Cómo se escribe.org.es

La palabra murmurando
Cómo se escribe

la palabra murmurando

La palabra Murmurando ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece murmurando.

Estadisticas de la palabra murmurando

La palabra murmurando no es muy usada pues no es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE

Más información sobre la palabra Murmurando en internet

Murmurando en la RAE.
Murmurando en Word Reference.
Murmurando en la wikipedia.
Sinonimos de Murmurando.

Algunas Frases de libros en las que aparece murmurando

La palabra murmurando puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1363
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Teresa lo acostó en su cama al ver que el pobrecito seguía temblando entre sus brazos, agarrándose a su cuello y murmurando con voz semejante a un balido: -¡Mare! ¡Mare!. ...

En la línea 8770
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Durante este tiempo Su Eminencia continuaba su paseo melancóli co murmurando entre sus mostachos. ...

En la línea 9246
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... ¿Qué debía pensar, qué debía decir de su silencio el cardenal, desconfiado, inquieto, suspicaz; el cardenal, no sólo su úni co apoyo, su único sostén, su único protector en el presente, sino ade más el principal instrumen to de su fortuna y de su venganza futura? Ella lo conocía, ella sabía que a su retraso tras un viaje inútil, por más que arguyese la prisión, por más que exaltase los sufrimientos soporta dos, el cardenal respondería con aquella calma burlona del escépticopotente a la vez por la fuerza y por el genio: «¡No teníais que haberos dejado coger!»Entonces Milady reunía toda su energía, murmurando en el fondo de su pensamiento el nombre de Felton, el único destello de luz que penetraba hasta ella en el fondo del infierno en que había caído; y co mo una serpiente que enrolla y desenrolla sus anillos para darse ella misma cuenta de su fuerza, envolvía de antemano a Felton en los mil repliegues de su imaginación inventiva. ...

En la línea 1100
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Iban los encamisados murmurando entre sí, con una voz baja y compasiva. ...

En la línea 2131
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Don Quijote, como vio todo aquel mazo de barbas, sin quijadas y sin sangre, lejos del rostro del escudero caído, dijo: -¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las barbas le ha derribado y arrancado del rostro, como si las quitaran aposta! El cura, que vio el peligro que corría su invención de ser descubierta, acudió luego a las barbas y fuese con ellas adonde yacía maese Nicolás, dando aún voces todavía, y de un golpe, llegándole la cabeza a su pecho, se las puso, murmurando sobre él unas palabras, que dijo que era cierto ensalmo apropiado para pegar barbas, como lo verían; y, cuando se las tuvo puestas, se apartó, y quedó el escudero tan bien barbado y tan sano como de antes, de que se admiró don Quijote sobremanera, y rogó al cura que cuando tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo; que él entendía que su virtud a más que pegar barbas se debía de estender, pues estaba claro que de donde las barbas se quitasen había de quedar la carne llagada y maltrecha, y que, pues todo lo sanaba, a más que barbas aprovechaba. ...

En la línea 2994
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Abrióle, y estuvo un buen espacio mirándole y construyéndole, murmurando entre los dientes. ...

En la línea 4938
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Entonces la hermosa Quiteria, sin responder palabra alguna, turbada, al parecer triste y pesarosa, llegó donde Basilio estaba, ya los ojos vueltos, el aliento corto y apresurado, murmurando entre los dientes el nombre de Quiteria, dando muestras de morir como gentil, y no como cristiano. ...

En la línea 5159
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —¡Bueno, bueno! —quedó murmurando ella —no ganamos para multas. ...

En la línea 5365
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cogió el sombrero y el bastón de puño de oro; saludó con una cabezada al Magistral y salió murmurando: —A lo menos San Simeón Estilita estaba sobre una columna, pero no era una columna. ...

En la línea 8777
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¿para qué? ¿qué importa? Petra se mordió los labios y dio media vuelta murmurando: —¡Orgullosa! ¿si creerá que no tenemos ojos?. ...

En la línea 13426
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El Magistral iba presidiendo el duelo de familia: no era pariente del difunto, pero le había sacado de las garras del Demonio, según Glocester, que se quedó en la sala capitular murmurando. ...

En la línea 4009
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Llegó el momento hermoso y solemne. Oíase desde arriba el rumor popular; y luego, en el seno de aquel silencio que cayó súbitamente sobre la casa como una nube, la campanilla vibrante marcó el paso de la comitiva del Sacramento. El altar estaba hecho un ascua de oro con tantísima luz, que reflejaba en el talco de las flores. Había sido entornada la ventana, y todos de rodillas esperaban. El tilín sonaba cada vez más cerca; se le sentía subir la escalera entre un traqueteo de pasos; después llegaba a la puerta; vibraba más fuerte en el pasillo entre el muge-muge de los latines que venía murmurando el acólito. Apareció por fin el Padre Nones, tan alto que parecía llegaba al techo, un poco encorvado, la cabeza blanca como el vellón del Cordero Pascual, llevando agasajado el porta-formas entre los pliegues de la capa blanca. Arrodillose ante el altar y allí estuvo rezando un ratito. Mauricia estaba en aquel instante blanca, diáfana, y sus ojos entornados y como sin vida miraban al sacerdote y lo que entre manos traía. Guillermina se le puso al lado y acercó su rostro al de ella. Cuando el sacerdote se aproximaba, la santa susurró al oído de la enferma, como secreto de ángeles, estas palabras: «Abre la boca». El cura dijo: «Corpus Domini Nostri, etc.» y todo quedó en silencio, y los párpados de Mauricia se abatieron, proyectando sobre las ojeras la sombra de sus largas pestañas. ...

En la línea 422
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... John Canty se apartó murmurando amenazas y maldiciones, y desapareció de la vista, tragado por la multitud. Handon subió tres tramos de escalera hasta su cuarto en compañía del niño, después de ordenar que les sirvieran de comer. Era una pobre pieza, con una destartalada cama y algunos muebles viejos, y alumbrada vagamente por dos moribundas velas. El rey niño se arrastró hasta la cama y se tendió en ella, casi exhausto de hambre y de fatiga. Había estado en pie gran parte del día y de la noche (entonces eran las dos o tres de la mañana), y no había comido nada. Soñoliento, bulbueió: ...

En la línea 1477
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Balbució algunas palabras entrecortadas, aún mirando y maravillándose; luego volvió los ojos en tomo escudriñando la espléndida muchedumbre y él suntuoso salón, murmurando: –¡Pero éstos son reales, en verdad que son reales; ciertamente esto no es un sueño! –Miró al rey de nuevo y pensó–: ¿Es un sueño… . o es él el verdadero soberano de Inglaterra y no el pobre loco desamparado por el que lo tomé? ¿Quién me resuelve este acertijo? ...

