La palabra Mentira ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Niebla de Miguel De Unamuno
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece mentira.
Estadisticas de la palabra mentira
Mentira es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 3471 según la RAE.
Mentira tienen una frecuencia media de 26.66 veces en cada libro en castellano
Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la mentira en 150 obras del castellano contandose 4053 apariciones en total.
Más información sobre la palabra Mentira en internet
Mentira en la RAE.
Mentira en Word Reference.
Mentira en la wikipedia.
Sinonimos de Mentira.

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece mentira
La palabra mentira puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1278
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... ¡Mentira, todo mentira! ¡Donde estaba el padre Nevot no podía existir otro! Había que verlo con el hábito arremangado, sobre su jaca, con sable corvo y pistolas. ...
En la línea 517
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... _Alcaparrón_ hablaba con cierto orgullo de sus primas, pero lamentando de paso la diversa suerte de familia. ¡Ellas hechas unas reinas y él con su pobre _mare_, sus hermanos pequeños, y Mari-Cruz, su pobrecita prima, siempre enferma, ganando dos reales en el cortijo! ¡y muchas gracias que les daban trabajo todos los años sabiendo que eran buenos!... Sus primas eran unas _descastás_ que no escribían a la familia, que no la enviaban ni esto. (Y hacía crujir la uña de un pulgar, entre sus dientes de caballo.) --Señó: paece mentira que mi tío se porte tan mal con los suyos, siendo un _cañí_. ¡Con tanto que le quería el probé de mi pare!... ...
En la línea 625
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El cristianismo era una mentira más, desfigurada y explotada por los de arriba para justificar y santificar sus usurpaciones. ¡Justicia, y no Caridad! ¡Bienestar en la tierra para los infelices y que los ricos se reservasen, si la deseaban, la posesión del cielo, abriendo la mano para soltar sus rapiñas terrenales! Los miserables no podían esperar nada de lo alto. Sobre sus cabezas sólo existía un infinito insensible a la desesperación humana: otros mundos que ignoraban la vida de millones de míseros gusanos sobre esta esfera deshonrada por el egoísmo y la violencia. Los hambrientos, los que tenían sed de justicia, sólo debían confiar en ellos mismos. ¡Arriba, aunque fuese para morir! Otros vendrían detrás, que esparcirían la simiente germinadora en los surcos fecundados por su sangre. ¡De pie y en marcha la horda de la miseria, sin más Dios que la rebelión, iluminando su camino la estrella roja, el eterno diablo de las religiones, guía insustituible de todos los grandes movimientos de la humanidad!... ...
En la línea 758
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Calló un instante don Ramón para tomar aliento y recrearse en el eco de su elocuencia, pero al instante prosiguió, mirando a Fermín fijamente, como si éste fuese un enemigo difícil de convencer: --Por desgracia, muchas gentes creen paladear el vino de Jerez cuando beben inmundas sofisticaciones. En Londres, bajo el nombre de Jerez, se venden líquidos heterogéneos. No podemos transigir con esta mentira, señores. El vino de Jerez es como el oro. Podemos admitir que el oro sea puro, de mediana o de baja ley, pero no podemos admitir que se llame oro al _doublé_. Sólo es Jerez el vino que dan los viñedos jerezanos, que recrían y añejan sus almacenistas y que exportan, bajo su honrada firma, casas de intachable crédito, como por ejemplo la de Dupont Hermanos. ...
En la línea 873
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Salvatierra reía recordando lo que había oído sobre el progreso de su país. En los cortijos se veían máquinas agrícolas de los más recientes modelos, y los periódicos, pagados por los ricos, deshacíanse en elogios de las grandes iniciativas de sus protectores en pro del desarrollo agrícola. Mentira, todo mentira. La tierra se cultivaba peor que en tiempo de los moros. Los abonos no se conocían: se hablaba de ellos con desprecio, como invenciones modernas, contrarias a las buenas tradiciones. El cultivo intensivo de otros pueblos era considerado como un ensueño. Se araba a estilo bíblico; dejábase a la tierra que produjera a su capricho, compensando lo débil de la cosecha con la gran extensión de las propiedades y lo irrisorio del jornal. ...
En la línea 7526
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Monseñor -dijo altivamente Athos-, somos gentileshombres, y para salvar nuestra cabeza no diríamos una mentira. ...
En la línea 8362
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Athos lanzó una mirada sobre la epístola, y para hacer desvanecer se todas las sospechas que hubieran podido nacer, leyó en alta voz:«Prima mía, mi hermana y yo adivinamos muy bien los sue ños, y tenemos incluso un miedo horroroso p or ellos; pero espe ro que del vuestro pueda decir que todo sueño es mentira. ...
En la línea 8550
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Pero si vengo a veros -prosiguió Milady, sin saber cuánto agra vaba, con esta respuest a, las sospechas que había hecho nacer en el espíritu de su cuñado la carta de D'Artagnan, y queriendo sólo captar la benevolencia de su oyente con una mentira. ...
En la línea 9115
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Pues bien -dijo Felton-; voy a deciros lo que hacíais, o mejor, lo que ibais a hacer: ibais a acabar la obra fatal q ue alimentáis en vues tro espíritu; pensad, señora, que si nuestro Dios prohíbe la mentira, prohíbe mucho más severamente aún el suicidio. ...
En la línea 1515
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Hace mucho tiempo, conocí yo a un _Caloré_ viejo, muy viejo, tenía más de cien años, y una vez le oí decir que todo lo que creemos ver es mentira; que no hay mundo, ni hombres, ni mujeres, ni caballos, ni mulas, ni olivos. ...
En la línea 6641
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... ¡Tra! ¡Tralará! ¡Ya vienen los ingleses! ¡Oh Inglaterra! ¡Mucho tiempo ha de pasar aún antes de que el sol de tu gloria se abisme en las ondas tenebrosas! ¡Aunque sobre ti se amontonan nubes sombrias, pavorosas, todavía, todavía querrá el Omnipotente dispersarlas, y concederte un porvenir de más duración, y más brillante aún, que tu pasado! ¡Y si tu fin está próximo, que sea un fin noble, digno de la renombrada Reina de los mares! ¡Húndete, si has de hundirte, entre sangre y llamas, con pavoroso estruendo, arrastrando a más de una nación en tu caída! ¡Plegue al Señor preservarte, sobre todo, de una decadencia lenta y oprobiosa, en la que serías, antes de extinguirte, la mofa y escarnio de aquellos mismos enemigos que ahora te envidian y aborrecen, pero te temen; más aún, te admiran y respetan contra su voluntad! ¡Alzate, mientras es tiempo aún, y disponte para un combate a vida o muerte! ¡Arroja de ti la inmunda costra que llevas pegada a tus robustos miembros, que amortigua tu fuerza, y la entorpece y debilita! ¡Arroja de ti a tus falsos filósofos, que con tanto gusto desacreditan lo que, después del amor a Dios, se ha tenido hasta aquí por más sagrado, el amor a la tierra materna! ¡Arroja de ti a los falsos patriotas, que, so pretexto de enderezar los entuertos que sufren los pobres y los débiles, tratan de suscitar discordias internas, de suerte que tu poder sólo sea terrible para ti misma! ¡Expulsa a los falsos profetas, que divinizan la mentira; que han puesto en tus muros argamasa que no fragua, y se caerán; que ven visiones de paz, donde la paz no existe; que han robustecido los brazos de los malvados y entristecido el corazón de los justos! ¡Oh, hazlo, y no temas el resultado, porque o tu fin será grandioso y envidiable, o Dios perpetuará tu reinado sobre los mares, oh tú, su ya antigua Reina! Lo que antecede es parte de una plegaria por mi país natal, que, después de mi acción de gracias habitual, balbucí, ofreciéndosela al Todopoderoso antes de entregarme al descanso, aquel sábado por la noche en Gibraltar. ...
En la línea 49
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. ...
En la línea 758
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... ¿Puédese, por ventura, en un instante esperar y temer, o es bien hacello, siendo las causas del temor más ciertas? ¿Tengo, si el duro celo está delante, de cerrar estos ojos, si he de vello por mil heridas en el alma abiertas? ¿Quién no abrirá de par en par las puertas a la desconfianza, cuando mira descubierto el desdén, y las sospechas, ¡oh amarga conversión!, verdades hechas, y la limpia verdad vuelta en mentira? ¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos celos, ponedme un hierro en estas manos! Dame, desdén, una torcida soga. ...
En la línea 1663
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... A lo cual respondió Sancho: -Vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas vengo a imaginar que todo cuanto me dice de caballerías y de alcanzar reinos e imperios, de dar ínsulas y de hacer otras mercedes y grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de viento y mentira, y todo pastraña, o patraña, o como lo llamáremos. ...
En la línea 1681
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho -respondió don Quijote-, mas quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son de burlas, sino muy de veras; porque de otra manera, sería contravenir a las órdenes de caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de relasos, y el hacer una cosa por otra lo mesmo es que mentir. ...
En la línea 8394
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Se había olvidado de su mentira!. ...
En la línea 14540
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —¡Don Fermín! ¡don Fermín! ¡espere usted en nombre de la humanidad! De Pas se detuvo, se volvió, le miró desde arriba con lástima y disimulando la ira, y le dijo lo menos malo de cuanto se le ocurría: —Parece mentira que sea usted cazador. ...
