La palabra Esposo ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
La llamada de la selva de Jack London
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece esposo.
Estadisticas de la palabra esposo
Esposo es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 3769 según la RAE.
Esposo tienen una frecuencia media de 24.7 veces en cada libro en castellano
Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la esposo en 150 obras del castellano contandose 3755 apariciones en total.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Esposo
Cómo se escribe esposo o hesposo?
Cómo se escribe esposo o ezpozo?
Más información sobre la palabra Esposo en internet
Esposo en la RAE.
Esposo en Word Reference.
Esposo en la wikipedia.
Sinonimos de Esposo.

la Ortografía es divertida

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece esposo
La palabra esposo puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1231
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y los muchachos contestaban con furiosas cabezadas, chocando algunos la testa con la del vecino, y hasta su mujer, conmovida por lo del templo y la antorcha, cesaba de hacer media y echaba atrás la silleta de esparto para envolver a su esposo en una mirada de admiración. ...
En la línea 1774
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La buena mujer, habituada a oír y admirar a su esposo, no podía seguir una conversación. ...
En la línea 2287
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Batistet y los pequeños empezaron a llorar y Teresa continuó los alaridos, como si su esposo se hallase en la agonía. ...
En la línea 249
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... A la noble señora le indignaba todo lo que pudiese alterar la armonía majestuosa de su existencia y de su salón. Su mismo esposo era para ella un motivo de disgusto por sus modales de hombre de trabajo, siempre ansioso de descanso, y aquel desenfado grave y un tanto excéntrico que había copiado de sus corresponsales de Inglaterra. Sólo sentía por él un débil afecto semejante al que inspira un socio comercial. Estaba unida a él por el interés común en favor de los hijos; por cierta gratitud al ver que su trabajo aseguraba la riqueza de sus descendientes. En el hijo mayor había concentrado toda la cantidad de amor de que era capaz su alma austera y orgullosa. ...
En la línea 338
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Lo mismo la veían en las principales calles elegantemente vestida o en el Campo de la Feria en un lujoso carruaje, como se presentaba despeinada y envuelta en un mantón copiando el andar de las mozas bravas y contestando a los requiebros de los hombres con palabras que ruborizaban a muchos. Gustaba de sonreír con gestos de misteriosa complicidad a los pacíficos señores que pasaban junto a ella con sus familias. Después reía como una loca pensando en las querellas conyugales que estallaban al volver a casa aquellos matrimonios honrados y solemnes que ella había tratado cuando vivía con su esposo. En una acera de la calle Larga, ante las mesas de los principales casinos, había besado a un amigo con exagerados transportes de pasión, entre el griterío de la gente que salía a las puertas. ...
En la línea 1500
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Quédate en paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo que los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque tú no quedes arrepentida de lo que heciste y yo no tome venganza de lo que no deseo. ...
En la línea 1583
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal término los deseos de don Fernando, que se determinó, para poder alcanzarlo y conquistar la entereza de la labradora, darle palabra de ser su esposo, porque de otra manera era procurar lo imposible. ...
En la línea 1589
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Ya cuando él me vino a decir esto, según después se supo, había gozado a la labradora con título de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse a su salvo, temeroso de lo que el duque su padre haría cuando supiese su disparate. ...
En la línea 1931
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -«Digo, pues -prosiguió Cardenio-, que, estando todos en la sala, entró el cura de la perroquia, y, tomando a los dos por la mano para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir: ''¿Queréis, señora Luscinda, al señor don Fernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la Santa Madre Iglesia?'', yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a escuchar lo que Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte o la confirmación de mi vida. ...
En la línea 527
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Pero su prudente esposo, considerando que Bermúdez pasaba con afectado desdén delante de aquellos vivos y flamantes colores, dio un codazo a su mujer para que entendiera que por allí se pasaba sin hacer aspavientos. ...
En la línea 853
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cartelas, medallas, hornacinas (y señalaba con el dedo), capiteles, frontones rotos, guirnaldas, colgadizos, hojarasca, arabescos, que pululáis por las decoraciones de puertas, ventanas, tragaluces y pechinas; en nombre del arte, de la santa idea de sobriedad y la no menos inmortal e inmaculada de armonía, yo os condeno a la maldición de la historia! —Pues oiga usted —se atrevió a decir la Infanzón sin mirar a su esposo —; diga usted lo que quiera, esta capilla me parece a mí muy bonita; y me parece en cambio muy feo profanar el templo. ...
En la línea 1267
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Aquel noble esposo a quien debía la dignidad y la independencia de su vida, bien merecía la abnegación constante a que ella estaba resuelta. ...
En la línea 1284
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —¡Pobrecita! ¡cuán ajena estará, allá en su tranquilo sueño, de que su esposo la engaña y sale de casa dos horas antes de lo que ella piensa!. ...
En la línea 825
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Veíase Rodrigo de Borja elegido Papa en el momento que más intensa era su pasión por esta amante primaveral y maliciosa. Adriana, la suegra de Julia, amparaba dichos amores. La había casado con su hijo Ursino Orsini, y al día siguiente del matrimonio, que se celebró en el mismo palacio del cardenal, salía el joven esposo para su castillo de Basanello, mientras la Farnesio se quedaba en Roma con el titulo de dama de honor de Lucrecia, hija del Vicecanciller. Este terriblemente prolífero, hacía madre a la bella Julia, llamada también la Farnesina, en 1492, poco antes de ser elegido Papa. ...
En la línea 869
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El señor de Pésaro, hermoso jinete, la saludaba graciosamente con su gorra, y ella devolvía el saludo a este esposo visto por primera vez. Después de la ceremonia del matrimonio celebrábase un banquete en el Belvedere del Vaticano, al que asistían ciento cincuenta damas de la nobleza romana. los embajadores, los personajes más notables de la ciudad, once cardenales y numerosos obispos También estaba presente la señora Teodorina. hija de Inocencio VIII, y su hija, la marquesa de Gerase. Los hijos de los pontífices difuntos continuaban figurando honorablemente en la Corte de los papas herederos. Su situación era comparable a la de las familias de los ex presidentes de República, que siguen teniendo entrada libre en las fiestas de los presidentes sucesores si es que no existe una enemistad irreconciliable. ...
En la línea 875
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Por su parte, Juan Sforza no tenía ninguna prisa en la consumación del matrimonio, según se vio más adelante. Fue al ir a Pésaro cuando Lucrecia empezó a quejarse de no estar servida por su esposo, como ella esperaba, pronunciándose finalmente el divorcio, después de probar que la joven Borgia continuaba virgen Sforza se vio acusado, por unos de impotencia y por otros de inversión sexual, luego de negarse a realizar la prueba de su virilidad, exigida por los jueces. ...
En la línea 889
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Una de las preocupaciones de la hija del Papa era el lavatorio de la cabeza, acto indispensable todas las semanas. Cuando partió de Roma para siempre, yendo a reunirse con su tercero y último esposo en Ferrara, invirtió veintisiete días en el viaje. Cada cinco días, el lento y majestuoso cortejo hacía alto en una población para que madona Lucrecia pudiera lavarsi il capo . Y príncipes, embajadores, damas de honor, escuderos, hombres de armas, suspendían su marcha un día entero, mientras la nueva princesa de Ferrara permanecía varias horas bajo los ardores del sol, llevando encima de sus vestidos un peinador de seda blanca, de gran finura y sutilidad, llamado schiavonetta , y en la cabeza, un sombrero de paja sin cumbre, por cuya abertura pasaba la cabellera, abrigando sus bordes los ojos y el cuello de la beldad, ...
