La palabra Lloraba ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Niebla de Miguel De Unamuno
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
La llamada de la selva de Jack London
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece lloraba.
Estadisticas de la palabra lloraba
Lloraba es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 10378 según la RAE.
Lloraba aparece de media 7.41 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la lloraba en las obras de referencia de la RAE contandose 1126 apariciones .
Más información sobre la palabra Lloraba en internet
Lloraba en la RAE.
Lloraba en Word Reference.
Lloraba en la wikipedia.
Sinonimos de Lloraba.
Algunas Frases de libros en las que aparece lloraba
La palabra lloraba puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1061
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Roseta guardaba el regalo en su cuarto como si fuese la misma persona de su novio, y lloraba cuando sus hermanos, la gente menuda que tenía por nido la barraca, en fuerza de admirar a los pajaritos, acababan por retorcerles el pescuezo. ...
En la línea 1335
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero el más pequeño, Pascualet, un chiquillo regordete y panzudo, que sólo tenía cinco años, y a quien adoraba la madre por su dulzura y su mansedumbre, prometiéndose hacerlo capellán, lloraba apenas veía a sus hermanos enzarzados en terrible pelea con los otros condiscípulos. ...
En la línea 1361
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero el pequeñín, el Obispo, como cariñosamente le llamaba su madre, estaba mojado de pies a cabeza, y lloraba temblando de miedo y de frío. ...
En la línea 1372
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El chiquitín, cada vez peor, temblando de fiebre en los brazos de su madre, que lloraba a todas horas, y visitado dos veces al día por el médico. ...
En la línea 670
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... «Es la chica del capataz de Marchamalo», decían a mi lao. «Bendito sea su pico: es un riuseñor». Y yo me ajogaba de pena sin saber por qué; y te veía delante de tus amigas, tan bonita como una santa, cantando la _saeta_, con las manos juntas, mirando al Cristo con esos ojasos que paecen espejos, en los que se veían toos los cirios de la procesión. Y yo, que había jugao contigo de pequeñuelo, creí que eras otra, que te habían cambiao de pronto; y sentí algo en la espalda, como si me arañasen con una navaja; y miré al buen Señor de las Espinas con envidia, porque cantabas para él como un pájaro y para él eran tus ojos; y me fartó poco pa dicile: «Señó, sea su mercé misericordioso con los pobres y déjeme un rato su puesto en la cruz. Na me importa que me vean desnúo, con enagüillas y los remos enclavaos, con tal que María de la Luz me orsequie con su voz de ángel...» --¡Loco!--decía la joven riendo.--¡Pamplinero! ¡Así me tienes chalaíta con esas mentiras que te traes! --Endimpués volví a oírte en la plaza de la Cárcel. Los pobrecitos presos, agarraos a las rejas, como si fuesen malas bestias, le cantaban al Señó unas cosas muy tristes, unas saetas hablando de sus jierros, de sus penitas, de la madre que lloraba por ellos, de sus hijitos que no podían besar. Y tú, entrañas mías, desde abajo contestabas con otras saetas, que eran un jipío durce como el de los ángeles, pidiendo al Señó que se apiadase de los infelices. Y yo entonses juré que te quería con toa mi arma, que habías de ser mía, y tuve tentasiones de gritar a los pobrecitos de las rejas: «Hasta la vista, compañeros; si esta mujer no me quiere, yo jago una barbariá: mato a arguien y el año que viene cantaré enjaulao con vosotros al Señó de las Espinas.» --Rafaé, no seas bárbaro--dijo la muchacha con cierto temor.--No digas esas cosas; eso es tentar la paciencia de Dios. ...
En la línea 1460
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --¿Pero tú la has hecho algo, Rafael? ¿No estará enfadada por alguna ligereza tuya? --No: eso tampoco. Soy más inocente que el niño Jesú y el cordero que lleva al lao. Desde que tengo relaciones con tu hermana, que no miro a una moza. Toas me parecen feas, y Mariquilla lo sabe. La última noche que hablé con ella, cuando yo le pedía que me perdonase, sin saber por qué, y le preguntaba si la había ofendío en algo, la pobrecita lloraba como la Malaena. Bien sabe tu hermana que yo no la he fartao en tanto como esta uña. Ella misma lo decía: «¡Pobre Rafaé! ¡Tú eres bueno! Olvídame: serías infeliz conmigo». Y me cerró la ventana... ...
En la línea 1520
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Callaba la muchacha. Gemía oyendo a su hermano, como si cada una de sus palabras penetrase en su alma, crispándola con el dolor de las heridas desgarradas; pero no abría su boca: temía decir demasiado y únicamente lloraba, poblando de lamentos el silencio de la tarde. ...
En la línea 1573
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La jaca iba al galope, espoleada por el aperador. Éste necesitaba correr, aspirar el aire con violencia, cantar para dar salida a la alegría, mientras Fermín, a sus espaldas, casi lloraba, viendo la alegría del inocente, escuchando las coplas que dedicaba a la _gachí_, como si la tuviera otra vez por suya, gracias al hermano. Para sostenerse en las ancas del corcel, tuvo Fermín que agarrarse a la cintura del aperador; pero lo hizo con cierto remordimiento, como avergonzado del contacto con aquel ser bueno y sencillo cuya confianza forzosamente había de engañar. ...
En la línea 6317
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... D'Artagnan estaba en una situación dolorosa que no había previs to, los celos le mordían el corazón, y sufría casi tanto como la pobre Ketty, que en aquel mismo momento lloraba en la habitación vecina. ...
En la línea 2766
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Hasta Sancho Panza lloraba, aunque después dijo que no lloraba él sino por ver que Dorotea no era, como él pensaba, la reina Micomicona, de quien él tantas mercedes esperaba. ...
En la línea 2766
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Hasta Sancho Panza lloraba, aunque después dijo que no lloraba él sino por ver que Dorotea no era, como él pensaba, la reina Micomicona, de quien él tantas mercedes esperaba. ...
En la línea 3147
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y, volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro cristiano de entrambos brazos asido, porque algún desatino no hiciese, le dijo: ''¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder destos perros, naturales enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado!'' Pero, viendo yo que llevaba término de no acabar tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allí, a voces, prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y acabase; y cuando, por habernos hecho a la vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez esforzó la voz de tal manera que podimos entender que decía: ''¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida, si tú le dejas!'' Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decirle ni respondelle palabra, sino: ''Plega a Alá, padre mío, que Lela Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu tristeza. ...
En la línea 3413
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... El cura daba voces, la ventera gritaba, su hija se afligía, Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa, Luscinda suspensa y doña Clara desmayada. ...
En la línea 1035
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cuando estaba sola lloraba de pena; pero delante del aya, de los criados y del hombre, lloraba de rabia. ...
