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La palabra primeras
Cómo se escribe

la palabra primeras

La palabra Primeras ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Memoria De Las Islas Filipinas. de Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
La llamada de la selva de Jack London
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece primeras.

Estadisticas de la palabra primeras

La palabra primeras es una de las palabras más comunes del idioma Español, estando en la posición 907 según la RAE.

Primeras es una palabra muy común y se encuentra en el Top 500 con una frecuencia media de 100.17 veces en cada obra en castellano

El puesto de esta palabra se basa en la frecuencia de aparición de la primeras en 150 obras del castellano contandose 15226 apariciones en total.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Primeras

Cómo se escribe primeras o prrimerras?
Cómo se escribe primeras o primeraz?

Más información sobre la palabra Primeras en internet

Primeras en la RAE.
Primeras en Word Reference.
Primeras en la wikipedia.
Sinonimos de Primeras.


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece primeras

La palabra primeras puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 921
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En las primeras semanas, Roseta veía con cierto terror la llegada del anochecer, y con él la hora de la salida. ...

En la línea 1104
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Más de treinta muchachas agolpábanse con sus cántaros, deseosas todas ellas de ser las primeras en llenar, pero sin prisa de irse. ...

En la línea 1417
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Muchachos cerriles que aspiraban a ser mancebos en las barberías de la ciudad hacían allí sus primeras armas. ...

En la línea 2188
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Las ranas cantaban a miles, como si saludasen a las primeras estrellas, contentas de no oír ya los tiros que interrumpían su croqueo y las obligaba a arrojarse medrosamente de cabeza, rompiendo el terso cristal de los estanques putrefactos. ...

En la línea 299
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En la viña no despertaba menores entusiasmos María de la Luz. Oyéndola los dos hombres bajo las arcadas, sentíanse conmovidos, y sus almas sencillas abríanse a la ráfaga de poesía del crepúsculo, mientras se coloreaban las lejanas montañas con la puesta del sol, y Jerez teñía su blancura con resplandores de incendio, destacándose sobre un cielo de violeta en el que comenzaban a brillar las primeras estrellas. ...

En la línea 667
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero el mozo no podía callarse, y con la tenacidad de los enamorados volvió a hablar a María de la Luz de sus primeras angustias, cuando se dio cuenta de que estaba enamorado de ella. La primera vez que supo que la amaba fue en Semana Santa, durante la procesión del Entierro. Y Rafael reía, encontrando chusco el haberse enamorado, entre el aparato terrorífico de los encapuchados de las cofradías, el llamear inquisitorial de los blandones y el desgarrador estrépito de los clarines y atabales. ...

En la línea 930
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Apenas habían llegado los dos paseantes a las primeras casas de Jerez, cuando el carruaje de Dupont, rodando vertiginosamente a impulsos de las briosas bestias, que corrían como locas, estaba ya en Matanzuela. ...

En la línea 5639
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... A las primeras palabras Milady se había vuelto, mirando al joven con extrañeza, y cuando él hubo terminado:-Señor -dijo ella, en muy buen francés-, de todo corazón me pondría bajo vuestra protección si la persona que me molesta no fuera mi hermano. ...

En la línea 6607
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Pero a las primeras palabras que dijo, la joven se estremeció y se alejó. ...

En la línea 7146
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Expongámoslas primero, luego pasaremos a las miras particulares que no tuvieron sobre Su Eminencia menos influencia que las primeras. ...

En la línea 7162
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Este acontecimiento había acelerado las decisiones del cardenal; y a la espera de que el rey y él pudieran ir a tomar el mando del asedio de La Rochelle, que estaba decidido, había hecho partir a Monsieur para dirigir las primeras operaciones, y había hecho desfilar hacia el escenario de la guerra todas las tropas de que había podido disponer. ...

En la línea 71
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Entre tanto muchas dilijencias esenciales se pierden ó se hacen irreparables é inútiles por la tardanza, y como en la averiguacion de los hechos criminales lo que no se adelanta en las primeras dilijencias, rara vez se adelanta despues, es muy raro ver una sumaria averiguacion bien instruida. ...

En la línea 246
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Las oficinas tituladas tesorería y contaduría jeneral de ejército y hacienda pública, las primeras de las Islas, el tribunal y audiencia de cuentas ó contaduría mayor, la intendencia jeneral de ejército y superintendencia jeneral subdelegada de la hacienda pública, rentas del tabaco y vino, aduana, correos y secretaría del superior gobierno, aunque merecian ser tratadas cada una en párrafo separado, se traen todas en globo á este lugar, porque en todas ellas solo hay un vicio que combatir, á saber: el escesivo número de empleados propietarios, escedentes, supernumerarios, &c. ...

En la línea 249
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Tal sucede, por ejemplo, en la contaduría y tesorería jeneral de ejército y hacienda pública, las primeras oficinas, como se ha dicho: el contador y tesorero jeneral son dos jefes que recaudan, administran y distribuyen juntos, ligados mancomunadamente y en el ramo informativo los liga igual mancomunidad, segun antiquísimas instrucciones, las que si en su oríjen y muchos años despues pudieron ser útiles y buenas, ya son defectuosas y aun perjudiciales, porque este método atrasa el servicio, y da lugar y oríjen á disputas, disensiones y aun escándalos entre ambos jefes, como en mi tiempo lo he visto; por lo que la separacion de estas oficinas y su establecimiento en nueva planta y forma, marcando á cada uno sus atribuciones, es de tal urjencia y necesidad, que seria molesto y aun tiempo perdido detenerse á demostrar una verdad de que el Gobierno debe tener datos precisos y exactos; y por lo que tengo entendido que ya se ocupó de esto en otro tiempo, y hoy deben estar separadas esas oficinas; mas no teniendo una certeza de ello, he emitido mi pobre parecer en el particular. ...

En la línea 380
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Ahora bien: si estas reflexiones, aunque lijeras, tomadas de documentos intachables, y que no podrán redargüirse de sospechosos, como son los citados, dirijidos á España sobre lo resuelto en Filipinas por aquellas autoridades en los espedientes de la referencia, prueban los perjuicios reales de aquel comercio, y los inconvenientes que se pulsan para darle ese ingreso á la renta, único con que puede contarse para su fomento, ¿á que deberemos atenernos, para no aventurar nada, para no errar y esponer los intereses de la renta? ¿que datos podrán ser los mas luminosos, ciertos y seguros para reformar, aunque en pequeño, el establecimiento, y si es posible darle mayor estension y fomentar sus ingresos, ó al menos conservarle los que tiene? y ¿que razones podrán ser de mas peso al caso, las que desde Manila se han fundado con conocimiento de lo que es el pais y práctica acreditada por una constante esperiencia, ó los que en teoría se hayan podido concebir y proponer en Madrid? Cualquiera imparcialmente juzgando estará por las primeras, porque la esperiencia en todos tiempos y edades se ha dicho y se dice, es la maestra, la norma y mejor regla, casi infalible, de hacer las reformas con mucha probabilidad, por no decir certeza, del asegurar felices resultados y el acierto en todo; al paso que las teorías siempre han causado daños, y algunos de imposible resarcimiento. ...

En la línea 5760
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... En Villaseca había una escuela donde aprendían las primeras letras cincuenta y siete niños. ...

En la línea 1113
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... A lo cual respondió el caído: -Harto rendido estoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna quebrada; suplico a vuestra merced, si es caballero cristiano, que no me mate; que cometerá un gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras órdenes. ...

En la línea 2459
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... »-¡Ah! -dijo Anselmo-, Lotario, Lotario, y cuán mal correspondes a lo que me debes y a lo mucho que de ti confío! Ahora te he estado mirando por el lugar que concede la entrada desta llave, y he visto que no has dicho palabra a Camila, por donde me doy a entender que aun las primeras le tienes por decir; y si esto es así, como sin duda lo es, ¿para qué me engañas, o por qué quieres quitarme con tu industria los medios que yo podría hallar para conseguir mi deseo? »No dijo más Anselmo, pero bastó lo que había dicho para dejar corrido y confuso a Lotario; el cual, casi como tomando por punto de honra el haber sido hallado en mentira, juró a Anselmo que desde aquel momento tomaba tan a su cargo el contentalle y no mentille, cual lo vería si con curiosidad lo espiaba; cuanto más, que no sería menester usar de ninguna diligencia, porque la que él pensaba poner en satisfacelle le quitaría de toda sospecha. ...

En la línea 2848
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires: ''Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra, a los hombres de buena voluntad''; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y favoridos, fue decirles que cuando entrasen en alguna casa, dijesen: ''Paz sea en esta casa''; y otras muchas veces les dijo: ''Mi paz os doy, mi paz os dejo: paz sea con vosotros'', bien como joya y prenda dada y dejada de tal mano; joya que sin ella, en la tierra ni en el cielo puede haber bien alguno. ...

En la línea 3643
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y ¿hay más que ver, después de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar; y tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre los hombros, que, por lo menos menos, dicen que suele valer una ciudad, y aun más? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que queda suspenso y admirado?; ¿qué, el verle echar agua a manos, toda de ámbar y de olorosas flores distilada?; ¿qué, el hacerle sentar sobre una silla de marfil?; ¿qué, verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso silencio?; ¿qué, el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál será oír la música que en tanto que come suena, sin saberse quién la canta ni adónde suena? ¿Y, después de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta de la sala otra mucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo es aquél, y de cómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero y admiran a los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarme más en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea, de cualquiera historia de caballero andante, ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere. ...

En la línea 138
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Como prueba de excesiva baratura de todas las cosas en este país, puedo citar el hecho de que dos hombres queme acompañaban con un rebaño de unos doce caballos de silla, no me costaban más que dos pesos al día. Mis acompañantes llevaban sables y pistolas, precaución que yo creía bastante inútil. Sin embargo, una de las primeras noticias que llegaron a nuestros oídos fue que la víspera habían asesinado a un viajero que venía de Montevideo: habíase encontrado su cadáver en el camino, junto a una cruz puesta en memoria de un homicidio análogo. ...

En la línea 176
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... en los nidos de otras aves. Creo que sólo las observaciones de M. Prévost9 han dado alguna luz respecto a este problema. La hembra del cuco pone lo menos cinco o seis huevos; según la mayor parte de los observadores; y, según M. Prévost, tiene que ayuntarse con el macho cada vez que ha puesto uno o dos huevos. Pues bien, si la hembra se viese obligada a incubar sus propios huevos, tendría que incubarlos todos juntos, y por consiguiente, los de las primeras puestas quedarían abandonados tanto tiempo que se pudrirían, o tendría que ir incubando cada huevo por separado, inmediatamente después de ponerlo; y como el cuco permanece en nuestro país mucho menos tiempo que ninguna otra ave emigrante, la hembra no dispondría del necesario para ir incubando uno tras otro todos sus huevos durante su permanencia. El hecho de que el cuco se ayunta varias veces y la hembra pone los huevos con intervalos, parece explicar que los deposite en los nidos de otras aves y los abandone a los cuidados de sus padres postizos. Estoy tanto más dispuesto a aceptar esta explicación, cuanto que, como pronto se verá, he llegado de una manera independiente a adoptar las mismas conclusiones respecto a los avestruces de la América meridional, cuyas hembras son parásitas unas de otras, si así puede decirse; en efecto, cada hembra deposita varios huevos en los nidos de otras hembras, y el macho se encarga de todos los cuidados de la incubación, como los padres postizos respecto al cuco. ...

En la línea 404
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Mientras cambiábamos de caballos en Guardia, varias personas se acercaron a dirigirme una multitud de preguntas acerca del ejército. Nunca he visto una popularidad más grande que la de Rosas, ni mayor entusiasmo por «la guerra más justa de las guerras, puesto que va dirigida contra los salvajes». Preciso es confesar que se comprende algún tanto ese arranque, si se tiene en cuenta que aún hace poco tiempo estaban expuestos a los ultrajes de los indios los hombres, las mujeres, los niños, los caballos. Durante todo el día recorremos una hermosa llanura verde, cubierta de rebaños; acá y allá una estancia solitaria, sin más sombra que un sólo árbol. Por la tarde se pone a llover; llegamos a un destacamento, pero el jefe nos dice que, si no tenemos pasaportes muy en regla, no podemos seguir nuestro camino, pues hay tantos ladrones que no quiere fiarse de nadie. Le presento mi pasaporte, y en cuanto lee en él las primeras palabras El naturalista D. Carlos, se vuelve tan respetuoso y cortés como desconfiado estaba antes. ¡Naturalista! Seguro estoy de que ni él ni sus compatriotas comprenden bien qué podrá querer decir eso; pero es probable que mi título misterioso no haga sino inspirarle una idea más alta de mi persona. ...

