por supuesto, con sus distinguidas y viejas famillas de carniceros, de panaderos y otros por el estilo, que venían ocupando las mismas tiendas desde hacía quinientos o seiscientos años, y sabían la gran historia del puente desde el principio al fin, con todas sus misteriosas leyendas. Eran familias que hablaban siempre en lenguaje del puente, tenían ideas propias del puente, mentían a boca llena y sin titubear, de una manera emanada de su vida en el puente. Era aquella una clase de población que había de ser por fuerza mezquina, ignorante y engreída. Los niños nacían en el puente, eran educados en él, en él llegaban a viejos y, finalmente, en él morían sin haber puesto los pies en otra parte del mundo que no fuera el Puente de Londres. Aquella gente tenía que pensar, por razón natural, que la copiosa e interminable procesión que circulaba por su calle noche y día, con su confusa algarabía de voces y gritos, sus relinchos, sus balidos y su ahogado patear, era la casa más extraordinaria del mundo, y ellos mismos, en cierto modo, los propietarios de todo aquello. Y tales eran, en efecto –o por lo menos como tales podían considerarse desde sus ventanas, y así lo hacían mediante su alquiler–, cada vez que un rey o un héroe que volvía daba ocasión a algunos festejos, porque no había sitio como aquél para poder contemplar sin interrupción las columnas en marcha. ...

En la línea 96
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Sandokán lanzó una rápida mirada al puente de su barco y otra al del que mandaba Giro Batol, y ordenó: ...

En la línea 123
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... En aquel instante disparaban del junco un tiro de fusil y Araña de Mar cayó herido sobre el puente. ...

En la línea 125
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Se lanzó adelante como un toro herido, saltó sobre el puente del junco, y se precipitó entre los combatientes con esa temeridad loca que todos admiraban. ...

En la línea 153
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... A eso de la medianoche aparecieron a la vista las tres islas que son los centinelas avanzados de Labuán. Sandokán se paseaba inquieto por el puente. A las tres de la madrugada gritó: ...

En la línea 104
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Trasladóse inmediatamente nuestro equipaje al puente de la fragata. Me precipité a bordo y pregunté por el comandante Farragut. Un marinero me condujo a la toldilla y me puso en presencia de un oficial de agradable aspecto, que me tendió la mano. ...

En la línea 113
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Dejé a Conseil ocupado en instalar convenientemente nuestras maletas y subí al puente para seguir los preparativos de partida. ...

En la línea 127
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Los oficiales de a bordo compartían la opinión de su jefe. Había que oírles hablar, discutir, disputar, calcular las posibilidades de un encuentro y verles observar la vasta extensión del océano. Más de uno se imponía una guardia voluntaria, que en otras circunstancias hubiera maldecido, en los baos del juanete. Y mientras el sol describía su arco diurno, la arboladura estaba llena de marineros, como si el puente les quemara los pies, que manifestaban la mayor impaciencia. Y eso que el Abraham Lincoln estaba todavía muy lejos de abordar las aguas sospechosas del Pacífico. ...

En la línea 187
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... No era yo el menos atento a bordo, sin que me incitara a ello el atractivo del dinero. Concedía tan sólo algunos minutos a las comidas y algunas horas al sueño para, indiferente al sol o a la lluvia, pasar todo mi tiempo sobre el puente. Unas veces inclinado sobre la batayola del castillo y otras apoyado en el coronamiento de popa, yo devoraba con ávida mirada la espumosa estela que blanqueaba el mar hasta el límite de la mirada. ¡Cuántas veces compartí la emoción del estado mayor y de la tripulación cuando una caprichosa ballena elevaba su oscuro lomo sobre las olas! Cuando eso sucedía, se poblaba el puente de la fragata en un instante. Las escotillas vomitaban un torrente de marineros y oficiales, que, sobrecogidos de emoción, observaban los movimientos del cetáceo. Yo miraba, miraba hasta agotar mi retina y quedarme ciego, lo que le hacía decirme a Conseil, siempre flemático, en tono sereno: ...