En la línea 1035
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cuando estaba sola lloraba de pena; pero delante del aya, de los criados y del hombre, lloraba de rabia. ...
En la línea 1680
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... No lloraba; pasaba el día temblando de frío en una somnolencia poblada de pensamientos disparatados. ...
En la línea 1849
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Todo lo que imaginaba le parecía excelente, y al contemplar la belleza que acababa de crear, la admiraba tanto que lloraba enternecida, lloraba lo mismo que cuando pensaba en el amor del Niño Jesús y de su Santa Madre. ...
En la línea 1276
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... «Era un verdadero padrazo —se dijo Borja—, semejante en esto a Fernando el Católico, otro hombre temible, también muy padrazo, que lloraba como un niño por los disgustos que le daban sus hijas, y sobre todas doña Juana la Loca, aconsejada por su esposo.» ...
En la línea 1148
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El profesor, atolondrado por la caída del coloso, corrió detrás de el dando alaridos de indignación. Luego, al ver que lloraba, lloró igualmente; pero, a pesar de su pusilanimidad, pensó que las lágrimas no podían resolver nada y su dolor se convirtió en indignación. ...
En la línea 1463
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Gillespie quedó mirando a Popito con una fijeza dolorosa. La pobre muchacha gemía, sin apartar de él sus ojos lacrimosos, como si fuese una divinidad en la que ponía todas sus esperanzas. Empezó a sentir la cólera de un celoso al ver que miss Margaret Haynes se preocupaba tanto de Ra-Ra y lloraba por su suerte. ...
En la línea 1619
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Pasó mucho tiempo … ¡mucho! Ra-Ra, tendido junto al cadaver y abrazado a él, lloraba y lloraba incesantemente. Gillespie seguía inmóvil, sin hacer ningún gesto de dolor, considerando inútil la exteriorización de su pena, pues contaba con un 'otro yo' ocupado en derramar sus propias lágrimas. ...
En la línea 1619
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Pasó mucho tiempo … ¡mucho! Ra-Ra, tendido junto al cadaver y abrazado a él, lloraba y lloraba incesantemente. Gillespie seguía inmóvil, sin hacer ningún gesto de dolor, considerando inútil la exteriorización de su pena, pues contaba con un 'otro yo' ocupado en derramar sus propias lágrimas. ...
En la línea 111
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Ni el pájaro a quien destruyen su nido, ni el hombre a quien arrojan de la morada en que nació, ponen cara más afligida que la que él ponía viendo caer entre nubes de polvo los pedazos de cascote. Por aquello de ser hombre no lloraba. Barbarita, que se había criado a la sombra de la venerable torre, si no lloraba al ver tan sacrílego espectáculo era porque estaba volada, y la ira no le permitía derramar lágrimas. Ni acertaba a explicarse por qué decía su marido que D. Nicolás Rivero era una gran persona. Cuando el templo desapareció; cuando fue arrasado el suelo, y andando los años se edificó una casa en el sagrado solar, Estupiñá no se dio a partido. No era de estos caracteres acomodaticios que reconocen los hechos consumados. Para él la iglesia estaba siempre allí, y toda vez que mi hombre pasaba por el punto exacto que correspondía al lugar de la puerta, se persignaba y se quitaba el sombrero. ...
En la línea 846
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Ido extendía sobre el tablero los pliegos de papel abiertos. Una muchacha, que debía de ser Rosita, contaba los pliegos ya enlutados y formaba los cuadernillos. Nicanora pidió permiso a las señoras para seguir trabajando. Era una mujer más envejecida que vieja, y bien se conocía que nunca había sido hermosa. Debió de tener en otro tiempo buenas carnes, pero ya su cuerpo estaba lleno de pliegues y abolladuras como un zurrón vacío. Allí, valga la verdad, no se sabía lo que era pecho, ni lo que era barriga. La cara era hocicuda y desagradable. Si algo expresaba era un genio muy malo y un carácter de vinagre; pero en esto engañaba aquel rostro como otros muchos que hacen creer lo que no es. Era Nicanora una infeliz mujer, de más bondad que entendimiento, probada en las luchas de la vida, que había sido para ella una batalla sin victorias ni respiro alguno. Ya no se defendía más que con la paciencia, y de tanto mirarle la cara a la adversidad debía de provenirle aquel alargamiento de morros que la afeaba considerablemente. La Venus de Médicis tenía los párpados enfermos, rojos y siempre húmedos, privados de pestañas, por lo cual decían de ella que con un ojo lloraba a su padre y con otro a su madre. ...
En la línea 2456
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... A Fortunata le tocó al lado Mauricia. Cuenta la que después fue señora de Rubín que en una ocasión que miró a su compañera, hubo de observar al través del velo suyo y del de ella una expresión tan particular que se quedó atónita. Mauricia, al entrar, lloraba; pero al cabo de un rato más bien parecía reírse con contenida y satánica risa. Fortunata no pudo comprender el motivo de esto, y creyó que la oscuridad del velo le desfiguraba la realidad de la cara de su pareja. Volvió a mirar con disimulo, haciendo que se volvía para ahuyentar una mosca, y… ello podría ser ilusión, pero los ojos de Mauricia parecían dos ascuas. En fin, todo sería aprensión. ...
En la línea 2472
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Nada… pero lloraba mirándome… ¡Se le caían unos lagrimones… ! No traía nene Dios; paicía que se lo habían quitado. Después dio la vuelta para allá y volvió a pasar entre vosotras sin que la vierais, hasta llegar mismamente a aquel árbol… Allí vi muchos angelitos que subían y bajaban corre que corre del tronco a las ramas y… ...
En la línea 813
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –¡Ah, mi mujer! –exclamó Carrascal, y una lágrima que se le había asomado a un ojo pareció irradiarle luz interna–. ¡Mi mujer!, ¡la he descubierto! Hasta mi tremenda desgracia no he sabido lo que tenía en ella. Sólo he penetrado en el misterio de la vida cuando en las noches terribles que sucedieron al suicidio de mi Apolodoro reclinaba mi cabeza en el regazo de ella, de la madre, y lloraba, lloraba, lloraba. Y ella, pasándome dulcemente la mano por la cabeza, me decía: «¡Pobre hijo mío!, ¡pobre mío!» Nunca, nunca ha sido más madre que ahora. Jamás creí al hacerla madre, ¿y cómo?, nada más que para que me diese la materia prima del genio… jamás creí al hacerla madre que como tal la necesitaría para mí un día. Porque yo no conocí a mi madre, Augusto, no la conocí; yo no he tenido madre, no he sabido qué es tenerla hasta que al perder mi mujer a mi hijo y suyo se ha sentido madre mía. Tú conociste a tu madre, Augusto, a la excelente doña Soledad; si no, te aconsejaría que te casases. ...