En la línea 23
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Su marido había sido otro hombre, y ella deseaba para Margaret un esposo igual, con una concepción práctica de la existencia, y que supiese aumentar los millones de la cónyuge aportando nuevos millones producto de su trabajo. ...
En la línea 27
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Aun se estremecía en el buque al recordar el tono glacial y cortante con que le había contestado la señora. Su hija era heredera de una respetable fortuna, y bien merecía que su esposo aportase, cuando menos, otro tanto a la asociación matrimonial. ...
En la línea 386
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - Usted sabe, gentleman, quien fue el primer Hombre-Montaña que visitó este país. Hasta creo que el tal gigante dejó escrito un relato de su viaje, y usted debe haberlo leído, indudablemente. Como ya le dije, otros gigantes vinieron detrás de él en diversas épocas; pero esto solo tiene una relación indirecta con los sucesos que quiero relatarle. Ya sabe usted también, aunque sea de un modo vago, como era la vida de mi país en aquella época remota. Nuestro pueblo estaba gobernado por los emperadores, que se creían el centro del mundo y de una materia divina distinta a la de los otros seres. La vida de la nación se concentraba en la persona del soberano. Los más altos personajes saltaban sobre la maroma y hacían otros ejercicios acrobáticos para divertir al monarca del Imperio, que entonces se llamaba Liliput. La gran ambición de todo liliputiense era conseguir algún hilo de color de los que regalaba el déspota para cruzárselo sobre el pecho a guisa de condecoración. En resumen: mi país vivía sometido a una autoridad paternal pero arbitraria, y los hombres llevaban una existencia monótona y somnolienta, al margen de todo progreso. De las mujeres de entonces no hablemos. Eran esclavas, con una servidumbre hipócrita disimulada por el cariño egoísta del esposo y la falsa dulzura del hogar. ...
En la línea 508
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - Imposible, gentleman. -Dijo al fin-. Solo puede emitir esa hipótesis el que no conozca como hemos organizado nuestra sociedad después de la Verdadera Revolución. Todos los malvados principios inventados por el egoísmo de los varones, cuando estos dominaban a las hembras, los hemos resucitado nosotras ahora para su esclavitud moral. Las mujeres intelectuales que influyen en la organización presente (nuestros poetas, nuestros filósofos, nuestros moralistas) se muestran acordes en absoluto al enumerar y definir las virtudes masculinas. Un hombre honesto y de buena familia debe salir poco de casa, preocuparse únicamente de su administración, educar a los hijos pequeños, oír en silencio a su esposo femenino, sin contradecirle nunca; evitar las conversaciones sobre cosas públicas, que corresponden únicamente a las mujeres. ...
En la línea 59
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El idilio se acentuaba cada día, hasta el punto de que la madre de Barbarita, disimulando su satisfacción, decía a esta: «Pero, hija, vais a dejar tamañitos a los Amantes de Teruel». Los esposos salían a paseo juntos todas las tardes. Jamás se ha visto a D. Baldomero II en un teatro sin tener al lado a su mujer. Cada día, cada mes y cada año, eran más tórtolos, y se querían y estimaban más. Muchos años después de casados, parecía que estaban en la luna de miel. El marido ha mirado siempre a su mujer como una criatura sagrada, y Barbarita ha visto siempre en su esposo el hombre más completo y digno de ser amado que en el mundo existe. Cómo se compenetraron ambos caracteres, cómo se formó la conjunción inaudita de aquellas dos almas, sería muy largo de contar. El señor y la señora de Santa Cruz, que aún viven y ojalá vivieran mil años, son el matrimonio más feliz y más admirable del presente siglo. Debieran estos nombres escribirse con letras de oro en los antipáticos salones de la Vicaría, para eterna ejemplaridad de las generaciones futuras, y debiera ordenarse que los sacerdotes, al leer la epístola de San Pablo, incluyeran algún parrafito, en latín o castellano, referente a estos excelsos casados. Doña Asunción Trujillo, que falleció en 1841 en un día triste de Madrid, el día en que fusilaron al general León, salió de este mundo con el atrevido pensamiento de que para alcanzar la bienaventuranza no necesitaba alegar más título que el de autora de aquel cristiano casamiento. Y que no le disputara esta gloria Juana Trujillo, madre de Baldomero, la cual había muerto el año anterior, porque Asunción probaría ante todas las cancillerías celestiales que a ella se le había ocurrido la sublime idea antes que a su prima. ...
En la línea 177
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El tiempo se pasa sin sentir para los que están en éxtasis y para los enamorados. Ni Jacinta ni su esposo apreciaban bien el curso de las fugaces horas. Ella, principalmente, tenía que pensar un poco para averiguar si tal día era el tercero o el cuarto de tan feliz existencia. Pero aunque no sepa apreciar bien la sucesión de los días, el amor aspira a dominar en el tiempo como en todo, y cuando se siente victorioso en lo presente, anhela hacerse dueño de lo pasado, indagando los sucesos para ver si le son favorables, ya que no puede destruirlos y hacerlos mentira. Fuerte en la conciencia de su triunfo presente, Jacinta empezó a sentir el desconsuelo de no someter también el pasado de su marido, haciéndose dueña de cuanto este había sentido y pensado antes de casarse. Como de aquella acción pretérita sólo tenía leves indicios, despertáronse en ella curiosidades que la inquietaban. Con los mutuos cariños crecía la confianza, que empieza por ser inocente y va adquiriendo poco a poco la libertad de indagar y el valor de las revelaciones. Santa Cruz no estaba en el caso de que le mortificara la curiosidad, porque Jacinta era la pureza misma. Ni siquiera había tenido un novio de estos que no hacen más que mirar y poner la cara afligida. Ella sí que tenía campo vastísimo en que ejercer su espíritu crítico. Manos a la obra. No debe haber secretos entre los esposos. Esta es la primera ley que promulga la curiosidad antes de ponerse a oficiar de inquisidora. ...
En la línea 179
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Jacinta creía esto; pero la fe es una cosa y la curiosidad otra. No dudaba ni tanto así del amor de su marido; pero quería saber, sí señor, quería enterarse de ciertas aventurillas. Entre esposos debe haber siempre la mayor confianza, ¿no es eso? En cuanto hay secretos, adiós paz del matrimonio. Pues bueno; ella quería leer de cabo a rabo ciertas paginitas de la vida de su esposo antes de casarse. ¡Como que estas historias ayudan bastante a la educación matrimonial! Sabiéndolas de memoria, las mujeres viven más avisadas, y a poquito que los maridos se deslicen… ¡tras!, ya están cogidos. ...
En la línea 185
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Y a la salida del túnel, el enamorado esposo, después de estrujarla con un abrazo algo teatral y de haber mezclado el restallido de sus besos al mugir de la máquina humeante, gritaba: ...
En la línea 1233
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Así, poco a poco, supo Hendon la historia de su familia. Hacia unos seis años que Arturo había muerto. Esta pérdida, unida a la falta de noticias de Hendon, empeoró la salud del padre, el cual creyó que iba a entregar el alma y quiso ver a Hugo y Edith casados antes de su tránsito; pero Edith suplicó con todas sus fuerzas una demora, para esperar el regreso de Miles. De pronto llegó la carta con la noticia de la muerte del soldado. El golpe postró en cama a sir Ricardo, quien creyó que se acercaba su fin, y él y Hugo insistieron en el matrimonio. Edith suplicó y obtuvo un mes de respiro, y luego otro, y finalmente un tercero; mas por fin el matrimonio se celebró junto al lecho de muerte de sir Ricardo. No fue feliz. Decíase en la comarca que poco después de celebradas las nupcias la esposa halló entre los papeles de su marido varios bosquejos burdos é incompletos de la carta fatal, y le acusó de haber precipitado el matrimonio y al mismo tiempo la muerte de sir Ricardo con una villana falsificación. Todo el mundo decía de los pormenores de la crueldad del esposo para con Edith y las criados, pues desde la muerte de su padre, sir Hugo arrojó de sí todo disfraz de blandura, y se convirtió en un amo implacable para todos aquellos cuya vida, en cualquier modo, dependía de él y de sus dominios. ...
