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La palabra brillaba
Cómo se escribe

la palabra brillaba

La palabra Brillaba ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
El Señor de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece brillaba.

Estadisticas de la palabra brillaba

Brillaba es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 17357 según la RAE.

Brillaba aparece de media 3.7 veces en cada libro en castellano.

Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la brillaba en las obras de referencia de la RAE contandose 563 apariciones .

Más información sobre la palabra Brillaba en internet

Brillaba en la RAE.
Brillaba en Word Reference.
Brillaba en la wikipedia.
Sinonimos de Brillaba.


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece brillaba

La palabra brillaba puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 991
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Mucho le gustaban los domingos, con su libertad para levantarse más tarde, sus horas de holganza y su viajecito a Alboraya para oír la misa; pero aquel domingo era mejor que los otros, brillaba más el sol, cantaban con más fuerza los pájaros, entraba por el ventanillo un aire que olía a gloria. ...

En la línea 1561
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Lo único que brillaba en su cabeza eran los pelitos rubios, tendidos sobre las almohadas, y en esta madeja rizosa quebrábase con extraña luz el resplandor del candil. ...

En la línea 1596
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En sus ojos, inyectados de sangre, brillaba la fiebre del asesinato; todo su cuerpo se estremecía de cólera, esa terrible cólera del pacífico, que, cuando rebasa el límite de la mansedumbre es para caer en la ferocidad. ...

En la línea 1708
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y la gratitud paternal brillaba en sus miradas. ...

En la línea 815
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero el amo no se daba cuenta de nada, cegado por la emoción. La vista de las dos filas de hombres marchando entre las cepas y el canto reposado del sacerdote, conmovían su alma. Las llamas de los cirios temblaban sin color y sin luz como fuegos fatuos retrasados en su viaje nocturno y sorprendidos por el día: la capa del jesuita brillaba bajo el sol como el caparazón de un insecto enorme, blanco y dorado. La sagrada ceremonia conmovía a Dupont hasta el punto de agolpar las lágrimas a sus ojos. ...

En la línea 1830
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El cansancio, la turbación nerviosa de una noche de emociones, no permitieron a Fermín un largo disimulo, y la amenaza asomó a sus labios al mismo tiempo que brillaba en sus ojos. ...

En la línea 1866
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --¡Ea! se acabó. Haré lo que buenamente pueda para quedar bien, como un caballero que soy. Pero no me caso, ¿lo entiendes? No me caso... Además, ¿por qué he de ser yo el culpable? El cinismo brillaba en sus ojos. Fermín apretaba los dientes y hundía sus manos en los bolsillos, haciéndose atrás, como si temiese las palabras crueles que iban a salir de la boca del señorito. ...

En la línea 4080
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... A través de aquella ventana brillaba una luz suave que argentaba el follaje tembloroso de dos o tres tilos que se elevaban formando grupo fuera del parque. ...

En la línea 4100
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Aquella breve luz suave brillaba siempre en la calma de la noche. ...

En la línea 4111
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... D'Artagnan aprovechó la lámpara que brillaba en la cabaña del bar quero para volver a leer una vez más el billete de la señora Bonacieux y asegurarse de que no s e había engañado, que la cita era en Saint-Cloud y no en otra parte, ante el pabellón del señor D'Estrées y no en otra calle. ...

En la línea 6248
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... La furia que brillaba en los ojos del mosquetero, pese a la coacción que seimponía espantó a la sensible amante. ...

En la línea 1637
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Había algo extraño en todo su continente; pero lo más chocante era la tranquilidad con que seguía andando sin ocuparse de mí, aunque, naturalmente, se daba cuenta de mi proximidad; miraba con fijeza al camino delante de sí, salvo cuando alzaba su ancha faz y clavaba sus grandes ojos en la luna, que ya brillaba con fuerza en el cielo. ...

En la línea 2232
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Miré con atención a los venteros: eran jóvenes; el marido representaba veinticinco años; era un patán de corta estatura, muy recio, sin duda alguna de prodigiosa fuerza; tenía correctas facciones, pero de expresión sombría, y en sus ojos brillaba un fuego maligno. ...

En la línea 2549
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Eran lacios sus cabellos, negros como el azabache, angosta su frente, pequeños y grises sus ojos, en los que brillaba una expresión sutil y maligna, mezclada con otra de burla, que le daba un realce singular. ...

En la línea 3324
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... La luz de dos teas puestas delante del correo brillaba en las armas de varios soldados, formados, al parecer, a ambos lados del camino; pero la obscuridad no me permitía ver los objetos claramente. ...

En la línea 2155
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ocho años más adelante brillaba en todo su esplendor su noble manía de perdonarlo todo. ...

En la línea 2527
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Sobre una mesa de mármol brillaba entre humo espeso de tabaco, como una estrella detrás de niebla, la llama de una bujía que servía para dar lumbre a los cigarros. ...

En la línea 3972
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... La luz amarillenta del gas brillaba de trecho en trecho, cerca de las ramas polvorientas de las raquíticas acacias que adornaban el boulevard, nombre popular de la calle por donde entraban en el pueblo. ...

En la línea 4329
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... La luna brillaba en frente, detrás de los soberbios eucaliptus del Parque, plantados por Frígilis. ...

En la línea 15
del libro El Señor
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Hincado de rodillas delante de su altar, sentado sobre los talones, Juan, artista y místico a la vez, amaba su obra, el tabernáculo minúsculo con todos sus santos de plomo, sus resplandores de talco, sus misterios de muselina y crespón, restos de antiguas glorias de su madre cuando brillaba en el mundo, digna esposa de un bizarro militar; y amaba a Dios, el Padre de sus padres, del mundo entero, y en este amor de su misticismo infantil también adoraba, sin saberlo, su propia obra, las imágenes de inenarrable inocencia, frescas, lozanas, de la religiosidad naciente, confiada, feliz, soñadora. ...

En la línea 433
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... .empezaba a atardecer. El mar brillaba irisado, con reflejos de madreperla. Era un Mediterráneo falto de buques, un infinito liquido sin nada que rompiese el nácar de su Inmensa y plana superficie; ni una ola, ni una vedija de espuma, ni una vela. ...

En la línea 3056
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Allí brillaba espléndidamente esa fraternidad española en cuyo seno se dan mano de amigo el carlista y el republicano, el progresista de cabeza dura y el moderado implacable. Antiguamente, los partidos separados en público, estábanlo también en las relaciones privadas; pero el progreso de las costumbres trajo primero cierta suavidad en las relaciones personales, y por fin la suavidad se trocó en blandura. Algunos creen que hemos pasado de un extremado mal a otro, sin detenernos en el medio conveniente, y ven en esta fraternidad una relajación de los caracteres. Esto de que todo el mundo sea amigo particular de todo el mundo es síntoma de que las ideas van siendo tan sólo un pretexto para conquistar o defender el pan. Existe una confabulación tácita (no tan escondida que no se encuentre a poco que se rasque en los políticos), por la cual se establece el turno en el dominio. En esto consiste que no hay aspiración, por extraviada que sea, que no se tenga por probable; en esto consiste la inseguridad, única cosa que es constante entre nosotros, la ayuda masónica que se prestan todos los partidos desde el clerical al anarquista, lo mismo dándose una credencial vergonzante en tiempo de paces, que otorgándose perdones e indultos en las guerras y revoluciones. Hay algo de seguros mutuos contra el castigo, razón por la cual se miran los hechos de fuerza como la cosa más natural del mundo. La moral política es como una capa con tantos remiendos, que no se sabe ya cuál es el paño primitivo. ...