En la línea 431
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Me detengo cinco días en Bajada y estudio la geología interesantísima de la comarca. Hay aquí, al pie de los cantiles, capas que contienen dientes de tiburón y conchas marinas de especies extintas; luego se pasa gradualmente a una marga dura y a la tierra arcillosa roja de las Pampas con sus concreciones calizas que contienen osamentas de cuadrúpedos terrestres. Este corte vertical indica claramente una gran bahía de agua salada pura, que poco a poco se ha convertido en un estuario fangoso en el cual eran acarreados por las aguas los cadáveres de los animales ahogados. En Punta Gorda (banda oriental) he visto que el sedimento de las Pampas alternaba con calizas que contienen algunas de las mismas conchas marinas extintas; lo cual prueba un cambio de dirección en las corrientes, o con más probabilidades, una oscilación en el nivel del fondo del antiguo estuario. El aspecto general de los sedimentos que forman las Pampas, su posición en la desembocadura del gran río de la Plata, la presencia de un número tan considerable de osamentas de cuadrúpedos terrestres: tales eran las principales razones en que me fundaba yo hasta hace poco para sostener que esos sedimentos se habían formado en un estuario. Pues bien, el profesor Ehrenberg ha tenido la bondad de examinar una muestra de la tierra roja que recogí en la parte inferior del sedimento, junto a los esqueletos de mastodonte: ha encontrado en ella varios infusorios pertenecientes en parte a especies de agua dulce, en parte a especies marinas; predominando un poco las primeras, deduce que el agua en que se formaron estos sedimentos debía de ser salobre. ...

En la línea 1783
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ana que descansaba, vestida, sobre su pobre lecho, saltó de él a las primeras palabras de aquella conversación. ...

En la línea 1847
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Durante la convalecencia de la primera fiebre, las primeras fuerzas que tuvo las gastó el cerebro imaginando poemas, novelas, dramas y poesías sueltas. ...

En la línea 2099
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Y continuó: —Esa será una de las primeras. ...

En la línea 3472
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... También de noche, cerca del alba, emprendía su viaje al monte el casero que se preciaba de regalar a su señor las primeras arceas, las mejores perdices; y allí estaban las perdices, sobre la mesa de pino, ofreciendo el contraste de sus plumas pardas con el rojo y plata del salmón despedazado. ...

En la línea 382
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Además, fue el primero—añadió el canónigo—en venerar a una amazona del cristianismo, una doncella francesa, Juana de Arco, que años antes había sido quemada en Reims por un tribunal de obispos, cual si fuese una hechicera. Alfonso de Borja rehabilitó su memoria, limpiando su nombre de tales calumnias, y ordenó las primeras gestiones para su santificación, que sólo ha decretado la Iglesia en nuestros días, cuatro siglos después. ...

En la línea 711
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El 25 de julio de 1492, en las primeras horas de la noche, moría Inocencio VIII. Sus actos más notables habían sido dar ayuda a los Reyes Católicos en la expulsión de los judíos de España y publicar una bula contra las brujas y hechiceros existentes en Alemania, documento que sirvió de base a ulteriores persecuciones de la Inquisición. ...

En la línea 1382
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Las primeras operaciones fueron seguidas de rápidas victorias, casi sin combate. Abrían sus puertas los vecindarios de muchas ciudades al joven conquistador, recibiéndolo en triunfo. Habían vivido sometidos hasta entonces a la tiranía rapaz de pequeños déspotas, que se hacían guerra entre ellos y siempre estaban de acuerdo para explotar a la plebe. A César Borgia lo aclamaban como un libertador. Conocían su generosidad y sentíanse halagados por sus costumbres democráticas. ...

En la línea 1849
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Luego envié otro telegrama quitando importancia al suceso; pero, sin duda, creyó el canónigo que mi segundo aviso era simplemente una treta para tranquilizarle, y se atuvo a mis primeras palabras. Total: que don Baltasar llegó anoche a Roma esta mañana vino a verme, y ahora está en la Embajada de España hablando con el señor Bustamante. ...

En la línea 261
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los guerreros de la Guardia gubernamental, hermosas amazonas de aire desenvuelto y gallardo, defendían el acceso a las habitaciones reservadas o se paseaban en grupos por el patio al quedar libres de servicio. Estos militares privilegiados, que gozaban la categoría de oficiales, pertenecían a las primeras familias de la capital. Iban vestidos de la garganta a los pies con un traje muy ceñido y cubierto de escamas de plata. Su casquete, del mismo metal, estaba rematado por un ave quimérica. Apoyaban la mano izquierda en la empuñadura de su espada, mirando a todas partes con una insolencia de vencedores, o se inclinaban galantemente ante las familias de los altos personajes que iban llegando para la ceremonia. Algunas mamás, severas y malhumoradas, encontraban atrevida la expresión de sus ojos. Otras matronas, cuya barba empezaba a poblarse de canas, quedaban pensativas y melancólicas a la vista de estos hermosos guerreros, que parecían despertar sus recuerdos. Las señoritas que ya estaban en edad de afeitarse fingían rubor ante sus miradas audaces; pero las que no se veían objeto de la belicosa admiración se mostraban nerviosas, envidiando a sus compañeras. ...

En la línea 588
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los numerosos pigmeos se miraron inquietos al oír este trueno que hacía temblar el techo, profiriendo palabras incomprensibles. Al fin, por uno de los cuatro escotillones que daban salida a los caminos en rampa arrollados en torno a las patas de la mesa, vio aparecer al mismo hombrecillo que le había hablado horas antes. Llegaba con el rostro oculto por sus tocas, y sin esperar a que Gillespie le preguntase, explicó a gritos la larga ausencia de Flimnap. Este había tenido que salir en las primeras horas de la mañana para la antigua capital de Blefuscu, pero volvería al día siguiente. Con las máquinas voladoras era fácil dicho viaje, que en otras épocas exigía mucho tiempo. El gobierno municipal de la citada ciudad le había llamado urgentemente para que diese una conferencia sobre el Hombre-Montaña, explicando sus costumbres y sus ideas. ...

En la línea 840
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Además, gentleman, yo, como dice mi padre y otras mujeres intransigentes, tengo un alma de esclava, porque a todas ellas les parece una esclavitud no ser las primeras en cualquier momento y no poder dominar y maltratar al ser que marcha a su lado. A mí, la libertad a solas, la independencia áspera y egoísta, no me seducen. Necesito vivir acompañada, verme protegida, apoyarme en alguien, y solo pido que, a cambio de mi sumisión cariñosa, me respeten, se muestren ciegos para mis defectos y, sobre todo, me amen. ...

En la línea 865
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El profesor Flimnap, de acuerdo con los individuos del gobierno municipal, había compuesto un programa dando a la vez satisfacción a la curiosidad del gigante y a la curiosidad del pueblo. Gillespie debía colocarse en las primeras horas de la mañana a la entrada de la ciudad, en el camino conducente al templo de los rayos negros. Así le podría ver todo el vecindario mientras marchaba a la peregrinación nacional. Cuando la muchedumbre se hubiese alejado, el gigante podría entrar por las calles casi desiertas, sin riesgo de aplastar a los transeúntes. ...

En la línea 48
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... En esto apareció en el extremo Oriente un nuevo artista, un genio que acabó de perturbar a D. Bonifacio. Este innovador fue Senquá, del cual puede decirse que representaba con respecto a Ayún, en aquel arte budista, lo que en la música representaba Beethoven con respecto a Mozart. Senquá modificó el estilo de Ayún, dándole más amplitud, variando más los tonos, haciendo, en fin, de aquellas sonatas graciosas, poéticas y elegantes, sinfonías poderosas con derroche de vida, combinaciones nuevas y atrevimientos admirables. Ver D. Bonifacio las primeras muestras del estilo de Senquá y chiflarse por completo, fue todo uno. «¡Barástolis!, ¡esto es la gloria divina—decía—; es mucho chino este… !». Y de tal entusiasmo nacieron pedidos imprudentes y el grave error mercantil, cuyas consecuencias no pudo apreciar aquel excelente hombre, porque le cogió la muerte. ...

En la línea 92
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Y no sólo se hablaba de asuntos políticos y de la guerra civil, sino de cosas del comercio. Recuerda la señora haber oído algo acerca de los primeros fósforos o mistos que vinieron al mercado, y aun haberlos visto. Era como una botellita en la cual se metía la cerilla, y salía echando lumbre. También oyó hablar de las primeras alfombras de moqueta, de los primeros colchones de muelles, y de los primeros ferrocarriles, que alguno de los tertulios había visto en el extranjero, pues aquí ni asomos de ellos había todavía. Algo se apuntó allí sobre el billete de Banco, que en Madrid no fue papel-moneda corriente hasta algunos años después, y sólo se usaba entonces para los pagos fuertes de la banca. Doña Bárbara se acuerda de haber visto el primer billete que llevaron a la tienda como un objeto de curiosidad, y todos convinieron en que era mejor una onza. El gas fue muy posterior a esto. ...

En la línea 154
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Mejor que este plan era el que se le había ocurrido a la señora. Tenían tomada casa en Plencia para pasar la temporada de verano, fijando la fecha de la marcha para el 8 o el 10 de Julio. Pero Barbarita, con aquella seguridad del talento superior que en un punto inicia y ejecuta las resoluciones salvadoras, se encaró con Juanito, y de buenas a primeras le dijo: «Mañana mismo nos vamos a Plencia». ...

En la línea 1078
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Desde que se cruzaron las primeras palabras de aquella conferencia, que no dudo en llamar memorable, cayó Izquierdo en la cuenta de que tenía que habérselas con un diplomático mucho más fuerte que él. La tal doña Guillermina, con toda su opinión de santa y su carita de Pascua, se le atravesaba. Ya estaba seguro de que le volvería tarumba con sus tiologías porque aquella señora debía de ser muy nea, y él, la verdad, no sabía tratar con neos. ...

En la línea 571
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Apercibióse Tom de que éste era alguno sobre el que sus guardianes deberían haberle informado. La situación era delicada. ¿Qué haría? Dar a entender que conocía a aquel chico, y después demostrar a las primeras palabras que no lo había visto nunca antes. No; esto no podía suceder. En su ayuda vino una idea. Trances como aquél podíán ocurrirle con bastante frecuencia, cuando la urgencia de los negocios separara, como a menudo separaría, de su lado a Hertford y a St. John, que eran miembros del consejo de albaceas. Por consiguiente, acaso convendría idear por sí mismo un plan para hacer frente a tales contingencias. Sí; sería una sabia idea. Haría la prueba con aquel niño y vería hasta qué punto podía salir airoso. Así, se pasó la mano por la frente con actitud de perplejidad, y dijo: ...

En la línea 1444
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... ¿Qué haría el niño instintivamente? ¿Adónde se dirigiría primero? Bueno –argüía Miles–, iría instintivamente a sus primeras guaridas, porque tal es el instinto de los espiritus perturbados, cuando se ven sin hogar y desamparados, lo mismo que de los espíritus cuerdos. ¿Dónde estaban sus primitivas guaridas? Sus andrajos y el villano que parecía conocerlo, y que incluso pretendía ser su padre, indicaban que su hogar estaba en uno u otro de los distritos más pobres y más viles de Londres. ¿Sería difícil o larga la búsqueda? No, más parecía breve y fácil. No se daría a la caza del muchacho; se daría a la caza de una muchedumbre, en el centro de una muchedumbre, pequeña, o grande, tarde o temprano hallaría seguramente a su pobre amiguito; y la sarnosa turba se entretendría injuriando y agraviando al niño, que, como de costumbre, se estaría proclamando rey. Entonces Miles Hendon tulliría a algunas de estas gentes y se llevaría a su protegido, y lo confortaría y alegraría con palabras cariñosas, y los dos no volverían a separarse nunca más. ...

En la línea 628
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Tomé el cigarro que me ofrecía. Parecía fabricado con hojas de oro, y por su forma recordaba al «londres». Lo encendí en un pequeño brasero sustentado en una elegante peana de bronce, y aspiré las primeras bocanadas con la voluptuosidad de quien no ha fumado durante dos días. ...

En la línea 1311
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Hacia las once de la mañana, alcanzadas ya las primeras estribaciones de las montañas que forman el centro de la isla, todavía no habíamos conseguido cobrar ninguna pieza. El hambre empezaba a aguijonearnos. Habíamos confiado en exceso en la caza y cometido una imprudencia. Pero, afortunadamente, y con gran sorpresa por su parte, Conseil mató dos pájaros de un tiro y aseguró el almuerzo. Eran una paloma blanca y una torcaz que, rápidamente desplumadas y ensartadas en una broqueta, fueron llevadas al fuego. Mientras se asaban, Ned preparó el pan con el fruto del artocarpo. Devoramos las palomas hasta los huesos, encontrándolas excelentes. La nuez moscada de que se alimentan perfuma su carne dándole un sabor delicioso. ...

En la línea 1316
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Continuemos, pues, la cacería -intervino Conseil-, pero de regreso ya hacia el mar. Hemos llegaddo a las primeras pendientes de las montañas y creo que más vale volver. ...

En la línea 1511
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Mis compañeros y yo fuimos entonces testigos de un curioso espectáculo. Los observatorios del salón estaban descubiertos, y como el fanal del Nautilus estaba apagado reinaba una vaga oscuridad en medio de las aguas. El cielo, tormentoso y cubierto de espesas nubes, daba una insuficiente claridad a las primeras capas del océano. ...

En la línea 298
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Éstas fueron sus primeras palabras. ...