En la línea 14714
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¿Qué va a decir al verme entrar así? Tendré que inventar una mentira. ...
En la línea 16094
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Sí, sí, decía, yo me lo negaba a mí mismo, pero te quería para mí; quería, allá en el fondo de mis entrañas, sin saberlo, como respiro sin pensar en ello, quería poseerte, llegar a enseñarte que el amor, nuestro amor, debía ser lo primero; que lo demás era mentira, cosa de niños, conversación inútil; que era lo único real, lo único serio el quererme, sobre todo yo a ti, y huir si hacía falta; y arrojar yo la máscara, y la ropa negra, y ser quien soy, lejos de aquí donde no lo puedo ser: sí, Anita, sí, yo era un hombre ¿no lo sabías? ¿por eso me engañaste? Pues mira, a tu amante puedo deshacerle de un golpe; me tiene miedo, sábelo, hasta cuando le miro; si me viera en despoblado, solos frente a frente, escaparía de mí. ...
En la línea 204
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... — Ya la han justificado muchos historiadores, demostrando la falsedad de los crímenes y vicios que le atribuyeron; pero esto no impide que la gente ignorante continúe sin conocer otra figura que la antigua, la creada por la mentira, y cada vez que en los diarios se habla de una envenenadora célebre, nunca falta un periodista ignorante o un lector bodoque que diga: ...
En la línea 444
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Borja levantó la cabeza, mirándola a su vez directamente. Ya no mostraba la indecisión del que dice mentira. Sus palabras tenían el calor de la sinceridad. ...
En la línea 886
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Siento decirle, querido Borja, que su remota parienta nunca fue rubia. Era una valenciana de tez morena, clara y mate, semejante al color pálido del arroz. César Borgia también debió de ser algo moreno, y, sin embargo, le llamaban las damas de entonces il biondo Cesar … Tal vez tuvo Lucrecia los cabellos castaños; pero esto no le impidió ser rubia oro ardiente, rubia veneciana, ensalzando su cabellera color de antorcha pintores y poetas. Algo semejante ocurre en la actualidad. Las damas teñidas conocen mejor que nadie el secreto de su falsificación, y, no obstante aceptan de buena fe los elogios de personas Igualmente enteradas de que no son rubias. Ya sabe que vivimos de convencionalismos e ilusiones. ¡Qué haríamos sin la mentira!… ...
En la línea 1498
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... «Este descendiente de caballeros de la Reconquista española—se dijo Claudio—era por nacimiento generoso e intrépido. En todos los Borgias la franqueza y la bravura fueron condiciones naturales; pero trasladados al ambiente italiano del siglo xv tuvieron que adaptarse a él, para poder vivir. Teniendo en torno la traición y la astucia, la mentira y la duplicidad, propias de la Corte romana, en medio de eclesiásticos familiarizados con el disimulo y la perfidia, acabaron por sobresalir en esta nueva atmósfera, pues su inteligencia superior y su voluntad férrea les facilitaron dicha transformación. César, nacido en Italia y desarrollando su Infancia y su juventud en el mundo papal, resultó el hombre más sutil de su época.» ...
En la línea 946
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Esto era mentira; las señoritas masculinas solo deseaban bailar, y en cuanto a las matronas barbudas, odiaban los versos, porque su declamación las obligaba a permanecer silenciosas, estorbando sus comentarios y murmuraciones. Pero como todas pertenecían a familias universitarias dependientes de Momaren, creyeron prudente acoger el embuste de este con grandes muestras de aprobación. ...
En la línea 1558
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... 'Además, gentleman, este país me parece inmensamente triste y empiezo a aborrecer a los que lo habitan. Creíamos terminada para siempre la guerra; era un monstruo de los tiempos remotos que nunca podía resucitar; y ahora la guerra surge cuando menos lo esperabamos y nadie sabe cuando acabará. ¿Viviremos esclavos eternamente de nuestra barbarie original, sin que haya educación capaz de modificarnos?… ¿Será una mentira el progreso?… ¿Estaremos condenados a dar eternas vueltas, lo mismo que una rueda, sin salir jamás del mismo círculo?… ...
En la línea 170
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Faltábale tiempo a la buena señora para dar parte a sus amigas del feliz suceso; no sabía hablar de otra cosa, y aunque desmadejada ya y sin fuerzas a causa del trabajo y de los alumbramientos, cobraba nuevos bríos para entregarse con delirante actividad a los preparativos de boda, al equipo y demás cosas. ¡Qué proyectos hacía, qué cosas inventaba, qué previsión la suya! Pero en medio de su inmensa tarea, no cesaba de tener corazonadas pesimistas, y exclamaba con tristeza: «¡Si me parece mentira!… ¡Si yo no he de verlo!… ». Y este presentimiento, por ser de cosa mala, vino a cumplirse al cabo, porque la alegría inquieta fue como una combustión oculta que devoró la poca vida que allí quedaba. Una mañana de los últimos días de Diciembre, Isabel Cordero, hallándose en el comedor de su casa, cayó redonda al suelo como herida de un rayo. Acometida de violentísimo ataque cerebral, falleció aquella misma noche, rodeada de su marido y de sus consternados y amantes hijos. No recobró el conocimiento después del ataque, no dijo esta boca es mía, ni se quejó. Su muerte fue de esas que vulgarmente se comparan a la de un pajarito. Decían los vecinos y amigos que había reventado de gusto. Aquella gran mujer, heroína y mártir del deber, autora de diez y siete españoles, se embriagó de felicidad sólo con el olor de ella, y sucumbió a su primera embriaguez. En su muerte la perseguían las fechas célebres, como la habían perseguido en sus partos, cual si la historia la rondara deseando tener algo que ver con ella. Isabel Cordero y D. Juan Prim expiraron con pocas horas de diferencia. ...
En la línea 177
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El tiempo se pasa sin sentir para los que están en éxtasis y para los enamorados. Ni Jacinta ni su esposo apreciaban bien el curso de las fugaces horas. Ella, principalmente, tenía que pensar un poco para averiguar si tal día era el tercero o el cuarto de tan feliz existencia. Pero aunque no sepa apreciar bien la sucesión de los días, el amor aspira a dominar en el tiempo como en todo, y cuando se siente victorioso en lo presente, anhela hacerse dueño de lo pasado, indagando los sucesos para ver si le son favorables, ya que no puede destruirlos y hacerlos mentira. Fuerte en la conciencia de su triunfo presente, Jacinta empezó a sentir el desconsuelo de no someter también el pasado de su marido, haciéndose dueña de cuanto este había sentido y pensado antes de casarse. Como de aquella acción pretérita sólo tenía leves indicios, despertáronse en ella curiosidades que la inquietaban. Con los mutuos cariños crecía la confianza, que empieza por ser inocente y va adquiriendo poco a poco la libertad de indagar y el valor de las revelaciones. Santa Cruz no estaba en el caso de que le mortificara la curiosidad, porque Jacinta era la pureza misma. Ni siquiera había tenido un novio de estos que no hacen más que mirar y poner la cara afligida. Ella sí que tenía campo vastísimo en que ejercer su espíritu crítico. Manos a la obra. No debe haber secretos entre los esposos. Esta es la primera ley que promulga la curiosidad antes de ponerse a oficiar de inquisidora. ...
En la línea 255
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Pero, hija, ¿qué te importa?… Bueno, te lo diré. No tiene nada de particular. Pues señor… vivía en aquella casa un tío de la tal, hermano de la huevera, buen tipo, el mayor perdido y el animal más grande que en mi vida he visto; un hombre que lo ha sido todo, presidiario y revolucionario de barricadas, torero de invierno y tratante en ganado. ¡Ah! ¡José Izquierdo!… te reirías si le vieras y le oyeras hablar. Este tal le sorbió los sesos a una pobre mujer, viuda de un platero y se casó con ella. Cada uno por su estilo, aquella pareja valía un imperio. Todo el santo día estaban riñendo, de pico se entiende… ¡Y qué tienda, hija, qué desorden, qué escenas! Primero se emborrachaba él solo, después los dos a turno. Pregúntale a Villalonga; él es quien cuenta esto a maravilla y remeda los jaleos que allí se armaban. Paréceme mentira que yo me divirtiera con tales escándalos. ¡Lo que es el hombre! Pero yo estaba ciego; tenía entonces la manía de lo popular. ...
En la línea 257
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Al principio sí… te diré… —replicó el Delfín buscando las callejuelas de una explicación algo enojosa—. Pero más que por la deshonra se enfurecía por la fuga. Ella quería tener en su casa a la pobre muchacha, que era su machacante. Esta gente del pueblo es atroz. ¡Qué moral tan extraña la suya!, mejor dicho, no tiene ni pizca de moral. Segunda empezó por presentarse todos los días en la tienda de la Concepción Jerónima, y armar un escándalo a su hermano y a su cuñada. «Que si tú eres esto, si eres lo otro… ». Parece mentira; Villalonga y yo, que oíamos estos jollines desde el entresuelo, no hacíamos más que reírnos. ¡A qué degradación llega uno cuando se deja caer así! Estaba yo tan tonto, que me parecía que siempre había de vivir entre semejante chusma. Pues no te quiero decir, hija de mi alma… un día que se metió allí el picador, el querindango de Segunda. Este caballero y mi amigo Izquierdo se tenían muy mala voluntad… ¡Lo que allí se dijeron!… Era cosa de alquilar balcones. ...