En la línea 905
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... También cuando jugábamos a los naipes, la señorita Havisham nos observaba, contemplando entusiasmada los actos de Estella, cualesquiera que fuesen. Y a veces, cuando su humor era tan vario y contradictorio que yo no sabía qué hacer ni qué decir, la señorita Havisham la abrazaba con el mayor cariño, murmurando algo a su oído que se parecía a: «¡Destroza sus corazones, orgullo y esperanza mía! ¡Destroza sus corazones y no tengas compasión!» ...

En la línea 2035
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El segundo de los encuentros a que me he referido en el capítulo anterior ocurrió cosa de una semana más tarde. Dejé otra vez el bote en el muelle que había más abajo del puente, aunque era una hora más temprano que en la tarde antes aludida. Sin haberme decidido acerca de dónde iría a cenar, eché a andar 185 hacia Cheapside, y cuando llegué allí, seguramente más preocupado que ninguna de las numerosas personas que por aquel lugar transitaban, alguien me alcanzó y una gran mano se posó sobre mi hombro. Era la mano del señor Jaggers, quien luego la pasó por mi brazo. - Como seguimos la misma dirección, Pip, podemos andar juntos. ¿Adónde se dirige usted? - Me parece que hacia el Temple. - ¿No lo sabe usted? - preguntó el señor Jaggers. - Pues bien - contesté, satisfecho de poder sonsacarle algo valiéndome de su manía de hacer repreguntas-, no lo sé, porque todavía no me he decidido. - ¿Va usted a cenar? - dijo el señor Jaggers. - Supongo que no tendrá inconveniente en admitir esta posibilidad. - No – contesté. - No tengo inconveniente en admitirla. - ¿Está usted citado con alguien? - Tampoco tengo inconveniente en admitir que no estoy citado con nadie. - Pues, en tal caso - dijo el señor Jaggers, - venga usted a cenar conmigo. Iba a excusarme, cuando él añadió: - Wemmick irá también. En vista de esto, convertí mi excusa en una aceptación, pues las pocas palabras que había pronunciado servían igualmente para ambas respuestas, y, así, seguimos por Cheapside y torcimos hacia Little Britain, mientras las luces se encendían brillantes en los escaparates y los faroleros de las calles, encontrando apenas el lugar suficiente para instalar sus escaleras de mano, entre los numerosos grupos de personas que a semejante hora llenaban las calles, subían y bajaban por aquéllas, abriendo más ojos rojizos, entre la niebla que se espesaba, que la torre de la bujía de médula de junco encerado, en casa de Hummums, proyectara sobre la pared de la estancia. En la oficina de Little Britain presencié las acostumbradas maniobras de escribir cartas, lavarse las manos, despabilar las bujías y cerrar la caja de caudales, lo cual era señal de que se habían terminado las operaciones del día. Mientras permanecía ocioso ante el fuego del señor Jaggers, el movimiento de las llamas dio a las dos mascarillas la apariencia de que querían jugar conmigo de un modo diabólico al escondite, en tanto que las dos bujías de sebo, gruesas y bastas, que apenas alumbraban al señor Jaggers mientras escribía en un rincón, estaban adornadas con trozos de pabilo caídos y pegados al sebo, dándoles el aspecto de estar de luto, tal vez en memoria de una hueste de clientes ahorcados. Los tres nos encaminamos a la calle Gerard en un coche de alquiler, y en cuanto llegamos se nos sirvió la cena. Aunque en semejante lugar no se me habría ocurrido hacer la más remota referencia a los sentimientos particulares que Wemmick solía expresar en Walworth, a pesar de ello no me habría sabido mal el sorprender algunas veces sus amistosas miradas. Pero no fue así. Cuando levantaba los ojos de la mesa los volvía al señor Jaggers, y se mostraba tan seco y tan alejado de mí como si existiesen dos Wemmick gemelos y el que tenía delante fuese el que yo no conocía. - ¿Mandó usted la nota de la señorita Havisham al señor Pip, Wemmick? - preguntó el señor Jaggers en cuanto hubimos empezado a comer. - No, señor - contestó Wemmick. - Me disponía a echarla al correo, cuando llegó usted con el señor Pip. Aquí está. Y entregó la carta a su principal y no a mí. - Es una nota de dos líneas, Pip - dijo el señor Jaggers entregándomela. - La señorita Havisham me la mandó por no estar segura acerca de las señas de usted. Dice que necesita verle a propósito de un pequeño asunto que usted le comunicó. ¿Irá usted? - Sí - dije leyendo la nota, que expresaba exactamente lo que acababa de decir el señor Jaggers. - ¿Cuándo piensa usted ir? - Tengo un asunto pendiente - dije mirando a Wemmick, que en aquel momento echaba pescado al buzón de su boca, - y eso no me permite precisar la fecha. Pero supongo que iré muy pronto. - Si el señor Pip tiene la intención de ir muy pronto -dijo Wemmick al señor Jaggers, - no hay necesidad de contestar. Considerando que estas palabras equivalían a la indicación de que no me retrasara, decidí ir al día siguiente por la mañana, y así lo dije. Wemmick se bebió un vaso de vino y miró al señor Jaggers con expresión satisfecha, pero no a mí. - Ya lo ve usted, Pip. Nuestro amigo, la Araña - dijo el señor Jaggers, - ha jugado sus triunfos y ha ganado. Lo más que pude hacer fue asentir con un movimiento de cabeza. 186 - ¡Ah! Es un muchacho que promete… , aunque a su modo. Pero es posible que no pueda seguir sus propias inclinaciones. El más fuerte es el que vence al final, y en este caso aún no sabemos quién es. Si resulta ser él y acaba pegando a su mujer… - Seguramente - interrumpí con el rostro encendido y el corazón agitado - no piensa usted en serio que sea lo bastante villano para eso, señor Jaggers. - No ño afirmo, Pip. Tan sólo hago una suposición. Si resulta ser él y acaba pegando a su mujer, es posible que se constituya en el más fuerte; si se ha de resolver con la inteligencia, no hay duda de que será vencido. Sería muy aventurado dar una opinión acerca de lo que hará un sujeto como ése en las circunstancias en que se halla, porque es un caso de cara o cruz entre dos resultados. - ¿Puedo preguntar cuáles son? - Un sujeto como nuestro amigo la Araña - contestó el señor Jaggers, - o pega o es servil. Puede ser servil y gruñir, o bien ser servil y no gruñir. Lo que no tiene duda es que o es servil o adula. Pregunte a Wemmick cuál es su opinion. - No hay duda de que es servil o pega - dijo Wemmick sin dirigirse a mí. -Ésta es la situación de la señora Bentley Drummle - dijo el señor Jaggers tomando una botella de vino escogido, sirviéndonos a cada uno de nosotros y sirviéndose luego él mismo, - y deseamos que el asunto se resuelva a satisfacción de esa señora, porque nunca podrá ser a gusto de ella y de su marido a un tiempo. ¡Molly! ¡Molly! ¡Qué despacio vas esta noche! Cuando la regañó así, estaba a su lado, poniendo unos platos sobre la mesa. Retirando las manos, retrocedió uno o dos pasos murmurando algunas palabras de excusa. Y ciertos movimientos de sus dedos me llamaron extraordinariamente la atención. - ¿Qué ocurre? - preguntó el señor Jaggers. - Nada – contesté, - Tan sólo que el asunto de que hablábamos era algo doloroso para mí. El movimiento de aquellos dedos era semejante a la acción de hacer calceta. La criada se quedó mirando a su amo, sin saber si podía marcharse o si él tendría algo más que decirle y la llamaría en cuanto se alejara. Miraba a Jaggers con la mayor fijeza. Y a mí me pareció que había visto aquellos ojos y también aquellas manos en una ocasión reciente y memorable. El señor Jaggers la despidió, y ella se deslizó hacia la puerta. Mas a pesar de ello, siguió ante mi vista, con tanta claridad como si continuara en el mismo sitio. Yo le miraba las manos y los ojos, así como el cabello ondeado, y los comparaba con otras manos, otros ojos y otro cabello que conocía muy bien y que tal vez podrían ser iguales a los de la criada del señor Jaggers después de veinte años de vida tempestuosa y de malos tratos por parte de un marido brutal. De nuevo miré las manos y los ojos de la criada, y recordé la inexplicable sensación que experimentara la última vez que paseé - y no solo - por el descuidado jardín y por la desierta fábrica de cerveza. Recordé haber sentido la misma impresión cuando vi un rostro que me miraba y una mano que me saludaba desde la ventanilla de una diligencia, y cómo volví a experimentarla con la rapidez de un relámpago cuando iba en coche - y tampoco solo - al atravesar un vivo resplandor