En la línea 1892
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El puente no era tal, sino una plancha de madera que cruzaba una zanja de cuatro pies de anchura y dos ...

En la línea 1893
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... de profundidad. Pero resultaba agradable ver la satisfacción con que mi compañero levantó el puente y lo ...

En la línea 1972
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Había una criadita que durante el día cuidaba al viejo. En cuanto hubo puesto el mantel, bajaron el puente ...

En la línea 1987
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... si el castillo, el puente levadizo, la glorieta, el lago, la fuente y el anciano hubieran sido dispersados en el ...

En la línea 124
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑¡Ah, señor, mi querido señor! ‑exclamó Marmeladof, algo repuesto‑. Tal vez a usted le parezca todo esto tan cómico como a todos los demás; tal vez le esté fastidiando con todos estos pequeños detalles, miserables y estúpidos, de mi vida doméstica. Pero le aseguro que yo no tengo ganas de reír, pues siento todo esto. Todo aquel día inolvidable y toda aquella noche estuve urdiendo en mi mente los sueños más fantásticos: soñaba en cómo reorganizaría nuestra vida, en los vestidos que pondrían a los niños, en la tranquilidad que iba a tener mi esposa, en que arrancaría a mi hija de la vida de oprobio que llevaba y la restituiría al seno de la familia… Y todavía soñé muchas cosas más… Pero he aquí, caballero ‑y Marmeladof se estremeció de súbito, levantó la cabeza y miró fijamente a su interlocutor‑, he aquí que al mismo día siguiente a aquel en que acaricié todos estos sueños (de esto hace exactamente cinco días), por la noche, inventé una mentira y, como un ladrón nocturno, robé la llave del baúl de Catalina Ivanovna y me apoderé del resto del dinero que le había entregado. ¿Cuánto había? No lo recuerdo. Pero… ¡miradme todos! Hace cinco días que no he puesto los pies en mi casa, y los míos me buscan, y he perdido mi empleo. El uniforme lo cambié por este traje en una taberna del puente de Egipto. Todo ha terminado. ...

En la línea 327
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Un febril temblor nervioso se había apoderado de él. Se estremecía. Tenía frío a pesar de que el calor era insoportable. Cediendo a una especie de necesidad interior y casi inconsciente, hizo un gran esfuerzo para fijar su atención en las diversas cosas que veía, con objeto de librarse de sus pensamientos; pero el empeño fue vano: a cada momento volvía a caer en su delirio. Estaba absorto unos instantes, se estremecía, levantaba la cabeza, paseaba la mirada a su alrededor y ya no se acordaba de lo que estaba pensando hacía unos segundos. Ni siquiera reconocía las calles que iba recorriendo. Así atravesó toda la isla Vasilievski, llegó ante el Pequeño Neva, pasó el puente y desembocó en las islas menores. ...

En la línea 408
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Se levantó, lanzó una mirada de asombro en todas direcciones, como sorprendido de verse allí, y se dirigió al puente. Estaba pálido y sus ojos brillaban. Sentía todo el cuerpo dolorido, pero empezaba a respirar más fácilmente. Notaba que se había librado de la espantosa carga que durante tanto tiempo le había abrumado. Su alma se había aligerado y la paz reinaba en ella. ...

En la línea 410
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Al pasar por el puente contempló el Neva y la puesta del sol, hermosa y flamígera. Pese a su debilidad, no sentía fatiga alguna. Se diría que el temor que durante el mes último se había ido formando poco a poco en su corazón se había reventado de pronto. Se sentía libre, ¡libre! Se había roto el embrujo, la acción del maleficio había cesado. ...

En la línea 519
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Por esta razón se levantaron todos a las cinco de la mañana. Fueron a Saint-Cloud en coche; se pararon ante la cascada; jugaron en las arboledas del estanque grande y en el puente de Sévres; hicieron ramilletes de flores; comieron en todas partes pastelillos de manzanas; Tholomyès, que era capaz de todo, se ponía una cosa extraña en la boca llamada cigarro y fumaba; en fin, fueron perfectamente felices. ...