En la línea 843
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El señor Camila se interpuso mientras la señora Camila se llevaba la mano al jadeante pecho, y la buena señora asumió una fortaleza tan poco natural que, según presumí, expresaba la intención de desplomarse sofocada en cuanto estuviese fuera de la estancia, y, después de besar la mano de la señorita Havisham, salió acompañada de su esposo. Sara Pocket y Georgiana contendieron para ver quién sería la última en quedarse, pero la primera tenía demasiada astucia para dejarse derrotar y empezó a dar vueltas, deslizándose en torno de Georgiana con tanta habilidad que ésta no tuvo más remedio que precederla. Entonces Sara Pocket aprovechó los instantes para dirigirse a la señorita Havisham y decirle: ...
En la línea 1713
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El señor Pocket se manifestó satisfecho de verme y expresó la esperanza de no haberme sido antipático. 89 - Porque en realidad - añadió mientras su hijo sonreía - no soy un personaje alarmante. Era un hombre de juvenil aspecto, a pesar de sus perplejidades y de su cabello gris, y sus maneras parecían nuy naturales. Uso la palabra «naturales» en el sentido de que carecían de afectación; había algo cómico en su aspecto de aturdimiento, y habría resultado evidentemente ridículo si él no se hubiese dado cuenta de tal cosa. Cuando hubo hablado conmigo un poco, dijo a su esposa, contrayendo con ansiedad las cejas, que eran negras y muy pobladas: - Supongo, Belinda, que ya has saludado al señor Pip. Ella levantó los ojos de su libro y contestó: - Sí. Luego me sonrió distraídamente y me preguntó si me gustaba el sabor del agua de azahar. Como aquella pregunta no tenía relación cercana o remota con nada de lo que se había dicho, creí que me la habria dirigido sin darse cuenta de lo que decía. A las pocas horas observé, y lo mencionaré en seguida, que la señora Pocket era hija única de un hidalgo ya fallecido, que llegó a serlo de un modo accidental, del cual ella pensaba que habría sido nombrado baronet de no oponerse alguien tenazmente por motivos absolutamente personales, los cuales han desaparecido de mi memoria, si es que alguna vez estuvieron en ella - tal vez el soberano, el primer ministro, el lord canciller, el arzobispo de Canterbury o algún otro, - y, en virtud de esa supuesta oposición, se creyó igual a todos los nobles de la tierra. Creo que se armó caballero a sí mismo por haber maltratado la gramática inglesa con la punta de la pluma en una desesperada solicitud, caligrafiada en una hoja de pergamino, con ocasión de ponerse la primera piedra de algún monumento y por haber entregado a algún personaje real la paleta o el mortero. Pero, sea lo que fuere, había ordenado que la señora Pocket fuese criada desde la cuna como quien, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, debía casarse con un título y a quien había que guardar de que adquiriese conocimientos plebeyos o domésticos. Tan magnífica guardia se estableció en torno a la señorita, gracias a su juicioso padre, que creció adquiriendo cualidades altamente ornamentales pero, al mismo tiempo, por completo inútiles. Con un carácter tan felizmente formado, al florecer su primera juventud encontró al señor Pocket, el cual también estaba en la flor de la suya y en la indecisión entre alcanzar el puesto de lord canciller en la Cámara de los Lores, o tocarse con una mitra. Como el hacer una u otra cosa era sencillamente una cuestión de tiempo y tanto él como la señora Pocket habían agarrado al tiempo por los cabellos (cuando, a juzgar por su longitud, habría sido oportuno cortárselos), se casaron sin el consentimiento del juicioso padre de ella. Este buen señor, que no tenía nada más que retener o que otorgar que su propia bendición, les entregó cariñosamente esta dote después de corta lucha, e informó al señor Pocket de que su hija era «un tesoro para un príncipe». El señor Pocket empleó aquel tesoro del modo habitual desde que el mundo es mundo, y se supone que no le proporcionó intereses muy crecidos. A pesar de eso, la señora Pocket era, en general, objeto de respetuosa compasión por el hecho de que no se hubiese casado con un título, en tanto que a su marido se le dirigían indulgentes reproches por el hecho de no haber obtenido ninguno. El señor Pocket me llevó al interior de la casa y me mostró la habitación que me estaba destinada, la cual era agradable y estaba amueblada de tal manera que podría usarla cómodamente como saloncito particular. Luego llamó a las puertas de dos habitaciones similares y me presentó a sus ocupantes, llamados Drummle y Startop. El primero, que era un joven de aspecto avejentado y perteneciente a un pesado estilo arquitectónico, estaba silbando. Startop, que en apariencia contaba menos años, estaba ocupado en leer y en sostenerse la cabeza, como si temiera hallarse en peligro de que le estallara por haber recibido excesiva carga de conocimientos. Tanto el señor como la señora Pocket tenían tan evidente aspecto de hallarse en las manos de otra persona, que llegué a preguntarme quién estaría en posesión de la casa y les permitiría vivir en ella, hasta que pude descubrir que tal poder desconocido pertenecía a los criados. El sistema parecía bastante agradable, tal vez en vista de que evitaba preocupaciones; pero parecía deber ser caro, porque los criados consideraban como una obligación para consigo mismos comer y beber bien y recibir a sus amigos en la parte baja de la casa. Servían generosamente la mesa de los señores Pocket, pero, sin embargo, siempre me pareció que habría sido preferible alojarse en la cocina, en el supuesto de que el huésped que tal hiciera fuese capaz de defenderse a sí mismo, porque antes de que hubiese pasado allí una semana, una señora de la vecindad, con quien la familia sostenía relaciones de amistad, escribió que había visto a Millers abofeteando al pequeño. Eso dio un gran disgusto a la señora Pocket, quien, entre lágrimas, dijo que le parecía extraordinario que los vecinos no pudieran contentarse con cuidar de sus asuntos propios. Gradualmente averigüé, y en gran parte por boca de Herbert, que el señor Pocket se había educado en Harrow y en Cambridge, en donde logró distinguirse; pero que cuando hubo logrado la felicidad de casarse 90 con la señora Pocket, en edad muy temprana todavía, había abandonado sus esperanzas para emplearse como profesor particular. Después de haber sacado punta a muchos cerebros obtusos-y es muy curioso observar la coincidencia de que cuando los padres de los alumnos tenían influencia, siempre prometían al profesor ayudarle a conquistar un alto puesto, pero en cuanto había terminado la enseñanza de sus hijos, con rara unanimidad se olvidaban de su