En la línea 414
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –¡Eso es mentira! –exclamó furioso el reyecito. ...
En la línea 456
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –No es muy larga, señor, pero acaso a falta de cosa mejor pueda divertir a Vuestra Majestad. Mi padre, sir Ricardo, es muy rico y de natural en extremo generoso. Murió mi madre siendo yo niño; tengo dos hermanos: Arturo, el mayor, cuya alma es como la de su padre, y Hugo, menor que yo, que es un espíritu mezquino, codicioso, traidor, vicioso, artero… , un reptil. Así fue desde su cuna; así era diez años ha, cuando lo vi por última vez: un bribón de diecinueve años. Entonces yo tenía veinte y Arturo veintidós. No queda nadie más de mi familia, salvo lady Edith, mi prima, que entonces tenía diecisés años. Era hermosa, gentil y buena. Es hija de un conde, la última de su familia, y heredera de una gran fortuna y de un título caducado. Mi padre era su tutor. Yo la amaba y ella me amaba a mí, pera contrajo nupcias con Arturo desde la cuna, y sir Ricardo no quiso consentir que se rompiera el contrato. Arturo quería a otra doncella y nos dijo que tuviéramos ánimo y no perdiéramos la esperanza de que el tiempo y la suerte, de consumo, traerían algún día un feliz suceso a nuestra causa. Hugo codiciaba la hacienda de lady Edith, aunque fingía amarla; pero siempre fue su hábito decir una cosa y pensar otra. Mas todas sus artes se perdieron con la doncella. Hugo pudo engañar a mi padre, pero a nadie más. Mi padre le quería más que a los otros y confiaba en él y en él creía, porque era el hijo menor y los demás lo odiaban, cualidad esta que siempre ha sido parte a granjear el amor de un padre. Hugo tenía un hablar suave y persuasivo y un admirable don para la mentira, y éstas son prendas que ayudan mucho a despertar un afecto ciego. Yo estaba furioso.,., podría ir más allá, y decir que furiosísnno, aunque era una furia demasiada inocente, puesto que a nadie dañaba sino a mí, ni trajo vergüenza a nadie ni pérdida alguna, ni llevaba en sí ningún germen de crimen ni de bajeza, ni de nada que no correspondiera a mi noble condición. ...
En la línea 846
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –Me gusta tu valor, en verdad, pero no comparto tu juicio. Bastantes palizas y vapuleos se lleva uno en esta vida, sin que salga de su camino para provocarlos. Pero procedamos en paz. Yo le creo a tu padre. No dudo que sea capaz de mentir, no dudo que mienta cuando llega la ocasión, porque los mejores de nosotros lo hacemos; pero aquí no hay nada que lo valga. Un hombre sensato no malgasta en tonto una mercancía tan valiosa como es la mentira. Pero vámonos de aquí; y puesto que te ha dado por renunciar a pedir limosna, ¿en qué nos ocuparemos? ¿Robaremos cocinas? ...
En la línea 889
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –¿Cómo puede no ser verdad, Prissy? ¿Iba a decir una mentira? Porque si no fuera verdad, Prissy, sería mentira. Claro que lo sería. Piénsalo bien. Porque todo lo que no es verdad, es mentira, y no se puede creer otra cosa. ...
En la línea 2000
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –¡Parece mentira! –repetía–, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería… No sé si estoy despierto o soñando… ...
En la línea 2000
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –¡Parece mentira! –repetía–, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería… No sé si estoy despierto o soñando… ...
En la línea 500
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Lamento consignar que no temí decir la enorme mentira comprendida en la respuesta: ...
En la línea 646
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... — Puedes estar seguro de algo, Pip - dijo Joe después de reflexionar un rato -, y es que las mentiras no son más que mentiras. Siempre que se presentan no debieran hacerlo y proceden del padre de la mentira, portándose de la misma manera que él. No me hables más de esto, Pip. Éste no es el camino para dejar de ser ordinario, aunque comprendo bien por qué dijeron que eras ordinario. En algunas cosas eres extraordinario. Por ejemplo, eres extraordinariamente pequeño y un estudiante soberbio. ...
En la línea 2019
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Afortunadamente, tuve que tomar precauciones para lograr en la medida de lo posible la seguridad de mi temible huésped; porque como esta idea me impulsara a obrar en cuanto desperté, dejó a los demás pensamientos a cierta distancia y rodeados de alguna confusión. Era evidente la imposibilidad de mantenerlo oculto en mis habitaciones. No se podía hacer, y tan sólo la tentativa engendraría las sospechas de un modo inevitable. Es verdad que ya no tenía a mi servicio al Vengador, pero me cuidaba una vieja muy vehemente, ayudada por un saco de harapos al que llamaba «su sobrina», y mantener una habitación secreta para ellas sería el mejor modo de excitar su curiosidad y sus chismes. Ambas tenían los ojos muy débiles, cosa que yo atribuía a su costumbre crónica de mirar por los agujeros de las cerraduras, y siempre estaban al lado de uno cuando no se las necesitaba para nada; en realidad, ésta era la única cualidad digna de confianza que tenían, sin contar, naturalmente, que eran incapaces de cometer el más pequeño hurto. Y para que aquellas dos personas no sospechasen ningún misterio, resolví anunciar por la mañana que mi tío había llegado inesperadamente del campo. Decidí esta línea de conducta mientras, en la oscuridad, me esforzaba en encender una luz. Y como no encontrase los medios de conseguir mi propósito, no tuve más remedio que salir en busca del sereno para que me ayudase con su linterna. Cuando me disponía a bajar por la oscura escalera, tropecé con algo que resultó ser un hombre acurrucado en un rincón. Como no contestase cuando le pregunté qué hacía allí, sino que, silenciosamente, evitó mi contacto, eché a correr hacia la habitación del portero para rogar al sereno que acudiese en seguida, y cuando subíamos la escalera le di cuenta del incidente. El viento era tan feroz como siempre, y no nos atrevimos a poner en peligro la luz de farol tratando de encender otra vez las luces de la escalera, sino que hicimos una exploración por ésta de arriba abajo, aunque no pudimos encontrar a nadie. Entonces se me ocurrió la posibilidad de que aquel hombre se hubiese metido en mis habitaciones. Así, encendiendo una bujía en el farol del sereno y dejando a éste ante la puerta, examiné con el mayor cuidado las habitaciones, incluso la en que dormía mi temido huésped, pero todo estaba tranquilo y no había nadie más en aquellas estancias. Me causó viva ansiedad la idea de que precisamente en aquella noche hubiese habido un espía en la escalera, y, con objeto de ver si podía encontrar una explicación plausible, interrogué al sereno mientras le daba un vaso de aguardiente, a fin de averiguar si había abierto la puerta a cualquier caballero que hubiese cenado fuera. Me contestó que sí y que durante la cena abrió la puerta a tres. Uno de ellos vivía en Fountain 156 Court, y los otros dos, en el Callejón. Añadió que los había visto entrar a todos en sus respectivas viviendas. Además, el otro huésped que quedaba, y que vivía en la casa de la que mis habitaciones formaban parte, había pasado algunas semanas en el campo y con toda seguridad no regresó aquella noche, porque al subir la escalera pudimos ver su puerta cerrada con candado. - Ha sido la noche tan mala, caballero - dijo el sereno al devolverme el vaso vacío, - que muy pocos se han presentado para que les abriese la puerta. Aparte de los tres caballeros que he citado, no he visto a nadie más desde las once de la noche. Entonces, un desconocido preguntó por usted. Ya sé - contesté -. Era mi tío. ¿Le ha visto usted, caballero? - Sí. - ¿Y también a la persona que le acompañaba? - ¿La persona que le acompañaba? - repetí. - Me pareció que iba con él - replicó el sereno. - Esa persona se detuvo cuando el primero lo hizo para preguntarme, y luego siguió su mismo camino. - ¿Y cómo era esa persona? El sereno no se había fijado mucho. Le pareció que era un obrero y, según creía recordar, vestía un traje de color pardo y una capa oscura. E1 sereno descubrió algo más que yo acerca del particular, lo cual era muy natural, pero, por otra parte, yo tenía mis razones para conceder importancia al asunto. En cuanto me libré de él, cosa que creí conveniente hacer sin prolongar mis explicaciones, me sentí turbado por aquellas dos