En la línea 3910
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... En la casa se hallaba muy bien. Había tenido seguramente en su vida temporadas de mayor felicidad, pero no de tan blando sosiego. Había visto días, los menos, eso sí, en que brillaba echando chispas el sol del alma, seguidos de otros en que se apagaba casi por completo; pero nunca vio una tan inalterable y mansa corriente de días tibios, iguales, de penumbra dulce y reparadora. Llevábase muy bien con doña Lupe, y con su marido le pasaba lo más extraño que imaginar pudiera. No digamos que le quería, según su concepto y definición del querer; pero le había tomado un cierto cariño como de hermana o hermano. No era ni podía ser el hombre por quien la mujer da su vida, encontrando espiritual goce en este sacrificio; era simplemente un ser cuya conservación y bienestar deseaba. Y así como se supone y casi se entrevé una tierra lejana cuando se va navegando a la aventura, así entreveía ella la contingencia de quererle con amor más firme, y de pasar a su lado toda la vida, llegando a no desear nunca otra mejor. En vez de rehuir las obligaciones de su casa, Fortunata hacía por extenderlas y aumentarlas, conociendo que el trabajo le ayudaba a sostenerse en aquel equilibrio, sin balances de dicha, pero también sin penas, el corazón adormecido y aplanado, como bajó la acción de un bálsamo emoliente. Acordábase de los dos casos que le había presentado el bueno de Feijoo, y pensaba si ocurriría lo que ella tuvo por más inverosímil, esto es, que se realizara el primero. ¿Llegaría a conformarse con tal vida, y a contenerse con aquel fruto desabrido del amor sin apetecer otro más dulzón y menos sano?… ...

En la línea 4027
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Pero la Dura tenía todo su ser embargado por la ardentísima ansiedad física que experimentaba, y sus ojos de águila se fijaron en Severiana que escanciaba en un vaso algo del contenido de una botella. El licor brillaba con reflejos de topacio engastado en oro. «¡Cómo lo miras, bribona!—pensó la escéptica y observadora doña Lupe—. Esa es la Eucaristía que a ti te gusta, el Pajarete… ». Y viéndoselo tomar, decía la muy picarona: «Eso, saboréate bien, y relámete. No lo hacías así cuando recibías a Dios… ». ...

En la línea 4443
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Después de permanecer allí largo rato, fue a la Virgen de la Paloma, a quien dijo cuatro cosas, y estaba rezándole, cuando sus ojos, al resbalar por el suelo, tropezaron con un objeto que brillaba en medio de los baldosines de mármol. Púsose un momento a gatas para cogerlo. Era un botón. «¡Es blanco y de cuatro aujeritos! Buena sombra» dijo guardándolo. ...

En la línea 634
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... A cada momento los gritos de sus perseguidores se oían más lejos, hasta que se apagaron por completo. Para recobrar aliento se detuvo un rato al pie de un árbol gigantesco. Allí pensó en el camino que debía escoger a través de aquellos millares de árboles y plantas. La noche era clara, la luna brillaba en un cielo sin nubes y esparcía por los claros del bosque sus azulados rayos. ...

En la línea 1952
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... La noche era magnífica. La luna brillaba en un cielo sin nubes. Todo era silencio; todo era misterio y paz. ...

En la línea 2357
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Era casi medianoche. Las aguas estaban profundamente oscuras, pero el capitán Nemo me mostró a lo lejos un punto rojizo, una especie de resplandor que brillaba a unas dos millas del Nautilus. Lo que pudiera ser aquel fuego, así como las materias que lo alimentaban y la razón de que se revivificara en la masa líquida, era algo que escapaba por completo a mi comprensión. En todo caso, nos iluminaba, vagamente, es cierto, pero pronto me acostumbré a esas particulares tinieblas, y comprendí entonces la inutilidad en esas circunstancias de los aparatos Ruhmkorff. ...

En la línea 2388
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Descendimos rápidamente la montaña. Una vez pasado el bosque mineral, vi el fanal del Nautilus que brillaba como una estrella. El capitán se dirigió en línea recta hacia él, y cuando las primeras luces del alba blanqueaban la superficie del océano nos hallábamos ya de regreso a bordo. ...

En la línea 2401
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Subí a la plataforma -la escotilla estaba abierta-, y en vez de la luz diurna que esperaba encontrar me vi rodeado de una profunda oscuridad. ¿Dónde estábamos? ¿Me había equivocado y era aún de noche? No. Ni una sola estrella brillaba en el firmamento, y nunca la noche está envuelta en tinieblas tan absolutas. No sabía qué pensar, cuando oí decir: ...

En la línea 2503
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Quiero decir que no hay nada más fácil que tomar una vista fotográfica de esta región submarina. Apenas había tenido tiempo para expresar la sorpresa que me causó esta nueva proposición cuando, a una simple orden del capitán, se nos trajo una cámara fotográfica. A través de los paneles, el medio líquido, iluminado eléctricamente, se distinguía con una claridad perfecta. No hubiese sido el sol más favorable a una operación de esta naturaleza. Controlado por la inclinación de sus planos y por su hélice, el Nautilus permanecía inmóvil. Se enfocó el instrumento sobre el paisaje del fondo oceánico, y en algunos segundos pudimos obtener un negativo de una extremada pureza. Es el positivo el que ofrezco aquí. Se ven en él esas rocas primordiales que no han conocido jamás la luz del cielo, esos granitos inferiores que forman la fuerte base del Globo, esas grutas profundas vaciadas en la masa pétrea, esos perfiles de una incomparable línea cuyos remates se destacan en negro como si se debieran a los pinceles de algunos artistas flamencos. Luego, más allá, un horizonte de montañas, una admirable línea ondulada que compone los planos de fondo del paisaje. Soy incapaz de describir ese conjunto de rocas lisas, negras, bruñidas, sin ninguna adherencia vegetal, sin una mancha, de formas extrañamente recortadas y sólidamente establecidas sobre una capa de arena que brillaba bajo los resplandores de la luz eléctrica. ...

En la línea 895
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... A causa de las visitas que recibió la señorita Havisham por ser su cumpleaños, tal vez también por haber jugado a los naipes más que otras veces o quizá debido a mi pelea, el caso es que mi visita fue mucho más larga, y cuando llegué a las cercanías de mi casa, la luz que indicaba la existencia del banco de arena, más allá de los marjales, brillaba sobre el fondo de negro cielo y la fragua de Joe dibujaba una franja de fuego a través del camino. ...

En la línea 1094
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Lo dijo como si ya fuese un hecho conocido mi deseo de asesinar a un próximo pariente, con tal que pudiera inducir a uno de ellos a tener la debilidad de convertirse en mi bienhechor. Era ya noche cerrada cuando todo hubo terminado y cuando, en compañía del señor Wopsle, emprendí el camino hacia mi casa. En cuanto salimos de la ciudad encontramos una espesa niebla que nos calaba hasta los huesos. El farol de la barrera se divisaba vagamente; en apariencia, no brillaba en el lugar en que solía estar y sus rayos parecían substancia sólida en la niebla. Observábamos estos detalles y hablábamos de que tal vez la niebla podría desaparecer si soplaba el viento desde un cuadrante determinado de nuestros marjales, cuando nos encontramos con un hombre que andaba encorvado a sotavento de la casa de la barrera. ...