En la línea 813
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –¡Ah, mi mujer! –exclamó Carrascal, y una lágrima que se le había asomado a un ojo pareció irradiarle luz interna–. ¡Mi mujer!, ¡la he descubierto! Hasta mi tremenda desgracia no he sabido lo que tenía en ella. Sólo he penetrado en el misterio de la vida cuando en las noches terribles que sucedieron al suicidio de mi Apolodoro reclinaba mi cabeza en el regazo de ella, de la madre, y lloraba, lloraba, lloraba. Y ella, pasándome dulcemente la mano por la cabeza, me decía: «¡Pobre hijo mío!, ¡pobre mío!» Nunca, nunca ha sido más madre que ahora. Jamás creí al hacerla madre, ¿y cómo?, nada más que para que me diese la materia prima del genio… jamás creí al hacerla madre que como tal la necesitaría para mí un día. Porque yo no conocí a mi madre, Augusto, no la conocí; yo no he tenido madre, no he sabido qué es tenerla hasta que al perder mi mujer a mi hijo y suyo se ha sentido madre mía. Tú conociste a tu madre, Augusto, a la excelente doña Soledad; si no, te aconsejaría que te casases. ...
En la línea 813
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –¡Ah, mi mujer! –exclamó Carrascal, y una lágrima que se le había asomado a un ojo pareció irradiarle luz interna–. ¡Mi mujer!, ¡la he descubierto! Hasta mi tremenda desgracia no he sabido lo que tenía en ella. Sólo he penetrado en el misterio de la vida cuando en las noches terribles que sucedieron al suicidio de mi Apolodoro reclinaba mi cabeza en el regazo de ella, de la madre, y lloraba, lloraba, lloraba. Y ella, pasándome dulcemente la mano por la cabeza, me decía: «¡Pobre hijo mío!, ¡pobre mío!» Nunca, nunca ha sido más madre que ahora. Jamás creí al hacerla madre, ¿y cómo?, nada más que para que me diese la materia prima del genio… jamás creí al hacerla madre que como tal la necesitaría para mí un día. Porque yo no conocí a mi madre, Augusto, no la conocí; yo no he tenido madre, no he sabido qué es tenerla hasta que al perder mi mujer a mi hijo y suyo se ha sentido madre mía. Tú conociste a tu madre, Augusto, a la excelente doña Soledad; si no, te aconsejaría que te casases. ...
En la línea 897
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Cuando al entrar en casa salió saltando a recibirle Orfeo, le cogió, le tentó bien el gaznate, y apretándole el seno le dijo: «Cuidado con los huesos, Orfeo, mucho cuidadito con ellos, ¿eh? No quiero que te atragantes con uno; no quiero verte morir a mis ojos suplicándome vida. Ya ves, Orfeo, don Avito, el pedagogo, se ha convertido a la religión de sus abuelos… ¡es la herencia! Y Víctor no se resigna a ser padre. Aquel no se consuela de haber perdido a su hijo y este no se consuela de ir a tenerlo. y ¡qué ojos, Orfeo, qué ojos! ¡Cómo le fulguraban cuando me dijo: “¡Quiere usted comprarme!, ¡quiere usted comprar no mi amor, que ese no se compra, sino mi cuerpo! ¡Quédese con mi casa!” ¡Comprar yo su cuerpo… su cuerpo… ! ¡Si me sobra el mío, Orfeo, me sobra el mío! Lo que yo necesito es alma, alma, alma. Y una alma de fuego, como la que irradia de los ojos de ella, de Eugenia. ¡Su cuerpo… su cuerpo… sí, su cuerpo es magnífico, espléndido, divino; pero es que su cuerpo es alma, alma pura, todo él vida, todo él significación, todo él idea! A mí me sobra el cuerpo, Orfeo, me sobra el cuerpo porque me falta alma. O ¿no es más bien que me falta alma porque me sobra cuerpo? Yo me toco el cuerpo, Orfeo, me lo palpo, me lo veo, pero ¿el alma?, ¿dónde está mi alma?, ¿es que la tengo? Sólo la sentí resollar un poco cuando tuve aquí abrazada, sobre mis rodillas, a Rosario, a la pobre Rosario; cuando ella lloraba y lloraba yo. Aquellas lágrimas no podían salir de mi cuerpo; salían de mi alma. El alma es un manantial que sólo se revela en lágrimas. Hasta que se llora de veras no se sabe si se tiene o no alma. Y ahora vamos a dormir, Orfeo, si es que nos dejan.» ...
En la línea 2071
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡Capitán, mi capitán! —exclamó Giro Batol, que lloraba como un niño—. ¡No abandone nuestra isla! ¡Nosotros la defenderemos! ...
En la línea 2190
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡El capitán! ¡Mi capitán! ¡Lo lloré por muerto! Inioko era el comandante del tercer parao. Como todos los dayacos, llevaba los cabellos largos y los brazos y piernas adornados con gran número de brazaletes de cobre y bronce. Al ver a Sandokán, lloraba y reía a un tiempo. ...
En la línea 1460
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Volví al despacho para preguntar si había vuelto el señor Jaggers, y me dijeron que no, razón por la cual volví a salir. Aquella vez me fui a dar una vuelta por Little Britain, y me metí en Bartolomew Close; entonces observé que había otras personas esperando al señor Jaggers, como yo mismo. En Bartolomew Close había dos hombres de aspecto reservado y que, muy pensativos, metían los pies en los huecos del pavimento mientras hablaban. Uno de ellos dijo al otro, cuando yo pasaba por su lado, que «Jaggers lo haría si fuera preciso hacerlo». En un rincón había un grupo de tres hombres y dos mujeres, una de las cuales lloraba sobre su sucio chal y la otra la consolaba diciéndole, mientras le ponía su propio chal sobre los hombros: «Jaggers está a favor de él; le ayuda, Melia. ¿Qué más quieres?» Había un judío pequeñito, de ojos rojizos, que entró en Bartolomew Close mientras yo esperaba, en compañía de otro judío, también de corta estatura, a quien mandó a hacer un recado; cuando se marchó el mensajero, observé al judío, hombre de temperamento muy excitable, que casi bailaba de ansiedad bajo el poste de un farol y decía al mismo tiempo, como si estuviera loco: «¡Oh Jaggers! ¡Solamente éste es el bueno! ¡Todos los demás no valen nada!» Estas pruebas de la popularidad de mi tutor me causaron enorme impresión y me quedé más admirado que nunca. ...