promesa -, se cansó de trabajo tan mal pagado y se dirigió a Londres. Allí, después de tener que abandonar esperanzas más elevadas, dio cursos a varias personas a quienes faltó la oportunidad de instruirse antes o que no habían estudiado a su tiempo, y afiló de nuevo a otros muchos para ocasiones especiales, y luego dedicó su atención al trabajo de hacer recopilaciones y correcciones literarias, y gracias a lo que así obtenía, añadidos a algunos modestos recursos que poseía, continuaba manteniendo la casa que pude ver. El señor y la señora Pocket tenía una vecina parecida a un sapo; una señora viuda, de un carácter tan altamente simpático que estaba de acuerdo con todo el mundo, bendecía a todo el mundo y dirigía sonrisas o derramaba lágrimas acerca de todo el mundo, según fueran las circunstancias. Se llamaba señora Coiler, y yo tuve el honor de llevarla del brazo hasta el comedor el día de mi instalación. En la escalera me dio a entender que para la señora Pocket había sido un rudo golpe el hecho de que el pobre señor Pocket se viera reducido a la necesidad de tomar alumnos en su casa. Eso, desde luego, no se refería a mí, según dijo con acento tierno y lleno de confianza (hacía menos de cinco minutos que me la habían presentado) , pues si todos hubiesen sido como yo, la cosa habría cambiado por completo. - Pero la querida señora Pocket - dijo la señora Coiler -, después de su primer desencanto (no porque ese simpatico señor Pocket mereciera el menor reproche acerca del particular), necesita tanto lujo y tanta elegancia… - Sí, señora - me apresuré a contestar, interrumpiéndola, pues temía que se echara a llorar. - Y tiene unos sentimientos tan aristocráticos… - Sí, señora - le dije de nuevo y con la misma intención. - … Y es muy duro - acabó de decir la señora Coiler - que el señor Pocket se vea obligado a ocupar su tiempo y su atención en otros menesteres, en vez de dedicarlos a su esposa. No pude dejar de pensar que habría sido mucho más duro que el tiempo y la atención del carnicero no se hubieran podido dedicar a la señora Pocket; pero no dije nada, pues, en realidad, tenía bastante que hacer observando disimuladamente las maneras de mis compañeros de mesa. Llegó a mi conocimiento, por las palabras que se cruzaron entre la señora Pocket y Drummle, en tanto que prestaba la mayor atención a mi cuchillo y tenedor, a la cuchara, a los vasos y a otros instrumentos suicidas, que Drummle, cuyo nombre de pila era Bentley, era entonces el heredero segundo de un título de baronet. Además, resultó que el libro que viera en mano de la señora Pocket, en el jardín, trataba de títulos de nobleza, y que ella conocía la fecha exacta en que su abuelito habría llegado a ser citado en tal libro, en el caso de haber estado en situación de merecerlo. Drummle hablaba muy poco, pero, en sus taciturnas costumbres (pues me pareció ser un individuo malhumorado), parecía hacerlo como si fuese uno de los elegidos, y reconocía en la señora Pocket su carácter de mujer y de hermana. Nadie, a excepción de ellos mismos y de la señora Coiler, parecida a un sapo, mostraba el menor interés en aquella conversación, y hasta me pareció que era molesta para Herbert; pero prometía durar mucho cuando llegó el criado, para dar cuenta de una desgracia doméstica. En efecto, parecía que la cocinera había perdido la carne de buey. Con el mayor asombro por mi parte, vi entonces que el señor Pocket, sin duda con objeto de desahogarse, hacía una cosa que me pareció extraordinaria, pero que no causó impresión alguna en nadie más y a la que me acostumbré rápidamente, como todos. Dejó a un lado el tenedor y el cuchillo de trinchar, pues estaba ocupado en ello en aquel momento; se llevó las manos al desordenado cabello, y pareció hacer extraordinarios esfuerzos para levantarse a sí mismo de aquella manera. Cuando lo hubo intentado, y en vista de que no lo conseguía, reanudó tranquilamente la ocupación a que antes estuviera dedicado. La señora Coiler cambió entonces de conversación y empezó a lisonjearme. Eso me gustó por unos momentos, pero cargó tanto la mano en mis alabanzas que muy pronto dejó de agradarme. Su modo serpentino de acercarse a mí, mientras fingía estar muy interesada por los amigos y los lugares que había dejado, tenía todo lo desagradable de los ofidios; y cuando, como por casualidad, se dirigió a Startop (que le dirigía muy pocas palabras) o a Drummle (que aún le decía menos), yo casi les envidié el sitio que ocupaban al otro lado de la mesa. Después de comer hicieron entrar a los niños, y la señora Coiler empezó a comentar, admirada, la belleza de sus ojos, de sus narices o de sus piernas, sistema excelente para mejorarlos mentalmente. Eran cuatro 91 niñas y dos niños de corta edad, además del pequeño, que podría haber pertenecido a cualquier sexo, y el que estaba a punto de sucederle, que aún no formaba parte de ninguno. Los hicieron entrar Flopson y Millers, como si hubiesen sido dos oficiales comisionados para alistar niños y se hubiesen apoderado de aquéllos; en tanto que la señora Pocket miraba a aquellos niños, que debían de haber sido nobles, como si pensara en que ya había tenido el placer de pasarles revista antes, aunque no supiera exactamente qué podría hacer con ellos. -Mire - dijo Flopson -, déme el tenedor, señora, y tome al pequeño. No lo coja así, porque le pondrá la cabeza debajo de la mesa. Así aconsejada, la señora Pocket cogió al pequeño de otra manera y logró ponerle la cabeza encima de la mesa; lo cual fue anunciado a todos por medio de un fuerte coscorrón. - ¡Dios mío! ¡Devuélvamelo, señora! - dijo Flopson -. Señorita Juana, venga a mecer al pequeño. Una de las niñas, una cosa insignificante que parecía haber tomado a su cargo algo que correspondía a los demás, abandonó su sitio, cerca de mí, y empezó a mecer al pequeño hasta que cesó de llorar y se echó a reír. Luego todos los niños empezaron a reír, y el señor Pocket (quien, mientras tanto, había tratado dos veces de levantarse a sí mismo cogiéndose del pelo) también se rió, en lo que le imitamos los demás, muy contentos. Flopson, doblando con fuerza las articulaciones del pequeño como si fuese una muñeca holandesa, lo dejó sano y salvo en el regazo de la señora Pocket y le dio el cascanueces para jugar, advirtiendo, al mismo tiempo, a la señora Pocket que no convenía el contacto de los extremos de tal instrumento con los ojos del niño, y encargando, además, a la señorita Juana que lo vigilase. Entonces las dos amas salieron del comedor y en la escalera tuvieron un altercado con el disoluto criado que sirvió la comida y que, evidentemente, había perdido la mitad de sus botones en la mesa de juego. Me quedé molesto al ver que la señora Pocket empeñaba una discusión con Drummle