En la línea 496
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -¡Meditar! Lo mismo meditan ellas que ese puente o esos barcos. El privilegio de la meditación -Artegui subrayó amargamente la palabra privilegio- está reservado al hombre, rey de los seres. Y si en esas estrellas existen -como no puede menos- hombres dotados de todas las inmunidades y franquicias humanas ¡esos sí que meditarán! ...

En la línea 769
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Dirigíanse las dos amigas, ya hacia la Montaña Verde, ya hacia el camino de las Señoras o hacia el manantial intermitente de Vesse. La Montaña Verde es el punto más elevado de las inmediaciones de Vichy. Está la montañuela cubierta de vegetación, pero de vegetación baja, a flor de tierra, de suerte que, vista de lejos, se les figuraba cabeza de gigante con cabellera corta y espesísima. Ya en la cúspide, subían al mirador y manejaban el gran anteojo, registrando el inmenso panorama que se extendía en torno. Las suaves laderas, tapizadas de viñas, bajaban hasta el Allier, que culebreaba a lo lejos como enorme sierpe azul. En lontananza, la cadena del Forez erguía sus mamelones donde la nieve refulgía cual una caperuza de plata; los gigantes de Auvernia, vaporosos y grises, parecían fantasmas de neblina; el castillo de Borbón Busset surgía de las brumas con sus torreones señoriales, avergonzando al pacifico palacio de Randán, con todo el desdén de un Borbón legítimo hacia la rama degenerada de los Orleáns. El camino de las Señoras era la excursión favorita de Lucía. Estrecha vereda, sombreada por espesos árboles, sigue dócil el curso del Sichón, deteniéndose cuando al río se le antoja formar un remanso y torciéndose en graciosas curvas como la tranquila corriente. A cada paso corta la monotonía de las hileras de chopos y negrillos algún accidente pintoresco: ya un lavadero, ya una casita que remoja los pies en el río, ya una presa, ya un molino, ya una charca de patos. El molino, en particular, parecía dispuesto por un pintor efectista para algún lienzo de naturaleza perfeccionada. Vetusto, comido de húmeda y verdegueante lepra, sustentado en postes de madera que iba pudriendo el agua, brillaba sobre el edificio la rueda, como el ojo disforme sobre la morena y rugosa frente de un cíclope. Eran destellos de la enorme pupila las gotas de refulgente argentería líquida que saltaban de rayo a rayo, a cada vuelta; y el quejido penoso que la pesada rueda exhalaba al girar, completaba el símil, remedando el hálito del monstruo. Un puente lanzado con osadía sobre el mismo arco de la catarata que formaba la presa dejaba ver, al través de su tablazón mal junta, el agua espumante y rugiente. En la presa bogaban con pachorra hasta media docena de patos, e infinitos gorriones revolaban en el alero irregular del tejado, mientras en el obscuro agujero de una de las desiguales ventanas florecía un tiesto de petunias. Quedábase Lucía muchos ratos mirando al molino, sentada en el ribazo opuesto, arrullada por el ronquido cadencioso de la rueda y por el blando chapaleteo del agua batida. Pilar prefería el manantial intermitente que le proporcionaba las emociones de que era tan ávido su endeble organismo. Llegábase al manantial por un ameno sendero; ya desde el puente se cogía bella perspectiva. El Allier es vasto y caudaloso, pero muy mermado a la sazón por los calores estivales; sólo en los puntos más anchos del cauce llevaba agua, y el resto descubría el álveo formado de arena en prolongadas zonas blancas. A lo más rápido de la corriente, obscuros peñascos se interponían, originando otros tantos remolinos; saltaba el agua, espumaba un punto colérica, y después seguía mansa y sesga como de costumbre. En lontananza se descubría extensa vega. Dilatadas praderías, donde pacían vacas y borregos, estaban limitadas al término del horizonte por una línea de chopos verde pálido, muy rectos y agudos, a la manera de los árboles contrahechos de las cajas de juguetes; los mimbrales, en cambio, eran rechonchos y panzones, como bolas de verdor sombrío rodantes por la pradera. Completaba la lejanía la cima de la Montaña Verde, recortándose sobre el cielo con cierta dureza de paisaje flamenco en sus contornos exactos y marcados, de un verde obscuro límpido. A la margen del río se veía bajar y subir el brazo derecho de las lavanderas, como miembro de marioneta movido por resortes, y se oía el plas acompasado de la paleta con que azotaban la ropa. Por el agrio talud de la ribera ascendían lentos carros cargados de arena y casquijo, y cruzaban después el puente, bañado en sudor el tiro, muy despacio, sonando a largos intervalos las campanillas. Pasaban las aldeanas auvernesas, vestidas de colores apagados, la esportilla de paja puesta sobre la blanca escofieta, conduciendo sus vacas, cuyos ubres henchidos de leche se columpiaban al andar, y que, posando una mirada triste en los transeúntes, solían pegar una huida de costado, un trote de diez segundos, tras de lo cual recobraban la resignación de su paso grave. En la esquina del puente, un pobre, decentemente vestido y con trazas de militar, pedía limosna con sólo una inflexión suplicante de la voz y un doliente fruncimiento de cejas. ...