circunstancias que se presentaban unidas a mi consideración. Así como separadas ofrecían una solución inocente, pues se podía creer, por ejemplo, que se trataba de alguno que volviera de cenar y que se extravió luego en la escalera, quedándose dormido, o que mi visitante trajera a alguien consigo para enseñarle el camino, las dos circunstancias juntas tenían un aspecto muy feo y capaz de asustar a quien, como yo, las últimas horas le inclinaban a sentir desconfianza y miedo. Volví a encender el fuego, que ardió con pálida llama en aquella hora de la mañana, y me quedé adormecido ante él. Me parecía haber pasado así la noche entera cuando las campanas dieron las seis. Como aún quedaba una hora y media hasta que apareciera la luz del día, volví a dormirme. A veces me despertaba inquieto, sintiendo en mis oídos prolijas conversaciones acerca de nada; otras, me sobresaltaban los rugidos del viento en la chimenea, hasta que por fin caí en un profundo sueño, del que me despertó, sobresaltado, el amanecer. Hasta entonces nunca había podido hacerme cargo de mi propia situación, mas, a pesar de lo ocurrido, tampoco me era posible hacerlo ahora. No tenía fuerzas para reflexionar. Me sentía anonadado y desgraciado, pero de un modo incoherente. En cuanto a formar algún plan para lo futuro, no me habría sido más fácil que formar un elefante. Cuando abrí los postigos y miré hacia el exterior, a la mañana tempestuosa y húmeda, todo de color plomizo, y cuando recorrí todas las habitaciones y me senté tembloroso ante el fuego, esperé la aparición de mi lavandera. Me dije que era muy desgraciado, mas apenas sabía por qué o por cuánto tiempo lo había sido, e ignoraba también el día de la semana en que me hallaba y hasta quién era el autor de mi desgracia. Por fin entraron la vieja y su sobrina, la última con una cabeza que apenas se podía distinguir de su empolvada escoba, y mostraron cierta sorpresa al verme ante el fuego. Les dije que mi tío había llegado por la noche y que a la sazón estaba dormido; además, les di las instrucciones necesarias para que, de acuerdo con ello, preparasen el desayuno. Luego me lavé y me vestí mientras ellas quitaban el polvo alrededor de mí, y así, en una especie de sueño o como si anduviera dormido, volví a verme sentado ante el fuego y esperando que él viniese a tomar el desayuno. Lentamente se abrió su puerta y salió. No podía resolverme a mirarle, pero lo hice, y entonces me pareció que tenía mucho peor aspecto a la luz del día. - Todavía no sé - le dije mientras él se sentaba en la mesa - qué nombre debo darle. He dicho que era usted mi tío. - Perfectamente, querido Pip; llámame tío. - Sin duda, a bordo, debió de hacerse llamar usted por algún nombre supuesto. - Sí, querido Pip. Tomé el nombre de Provis. - ¿Quiere usted conservar ese nombre? - Sí, querido Pip. Es tan bueno como cualquiera, a no ser que tú prefieras otro más de tu gusto. - ¿Cuál es su apellido verdadero? - le pregunté en voz muy baja. - Magwitch - contestó en el mismo tono. - Y mi nombre de pila es Abel. - ¿Y qué oficio le enseñaron? - El de golfo, querido Pip. 157 Hablaba en serio y usó la palabra como si, verdaderamente, indicase alguna profesión. - Cuando llegó usted al Temple, anoche… - dije yo, preguntándome si, en realidad, ello había ocurrido la noche anterior, pues me parecía que había pasado mucho tiempo. - Sí, querido Pip. - … cuando llegó usted a la puerta y preguntó al sereno el camino de mi casa, ¿vio si le acompañaba alguien? - No, querido Pip. Estaba solo. - Pues parece que había alguien más. - En tal caso, no me fijé - dijo, dudando. - Ten en cuenta que no conocía el lugar. Pero, ahora que recuerdo, me parece que conmigo entró otra persona. - ¿Es usted conocido en Londres? - Espero que no - contestó moviendo el cuello de un modo que me desagradó. - ¿Y era usted conocido en Londres en otros tiempos? - No, querido Pip. Casi siempre viví en provincias. - ¿Fue usted… juzgado… en Londres? - ¿En qué ocasión? - preguntó, dirigiéndome una rápida mirada. - La última vez. Movió afirmativamente la cabeza y añadió: - Entonces fue cuando conocí a Jaggers. Él me defendía. Estuve a punto de preguntarle por qué causa le habían juzgado, pero él sacó un cuchillo, hizo con él una especie de rúbrica en el aire y me dijo: - Todo lo que he hecho ha sido ya pagado. Y, dichas estas palabras, empezó a comer. Lo hacía con un hambre extraordinaria que me resultaba muy fastidiosa. Y todos sus actos eran groseros, ruidosos y voraces. Desde que le vi comer en los marjales, había perdido algunos dientes y muelas y, al llevarse el alimento a la boca, ladeaba la cabeza, para ponerlo entre sus muelas más fuertes, lo cual le daba el aspecto de perro viejo y hambriento. Si yo hubiese tenido algún apetito al empezar, me habría desaparecido en el acto, pues sentía por aquel hombre extraordinaria repulsión, aversión invencible, y, así, me quedé mirando tristemente el mantel. - Soy gran comedor, querido Pip - dijo como cortés apología al terminar el desayuno. - Pero siempre he sido así. Si mi constitución no me hubiese hecho tan voraz, talvez mis penalidades hubieran sido menores. Además, necesito fumar. Cuando me alquilé por primera vez como pastor, en el otro lado del mundo, estoy seguro de que me habría vuelto loco de tristeza si no hubiese podido fumar. Hablando así se levantó y, llevándose la mano al pecho, sacó una pipa negra y corta y un puñado de tabaco negro de inferior calidad. Después de llenar la pipa volvió a guardarse el tabaco sobrante, como si su bolsillo fuese un cajón. Tomó con las tenazas una brasa del fuego y con ella encendió la pipa. Hecho esto, se volvió de espaldas al fuego y repitió su ademán favorito de tenderme las dos manos para estrechar las mías. -Éste-dijo levantando y bajando mis manos mientras chupaba la pipa, - éste es el caballero que yo he hecho. Un verdadero caballero. No sabes cuán feliz soy al mirarte, Pip. Todo lo que deseo es permanecer a tu lado y mirarte de vez en cuando, querido Pip. Libré mis manos lo antes que pude, y comprendí que ya empezaba a darme cuenta de mi verdadera situación. Mientras oía su ronca voz y miraba su calva cabeza, en cuyos lados crecía el cabello de color gris, me dije que estaba encadenado y con pesadas cadenas. - No podría ver a mi caballero andar por la calle entre el fango. En sus botas no ha de haber la menor mancha de barro. Mi caballero ha de tener caballos, Pip. Caballos de tiro y de silla, no sólo para ti, sino también para tu criado. ¿Acaso los colonos tendrán sus caballos (y hasta de buena raza) y no los tendrá mi caballero de Londres? No, no. Les demostraremos que podemos hacer lo mismo que ellos, ¿no es verdad, Pip? Sacó entonces de su bolsillo una abultada cartera, de la que rebosaban los papeles, y la tiró sobre la mesa. - Aquí hay algo que gastar, querido Pip. Todo eso es tuyo. Todo lo que yo he ganado no me pertenece, sino que es tuyo. No tengas el menor reparo en gastarlo. Hay mucho más en el lugar de donde ha salido eso. Yo he venido a mi país para ver a mi caballero gastar el dinero como a tal. Esto es lo que me dará el mayor placer de mi vida. Lo que más me gustará será ver cómo lo gastas. Y achica a todo el mundo - dijo levantándose, mirando alrededor de la estancia y haciendo chasquear sus dedos. - Achícalos a todos, desde 158 el juez que se adorna con su peluca hasta el colono que con sus caballos levanta el polvo de las carreteras. Quiero demostrarles que mi caballero vale más que todos ellos. - Espere - dije, asustado y asqueado; - deseo hablar con usted. Quiero convenir con usted lo que debe hacerse. Ante todo, deseo saber cómo podemos alejar de usted todo peligro, cuánto tiempo va a estar conmigo y qué proyectos tiene. - Mira, Pip - dijo posando su mano en mi brazo, con tono alterado y en voz baja, - ante todo, escúchame. Hace un momento me olvidé de mí mismo. Todo lo que te dije era algo ridículo, eso es, ridículo. Ahora, Pip, no te acuerdes de lo que te he dicho. No volveré a hablarte de esa manera. -Ante todo - continué, muy alarmado, - ¿qué precauciones pueden tomarse para evitar que le reconozcan y le prendan? - No, querido Pip - dijo en el mismo tono, - lo primero no es eso. Lo primero es lo primero. No he pasado tantos años haciendo de ti un caballero para que no sepa ahora lo que se le debe. Mira, Pip, me he enternecido, eso es. Olvídalo, muchacho. Una sensación de triste comicidad me hizo prorrumpir en una forzada carcajada al contestar: - Ya lo he olvidado. Por Dios, hágame el favor