En la línea 1994
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Era evidente que al siguiente día tendría que dirigirme a nuestra ciudad, y, en el primer ímpetu de mi arrepentimiento, me pareció igualmente claro que debería alojarme en casa de Joe. Pero en cuanto hube comprometido mi asiento en la diligencia del día siguiente y después de haber ido y regresado a casa del señor Pocket, no estuve ya tan convencido acerca del último extremo y empecé a inventar razones y excusas para alojarme en el Jabalí Azul. Yo podría resultar molesto en casa de Joe; no me esperaban, y la cama no estaría dispuesta; además, estaría demasiado lejos de casa de la señorita Havisham, y ella desearía recibirme exactamente a la hora fijada. Todos los falsificadores de la tierra no son nada comparados con los que cometen falsificaciones consigo mismos, y con tales falsedades logré engañarme. Es muy curioso que yo pudiera tomar sin darme cuenta 107 media corona falsa que me diese cualquier persona, pero sí resultaba extraordinario que, conociendo la ilegitimidad de las mismas monedas que yo fabricaba, las aceptase, sin embargo, como buenas. Cualquier desconocido amable, con pretexto de doblar mejor mis billetes de banco, podría escamoteármelos y darme, en cambio, papeles en blanco; pero ¿qué era eso comparado conmigo mismo, cuando doblaba mis propios papeles en blanco y me los hacía pasar ante mis propios ojos como si fuesen billetes legítimos? Una vez decidido a alojarme en el Jabalí Azul, me sentí muy indeciso acerca de si llevaría o no conmigo al Vengador. Me resultaba bastante tentador que aquel mercenario exhibiese su costoso traje y sus botas altas en el patio del Jabalí Azul; era también muy agradable imaginar que, como por casualidad, lo llevase a la tienda del sastre para confundir al irrespetuoso aprendiz del señor Trabb. Por otra parte, este aprendiz podía hacerse íntimo amigo de él y contarle varias cosas; o, por el contrario, travieso y pillo como yo sabía que era, habría sido capaz de burlarse de él a gritos en la calle Alta. Además, mi protectora podría enterarse de la existencia de mi criadito y parecerle mal. Por estas últimas razones, resolví no llevar conmigo al Vengador. Había tomado asiento en el coche de la tarde, y como entonces corría el invierno, no llegaría a mi destino sino dos o tres horas después de oscurecer. La hora de salida desde Cross Keys estaba señalada para las dos de la tarde. Llegué con un cuarto de hora de anticipación, asistido por el Vengador-si puedo emplear esta expresión con respecto a alguien que jamás me asistía si podía evitarlo. En aquella época era costumbre utilizar la diligencia para transportar a los presidiarios a los arsenales. Como varias veces había oído hablar de ellos como ocupantes de los asientos exteriores de dichos vehículos, y en más de una ocasión les vi en la carretera, balanceando sus piernas, cargadas de hierro, sobre el techo del coche, no tuve motivo de sorprenderme cuando Herbert, al encontrarse conmigo en el patio, me dijo que dos presidiarios harían el mismo viaje que yo. Pero tenía, en cambio, una razón, que ya era ahora antigua, para sentir cierta impresión cada vez que oía en Londres el nombre de «presidiario». - ¿No tendrás ningún reparo, Haendel?-preguntó Herbert. - ¡Oh, no! - Me ha parecido que no te gustaba. -Desde luego, como ya comprenderás, no les tengo ninguna simpatía; pero no me preocupan. - Mira, aquí están - dijo Herbert -. Ahora salen de la taberna. ¡Qué espectáculo tan degradante y vil! Supongo que habían invitado a su guardián, pues les acompañaba un carcelero, y los tres salieron limpiándose la boca con las manos. Los dos presidiarios estaban esposados y sujetos uno a otro, y en sus piernas llevaban grilletes, de un modelo que yo conocía muy bien. Vestían el traje que también me era conocido. Su guardián tenía un par de pistolas y debajo del brazo llevaba una porra muy gruesa con varios nudos; pero parecía estar en relaciones de buena amistad con los presos y permanecía a su lado mientras miraba cómo enganchaban los caballos, cual si los presidiarios constituyesen un espectáculo todavía no inaugurado y él fuese su expositor. Uno de los presos era más alto y grueso que el otro y parecía que, de acuerdo con los caminos misteriosos del mundo, tanto de los presidiarios como de las personas libres, le hubiesen asignado el traje más pequeño que pudieran hallar. Sus manos y sus piernas parecían acericos, y aquel traje y aquel aspecto le disfrazaban de un modo absurdo; sin embargo, reconocí en el acto su ojo medio cerrado. Aquél era el mismo hombre a quien vi en el banco de Los Tres Alegres Barqueros un sábado por la noche y que me apuntó con su invisible arma de fuego. Era bastante agradable para mí el convencimiento de que él no me reconoció, como si jamás me hubiese visto en la vida. Me miró, y sus ojos se fijaron en la cadena de mi reloj; luego escupió y dijo algo a su compañero. Ambos se echaron a reír, dieron juntos media vuelta, en tanto que resonaban las esposas que los unían, y miraron a otra parte. Los grandes números que llevaban en la espalda, como si fuesen puertas de una casa; su exterior rudo, como sarnoso y desmañado, que los hacía parecer animales inferiores; sus piernas cargadas de hierros, en los que para disimular llevaban numerosos pañuelos de bolsillo, y el modo con que todos los miraban y se apartaban de ellos, los convertían, según dijera Herbert, en un espectáculo desagradable y degradante. Pero eso no era lo peor. Resultó que una familia que se marchaba de Londres había tomado toda la parte posterior de la diligencia y no había otros asientos para los presos que los delanteros, inmediatamente detrás del cochero. Por esta razón, un colérico caballero que había tomado un cuarto asiento en aquel sitio empezó a gritar diciendo que ello era un quebrantamiento de contrato, pues se veía obligado a mezclarse con tan villana compañía, que era venenosa, perniciosa, infame, vergonzosa y no sé cuántas cosas más. Mientras tanto, el coche estaba ya dispuesto a partir, y el cochero, impaciente, y todos nos preparábamos a subir para ocupar nuestros sitios. También los presos se acercaron con su guardián, difundiendo alrededor 108 de ellos aquel olor peculiar que siempre rodea a los presidiarios y que se parece a la bayeta, a la miga de pan, a las cuerdas y a las piedras del hogar. -No lo tome usted así, caballero-dijo el guardián al colérico pasajero-. Yo me sentaré a su lado. Los pondré en la parte exterior del asiento, y ellos no se meterán con ustedes para nada. Ni siquiera se dará cuenta de que van allí. - Y yo no tengo culpa alguna - gruñó el presidiario a quien yo conocía -. Por mi parte, no tengo ningún deseo de hacer este viaje, y con gusto me quedaré aquí. No tengo ningún inconveniente en que otro ocupe mi lugar. - O el mío - añadió el otro, con mal humor -. Si yo estuviese libre, con seguridad no habría molestado a ninguno de ustedes. Luego los dos se echaron a reír y empezaron a romper nueces, escupiendo las cáscaras alrededor de ellos. Por mi parte, creo que habría hecho lo mismo de hallarme en su lugar y al verme tan despreciado. Por fin se decidió que no se podía complacer en nada al encolerizado caballero, quien tenía que sentarse al lado de aquellos compañeros indeseables o quedarse donde estaba. En vista de ello, ocupó su asiento, quejándose aún, y el guardián se sentó a su lado, en tanto que los presidiarios se izaban lo mejor que podían, y el que yo había reconocido se sentó detrás de mí y tan cerca que sentía en la parte posterior de mi cabeza el soplo de su respiración. - Adiós, Haendel - gritó Herbert cuando empezábamos a marchar. Me pareció entonces una afortunada circunstancia el que me hubiese dado otro nombre que el mío propio de Pip. Es imposible expresar con cuánta agudeza sentía entonces la respiración del presidiario, no tan sólo en la parte posterior de la cabeza, sino también a lo largo de la espalda. La sensación era semejante a la que me habría producido un ácido corrosivo que me tocara la médula, y esto me hacía sentir dentera. Me parecía que aquel hombre respiraba más que otro cualquiera y con mayor ruido, y me di cuenta de que, inadvertidamente, había encogido uno de mis hombros, en mis vanos esfuerzos para resguardarme de él. El tiempo era bastante frío, y los dos presos maldecían la baja temperatura, que, antes de encontrarnos muy lejos, nos había dejado a todos entumecidos. Cuando hubimos dejado atrás la Casa de Medio Camino, estábamos todos adormecidos, temblorosos y callados. Mientras yo dormitaba preguntábame si tenía la obligación de devolver las dos libras esterlinas a aquel desgraciado antes de perderle de vista y cómo podría hacerlo. Pero en el momento de saltar hacia delante, cual si quisiera ir a caer entre los caballos, me levanté asustado y volví a reflexionar acerca del asunto. Pero sin duda estuve dormido más tiempo de lo que me figuraba, porque, a pesar de que no pude reconocer nada en la oscuridad ni por las luces y sombras que producían nuestros faroles, no dejé de observar que atravesábamos los marjales, a juzgar por el viento húmedo y frío que soplaba contra nosotros. Inclinándose hacia delante en busca de calor y para protegerse del viento, los dos presos estaban entonces más cerca de mí que antes, y las primeras palabras que les oí cambiar al despertarme fueron las de mi propio pensamiento: «Dos billetes de una libra esterlina. » - ¿Y cómo se hizo con ellas? - preguntó el presidiario a quien yo no conocía. - ¡Qué sé yo! -replicó el otro -. Las habría escondido en alguna parte. Me parece que se las dieron unos amigos. - ¡Ojalá que yo los tuviese en mi bolsillo! - dijo el otro después de maldecir el frío. - ¿Dos billetes de una libra, o amigos? - Dos billetes de una libra. Por uno solo vendería a todos los amigos que tengo en el mundo, y me parece que haría una buena operación. ¿Y qué? ¿De modo que él dice… ? - Él dice… - repitió el presidiario a quien yo conocía -. En fin, que quedó hecho y dicho en menos de medio minuto, detrás de un montón de maderos en el arsenal. «Vas a ser licenciado.» Y, en realidad, iban a soltarme. ¿Podría ir a encontrar a aquel niño que le dio de comer y le guardó el secreto, para darle dos billetes de una libra esterlina? Sí, le encontraría. Y le encontré. - Fuiste un tonto - murmuró el otro – Yo me las habría gastado en comer y en beber. Él debía de ser un novato. ¿No sabía nada acerca de ti? - Nada en absoluto. Pertenecíamos a distintas cuadrillas de diferentes pontones. Él fue juzgado otra vez por quebrantamiento de condena y le castigaron con cadena perpetua. - ¿Y fue ésta la única vez que recorriste esta comarca? - La única. - ¿Y qué piensas de esta región? - Que es muy mala. No hay en ella más que barro, niebla, aguas encharcadas y trabajo; trabajo, aguas encharcadas, niebla y barro. 109 Ambos maldecían la comarca con su lenguaje violento y grosero. Gradualmente empezaron a gruñir, pero no dijeron nada más. Después de sorprender tal diálogo estuve casi a punto de bajar y quedarme solo en las tinieblas de la carretera, pero luego sentía la certeza de que aquel hombre no sospechaba siquiera mi identidad. En realidad, yo no solamente estaba cambiado por mi propio crecimiento y por las alteraciones naturales, sino también vestido de un modo tan distinto y rodeado de circunstancias tan diferentes, que era muy improbable el ser reconocido de él si no se le presentaba alguna casualidad que le ayudase. Sin embargo, la coincidencia de estar juntos en el mismo coche era bastante extraña para penetrarme del miedo de que otra coincidencia pudiera relacionarme, a los oídos de aquel hombre, con mi nombre verdadero. Por esta razón, resolví alejarme de la diligencia en cuanto llegásemos a la ciudad y separarme por completo de los presos. Con el mayor éxito llevé a cabo mi propósito. Mi maletín estaba debajo del asiento que había a mis pies y sólo tenía que hacer girar una bisagra para sacarlo. Lo tiré al suelo antes de bajar y eché pie a tierra ante el primer farol y los primeros adoquines de la ciudad. En cuanto a los presidiarios, prosiguieron su camino con la diligencia, sin duda para llegar al sitio que yo conocía tan bien, en donde los harían embarcar para cruzar el río. Mentalmente vi otra vez el bote con su tripulación de penados, esperando a aquellos dos, ante el embarcadero lleno de cieno, y de nuevo me pareció oír la orden de «¡Avante!», como si se diera a perros, y otra vez vi aquella Arca de Noé cargada de criminales y fondeada a lo lejos entre las negras aguas. No podría haber explicado lo que temía, porque el miedo era, a la vez, indefinido y vago, pero el hecho es que me hallaba preso de gran inquietud. Mientras me dirigía al hotel sentí que un terror, que excedía a la aprensión de ser objeto de un penoso o desagradable reconocimiento, me hacía temblar. No se llegó a precisar, pues era tan sólo la resurrección, por espacio de algunos minutos, del terror que sintiera durante mi infancia. En el Jabalí Azul, la sala del café estaba desocupada, y no solamente pude encargar la cena, sino que también estuve sentado un rato antes de que me reconociese el camarero. Tan pronto como se hubo excusado por la flaqueza de su memoria, me preguntó si debía mandar aviso al señor Pumblechook. - No – contesté. - De ninguna manera. El camarero, que fue el mismo que wino a quejarse, en nombre de los comerciantes, el día en que se formalizó mi contrato de aprendizaje con Joe, pareció quedar muy sorprendido, y aprovechó la primera oportunidad para dejar ante mí un sucio ejemplar de un periódico local, de modo que lo tomé y leí este párrafo: Recordarán nuestros lectores, y ciertamente no sin interés, con referencia a la reciente y romántica buena fortuna de un joven artífice en hierro de esta vecindad (¡qué espléndido tema, dicho sea de paso, para la pluma mágica de nuestro conciudadano Tooby, el poeta de nuestras columnas, aunque todavía no goce de fama universal!), que el primer jefe, compañero y amigo de aquel joven fue una personalidad que goza del mayor respeto, relacionada con los negocios de granos y semillas, y cuya cómoda e importante oficina está situada dentro de un radio de cien millas de la calle Alta. Obedeciendo a los dictados de nuestros sentimientos personales, siempre le hemos considerado el mentor de nuestro joven Telémaco, porque conviene saber que en nuestra ciudad vio la luz el fundador de la for tuna de este último. ¿Tendrá interés el sabio local, o quizá los maravillosos ojos de nuestras bellezas ciudadanas, en averiguar qué fortuna es ésta? Creemos que Quintín Matsys era el HERRERO de Amberes. Verb. Sap.» Tengo la convicción, basada en mi grande experiencia, de que si, en los días de mi prosperidad, me hubiese dirigido al Polo Norte, hubiese encontrado allí alguien, ya fuera un esquimal errante o un hombre civilizado, que me habría dicho que Pumblechook fue mi primer jefe y el promotor de mi fortuna. ...