En la línea 2051
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Magwitch estaba muy enfermo en la cárcel durante todo el intervalo que hubo entre su prisión y el juicio, hasta que llegó el día en que se celebró éste. Tenía dos costillas rotas, que le infirieron una herida en un 218 pulmón, y respiraba con mucha dificultad y agudo dolor, que aumentaba día por día. Como consecuencia de ello hablaba en voz tan baja que apenas se le podía oír, y por eso sus palabras eran pocas. Pero siempre estaba dispuesto a escucharme y, por tanto, el primer deber de mi vida fue el de hablarle y el de leerle las cosas que, según me parecía, escucharía atentamente. Como estaba demasiado enfermo para permanecer en la prisión común, al cabo de uno o dos días fue trasladado a la enfermería. Esto me dio más oportunidades de permanecer acompañándole. A no ser por su enfermedad, habría sido aherrojado, pues se le consideraba hombre peligroso y capaz de fugarse a pesar de todo. Lo veía todos los días, aunque sólo por un corto espacio de tiempo. Así, pues, los intervalos de nuestras separaciones eran lo bastante largos para que pudiese notar en su rostro los cambios debidos a su estado físico. No recuerdo haber observado en él ningún indicio de mejoría. Cada día estaba peor y cada vez más débil a partir del momento en que tras él se cerró la puerta de la cárcel. La sumisión o la resignación que demostraba eran propios de un hombre que ya está fatigado. Muchas veces, sus maneras, o una palabra o dos que se le escapaban, me producían la impresión de que tal vez él reflexionaba acerca de si, en circunstancias más favorables, habría podido ser un hombre mejor, pero jamás se justificaba con la menor alusión a esto ni trataba de dar al pasado una forma distinta de la que realmente tenía. Ocurrió en dos o tres ocasiones y en mi presencia que alguna de las personas que estaban a su cuidado hiciese cualquier alusión a su mala reputación. Entonces, una sonrisa cruzaba su rostro y volvía los ojos hacia mí con tan confiada mirada como si estuviese seguro de que yo conocía sus propósitos de redención, aun en la época en que era todavía un niño. En todo lo demás se mostraba humilde y contrito y nunca le oí quejarse. Cuando llegó el día de la vista del juicio, el señor Jaggers solicitó el aplazamiento hasta la sesión siguiente. Pero como era evidente que el objeto de tal petición se basaba en la seguridad de que el acusado no viviría tanto tiempo, fue denegada. Se celebró el juicio, y cuando le llevaron al Tribunal le permitieron sentarse en una silla. No se me impidió sentarme cerca de él, más allá del banquillo de los acusados, aunque lo bastante cerca para sostener la mano que él me entregó. El juicio fue corto y claro. Se dijo cuanto podía decirse en su favor, es decir, que había adquirido hábitos de trabajo y que se comportó de un modo honroso, cumpliendo exactamente los mandatos de las leyes. Pero no era posible negar el hecho de que había vuelto y de que estaba allí en presencia del juez y de los jurados. Era, pues, imposible absolverle. En aquella época existía la costumbre, según averigüé gracias a que pude presenciar la marcha de aquellos procesos, de dedicar el último día a pronunciar sentencias y terminar con el terrible efecto que producían las de muerte. Pero apenas puedo creer, por el recuerdo indeleble que tengo de aquel día y mientras escribo estas palabras, que viera treinta y dos hombres y mujeres colocados ante el juez y recibiendo a la vez aquella terrible sentencia. Él estaba entre los treinta y dos, sentado, con objeto de que pudiese respirar y conservar la vida. Aquella escena parece que se presenta de nuevo a mi imaginación con sus vívidos colores y entre la lluvia del mes de abril que brillaba a los rayos del sol y a través de las ventanas de la sala del Tribunal. En el espacio reservado a los acusados estaban los treinta y dos hombres y mujeres; algunos con aire de reto, otros aterrados, otros llorando y sollozando, otros ocultándose el rostro y algunos mirando tristemente alrededor. Entre las mujeres resonaron algunos gritos, que fueron pronto acallados, y siguió un silencio general. Los alguaciles, con sus grandes collares y galones, así como los ujieres y una gran concurrencia, semejante a la de un teatro, contemplaban el espectáculo mientras los treinta y dos condenados y el juez estaban frente a frente. Entonces el juez se dirigió a ellos. Entre los desgraciados que estaban ante él, y a cada uno de los cuales se dirigía separadamente, había uno que casi desde su infancia había ofendido continuamente a las leyes; uno que, después de repetidos encarcelamientos y castigos, fue desterrado por algunos años; pero que, en circunstancias de gran atrevimiento y violencia, logró escapar y volvió a ser sentenciado para un destierro de por vida. Aquel miserable, por espacio de algún tiempo, pareció estar arrepentido de sus horrores, cuando estaba muy lejos de las escenas de sus antiguos crímenes, y allí llevó una vida apacible y honrada. Pero en un momento fatal, rindiéndose a sus pasiones y a sus costumbres, que por mucho tiempo le convirtieron en un azote de la sociedad, abandonó aquel lugar en que vivía tranquilo y arrepentido y volvió a la nación de donde había sido proscrito. Allí fue denunciado y, por algún tiempo, logró evadir a los oficiales de la justicia, mas por fin fue preso en el momento en que se disponía a huir, y él se resistió. Además, no se sabe si deliberadamente o impulsado por su ciego atrevimiento, causó la muerte del que le había denunciado y que conocía su vida entera. Y como la pena dictada por las leyes para 219 el que se hallara en su caso era la más severa y él, por su parte, había agravado su culpa, debía prepararse para morir. El sol daba de lleno en los grandes ventanales de la sala atravesando las brillantes gotas de lluvia sobre los cristales y formaba un ancho rayo de luz que iba a iluminar el espacio libre entre el juez y los treinta y dos condenados, uniéndolos así y tal vez recordando a alguno de los que estaban en la audiencia que tanto el juez como los reos serían sometidos con absoluta igualdad al Gran Juicio que conoce todas las cosas y no puede errar. Levantándose por un momento y con el rostro alumbrado por aquel rayo de luz, el preso dijo: -Milord, ya he recibido mi sentencia de muerte del Todopoderoso, pero me inclino ante la de Vuestro Honor. Dicho esto volvió a sentarse. Hubo un corto silencio, y el juez continuó con lo que tenía que decir a los demás. Luego fueron condenados todos formalmente, y algunos de ellos recibieron resignados la sentencia; otros miraron alrededor con ojos retadores; algunos hicieron señas al público, y dos o tres se dieron la mano, en tanto que los demás salían mascando los fragmentos de hierba que habían tomado del suelo. Él fue el último en salir, porque tenían que ayudarle a levantarse de la silla y se veía obligado a andar muy despacio; y mientras salían todos los demás, me dio la mano, en tanto que el público se ponía en pie (arreglándose los trajes, como si estuviesen en la iglesia o en otro lugar público), al tiempo que señalaban a uno u otro criminal, y muchos de ellos a mí y a él. Piadosamente, esperaba y rogaba que muriese antes de que llegara el día de la ejecución de la sentencia; pero, ante el temor de que durase más su vida, aquella misma noche redacté una súplica al secretario del Ministerio de Estado expresando cómo le conocí y diciendo que había regresado por mi causa. Mis palabras fueron tan fervientes y patéticas como me fue posible, y cuando hube terminado aquella petición y la mandé, redacté otras para todas las autoridades de cuya compasión más esperaba, y hasta dirigí una al monarca. Durante varios días y noches después de su sentencia no descansé, exceptuando los momentos en que me quedaba dormido en mi silla, pues estaba completamente absorbido por el resultado que pudieran tener mis peticiones. Y después de haberlas expedido no me era posible alejarme de los lugares en que se hallaban, porque me sentía más animado cuando estaba cerca de ellas. En aquella poco razonable intranquilidad y en el dolor mental que sufría, rondaba por las calles inmediatas a aquellas oficinas a donde dirigiera las peticiones. Y aún ahora, las calles del oeste de Londres, en las noches frías de primavera, con sus mansiones de aspecto severo y sus largas filas de faroles, me resultan tristísimas por el recuerdo. Las visitas que podía hacerle habían sido acortadas, y la guardia que se ejercía junto a él era mucho más cuidadosa. Tal vez temiendo, viendo o figurándome que sospechaban en mí la intención de llevarle algún veneno, solicité que me registrasen antes de sentarme junto a su lecho, y. ante el oficial que siempre estaba allí me manifesté dispuesto a hacer cualquier cosa que pudiese probarle la sinceridad y la rectitud de mis intenciones. Nadie nos trataba mal ni a él ni a mí. Era preciso cumplir el deber, pero lo hacían sin la menor rudeza. El oficial me aseguraba siempre que estaba peor, y en esta opinión coincidían otros penados enfermos que había en la misma sala, así como los presos que les cuidaban como enfermeros, desde luego malhechores, pero, a Dios gracias, no incapaces de mostrarse bondadosos. A medida que pasaban los días, observé que cada vez se quedaba con más gusto echado de espaldas y mirando al blanco techo, mientras en su rostro parecía haber desaparecido la luz, hasta que una palabra mía lo alumbraba por un momento y volvía a ensombrecerse luego. Algunas veces no podía hablar nada o casi nada; entonces me contestaba con ligeras presiones en la mano, y yo comprendía bien su significado. Había llegado a diez el número de días cuando observé en él un cambio mucho mayor de cuantos había notado. Sus ojos estaban vueltos hacia la puerta y parecieron iluminarse cuando yo entré. - Querido Pip -me dijo así que estuve junto a su cama. - Me figuré que te retrasabas, pero ya comprendí que eso no era posible. - Es la hora exacta - le contesté. - He estado esperando a que abriesen la puerta. - Siempre lo esperas ante la puerta, ¿no es verdad, querido Pip? - Sí. Para no perder ni un momento del tiempo que nos conceden. - Gracias, querido Pip, muchas gracias. Dios te bendiga. No me has abandonado nunca, querido muchacho. En silencio le oprimí la mano, porque no podía olvidar que en una ocasión me había propuesto abandonarle. - Lo mejor - añadió - es que siempre has podido estar más a mi lado desde que fui preso que cuando estaba en libertad. Eso es lo mejor. 220 Estaba echado de espaldas y respiraba con mucha dificultad. A pesar de sus palabras y del cariño que me demostraba, era evidente que su rostro se iba poniendo cada vez más sombrío y que la mirada era cada vez más vaga cuando se fijaba en el blanco techo. - ¿Sufre usted mucho hoy? -No me quejo de nada, querido Pip. - Usted no se queja nunca. Había pronunciado ya sus últimas palabras. Sonrió, y por el contacto de su mano comprendí que deseaba levantar la mía y apoyarla en su pecho. Lo hice así, él volvió a sonreír y luego puso sus manos sobre la mía. Pasaba el tiempo de la visita mientras estábamos así; pero al mirar alrededor vi que el director de la cárcel estaba a mi lado y que me decía: - No hay necesidad de que se marche usted todavía. Le di las gracias y le pregunté: - ¿Puedo hablarle, en caso de que me oiga? El director se apartó un poco e hizo seña al oficial para que le imitase. Tal cambio se efectuó sin el menor ruido, y entonces el enfermo pareció recobrar la vivacidad de su plácida mirada y volvió los ojos hacia mí con el mayor afecto. - Querido Magwitch. Voy a decirle una cosa. ¿Entiende usted mis palabras? Sentí una ligera presión en mis manos. - En otro tiempo tuvo usted una hija a la que quería mucho y a la que perdió. Sentí en la mano una presión más fuerte. - Pues vivió y encontró poderosos amigos. Todavía vive. Es una dama y muy hermosa. Yo la amo. Con un último y débil esfuerzo que habría sido infructuoso de no haberle ayudado yo, llevó mi mano a sus labios. Luego, muy despacio, la dejó caer otra vez sobre su pecho y la cubrió con sus propias manos. Recobró otra vez la plácida mirada que se fijaba en el blanco techo, pero ésta pronto desapareció y su cabeza cayó despacio sobre su pecho. Acordándome entonces de lo que habíamos leído juntos, pensé en los dos hombres que subieron al Temple para orar, y comprendí que junto a su lecho no podía decir nada mejor que: - ¡Oh Dios mío! ¡Sé misericordioso con este pecador! ...