de luz artificial en una calle oscura. Y ese eslabón, que antes me faltara, acababa de ser soldado para mí, al relacionar el nombre de Estella con el movimiento de los dedos y la atenta mirada de la criada de Jaggers. Y sentí la absoluta seguridad de que aquella mujer era la madre de Estella. Como el señor Jaggers me había visto con la joven, no habría dejado de observar los sentimientos que tan difícilmente ocultaba yo. Movió afirmativamente la cabeza al decirle que el asunto era penoso para mí, me dio una palmada en la espalda, sirvió vino otra vez y continuó la cena. La criada reapareció dos veces más, pero sus estancias en el comedor fueron muy cortas y el señor Jaggers se mostró severo con ella. Pero sus manos y sus ojos eran los de Estella, y así se me hubiese presentado un centenar de veces, no por eso habría estado ni más ni menos seguro de que había llegado a descubrir la verdad. La cena fue triste, porque Wemmick se bebía los vasos de vino que le servían como si realizase algún detalle propio de los negocios, precisamente de la misma manera como habría cobrado su salario cuando llegase el día indicado, y siempre estaba con los ojos fijos en su jefe y en apariencia constantemente dispuesto para ser preguntado. En cuanto a la cantidad de vino que ingirió, su buzón parecía sentir la mayor indiferencia, de la misma manera como al buzón de correos le tiene sin cuidado el número de cartas que le echan. Durante toda la cena me pareció que aquél no era el Wemmick que yo conocía, sino su hermano gemelo, que ninguna relación había tenido conmigo, pues tan sólo se asemejaba en lo externo al Wemmick de Walworth. Nos despedimos temprano y salimos juntos. Cuando nos reunimos en torno de la colección de botas del señor Jaggers, a fin de tomar nuestros sombreros, comprendí que mi amigo Wemmick iba a llegar; y no 187 habríamos recorrido media docena de metros en la calle Gerrard, en dirección hacia Walworth, cuando me di cuenta de que paseaba cogido del brazo con el gemelo amigo mío y que el otro se había evaporado en el aire de la noche. - Bien - dijo Wemmick, - ya ha terminado la cena. Es un hombre maravilloso que no tiene semejante en el mundo; pero cuando ceno con él tengo necesidad de contenerme y no como muy a mis anchas. Me dije que eso era una buena explicación del caso, y así se lo expresé. - Eso no se lo diría a nadie más que a usted – contestó, - pues me consta que cualquier cosa que nos digamos no trasciende a nadie. Le pregunté si había visto a la hija adoptiva de la señorita Havisham, es decir, a la señora Bentley Drummle. Me contestó que no. Luego, para evitar que mis observaciones le parecieran demasiado inesperadas, empecé por hablarle de su anciano padre y de la señorita Skiffins. Cuando nombré a ésta pareció sentir cierto recelo y se detuvo en la calle para sonarse, moviendo al mismo tiempo la cabeza con expresión de jactancia. - Wermmick - le dije luego, - ¿se acuerda usted de que la primera vez que fui a cenar con el señor Jaggers a su casa me recomendó que me fijara en su criada? - ¿De veras? – preguntó. - Me parece que sí. Sí, es verdad - añadió con malhumor. - Ahora me acuerdo. Lo que pasa es que todavía no estoy a mis anchas. - La llamó usted una fiera domada. - ¿Y qué nombre le da usted? - El mismo. ¿Cómo la domó el señor Jaggers, Wemmick? - Es su secreto. Hace ya muchos años que está con él. - Me gustaría que me contase usted su historia. Siento un interés especial en conocerla. Ya sabe usted que lo que pasa entre nosotros queda secreto para todo el mundo. - Pues bien - dijo Wemmick, - no conozco su historia, es decir, que no estoy enterado de toda ella. Pero le diré lo que sé. Hablamos, como es consiguiente, de un modo reservado y confidencial. - Desde luego. - Hará cosa de veinte años, esa mujer fue juzgada en Old Bailey, acusada de haber cometido un asesinato, pero fue absuelta. Era entonces joven y muy hermosa, y, según tengo entendido, por sus venas corría alguna sangre gitana. Y parece que, en efecto, cuando se encolerizaba, era mujer terrible. - Pero fue absuelta. - La defendía el señor Jaggers - prosiguió Wemmick, mirándome significativamente, - y llevó su asunto de un modo en verdad asombroso. Se trataba de un caso desesperado, y el señor Jaggers hacía poco tiempo que ejercía, de manera que su defensa causó la admiración general. Día por día y por espacio de mucho tiempo, trabajó en las oficinas de la policía, exponiéndose incluso a ser encausado a su vez, y cuando llegó el juicio fue lo bueno. La víctima fue una mujer que tendría diez años más y era mucho más alta y mucho más fuerte. Fue un caso de celos. Las dos llevaban una vida errante, y la mujer que ahora vive en la calle de Gerrard se había casado muy joven, aunque «por detrás de la iglesia», como se dice, con un hombre de vida irregular y vagabunda; y ella, en cuanto a celos, era una verdadera furia. La víctima, cuya edad la emparejaba mucho mejor con aquel hombre, fue encontrada ya cadáver en una granja cerca de Hounslow Heath. Allí hubo una lucha violenta, y tal vez un verdadero combate. El cadáver presentaba numerosos arañazos y las huellas de los dedos que le estrangularon. No había pruebas bastante claras para acusar más que a esa mujer, y el señor Jaggers se apoyó principalmente en las improbabilidades de que hubiese sido capaz de hacerlo. Puede usted tener la seguridad-añadió Wemmick tocándome la manga de mi traje - que entonces no aludió ni una sola vez a la fuerza de sus manos, como lo hace ahora. En efecto, yo había relatado a Wemmick que, el primer día en que cené en casa del señor Jaggers, éste hizo exhibir a su criada sus formidables puños. - Pues bien - continuó Wemmick, - sucedió que esta mujer se vistió con tal arte a partir del momento de su prisión, que parecía mucho más delgada y esbelta de lo que era en realidad. Especialmente, llevaba las mangas de tal modo, que sus brazos daban una delicada apariencia. Tenía uno o dos cardenales en el cuerpo, cosa sin importancia para una persona de costumbres vagabundas, pero el dorso de las manos presentaban muchos arañazos, y la cuestión era si habían podido ser producidos por las uñas de alguien. El señor Jaggers demostró que había atravesado unas matas de espinos que no eran bastante altas para llegarle al rostro, pero que, al pasar por allí, no pudo evitar que sus manos quedasen arañadas; en realidad, se encontraron algunas puntas de espinos vegetales clavadas en su epidermis, y, examinado el matorral espinoso, se encontraron también algunas hilachas de su traje y pequeñas manchas de sangre. Pero el argumento más fuerte del señor Jaggers fue el siguiente: se trataba de probar, como demostración de su 188 carácter celoso, que aquella mujer era sospechosa, en los días del asesinato, de haber matado a su propia hija, de tres años de edad, que también lo era de su amante, con el fin de vengarse de él. El señor Jaggers trató el asunto como sigue: «Afirmamos que estos arañazos no han sido hechos por uñas algunas, sino que fueron causados por los espinos que hemos exhibido. La acusación dice que son arañazos producidos por uñas humanas y, además, aventura la hipótesis de que esta mujer mató a su propia hija. Siendo así, deben ustedes aceptar todas las consecuencias de semejante hipótesis. Supongamos que, realmente, mató a su hija y que ésta, para defenderse, hubiese arañado las manos de su madre. ¿Qué sigue a eso? Ustedes no la acusan ni la juzgan ahora por el asesinato de su hija; ¿por qué no lo hacen? Y en cuanto al caso presente, si ustedes están empeñados en que existen los arañazos, diremos que ya tienen su explicación propia, esto en el supuesto de que no los hayan inventado». En fin, señor Pip - añadió Wemmick, - el señor Jaggers era demasiado listo para el jurado y, así, éste absolvió a la procesada. - ¿Y ha estado ésta desde entonces a su servicio? - Sí; pero no hay solamente eso - contestó Wemmick, - sino que entró inmediatamente a su servicio y ya domada como está ahora. Luego ha ido aprendiendo sus deberes poquito a poco, pero desde el primer momento se mostró mansa como un cordero. - ¿Y, efectivamente, era una niña? - Así lo tengo entendido. - ¿Tiene usted algo más que decirme esta noche? - Nada. Recibí su carta y la he destruido. Nada más. Nos dimos cordialmente las buenas noches y me marché a casa con un nuevo asunto para mis reflexiones, pero sin ningún alivio para las antiguas. ...