En la línea 2015
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Si aquella antigua casa inmediata al Green, en Richmond, llega algún día a ser visitada por los duendes, indudablemente- lo será por mi fantasma. ¡Cuántas y cuántas noches y días, el inquieto espíritu que me animaba frecuentaba la casa en que vivía Estella! Cualquiera que fuese el sitio en que se hallaba mi cuerpo, mi espíritu iba siempre errante y rondando aquella casa. La señora con quien Estella vivía, la señora Brandley, era viuda y tenía una hija de algunos años más que Estella. La madre tenía juvenil aspecto, y la muchacha, en cambio, parecía vieja; la tez de la madre era sonrosada, y la de su hija, amarillenta; la madre no pensaba más que en frivolidades, y la hija, en asuntos teológicos. Disfrutaban de lo que se llama una buena posición, y visitaban y eran visitadas por numerosas personas. Muy pequeña, en caso de que existiera, era la identidad de sentimientos que había entre ella y Estella, pero en el ánimo de todos existía la convicción de que aquellas dos señoras eran necesarias a la protegida de la señorita Havisham y que ella también era, a su vez, necesaria a aquéllas. La señora Brandley había sido amiga de la señorita Havisham antes de que ésta empezase a llevar su retirada vida. En la casa de la señora Brandley, y también fuera de ella, sufrí toda clase y todo grado de penas y torturas que Estella pudo causarme. La naturaleza de mis reláciones con ella, que me situaban en términos de familiaridad, aunque sin gozar de su favor, era la causa de mi desgracia. Se valía de mí para molestar a otros admiradores y utilizaba la familiaridad existente entre los dos para darme continuos desaires en la devoción que yo le demostraba. De haber sido yo su secretario, su administrador, su hermanastro o un pariente pobre; si hubiese sido un hermano menor o me hubiesen destinado a casarme con ella, no me habría sentido con esperanzas más inciertas cuando estaba a su lado. El privilegio de llamarla por su nombre y de oírla que me llamaba por el mío era, en tales circunstancias, una agravación de mis penas; y así como supongo que ello casi enloquecía a sus restantes admiradores, estoy seguro, en cambio, de que me enloquecía a mí. Sus admiradores eran innumerables, aunque es posible que mis celos convirtiesen en admirador a cualquier persona que se acercase a ella; pero aun sin esto, eran muchos más de los que yo habría querido. Con frecuencia la veía en Richmond, así como también en la ciudad, y solía ir bastante a menudo a casa de los Brandley para llevarla al río; se daban meriendas, fiestas; asistíamos al teatro, a la ópera, a los conciertos, a las reuniones y a diversiones de toda suerte. Yo la solicitaba constantemente, y de ello no resultaban más que penalidades sin cuento para mí. En su compañía jamás gocé de una sola hora de felicidad, y, sin embargo, durante las veinticuatro horas del día no pensaba más que en tenerla a mi lado hasta la hora de mi muerte. Durante toda aquella época de relación constante, y que duró según se verá, un espacio de tiempo que entonces me pareció muy largo, ella tenía la costumbre de dar a entender que nuestro trato era obligado para ambos. Otras veces parecía contenerse para no dirigirme la palabra en cualquiera de los tonos que me resultaban desagradables, y en tales casos me expresaba su compasión. -Pip, Pip - me dijo una tarde después de contenerse cuando nos sentábamos junto a una ventana de la casa de Richmond. - ¿No se dará usted nunca por avisado? - ¿De qué? - Acerca de mí. - ¿Quiere usted decir que debo darme por avisado a fin de no dejarme atraer por usted? 144 - ¿Acaso le he dicho eso? Si no sabe a lo que me refiero será porque usted es ciego. Yo podía haberle contestado que, por lo general, se considera que el amor es ciego; pero como jamás podía expresarme con libertad, y ésta no era la menor de mis penas, me dije que sería poco generoso por mi parte el asediarla, toda vez que ella no tenía más remedio que obedecer a la señorita Havisham. Mi temor era siempre que tal conocimiento, por su parte, me pusiera en situación desventajosa ante su orgullo y me convirtiese en el objeto de una lucha rebelde en su pecho. - Sea como sea – dije, - hasta ahora no he recibido ningún aviso, porque esta vez me escribió usted para que viniera a verla. - Eso es verdad - contestó Estella con una sonrisa fría e indiferente que siempre me dejaba helado. Después de mirar al crepúsculo exterior por espacio de unos momentos, continuó diciendo: - Ha llegado la ocasión de que la señorita Havisham desea que vaya a pasar un día a Satis. Usted tendrá que llevarme allí y, si quiere, acompañarme también al regreso. Ella preferirá que no viaje sola y no le gusta que me haga acompañar por la doncella, porque siente el mayor horror por los chismes de esa gente. ¿Puede usted acompañarme? - ¿Que si puedo, Estella? - De eso infiero que no tiene ningún inconveniente. En tal caso, prepárese para pasado mañana. Ha de pagar de mi bolsa todos los gastos. ¿Se entera bien de esta condición? - La obedeceré - dije. Ésta fue toda la preparación que recibí acerca de aquella visita o de otras semejantes. La señorita Havisham no me escribía nunca; ni siquiera vi jamás su carácter de letra. Salimos al día subsiguiente y encontramos a la señorita Havisham en la habitación en donde la vi por primera vez, y creo inútil añadir que no había habido el menor cambio en aquella casa. Mostrábase más terriblemente encariñada con Estella que la última vez en que las vi juntas; repito adrede esta palabra porque en la energía de sus miradas y de sus abrazos había algo positivamente terrible. Empezó a hablar de la belleza de Estella; se refirió a sus palabras, a sus gestos, y, temblándole los dedos, se quedó mirándola, como si quisiera devorar a la hermosa joven a quien había criado. Desviando sus ojos de Estella, me miró con tanta intensidad, que no pareció sino que quisiera escudriñar en mi corazón y examinar sus heridas. - ¿Cómo te trata, Pip, cómo te trata? - me preguntó de nuevo con avidez propia de una bruja,incluso en presencia de Estella. Pero cuando nos sentamos por la noche ante su vacilante fuego, se portó de un modo fantástico; porque entonces, después de pasar el brazo de Estella por el suyo propio y de cogerle la mano, la hizo hablar, a fuerza de referirse a lo que Estella le había contado en sus cartas, recordando los nombres y las condiciones de los hombres a quienes había fascinado. Y mientras la señorita Havisham insistía sobre eso con la intensidad de una mente mortalmente herida, mantenía la otra mano apoyada en su bastón y la barbilla en la mano, en tanto que sus brillantes ojos me contemplaban como pudieran hacerlo los de un espectro. A pesar de lo desgraciado que me hacía y de lo amargo que me parecía el sentido de mi dependencia y hasta de degradación que en mí despertó, vi en esto que Estella estaba destinada a poner en práctica la venganza de la señorita Havisham contra los hombres y que no me sería otorgada hasta que lo hubiese hecho durante cierto tiempo. En aquello me pareció ver también una razón para que, anticipadamente, estuviera destinada a mí. Mandándola a ella para atraer, ridiculizar y burlar a los hombres, la señorita Havisham sentía la maliciosa seguridad de que ella misma estaba fuera del alcance de todos los admiradores y de que todos los que tomaran parte en aquel juego estaban ya seguros de perder. Comprendí también que yo, asimismo, debía ser atormentado, por una perversión de sus sentimientos, aun cuando me estuviera reservado el premio. Todo aquello me daba a entender la razón de que, por espacio de tanto tiempo, hubiera sido rechazado, así como el motivo de que mi tutor pareciera poco decidido a enterarse de aquel plan. En una palabra, por todo lo que se ofrecía a mis miradas, vi a la señorita Havisham tal como la había contemplado siempre, y advertí la precisa sombra de la oscurecida y malsana casa en que su vida habíase ocultado de la luz del sol. Las bujías que alumbraban aquella estancia ardían en unos candelabros fijos en la pared. Estaban a cierta altura del suelo y tenían el especial brillo de la luz artificial en una atmósfera pocas veces renovada. Mientras yo miraba las luces y el débil resplandor que producían, y mientras contemplaba también los relojes parados y los blanqueados objetos del traje nupcial que estaban sobre la mesa y en el suelo, así como el terrible rostro, de expresión fantástica, cuya sombra proyectaba, muy aumentada, en la pared y el techo el fuego del hogar, vi en todo aquello la escena que mi mente me había recordado tantas veces. Mis pensamientos se fijaron en la gran habitación inmediata, más allá del rellano de la escalera en donde se 145 hallaba la gran mesa, y me pareció verlos escritos, entre las telarañas del centro de la mesa, por las arañas que se encaramaban al mantel, por la misma fuga de los ratones, cuando amparaban sus apresurados y pequeños corazones detrás de los arrimaderos, y por los tanteos y las paradas de los escarabajos que había por el suelo. Con ocasión de aquella visita ocurrió que, de pronto, surgió una desagradable discusión entre Estella y la señorita Havisham. Era aquélla la primera vez que las vi expresar sentimientos opuestos. Estábamos sentados ante el fuego, según ya he descrito, y la señorita Havisham tenía aún el brazo de Estella pasado por el suyo propio y continuaba cogiendo la mano de la joven, cuando ésta empezó a desprenderse poco a poco. Antes de eso había demostrado ya cierta impaciencia orgullosa, y de mala gana soportó el feroz cariño, aunque sin aceptarlo ni corresponder a él. - ¿Cómo? - exclamó la señorita Havisham dirigiéndole una centelleante mirada -. ¿Estás cansada de mí? - No; tan sólo cansada de mí misma - replicó Estella desprendiendo su brazo y acercándose hacia la gran chimenea, donde se quedó mirando el fuego. - Di la verdad de una vez, ingrata - exclamó la señorita Havisham con acento apasionado y golpeando el suelo con su bastón -. ¿Estás cansada de mí? Estella la miró con perfecta compostura y de nuevo dirigió los ojos al fuego. Su graciosa figura y su hermoso rostro expresaban una contenida indiferencia con respecto al ardor de su interlocutora, que era casi cruel. - Eres de piedra - exclamó la señorita Havisham. - Tienes el corazón de hielo. - ¿Cómo es posible - replicó Estella, siempre indiferente, mientras se inclinaba sobre la chimenea y moviendo los ojos tan sólo - que me reproche usted el ser fría? ¡Usted! - ¿No lo eres? - contestó, irritada, la señorita Havisham. - Debería usted saber - dijo Estella - que soy tal como usted me ha hecho. A usted le corresponde toda alabanza y todo reproche. A usted se deberá el éxito o el fracaso. En una palabra, usted es la que me ha hecho tal como soy. - ¡Oh, miradla! ¡Miradla! - exclamó la señorita Havisham con amargo acento-. ¡Miradla tan dura y tan ingrata en el mismo hogar en que fue criada! ¡Aquí fue donde la tomé para ampararla en mi desgraciado pecho, que aún sangraba de sus heridas, y aquí también donde le dediqué muchos años y mucha ternura! - Por lo menos, yo no tenía voz ni voto en eso - dijo Estella -, porque cuando ello ocurrió apenas si podía hablar y andar. No podía hacer nada más. Pero ¿qué esperaba usted de mí? Ha sido usted muy buena conmigo y se lo debo todo. ¿Qué quiere ahora? - Amor - contestó la otra. - Ya lo tiene usted. - No - contestó la señorita Havisham. - Es usted mi madre adoptiva - replicó Estella sin abandonar su graciosa actitud y sin levantar la voz como hacía su interlocutora, es decir, sin dejarse arrastrar por la cólera o por la ternura. - Es usted mi madre adoptiva, y ya he dicho que se lo debo todo. Cuanto poseo, le pertenece libremente. Cuanto me ha dado, podrá recobrarlo así que lo ordene. Después de eso, ya no tengo nada. ¿Y ahora me pide que le devuelva lo que jamás me dio? Mi gratitud y mi deber no pueden hacer imposibles. - ¿Que no te amé nunca? - exclamó la señorita Havisham volviéndose dolorida hacia mí -. ¿Que no le dediqué mi ardiente amor, siempre lleno de celos y de dolor? ¿Es posible que ahora me hable así? Estoy viendo que va a llamarme loca. - ¿Cómo podría hacerlo - replicó Estella - y cómo podría creerla a usted loca, entre todas las demás personas? ¿Acaso existe alguien que, como yo, conozca tan bien los decididos propósitos de usted? ¿Acaso alguien sabe mejor que yo la extremada memoria que usted tiene? ¿Yo, que me he sentado ante este mismo hogar, en el taburetito que ahora está al lado de usted, aprendiendo sus lecciones y levantando los ojos para ver su rostro, cuando éste tenía extraña expresión y me asustaba? -Pronto lo has olvidado - exclamó la señorita Havisham con acento de queja-. Pronto has olvidado aquellos tiempos. - No, no los he olvidado - contestó Estella -, sino, al contrario, su recuerdo es para mí un tesoro. ¿Cuándo pudo usted observar que yo no haya seguido sus enseñanzas? ¿Cuándo ha visto que no hiciera caso de sus lecciones? ¿Cuándo ha podido advertir que admitiera en mi pecho algo que usted excluyera? Por lo menos, sea justa conmigo. - ¡Qué orgullosa, qué orgullosa! - dijo la señorita Havisham con triste acento echando su gris cabello hacia atrás con ambas manos. 