de no insistir acerca de ello. - Sí, pero mira - repitió -. No he venido para enternecerte. Ahora, continúa, querido muchacho. Decías… - ¿Cómo habré de protegerle a usted del peligro a que se expone? - Mira, querido Pip, el peligro no es tan grande como te figuras. Según me dijeron, no es tan grave como parece. Conocen mi secreto Jaggers, Wemmick y tú. ¿Quién más estará enterado? - ¿No hay probabilidades de que le reconozcan a usted por la calle? - pregunté. - En realidad, pocas personas me reconocerían – replicó. - Además, como ya puedes comprender, no tengo la intención de anunciar en los periódicos que A. M. ha vuelto de Botany Bay. Han pasado muchos años, y ¿a quién le puede interesar mi captura? Y sigue fijándote, Pip. Aunque el peligro hubiera sido cincuenta veces mayor, yo habría hecho este viaje para verte, de la misma manera que ahora. - ¿Y cuánto tiempo piensa usted estar aquí? - ¿Cuánto tiempo? - preguntó quitándose de la boca su negra pipa y mirándome -. No pienso volver. He venido para quedarme. - ¿Dónde va usted a vivir? - preguntó -. ¿Qué haremos con usted? ¿En dónde estará seguro? - Querido Pip – replicó, - se pueden comprar patillas postizas, puedo empolvarme el cabello y ponerme anteojos, así como un traje negro de calzón corto y cosas por el estilo. Otros han encontrado la seguridad de esta manera, y lo que hicieron los demás puedo hacerlo yo. Y en cuanto a dónde iré a vivir y cómo, te ruego que me des tu opinión. - Veo que ahora lo toma usted con mucha tranquilidad - le dije, - pero anoche parecía estar algo asustado al decirme que su aventura le ponía en peligro de muerte. - Y sigo diciendo lo mismo, con toda seguridad - replicó poniéndose de nuevo la pipa en la boca. - Equivale a la muerte con una cuerda al cuello, en plena calle y no lejos de aquí. Has de comprender muy bien eso, porque es una cosa muy seria y conviene que te des cuenta. Pero ¿qué remedio, si la cosa ya está hecha? Aquí me tienes. Y el intentar ahora el regreso sería tan peligroso como quedarme, y aun tal vez peor. Además, Pip, estoy aquí porque tenía empeño en vivir a tu lado, y lo deseé años y años. Y en cuanto a mi osadía, ten en cuenta que ya soy gallo viejo y que en mi vida he hecho muchas cosas atrevidas desde que me salieron las plumas; de manera que no me da ningún reparo posarme sobre un espantajo. Si me aguarda la muerte, no hay manera de evitarlo. Que venga si quiere y le daremos la cara, pero no hay que pensar en ella antes de que se presente. Y ahora déjame que contemple otra vez a mi caballero. Una vez más me cogió ambas manos y me examinó con la expresión del que contempla un objeto que posee, fumando, mientras tanto, con la mayor complacencia. Me pareció lo mejor buscarle un alojamiento tranquilo y no muy apartado, del que pudiera tomar posesión al regreso de Herbert, a quien esperaba al cabo de dos o tres días. Inevitablemente, debía confiarse el secreto a mi amigo, aunque no fuese más que por el alivio que había de causarme el hecho de compartirlo con él. Pero eso no fue tan del gusto del señor Provis (resolví llamarle por este nombre), que reservó su decisión de confiar su identidad a Herbert hasta haberle visto y formado favorable opinión de él según su fisonomía. - Y aun entonces, querido Pip - dijo sacando un pequeño, grasiento y negro Testamento de su bolsillo -, aun entonces, será preciso que me preste juramento. El asegurar que mi terrible protector llevara consigo aquel librito negro por el mundo tan sólo con objeto de hacer jurar sobre él a la gente en los casos de apuro, sería afirmar una cosa que nunca llegué a averiguar, aunque sí me consta que jamás vi que lo usara de otra manera. El libro parecía haber sido robado a un 159 tribunal de justicia, y tal vez el conocimiento que tenía de sus antecedentes, combinado con sus experiencias en este sentido, le daban cierta confianza en sus cualidades, como si tuviese una especie de sortilegio legal. En el modo como se lo sacó del bolsillo la primera vez, recordé cómo me había hecho jurar fidelidad en el cementerio, muchos años atrás, y que, según me manifestó la noche anterior, solía jurar a solas sus resoluciones. Como entonces llevaba un traje propio para la navegación, aunque muy mal hecho y sucio, con el cual parecía que se dedicara a la venta de loros o de tabaco antillano, empezamos por tratar del traje que le convendría llevar. Él tenía una fe extraordinaria en las virtudes de los trajes de calzón corto como disfraz, y se proponía vestirse de un modo que le diera aspecto de deán o de dentista. Con grandes dificultades pude convencerle de que le convenía llevar un traje propio de un granjero en buena posición; y convinimos en que se cortara el cabello corto y se lo empolvara ligeramente. Por último, y teniendo en cuenta que aún no le habían visto la lavandera ni su sobrina, debería permanecer invisible hasta que se hubiese llevado a cabo su cambio de traje. Parece que el tomar estas precauciones había de ser cosa sencilla; pero, en mi estado de ánimo y dado lo apurado que yo estaba, empleamos ambos tanto tiempo, que la discusión duró hasta las dos o las tres de la tarde. É1 debía permanecer encerrado en su habitación durante mi ausencia, y por ninguna causa ni razón abriría la puerta. Sabía que en la calle de Essex había una casa de huéspedes respetable, cuya parte posterior daba al Temple, y que se hallaba al alcance de la voz desde mis propias ventanas. Por eso me dirigí en seguida a dicha casa, y tuve la buena fortuna de poder tomar el segundo piso para mi tío, el señor Provis. Luego recorrí algunas tiendas, para hacer las compras necesarias a fin de cambiar su aspecto. Una vez hecho todo eso, me dirigí por mi cuenta a Little Britain. E1 señor Jaggers estaba sentado ante su mesa, pero, al verme entrar, se puso en pie inmediatamente y se situó junto al fuego. - Ahora, Pip – dijo, - sea usted prudente. - Lo seré, señor - le contesté. Porque mientras me dirigía a su despacho reflexioné muy bien acerca de lo que le diría. - No se fíe usted de sí mismo, y mucho menos de otra persona. Ya me entiende usted… , de ninguna otra persona. No me diga nada; no necesito saber nada; no soy curioso. Naturalmente, comprendí que estaba enterado de la llegada de aquel hombre. -Tan sólo deseo, señor Jaggers – dije, - cerciorarme de que es verdad lo que me han dicho. No tengo la esperanza de que sea mentira, pero, por lo menos, puedo comprobarlo. El señor Jaggers hizo un movimiento de afirmación con la cabeza. - ¿Le han dicho o le han informado? - me preguntó con la cabeza ladeada y sin mirarme, pero fijando sus ojos en el suelo con la mayor atención. - Si le han dicho, eso significa una comunicación verbal. Y ya comprende que eso no es posible que ocurra con un hombre que está en Nueva Gales del Sur. - Diré que me han informado, señor Jaggers. - Bien. - Pues he sido informado por una persona llamada Abel Magwitch de que él es el bienhechor que durante tanto tiempo ha sido desconocido para mí. - Es decir, ¿el hombre de Nueva Gales del Sur? - ¿Él solamente? - pregunté. - Él solamente - contestó el señor Jaggers. - No soy tan poco razonable, caballero - le dije, - para hacerle a usted responsable de todas mis equivocaciones y de mis conclusiones erróneas; pero yo siempre me imaginé que sería la señorita Havisham. - Como dice usted muy bien, Pip - replicó el señor Jaggers volviendo fríamente su mirada hacia mí y mordiéndose su dedo índice, - yo no soy responsable de eso. -Y, sin embargo, ¡parecía tan verosímil, caballero! - exclamé con desaliento. - No había la más pequeña evidencia, Pip - contestó el señor Jaggers meneando la cabeza y recogiéndose los faldones de la levita. - Acostúmbrese a no considerar nada por su aspecto, sino por su evidencia. No hay regla mejor que ésta. - Nada más tengo que decir - repliqué dando un suspiro y después de quedarme un momento silencioso. - He comprobado los informes recibidos, y ya no hay más que añadir. - Puesto que Magwitch, de Nueva Gales del Sur, se ha dado a conocer - dijo el señor Jaggers, - ya comprenderá usted, Pip, cuánta ha sido la exactitud con que, en mis comunicaciones con usted, me he 160 atenido a los hechos estrictos. Nunca me he separado lo más mínimo de la estricta línea de los hechos. ¿Está usted persuadido de eso? - Por completo, caballero. - Ya comuniqué a Magwitch, en Nueva Gales del Sur, la primera vez que me escribió desde Nueva Gales del Sur, que no debía esperar que yo me desviara lo más mínimo de la estricta línea de los hechos. También