En la línea 2053
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Como estaba abandonado a mí mismo, avisé mi intención de dejar libres las habitaciones que ocupaba en el Temple en cuanto terminase legalmente mi contrato de arrendamiento y que mientras tanto las realquilaría. En seguida puse albaranes en las ventanas, porque como tenía muchas deudas y apenas algún dinero, empecé a alarmarme seriamente acerca del estado de mis asuntos. Mejor debiera escribir que debería haberme alarmado, de tener bastante energía y clara percepción mental para darme cuenta de alguna verdad, aparte del hecho de que me sentía muy enfermo. Los últimos sucesos me habían dado energía bastante para aplazar la enfermedad, pero no para vencerla; luego vi que iba a apoderarse de mí, y poco me importaba lo demás, porque nada me daba cuidado alguno. Durante uno o dos días estuve echado en el sofá, en el suelo… , en cualquier parte, según diese la casualidad de que me cayera en un lugar o en otro. Tenía la cabeza pesada y los miembros doloridos, pero ningún propósito ni ninguna fuerza. Luego llegó una noche que me pareció de extraordinaria duración y que pasé sumido en la ansiedad y el horror; y cuando, por la mañana, traté de sentarme en la cama y reflexionar acerca de todo aquello, vi que era tan incapaz de una cosa como de otra. Ignoro si, en realidad, estuve en Garden Court, en plena noche, buscando la lancha que me figuraba hallaría allí, o si dos o tres veces me di cuenta, aterrado, de que estaba en la escalera y, sin saber cómo, había salido de la cama; otra vez me pareció verme en el momento de encender la lámpara, penetrado de la idea de que él subía la escalera y de que todas las demás luces estaban apagadas; también me molestó bastante una conversación, unas carcajadas y unos gemidos de alguien, y hasta llegué a sospechar que tales gemidos los hubiese proferido yo mismo; en otra ocasión creí ver en algún oscuro rincón de la estancia una estufa de hierro, y me pareció oír una voz que repetidamente decía que la señorita Havisham se estaba consumiendo dentro. Todo eso quise aclararlo conmigo mismo y poner algún orden en mis ideas cuando, aquella mañana, me vi en la cama. Pero entre ellas y yo se interponía el vapor de un horno de cal, desordenándolas por completo, y a través de aquel vapor fue cuando vi a dos hombres que me miraban. - ¿Qué quieren ustedes? - pregunté sobresaltado. - No los conozco. 221 - Perfectamente, señor - replicó uno de ellos inclinándose y tocándome el hombro. - Éste es un asunto que, según creo, podrá usted arreglar en breve; pero, mientras tanto, queda detenido. - ¿A cuánto asciende la deuda? - A ciento veintitrés libras esterlinas, quince chelines y seis peniques. Creo que es la cuenta del joyero. - ¿Qué puedo hacer? - Lo mejor es ir a mi casa - dijo aquel hombre. - Tengo una habitación bastante confortable. Hice algunos esfuerzos para levantarme y vestirme. Cuando me fijé en ellos de nuevo, vi que estaban a alguna distancia de la cama y mirándome. Yo seguía echado. - Ya ven ustedes cuál es mi estado - dije - Si pudiese, los acompañaría, pero en realidad no me es posible. Y si se me llevan, me parece que me moriré en el camino. Tal vez me replicaron, o discutieron el asunto, o trataron de darme ánimos para que me figurase que estaba mejor de lo que yo creía. Pero como en mi memoria sólo están prendidos por tan débil hilo, no sé lo que realmente hicieron, a excepción de que desistieron de llevárseme. Después tuve mucha fiebre y sufrí mucho. Con, frecuencia, perdía la razón, y el tiempo me pareció interminable. Sé que confundí existencias imposibles con mi propia identidad; me figuré ser un ladrillo en la pared de la casa y que deseaba salir del lugar en que me habían colocado los constructores; luego creí ser una barra de acero de una enorme máquina que se movía ruidosamente y giraba como sobre un abismo, y, sin embargo, yo imploraba en mi propia persona que se detuviese la máquina, y la parte que yo constituía en ella se desprendió; en una palabra, pasé por todas esas fases de la enfermedad, según me consta por mis propios recuerdos y según comprendí en aquellos días. Algunas veces luchaba con gente real y verdadera, en la creencia de que eran asesinos; de pronto comprendía que querían hacerme algún bien, y entonces me abandonaba exhausto en sus brazos y dejaba que me tendiesen en la cama. Pero, sobre todo, comprendí que había una tendencia constante en toda aquella gente, pues, cuando yo estaba muy enfermo, me ofrecían toda suerte de extraordinarias transformaciones del rostro humano y se presentaban a mí con tamaño extraordinario; pero sobre todo, repito, observé una decidida tendencia, en todas aquellas personas, a asumir, más pronto o más tarde, el parecido de Joe. En cuanto hubo pasado la fase más peligrosa de mi enfermedad empecé a darme cuenta de que, así como cambiaban todos los demás detalles, este rostro conocido no se transformaba en manera alguna. Cualesquiera que fuesen las variaciones por las que pasara, siempre acababa pareciéndose a Joe. Al abrir los ojos, por la noche, veía a Joe sentado junto a mi cama. Cuando los abría de día, le veía sentado junto a la semicerrada ventana y fumando en su pipa. Cuando pedía una bebida refrescante, la querida mano que me la daba era también la de Joe. Después de beber me reclinaba en mi almohada, y el rostro que me miraba con tanta ternura y esperanza era asimismo el de Joe. Por fin, un día tuve bastante ánimo para preguntar: - ¿Es realmente Joe? - Sí; Joe, querido Pip - me contestó aquella voz tan querida de mis tiempos infantiles. - ¡Oh Joe! ¡Me estás destrozando el corazón! Mírame enojado, Joe. ¡Pégame! Dime que soy un ingrato. No seas tan bu eno conmigo. Eso lo dije porque Joe había apoyado su cabeza en la almohada, a mi lado, y me rodeó el cuello con el brazo, feliz en extremo de que le hubiese conocido. - Cállate, querido Pip - dijo Joe. - Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos. Y cuando estés bien para dar un paseo, ya verás qué alondras cazamos. Dicho esto, Joe se retiró a la ventana y me volvió la espalda mientras se secaba los ojos. Y como mi extrema debilidad me impedía levantarme a ir a su lado, me quedé en la cama murmurando, lleno de remordimientos: - ¡Dios le bendiga! ¡Dios bendiga a este hombre cariñoso y cristiano! Los ojos de Joe estaban enrojecidos cuando le vi otra vez a mi lado; pero entonces le tomé la mano y los dos fuimos muy felices. - ¿Cuánto tiempo hace, querido Joe? - ¿Quieres saber, Pip, cuánto tiempo ha durado tu enfermedad? - Sí, Joe. - Hoy es el último día de mayo. Mañana es primero de junio. - ¿Y has estado siempre aquí, querido Joe? - Casi siempre, Pip. Porque, como dije a Biddy cuando