146 - ¿Quién me enseñó a ser orgullosa? - replicó Estella. - ¿Quién me alabó cuando yo aprendí mis lecciones? - ¡Qué dura de corazón! - añadió la señorita Havisham repitiendo el ademán anterior. - ¿Quién me enseñó a ser insensible? - contestó Estella. - ¡Pero orgullosa y dura para mí… ! - La señorita Havisham gritó estas palabras mientras extendía los brazos. - ¡Estella! ¡Estella! ¡Estella! ¡Eres dura y orgullosa para mí! La joven la miró un momento con apacible extrañeza, pero no demostró inquietarse por aquellas palabras. Y un momento después volvió a mirar el fuego. - No puedo comprender - dijo levantando los ojos después de corto silencio - por qué es usted tan poco razonable cuando vuelvo a verla después de una separación. Jamás he olvidado sus errores y las causas que los motivaron. Nunca le he sido infiel a usted ni a sus enseñanzas. Jamás he dado pruebas de ninguna debilidad de que pueda arrepentirme. - ¿Sería, acaso, debilidad corresponder a mi amor? - exclamó la señorita Havisham -. Pero sí, sí, ella lo creería así. - Empiezo a creer - dijo Estella como hablando consigo misma, después de otro momento de extrañeza por su parte - que ya entiendo cómo ha ocurrido todo esto. Si usted hubiera educado a su hija adoptiva en el oscuro retiro de estas habitaciones, sin darle a entender que existe la luz del sol, y luego, con algún objeto, hubiese deseado que ella comprendiera lo que era esa luz y conociera todo lo relacionado con ella, entonces usted se habria disgustado y encolerizado. La señorita Havisham, con la cabeza entre las manos, estaba sentada y profería un leve quejido, al mismo tiempo que se mecía ligeramente sobre su asiento, pero no contestó. - O bien - continuó Estella, - lo que es más probable, si usted la hubiese enseñado, desde que empezó a apuntar su inteligencia, que en el mundo existe algo como la luz del sol, pero que ella había de ser su enemiga y su destructora, razón por la cual debería evitarla siempre, porque así como la marchitó a usted la marchitaría también a ella; si usted hubiese obrado así, y luego, con un objeto determinado, deseara que aceptase naturalmente la luz del día y ella no pudiera hacerlo, tal vez se habría usted enojado y encolerizado. La señorita Havisham estaba escuchando o, por lo menos, me pareció así, porque no podía verle el rostro, pero tampoco dio respuesta alguna. - Así, pues - siguió Estella -, debe tomárseme como he sido hecha. El éxito no es mío; el fracaso, tampoco, y los dos juntos me han hecho tal como soy. La señorita Havisham se había sentado en el suelo, aunque yo no sé cómo lo hizo, entre las mustias reliquias nupciales diseminadas por él. Aproveché aquel momento, que había esperado desde un principio, para abandonar la estancia después de llamar la atención de Estella hacia la anciana con un movimiento de mi mano. Cuando salí, Estella seguía en pie ante la gran chimenea, del mismo modo que antes. El gris cabello de la señorita Havisham estaba esparcido por el suelo, entre las demás ruinas nupciales, y el espectáculo resultaba doloroso, Con deprimido corazón me fui a pasear a la luz de las estrellas durante una hora, más o menos, recorriendo el patio y la fábrica de cerveza, así como también el abandonado jardín. Cuando por fin recobré ánimo bastante para volver a la estancia, encontré a Estella sentada en las rodillas de la señorita Havisham, remendando una de aquellas antiguas prendas de ropa que ya se caían a pedazos y que he recordado muchas veces al contemplar los andrajos de los viejos estandartes colgados en los muros de las catedrales. Más tarde, Estella y yo jugamos a los naipes, como en otros tiempos, aunque con la diferencia de que ahora los dos éramos hábiles y practicábamos juegos franceses. Así transcurrió la velada, y por fin fui a acostarme. Lo hice en la construcción separada que había al otro lado del patio. Era la primera vez que dormía en la casa Satis, y el sueño se negaba a cerrar mis ojos. Me asediaban un millar de señoritas Havisham. Ella parecía estar situada al lado de la almohada, sobre ésta misma, en la cabecera del lecho, a los pies, detrás de la puerta medio abierta del tocador, en el mismo tocador, en la habitación que estaba encima de mí y hasta en el tejado y en todas partes. Por último, en vista de la lentitud con que transcurría la noche, hacia las dos de la madrugada me sentí incapaz de continuar allí y me levanté. Me vestí y salí a través del patio, en dirección al largo corredor de piedra, deseoso de salir al patio exterior y pasear allí un poco para tranquilizar mi mente. Pero apenas estuve en el corredor apagué la bujía, pues vi que la señorita Havisham pasaba a poca distancia, con aspecto espectral y sollozando levemente. La seguí a distancia y vi que subía la escalera. Llevaba en la mano una bujía sin palmatoria que, probablemente, tomó de uno de los 147 candelabros de su propia estancia, y a su luz no parecía cosa de este mundo. Me quedé en la parte inferior de la escalera y sentí el olor peculiar del aire confinado de la sala del festín, aunque sin ver que ella abriese la puerta; luego oí cómo entraba allí y que se dirigía a su propia estancia para volver a la sala del festín, pero siempre profiriendo su leve sollozo. Poco después, y en las tinieblas más profundas, traté de salir para volver a mi habitación; pero no pude lograrlo hasta que los primeros resplandores de la aurora me dejaron ver dónde ponía mis manos. Durante todo aquel intervalo, cada vez que llegaba a la parte inferior de la escalera oía los pasos de la señorita Havisham, veía pasar el resplandor de la bujía que llevaba y oía su incesante y débil sollozo. Al día siguiente, antes de marcharnos, no pude notar que se reprodujera en lo más mínimo la disensión entre ella y Estella, ni tampoco se repitió en ninguna ocasión similar, y, por lo menos, recuerdo cuatro visitas. Tampoco cambiaron en modo alguno las maneras de la señorita Havisham con respecto a Estella, a excepción de que me pareció advertir cierto temor confundido con sus características anteriores. Es imposible volver esta hoja de mi vida sin estampar en ella el nombre de Bentley Drummle; de poder hacerlo, lo suprimiría con gusto. En cierta ocasión, cuando los Pinzones celebraban una reunión solemne, y cuando se brindó del modo usual para desear la mayor armonía entre todos, aunque ninguno lo manifestaba a sus çompañeros, el Pinzón que presidía llamó al orden a la «Enramada», puesto que el señor Drummle no había brindado aún por ninguna dama; lo cual le correspondía hacer aquel día, de acuerdo con las solemnes constituciones de la sociedad. Me pareció que me miraba con cierta burla mientras los vasos circulaban por entre la reunión, pero eso no era de extrañar dado el estado de nuestras relaciones anteriores. Cuál no sería, pues, mi sorpresa y mi indignación cuando anunció a los reunidos que iba a brindar por Estella. - ¿Qué Estella? - pregunté. - No le importa nada - replicó Drummle. - ¿Estella qué? - repetí -. Está usted obligado a decir de dónde es esa señora. Y, en efecto, como Pinzón que era, estaba obligado a ello. - Es de Richmond, caballeros - dijo Drummle contestando indirectamente a mi pregunta -, y una belleza sin par. - Mucho sabrá de bellezas sin par ese miserable idiota - murmuré al oído de Herbert. - Yo conozco a esa señorita - dijo éste en cuanto se hubo pronunciado el brindis. - ¿De veras? - preguntó Drummle. - Y yo también - añadí, con el rostro encarnado. - ¿De veras? - repitió Drummle -. ¡Dios mío! Ésta era la única respuesta, exceptuando el tirar vasos o loza, que aquel muchachón era capaz de dar; pero me irritó tanto como si fuese tan ingeniosa como maligna, e inmediatamente me puse en pie, diciendo que era un atrevimiento indigno el brindar por una dama a la que no conocía y de la que nada sabía. Entonces el señor Drummle se levantó, preguntándome qué quería decir. Y yo le dirigí la grave respuesta de que él ya sabía dónde podría encontrarme. Después de esto hubo divididas opiniones entre los Pinzones acerca de si era posible o no terminar el asunto apaciblemente. Y la discusión se empeñó de tal manera que por lo menos otros seis miembros honorables dijeron a otros tantos que ya sabían dónde podrían encontrarlos. Sin embargo, se decidió por fin que la «Enramada» era una especie de tribunal de honor; que si el señor Drummle presentaba una prueba, por pequeña que fuera, de la dama en cuestión, manifestando que había tenido el honor de conocerla, el señor Pip debería presentar sus excusas por la vehemencia de sus palabras, cual corresponde a un caballero y a un Pinzón. Se fijó el día siguiente para presentar tal prueba, pues de lo contrario se habría podido enfriar nuestro honor, y, en efecto, Drummle apareció con una cortés confesión escrita por Estella en la cual decía que tuvo el honor de bailar con él algunas veces. Esto no me dejó más recurso que presentar mis excusas por mi vehemencia y retirar mis palabras de que ya sabía Drummle dónde podría encontrarme. Mientras la «Enramada» discutía acerca del caso, Drummle y yo nos quedamos mirándonos y gruñéndonos uno a otro durante una hora, hasta que al fin se dio por terminado el asunto. Lo refiero ahora ligeramente, pero entonces no tenía para mí tal aspecto, porque no puedo expresar de un modo adecuado el dolor que me produjo la sola idea de que Estella concediese el más pequeño favor a un individuo tan estúpido y desagradable como aquél. Y aun ahora mismo creo que tal sentimiento, por mi parte, se debía tan sólo a la generosidad de mi amor por ella y que eso era lo que me hacía lamentar que se hubiese fijado en aquel imbécil. Indudablemente, yo me habría sentido desgraciado cualquiera que fuese la 148 persona a quien ella hubiese favorecido, pero también es seguro que un individuo más digno me hubiera causado un grado de dolor bastante diferente. Me fue fácil convencerme, y pronto lo averigüé, de que Drummle había empezado a cortejar a Estella y que ella le permitía hacerlo. Hacía ya algún tiempo que no la dejaba ni a sol ni a sombra, y él y yo nos cruzábamos todos los días. Drummle seguía cortejándola con la mayor insistencia y testarudez, y Estella le permitía continuar; a veces le daba alientos, otras parecía rechazarlo, otras lo lisonjeaba, en ocasiones le despreciaba abiertamente y en algunas circunstancias le reconocía con gusto, en tanto que, en otras, apenas parecía recordar quién era. La Araña, como el señor Jaggers le había llamado, estaba acostumbrado a esperar al acecho y tenía la paciencia propia de esos repugnantes animales. Además, tenía una testaruda y estúpida confianza en su dinero y en la grandeza de su familia, lo cual a veces le era beneficioso y equivalía a la concentración de intenciones y a propósitos decididos. Así, la Araña cortejaba con la mayor tozudez a Estella, alejando a otros insectos mucho más brillantes, y con frecuencia abandonaba su escondrijo y se aparecía en el momento más oportuno. En un baile particular que se dio en Richmond, pues en aquella época solían celebrarse esas fiestas, y en el cual Estella consiguió dejar en segundo término a todas las demás bellezas, aquel desvergonzado de Drummle casi no se apartó de su lado, con gran tolerancia por parte de ella, y eso me decidió a hablar a la joven con respecto a él. Aproveché la primera oportunidad, que se presentó cuando Estella esperaba a la señora Brandley para que la acompañara a casa. Entonces, Estella estaba sentada frente a algunas flores y dispuesta ya a salir. Yo me hallaba a su lado, porque solía acompañarla a la ida y a la vuelta de semejantes fiestas. - ¿Está usted cansada, Estella? - Un poco, Pip. - Es natural. - Diga usted que sería más natural que no lo estuviera, porque antes de acostarme he de escribir mi carta acostumbrada a la señorita Havisham. - ¿Para referirle el triunfo de esta noche? - dije yo. - No es muy halagüeño, Estella. - ¿Qué quiere usted decir? Que yo sepa, no he tenido ningún éxito. - Estella - dije -, haga el favor de mirar a aquel sujeto que hay en aquel rincón y que no nos quita los ojos de encima. - ¿Para qué quiere que le mire? - dijo Estella fijando, por el contrario, sus ojos en mí. - ¿Qué hay de notable en aquel sujeto del rincón para que le mire? - Precisamente ésa es la pregunta que quería dirigirle – dije. - Ha estado rondándola toda la noche. -Las polillas y toda suerte de animales desagradables - contestó Estella dirigiéndole una mirada - suelen revolotear en torno de una bujía encendida. ¿Puede evitarlo la bujía? - No - contesté -. Pero ¿no podría evitarlo Estella? - ¡Quién sabe! - contestó -. Tal vez sí. Sí. Todo lo que usted quiera. - Haga el favor de escucharme, Estella. No sabe usted cuánto me apena ver que alienta a un hombre tan despreciado por todo el mundo como Drummle. Ya sabe usted que todos le desprecian. - ¿Y qué? - dijo ella. - Ya sabe usted también que es tan torpe por dentro como por fuera. Es un individuo estúpido, de mal carácter, de bajas inclinaciones y verdaderamente degradado. - ¿Y qué? - repitió. - Ya sabe que no tiene otra cosa más que dinero y una ridícula lista de ascendientes. - ¿Y qué? - volvió a repetir. Y cada vez que pronunciaba estas dos palabras abría más los ojos. Para vencer la dificultad de que me contestara siempre con aquella corta expresión, yo repetí también: - ¿Y qué? Pues eso, precisamente, es lo que me hace desgraciado. De haber creído entonces que favorecía a Drummle con la idea de hacerme desgraciado a mí, habría sentido yo cierta satisfacción; pero, siguiendo el sistema habitual en ella, me alejó de tal manera del asunto, que no pude creer cierta mi sospecha. - Pip - dijo Estella mirando alrededor -. No sea usted tonto ni se deje impresionar por mi conducta. Tal vez esté encaminada a impresionar a otros y quizás ésta sea mi intención. No vale la pena hablar de ello. - Se engaña usted - repliqué -, porque me sabe muy mal que la gente diga que derrama usted sus gracias y sus atractivos en el más despreciable de todos cuantos hay aquí. - Pues a mí no me importa - dij o Estella. - ¡Oh Estella, no sea usted tan orgullosa ni tan inflexible! 149 - ¿De modo que me llama usted orgullosa e inflexible, y hace un momento me reprochaba por fijar mi atención en ese imbécil? - No hay duda de que lo hace usted así - dije con cierto apresuramiento -, porque esta misma noche la he visto sonreírle y mirarle como jamás me ha sonreído ni mirado a mí. ¿Quiere usted, pues - replicó Estella con la mayor seriedad y nada encolerizada -, que le engañe como engaño a los demás? - ¿Acaso le quiere engañar a él, Estella? - No sólo a él, sino también a otros muchos… , a todos, menos a usted… Aquí está la señora Brandley. Ahora no quiero volver a hablar de eso. Y ahora que he dedicado un capítulo al tema que de tal modo llenaba mi corazón y que con tanta frecuencia lo dejaba dolorido, podré proseguir para tratar del acontecimiento que tanta influencia había de tener para mí y para el cual había empezado a prepararme antes de saber que en el mundo existía Estella, en los días en que su inteligencia infantil estaba recibiendo sus primeras distorsiones por parte de la señorita Havisham. En el cuento oriental, la pesada losa que había de caer sobre el majestuoso sepulcro de un conquistador era lentamente sacada de la cantera; el agujero destinado a la cuerda que había de sostenerla se abría a través de leguas de roca; la losa fue lentamente levantada y encajada en el techo; se pasó la cuerda y fue llevada a través de muchas millas de agujero hasta atarla a la enorme silla de hierro. Y después de dejarlo todo dispuesto a fuerza de mucho trabajo, llegó la hora señalada; el sultán se levantó en lo más profundo de la noche, empuñó el hacha que había de servir para separar la cuerda de la anilla de hierro, golpeó con ella y la cuerda se separó, alejándose, y cayó el techo. Así ocurrió en mi caso. Todo el trabajo, próximo o lejano, que tendía al mismo fin, habíase realizado ya. En un momento se dio el golpe, y el tejado de mi castillo se desplomó sobre mí. ...