le advertí otra cosa. En su carta parecía aludir de un modo vago a su propósito aún lejano de verle a usted en Inglaterra. Le avisé de que no quería saber una palabra más acerca de eso; que no había la menor probabilidad de obtener un perdón; que había sido desterrado por el término de su vida natural, y que al presentarse en este país cometería un acto de audacia que lo pondría en situación de ser castigado con la pena más grave de las leyes. Di a Magwitch este aviso - añadió el señor Jaggers mirándome con fijeza, - se lo escribí a Nueva Gales del Sur. Y no hay duda de que ajustó su conducta de acuerdo con mi advertencia. -Sin duda - dije. - He sido informado por Wemmick - prosiguió el señor Jaggers, mirándome con la misma fijeza - de que recibió una carta fechada en Portsmouth, procedente de un colono llamado Purvis o… - 0 Provis - corregí. - 0 Provis… Gracias, Pip. Tal vez es Provis. Quizás usted sabe que es Provis. - Sí - contesté. - Usted sabe que es Provis. Una carta fechada en Portsmouth, procedente de un colono llamado Provis, pidiendo detalles acerca de la dirección de usted, con destino a Magwitch. Wemmick le mandó los detalles necesarios, según tengo entendido, a vuelta de correo. Probablemente, por medio de ese Provis ha recibido usted la explicación de Magwitch… , de Nueva Gales del Sur. - En efecto, me he enterado por medio de ese Provis - contesté. - Buenos días, Pip - dijo entonces el señor Jaggers ofreciéndome la mano. - Me alegro mucho de haberle visto. Cuando escriba usted a Magwitch, a Nueva Gales del Sur, o cuando comunique usted por mediacion de Provis, tenga la bondad de mencionar que los detalles y comprobantes de nuestra larga cuenta les serán mandados a usted juntamente con el saldo; porque todavía queda un saldo a su favor. Buenos días, Pip. Nos estrechamos la mano, y él siguió mirándome con fijeza mientras le fue posible. Me dirigí a la puerta, y él continuó con los ojos dirigidos a mí, en tanto que las dos horribles mascarillas parecían esforzarse en abrir los párpados y en proferir con sus hinchadas gargantas la frase: «¡Oh, qué hombre!». Wemmick no estaba, pero aunque se hubiese hallado en su puesto, nada podría haber hecho por mí. Me apresuré a regresar al Temple, en donde encontré al terrible Provis bebiendo agua con ron y fumando apaciblemente en su pipa. Al día siguiente llegaron a casa las prendas y demás cosas que encargara, y él se lo puso todo. Pero lo que se iba poniendo le daba peor aspecto (o, por lo menos, eso me pareció) que cuando había llegado. A mi juicio, había algo en él completamente imposible de disfrazar. Cuanto más y mejor le vestía, más se parecía al asustado fugitivo de los marjales. Eso, en mi recelosa fantasía, debíase sin duda alguna a que su rostro y sus maneras me eran cada vez más familiares; pero me pareció también que arrastraba una de sus piernas, como si en ella llevase aún el pesado grillete, de manera que a mí me parecía un presidiario de pies a cabeza y en todos sus detalles. Además, se notaba la influencia de su solitaria vida en la cabaña cuando hizo de pastor, y le daba un aspecto salvaje que ningún disfraz podía disimular; también la vida infame que llevara entre los hombres había dejado su sello en él, y, como remate, se advertía su convencimiento de que a la sazón vivía oculto y en peligro de ser perseguido. Tanto si estaba sentado como de pie, y tanto si bebia como si comía o permanecía pensativo, con los hombros encogidos, según era peculiar en él; o cuando sacaba su cuchillo de puño de asta y lo limpiaba en el pantalón antes de cortar los manjares; o si se llevaba a los labios los vasos de cristal fino como si fuesen bastos cazos; o si mordía un cantero de pan, o lo mojaba en la salsa, dándole varias vueltas en el plato, secándose luego los dedos en él antes de tragárselo… , en todos esos detalles y en otros muchos que ocurrían a cada minuto del día, siempre seguía siendo el presidiario, el convicto, el condenado. Había mostrado el mayor empeño en empolvarse el cabello, cosa en la cual consentí después de hacerle desistir del calzón corto. Pero el efecto que producían los polvos en sus cabellos no puedo compararlo a nada más que al que causaría el colorete en un cadáver. Era tan desagradable en él aquel fingimiento, que se desistió de los polvos en cuanto se hizo la prueba, y nos limitamos a que llevase cortado al rape su cabello gris. No puedo expresar con palabras las sensaciones que yo experimentaba acerca del misterio en que para mí estaba envuelto aquel hombre. Cuando se quedaba dormido por la tarde, con sus nudosas manos agarradas 161 a los brazos de su sillón y con la calva y hendida cabeza caída sobre el pecho, me quedaba mirándole, preguntándome qué habría hecho y acusándole mentalmente de todos los crímenes imaginables, hasta que me sentía inclinado a levantarme y huir de él. Y cada hora que pasaba aumentaba de tal manera mi aborrecimiento hacia él que, según creo, habría acabado por obedecer a este impulso en las primeras agonías que pasé de esta suerte, a pesar de cuanto había hecho por mí y del peligro que corría, a no ser porque Herbert estaría muy pronto de regreso. Una vez salté de la cama por la noche y hasta empecé a vestirme apresuradamente con mis peores ropas, con el propósito de abandonarle allí con todo lo que yo poseía y alistarme para la India como soldado raso. Dudo que un fantasma hubiera sido más terrible para mí, en aquellas solitarias habitaciones, durante las largas veladas y no más cortas noches, mientras rugía el viento y la lluvia caía sobre la casa. Un fantasma no habría podido ser cogido y ahorcado por mi causa, y la consideración de que él podía serlo y el miedo de que acabase así no contribuían, ciertamente, a disminuir mis terrores. Cuando no estaba dormido o entretenido en un complicado solitario con una raída baraja que poseía - juego que hasta entonces no había visto jamás y cuyos éxitos registraba clavando su cuchillo en la mesa, - me rogaba que le leyera alguna cosa. -Algo en idioma extranjero, querido Pip-decía. Y mientras yo obedecía, aunque él no entendía una sola palabra, se quedaba sentado ante el fuego, con expresión propia de un expositor, y yo le veía a través de los dedos de la mano con que protegía mi rostro de la luz, como si quisiera llamar la atención de los muebles para que se fijasen en mi instrucción. Aquel sabio de la leyenda que se vio perseguido por la fea figura que hizo impíamente no era más desgraciado que yo, perseguido por el ser que me había hecho, y a medida que aumentaba mi repulsión, más me admiraba él y más me quería. He escrito esto como si tal situación hubiese durado un año, pero no se prolongó más de cinco días. Como esperaba a cada momento la llegada de Herbert, no me atrevía a salir, exceptuando después de anochecer, cuando sacaba a Provis a que tomase un poco el aire. Por fin, una noche, después de haber cenado y cuando yo me había adormecido, derrengado, porque pasaba muy malas noches, agitado por toda suerte de pesadillas, me desperté al oír los agradables pasos de mi amigo en la escalera. Provis, que también se había dormido, se estremeció al oír el ruido que hice, y en un momento vi brillar en su mano la hoja de su cuchillo. - ¡No se alarme! ¡Es Herbert! - dije. Y, en efecto, pocos instantes después penetró Herbert en la estancia, excitado y reanimado por las seiscientas millas que acababa de recorrer en Francia. - Haendel, mi querido amigo, ¿cómo estás? Parece como si hubiese estado un año ausente. Tal vez ha sido así, porque estás muy pálido y flaco. Haendel, mi… Pero… , perdon… A1 ver a Provis se interrumpió en sus saludos y en sus apretones de mano. Éste le miraba con la mayor atención y se guardaba lentamente su cuchillo, en tanto que se metía la otra mano en el bolsillo, sin duda en busca de otra cosa. - Herbert, querido amigo - dije yo cerrando las dobles puertas mientras mi compañero miraba muy asombrado -. Este señor… ha venido a visitarme. - Todo va bien, querido Pip - exclamó Provis adelantándose y llevando en la mano su librito negro. Luego, dirigiéndose a Herbert, le dijo: - Tome usted este libro con la mano derecha. ¡Así Dios le mate si dice usted nada a nadie! ¡Bese el libro! - Haz lo que te dice, Herbert - dije. Mi amigo, mirándome con amistosa alarma y extraordinario asombro, hizo lo que Provis le pedia, y este le estrechó la mano inmediatamente, diciendo: -Ahora ya ha jurado usted. Y nunca crea nada de lo que yo le diga si Pip no hace de usted un verdadero caballero. ...