En la línea 769
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Dirigíanse las dos amigas, ya hacia la Montaña Verde, ya hacia el camino de las Señoras o hacia el manantial intermitente de Vesse. La Montaña Verde es el punto más elevado de las inmediaciones de Vichy. Está la montañuela cubierta de vegetación, pero de vegetación baja, a flor de tierra, de suerte que, vista de lejos, se les figuraba cabeza de gigante con cabellera corta y espesísima. Ya en la cúspide, subían al mirador y manejaban el gran anteojo, registrando el inmenso panorama que se extendía en torno. Las suaves laderas, tapizadas de viñas, bajaban hasta el Allier, que culebreaba a lo lejos como enorme sierpe azul. En lontananza, la cadena del Forez erguía sus mamelones donde la nieve refulgía cual una caperuza de plata; los gigantes de Auvernia, vaporosos y grises, parecían fantasmas de neblina; el castillo de Borbón Busset surgía de las brumas con sus torreones señoriales, avergonzando al pacifico palacio de Randán, con todo el desdén de un Borbón legítimo hacia la rama degenerada de los Orleáns. El camino de las Señoras era la excursión favorita de Lucía. Estrecha vereda, sombreada por espesos árboles, sigue dócil el curso del Sichón, deteniéndose cuando al río se le antoja formar un remanso y torciéndose en graciosas curvas como la tranquila corriente. A cada paso corta la monotonía de las hileras de chopos y negrillos algún accidente pintoresco: ya un lavadero, ya una casita que remoja los pies en el río, ya una presa, ya un molino, ya una charca de patos. El molino, en particular, parecía dispuesto por un pintor efectista para algún lienzo de naturaleza perfeccionada. Vetusto, comido de húmeda y verdegueante lepra, sustentado en postes de madera que iba pudriendo el agua, brillaba sobre el edificio la rueda, como el ojo disforme sobre la morena y rugosa frente de un cíclope. Eran destellos de la enorme pupila las gotas de refulgente argentería líquida que saltaban de rayo a rayo, a cada vuelta; y el quejido penoso que la pesada rueda exhalaba al girar, completaba el símil, remedando el hálito del monstruo. Un puente lanzado con osadía sobre el mismo arco de la catarata que formaba la presa dejaba ver, al través de su tablazón mal junta, el agua espumante y rugiente. En la presa bogaban con pachorra hasta media docena de patos, e infinitos gorriones revolaban en el alero irregular del tejado, mientras en el obscuro agujero de una de las desiguales ventanas florecía un tiesto de petunias. Quedábase Lucía muchos ratos mirando al molino, sentada en el ribazo opuesto, arrullada por el ronquido cadencioso de la rueda y por el blando chapaleteo del agua batida. Pilar prefería el manantial intermitente que le proporcionaba las emociones de que era tan ávido su endeble organismo. Llegábase al manantial por un ameno sendero; ya desde el puente se cogía bella perspectiva. El Allier es vasto y caudaloso, pero muy mermado a la sazón por los calores estivales; sólo en los puntos más anchos del cauce llevaba agua, y el resto descubría el álveo formado de arena en prolongadas zonas blancas. A lo más rápido de la corriente, obscuros peñascos se interponían, originando otros tantos remolinos; saltaba el agua, espumaba un punto colérica, y después seguía mansa y sesga como de costumbre. En lontananza se descubría extensa vega. Dilatadas praderías, donde pacían vacas y borregos, estaban limitadas al término del horizonte por una línea de chopos verde pálido, muy rectos y agudos, a la manera de los árboles contrahechos de las cajas de juguetes; los mimbrales, en cambio, eran rechonchos y panzones, como bolas de verdor sombrío rodantes por la pradera. Completaba la lejanía la cima de la Montaña Verde, recortándose sobre el cielo con cierta dureza de paisaje flamenco en sus contornos exactos y marcados, de un verde obscuro límpido. A la margen del río se veía bajar y subir el brazo derecho de las lavanderas, como miembro de marioneta movido por resortes, y se oía el plas acompasado de la paleta con que azotaban la ropa. Por el agrio talud de la ribera ascendían lentos carros cargados de arena y casquijo, y cruzaban después el puente, bañado en sudor el tiro, muy despacio, sonando a largos intervalos las campanillas. Pasaban las aldeanas auvernesas, vestidas de colores apagados, la esportilla de paja puesta sobre la blanca escofieta, conduciendo sus vacas, cuyos ubres henchidos de leche se columpiaban al andar, y que, posando una mirada triste en los transeúntes, solían pegar una huida de costado, un trote de diez segundos, tras de lo cual recobraban la resignación de su paso grave. En la esquina del puente, un pobre, decentemente vestido y con trazas de militar, pedía limosna con sólo una inflexión suplicante de la voz y un doliente fruncimiento de cejas. ...