En la línea 2039
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Me curaron las manos dos o tres veces por la noche y una por la mañana. Mi brazo izquierdo había sufrido extensas quemaduras, desde la mano hasta el codo, y otras menos graves hasta el hombro; sentía bastante dolor, pero, de todos modos, me alegró que no me hubiese ocurrido cosa peor. La mano derecha no había recibido tantas quemaduras, pero, no obstante, apenas podía mover los dedos. Estaba también vendada, como es natural, pero no tanto como el brazo izquierdo, que llevaba en cabestrillo. Tuve que ponerme la chaqueta como si fuese una capa y abrochada por el cuello. También el cabello se me había quemado, pero no sufrí ninguna herida en la cabeza ni en la cara. Cuando Herbert regresó de Hammersmith, a donde fue a ver a su padre, vino a nuestras habitaciones y empleó el día en curarme. Era el mejor de los enfermeros, y a las horas fijadas me quitaba los vendajes y me bañaba las quemaduras en el líquido refrescante que estaba preparado; luego volvía a vendarme con paciente ternura, que yo le agradecía profundamente. 193 Al principio, mientras estaba echado y quieto en el sofá, me pareció muy difícil y penoso, y hasta casi imposible, apartar de mi mente la impresión que me produjo el brillo de las llamas, su rapidez y su zumbido, así como también el olor de cosas quemadas. Si me adormecía por espacio de un minuto, me despertaban los gritos de la señorita Havisham, que se acercaba corriendo a mí, coronada por altísimas llamas. Y este dolor mental era mucho más difícil de dominar que el físico. Herbert, que lo advirtió, hizo cuanto le fue posible para llevar mi atención hacia otros asuntos. Ninguno de los dos hablábamos del bote, pero ambos pensábamos en él. Eso era evidente por el cuidado que ambos teníamos en rehuir el asunto, aunque nada nos hubiésemos dicho, con objeto de no tener que precisar si sería cuestión de horas o de semanas la curación de mis manos. Como es natural, en cuanto vi a Herbert, la primera pregunta que le dirigí fue para averiguar si todo marchaba bien en la habitación inmediata al río. Contestó afirmativamente, con la mayor confianza y buen ánimo, pero no volvimos a hablar del asunto hasta que terminó el día. Entonces, mientras Herbert me cambiaba los vendajes, más alumbrado por la luz del fuego que por la exterior, espontáneamente volvió a tratar del asunto. - Ayer noche, Haendel, pasé un par de horas en compañía de Provis. - ¿Dónde estaba Clara? - ¡Pobrecilla! - contestó Herbert -. Se pasó toda la tarde subiendo y bajando y ocupada en su padre. Éste empezaba a golpear el suelo en el momento en que la perdía de vista. Muchas veces me pregunto si el padre vivirá mucho tiempo. Como no hace más que beber ron y tomar pimienta, creo que no está muy lejos el día de su muerte. - Supongo que entonces te casarás, Herbert. - ¿Cómo, si no, podría cuidar de Clara? Descansa el brazo en el respaldo del sofá, querido amigo. Yo me sentaré a tu lado y te quitaré el vendaje, tan despacio que ni siquiera te darás cuenta. Te hablaba de Provis. ¿Sabes, Haendel, que mejora mucho? -Ya te dije que la última vez que le vi me pareció más suave. - Es verdad. Y así es, en efecto. Anoche estaba muy comunicativo y me refirió algo más de su vida. Ya recordarás que se interrumpió cuando empezó a hablar de una mujer… ¿Te he hecho daño? Yo había dado un salto, pero no a causa del dolor, sino porque me impresionaron sus palabras. - Había olvidado este detalle, Herbert, pero ahora lo vuelvo a recordar. - Pues bien, me refirió esta parte de su vida, que, ciertamente, es bastante sombría. ¿Quieres que te la cuente, o tal vez te aburro? - Nada de eso. Refiéremela sin olvidar una palabra. Herbert se inclinó hacia mí para mirarme lentamente, tal vez sorprendido por el apresuramiento o la vehemencia de mi respuesta. - ¿Tienes la cabeza fresca? - me preguntó tocándome la frente. - Por completo - le contesté -. Dime ahora lo que te refirió Provis. - Parece… - observó Herbert -. Pero ya hemos quitado este vendaje y ahora viene otro fresco. Es posible que en el primer momento te produzca una sensación dolorosa, pobre Haendel, ¿no es verdad? Pero muy pronto te dará una sensación de bienestar… Parece - repitió - que aquella mujer era muy joven y extraordinariamente celosa y, además, muy vengativa. Vengativa hasta el mayor extremo. - ¿Qué extremo es ése? - Pues el asesinato… ¿Te parece la venda demasiado fría en este lugar sensible? - Ni siquiera la siento… ¿Cuál fue su asesinato? ¿A quién asesinó? - Tal vez lo que hizo no merezca nombre tan terrible -dijo Herbert, - pero fue juzgada por ese crimen. La defendió el señor Jaggers, y la fama que alcanzó con esa defensa hizo que Provis conociese su nombre. Otra mujer más robusta fue la víctima, y parece que hubo una lucha en una granja. Quién empezó de las dos, y si la lucha fue leal o no, se ignora en absoluto; lo que no ofrece duda es el final que tuvo, porque se encontró a la víctima estrangulada. - ¿Resultó culpable la mujer de Provis? - No, fue absuelta… ¡Pobre Haendel! Me parece que te he hecho daño. - Es imposible curar mejor que tú lo haces, Herbert… ¿Y qué más? -Esta mujer y Provis tenían una hijita, una niña a la que Provis quería con delirio. Por la tarde del mismo día en que resultó estrangulada la mujer causante de sus celos, según ya te he dicho, la joven se presentó a Provis por un momento y le juró que mataría a la niña (que estaba a su cuidado) y que él no volvería a verla… Ya tenemos curado el brazo izquierdo, que está más lastimado que el derecho. Lo que falta es ya 194 mucho más fácil. Te curo mejor con la luz del fuego, porque mis manos son más firmes cuando no veo las llagas con demasiada claridad. Creo que respiras con cierta agitación, querido amigo. - Tal vez sea verdad, Herbert… ¿Cumplió su juramento aquella mujer? - Ésta es la parte más negra de la vida de Provis. Cumplió su amenaza. -Es decir, que ella dijo que la había cumplido. - Naturalmente, querido Haendel-replicó Herbert, muy sorprendido e inclinándose de nuevo para mirarme con la mayor atención. - Así me lo ha dicho Provis. Por mi parte, no tengo más datos acerca del asunto. - Es natural. - Por otro lado, Provis no dice si en sus relaciones con aquella mujer utilizó sus buenos o sus malos sentimientos; pero es evidente que compartió con ella cuatro o cinco años la desdichada vida que nos describió aquella noche, y también parece que aquella mujer le inspiró lástima y compasión. Por consiguiente, temiendo ser llamado a declarar acerca de la niña y ser así el causante de la muerte de la madre, se ocultó (a pesar de lo mucho que lloraba a su hijita), permaneció en la sombra, según dice, alejándose del camino de su mujer y de la acusación que sobre ella pesaba, y se