acerca de dos baronías, mientras se comía una naranja cortada a rajas y bañada de azúcar y vino, y olvidando, mientras tanto, al pequeño que tenía en el regazo, el cual hacía las cosas más extraordinarias con el cascanueces. Por fin, la señorita Juana, advirtiendo que peligraba la pequeña cabeza, dejó su sitio sin hacer ruido y, valiéndose de pequeños engaños, le quitó la peligrosa arma. La señora Pocket terminaba en aquel momento de comerse la naranja y, pareciéndole mal aquello, dijo a Juana: - ¡Tonta! ¿Por qué vienes a quitarle el cascanueces? ¡Ve a sentarte inmediatamente! - Mamá querida - ceceó la niñita -, el pequeño podía haberse sacado los ojos. - ¿Cómo te atreves a decirme eso? - replicó la señora Pocket-. ¡Ve a sentarte inmediatamente en tu sitio! - Belinda - le dijo su esposo desde el otro extremo de la mesa -. ¿Cómo eres tan poco razonable? Juana ha intervenido tan sólo para proteger al pequeño. - No quiero que se meta nadie en estas cosas - dijo la señora Pocket-. Me sorprende mucho, Mateo, que me expongas a recibir la afrenta de que alguien se inmiscuya en esto. - ¡Dios mío! - exclamó el señor Pocket, en un estallido de terrible desesperación -. ¿Acaso los niños han de matarse con los cascanueces, sin que nadie pueda salvarlos de la muerte? - No quiero que Juana se meta en esto - dijo la señora Pocket, dirigiendo una majestuosa mirada a aquella inocente y pequeña defensora de su hermanito -. Me parece, Juana, que conozco perfectamente la posición de mi pobre abuelito. El señor Pocket se llevó otra vez las manos al cabello, y aquella vez consiguió, realmente, levantarse algunas pulgadas. - ¡Oídme, dioses! - exclamó, desesperado -. ¡Los pobres pequeñuelos se han de matar con los cascanueces a causa de la posición de los pobres abuelitos de la gente! Luego se dejó caer de nuevo y se quedó silencioso. Mientras tenía lugar esta escena, todos mirábamos muy confusos el mantel. Sucedió una pausa, durante la cual el honrado e indomable pequeño dio una serie de saltos y gritos en dirección a Juana, que me pareció el único individuo de la familia (dejando a un lado a los criados) a quien conocía de un modo indudable. - Señor Drummle - dijo la señora Pocket -, ¿quiere hacer el favor de llamar a Flopson? Juana, desobediente niña, ve a sentarte. Ahora, pequeñín, ven con mamá. El pequeño, que era la misma esencia del honor, contestó con toda su alma. Se dobló al revés sobre el brazo de la señora Pocket, exhibió a los circunstantes sus zapatitos de ganchillo y sus muslos llenos de hoyuelos, en vez de mostrarles su rostro, y tuvieron que llevárselo en plena rebelión. Y por fin alcanzó su objeto, porque pocos minutos más tarde lo vi a través de la ventana en brazos de Juana. 92 Sucedió que los cinco niños restantes se quedaron ante la mesa, sin duda porque Flopson tenía un quehacer particular y a nadie más le correspondía cuidar de ellos. Entonces fue cuando pude enterarme de sus relaciones con su padre, gracias a la siguiente escena: E1 señor Pocket, cuya perplejidad normal parecía haber aumentado y con el cabello más desordenado que nunca, los miró por espacio de algunos minutos, como si no pudiese comprender la razón de que todos comiesen y se alojasen en aquel establecimiento y por qué la Naturaleza no los había mandado a otra casa. Luego, con acento propio de misionero, les dirigió algunas preguntas, como, por ejemplo, por qué el pequeño Joe tenía aquel agujero en su babero, a lo que el niño contestó que Flopson iba a remendárselo en cuanto tuviese tiempo; por qué la pequeña Fanny tenía aquel panadizo, y la niña contestó que Millers le pondría un emplasto si no se olvidaba. Luego se derritió en cariño paternal y les dio un chelín a cada uno, diciéndoles que se fuesen a jugar; y en cuanto se hubieron alejado, después de hacer un gran esfuerzo para levantarse agarrándose por el cabello, abandonó el inútil intento. Por la tarde había concurso de remo en el río. Como tanto Drummle como Startop tenían un bote cada uno, resolví tripular uno yo solo y vencerlos. Yo sobresalía en muchos ejercicios propios de los aldeanos, pero como estaba convencido de que carecía de elegancia y de estilo para remar en el Támesis -eso sin hablar de otras aguas, - resolví tomar lecciones del ganador de una regata que pasaba remando ante nuestro embarcadero y a quien me presentaron mis nuevos amigos. Esta autoridad práctica me dejó muy confuso diciéndome que tenía el brazo propio de un herrero. Si hubiese sabido cuán a punto estuvo de perder el discípulo a causa de aquel cumplido, no hay duda de que no me lo habría dirigido. Nos esperaba la cena cuando por la noche llegamos a casa, y creo que lo habríamos pasado bien a no ser por un suceso doméstico algo desagradable. El señor Pocket estaba de buen humor, cuando llegó una criada diciéndole: - Si me hace usted el favor, señor, quisiera hablar con usted. - ¿Hablar con su amo? - exclamó la señora Pocket, cuya dignidad se despertó de nuevo -. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa? Vaya usted y hable con Flopson. O hable conmigo… otro rato cualquiera. - Con perdón de usted, señora - replicó la criada -, necesito hablar cuanto antes y al señor. Por consiguiente, el señor Pocket salió de la estancia y nosotros procuramos entretenernos lo mejor que nos fue posible hasta que regresó. - ¡Ocurre algo muy gracioso, Belinda! - dijo el señor Pocket, con cara que demostraba su disgusto y su desesperación -. La cocinera está tendida en el suelo de la cocina, borracha perdida, con un gran paquete de mantequilla fresca que ha cogido de la despensa para venderla como grasa. La señora Pocket demostró inmediatamente una amable emoción y dijo: - Eso es cosa de esa odiosa Sofía. - ¿Qué quieres decir, Belinda? - preguntó el señor Pocket. - Sofía te lo ha dicho - contestó la señora Pocket -. ¿Acaso no la he visto con mis propios ojos y no la he oído por mí misma cuando llegó con la pretensión de hablar contigo? -Pero ¿no te acuerdas de que me ha llevado abajo, Belinda? - replicó el señor Pocket -. ¿No sabes que me ha mostrado a esa borracha y también el paquete de mantequilla? - ¿La defiendes, Mateo, después de su conducta? - le preguntó su esposa. El señor Poocket se limitó a emitir un gemido de dolor - ¿Acaso la nieta de mi abuelo no es nadie en esta casa? - exclamó la señora Pocket. - Además, la cocinera ha sido siempre una mujer seria y respetuosa, y en cuanto me conoció dijo con la mayor sinceridad que estaba segura de que yo había nacido para duquesa. Había un sofá al lado del señor Pocket, y éste se dejó caer en él con la actitud de un gladiador moribundo. Y sin abandonarla, cuando creyó llegada la ocasión de que le dejase para irme a la cama, me dijo con voz cavernosa: - Buenas noches, señor Pip. ...