En la línea 2023
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... -Querido muchacho y amigo de Pip: No voy a contarles mi vida como si fuese una leyenda o una novela. Lo esencial puedo decirlo en un puñado de palabras inglesas. En la cárcel y fuera de ella, en la cárcel y fuera de ella, en la cárcel y fuera de ella. Esto es todo. Tal fue mi vida hasta que me encerraron en un barco y Pip se hizo mi amigo. «He cumplido toda clase de condenas, a excepción de la de ser ahorcado. Me han tenido encerrado con tanto cuidado como si fuese una tetera de plata. Me han llevado de un lado a otro, me han sacado de una ciudad para transportarme a otra, me han metido en el cepo, me han azotado y me han molestado de mil maneras. No tengo la menor idea del lugar en que nací, como seguramente tampoco lo saben ustedes. Cuando me di cuenta de mí mismo me hallaba en Essex, hurtando nabos para comer. Recuerdo que alguien me abandonó; era un hombre que se dedicaba al oficio de calderero remendón, y, como se llevó el fuego consigo, yo me quedé temblando de frío. «Sé que me llamaba Magwitch y que mi nombre de pila era Abel. ¿Que cómo lo sabía? Pues de la misma manera que conozco los nombres de los pájaros de los setos y sé cuál es el pinzón, el tordo o el gorrión. Podría haber creído que todos esos nombres eran una mentira, pero como resultó que los de los pájaros eran verdaderos, creí que también el mío lo sería. «Según pude ver, nadie se cuidaba del pequeño Abel Magwitch, que no tenía nada ni encima ni dentro de él. En cambio, todos me temían y me obligaban a alejarme, o me hacían prender. Y tantas veces llegaron a 165 cogerme para meterme en la cárcel, que yo crecí sin dar importancia a eso, dada la regularidad con que me prendían. «Así continué, y cuando era un niño cubierto de harapos, digno de la compasión de cualquiera (no porque me hubiese mirado nunca al espejo, porque desconocía que hubiese tales cosas en las viviendas), gozaba ya de la reputación de ser un delincuente endurecido. 'Éste es un delincuente endurecido - decían en la cárcel al mostrarme a los visitantes. - Puede decirse que este muchacho no ha vivido más que en la cárcel.' Entonces los visitantes me miraban, y yo les miraba a ellos. Algunos me medían la cabeza, aunque mejor habrían hecho midiéndome el estómago, y otros me daban folletos que yo no sabía leer, o me decían cosas que no entendía. Y luego acababan hablándome del diablo. Pero ¿qué demonio podía hacer yo? Tenía necesidad de meter algo en mi estómago, ¿no es cierto? Mas observo que me enternezco, y ya ni sé lo que tengo que hablar. Querido muchacho y compañero de Pip, no tengan miedo de que me enternezca otra vez. «Vagabundeando, pidiendo limosna, robando, trabajando a veces, cuando podía, aunque esto no era muy frecuente, pues ustedes mismos me dirán si habrían estado dispuestos a darme trabajo; robando caza en los vedados, haciendo de labrador, o de carretero, o atando gavillas de heno, a veces ejerciendo de buhonero y una serie de ocupaciones por el estilo, que no conducen más que a ganarse mal la vida y a crearse dificultades; de esta manera me hice hombre. Un soldado desertor que estaba oculto en una venta, me enseñó a leer; y un gigante que recorría el país y que, a cambio de un penique, ponía su firma donde le decian, me enseñó a escribir. Ya no me encerraban con tanta frecuencia como antes, mas, sin embargo, no había perdido de vista por completo las llaves del calabozo. «En las carreras de Epsom, hará cosa de veinte años, trabé relaciones con un hombre cuyo cráneo sería capaz de romper con este atizador, si ahora mismo lo tuviese al alcance de mi mano, con la misma facilidad que si fuese una langosta. Su verdadero nombre era Compeyson; y ése era el hombre, querido Pip, con quien me viste pelear en la zanja, tal como dijiste anoche a tu amigo después de mi salida. «Ese Compeyson se había educado a lo caballero, asistió a una escuela de internos y era instruido. Tenía una conversación muy agradable y era diestro en las buenas maneras de los señores. También era guapo. La víspera de la gran carrera fue cuando lo encontré junto a un matorral en un tenducho que yo conocía muy bien. Él y algunos más estaban sentados en las mesas del tenducho cuando yo entré, y el dueño (que me conocía y que era un jugador de marca) le llamó y le dijo: «Creo que ese hombre podría convenirle', refiriéndose a mí. «Compeyson me miró con la mayor atención, y yo también le miré. Llevaba reloj y cadena, una sortija y un alfiler de corbata, así como un elegante traje. «- A juzgar por las apariencias, no tiene usted muy buena suerte - me dijo Compeyson. «- Así es, amigo; nunca la he tenido. - Acababa de salir de la cárcel de Kingston, a donde fui condenado por vagabundo; no porque hubiesen faltado otras causas, pero no fui allí por nada más. «- La suerte cambia - dijo Compeyson; - tal vez la de usted está a punto de cambiar. «- ¡Ojalá! - le contesté -. Ya sería hora. «- ¿Qué sabe usted hacer? - preguntó Compeyson. «- Comer y beber - le contesté -, siempre que usted encuentre qué. «Compeyson se echó a refr, volvió a mirarme con la mayor atención, me dio cinco chelines y me citó para la noche siguiente en el mismo sitio. «Al siguiente día, a la misma hora y lugar, fui a verme con Compeyson, y éste me propuso ser su compañero y su socio. Los negocios de Compeyson consistían en la estafa, en la falsificación de documentos y firmas, en hacer circular billetes de Banco robados y cosas por el estilo. Además, le gustaba mucho planear los golpes, pero dejar que los llevase a cabo otro, aunque él se quedaba con la mayor parte de los beneficios. Tenía tanto corazón como una lima de acero, era tan frío como la misma muerte y tenía una cabeza verdaderamente diabólica. «Había otro con Compeyson, llamado Arturo… , no porque éste fuese su nombre de pila, sino su apodo. Estaba el pobre en muy mala situación y tan flaco y desmedrado que daba pena mirarle. Él y Compeyson parece que, algunos años antes, habían jugado una mala pasada a una rica señora, gracias a la cual se hicieron con mucho dinero; pero Compeyson apostaba y jugaba, y habría sido capaz de derrochar las contribuciones que se pagan al rey. Así, pues, Arturo estaba enfermo de muerte, pobre, sin un penique y lleno de terrores. La mujer de Compeyson, a quien éste trataba a patadas, se apiadaba del desgraciado cuantas veces le era posible demostrar su compasión, y en cuanto a Compeyson, no tenía piedad de nada ni de nadie. «Podría haberme mirado en el espejo de Arturo, pero no lo hice. Y no quiero ahora decir que el desgraciado me importaba gran cosa, pues ¿para qué serviría mentir? Por eso empecé a trabajar con 166 Compeyson y me convertí en un pobre instrumento en sus manos. Arturo vivía en lo más alto de la casa de Compeyson (que estaba muy cerca de Brentford), y Compeyson le llevaba exactamente la cuenta de lo que le debía por alojamiento y comida, para el caso de que se repusiera lo bastante y saliera a trabajar. El pobre Arturo saldó muy pronto esta cuenta. La segunda o tercera vez que le vi, llegó arrastrándose hasta el salón de Compeyson, a altas horas de la noche, vistiendo una especie de bata de franela, con el cabello mojado por el sudor y, acercándose a la mujer de Compeyson, le dijo: «- Oiga, Sally, ahora sí que es verdad que está conmigo arriba y no puedo librarme de ella. Va completamente vestida de blanco – dijo, - con flores blancas en el cabello; además, está loca del todo y lleva un sudario colgado del brazo, diciendo que me lo pondrá a las cinco de la madrugada. «- No seas animal - le dijo Compeyson. - ¿No sabes que aún vive? ¿Cómo podría haber entrado en la casa a través de la puerta o de la ventana? «- Ignoro cómo ha venido - contestó Arturo temblando de miedo, - pero lo cierto es que está allí, al pie de la cama y completamente loca. Y de la herida que tiene en el corazón, ¡tú le hiciste esa herida!, de allí le salen gotas de sangre. «Compeyson le hablaba con violencia, pero era muy cobarde. «- Sube a este estúpido enfermo a su cuarto - ordenó a su mujer -. Magwitch te ayudara. - Pero él no se acercaba siquiera. »La mujer de Compeyson y yo le llevamos otra vez a la cama, y él deliraba de un modo que daba miedo. «- ¡Miradla! – gritaba. - ¿No veis cómo mueve el sudario hacia mí? ¿No la veis? ¡Mirad sus ojos! ¿Y no es horroroso ver que está tan local - Luego exclamaba -: Va a ponerse el sudario y, en caso de que lo consiga, estoy perdido. ¡Quitádselo! ¡Quitádselo! «Y se agarraba a nosotros sin dejar de hablar con la sombra o contestándole, y ello de tal manera que hasta a mí me pareció que la veía. «La esposa de Compeyson, que ya estaba acostumbrada a él, le dio un poco de licor para quitarle el miedo, y poquito a poco el desgraciado se tranquilizó. «- ¡Oh, ya se ha marchado! ¿Ha venido a llevársela su guardián? - exclamaba. «- Sí, sí - le contestaba la esposa de Compeyson. «- ¿Le recomendó usted bien que la encerrasen y atrancasen la puerta de su celda? «- Sí. «- ¿Y le pidió que le quitase aquel sudario tan horrible? «- Sí, sí, todo eso hice. No hay cuidado ya. «- Es usted una excelente persona - dijo a la mujer de Compeyson. - No me abandone, se lo ruego. Y muchas gracias. «Permaneció tranquilo hasta que faltaron pocos minutos para las cinco de la madrugada; en aquel momento se puso en pie y dio un alarido, exclamando: «- ¡Ya está aquí! ¡Trae otra vez el sudario! ¡Ya lo desdobla! ¡Ahora se me acerca desde el rincón! ¡Se dirige hacia mi cama! ¡Sostenedme, uno por cada lado! ¡No le dejéis que me toque! ¡Ah, gracias, Dios mío! Esta vez no me ha acertado. No le dejéis que me eche el sudario por encima de los hombros. Tened cuidado de que no me levante para rodearme con él. ¡Oh, ahora me levanta! ¡Sostenedme sobre la cama, por Dios! «Dicho esto, se levantó, a pesar de nuestros esfuerzos, y se quedó muerto. «Compeyson consideró aquella muerte con satisfacción, pues así quedaba terminada una relación que ya le era desagradable. Él y yo empezamos a trabajar muy pronto, aunque primero me juró (pues era muy falso) serme fiel, y lo hizo en mi propio libro, este mismo de color negro sobre el que hice jurar a tu amigo. «Sin entrar a referir las cosas que planeaba Compeyson y que yo ejecutaba, lo cual requeriría tal vez una semana, diré tan solo que aquel hombre me metió en tales líos que me convirtió en su verdadero esclavo. Yo siempre estaba en deuda con él, siempre en su poder, siempre trabajando y siempre corriendo los mayores peligros. Él era más joven que yo, pero tenía mayor habilidad e instrucción, y por esta causa me daba quinientas vueltas y no me tenía ninguna compasión. Mi mujer, mientras yo pasaba esta mala temporada con… Pero, ¡alto! Ella no… Miró alrededor de él muy confuso, como si hubiese perdido la línea en el libro de su recuerdos; volvió el rostro hacia el fuego, abrió las manos, que tenía apoyadas en las rodillas, las levantó luego y volvió a dejarlas donde las tenía. - No hay necesidad de hablar de eso - dijo mirando de nuevo alrededor. - La temporada que pasé con Compeyson fue casi tan mala como la peor de mi vida. Dicho esto queda dicho todo. ¿Les he referido que mientras andaba a las órdenes de Compeyson fui juzgado, yo solo, por un delito leve? Contesté negativamente. 