habló de él de un modo muy vago, como de cierto hombre llamado Abel, que fue causa de los celos de la acusada. Después de ser absuelta, ella desapareció, y así Provis perdió a la niña y a su madre. - Quisiera saber… - Un momento, querido Haendel, y habré terminado. Aquel mal hombre, aquel Compeyson, el peor criminal entre los criminales, conociendo los motivos que tenía Provis para ocultarse en aquellos tiempos y sus razones para obrar de esta suerte, se aprovechó, naturalmente, de ello para amenazarle, para regatearle su participación en los negocios y para hacerle trabajar más que nunca. Anoche, Provis me dio a entender que eso fue precisamente lo que despertó más su animosidad. - Deseo saber - repetí - si él te indicó la fecha en que ocurrió todo eso. - Déjame que recuerde sus palabras - contestó Herbert. - Su expresión fue: «hace cosa de veinte años, poco tiempo después de haber empezado a trabajar con Compeyson». ¿Qué edad tendrías tú cuando le conociste en el pequeño cementerio de tu aldea? - Me parece que siete años. - Eso es. Dijo que todo aquello había ocurrido tres o cuatro años antes, y añadió que cuando te vio le recordaste a la niñita trágicamente perdida, pues entonces sería de tu misma edad. -Herbert - le dije después de corto silencio y con cierto apresuramiento, - ¿cómo me ves mejor: a la luz de la ventana o a la del fuego? - A la del fuego - contestó Herbert acercándose de nuevo a mí. - Pues rnírame. - Ya lo hago, querido Haendel. - Tócame. - Ya te toco. - ¿Te parece que estoy febril o que tengo la cabeza trastornada por el accidente de la pasada noche? - No, querido Haendel - contestó Herbert después de tomarse algún tiempo para contestarme. - Estás un poco excitado, pero estoy seguro de que razonas perfectamente. - Lo sé - le dije. - Por eso te digo que el hombre a quien tenemos oculto junto al río es el padre de Estella. ...
En la línea 2041
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... No podría decir cuál era mi propósito cuando estaba empeñado en averiguar quiénes eran los padres de Estella. Ya observará el lector que el asunto no se me presentaba de un modo claro hasta que me hizo fijar en él una cabeza mucho más juiciosa que la mía. Pero en cuanto Herbert y yo sostuvimos nuestra importante conversación, fui presa de la febril convicción de que no tenía más remedio que aclarar por completo el asunto… , que no tenía que dejarlo en reposo, sino que había de ir a ver al señor Jaggers para averiguar toda la verdad. No sé si hacía todo eso en beneficio de Estella o si, por el contrario, me animaba el deseo de hacer brillar sobre el hombre en cuya salvación estaba tan interesado algunos reflejos del halo romántico que durante tantos años había rodeado a Estella. Tal vez esta última posibilidad estaba más cerca de la verdad. Pero, sea lo que fuere, muy difícilmente me dejé disuadir de ir aquella noche a la calle de Gerrard. Contuvieron mi impaciencia las razones de Herbert, quien me dio a entender que si iba me fatigaría y empeoraría inútilmente, en tanto que la salvación de mi fugitivo dependía casi en absoluto de mí. Y 195 diciéndome, por último, que, ocurriese lo que ocurriese, podría ir al día siguiente a visitar al señor Jaggers, me tranquilicé y me resigné a quedarme en casa para que Herbert me curase las quemaduras. A la mañana siguiente salimos los dos, y en la esquina de las calles de Smithfield y de Giltspur dejé a Herbert en su camino hacia la City para dirigirme hacia Litle Britain. En ciertas ocasiones periódicas, el señor Jaggers y el señor Wemmick examinaban sus cuentas, comprobaban los cobros y, en una palabra, ponían en orden su contabilidad. En tales ocasiones, Wemmick llevaba sus libros y sus papeles al despacho del señor Jaggers, y uno de los empleados del piso superior iba a ocupar el sitio de Wemmick. Al entrar encontré a este empleado en el lugar de mi amigo, y por eso supuse lo que ocurría en el despacho del señor Jaggers; no lamenté encontrar a los dos juntos, pues así Wemmick podría cerciorarse de que yo no decía nada que pudiese comprometerle. Mi aparición con el brazo vendado y la chaqueta sobre los hombros, como si fuese una capa, pareció favorable para mi propósito. A pesar de que había mandado al señor Jaggers una breve relación del accidente en cuanto llegué a Londres, me faltaba darle algunos detalles complementarios; y lo especial de la ocasión fue causa de que nuestra conversación fuese menos seca y dura, y menos regulada por las leyes de la evidencia, que en otra oportunidad cualquiera. Mientras yo hacía un relato del accidente, el señor Jaggers estaba en pie, ante el fuego, según su costumbre. Wemmick se había reclinado en la silla, mirándome, con las manos en los bolsillos del pantalón y la pluma puesta horizontalmente en el libro. Las dos brutales mascarillas, que en mi mente eran inseparables de los procedimientos legales, parecían preguntarse si en aquellos mismos instantes no estarían oliendo a quemado. Terminada mi narración y después de haberse agotado las preguntas del señor Jaggers, exhibí la autorización de la señorita Havisham para recibir las novecientas libras esterlinas destinadas a Herbert. Los ojos del señor Jaggers parecieron hundirse más en sus cuencas cuando le entregué las tabletas; las tomó y las pasó a Wemmick, dándole instrucciones para que preparase el cheque a fin de firmarlo. Mientras Wemmick lo extendía, le observé, en tanto que el señor Jaggers, balanceándose ligeramente sobre sus brillantes botas, me miraba a su vez. - Lamento mucho, Pip - dijo en tanto que yo me guardaba el cheque en el bolsillo después que él lo hubo firmado, - que no podamos hacer nada por usted. - La señorita Havisham me preguntó bondadosamente - repliqué - si podría hacer algo en mi beneficio, pero le contesté que no. - Todo el mundo debería conocer sus propios asuntos - dijo el señor Jaggers. Y al mismo tiempo observé que los labios de Wemmick parecían articular silenciosamente las palabras: «Objetos de valor fácilmente transportables.» - De hallarme en su lugar, yo no le habría contestado que no - añadió el señor Jaggers, - pero todo hombre debería conocer mejor sus propios asuntos. -Los asuntos de cualquier hombre - dijo Wemmick mirándome con cierta expresión de reproche - son los objetos de valor fácilmente transportables. Como yo creyese que había llegado la ocasión para tratar del asunto que tanto importaba a mi corazón, me volví hacia el señor Jaggers y le dije: - Sin embargo, pedí una cosa a la señorita Havisham, caballero. Le pedí que me diese algunos informes relativos a su hija adoptiva, y ella me comunicó todo lo que sabía. - ¿Eso hizo? - preguntó el señor Jaggers inclinándose para mirarse las botas y enderezándose luego. - ¡Ah! Creo que yo no lo habría hecho, de