En la línea 769
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Dirigíanse las dos amigas, ya hacia la Montaña Verde, ya hacia el camino de las Señoras o hacia el manantial intermitente de Vesse. La Montaña Verde es el punto más elevado de las inmediaciones de Vichy. Está la montañuela cubierta de vegetación, pero de vegetación baja, a flor de tierra, de suerte que, vista de lejos, se les figuraba cabeza de gigante con cabellera corta y espesísima. Ya en la cúspide, subían al mirador y manejaban el gran anteojo, registrando el inmenso panorama que se extendía en torno. Las suaves laderas, tapizadas de viñas, bajaban hasta el Allier, que culebreaba a lo lejos como enorme sierpe azul. En lontananza, la cadena del Forez erguía sus mamelones donde la nieve refulgía cual una caperuza de plata; los gigantes de Auvernia, vaporosos y grises, parecían fantasmas de neblina; el castillo de Borbón Busset surgía de las brumas con sus torreones señoriales, avergonzando al pacifico palacio de Randán, con todo el desdén de un Borbón legítimo hacia la rama degenerada de los Orleáns. El camino de las Señoras era la excursión favorita de Lucía. Estrecha vereda, sombreada por espesos árboles, sigue dócil el curso del Sichón, deteniéndose cuando al río se le antoja formar un remanso y torciéndose en graciosas curvas como la tranquila corriente. A cada paso corta la monotonía de las hileras de chopos y negrillos algún accidente pintoresco: ya un lavadero, ya una casita que remoja los pies en el río, ya una presa, ya un molino, ya una charca de patos. El molino, en particular, parecía dispuesto por un pintor efectista para algún lienzo de naturaleza perfeccionada. Vetusto, comido de húmeda y verdegueante lepra, sustentado en postes de madera que iba pudriendo el agua, brillaba sobre el edificio la rueda, como el ojo disforme sobre la morena y rugosa frente de un cíclope. Eran destellos de la enorme pupila las gotas de refulgente argentería líquida que saltaban de rayo a rayo, a cada vuelta; y el quejido penoso que la pesada rueda exhalaba al girar, completaba el símil, remedando el hálito del monstruo. Un puente lanzado con osadía sobre el mismo arco de la catarata que formaba la presa dejaba ver, al través de su tablazón mal junta, el agua espumante y rugiente. En la presa bogaban con pachorra hasta media docena de patos, e infinitos gorriones revolaban en el alero irregular del tejado, mientras en el obscuro agujero de una de las desiguales ventanas florecía un tiesto de petunias. Quedábase Lucía muchos ratos mirando al molino, sentada en el ribazo opuesto, arrullada por el ronquido cadencioso de la rueda y por el blando chapaleteo del agua batida. Pilar prefería el manantial intermitente que le proporcionaba las emociones de que era tan ávido su endeble organismo. Llegábase al manantial por un ameno sendero; ya desde el puente se cogía bella perspectiva. El Allier es vasto y caudaloso, pero muy mermado a la sazón por los calores estivales; sólo en los puntos más anchos del cauce llevaba agua, y el resto descubría el álveo formado de arena en prolongadas zonas blancas. A lo más rápido de la corriente, obscuros peñascos se interponían, originando otros tantos remolinos; saltaba el agua, espumaba un punto colérica, y después seguía mansa y sesga como de costumbre. En lontananza se descubría extensa vega. Dilatadas praderías, donde pacían vacas y borregos, estaban limitadas al término del horizonte por una línea de chopos verde pálido, muy rectos y agudos, a la manera de los árboles contrahechos de las cajas de juguetes; los mimbrales, en cambio, eran rechonchos y panzones, como bolas de verdor sombrío rodantes por la pradera. Completaba la lejanía la cima de la Montaña Verde, recortándose sobre el cielo con cierta dureza de paisaje flamenco en sus contornos exactos y marcados, de un verde obscuro límpido. A la margen del río se veía bajar y subir el brazo derecho de las lavanderas, como miembro de marioneta movido por resortes, y se oía el plas acompasado de la paleta con que azotaban la ropa. Por el agrio talud de la ribera ascendían lentos carros cargados de arena y casquijo, y cruzaban después el puente, bañado en sudor el tiro, muy despacio, sonando a largos intervalos las campanillas. Pasaban las aldeanas auvernesas, vestidas de colores apagados, la esportilla de paja puesta sobre la blanca escofieta, conduciendo sus vacas, cuyos ubres henchidos de leche se columpiaban al andar, y que, posando una mirada triste en los transeúntes, solían pegar una huida de costado, un trote de diez segundos, tras de lo cual recobraban la resignación de su paso grave. En la esquina del puente, un pobre, decentemente vestido y con trazas de militar, pedía limosna con sólo una inflexión suplicante de la voz y un doliente fruncimiento de cejas. ...