En la línea 2017
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Había cumplido veintitrés años. Ni una sola palabra oí hasta entonces que pudiese iluminarme con respecto al asunto de mis esperanzas, y hacía ya una semana que cumplí mi vigesimotercer aniversario. Un año antes habíamos abandonado la Posada de Barnard y vivíamos en el Temple. Nuestras habitaciones estaban en Garden Court, junto al río. El señor Pocket y yo nos habíamos separado hacía algún tiempo por lo que se refiere a nuestras primeras relaciones, pero continuábamos siendo muy buenos amigos. A pesar de mi incapacidad de dedicarme a nada, lo cual creo que se debía a la intranquilidad que me producía la incertidumbre del origen de mis medios de vida, era muy aficionado a leer, y lo hacía regularmente durante muchas horas cada día. El asunto de Herbert progresaba también, y los míos eran tal como los he descrito al terminar el capítulo anterior. Los negocios habían obligado a Herbert a dirigirse a Marsella. Yo estaba solo, y por esta causa experimentaba una penosa sensación. Desanimado y ansioso, esperando que el día siguiente o la semana próxima me dejarían ver con mayor claridad mi camino, echaba de menos el alegre rostro y el simpático carácter de mi amigo. El tiempo era muy malo; tempestuoso y húmedo, en las calles había una cantidad extraordinaria de barro. Día por día llegaban a Londres espesas y numerosas nubes del Este, como si el Oriente fuese una eternidad de nubes y de viento. Tan furiosas habían sido las acometidas del huracán, que hasta algunos edificios elevados de la capital habían perdido los canalones de sus tejados; en la campiña hubo árboles arrancados, alas de molino rotas, y de la costa llegaban tristes relatos de naufragios y de muertes. Estas acometidas furiosas del viento eran acompañadas por violentas ráfagas de lluvia, y terminaba el día que hasta entonces, según pude ver, había sido el peor de todos. En aquella parte del Temple se han hecho muchas transformaciones a partir de entonces, pues ahora ya no es un barrio tan solitario ni está tan expuesto a las alteraciones del río. Vivíamos en lo alto de la última casa, y los embates del viento que subía por el cauce del río estremecían aquella noche la casa como si fuesen cañonazos o las acometidas del agua contra los rompientes. Cuando la lluvia acompañó al viento y se arrojó contra las ventanas, se me ocurrió la idea, mientras miraba a éstas cuando oscilaban, que podía figurarme vivir en un faro combatido por la tempestad. De vez en cuando, el humo bajaba por la chimenea, como si le resultara molesto salir por la parte superior en una noche como aquélla; y cuando abrí la puerta para mirar a la escalera, observé que las luces de ésta se habían apagado. Luego, haciendo con las manos sombra en torno de mi rostro, para mirar a través de las negras ventanas (pues no había que pensar en abrirlas ni poco ni mucho, en vista de la lluvia y del furioso viento), vi que los faroles del patio también se 150 habían apagado y que los de los puentes y los de las orillas del río oscilaban, próximos a apagarse, así como que los fuegos de carbón encendidos en las barcazas que había en el río eran arrastrados a lo lejos por el viento, como rojas manchas entre la lluvia. Leía con el reloj sobre la mesa, decidido a cerrar mi libro a las once de la noche. Cuando lo hice, las campanas de San Pablo y las de todos los relojes de las iglesias de la City, algunas precediendo y otras acompañando, dieron aquella hora. El sonido fue afeado de un modo curioso por el viento; y yo estaba escuchando y pensando, al mismo tiempo, en cómo el viento asaltaba las campanadas y las desfiguraba, cuando oí pasos en la escalera. Nada importa saber qué ilusión loca me hizo sobresaltar, relacionando aquellos pasos con los de mi difunta hermana. Tal ilusión pasó en un momento. Escuché de nuevo y oí los pasos que se acercaban. Recordando, entonces, que estaban apagadas las luces de la escalera, empuñé mi lámpara, a cuya luz solía leer, y me asomé con ella al hueco de la escalera. Quienquiera que estuviese debajo se detuvo al ver la luz, porque ya no se oyó más ruido. - ¿Hay alguien abajo? - pregunté mirando al mismo tiempo. - Sí - dijo una voz desde la oscuridad inferior. - ¿Qué piso busca usted? - El último. Deseo ver al señor Pip. - Ése es mi nombre. ¿Ocurre algo grave? - Nada de particular - replicó la voz. Y aquel hombre subió. Yo sostenía la lámpara por encima de la baranda de la escalera, y él subió lentamente a su luz. La lámpara tenía una pantalla, con objeto de que alumbrara bien el libro, y el círculo de la luz era muy pequeño, de manera que el que subía estaba un momento iluminado y luego se volvía a sumir en la sombra. En el primer momento que pude ver el rostro observé que me era desconocido, aunque pude advertir que miraba hacia mí como si estuviera satisfecho y conmovido de contemplarme. Moviendo la mano de manera que la luz siguiera el camino de aquel hombre, noté que iba bien vestido, aunque con un traje ordinario, como podría ir un viajero por mar. Su cabeza estaba cubierta por largos cabellos grises, de un tono semejante al hierro, y me dije que su edad sería la de unos sesenta años. Era un hombre musculoso, de fuertes piernas, y su rostro estaba moreno y curtido por la exposición a la intemperie. Cuando subía los dos últimos escalones y la luz de la lámpara nos iluminó a ambos, vi, con estúpido asombro, que me tendía ambas manos. - ¿Qué desea usted? - le pregunté. - ¿Que qué deseo?-repitió haciendo una pausa.- ¡Ah, sí! Si me lo permite, ya le explicaré lo que me trae… - ¿Quiere usted entrar? - Sí - contestó -. Deseo entrar, master. Le dirigí la pregunta con acento poco hospitalario, porque me molestaba la expresión de reconocimiento, alegre y complacido, que había notado en sus ojos. Y me molestaba por creer que él, implícitamente, deseaba que correspondiera a ella. Pero le hice entrar en la habitación que yo acababa de dejar, y después de poner la lámpara sobre la mesa le rogué con toda la amabilidad de que fui capaz que explicara el motivo de su visita. Miró alrededor con expresión muy rara - como si se sorprendiese agradablemente y tuviera alguna parte en las cosas que admiraba, - y luego se quitó una especie de gabán ordinario y también el sombrero. Asimismo, vi que la parte superior de su cabeza estaba hendida y calva y que los grises cabellos no crecían más que en los lados. Pero nada advertí que me explicara su visita. Por el contrario, en aquel momento vi que de nuevo me tendía las manos. - ¿Qué se propone usted? - le pregunté, con la sospecha de que estuviera loco. Dejó de mirarme y lentamente se frotó la cabeza con la mano derecha. - Es muy violento para un hombre - dijo con voz ruda y entrecortada, - después de haber esperado este momento y desde tan lejos… Pero no tiene usted ninguna culpa… Ninguno de nosotros la tiene. Me explicaré en medio minuto. Concédame medio minuto, hágame el favor. Se sentó en una silla ante el fuego y se cubrió la frente con sus morenas manos, surcadas de venas. Le observé con la mayor atención y me aparté ligeramente de él, pero no le reconocí. - ¿Hay alguien más por aquí cerca? - preguntó, volviendo la cabeza para mirar hacia atrás. - Me extraña que me haga usted esa pregunta, desconocido como es para mí y después de presentarse en mi casa a tales horas de la noche. 151 - Es usted un buen muchacho - me dijo moviendo la cabeza hacia mí con muestras de afecto, que a la vez me resultaban incomprensibles e irritantes -. Me alegro mucho de que haya crecido, para convertirse en un muchacho tan atrayente. Pero no me haga prender, porque luego se arrepentiría amargamente de haberlo hecho. Abandoné mentalmente la intención que él acababa de comprender, porque en aquel momento le reconocí. Era imposible identificar un simple rasgo de su rostro, pero a pesar de eso le reconocí. Si el viento y la lluvia se hubiesen llevado lejos aquellos años pasados, y al mismo tiempo todos los sucesos y todos los objetos que hubo en ellos, situándonos a los dos en el cementerio en donde por primera vez nos vimos cara a cara y a distinto nivel, no habría podido conocer a mi presidiario más claramente de lo que le conocía entonces, sentado ante el fuego. No habia necesidad de que se sacara del bolsillo una lima para mostrármela, ni que se quitara el pañuelo que llevaba al cuello para ponérselo en torno de la cabeza, ni que se abrazase a sí mismo y echase a andar a través de la habitación, mirando hacia mí para que le reconociese. Le conocí antes de que ayudase de este modo, aunque un momento antes no había sospechado ni remotamente su identidad. Volvió a donde yo estaba y de nuevo me tendió las manos. Sin saber qué hacer, porque, a fuerza de asombro, había perdido el dominio de mí mismo, le di las mías de mala gana. Él las estrechó cordialmente, se las llevó a los labios, las besó y continuó estrechándolas. - Obraste noblemente, muchacho – dijo. - ¡Noble Pip! Y yo jamás lo he olvidado. Al advertir un cambio en sus maneras, como si hasta se dispusiera a abrazarme, le puse una mano en el pecho y le obligué a alejarse. - Basta – dije. - Apártese. Si usted me está agradecido por lo que hice en mi infancia, espero que podrá demostrarme su gratitud comunicándome que ha cambiado de vida. Si ha venido aquí para darme las gracias, debo decirle que no era necesario. Sin embargo, ya que me ha encontrado, no hay duda de que hay algo bueno en el sentimiento que le ha traído, y por eso no le rechazaré… , pero seguramente comprenderá que yo… Mi atención quedó de tal modo atraída por la singularidad de su mirada fija en mí, que las palabras murieron en mis labios. - Decía usted - observó después de mirarnos en silencio-que seguramente comprenderé… ¿Qué debo comprender? - Que no debo renovar con usted aquella relación casual, y ya muy antigua, en estas circunstancias, que son completamente distintas. Me complazco en creer que se ha arrepentido usted, recobrando el dominio de sí mismo. Se lo digo con el mayor gusto. Y también me alegro, creyendo que merezco su gratitud, de que haya venido a darme las gracias. No obstante, nuestros caminos son muy distintos. Está usted mojado de pies a cabeza y parece muy fatigado. ¿Quiere beber algo antes de marcharse? Había vuelto a ponerse el pañuelo en torno del cuello, aunque sin apretar el nudo, y se quedó mirándome con la mayor atención mordiendo una punta de aquél. - Me parece - me contestó, sin dejar de morder el pañuelo y mirándome fijamente-que beberé antes de marcharme, y por ello también le doy las gracias. En una mesita auxiliar había una bandeja. La puse encima de la mesa inmediata al fuego, y le pregunté qué prefería. Señaló una de las botellas sin mirarla y sin decir una palabra, y yo le serví un poco de agua caliente con ron. Me esforcé en que no me temblara la mano en tanto que le servía, pero su mirada fija en mí mientras se recostaba en su silla, con el extremo del pañuelo entre sus dientes, cosa que hacía tal vez sin darse cuenta, fue causa de que me resultara difícil contener el temblor de la mano. Cuando por fin le serví el vaso, observé con el mayor asombro que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Hasta entonces, yo había permanecido en pie, sin tratar de disimular mi deseo de que se marchara cuanto antes. Pero me ablandé al observar el suavizado aspecto de aquel hombre y sentí el mudo reproche que me dirigía. - Espero - dije sirviéndome apresuradamente algo de beber yo también y acercando una silla a la mesa -, espero que no creerá usted que le he hablado con rudeza. No tenía intención de hacerlo, pero, si así fue, lo lamento mucho. Deseo que sea usted feliz y se encuentre a su gusto. Cuando me llevé el vaso a los labios, él miró sorprendido el extremo de su pañuelo, dejándolo caer al abrir la boca, y luego me tendió la mano. Yo le di la mía, y ambos bebimos. Hecho esto, se pasó la manga de su traje por los ojos y la frente. - ¿Cuál es su profesión? - le pregunté. -He tenido rebaños de ovejas, he sido criador de reses y otros oficios semejantes en el Nuevo Mundo – contestó; - es decir, a muchos millares de millas de aquí y a través del agua tempestuosa. 152 - Espero que habrá usted ganado dinero. - Mucho, muchísimo. Otros que se dedicaban a lo mismo hicieron también bastante dinero, pero nadie tanto como yo. Fui famoso por esta causa. - Me alegro mucho. - Espero que se alegrará usted más todavía, mi querido joven. Sin tratar de averiguar el sentido de tales palabras ni la razón del tono con que fueron pronunciadas, volví mi atención al detalle que acababa de presentarse a mi mente. - ¿Ha visto alguna vez al mensajero que me mandó, después que él hubo cumplido el encargo que usted le diera? - No le he echado la vista encima. No era fácil tampoco que le viese. - Pues él cumplió fielmente el encargo y me entregó dos billetes de una libra esterlina. Entonces yo era un pobre niño, como ya sabe usted, y, para mí, aquella cantidad era casi una pequeña fortuna. Pero, como usted, he progresado desde entonces y va a permitirme que se las devuelva. Podrá usted emplearlas regalándolas a otro muchacho pobre. Hablando así, saqué mi bolsa. Él me observó mientras la dejaba sobre la mesa y la abría, y no apartó sus ojos de mí mientras separaba dos billetes de una libra esterlina de la cantidad que contenía. Los billetes eran limpios y nuevos. Los desplegué y se los ofrecí. Sin dejar de observarme, los puso uno sobre otro, los dobló a lo largo, los retorció, les prendió fuego en la lámpara y dejó caer las cenizas en la bandeja. - ¿Me permitirá usted que le pregunte - dijo entonces con una sonrisa ceñuda o con sonriente ceño - cómo ha progresado usted desde que ambos nos vimos en los marjales? - ¿Cómo? - Sí. Vació su vaso, se levantó y fue a situarse al lado del fuego, apoyando su grande y morena mano en la chimenea. Apoyó un pie en la barra de hierro que había ante el fuego, con objeto de secárselo y calentarlo, y su húmeda bota empezó a humear; pero él no la miraba ni tampoco se fijaba en el fuego, sino que me contemplaba con la mayor atención. Entonces fue cuando empecé a temblar. Cuando se entreabrieron mis labios y formulé algunas palabras que no se pudieron oír, hice fuerza en mí mismo para decirle, aunque no con mucha claridad, que había sido elegido para heredar algunas propiedades. - ¿Me permite usted preguntar qué propiedades son ésas? - No lo sé - respondí tartamudeando. - ¿Y puedo saber de quién son esas propiedades? - añadió. - Lo ignoro - contesté del mismo modo. -Me parece que podría adivinar-dijo el ex presidiario - la cantidad que recibe usted anualmente desde que es mayor de edad. Refiriéndome a la primera cifra, me parece que es un cinco. Mientras me latía el corazón apresurada y desordenadamente, me puse en pie, apoyando la mano en el respaldo de la silla y mirando, muy apurado, a mi interlocutor. - Y con respecto a un tutor – continuó, - indudablemente existía un tutor o algo parecido mientras usted era menor de edad. Es posible que fuese abogado, y me parece que no me equivocaré mucho al afirmar que la primera letra de su nombre es una J. En aquel momento comprendí toda la verdad de mi situación, y sus inconvenientes, peligros, deshonras y consecuencias de todas clases me invadieron en tal multitud, que me senté anonadado y tuve que esforzarme extraordinariamente para continuar respirando. - Supongamos - continuó - que el que comisionó a aquel abogado, cuyo nombre empieza por una J y que muy bien puede ser Jaggers, supongamos que, atravesando el mar, hubiese llegado a Portsmouth y que, desembarcando allí, hubiera deseado venir a hacerle una visita a usted. «¿Y cómo me ha descubierto usted?», se preguntará. Pues bien, escribí desde Portsmouth a una persona de Londres pidiéndole las señas de usted. ¿Y quiere saber cómo se llama esa persona? Pues es un tal Wemmick. Ni para salvar mi vida habría podido pronunciar entonces una sola palabra. Allí estaba con una mano apoyada en un respaldo de la silla y la otra en mi pecho, pareciéndome que me ahogaba. Así miraba yo a mi extraño interlocutor, y tuve que agarrarme con fuerza a la silla al observar que la habitación parecía dar vueltas alrededor de mí. Él me cogió, me llevó al sofá, me tendió sobre los almohadones y se arrodilló a mi lado, acercando el rostro, que ahora recordaba muy bien y que me hacía temblar, hasta ponerlo a muy poca distancia del mío propio. - Sí, Pip, querido muchacho. He hecho de ti un caballero. Soy yo quien ha hecho eso. Aquel día juré que si lograba ganar una guinea, sería para ti. Y, más tarde, cuando empecé a especular y a enriquecerme, me 153 juré que serías rico. Viví sufriendo grandes penalidades para que tú vivieses cómodamente. Trabajé con la mayor energía para que tú no tuvieras que hacerlo. ¡Qué cosas tan raras! ¿Verdad, muchacho? ¿Y crees que te lo digo para que estés agradecido? De ninguna manera. Te lo digo tan sólo para que sepas que aquel perro cuya vida contribuiste a sostener levantó la cabeza a tal altura para poder hacer de ti un caballero. Y, en efecto, Pip, has llegado a ser un caballero. El aborrecimiento que me inspiraba aquel hombre y el temor que sentía hacia él, así como la repugnancia que me obligó a evitar su contacto, no habrían podido ser mayores de haber sido un animal terrible. -Mira, Pip. Soy tu segundo padre. Tú eres mi hijo y todavía más que un hijo. He ahorrado mucho dinero tan sólo para que tú puedas gastarlo. Cuando me alquilaron como pastor y vivía en una cabaña solitaria, sin ver más que las ovejas, hasta que olvidé cómo eran los rostros de los hombres y las mujeres, aun entonces, mentalmente, seguía viendo tu rostro. Muchas veces se me ha caído el cuchillo de las manos en aquella cabaña, cuando comía o cenaba, y entonces me decía: «Aquí está otra vez mi querido muchacho contemplándome mientras como y bebo». Te vi muchas veces, con tanta claridad como el día en que te encontré en los marjales llenos de niebla. «Así Dios me mate - decía con frecuencia, y muchas veces al aire libre, para que me oyese el cielo, - pero si consigo la libertad y la riqueza, voy a hacer un caballero de ese muchacho». Y ahora mira esta vivienda tuya, digna de un lord. ¿Un lord? ¡Ah!, tendrás dinero más que suficiente para hacer apuestas con los lores y para lograr ventajas sobre ellos. En su vehemencia triunfal, y dándose cuenta de que yo había estado a punto de desmayarme, no observó la acogida que presté a sus palabras. Éste fue el único consuelo que tuve. - Mira - continuó, sacándome el reloj del bolsillo y volviendo hacia él una sortija que llevaba mi dedo, mientras yo rehuía su contacto como si hubiese sido una serpiente. - El reloj es de oro, y la sortija, magnífica. Ambas cosas dignas de un caballero. Y fíjate en tu ropa blanca: fina y hermosa. Mira tu traje: mejor no puede encontrarse. Y también tus libros - añadió mirando alrededor, - que llenan todos los estantes, a centenares. Y tú los lees, ¿no es verdad? Me habría gustado encontrarte leyendo al llegar. ¡Ja, ja, ja! Luego me leerás algunos, querido Pip, y si son en algún idioma extranjero que yo no entienda, no por eso me sentiré menos orgulloso. De nuevo llevó mis manos a sus labios, en tanto que la sangre parecía enfriarse en mis venas. - No hay necesidad de que hables, Pip - dijo, volviendo a pasarse la manga por los ojos y la frente, mientras su garganta producía aquel ruido que yo recordaba tan bien. Y lo más horrible de todo era el darme cuenta del afecto con que hablaba. - Lo mejor que puedes hacer es permanecer quieto, querido Pip. Tú no has pensado en nuestro encuentro tanto tiempo como yo. No estabas preparado para eso, como lo estaba yo. Pero sin duda jamás te imaginaste que sería yo. -¡Oh, no, no!-repliqué-. ¡Nunca, nunca! - ¡Pues bien, ya ves que era yo y sin ayuda de nadie! No ha intervenido en el asunto nadie más que yo mismo y el señor Jaggers. - ¿Ninguna otra persona? - pregunté. - No - contestó, sorprendido. - ¿Quién más podía haber intervenido? Pero déjame que te diga, querido Pip, que te has convertido en un hombre muy guapo. Y espero que te habrán conquistado algunos bellos ojos. ¿No hay alguna linda muchacha de la que estés enamorado? - ¡Oh, Estella, Estella! -Pues será tuya, querido hijo, siempre en el supuesto de que el dinero pueda conseguirlo. No porque un caballero como tú, de tan buena figura y tan instruido, no pueda conquistarla por sí mismo; pero el dinero te ayudará. Ahora déjame que acabe lo que te iba diciendo, querido muchacho. De aquella cabaña y del tiempo que pasé haciendo de pastor recibí el primer dinero, pues, al morir, me lo dejó mi amo, que había sido lo mismo que yo, y así logré la libertad y empecé a trabajar por mi cuenta. Y todas las aventuras que emprendía, lo hacía por ti. «Dios bendiga mi empresa - decía al emprenderla -. No es para mí, sino para él.» Y en todo prosperé de un modo maravilloso. Para que te des cuenta, he de añadir que me hice famoso. El dinero que me legaron y las ganancias del primer año lo mandé todo al señor Jaggers, todo para ti. Entonces él fue en tu busca, de acuerdo con las instrucciones que le di por carta. ¡Oh, ojalá no hubiese venido! ¡Pluguiese a Dios que me dejara en la fragua, lejos de ser feliz, pero, sin embargo, dichoso en comparación con mi estado actual! - Y entonces, querido Pip, recibí la recompensa sabiendo secretamente que estaba haciendo de ti un caballero. A veces, los caballos de los colonos me llenaban de polvo cuando yo iba andando. Pero yo me decía: «Estoy haciendo ahora un caballero que será mucho mejor que todos los demás.» Y cuando uno decía a otro: «Hace pocos años era un presidiario y además es un hombre ordinario e ignorante. Sin embargo, tiene mucha suerte», entonces yo pensaba: «Si yo no soy un caballero ni tengo instrucción, por lo 154 menos soy propietario de uno de ellos. Todo lo que vosotros poseéis no es más que ganado y tierras, pero ninguno de vosotros tiene, como yo, un caballero de Londres.» Así me consolaba y así continuaba viviendo, y también de ese modo continué ganando dinero, hasta que me prometí venir un día a ver a mi muchacho y darme a conocer a él en el mismo sitio en que vivía. Me puso la mano en el hombro, y yo me estremecí ante la idea de que, según imaginaba, aquella mano pudiera estar manchada de sangre. - No me fue fácil, Pip, salir de allí, ni tampoco resultaba muy seguro. Pero yo estaba empeñado, y cuanto más difícil resultaba, mayor era mi decisión, porque estaba resuelto a ello. Y por fin lo he hecho. Sí, querido Pip, lo he hecho. Traté de reunir mis ideas, pero estaba aturdido. Me parecía haber prestado mayor atención a los rugidos del viento que a las palabras de mi compañero; pero no me era posible separar la voz de éste de los silbidos de aquél, aunque seguía oyéndolos cuando él permanecía callado. - ¿Dónde me alojarás? - preguntó entonces. - Ya comprenderás, querido Pip, que he de quedarme en alguna parte. - ¿Para dormir? - dije. - Sí, para dormir muchas horas y profundamente – contestó, - porque he pasado meses y meses sacudido y mojado por el agua del mar. -Mi amigo y compañero-dije levantándome del sofáestá ausente; podrá usted disponer de su habitación. - ¿Volverá mañana? - preguntó. - No - contesté yo casi maquinalmente a pesar de mis extraordinarios esfuerzos. - No volverá mañana. - Lo pregunto, querido Pip - dijo en voz baja y apoyando un dedo en mi pecho, - porque es preciso tener la mayor precaución. - ¿Qué quiere usted decir? ¿Precaución? - ¡Ya lo creo! Corro peligro de muerte. - ¿Qué muerte? - Fui deportado de por vida. Y el volver equivale a la muerte. Durante estos últimos años han vuelto muchos que se hallaban en mi caso, y, sin duda alguna, me ahorcarían si me cogiesen. ¡Sólo faltaba eso! Aquel desgraciado, después de cargarme con su oro maldito y con sus cadenas de plata, durante años enteros, arriesgaba la vida para venir a verme, y allí le tenía a mi custodia. Si le hubiese amado en vez de aborrecerle, si me hubiera sentido atraído a él por extraordinaria admiración y afecto, en vez de sentir la mayor repugnancia, no habría sido peor. Por el contrario, habría sido mejor, porque su seguridad sería lo más importante del mundo para mi corazón. Mi primer cuidado fue cerrar los postigos, a fin de que no se pudiese ver la luz desde el exterior, y luego cerrar y atrancar las puertas. Mientras así lo hacía, él estaba sentado a la mesa, bebiendo ron y comiendo bizcochos; yo, al verle entretenido así, creí contemplar de nuevo al presidiario en los marjales mientras comía. Y casi me pareció que pronto se inclinaría hacia su pierna para limar su grillete. Cuando hube entrado en la habitación de Herbert, cerrando toda comunicación entre ella y la escalera, a fin de que no quedase otro paso posible que la habitación en que habíamos estado conversando, pregunté a mi compañero si quería ir a acostarse. Contestó afirmativamente, pero me pidió algunas prendas de mi ropa blanca de caballero para ponérselas por la mañana. Se las entregué y se las dejé dispuestas, y pareció interrumpirse nuevamente el curso de la sangre en mis venas cuando de nuevo me estrechó las manos para desearme una buena noche. Me alejé de él sin saber cómo lo hacía; reanimé el fuego en la estancia en que habíamos permanecido juntos y me senté al lado de la chimenea, temeroso de irme a la cama. Durante una o dos horas estuve tan aturdido que apenas pude pensar; pero cuando lo logré, me di cuenta de lo desgraciado que era y de que la nave en que me embarcara se había destrozado por completo. Era evidente que las intenciones de la señorita Havisham con respecto a mí no eran nada más que un sueño; sin duda alguna, Estella no me estaba destinada; en la casa Satis se me toleraba como algo conveniente, como si fuese una espina para los avarientos parientes, como un modelo dotado de corazón mecánico a fin de que Estella se practicase en mí cuando no había nadie más en quien hacerlo; éstas fueron las primeras ideas que se presentaron a mi mente. Pero el dolor más agudo de todos era el de que, a causa de aquel presidiario, reo de ignorados crímenes y expuesto a ser cogido en mis propias habitaciones para ser ahorcado en Old Bailey, yo había abandonado a Joe. Entonces no habría querido volver al lado de Joe ni al de Biddy por nada del mundo; aunque me figuro que eso se debía a la seguridad que tenía de que mi indigna conducta hacia ellos era más culpable de lo que 155 me había figurado. Ninguna sabiduría en la tierra podría darme ahora el consuelo que habría obtenido de su sencillez y de su fidelidad; pero jamás podría deshacer lo hecho. En cada una de las acometidas del viento y de la lluvia parecíame oír el ruido de los perseguidores. Por dos veces habría jurado que llamaban a la puerta y que al otro lado alguien hablaba en voz baja. Con tales temores, empecé a recordar que había recibido misteriosos avisos de la llegada de aquel hombre. Me imaginé que durante las semanas anteriores vi en las calles algunos rostros que me parecieron muy semejantes al suyo. Díjeme que aquellos parecidos habían sido más numerosos a medida que él se acercaba a Inglaterra, y estaba seguro de que su maligno espíritu me había mandado, de algún modo, aquellos mensajeros, y, en aquella noche tempestuosa, él valía tanto como su palabra y estaba conmigo. Entre estas reflexiones, se me ocurrió la de que, con mis ojos infantiles, le juzgué hombre violento y desesperado; que había oído al otro presidiario asegurar reiteradamente que había querido asesinarle; y yo mismo le vi en el fondo de la zanja, luchando con la mayor fiereza con su compinche. Y tales recuerdos me aterraron, dándome a entender que no era seguro para mí el estar encerrado con él en lo más profundo de aquella noche solitaria y tempestuosa. Y este temor creció de tal manera, que por fin me obligó a tomar una bujía para ir a ver a mi terrible compañero. Éste se había envuelto la cabeza en un pañuelo y su rostro estaba inmóvil y sumido en el sueño. Dormía tranquilamente, aunque en la almohada se veía una pistola. Tranquilizado acerca del particular, puse suavemente la llave en la parte exterior de la puerta y le di la vuelta para cerrar antes de sentarme junto al fuego. Gradualmente me deslicé de mi asiento y al fin me quedé tendido en el suelo. Cuando desperté, sin que durante mi sueño hubiese olvidado mi desgracia, los relojes de las iglesias de la parte oriental de Londres daban las cinco de la madrugada, las bujías se habían consumido, el fuego estaba apagado y el viento y la lluvia intensificaban las espesas tinieblas. ÉSTE ES EL FINAL DE LA SEGUNDA FASE DE LAS ESPERANZAS DE PIP ...