En la línea 2008
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Aquélla era la primera vez que se abría una tumba en el camino de mi vida, y fue extraordinario el efecto que ello me produjo. Día y noche me asaltaba el recuerdo de mi hermana, sentada en su sillón junto al fuego de la cocina. Y el pensar que subsistiese esta última sin mi hermana me resultaba de difícil comprensión. Así como en los últimos tiempos apenas o nunca pensé en ella, a la sazón tenía la extraña idea de que iba a verla por la calle, viniendo hacia mí, o que de pronto llamaria a la puerta. También en mi vivienda, con la cual jamás estuvo mi hermana asociada, parecía reinar la impresión de la muerte y la sugestión perpetua del sonido de su voz, o de alguna peculiaridad de su rostro o de su figura, como si aún viviese y me hubiera visitado allí con frecuencia. Cualesquiera que hubieran podido ser mis esperanzas y mi fortuna, es dudoso que yo recordase a mi hermana con mucha ternura. Pero supongo que siempre puede existir cierto pesar aunque el cariño no sea grande. Bajo su influencia (y quizás ocupando el lugar de un sentimiento más tierno), sentí violenta indignación contra el criminal por cuya causa sufrió tanto aquella pobre mujer, y sin duda alguna, de haber tenido pruebas suficientes, hubiera perseguido vengativamente hasta el último extremo a Orlick o a cualquier otro. Después de escribir a Joe para ofrecerle mis consuelos, y asegurándole que no dejaría de asistir al entierro, pasé aquellos días intermedios en el curioso estado mental que ya he descrito. Salí temprano por la mañana y me detuve en El Jabalí Azul. con tiempo más que suficiente para dirigirme a la fragua. Otra vez corría el verano, y el tiempo era muy agradable mientras fui, paseando, hacia la fragua. Entonces recordé con la mayor precisión la época en que no era mas que un niño indefenso y mi hermana no me mimaba ciertamente. Pero lo recordé con mayor suavidad, que incluso hizo más llevadero el mismo recuerdo de «Tickler». Entonces el aroma de las habas y del trébol insinuaba en mi corazón que llegaría el 133 día en que sería agradable para mi memoria que otros, al pasear a la luz del sol, se sintieran algo emocionados al pensar en mí. Por fin llegué ante la casa, y vi que «Trabb & Co.» habían procedido a preparar el entierro, posesionándose de la casa. Dos personas absurdas y de triste aspecto, cada una de ellas luciendo una muletilla envuelta en un vendaje negro, como si tal instrumento pudiera resultar consolador para alguien, estaban situadas ante la puerta principal de la casa; en una de ellas reconocí a un postillón despedido de El Jabalí Azul por haber metido en un aserradero a una pareja de recién casados que hacían su viaje de novios, a consecuencia de una fenomenal borrachera que sufría y que le obligó a agarrarse con ambos brazos al cuello de su caballo para no caerse. Todos los muchachos del pueblo, y muchas mujeres también, admiraban a aquellos enlutados guardianes, contemplando las cerradas ventanas de la casa y de la fragua; cuando yo llegué, uno de los dos guardianes, el postillón, llamó a la puerta como dando a entender que yo estaba tan agobiado por la pena que ni siquiera me quedaba fuerza para hacerlo con mis propias manos. El otro enlutado guardián, un carpintero que en una ocasión se comió dos gansos por una apuesta, abrió la puerta y me introdujo en la sala de ceremonia. Allí, el señor Trabb había tomado para sí la mejor mesa, provisto de los necesarios permisos, y corría a su cargo una especie de bazar de luto, ayudándose de regular cantidad de alfileres negros. En el momento de mi llegada acababa de poner una gasa en el sombrero de alguien, con los extremos de aquélla anudados y muy largos, y me tendió la mano pidiéndome mi sombrero; pero yo, equivocándome acerca de su intento, le estreché la mano que me tendía con el mayor afecto. El pobre y querido Joe, envuelto en una capita negra atada en el cuello por una gran corbata del mismo color, estaba sentado lejos de todos, en el extremo superior de la habitacion, lugar en donde, como presidente del duelo, le había colocado el señor Trabb. Yo le saludé inclinando la cabeza y le dije: - ¿Cómo estás, querido Joe? - ¡Pip, querido amigo! - me contestó -. Usted la conoció cuando todavía era una espléndida mujer. Luego me estrechó la mano y guardó silencio. Biddy, modestamente vestida con su traje negro, iba de un lado a otro y se mostraba muy servicial y útil. En cuanto le hube dicho algunas palabras, pues la ocasión no permitía una conversación más larga, fui a sentarme cerca de Joe, preguntándome en qué parte de la casa estaría mi hermana. En la sala se percibía el débil olor de pasteles, y miré alrededor de mí en busca de la mesa que contenía el refresco; apenas era visible hasta que uno se había acostumbrado a aquella penumbra. Vi en ella un pastel de manzanas, ya cortado en porciones, y también naranjas, sandwichs, bizcochos y dos jarros, que conocía muy bien como objetos de adorno, pero que jamás vi usar en toda mi vida. Uno de ellos estaba lleno de oporto, y el otro, de jerez. Junto a la mesa distinguí al servil Pumblechook, envuelto en una capa negra y con el lazo de gasa en el sombrero, cuyos extremos eran larguísimos; alternativamente se atracaba de lo lindo y hacía obsequiosos movimientos con objeto de despertar mi atención. En cuanto lo hubo logrado, vino hacia mí, oliendo a jerez y a pastel y, con voz contenida, dijo: - ¿Me será permitido, querido señor… ? Y, en efecto, me estrechó las manos. Entonces distinguí al señor y a la señora Hubble, esta última muy apenada y silenciosa en un rincón. Todos íbamos a acompañar el cadáver y, por lo tanto, antes Trabb debía convertirnos separadamente, a cada uno de nosotros, en ridículos fardos de negras telas. - Le aseguro, Pip - murmuró Joe cuando ya estábamos «formados», según decía el señor Trabb, de dos en dos, en el salón, lo cual parecía una horrible preparación para una triste danza, - le aseguro, caballero, que habría preferido llevarla yo mismo a la iglesia, acompañado de tres o cuatro amigos que me habrían prestado con gusto sus corazones y sus brazos; pero se ha tenido en cuenta lo que dirian los vecinos al verlo, temiendo que se figuraran que eso era una falta de respeto. - ¡Saquen los pañuelos ahora! - gritó el señor Trabb en aquel momento con la mayor seriedad y como si dirigiese el ejercicio de algunos reclutas -. ¡Fuera pañuelos! ¿Estamos? Por consiguiente, todos nos llevamos los pañuelos a la cara, como si nos sangrasen las narices, y salimos de dos en dos. Delante íbamos Joe y yo; nos seguían Biddy y Pumblechook, y, finalmente, iban el señor y la señora Hubble. Los restos de mi pobre hermana fueron sacados por la puerta de la cocina, y como era esencial en la ceremonia del entierro que los seis individuos que transportaban el cadáver anduvieran envueltos en una especie de gualdrapas de terciopelo negro, con un borde blanco, el conjunto parecía un monstruo ciego, provisto de doce piernas humanas, cuyos pies intentaban dirigirse cada uno por su lado, bajo la guía de los dos guardias, o sea del postillón y de su camarada. 134 Sin embargo, la vecindad manifestaba su entera aprobación con respecto a aquella ceremonia y nos admiraron mucho mientras atravesábamos el pueblo. Los aldeanos más jóvenes y vigorosos hacían varias tentativas para dividir el cortejo, y hasta se ponían al acecho para interceptar nuestro camino en los lugares convenientes. En aquellos momentos, los más exaltados entre ellos gritaban con la mayor excitación en cuanto aparecíamos por la esquina inmediata: - ¡Ya están aquí! ¡Ya vienen! Cosa que a nosotros no nos alegraba ni mucho menos. En aquella procesión me molestó mucho el abyecto Pumblechook, quien, aprovechándose de la circunstancia de marchar detrás de mí, insistió durante todo el camino, como prueba de sus delicadas atenciones, en arreglar las gasas que colgaban de mi sombrero y en quitarme las arrugas de la capa. También mis pensamientos se distrajeron mucho al observar el extraordinario orgullo del señor y la señora Hubble, que se vanagloriaban enormemente por el hecho de ser miembros de tan distinguida procesión. Apareció ante nosotros la dilatada extensión de los marjales, y casi en seguida las velas de las embarcaciones que navegaban por el río; entramos en el cementerio, situándonos junto a las tumbas de mis desconocidos padres, «Philip Pirrip, último de su parroquia, y también Georgiana, esposa del anterior». Allí mi hermana fue depositada en paz, en la tierra, mientras las alondras cantaban sobre la tumba y el ligero viento la adornaba con hermosas sombras de nubes y de árboles. Acerca de la conducta del charlatán de Pumblechook mientras esto sucedía, no debo decir más sino que por entero se dedicó a mí y que, incluso cuando se leyeron aquellas nobles frases que recuerdan a la humanidad que no trajo consigo nada al mundo ni tampoco puede llevarse nada de éste, y le advierten, además, que la vida transcurre rápida como una sombra y nunca continua por mucho tiempo en esta morada terrena, yo le oí hacer en voz baja una reserva con respecto a un joven caballero