hallarme en lugar de la señorita Havisham. Ella misma debería conocer mejor sus propios asuntos. - Conozco bastante más que la señorita Havisham la historia de la niña adoptada por ella. Sé quién es su verdadera madre. El señor Jaggers me dirigió una mirada interrogadora y repitió: - ¿Su madre? - He visto a su madre en los tres últimos días. - ¿De veras? - preguntó el señor Jaggers. - Y usted también, caballero. Usted la ha visto aún más recientemente. - ¿De veras? - Tal vez sé más de la historia de Estella que usted mismo – dije. - También sé quién es su padre. La expresión del rostro del señor Jaggers, pues aunque tenía demasiado dominio sobre sí mismo para expresar asombro no pudo impedir cierta mirada de extrañeza, me dio la certeza de que no estaba enterado de tanto. Yo lo sospechaba ya, a juzgar por el relato de Provis (según me lo transmitiera Herbert), quien dijo que había procurado permanecer en la sombra; lo cual lo relacioné con el detalle de que no fue cliente 196 del señor Jaggers hasta cosa de cuatro años más tarde y en ocasión en que no tenía razón alguna para dar a conocer su verdadera identidad. De todas suertes, no estuve seguro de la ignorancia del señor Jaggers acerca del particular como me constaba ahora. - ¿De manera que usted conoce al padre de esa señorita, Pip? - preguntó el señor Jaggers. - Sí – contesté. - Se llama Provis… De Nueva Gales del Sur. Hasta el mismo señor Jaggers se sobresaltó al oír estas palabras. Fue el sobresalto más leve que podía sufrir un hombre, el más cuidadosamente contenido y más rápidamente exteriorizado; pero se sobresaltó, aunque su movimiento de sorpresa lo convirtió en el que solía hacer para tomar su pañuelo. No sé cómo recibió Wemmick aquella noticia, porque en aquellos momentos temía mirarle, para que el señor Jaggers no adivinara que entre los dos había habido comunicaciones ignoradas por él. - ¿Y en qué se apoya, Pip - preguntó muy fríamente el señor Jaggers, deteniéndose en su movimiento de llevarse el pañuelo a la nariz, - en qué se apoya ese Provis para reivindicar esa paternidad? - No pretende nada de eso – contesté, - ni lo ha hecho nunca, porque ignora por completo la existencia de esa hija. Por una vez falló el poderoso pañuelo. Mi respuesta fue tan inesperada, que se volvió el pañuelo al bolsillo sin terminar la acción habitual. Cruzó los brazos y me miró con severa atención, aunque con rostro inmutable. Entonces le di cuenta de todo lo que sabía y de cómo llegué a saberlo; con la única reserva de que le di a entender que sabía por la señorita Havisham lo que, en realidad, conocía gracias a Wemmick. En eso fui muy cuidadoso. Y ni siquiera miré hacia Wemmick hasta que hubo permanecido silencioso unos instantes con la mirada fija en la del señor Jaggers. Cuando por fin volví los ojos hacia el señor Wemmick, observé que había tomado la pluma y que estaba muy atento en su trabajo. - ¡Ah! - dijo por fin el señor Jaggers mientras se dirigía a los papeles que tenía en la mesa. - ¿En qué estábamos, Wemmick, cuando entró el señor Pip? No pude resignarme a ser olvidado de tal modo y le dirigí una súplica apasionada, casi indignada, para que fuese más franco y leal conmigo. Le recordé las falsas esperanzas en que había vivido, el mucho tiempo que las alimenté y los descubrimientos que había hecho; además, aludí al peligro que me tenía conturbado. Me representé como digno de merecer un poco más de confianza por su parte, a cambio de la que yo acababa de demostrarle. Le dije que no le censuraba, ni me inspiraba ningún recelo ni sospecha alguna, sino que deseaba tan sólo que confirmase lo que yo creía ser verdad. Y si quería preguntarme por qué deseaba todo eso y por qué me parecía tener algún derecho a conocer estas cosas, entonces le diría, por muy poca importancia que él diese a tan pobres ensueños, que había amado a Estella con toda mi alma y desde muchos años atrás, y que, a pesar de haberla perdido y de que mi vida había de ser triste y solitaria, todo lo que se refiriese a ella me era más querido que otra cosa cualquiera en el mundo. Y observando que el señor Jaggers permanecía mudo y silencioso y, en apariencia, tan obstinado como siempre, a pesar de mi súplica, me volví a Wemmick y le dije: - Wemmick, sé que es usted un hombre de buen corazón. He tenido ocasión de visitar su agradable morada y a su anciano padre, así como conozco todos los inocentes entretenimientos con los que alegra usted su vida de negocios. Y le ruego que diga al señor Jaggers una palabra en mi favor y le demuestre que, teniéndolo todo en cuenta, debería ser un poco más franco conmigo. Jamás he visto a dos hombres que se miraran de un modo más raro que el señor Jaggers y Wemmick, después de pronunciar este apóstrofe. En el primer instante llegué a temer que Wemmick fuese despedido en el acto; pero recobré el ánimo al notar que la expresión del rostro de Jaggers se fundía en algo parecido a una sonrisa y que Wemmick parecía más atrevido. - ¿Qué es esto? - preguntó el señor Jaggers. - ¿Usted tiene un padre anciano y goza de toda suerte de agradables entretenimientos? -¿Y qué?-replicó Wemmick.- ¿Qué importa eso si no lo traigo a la oficina? - Pip - dijo el señor Jaggers poniéndome la mano sobre el brazo y sonriendo francamente, - este hombre debe de ser el más astuto impostor de Londres. - Nada de eso - replicó Wemmick, envalentonado. - Creo que usted es otro que tal. Y cambiaron una mirada igual a la anterior, cada uno de ellos recelando que el otro le engañaba. - ¿Usted, con una agradable morada? - dijo el señor Jaggers. -Toda vez que eso no perjudica en nada la marcha de los negocios - replicó Wemmick, - puede usted olvidarlo por completo. Y ahora ha llegado la ocasión de que le diga, señor, que no me sorprendería absolutamente nada que, por su parte, esté procurando gozar de una agradable morada cualquier día de éstos, cuando ya se haya cansado de todo este trabajo. 