En la línea 2055
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Había llegado ya al lugar de mi nacimiento y a su vecindad, no sin antes de que lo hiciera yo, la noticia de que mi fortuna extraordinaria se había desvanecido totalmente. Pude ver que en El Jabalí Azul se conocía la noticia y que eso había cambiado por completo la conducta de todos con respecto a mí. Y así como El Jabalí Azul había cultivado, con sus asiduidades, la buena opinión que pudiera tener de él cuando mi situación monetaria era excelente, se mostró en extremo frío en este particular ahora que ya no tenía propiedad alguna. Llegué por la tarde y muy fatigado por el viaje, que tantas veces realizara con la mayor facilidad. El Jabalí Azul no pudo darme el dormitorio que solía ocupar, porque estaba ya comprometido (tal vez por otro que tenía grandes esperanzas), y tan sólo pudo ofrecerme una habitación corriente entre las sillas de posta y el palomar que había en el patio. Pero dormí tan profundamente en aquella habitación como en la mejor que hubiera podido darme, y la calidad de mis sueños fue tan buena como lo podia haber resultado la del mejor dormitorio. Muy temprano, por la mañana, mientras se preparaba el desayuno, me fui a dar una vuelta por la casa Satis. En las ventanas colgaban algunas alfombras y en la puerta había unos carteles anunciando que en la siguiente semana se celebraría una venta pública del mobiliario y de los efectos de la casa. Ésta también iba a ser vendida como materiales de construcción y luego derribada. El lote núnero uno estaba señalado con letras blancas en la fábrica de cerveza. El lote número dos consistía en la parte del edificio principal que había permanecido cerrado durante tanto tiempo. Habíanse señalado otros lotes en distintas partes de la finca y habían arrancado la hiedra de las paredes, para que resultasen visibles las inscripciones, de modo que en el suelo había gran cantidad de hojas de aquella planta trepadora, ya secas y casi convertidas en polvo. Atravesando por un momento la puerta abierta y mirando alrededor de mí con la timidez propia de un forastero que no tenía nada que hacer en aquel lugar, vi al representante del encargado de la venta que se paseaba por entre los barriles y que los contaba en beneficio de una persona que tomaba nota pluma en mano y que usaba como escritorio el antiguo sillón de ruedas que tantas veces empujara yo cantando, al mismo tiempo, la tonada de Old C1em. Cuando volví a desayunarme en la sala del café de El Jabalí Azul encontré al señor Pumblechook, que estaba hablando con el dueño. El primero, cuyo aspecto no había mejorado por su última aventura nocturna, estaba aguardándome y se dirigió a mí en los siguientes términos: -Lamento mucho, joven, verle a usted en tan mala situación. Pero ¿qué podia esperarse? Y extendió la mano con ademán compasivo, y como yo, a consecuencia de mi enfermedad, no me sentía con ánimos para disputar, se la estreché. - ¡Guillermo! - dijo el señor Pumblechook al camarero. - Pon un panecillo en la mesa. ¡A esto ha llegado a parar! ¡A esto! Yo me senté de mala gana ante mi desayuno. El señor Pumblechook estaba junto a mí y me sirvió el té antes de que yo pudiese alcanzar la tetera, con el aire de un bienhechor resuelto a ser fiel hasta el final. 227 - Guillermo - añadió el señor Pumblechook con triste acento. - Trae la sal. En tiempos más felices - exclamó dirigiéndose a mí, - creo que tomaba usted azúcar. ¿Le gustaba la leche? ¿Sí? Azúcar y leche. Guillermo, trae berros. - Muchas gracias - dije secamente, - pero no me gustan los berros. - ¿No le gustan a usted? - repitió el señor Pumblechook dando un suspiro y moviendo de arriba abajo varias veces la cabeza, como si ya esperase que mi abstinencia con respecto a los berros fuese una consecuencia de mi mala situación económica. - Es verdad. Los sencillos frutos de la tierra. No, no traigas berros, Guillermo. Continué con mi desayuno, y el señor Pumblechook siguió a mi lado, mirándome con sus ojos de pescado y respirando ruidosamente como solía. -Apenas ha quedado de usted algo más que la piel y los huesos - dijo en voz alta y con triste acento. - Y, sin embargo, cuando se marchó de aquí (y puedo añadir que con mi bendición) y cuando yo le ofrecí mi humilde establecimiento, estaba tan redondo como un melocotón. Esto me recordó la gran diferencia que había entre sus serviles modales al ofrecerme su mano cuando mi situación era próspera: «¿Me será permitido… ?», y la ostentosa clemencia con que acababa de ofrecer los mismos cinco dedos regordetes. - ¡Ah! - continuó, ¿Y se va usted ahora - entregándome el pan y la manteca - al lado de Joe? - ¡En nombre del cielo! - exclamé, irritado, a mi pesar— ¿Qué le importa adónde voy? Haga el favor de dejar quieta la tetera. Esto era lo peor que podia haber hecho, porque dio a Pumblechook la oportunidad que estaba aguardando. - Sí, joven - contestó soltando el asa de la tetera, retirándose uno o dos pasos de la mesa y hablando de manera que le oyesen el dueño y el camarero, que estaban en la puerta. - Dejaré la tetera, tiene usted razón, joven. Por una vez siquiera, tiene usted razón. Me olvidé de mí mismo cuando tome tal interés en su desayuno y cuando deseé que su cuerpo, exhausto ya por los efectos debilitantes de la prodigalidad, se estimulara con el sano alimento de sus antepasados. Y, sin embargo - añadió volviéndose al dueño y al camarero y señalándome con el brazo estirado, - éste es el mismo a quien siempre atendí en los días de su feliz infancia. Por más que me digan que no es posible, yo repetiré que es el mismo. Le contestó un débil murmullo de los dos oyentes; el camarero parecía singularmente afectado. - Es el mismo - añadió Pumblechook - a quien muchas veces Ilevé en mi cochecillo. Es el mismo a quien vi criar con biberón. Es el mismo hermano de la pobre mujer que era mi sobrina por su casamiento, la que se llamaba Georgians Maria, en recuerdo de su propia madre. ¡Que lo niegue, si se atreve a tanto! El camarero pareció convencido de que yo no podia negarlo, y, naturalmente, esto agravó en extremo mi caso. -Joven-añadió Pumblechook estirando la cabeza hacia mí como tenía por costumbre. - Ahora se va usted al lado de Joe. Me ha preguntado qué me importa el saber adónde va. Y le afirmo, caballero, que usted se va al lado de Joe. El camarero tosió, como si me invitase modestamente a contradecirle. - Ahora - añadió Pumblechook, con el acento virtuoso que me exasperaba y que ante sus oyentes era irrebatible y concluyente, - ahora voy a decirle lo que dirá usted a Joe. Aquí están presentes estos señores de El Jabalí Azul, conocidos y respetados en la ciudad, y aquí está Guillermo, cuyo apellido es Potkins, si no me engaño. - No se engaña usted, señor - contestó Guillermo. -Pues en su presencia le diré a usted, joven, lo que, a su vez, dirá a Joe. Le dirá usted: «Joe, hoy he visto a mi primer bienhechor y al fundador de mi fortuna. No pronuncio ningún nombre, Joe, pero así le llaman en la ciudad entera. A él, pues, le he visto». - Pues, por mi parte, juro que no le veo - contesté. - Pues dígaselo así - replicó Pumblechook. - Dígaselo así, y hasta el mismo Joe se quedará sorprendido. - Se engaña usted por completo con respecto a él – contesté, - porque le conozco bastante mejor. - Le dirá usted - continuó Pumblechook: - «Joe, he visto a ese hombre, quien no conoce la malicia y no me quiere mal. Conoce tu carácter, Joe, y está bien enterado de que eres duro de mollera y muy ignorante; también conoce mi carácter, Joe, y conoce mi ingratitud. Sí, Joe, conoce mi carencia total de gratitud. Él lo sabe mejor que nadie, Joe. Tú no lo sabes, Joe, porque no tienes motivos para ello, pero ese hombre sí lo sabe». A pesar de lo asno que demostraba ser, llegó a asombrarme de que tuviese el descaro de hablarme de esta manera. 