167 - Pues bien - continuó él, - fui juzgado y condenado. Y en cuanto a ser preso por sospechas, eso me ocurrió dos o tres veces durante los cuatro o cinco años que duró la situacion; pero faltaron las pruebas. Por último, Compeyson y yo fuimos juzgados por el delito de haber puesto en circulación billetes de Banco robados, pero, además, se nos acusaba de otras cosas. Compeyson me dijo: «Conviene que nos defendamos separadamente y que no tengamos comunicación.» Y esto fue todo. Yo estaba tan miserable y pobre, que tuve que vender toda la ropa que tenía, a excepción de lo que llevaba encima, antes de lograr que me defendiese Jaggers. «Cuando me senté en el banquillo de los acusados me fijé ante todo en el aspecto distinguido de Compeyson, con su cabello rizado, su traje negro y su pañuelo blanco, en tanto que yo tenía miserable aspecto. Cuando empezó la acusación y se presentaron los testigos de cargo, pude observar que de todo se me hacía responsable y que, en cambio, apenas se dirigía acusación alguna contra él. De las declaraciones resultaba que todos me habían visto a mí, según podían jurar; que siempre me entregaron a mí el dinero y que siempre aparecía yo como autor del delito y como única persona que se aprovechaba de él. Cuando empezó a hablar el defensor de Compeyson, la cosa fue más clara para mí, porque, dirigiéndose al tribunal y al jurado, les dijo: «- Aquí tienen ustedes sentados en el banquillo a dos hombres que en nada se parecen; uno de ellos, el más joven, bien educado y refinado, según todo el mundo puede ver; el de más edad carece de educación y de instrucción, como también es evidente. El primero, pocas veces, en caso de que se le haya podido observar en alguna, pocas veces se ha dedicado a estas cosas, y en el caso presente no existen contra él más que ligeras sospechas que no se han comprobado; en cuanto al otro, siempre ha sido visto en todos los lugares en que se ha cometido el delito y siempre se benefició de los resultados de sus atentados contra la propiedad. ¿Es, pues, posible dudar, puesto que no aparece más que un autor de esos delitos, acerca de quién los ha cometido? «Y así prosiguió hablando. Y cuando empezó a tratar de las condiciones de cada uno, no dejó de consignar que Compeyson era instruido y educado, a quien conocían perfectamente sus compañeros de estudios y sus consocios de los círculos y clubs, en donde gozaba de buena reputación. En cambio, yo había sido juzgado y condenado muchas veces y era conocido en todas las cárceles. Cuando se dejó hablar a Compeyson, lo hizo llorando en apariencia y cubriéndose el rostro con el pañuelo. Y hasta les dijo unos versos. Yo, en cambio, no pude decir más que: «Señores, este hombre que se sienta a mi lado es un pillo de marca mayor.' Y cuando se pronunció el veredicto, se recomendó a la clemencia del tribunal a Compeyson, teniendo en cuenta su buena conducta y la influencia que en él tuvieron las malas compañías, a cambio de lo cual él debería declarar todo cuanto supiera contra mí. A mí me consideraron culpable de todo lo que me acusaban. Por eso le dije a Compeyson: «- Cuando salgamos de la sala del Tribunal, te voy a romper esa cara de sinvergüenza que tienes. «Pero él se volvió al juez solicitando protección, y así logró que se interpusieran dos carceleros entre nosotros. Y cuando se pronunció la sentencia vi que a él le condenaban tan sólo a siete años, y a mí, a catorce. El juez pareció lamentar haber tenido que condenarle a esta pena, en vista de que habría podido llevar una vida mejor; pero en cuanto a mí, me dijo que yo era un criminal endurecido, arrastrado por mis violentas pasiones, y que seguramente empeoraría en vez de corregirme. Habíase excitado tanto al referirnos esto, que tuvo necesidad de interrumpir su relato para dominarse. Hizo dos o tres aspiraciones cortas, tragó saliva otras tantas veces y, tendiéndome la mano, añadió, en tono tranquilizador: - No voy a enternecerme, querido Pip. Pero como estaba sudoroso, se sacó el pañuelo y secóse el rostro, la cabeza, el cuello y las manos antes de poder continuar. -Había jurado a Compeyson romperle la cara, aunque para ello tuviese que destrozar la mía propia. Fuimos a parar al mismo pontón; mas, a pesar de que lo intenté, tardé mucho tiempo en poder acercarme a él. Por fin logré situarme tras él y le di un golpecito en la mejilla, tan sólo con objeto de que volviese la cara y destrozársela entonces, pero me vieron y me impidieron realizar mi propósito. El calabozo de aquel barco no era muy sólido para un hombre como yo, capaz de nadar y de bucear. Me escapé hacia tierra, y andaba oculto por entre las tumbas cuando por vez primera vi a mi Pip. Y me dirigió una mirada tan afectuosa que de nuevo se me hizo aborrecible, aunque sentía la mayor compasión por él. - Gracias a mi Pip me di cuenta de que también Compeyson se había escapado y estaba en los marjales. A fe mía, estoy convencido de que huyó por el miedo que me tenía, sin saber que yo estaba ya en tierra. Le perseguí, y cuando lo alcancé le destrocé la cara. 168 «- Y ahora - le dije -, lo peor que puedo hacerte, sin tener en cuenta para nada lo que a mí me suceda, es volverte al pontón. «Y habría sido capaz de echarme al agua con él y, cogiéndole por los cabellos, llevarlo otra vez al pontón aun sin el auxilio de los soldados. «Como es natural, él salió mejor librado, porque tenía mejores antecedentes que yo. Además, dijo que se había escapado temeroso de mis intenciones asesinas con respecto a él, y por todo eso su castigo fue leve. En cuanto a mí, me cargaron de cadenas, fui juzgado otra vez y me deportaron de por vida. Pero, mi querido Pip y amigo suyo, eso no me apuró mucho, pues podía volver, y, en efecto, he podido, puesto que estoy aquí. Volvió a secarse la cabeza con el pañuelo, como hiciera antes; luego sacó del bolsillo un poco de tabaco, se quitó la pipa del ojal en que se la había puesto, lentamente la llenó y empezó a fumar. - ¿Ha muerto? - pregunté después de un silencio. - ¿Quién, querido Pip? - Compeyson. - Él debe de figurarse que he muerto yo, en caso de que aún viva. Puedes tener la seguridad de eso - añadió con feroz mirada. - Pero no he oído hablar de él desde entonces. Herbert había estado escribiendo con su lápiz en la cubierta de un libro que tenía delante. Suavemente empujó el libro hacia mí, mientras Provis estaba fumando y con los ojos fijos en el fuego, y así pude leer sobre el volumen: «El nombre del joven Havisham era Arturo. Compeyson es el hombre que fingió enamorarse de la señorita Havisham». Cerré el libro a hice una ligera seña a Herbert, quien dejó el libro a un lado; pero ninguno de los dos dijimos una sola palabra, sino que nos quedamos mirando a Provis, que fumaba ante el fuego. ...
En la línea 996
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑¿Que no necesitas dinero? Hermano, eso es una solemne mentira. Sé muy bien que el dinero te hace falta… Le ruego que tenga un poco de paciencia. Esto no es nada… Tiene sueños de grandeza. Estas cosas le ocurren incluso cuando su salud es perfecta. Usted es un hombre de buen sentido. Entre los dos le ayudaremos, es decir, le llevaremos la mano, y firmará. ¡Hala, vamos! ...
En la línea 1216
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Aunque parezca mentira, Zosimof ‑continuó Rasumikhine‑, se le hizo esta pregunta y con estas mismas palabras. Lo sé de buena fuente… ¿Qué té parece? Dime: ¿qué té parece? ...
En la línea 2111
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pero al pronunciar estas palabras se turbó y palideció. Se sentía invadido por un frío de muerte al evocar cierta reciente impresión. De nuevo tuvo que confesarse que había dicho una gran mentira, pues sabía muy bien que no solamente no volvería a hablar a su madre ni a su hermana con el corazón en la mano, sino que ya no pronunciaría jamás una sola palabra espontánea ante nadie. La impresión que le produjo esta idea fue tan violenta, que casi perdió la conciencia de las cosas momentáneamente, y se levantó y se dirigió a la puerta sin mirar a nadie. ...
En la línea 2190
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos. Celebro tu resolución, porque detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con toda franqueza. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él. ...

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