197 El señor Jaggers movió dos o tres veces la cabeza y, positivamente, suspiró. -Pip - dijo luego, - no hablemos de esos «pobres ensueños». Sabe usted más que yo de algunas cosas, pues tiene informes más recientes que los míos. Pero, con respecto a lo demás, voy a ponerle un ejemplo, aunque advirtiéndole que no admito ni confieso nada. Esperó mi declaración de haber entendido perfectamente que, de un modo claro y expreso, no admitía ni confesaba cosa alguna. - Ahora, Pip - añadió el señor Jaggers, - suponga usted lo que sigue: suponga que una mujer, en las circunstancias que ha expresado usted, tenía oculta a su hija y que se vio obligada a mencionar tal detalle a su consejero legal cuando éste le comunicó la necesidad de estar enterado de todo, para saber, con vistas a la defensa, la realidad de lo ocurrido acerca de la niña. Supongamos que, al mismo tiempo, tuviese el encargo de buscar una niña para una señora excéntrica y rica que se proponía criarla y adoptarla. - Sigo su razonamiento, caballero. - Supongamos que el consejero legal viviera rodeado de una atmósfera de maldad y que acerca de los niños no veía otra cosa sino que eran engendrados en gran número y que estaban destinados a una destrucción segura. Sigamos suponiendo que, con la mayor frecuencia, veía y asistía a solemnes juicios contra niños acusados de hechos criminales, y que los pobrecillos se sentaban en el banquillo de los acusados para que todo el mundo los viese; supongamos aún que todos los días veía cómo se les encarcelaba, se les azotaba, se les transportaba, se les abandonaba o se les echaba de todas partes, ya de antemano calificados como carne de presidio, y que los desgraciados no crecían más que para ser ahorcados. Supongamos que casi todos los niños que tenía ocasión de ver en sus ocupaciones diarias podía considerarlos como freza que acabaría convirtiéndose en peces que sus redes cogerían un día a otro, y que serían acusados, defendidos, condenados, dejados en la orfandad y molestados de un modo a otro. - Ya comprendo, señor. - Sigamos suponiendo, Pip, que había una hermosa niña de aquel montón que podía ser salvada; a la cual su padre creía muerta y por la cual no se atrevía a hacer indagación ni movimiento alguno, y con respecto a cuya madre el consejero legal tenía este poder: «Sé lo que has hecho y cómo lo hiciste. Hiciste eso y lo de más allá y luego tomaste tales y tales precauciones para evitar las sospechas. He adivinado todos tus actos, y te lo digo para que tu sepas. Sepárate de la niña, a no ser que sea necesario presentarla para demostrar tu inocencia, y en tal caso no dudes de que aparecerá en el momento conveniente. Entrégame a la niña y yo haré cuanto me sea posible para ponerte en libertad. Si te salvas, también se salvará tu niña; si eres condenada, tu hija, por lo menos, se habrá salvado.» Supongamos que se hizo así y que la mujer fue absuelta. - Entiendo perfectamente. - Pero ya he advertido que no admito que eso sea verdad y que no confieso nada. - Queda entendido que usted no admite nada de eso. Y Wemmick repitió: - No admite nada. - Supongamos aún, Pip, que la pasión y el miedo a la muerte había alterado algo la inteligencia de aquella mujer y que, cuando se vio en libertad, tenía miedo del mundo y se fue con su consejero legal en busca de un refugio. Supongamos que él la admitió y que dominó su antiguo carácter feroz y violento, advirtiéndole, cada vez que se exteriorizaba en lo más mínimo, que estaba todavía en su poder como cuando fue juzgada. ¿Comprende usted ese caso imaginario? - Por completo. - Supongamos, además, que la niña creció y que se casó por dinero. La madre vivía aún y el padre también. Demos por supuesto que el padre y la madre, sin saber nada uno de otro, vivían a tantas o cuantas millas de distancia, o yardas, si le parece mejor. Que el secreto seguía siéndolo, pero que usted ha logrado sorprenderlo. Suponga esto último y reflexione ahora con el mayor cuidado. - Ya lo hago. -Y también ruego a Wemmick que reflexione cuidadosamente. - Ya lo hago - contestó Wemmick. - ¿En beneficio de quién puede usted revelar el secreto? ¿En beneficio del padre? Me parece que no por eso se mostraría más indulgente con la madre. ¿En beneficio de la madre? Creo que si cometió el crimen, más segura estaría donde se halle ahora. ¿En beneficio de la hija? No creo que le diera mucho gusto el conocer a tales ascendientes, ni que de ello se enterase su marido; tampoco le sería muy útil volver a la vida de deshonra de que ha estado separada por espacio de veinte años y que ahora se apoderaría de ella para toda su existencia hasta el fin de sus días. Pero añadamos a nuestras suposiciones que usted amaba a esa 198 joven, Pip, y que la hizo objeto de esos «pobres ensueños» que en una u otra ocasión se han albergado en las cabezas de más hombres de los que se imagina. Pues antes que revelar este secreto, Pip, creo mejor que, sin pensarlo más, se cortara usted la mano izquierda, que ahora lleva vendada, y luego pasara el cuchillo a Wemmick para que también le cortase la derecha. Miré a Wemmick, cuyo rostro tenía una expresión grave. Sin cambiarla, se tocó los labios con su índice, y en ello le imitamos el señor Jaggers y yo. -Ahora, Wemmick - añadió Jaggers recobrando su tono habitual, - dígame usted dónde estábamos cuando entró el señor Pip. Me quedé allí unos momentos en tanto que ellos reanudaban el trabajo, y observé que se repetían sus extrañas y mutuas miradas, aunque con la diferencia de que ahora cada uno de ellos parecía arrepentirse de haber dejado entrever al otro un lado débil, y completamente alejado de los negocios, en sus respectivos caracteres. Supongo que por esta misma razón se mostrarían inflexibles uno con otro; el señor Jaggers parecía un dictador, y Wemmick se justificaba obstinadamente cuando se presentaba la más pequeña interrupción. Nunca les había visto en tan malos términos, porque, por regla general, marchaban los dos muy bien y de completo acuerdo. Pero, felizmente, se sintieron aliviados en gran manera por la entrada de Mike, el cliente del gorro de pieles que tenía la costumbre de limpiarse la nariz con la manga y a quien conocí el primer día de mi aparición en aquel lugar. Aquel individuo, que ya en su propia persona o en algún miembro de su familia parecía estar siempre en algún apuro (lo cual en tal lugar equivalía a Newgate) entró con objeto de dar cuenta de que su hija había sido presa por sospecha de que se dedicase a robar en las tiendas. Y mientras comunicaba esta triste ocurrencia a Wemmick, en tanto que el señor Jaggers permanecía con aire magistral ante el fuego, sin tomar parte en la conversación, los ojos de Mike derramaron una lágrima. - ¿Qué le pasa a usted? -preguntó Wemmick con la mayor indignación. - ¿Para qué viene usted a llorar aquí? -No lloraba, señor Wemmick. - Sí - le contestó éste. - ¿Cómo se atreve usted a eso? Si no se halla en situación de venir aquí, ¿para qué viene goteando como una mala pluma? ¿Qué se propone con ello? - No siempre puede el hombre contener sus sentimientos, señor Wemmick - replicó humildemente Mike. - ¿Sus qué? - preguntó Wemmick, furioso a más no poder. - ¡Dígalo otra vez! - Oiga usted, buen hombre - dijo el señor Jaggers dando un paso y señalando la puerta. - ¡Salga inmediatamente de esta oficina! Aquí no tenemos sentimientos. ¡Fuera! - Se lo tiene muy merecido - dijo Wemmick. - ¡Fuera! Así, pues, el desgraciado Mike se retiró humildemente, y el señor Jaggers y Wemmick recobraron, en apariencia, su buena inteligencia y reanudaron el trabajo con tan buen ánimo como si acabaran de tomar el almuerzo. ...