que inesperadamente llegó a poseer una gran fortuna. Al regreso tuvo la desvergüenza de expresarme su deseo de que mi hermana se hubiese enterado del gran honor que yo le hacía, añadiendo que tal vez lo habría considerado bien logrado aun a costa de su muerte. Después de eso acabó de beberse todo nuestro jerez, mientras el señor Hubble se bebía el oporto, y los dos hablaron (lo cual, según he observado, es costumbre en estos casos) como si fuesen de otra raza completamente distinta de la de la difunta y notoriamente inmortales. Por fin, Pumblechook se marchó con el señor y la señora Hubble, para pasar la velada hablando del entierro, sin duda alguna, y para decir en Los Tres Alegres Barqueros que él era el iniciador de mi fortuna y el primer bienhechor que tuve en el mundo. En cuanto se hubieron marchado, y asi que Trabb y sus hombres (aunque no su aprendiz, porque le busqué con la mirada) hubieron metido sus disfraces en unos sacos que a prevención llevaban, alejándose a su vez, la casa volvió a adquirir su acostumbrado aspecto. Poco después, Biddy, Joe y yo tomamos algunos fiambres; pero lo hicimos en la sala de respeto y no en la antigua cocina. Joe estaba tan absorto en sus movimientos con el cuchillo, el tenedor, el salero y otros chismes semejantes, que aquello resulto molesto para todos. Pero después de cenar, en cuanto le hice tomar su pipa y en su compañia dimos una vuelta por la fragua, sentándonos luego en el gran bloque de piedra que había en la parte exterior, la cosa marcho mucho mejor. Observé que, después del entierro, Joe se cambió de traje, como si quisiera hacer una componenda entre su traje de las fiestas y el de faena, y en cuanto se hubo puesto este último, el pobre resultó más natural y volvió a adquirir su verdadera personalidad. Le complació mucho mi pregunta de si podría dormir en mi cuartito, cosa que a mí me pareció muy agradable, pues comprendí que había hecho una gran cosa tan sólo con dirigirle aquella petición. En cuanto se espesaron las sombras de la tarde, aproveché una oportunidad para salir al jardín con Biddy a fin de charlar un rato. -Biddy – dije, - creo que habrías podido escribirme acerca de estos tristes acontecimientos. - ¿Lo cree usted así, señor Pip? - replicó Biddy. - En realidad, le habría escrito si se me hubiera ocurrido. - Creo que no te figurarás que quiero mostrarme impertinente si te digo que deberías haberte acordado. - ¿De veras, señor Pip? Su aspecto era tan apacible y estaba tan lleno de compostura y bondad, y parecía tan linda, que no me gustó la idea de hacerla llorar otra vez. Después de mirar un momento sus ojos, inclinados al suelo, mientras andaba a mi lado, abandoné tal idea. - Supongo, querida Biddy, que te será difícil continuar aquí ahora. - ¡Oh, no me es posible, señor Pip! - dijo Biddy con cierto pesar pero con apacible convicción. - He hablado de eso con la señora Hubble, y mañana me voy a su casa. Espero que las dos podremos cuidar un poco al señor Gargery hasta que se haya consolado. - ¿Y cómo vas a vivir, Biddy? Si necesitas algo, di… 135 - ¿Que cómo voy a vivir? - repitió Biddy con momentáneo rubor -. Voy a decírselo, señor Pip. Voy a ver si me dan la plaza de maestra en la nueva escuela que están acabando de construir. Puedo tener la recomendación de todos los vecinos, y espero mostrarme trabajadora y paciente, enseñándome a mí misma mientras enseño a los demás. Ya sabe usted, señor Pip - prosiguió Biddy, sonriendo mientras levantaba los ojos para mirarme el rostro, - ya sabe usted que las nuevas escuelas no son como las antiguas. Aprendí bastante de usted a partir de entonces, y luego he tenido tiempo para mejorar mi instrucción. - Estoy seguro, Biddy, de que siempre mejorarás, cualesquiera que sean las circunstancias. - ¡Ah!, exceptuando en mí el lado malo de la naturaleza humana - murmuró. Tales palabras no eran tanto un reproche como un irresistible pensamiento en voz alta. Pero yo resolví no hacer caso, y por eso anduve un poco más con Biddy, mirando silenciosamente sus ojos, inclinados al suelo. - Aún no conozco detalles de la muerte de mi hermana, Biddy. -Poco hay que decir acerca de esto, ¡pobrecilla! A pesar de que últimamente había mejorado bastante, en vez de empeorar, acababa de pasar cuatro días bastante malos, cuando, una tarde, parecio ponerse mejor, precisamente a la hora del té, y con la mayor claridad dijo: «Joe». Como hacía ya mucho tiempo que no había pronunciado una sola palabra, corrí a la fragua en busca del señor Gargery. La pobre me indicó por señas su deseo de que su esposo se sentase cerca de ella y también que le pusiera los brazos rodeando el cuello de él. Me apresuré a hacerlo, y apoyó la cabeza en el hombro del señor Gargery, al parecer contenta y satisfecha. De nuevo dijo «Joe», y una vez «perdón» y luego «Pip». Y ya no volvió a levantar la cabeza. Una hora más tarde la tendimos en la cama, después de convencernos de que estaba muerta. Biddy lloró, y el jardín envuelto en sombras, la callejuela y las estrellas, que salían entonces, se presentaban borrosos a mis ojos. - ¿Y nunca se supo nada, Biddy? - Nada. - ¿Sabes lo que ha sido de Orlick? - Por el color de su ropa, me inclino a creer que trabaja en las canteras. - Supongo que, en tal caso, lo habrás visto. ¿Por qué miras ahora ese árbol oscuro de la callejuela? - Lo vi ahí la misma noche que ella murió. - ¿Fue ésa la última vez, Biddy? -No. Le he visto ahí desde que entramos en el jardín. Es inútil- añadió Biddy poniéndome la mano sobre el brazo al advertir que yo echaba a correr. - Ya sabe usted que no le engañaría. Hace un minuto que estaba aquí, pero se ha marchado ya. Renació mi indignación al observar que aún la perseguía aquel tunante, hacia el cual experimentaba la misma antipatía de siempre. Se lo dije así, añadiendo que me esforzaría cuanto pudiese, empleando todo el trabajo y todo el dinero que fuese menester, para obligarle a alejarse de la región. Gradualmente, ella me condujo a hablar con mayor calma, y luego me dijo cuánto me quería Joe y que éste jamás se quejaba de nada (no dijo de mí; no tenía necesidad de tal cosa, y yo lo comprendía), sino que siempre cumplía con su deber, en la vida que llevaba, con fuerte mano, apacible lengua y cariñoso corazón. - Verdaderamente, es difícil reprocharle nada – dije. - Mira, Biddy, hablaremos con frecuencia de estas cosas, porque vendré a menudo. No quiero dejar solo al pobre Joe. Biddy no replicó ni una sola palabra. - ¿No me has oído? - pregunté. - Sí, señor Pip. -No me gusta que me llames «señor Pip». Es de muy mal gusto, Biddy. ¿Qué quieres decir con eso? - ¿Que qué quiero decir? - preguntó tímidamente Biddy. - Sí - le dije, muy convencido. - Deseo saber qué quieres decir con eso. - ¿Con eso? - repitió Biddy. - Hazme el favor de contestarme y de no repetir mis palabras. Antes no lo hacías. - ¿Que no lo hacía? - repitió Biddy -. ¡Oh, señor Pip! Creí mejor abandonar aquel asunto. Despues de dar en silencio otra vuelta por el jardín, proseguí diciendo: - Mira, Biddy, he hecho una observación con respecto a la frecuencia con que me propongo venir a ver a Joe. Tú la has recibido con notorio silencio. Haz el favor, Biddy, de decirme el porqué de todo eso. - ¿Y está usted seguro de que vendrá a verle con frecuencia? - preguntó Biddy deteniéndose en el estrecho caminito del jardín y mirándome a la luz de las estrellas con sus claros y honrados ojos. 136 - ¡Dios mío! - exclamé como si a mi pesar me viese obligado a abandonar a Biddy. - No hay la menor duda de que éste es un lado malo de la naturaleza humana. Hazme el favor de no decirme nada más, Biddy, porque esto me disgusta mucho. Y, por esta razón convincente, permanecí a cierta distancia de Biddy durante la cena, y cuando me dirigí a mi cuartito me despedí de ella con tanta majestad como me fue posible en vista de los tristes sucesos de aquel día. Y con la misma frecuencia con que me sentí inquieto durante la noche, cosa que tuvo lugar cada cuarto de hora, reflexioné acerca de la maldad, de la injuria y de la injusticia de que Biddy acababa de hacerme víctima. Tenía que marcharme a primera hora de la mañana. Muy temprano salí y, sin ser visto, miré una de las ventanas de madera de la fragua. Allí permanecí varios minutos, contemplando a Joe, ya dedicado a su trabajo y con el rostro radiante de salud y de fuerza, que lo hacía resplandecer como si sobre él diese el brillante sol de la larga vida que le esperaba. -Adiós, querido Joe. No, no te limpies la mano, ¡por Dios! Dámela ennegrecida como está. Vendré muy pronto y con frecuencia. - Nunca demasiado pronto, caballero - dijo Joe -, y jamás con demasiada frecuencia, Pop. Biddy me esperaba en la puerta de la cocina, con un jarro de leche recién ordeñada y una rebanada de pan. -Biddy - le dije al darle la mano para despedirme -. No estoy enojado, pero sí dolorido. - No, no esté usted dolorido - dijo patéticamente .— Deje que la dolorida sea yo, si he sido poco generosa. Una vez más se levantaba la bruma mientras me alejaba. Y si, como supongo, me permitía ver que yo no volvería y que Biddy estaba en lo cierto, lo único que puedo decir es que tenía razón. ...