recibimos por carta noticias de tu enfermedad, carta que nos entregó el cartero, el cual, así como antes era soltero, ahora se ha casado, a pesar de que 222 apenas le pagan los paseos que se da y los zapatos que gasta, pero el dinero no le importa gran cosa, porque ante todo deseaba casarse… - ¡Qué agradable me parece oírte, Joe! Pero te he interrumpido en lo que dijiste a Biddy. - Pues fue - dijo Joe - que, como tú estarías entre gente extraña, y como tú y yo siempre hemos sido buenos amigos, una visita en tales momentos sería bien recibida, y Biddy me dijo: «Vaya a su lado sin pérdida de tiempo.» Éstas - añadió Joe con la. mayor solemnidad - fueron las palabras de Biddy: «Vaya usted a su lado sin pérdida de tiempo.» En fin, no te engañaré mucho - añadió Joe después de graves reflexiones - si te digo que las palabras de Biddy fueron: «Sin perder un solo minuto.» Entonces se interrumpió Joe y me informó que no debía hablar mucho y que tenía que tomar un poco de alimento con alguna frecuencia, tanto si me gustaba como si no, pues había de someterme a sus órdenes. Yo le besé la mano y me quedé quieto, en tanto que él se disponía a escribir una carta a Biddy para transmitirle mis cariñosos recuerdos. Sin duda alguna, Biddy había enseñado a escribir a Joe. Mientras yo estaba en la cama mirándole, me hizo llorar de placer al ver el orgullo con que empezaba a escribir la carta. Mi cama, a la que se habían quitado las cortinas, había sido trasladada, mientras yo la ocupaba, a la habitación que se usaba como sala, por ser la mayor y la más ventilada. Habían quitado de allí la alfombra, y la habitación se conservaba fresca y aireada de día y de noche. En mi propio escritorio, que estaba en un rincón lleno de botellitas, Joe se dispuso a realizar su gran trabajo. Para ello escogió una pluma de entre las varias que había, como si se tratase de un cajón lleno de herramientas, y se arremangó los brazos como si se dispusiera a empuñar una palanca de hierro o un martillo de enormes dimensiones. Tuvo necesidad de apoyarse pesadamente en la mesa sobre su codo izquierdo y situar la pierna derecha hacia atrás, antes de que pudiese empezar, y, cuando lo hizo, cada uno de sus rasgos era tan lento que habría tenido tiempo de hacerlos de seis pies de largo, en tanto que cada vez que dirigía la pluma hacia arriba, yo la oía rechinar ruidosamente. Tenía la curiosa ilusión de que el tintero estaba en un lugar en donde realmente no se hallaba, y repetidas veces hundía la pluma en el espacio y, al parecer, quedaba muy satisfecho del resultado. De vez en cuando se veía interrumpido por algún serio problema ortográfico, pero en conjunto avanzaba bastante bien, y en cuanto hubo firmado con su nombre, después de quitar un borrón, trasladándolo a su cabeza por medio de los dedos, se levantó y empezó a dar vueltas cerca de la mesa, observando el resultado de su esfuerzo desde varios puntos de vista, muy satisfecho. Con objeto de no poner a Joe en un apuro si yo hablaba mucho, aun suponiendo que hubiera sido capaz de ello, aplacé mi pregunta acerca de la señorita Havisham hasta el día siguiente. Cuando le pregunté si se había restablecido, movió la cabeza. - ¿Ha muerto, Joe? - Mira, querido Pip - contestó Joe en tono de reprensión y con objeto de darme la noticia poco a poco, - no llegaré a afirmar eso; pero el caso es que no… - ¿Que no vive, Joe? - Esto se acerca mucho a la verdad - contestó Joe. - No vive. - ¿Duró mucho, Joe? - Después de que tú te pusiste malo, duró casi… lo que tú llamarías una semana - dijo Joe, siempre decidido, en obsequio mío, a darme la noticia por grados. - ¿Te has enterado, querido Joe, a quién va a parar su fortuna? - Pues mira, Pip, parece que dispuso de la mayor parte de ella en favor de la señorita Estella. Aunque parece que escribió un codicilo de su propia mano, pocos días antes del accidente, dejando unas cuatro mil libras esterlinas al señor Mateo Pocket. ¿Y por qué te figuras, Pip, que dejó esas cuatro mil libras al señor Pocket? Pues as consecuencia de lo que Pip le dijo acerca de Mateo Pocket. Según me ha informado Biddy, esto es lo que decía el codicilo: «a consecuencia de lo que Pip me dijo acerca de Mateo Pocket». ¡Cuatro mil libras, Pip! Estas palabras me causaron mucha alegría, pues tal legado completaba la única cosa buena que yo había hecho en mi vida. Pregunté entonces a Joe si estaba enterado acerca de los legados que hubieran podido recibir los demás parientes. - La señorita Sara - contestó Joe - recibirá veinticinco libras esterlinas cada año para que se compre píldoras, pues parece que es biliosa. La señorita Georgiana recibirá veinte libras esterlinas. La señora… , ¿cómo se llaman aquellos extraños animales que tienen joroba, Pip? - ¿Camellos? - dije, preguntándome para qué querría saberlo. - Eso es - dijo Joe -. La señora Camello… Comprendí entonces que se refería a la señora Camilla. 223 - Pues la señora Camello recibirá cinco libras esterlinas para que se compre velas, a fin de que no esté a oscuras por las noches cuando se despierte. La exactitud de estos detalles me convenció de que Joe estaba muy bien enterado. - Y ahora - añadió Joe - creo que hoy ya estás bastante fuerte para que te dé otra noticia. El viejo Orlick cometió un robo con fractura en una casa. - ¿De quién? - pregunté. - Realmente se ha convertido en un criminal - dijo Joe, - porque el hogar de un inglés es un castillo y no se debe asaltar los castillos más que en tiempos de guerra. Parece que entró violentamente en casa de un tratante en granos. - ¿Entró, acaso, en la morada del señor Pumblechook? - Eso es, Pip - me contestó Joe -, y le quitaron la gaveta; se quedaron con todo el dinero que hallaron en la casa, se le bebieron el vino y se le comieron todo lo que encontraron, y, no contentos con eso, le abofetearon, le tiraron de la nariz, le ataron al pie de la cama y, para que no gritase, le llenaron la boca con folletos que trataban de jardinería. Pero Pumblechook conoció a Orlick, y éste ha sido encerrado en la cárcel del condado. Así, gradualmente, llegamos al momento en que ya podíamos hablar con toda libertad. Recobré las fuerzas con mucha lentitud, pero avanzaba sin cesar, de manera que cada día estaba mejor que el anterior. Joe permanecía constantemente a mi lado, y yo llegué a figurarme que de nuevo era el pequeño Pip. La ternura y el afecto de Joe estaban tan proporcionados a mis necesidades, que yo no era más que un niño en sus manos. Solía sentarse a mi lado y me hablaba con la antigua confianza que había reinado entre ambos, con la misma sencillez que en los tiempos pasados y del modo protector que había conocido siempre en él, hasta el punto de que llegué a sentir la ilusión de que toda mi