En la línea 3136
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑« … Cuando María llegó al lugar donde estaba Cristo y lo vio, cayó a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Y cuando Jesús vio que lloraba y que los judíos que iban con ella lloraban igualmente, se entristeció, se conmovió su espíritu y dijo: ¿Dónde lo pusisteis? Le respondieron: Señor, ven y mira. Entonces Jesús lloró y dijeron los judíos: Ved cómo le amaba. Y algunos de ellos dijeron: El que abrió los ojos al ciego, ¿no podía hacer que este hombre no muriera?… » ...
En la línea 3169
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Sonia estuvo toda la noche ardiendo de fiebre y delirando. Se estremecía, lloraba, se retorcía las manos; después caía en un sueño febril y soñaba con Poletchka, con Catalina Ivanovna, con Lisbeth, con la lectura del Evangelio, y con él, con su rostro pálido y sus ojos llameantes… Él le besaba los pies y lloraba… ¡Señor, Señor! ...
En la línea 4065
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Se detuvo en el umbral. Comenzó el oficio, triste, grave, solemne. Las ceremonias fúnebres le inspiraban desde la infancia un sentimiento de terror místico. Hacía mucho tiempo que no había asistido a una misa de difuntos. La ceremonia que estaba presenciando era para él especialmente conmovedora e impresionante. Miró a los niños. Los tres estaban arrodillados junto al ataúd. Poletchka lloraba. Tras ella, Sonia rezaba, procurando ocultar sus lágrimas. ...
En la línea 4645
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pulqueria Alejandrovna abrazó a su hijo y lo estrechó contra su corazón mientras lloraba en silencio. ...
En la línea 1158
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Luego se echó a reír ante el recuerdo de aquel episodio cómico y divertido. Reía y lloraba a la vez. ...
En la línea 1400
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —¿De verdad? ¿Es posible? —exclamé, vertiendo un torrente de lágrimas. Era la primera vez que lloraba en mi vida. ...
En la línea 449
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... El niño lloraba. Jean Valjean levantó la cabeza; pero siguió sentado. Sus ojos estaban turbios. Miró al niño como con asombro, y después llevó la mano al palo gritando con voz terrible: ...
En la línea 487
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Su corazón estalló, y rompió a llorar. ¡Era la primera vez que lloraba en diecinueve años! ...
En la línea 496
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Mientras lloraba se encendía poco a poco una luz en su cerebro, una luz extraordinaria, una luz maravillosa y terrible a la vez. Su vida pasada, su primera falta, su larga expiación, su embrutecimiento exterior, su endurecimiento interior, su libertad halagada con tantos planes de venganza, las escenas en casa del obispo, la última acción que había cometido, aquel robo de cuarenta sueldos a un niño, crimen tanto más culpable, tanto más monstruoso cuanto que lo ejecutó después del perdón del obispo; todo esto se le presentó claramente; pero con una claridad que no había conocido hasta entonces. ...
En la línea 207
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Las quejas de Mercedes tenían que ver con el sexo. Era guapa, bonita y delicada y durante toda su vida había sido tratada con delicadeza. Pero el trato que ahora recibía de su esposo y de su hermano no tenía nada de delicado. Tenía la costumbre de declararse incapaz. Ellos protestaban. Y como no aceptaban lo que ella consideraba su más esencial prerrogativa femenina, les hacía la vida imposible. Ya no le daban pena los perros y, como estaba ofendida y cansada, insistía en viajar subida al trineo. Era bonita y delicada, sí, pero pesaba cincuenta y cinco kilos… un suplemento un poco excesivo para agregarlo al peso que arrastraban aquellos animales débiles y hambrientos. Lo hizo durante días, hasta que los perros cayeron agotados y el trineo quedó inmóvil. Charles y Hal le rogaron que bajara y caminase, se lo suplicaron, se lo imploraron, mientras ella lloraba e importunaba al Altísimo con una relación de sus brutalidades. ...
En la línea 1018
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... «Querido Padre Urtazu: Las rabietillas que usted me anunció van empezando a venir, y más pronto y más a montones de lo que yo creía. Lo peor del caso es que, ahora que lo reflexiono bien, me parece que alguna culpa tengo. No se ría usted de mí, por Dios, porque yo me estoy sorbiendo las lágrimas al mojar la pluma, y hasta ese borrón, que usted dispensará, es porque se me cayó una sobre el papel. Voy a contárselo a usted todo, como si estuviera en esa a sus pies en el confesonario. Se ha muerto la madre del Sr. de Artegui. Ya sabe usted por mis cartas anteriores que esto es una desgracia terrible, porque tal vez traiga consigo otras… ni imaginarlas quiero, padre. En fin, yo pensé que el Sr. de Artegui estaría muy triste, muy triste, y que acaso nadie se acordase de decirle cosas cariñosas, y, sobre todo, de hablarle de Dios nuestro Señor, en quien él no puede menos de creer, ¿verdad, padre? pero de quien se olvidará quizás en estos momentos tan crueles… Llevada de estas consideraciones le escribí una carta, consolándole allá a mi modo… ¡si viera usted! me parece que se me ocurrieron cosas muy buenas y eficaces… le hablé de que Dios nos manda las penas para convertirnos a él; de que son visitas que nos hace; en resumen, todo lo que usted me ha enseñado… además le decía que bien podía creer que no era el único en sentir a aquella pobre señora, aquella santa; que yo la lloraba con él, aunque sabía que estaba gozando ahora de la gloria… y que la envidiaba… ¡ay, eso si que es verdad, Padre! ¡quién como ella! morirse, ir al cielo… ¡Cuándo lograré yo tal ventura! ...
En la línea 1074
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Lucía estaba allí y lloraba a mares, ...

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