En la línea 1546
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Había pronunciado las primeras palabras en voz baja, feliz ante la idea del veneno que iba a derramar sobre su amigo, pero acabó por expresarse con una especie de delirante frenesí. Se ahogaba como en su reciente escena con Lujine. ...

En la línea 2005
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Pues es el caso… ‑continuó inmediatamente Pulqueria Alejandrovna, como si le hubiesen quitado una montaña de encima al autorizarla a participar su dolor‑. En las primeras horas de esta mañana hemos recibido un carta de Piotr Petrovitch, en respuesta a la que le enviamos nosotras ayer anunciándole nuestra llegada. Él nos había prometido acudir a la estación a recibirnos, pero no le fue posible y nos envió a una especie de criado que nos condujo aquí. Este hombre nos dijo que Piotr Petrovitch vendría a vernos esta mañana. Pero, en vez de venir, nos ha enviado esta carta… Lo mejor será que la lea usted. Hay en ella un punto que me preocupa especialmente. Usted mismo verá de qué punto se trata, Dmitri Prokofitch, y me dará su sincera opinión. Usted conoce mejor que nosotros el carácter de Rodia y podrá aconsejarnos. Le advierto que Dunetchka tomó una decisión inmediatamente, pero yo no sé todavía qué hacer. Por eso le estaba esperando. ...