vida, a partir de los días pasados en la vieja cocina, no había sido más que una de tantas pesadillas de la fiebre que había desaparecido ya. Hacía en mi obsequio todo lo necesario, a excepción de los trabajos domésticos, para los cuales contrató a una mujer muy decente, después de despedir a la lavandera el mismo día de su llegada. - Te aseguro, Pip - decía Joe para justificar la libertad que se había tomado, - que sorprendí en la cama de repuesto un agujero hecho por ella, como si se tratase de un barril de cerveza, y que había llenado ya un cubo de plumas para venderlas. Luego no hay duda de que también se habría llevado las plumas de tu propia cama, a pesar de que estuvieras tendido en ella, y que más tarde se llevaría el carbón, los platos y hasta los licores. Esperábamos con verdadera ansia el día en que podría salir a dar un paseo, así como en otros tiempos habíamos esperado la ocasión de que yo entrase a ser su aprendiz. Y cuando llegó este día y entró un carruaje abierto en la callejuela, Joe me abrigó muy bien, me levantó en sus brazos y me bajó hasta el coche, en donde me sentó como si aún fuese el niño pequeño e indefenso en quien tan generosamente empleara la riqueza de su espléndida persona. Joe se sentó a mi lado y juntos salimos al campo, en donde se manifestaba ya el verano en los árboles y en las plantas, mientras sus aromas llenaban el aire. Casualmente, aquel día era domingo, y cuando observé la belleza que me rodeaba y pensé en cómo se había transformado y crecido todo y en cómo se habían formado las flores silvestres y afirmado las vocecillas de los pájaros, de día y de noche, sin cesar, bajo el sol y bajo las estrellas, mientras, pobre de mí. estaba tendido, ardiendo y agitándome en mi cama, el recuerdo de haber sido molestado por la fiebre y por la inquietud en mi lecho pareció interrumpir mi paz. Pero cuando oí las campanas del domingo y miré un poco más a la belleza que me rodeaba, comprendí que en mi corazón no había aún bastante gratitud, pues la misma debilidad me impedía incluso la plenitud de este sentimiento, y apoyé la cabeza en el hombro de Joe, como en otros tiempos, cuando me llevaba a la feria o a otra parte cualquiera, y cual si el espectáculo que tenía delante fuese demasiado para mis juveniles sentidos. Me calmé poco después, y entonces empezamos a hablar como solíamos, sentados en la hierba, junto a la Batería. No había el menor cambio en Joe. Era exactamente el mismo ante mis ojos; tan sencillamente fiel y justo como siempre. Cuando estuvimos de regreso me levantó y me condujo con tanta facilidad a través del patio y por la escalera, que evoqué aquella víspera de Navidad, tan llena de acontecimientos, en que me llevó a cuestas por los marjales. Aún no habíamos hecho ninguna alusión a mi cambio de fortuna, y por mi parte ignoraba de qué cosas estaba enterado acerca de la última parte de mi historia. Estaba tan receloso de mí mismo y confiaba tanto en él, que no podía resolverme a tratar de aquello en vista de que él no lo hacía. - ¿Estás enterado, Joe - le pregunté aquella misma noche, después de reflexionarlo bien y mientras él fumaba su pipa junto a la ventana - de quién era mi protector? 224 - Me enteré - contestó Joe - de que no era la señorita Havisham. - ¿Supiste quién era, Joe? - Tengo entendido que fue la persona que mandó a la otra persona que te dio los dos billetes de una libra esterlina en Los Tres Alegres Barqueros, Pip. - Así es. - ¡Asombroso! - exclamó Joe con la mayor placidez. - ¿Sabes que ya murió, Joe? - le pregunté con creciente desconfianza. - ¿Quién? ¿El que mandó los billetes, Pip? - Sí. - Me parece - contestó Joe después de larga meditación y mirando evasivamente hacia el asiento que había junto a la ventana - como si hubiese oído que ocurrió algo en esa dirección. - ¿Oíste hablar algo acerca de sus circunstancias, Joe? - No, Pip. - Si quieres que lo diga, Joe… - empecé, pero él se levantó y se acercó a mi sofá. - Mira, querido Pip - dijo inclinándose sobre mí, - siempre hemos sido buenos amigos, ¿no es verdad? Yo sentí vergüenza de contestarle. -Pues, entonces, muy bien-dijo Joe como si yo hubiese contestado. - Ya estamos de acuerdo, y no hay más que hablar. ¿Para qué tratar de asuntos que entre nosotros son absolutamente innecesarios? Hay asuntos de los que no necesitamos hablar para nada. ¡Dios mío! ¡Y pensar en cuando se enfadaba tu pobre hermana! ¿Te acuerdas de «Thickler»? - Sí, Joe. - Pues mira, querido Pip – dijo. - Hice cuanto pude para que tú y «Thickler» estuvierais separados lo más posible, pero mi facultad de lograrlo no siempre estaba de acuerdo con mis inclinaciones. Porque cuando tu pobre hermana estaba resuelta a pegarte – añadió, - no habría sido nada raro que me pegase a mí también si yo mostrase la menor oposición, y, además, la paliza que habrías recibido hubiera sido seguramente mucho más fuerte. De eso estoy seguro. Ya comprendes que no me habría importado en absoluto el que me tirase de una patilla, ni que me sacudiera una o dos veces, si con ello hubiese podido evitarte todos los golpes. Pero cuando, además de un tirón en las patillas o de algunas sacudidas, yo veía que a ti te pegaba con más fuerza, comprendía la inutilidad de interponerme, y por eso me preguntaba: «¿Dónde está el bien que haces al meterte en eso?» El mal era evidente, pero el bien no podía descubrirlo por ninguna parte. ¿Y te parece que ese hombre obraba bien? - Claro que sí, querido Joe. - Pues bien, querido Pip - añadió él. - Si ese hombre obraba siempre bien, no hay duda de que también hacía bien al abstenerse muchas veces, a pesar de su deseo, de que tú y «Thickler» estuvierais separados lo más posible. Por consiguiente, no hay que tratar de asuntos innecesarios. Biddy se esforzó mucho, antes de mi salida, en convencerme de eso, porque tengo la cabeza muy dura. Y ahora que estamos de acuerdo, no hay que pensar más en ello, sino que lo que nos conviene es que cenes, que bebas un poco de agua con vino y luego que te metas entre sábanas. La delicadeza con que Joe evitó el tratar de aquel asunto y el tacto y la bondad con que Biddy le había preparado para eso me impresionaron extraordinariamente. Pero ignoraba aún si Joe estaba enterado de mi pobreza y de que mis grandes esperanzas se habían desvanecido como nuestras nieblas de los marjales ante los rayos del sol. Otra cosa en Joe que no pude comprender cuando empezó a ser aparente fue la siguiente: a medida que me sentía mejor y más fuerte, Joe parecía no estar tan a gusto conmigo. Durante los días de debilidad y de dependencia entera con respecto a él, mi querido amigo había vuelto a adoptar el antiguo tono con que me trataba y, además de tutearme, se dirigía a mí como cuando yo era