228 - Le dirá usted: «Joe, me ha dado un encargo que ahora voy a repetirte. Y es que en mi ruina ha visto el dedo de la Providencia. Al verlo supo que era el dedo de la Providencia - aquí movió la mano y la cabeza significativamente hacia mí, - y ese dedo escribió de un modo muy visible: En prueba de ingratitud hacia su primer bienhechor y fundador de su fortuna. Pero este hombre me dijo que no se arrepentía de lo hecho, Joe, de ningún modo. Lo hizo por ser justo, porque él era bueno y benévolo, y otra vez volvería a hacerlo». - Es una lástima - contesté burlonamente al terminar mi interrumpido desayuno - que este hombre no dijese lo que había hecho y lo que volvería a hacer. - Oigan ustedes - exclamó Pumblechook dirigiéndose al dueño de El Jabalí Azul y a Guillermo. - No tengo inconveniente en que digan ustedes por todas partes, en caso de que lo deseen, que lo hice por ser justo, porque yo era hombre bueno y benévolo, y que volvería a hacerlo. Dichas estas palabras, el impostor les estrechó vigorosamente la mano y abandonó la casa, dejándome más asombrado que divertido. No tardé mucho en salir a mi vez, y al bajar por la calle Alta vi que, sin duda con el mismo objeto, había reunido a un grupo de personas ante la puerta de su tienda, quienes me honraron con miradas irritadas cuando yo pasaba por la acera opuesta. Me pareció más atrayente que nunca ir al encuentro de Biddy y de Joe, cuya gran indulgencia hacia mí brillaba con mayor fuerza que nunca, después de resistir el contraste con aquel desvergonzado presuntuoso. Despacio me dirigí hacia ellos, porque mis piernas estaban débiles aún, pero a medida que me aproximaba aumentaba el alivio de mi mente y me parecía que había dejado a mi espalda la arrogancia y la mentira. El tiempo de junio era delicioso. El cielo estaba azul, las alondras volaban a bastante altura sobre el verde trigo y el campo me pareció más hermoso y apacible que nunca. Entretenían mi camino numerosos cuadros de la vida que llevaría allí y de lo que mejoraría mi carácter cuando pudiese gozar de un cariñoso guía cuya sencilla fe y buen juicio había observado siempre. Estas imágenes despertaron en mí ciertas emociones, porque mi corazón sentíase suavizado por mi regreso y esperaba tal cambio que no me pareció sino que volvía a casa descalzo y desde muy lejos y que mi vida errante había durado muchos años. Nunca había visto la escuela de la que Biddy era profesora; pero la callejuela por la que me metí en busca de silencio me hizo pasar ante ella. Me desagradó que el día fuese festivo. Por allí no había niños y la casa de Biddy estaba cerrada. Desaparecieron en un instante las esperanzas que había tenido de verla ocupada en sus deberes diarios, antes de que ella me viese. Pero la fragua estaba a muy poca distancia, y a ella me dirigí pasando por debajo de los verdes tilos y esperando oír el ruido del martillo de Joe. Mucho después de cuando debiera haberlo oído, y después también de haberme figurado que lo oía, vi que todo era una ilusión, porque en la fragua reinaba el mayor silencio. Allí estaban los tilos y las oxiacantas, así como los avellanos, y sus hojas se movieron armoniosamente cuando me detuve a escuchar; pero en la brisa del verano no se oían los martillazos de Joe. Lleno de temor, aunque sin saber por qué, de llegar por fin al lado de la fragua, la descubrí al cabo, viendo que estaba cerrada. En ella no brillaban el fuego ni las centellas, ni se movían tampoco los fuelles. Todo estaba cerrado e inmóvil. Pero la casa no estaba desierta, sino que, por el contrario, parecía que la gente se hallase en la sala grande, pues blancas cortinas se agitaban en su ventana, que estaba abierta y llena de flores. Suavemente me acerqué a ella, dispuesto a mirar por entre las flores; pero, de súbito, Joe y Biddy se presentaron ante mí, cogidos del brazo. En el primer instante, Biddy dio un grito como si se figurara hallarse en presencia de mi fantasma, pero un momento después estuvo entre mis brazos. Lloré al verla, y ella lloró también al verme; yo al observar cuán bella y lozana estaba, y ella notando lo pálido y demacrado que estaba yo. - ¡Qué linda estás, querida Biddy! - Gracias, querido Pip. - ¡Y tú, Joe, qué guapo estás también! - Gracias, querido Pip. Yo los miré a a los dos, primero a uno y luego a otro, y después… - Es el día de mi boda - exclamó Biddy en un estallido de felicidad. - Acabo de casarme con Joe. Me llevaron a la cocina, y pude reposar mi cabeza en la vieja mesa. Biddy acercó una de mis manos a sus labios, y en mi hombro sentí el dulce contacto de la mano de Joe. - Todavía no está bastante fuerte para soportar esta sorpresa, querida mía - dijo Joe. - Habría debido tenerlo en cuenta, querido Joe - replicó Biddy, - pero ¡soy tan feliz… ! Y estaban tan contentos de verme, tan orgullosos, tan conmovidos y tan satisfechos, que no parecía sino que, por una casualidad, hubiese llegado yo para completar la felicidad de aquel día. 229 Mi primera idea fue la de dar gracias a Dios por no haber dado a entender a Joe la esperanza que hasta entonces me animara. ¡Cuántas veces, mientras me acompañaba en mi enfermedad, había acudido a mis labios! ¡Cuán irrevocable habría sido su conocimiento de esto si él hubiese permanecido conmigo durante una hora siquiera! - Querida Biddy – dije. - Tienes el mejor marido del mundo entero. Y si lo hubieses visto a la cabecera de mi cama… , pero no, no. No es posible que le ames más de lo que le amas ahora. - No, no es posible - dijo Biddy. -Y tú, querido Joe, tienes a la mejor esposa del mundo, y te hará tan feliz como mereces, querido, noble y buen Joe. Éste me miró con temblorosos labios y se puso la manga delante de los ojos. - Y ahora, Joe y Biddy, como hoy habéis estado en la iglesia y os sentís dispuestos a demostrar vuestra caridad y vuestro amor hacia toda la humanidad, recibid mi humilde agradecimiento por cuanto habéis hecho por mí, a pesar de que os lo he pagado tan mal. Y cuando os haya dicho que me marcharé dentro de una hora, porque en breve he de dirigirme al extranjero, y que no descansaré hasta haber ganado el dinero gracias al cual me evitasteis la cárcel y pueda mandároslo, no creáis, Joe y Biddy queridos, que si pudiese devolvéroslo multiplicado por mil Podría pagaros la deuda que he contraído con vosotros y que dejaría de hacerlo si me fuese posible. Ambos estaban conmovidos por mis palabras y me suplicaron que no dijese nada más. - He de deciros aún otra cosa. Espero, querido Joe, que tendréis hijos a quienes amar y que en el rincón de esta chimenea algún pequeñuelo se sentará una noche de invierno y que os recordará a otro pequeñuelo que se marchó para siempre. No le digas, Joe, que fui ingrato; no le digas, Biddy, que fui poco generoso e injusto; decidle tan sólo que os honré a los dos por lo buenos y lo fieles que fuisteis y que, como hijo vuestro, yo dije que sería muy natural en él el llegar a ser un hombre mucho mejor que yo. - No le diremos - replicó Joe cubriéndose todavía los ojos con la manga, - no le diremos nada de eso, Pip, y Biddy tampoco se lo dirá. Ninguno de los dos. - Y ahora, a pesar de constarme que ya lo habéis hecho en vuestros bondadosos corazones, os ruego que me digáis si me habéis perdonado. Dejadme que oiga como me decís estas palabras, a fin de que pueda llevarme conmigo el sonido de ellas, y así podré creer que confiáis en mí y que me tendréis en mejor opinión en los tiempos venideros. - ¡Oh querido Pip! - exclamó Joe. - ¡Dios sabe que te perdono, en caso de que tenga algo que perdonarte! - ¡Amén! ¡Y Dios sabe que yo pienso lo mismo! - añadió Biddy. -Ahora dejadme subir para que contemple por última vez mi cuartito y para que permanezca en él sólo durante algunos instantes. Y luego, cuando haya comido y bebido con vosotros, acompañadme, Joe y Biddy, hasta el poste indicador del pueblo, antes de que nos despidamos definitivamente. Vendí todo lo que tenía, reuní tanto como me fue posible para llegar a un acuer do con mis acreedores, que me concedieron todo el tiempo necesario para pagarles, y luego me marché para reunirme con Herbert. Un mes después había abandonado Inglaterra, y dos meses más tarde era empleado de «Clarriker & Co.». Pasados cuatro meses, ya tomé los asuntos bajo mi exclusiva responsabilidad, porque la viga que atravesaba el techo de la sala de la casa de Mill Pond Bank donde viviera Provis había cesado de temblar a impulsos de los gruñidos y de los golpes de Bill Barley, y allí reinaba absoluta paz. Herbert había regresado a Inglaterra para casarse con Clara, y yo me quedé como único jefe de la sucursal de Oriente hasta que él regresara. Varios años pasaron antes de que yo fuese socio de la casa; pero fui feliz con Herbert y su esposa. Viví con frugalidad, pagué mis deudas y mantuve constante correspondencia con Biddy y Joe. Cuando fui socio a mi vez, Clarriker me hizo traición con respecto a Herbert; entonces declaró el secreto de las razones por las cuales Herbert había sido asociado a la casa, añadiendo que el tal secreto pesaba demasiado en su conciencia y no tenía más remedio que divulgarlo. Así, pues, lo hizo, y Herbert se quedó tan conmovido como asombrado, pero no por eso fuimos mejores amigos que antes. No debe creer el lector que nuestra firma era muy importante y que acumulábamos enormidades de dinero. Nuestros negocios eran limitados, pero teníamos excelente reputación y ganábamos lo suficiente para vivir. La habilidad y la actividad de Herbert eran tan grandes, que muchas veces me pregunté cómo pude figurarme ni por un momento que era un hombre inepto. Pero por fin comprendí que tal vez la ineptitud no estuvo en él, sino en mí. ...