En la línea 231
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »Dunia está segura de que conseguirá lo que se propone, gracias a su influencia sobre su futuro esposo, influencia que no le cabe duda de que llegará a tener. Nos hemos guardado mucho de dejar traslucir nuestras esperanzas ante Piotr Petrovitch, sobre todo la de que llegues a ser su socio algún día. Es un hombre práctico y no le habría parecido nada bien lo que habría juzgado como un vano ensueño. Tampoco le hemos dicho ni una palabra de nuestra firme esperanza de que te ayude materialmente cuando estés en la universidad, y ello por dos razones. La primera es que a él mismo se le ocurrirá hacerlo, y lo hará del modo más sencillo, sin frases altisonantes. Sólo faltaría que hiciera un feo sobre esta cuestión a Dunetchka, y más aún teniendo en cuenta que tú puedes llegar a ser su colaborador, su brazo derecho, por decirlo así, y recibir esta ayuda no como una limosna, sino como un anticipo por tu trabajo. Así es como Dunetchka desea que se desarrolle este asunto, y yo comparto enteramente su parecer. ...
En la línea 1678
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Catalina Ivanovna corrió hacia la ventana. Allí había una silla desvencijada y, sobre ella, una cubeta de barro llena de agua. La había preparado para lavar por la noche la ropa interior de su marido y de sus hijos. Este trabajo nocturno lo hacía Catalina Ivanovna dos veces por semana cuando menos, e incluso con más frecuencia, pues la familia había llegado a tal grado de miseria, que ninguno de sus miembros tenía más de una muda. Y es que Catalina Ivanovna no podía sufrir la suciedad y, antes que verla en su casa, prefería trabajar hasta más allá del límite de sus fuerzas. Lavaba mientras todo el mundo dormía. Así podía tender la ropa y entregarla seca y limpia a la mañana siguiente a su esposo y a sus hijos. ...
En la línea 1725
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... El moribundo acababa de recibir la extremaunción. Catalina Ivanovna se acercó al lecho de su esposo. El sacerdote se apartó y antes de retirarse se creyó en el deber de dirigir unas palabras de consuelo a Catalina Ivanovna. ...
En la línea 1749
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Catalina Ivanovna ‑le dijo‑, la semana pasada, su difunto esposo me contó la historia de su vida y todos los detalles de su situación. Le aseguro que hablaba de usted con la veneración más entusiasta. Desde aquella noche en que vi cómo les quería a todos ustedes, a pesar de sus flaquezas, y, sobre todo, cómo la respetaba y la amaba a usted, Catalina Ivanovna, me consideré amigo suyo. Permítame, pues, que ahora la ayude a cumplir sus últimos deberes con mi difunto amigo. Tenga… , veinticinco rublos. Tal vez este dinero pueda serle útil… Y yo… , en fin, ya volveré… Sí, volveré seguramente mañana… Adiós. Ya nos veremos. ...
En la línea 207
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Las quejas de Mercedes tenían que ver con el sexo. Era guapa, bonita y delicada y durante toda su vida había sido tratada con delicadeza. Pero el trato que ahora recibía de su esposo y de su hermano no tenía nada de delicado. Tenía la costumbre de declararse incapaz. Ellos protestaban. Y como no aceptaban lo que ella consideraba su más esencial prerrogativa femenina, les hacía la vida imposible. Ya no le daban pena los perros y, como estaba ofendida y cansada, insistía en viajar subida al trineo. Era bonita y delicada, sí, pero pesaba cincuenta y cinco kilos… un suplemento un poco excesivo para agregarlo al peso que arrastraban aquellos animales débiles y hambrientos. Lo hizo durante días, hasta que los perros cayeron agotados y el trineo quedó inmóvil. Charles y Hal le rogaron que bajara y caminase, se lo suplicaron, se lo imploraron, mientras ella lloraba e importunaba al Altísimo con una relación de sus brutalidades. ...
En la línea 435
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Un marido no es un padre… -contestó éste-. Lo racional, lo sensato, señora, es que me vaya. Ya telegrafié a Miranda de Ebro para que, en el caso de hallarse allí su esposo, le digan que está usted aquí en Bayona esperándole. Pero de fijo estará en camino. ...
En la línea 694
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Me felicito -exclamó Artegui sin menguar un ápice en seriedad-. Pues, señora -siguió volviéndose a Lucía-, ya tiene usted aquí lo que tanto le hubiera convenido encontrar dos días hace: un amigo de su esposo, que con harta más razón, motivo y derecho que yo, puede servirla de rodrigón hasta que el señor Miranda aparezca. ...
En la línea 709
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Era, en efecto, el asendereado novio, cojeando de la pierna derecha, pudiendo apenas sentar el pie, porque los agudos dolores de la luxación, consecuencia ingrata del salto a la vía, se renovaban al apoyar la planta en el suelo. Perdida así la gallardía del andar, los cuarenta y pico se asomaban implacables a todas las líneas del rostro: la triste raya de tinta de los bigotes resaltaba sobre la marchita tez; el párpado caído, hundidas las sienes y desaliñado el cabello, parecía el ex buen mozo una de esas desmanteladas torres, bellas a la luz crepuscular, pero que a mediodía todas se vuelven grietas, ortigas, zarzales y lagartos. Y como Lucía se quedase dudosa, indecisa, sin acertar ni a darle los buenos días, ni a arrojarse en sus brazos, Gonzalvo, censor eterno y sempiterno del matrimonio, desenlazó la extraña situación disparando la risa, y adelantándose a dar un abrazo jocoserio a aquella lamentable caricatura del esposo que llega. ...
En la línea 866
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -¿De Holdteufel? -pronunció con acento cantarín Amalia Amézaga-. ¡Bah, quién lo puede averiguar!, pero según la libertad que le deja, más parece su esposo que su padre. ...
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