chiquillo, y eso era para mis oídos una agradable música. Yo también, por mi parte, había vuelto a las costumbres de mi infancia y le agradecía mucho que me lo permitiese. Pero, imperceptiblemente, Joe empezó a abandonar tales costumbres, y aunque al principio me extrañé de ello, pronto pude comprender que la causa estaba en mí y que mía también era toda la culpa. No hay duda de que yo había dado a Joe motivos para dudar de mi constancia y para pensar que en mi prosperidad me olvidaba de él. Sin duda alguna, el inocente corazón de Joe comprendió de un modo instintivo que, a medida que yo me reponía, más se debilitaba la influencia que sobre mí ejercía, y que valía más que él, por sí mismo, mostrase cierta reserva antes de que yo me alejase. En mi tercera o cuarta salida a los jardines del Temple, apoyado en el brazo de Joe, pude observar en él, y muy claramente, este cambio. Habíamos estado sentados tomando la cálida luz del sol y mirando al río, cuando yo dije, en el momento de levantarnos: 225 - Mira, Joe, ya puedo andar por mí mismo y sin apoyo ajeno. Ahora vas a ver como vuelvo solo a casa. - No debes hacer esfuerzos extraordinarios, Pip - contestó Joe; - pero con mucho gusto veré que es usted capaz, señor. Estas últimas palabras me disgustaron mucho, pero ¿cómo podía reconvenirle por ellas? No pasé de la puerta del jardín y fingí estar más débil de lo que realmente me encontraba, rogando a Joe que me permitiese apoyarme en su brazo. Joe consintió, pero se quedó pensativo. Por mi parte, también lo estaba, y no solamente por el deseo de impedir que se realizase este cambio en Joe, sino por la perplejidad en que me sumían mis pensamientos, que me remordían cruelmente. Me avergonzaba decirle cuál era mi situación y cómo había llegado a ella; pero creo que mi repugnancia en contarle todo eso no era completamente indigna. Sin duda alguna, él querría ayudarme con sus pequeñas economías, y, por mi parte, me decía que no era posible consentírselo. Ambos pasamos aquella velada muy preocupados, pero antes de acostarnos resolví esperar al día siguiente, que era domingo, y con la nueva semana empezaría mi nuevo comportamiento. El lunes por la mañana hablaría a Joe acerca de este cambio, dejaría a un lado el último vestigio de mi reserva y le diría cuáles eran mis pensamientos (advirtiendo al lector que aquel segundo lugar no había llegado aún) y por qué había decidido no ir al lado de Herbert, y de este modo no dudaba de que habría vencido para siempr el cambio que en él notaba. A medida que me mostraba más franco, Joe me imitaba, como si él hubiese llegado a alguna resolución. Pasamos apaciblemente el día del domingo y luego salimos al campo para pasear. - No sabes lo que me alegro de haber estado enfermo, Joe - le dije. - Querido Pip, casi ya estás bien. Ya está usted bien, caballero. - Esta temporada la recordaré toda la vida, Joe. - Lo mismo me ocurre a mí, señor - contestó Joe. - Hemos pasado juntos un tiempo muy agradable, Joe, y, por mi parte, no puedo olvidarlo. En otra época pasamos un tiempo juntos, que yo había olvidado últimamente; pero te aseguro que no olvidaré esta última temporada. -Pip-dijo Joe, algo turbado en apariencia.- No sabes cuántas alondras ha habido. Mi querido señor, lo que haya ocurrido entre nosotros… ha ocurrido. Por la noche, en cuanto me hube acostado, Joe vino a mi cuarto, como había hecho durante toda mi convalecencia. Me preguntó si tenía la seguridad de estar tan bien como la mañana anterior. - Sí, Joe. Casi completamente igual. - ¿Estás cada día más fuerte, querido Pip? - Sí, Joe, me voy reforzando cada vez más. Joe dio con su enorme mano algunas palmadas cariñosas sobre la sábana que me cubría el hombro y con voz que me pareció ronca dijo: - Buenas noches. Cuando me levanté a la mañana siguiente, descansado y vigoroso, estaba ya resuelto a decírselo todo a Joe sin más demora. Le hablaría antes de desayunar. Me proponía vestirme en seguida y dirigirme a su cuarto para darle una sorpresa, porque aquél era el primer día en que me levanté temprano. Me dirigí a su habitación, pero observé que no estaba allí, y no solamente no estaba él, sino que también había desaparecido su baúl. Apresuradamente me dirigí hacia la mesa en que solíamos desayunarnos, y en ella encontré una nota escrita, cuyo breve contenido era éste: «Deseando no molestarte, me he marchado porque ya estás completamente bien, querido Pip, y te encontrarás mejor cuando estés solo. »Joe P. S.: Siempre somos buenos amigos». Unido a la carta había el recibo por la deuda y las costas en virtud de lo cual habían querido detenerme. Hasta aquel momento, yo me había figurado que mi acreedor había retirado o suspendido la demanda en espera de mi total restablecimiento, pero jamás me imaginé que Joe la hubiese pagado. Así era, en efecto, y el recibo estaba extendido a su nombre. ¿Qué podia hacer yo, pues, sino seguirle a la vieja y querida fragua y allí hablarle con el corazón en la mano y expresarle mi arrepentimiento, para luego aliviar mi corazón y mi mente de aquella segunda 226 condición que había empezado siendo algo vago en mis propias ideas, hasta que se convirtió en un propósito decidido? Lo cual era que iría ante Biddy, que le mostraría cuán humilde y arrepentido volvía a su lado; le diría cómo había perdido todas mis esperanzas y le recordaría nuestras antiguas confidencias en la época feliz de mi vida. Luego le diría: «Biddy, creo que alguna vez me quisiste, cuando mi errante corazón, a pesar de que se alejaba de ti, se sentía más tranquilo y mejor contigo que en compañía de otra persona cualquiera. Si ahora me quieres tan sólo la mitad de entonces, si puedes aceptarme con todas mis faltas y todas mis desilusiones, si puedes recibirme como a un niño a quien se ha perdonado, y en realidad, Biddy, estoy tan apesadumbrado como si lo fuese, y necesito tanto una voz cariñosa y una mano acariciadora como si todavía fuese pequeño, si todo eso puede ser, creo que ahora soy algo más digno de ti que en otro tiempo, no mucho, desde luego, pero sí algo. Y, además, Biddy, tú has de decir si me dedico a trabajar en la fragua con Joe o si busco otras ocupaciones en esta región o me marcho a un país distante, en donde me espera una oportunidad que desprecié al serme ofrecida, hasta que conociera tu respuesta. Y ahora, querida Biddy, si me dices que podrás ir a través del mundo de mi brazo, harás que ese mundo sea más benigno para conmigo y que yo sea mejor para con él, mientras yo lucharé para convertirlo en lo que tú mereces». Tal era mi propósito. Después de tres días, durante los cuales adelantó algo mi restablecimiento, fui a mi pueblo para ponerlo en ejecución. Y no hay que decir con cuánta prisa me encaminé allá. ...