En la línea 4274
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof había apoyado el codo del brazo derecho en la mesa y, con el mentón sobre la mano, observaba atentamente a su interlocutor. El aspecto de aquel rostro le había causado siempre un asombro profundo. En verdad, era un rostro extraño. Tenía algo de máscara. La piel era blanca y sonrosada; los labios, de un rojo vivo; la barba, muy rubia; el cabello, también rubio y además espeso. Sus ojos eran de un azul nítido, y su mirada, pesada e inmóvil. Aunque bello y joven ‑cosa sorprendente dada su edad‑, aquel rostro tenía un algo profundamente antipático. Svidrigailof llevaba un elegante traje de verano. Su camisa, finísima, era de una blancura irreprochable. Una gran sortija con una valiosa piedra brillaba en su dedo. ...

En la línea 4890
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Querían hablar, pero no pudieron pronunciar una sola palabra. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Los dos estaban delgados y pálidos, pero en aquellos rostros ajados brillaba el alba de una nueva vida, la aurora de una resurrección. El amor los resucitaba. El corazón de cada uno de ellos era un manantial de vida inagotable para el otro. Decidieron esperar con paciencia. Tenían que pasar siete años en Siberia. ¡Qué crueles sufrimientos, y también qué profunda felicidad, llenaría aquellos siete años! Raskolnikof estaba regenerado. Lo sabía, lo sentía en todo su ser. En cuanto a Sonia, sólo vivía para él. ...