En la línea 3219
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Sin embargo ‑continuó éste‑, tengo razón, por lo menos en lo que concierne a ciertos individuos, pues los hombres son muy diferentes unos de otros y nuestra única consejera digna de crédito es la práctica. Pero, desde el momento que tiene usted pruebas, me dirá usted… ¡Dios mío! Usted sabe muy bien lo que son las pruebas: tres de cada cuatro son dudosas. Y yo, a la vez que juez de instrucción, soy un ser humano y en consecuencia, tengo mis debilidades. Una de ellas es mi deseo de que mis diligencias tengan el rigor de una demostración matemática. Quisiera que mis pruebas fueran tan evidentes como que dos y dos son cuatro, que constituyeran una demostración clara e indiscutible. Pues bien, si yo ordeno la detención del culpable antes de tiempo, por muy convencido que esté de su culpa, me privo de los medios de poder demostrarlo ulteriormente. ¿Por qué? Porque le proporciono, por decirlo así, una situación normal. Es un detenido, y como detenido se comporta: se retira a su caparazón, se me escapa… Se cuenta que en Sebastopol, inmediatamente después de la batalla de Alma, los defensores estaban aterrados ante la idea de un ataque del enemigo: no dudaban de que Sebastopol sería tomado por asalto. Pero cuando vieron cavar las primeras trincheras para comenzar un sitio normal, se tranquilizaron y se alegraron. Estoy hablando de personas inteligentes. «Tenemos lo menos para dos meses ‑se decían‑, pues un asedio normal requiere mucho tiempo.» ¿Otra vez se ríe usted? ¿No me cree? En el fondo, tiene usted razón; sí, tiene usted razón. Éstos no son sino casos particulares. Estoy completamente de acuerdo con usted en que acabo de exponerle un caso particular. Pero hay que hacer una observación sobre este punto, mi querido Rodion Romanovitch, y es que el caso general que responde a todas las formas y fórmulas jurídicas; el caso típico para el cual se han concebido y escrito las reglas, no existe, por la sencilla razón de que cada causa, cada crimen, apenas realizado, se convierte en un caso particular, ¡y cuán especial a veces!: un caso distinto a todos los otros conocidos y que, al parecer, no tiene ningún precedente. ...

En la línea 3525
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Entonces no se hable más del asunto. Y ahora tenga la bondad de aceptar para las primeras necesidades de su madre esta cantidad, que representa mi aportación personal. Es mi mayor deseo que mi nombre no se pronuncie para nada en relación con este asunto. Aquí tiene. Como mis gastos son muchos, aun sintiéndolo de veras, no puedo hacer más. ...

En la línea 110
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Con la aurora boreal vibrando fríamente en el cielo o con las estrellas brincando su gélida danza y la tierra aterida bajo el manto nevado, aquel canto de los huskies parecía ser un desafío a la vida, pero en ese tono menor, entre larguísimos aullidos quejumbrosos, era más bien una súplica, una queja manifiesta por el duro trabajo de existir. Era una canción antigua, tan antigua como la raza misma, una de las primeras canciones de un mundo más joven, de un tiempo en que todas las canciones eran tristes. El sufrimiento de innumerables generaciones impregnaba aquel lamento que tan extrañamente conmovía a Buck. Cuando aullaba y gruñía, lo hacía con el dolor de vivir de sus remotos antepasados salvajes, y con el mismo miedo y misterio del frío y la oscuridad que fueron antaño su miedo y su misterio. Y esa conmoción de su ser marcaba el final del proceso que lo había hecho retroceder a través de épocas enteras de calor y cobijo hasta los crudos orígenes de la vida en la era del aullido. ...

En la línea 386
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... A medida que corrían las horas y la jornada avanzaba iba Artegui perdiendo un poco de su estatuaria frialdad, y cada vez más comunicativo, explicaba a Lucía las vistas de aquel panorama móvil. Escuchaba la niña con el género de atención que tanto agrada y cautiva a los profesores: la del discípulo entusiasta y sumiso a la vez. Artegui era elocuente, cuando a hablar se resolvía; detallaba las costumbres del país, contaba pormenores de los pueblecitos, hasta de los caseríos entrevistos al paso. A su voz, respondían unas pupilas fijas y atentas, un rostro que escuchaba todo él, mudando de expresión según el narrador quería. Fue de suerte, que al bajarse en Irún y oír las primeras sílabas pronunciadas en idioma extraño, Lucía murmuró como con pena: ...

En la línea 535
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Se bajaron las últimas cuestas de los Vindhias Kiouni seguía su marcha rápida, y hacia mediodía e guía dio vuelta al villorrio de Kellengen, situado sobre el Cani, uno de los subafluentes del Ganges Evitaba siempre los parajes habitados, creyéndose más seguro en el campo desierto, donde se encuentran las primeras depresiones de la cuenca del gran río. La estación de Hallahabad estaba a doce millas al Nordeste. Se hizo alto bajo un bosquecillo de bananos, cuya fruta tan sana como el pan, y tan suculenta como la crema, dicen los viajeros, fue muy apreciada. ...

En la línea 563
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -Un sutty, mister Fogg- respondió el brigadier general- es un sacrificio humano, pero voluntario. Esa mujer que acabáis de ver será quemada mañana en las primeras horas del día. ...

En la línea 634
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Entretanto, Picaporte, sentado sobre las primeras ramas de un árbol, estaba rumiando una idea que primeramente había cruzado por su mente como un relámpago, y acabó por incrustarse en su cerebro. ...

En la línea 1099
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Durante la noche, hacia las primeras horas de la mañana, la 'Tankadei a' entraba francamente en el estrecho de Fo Kieu, que separa la costa china de la gran isla de Formosa, y cortaba el trópico de Cáncer. El mar estaba muy duro en dicho estrecho, lleno de remolinos, formados por las contracorrientes. La goleta iba muy trabajada. La marejada quebrantaba su marcha, y era muy difícil tenerse de pie sobre cubierta. ...


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