En la línea 788
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... La presencia de las Amézagas, como les llamaba Perico, determinaba siempre en Pilar una especie de fiebrecilla que la dejaba postrada después para dos horas. Al divisarlas a lo lejos, se componía instintivamente el pelo, sacaba el pie calzado con zapatito Luis XV de tafilete, y paseaba su mano nerviosa por los morenos encajes de su pañoleta, haciendo destacar la flechilla de turquesas que la prendía. Trababan conversación, y las de Amézaga hablaban como con pereza y desdén, mirando al cielo o a los transeúntes, e hiriendo la arena con el cuento de las sombrillas. Respuestas cortas e indolentes «hija, qué quieres»; y «estuvo magnífico», «gente, como nunca»; «pues ya se ve que estaba la sueca»; «raso crema y granadina heliotropo combinados»; «como siempre, dedicadísimo a ella»; «sí, sí, calor»; «vaya, me alegro que lo pases bien, hija»; contestaban a las afanosas preguntas de Pilar. Luego se alejaban las cubanas, con carcajadillas discretas, con medias palabras, taconeando firme y moviendo un ruge-ruge de telas frescas y de ropa fina. Un cuarto de hora lo menos quedaba Pilar murmurando de las petimetras y de alguien más también. ...

En la línea 1141
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -No, descansar, descansar. Así… así… -Lucía cerró los ojos, y recostándose en el diván, calló. Artegui la miraba ansioso, dilatadas las pupilas, y estremecido aún de sorpresa y de asombro. Arreglole el descompuesto traje, y le puso a los pies un taburete, estirándole la bata de manera que se los tapase. Lucía seguía inmóvil, murmurando palabras en voz baja, divagando un poco aún, pero ya con más ilación, y discurso más claro. ...


El Español es una gran familia


la Ortografía es divertida

Errores Ortográficos típicos con la palabra Murmurando

Cómo se escribe murmurando o murrmurrando?

Busca otras palabras en esta web

Palabras parecidas a murmurando

La palabra infancia
La palabra pensaban
La palabra garrote
La palabra carretero
La palabra lluvia
La palabra abandonaban
La palabra oreja

Webs Amigas:

VPO en Huelva . Guia Agadir . Ciclos formativos en Lanzarote . - Hotel Najarra en Granada