En la línea 460
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Se encasquetó bien la gorra; se cruzó y abotonó maquinalmente la chaqueta, dio un paso, y se inclinó para coger del suelo el palo. Al hacer este movimiento vio la moneda de cuarenta sueldos que su pie había medio sepultado en la tierra, y que brillaba entre algunas piedras. '¿Qué es esto?', dijo entre dientes. Retrocedió tres pasos, y se detuvo sin poder separar su vista de aquel punto que había pisoteado hacía un momento, como si aquello que brillaba en la oscuridad hubiese tenido un ojo abierto y fijo en él. ...

En la línea 460
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Se encasquetó bien la gorra; se cruzó y abotonó maquinalmente la chaqueta, dio un paso, y se inclinó para coger del suelo el palo. Al hacer este movimiento vio la moneda de cuarenta sueldos que su pie había medio sepultado en la tierra, y que brillaba entre algunas piedras. '¿Qué es esto?', dijo entre dientes. Retrocedió tres pasos, y se detuvo sin poder separar su vista de aquel punto que había pisoteado hacía un momento, como si aquello que brillaba en la oscuridad hubiese tenido un ojo abierto y fijo en él. ...

En la línea 784
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Tuvo un amante, a quien no amaba, de pura rabia. Era una especie de músico mendigo que la abandonó muy pronto. Mientras más descendía, más se oscurecía todo a su alrededor y más brillaba su hijita, su pequeño ángel, en su corazón. ...

En la línea 1045
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... El morral, al consumirse con los harapos que contenía, dejó ver una cosa que brillaba en la ceniza. Era una moneda de plata. Sin duda la moneda de cuarenta sueldos robada al saboyano. ...

En la línea 769
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Dirigíanse las dos amigas, ya hacia la Montaña Verde, ya hacia el camino de las Señoras o hacia el manantial intermitente de Vesse. La Montaña Verde es el punto más elevado de las inmediaciones de Vichy. Está la montañuela cubierta de vegetación, pero de vegetación baja, a flor de tierra, de suerte que, vista de lejos, se les figuraba cabeza de gigante con cabellera corta y espesísima. Ya en la cúspide, subían al mirador y manejaban el gran anteojo, registrando el inmenso panorama que se extendía en torno. Las suaves laderas, tapizadas de viñas, bajaban hasta el Allier, que culebreaba a lo lejos como enorme sierpe azul. En lontananza, la cadena del Forez erguía sus mamelones donde la nieve refulgía cual una caperuza de plata; los gigantes de Auvernia, vaporosos y grises, parecían fantasmas de neblina; el castillo de Borbón Busset surgía de las brumas con sus torreones señoriales, avergonzando al pacifico palacio de Randán, con todo el desdén de un Borbón legítimo hacia la rama degenerada de los Orleáns. El camino de las Señoras era la excursión favorita de Lucía. Estrecha vereda, sombreada por espesos árboles, sigue dócil el curso del Sichón, deteniéndose cuando al río se le antoja formar un remanso y torciéndose en graciosas curvas como la tranquila corriente. A cada paso corta la monotonía de las hileras de chopos y negrillos algún accidente pintoresco: ya un lavadero, ya una casita que remoja los pies en el río, ya una presa, ya un molino, ya una charca de patos. El molino, en particular, parecía dispuesto por un pintor efectista para algún lienzo de naturaleza perfeccionada. Vetusto, comido de húmeda y verdegueante lepra, sustentado en postes de madera que iba pudriendo el agua, brillaba sobre el edificio la rueda, como el ojo disforme sobre la morena y rugosa frente de un cíclope. Eran destellos de la enorme pupila las gotas de refulgente argentería líquida que saltaban de rayo a rayo, a cada vuelta; y el quejido penoso que la pesada rueda exhalaba al girar, completaba el símil, remedando el hálito del monstruo. Un puente lanzado con osadía sobre el mismo arco de la catarata que formaba la presa dejaba ver, al través de su tablazón mal junta, el agua espumante y rugiente. En la presa bogaban con pachorra hasta media docena de patos, e infinitos gorriones revolaban en el alero irregular del tejado, mientras en el obscuro agujero de una de las desiguales ventanas florecía un tiesto de petunias. Quedábase Lucía muchos ratos mirando al molino, sentada en el ribazo opuesto, arrullada por el ronquido cadencioso de la rueda y por el blando chapaleteo del agua batida. Pilar prefería el manantial intermitente que le proporcionaba las emociones de que era tan ávido su endeble organismo. Llegábase al manantial por un ameno sendero; ya desde el puente se cogía bella perspectiva. El Allier es vasto y caudaloso, pero muy mermado a la sazón por los calores estivales; sólo en los puntos más anchos del cauce llevaba agua, y el resto descubría el álveo formado de arena en prolongadas zonas blancas. A lo más rápido de la corriente, obscuros peñascos se interponían, originando otros tantos remolinos; saltaba el agua, espumaba un punto colérica, y después seguía mansa y sesga como de costumbre. En lontananza se descubría extensa vega. Dilatadas praderías, donde pacían vacas y borregos, estaban limitadas al término del horizonte por una línea de chopos verde pálido, muy rectos y agudos, a la manera de los árboles contrahechos de las cajas de juguetes; los mimbrales, en cambio, eran rechonchos y panzones, como bolas de verdor sombrío rodantes por la pradera. Completaba la lejanía la cima de la Montaña Verde, recortándose sobre el cielo con cierta dureza de paisaje flamenco en sus contornos exactos y marcados, de un verde obscuro límpido. A la margen del río se veía bajar y subir el brazo derecho de las lavanderas, como miembro de marioneta movido por resortes, y se oía el plas acompasado de la paleta con que azotaban la ropa. Por el agrio talud de la ribera ascendían lentos carros cargados de arena y casquijo, y cruzaban después el puente, bañado en sudor el tiro, muy despacio, sonando a largos intervalos las campanillas. Pasaban las aldeanas auvernesas, vestidas de colores apagados, la esportilla de paja puesta sobre la blanca escofieta, conduciendo sus vacas, cuyos ubres henchidos de leche se columpiaban al andar, y que, posando una mirada triste en los transeúntes, solían pegar una huida de costado, un trote de diez segundos, tras de lo cual recobraban la resignación de su paso grave. En la esquina del puente, un pobre, decentemente vestido y con trazas de militar, pedía limosna con sólo una inflexión suplicante de la voz y un doliente fruncimiento de cejas. ...