En la línea 372
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Al día siguiente de la salida de Suez, 29 de octubre, no dejó de darle gusto el encuentro que hizo en el puente del obsequioso personaje a quien se había dirigido al desembarcar en Egipto. ...

En la línea 388
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -Pero nunca veo a vuestro amo sobre el puente. ...

En la línea 402
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... El buque, mejor sostenido, cabeceó menos, y las pasajeras volvieron a aparecer sobre el puente recién compuestas, comenzando de nuevo los cantos y los bailes. ...

En la línea 806
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Saliendo, pues, aquel día de su camarote, Fix apareció en el puente con intento de ir al encuentro de Picaporte con señales de la mayor sorpresa. Picaporte se estaba paseando a proa cuando el inspector corrió hacia él, exclamando: ...


la Ortografía es divertida

Más información sobre la palabra Puente en internet

Puente en la RAE.
Puente en Word Reference.
Puente en la wikipedia.
Sinonimos de Puente.

Busca otras palabras en esta web

Palabras parecidas a puente

La palabra olor
La palabra aleteos
La palabra risotadas
La palabra anochecer
La palabra primeras
La palabra odios
La palabra derecha

Webs Amigas:

Ciclos Fp de informática en Córdoba . Barrios de Paris . Ciclos formativos en Alicante . - Hotel Laredo Miramar