En la línea 928
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Lucía pidió casi de rodillas a Pilar que renunciase al peligroso goce que anhelaba. Era precisamente la ocasión más crítica; Duhamel esperaba que la Naturaleza, ayudada por el método, venciese en la lucha, y acaso quince días de voluntad y tesón decidiesen el triunfo. Pero no hubo medio de persuadir a la anémica. Pasó el día en un acceso de fiebre registrando su guardarropa; al anochecer, salió del brazo de Miranda; llevaba un traje que hasta entonces no había usado por ligero y veraniego en demasía, una túnica de gasa blanca sembrada de claveles de todos colores; pendía de su cintura el espejillo; en sus orejas brillaban los solitarios, y detrás del rodete, con española gracia, ostentaba un haz de claveles. Así compuesta y encendida de calentura y vanidoso placer, parecía hasta hermosa, a despecho de sus pecas y de la pobreza de sus tejidos devastados por la anemia. Tuvo, pues, gran éxito en el Casino; puede decirse que compartió el cetro de la noche con la sueca y con el lord inglés estrafalario, del cual se contaba que tenía alfombrada con tapiz turco la cuadra de sus caballos y baldosado de piedra el salón de recibir. Gozosa y atendida, veía Pilar una fiesta de las Mil y una noches en el Casino constelado de innumerables mecheros de gas, en el aire tibio poblado con las armonías de la magnifica orquesta, en el salón de baile donde los amorcillos juguetones del techo se bañaban en el vaho dorado de las luces. Jiménez, el marquesito de Cañahejas y Monsieur Anatole, se disputaron el placer de bailar con ella. Miranda reclamó un rigodón, y para colmo de dicha y victoria, las Amézagas se reconcomían mirando de reojo el espejillo, dije que sólo brillaba sobre dos faldas: la de Pilar y la de la sueca. Fue, en suma, uno de esos momentos únicos en la vida de una niña vanidosa, en que el orgullo halagado origina tan dulces impresiones, que casi emula otros goces más íntimos y profundos, eternamente ignotos para semejantes criaturas. Pilar bailó con todas sus parejas como si de cada una de ellas estuviese muy prendada; tanto brillaban sus ojos y tal expansión revelaba su actitud. Perico no pudo menos de decirle sotto voce: ...

En la línea 1060
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Mientras de tal suerte espantaban Perico y Miranda el mal humor, a Pilar se le deshacía el pulmón que le restaba, paulatinamente, como se deshace una tabla roída por la carcoma. No empeoraba, porque ya no podía estar peor, y su vivir, más que vida, era agonía lenta, no muy penosa, amargándola solamente unas crisis de tos que traían a la garganta las flemas del pulmón deshecho, amenazando ahogar a la enferma. Estaba allí la vida como el resto de llama en el pábilo consumido casi: el menor movimiento, un poco de aire, bastan para extinguirlo del todo. Se había determinado la afonía parcial y apenas lograba hablar, y sólo en voz muy queda y sorda, como la que pudiese emitir un tambor rehenchido de algodón en rama. Apoderábanse de ella somnolencias tenaces, largas; modorras profundas, en que todo su organismo, sumido en atonía vaga, remedaba y presentía el descanso final de la tumba. Cerrados los ojos, inmóvil el cuerpo, juntos los pies ya como en el ataúd, quedábase horas y horas sobre la cama, sin dar otra señal de vida que la leve y sibilante respiración. Eran las horas meridianas aquellas en que preferentemente la atacaba el sueño comático, y la enfermera, que nada podía hacer sino dejarla reposar, y a quien abrumaba la espesa atmósfera del cuarto, impregnada de emanaciones de medicinas y de vahos de sudor, átomos de aquel ser humano que se deshacía, salía al balconcillo, bajaba las escaleras que conducían al jardín, y aprovechando la sombra del desmedrado plátano, se pasaba allí las horas muertas cosiendo o haciendo crochet. Su labor y dechado consistía en camisitas microscópicas, baberos no mayores, pañales festoneados pulcramente. En faena tan secreta y dulce íbanse sin sentir las tardes; y alguna que otra vez la aguja se escapaba de los ágiles dedos, y el silencio, el retiro, la serenidad del cielo, el murmurio blando de los magros arbolillos, inducían a la laboriosa costurera a algún contemplativo arrobo. El sol lanzaba al través del follaje dardos de oro sobre la arena de las calles; el frío era seco y benigno a aquellas horas; las tres paredes del hotel y de la casa de Artegui formaban una como natural estufa, recogiendo todo el calor solar y arrojándolo sobre el jardín. La verja, que cerraba el cuadrilátero, caía a la calle de Rívoli, y al través de sus hierros se veían pasar, envueltas en las azules neblinas de la tarde, estrechas berlinas, ligeras victorias, landós que corrían al brioso trote de sus preciados troncos, jinetes que de lejos semejaban marionetas y peones que parecían chinescas sombras. En lontananza brillaba a veces el acero de un estribo, el color de un traje o de una librea, el rápido girar de los barnizados rayos de una rueda. Lucía observaba las diferencias de los caballos. Habíalos normandos, poderosos de anca, fuertes de cuello, lucios de piel, pausados en el manoteo, que arrastraban a un tiempo pujante y suavemente las anchas carretelas; habíalos ingleses, cuellilargos, desgarbados y elegantísimos, que trotaban con la precisión de maravillosos autómatas; árabes, de ojos que echaban fuego, fosas nasales impacientes y dilatadas, cascos bruñidos, seca piel y enjutos riñones; españoles, aunque pocos, de opulenta crin, soberbios pechos, lomos anchos y manos corveteadoras y levantiscas. Al ir cayendo el sol se distinguían los coches a lo lejos por la móvil centella de sus faroles; pero confundidos ya colores y formas, cansábanse los ojos de Lucía en seguirlos, y con renovada melancolía se posaban en el mezquino y ético jardín. A veces turbaba su soledad en él, no viajero ni viajera alguna, que los que vienen a París no suelen pasarse la tarde haciendo labor bajo un plátano, sino el mismísimo Sardiola en persona, que so pretexto de acudir con una regadera de agua a las plantas, de arrancar alguna mala hierba, o de igualar un poco la arena con el rodezno, echaba párrafos largos con su meditabunda compatriota. Ello es que nunca les faltó conversación. Los ojos de Lucía no eran menos incansables en preguntar que solícita en responder la lengua de Sardiola. Jamás se describieron con tal lujo de pormenores cosas en rigor muy insignificantes. Lucía estaba ya al corriente de las rarezas, gustos e ideas especiales de Artegui, conociendo su carácter y los hechos de su vida, que nada ofrecían de particular. Acaso maravillará al lector, que tan enterado anduviese Sardiola de lo concerniente a aquel a quien sólo trató breve tiempo; pero es de advertir que el vasco era de un lugar bien próximo al solar de los Arteguis, y familiar amigo de la vieja ama de leche, única que ahora cuidaba de la casa solitaria. En su endiablado dialecto platicaban largo y tendido los dos, y la pobre mujer no sabía sino contar gracias de su criatura, que oía Sardiola tan embelesado como si él también hubiese ejercido el oficio nada varonil de Engracia. Por tal conducto vino Lucía a saber al dedillo los ápices más menudos del genio y condición de Ignacio; su infancia melancólica y callada siempre, su misántropa juventud, y otras muchas cosas relativas a sus padres, familia y hacienda. ¿Será cierto que a veces se complace el Destino en que por extraña manera, por sendas torturosas, se encuentren dos existencias, y se tropiecen a cada paso e influyan la una en la otra, sin causa ni razón para ello? ¿Será verdad que así como hay hilos de simpatía que los enlazan, hay otro hilo oculto en los hechos, que al fin las aproxima en la esfera material y tangible? ...


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Errores Ortográficos típicos con la palabra Brillaba

Cómo se escribe brillaba o brrillaba?
Cómo se escribe brillaba o vrillava?
Cómo se escribe brillaba o briyaba?

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