La palabra Entrada ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Memoria De Las Islas Filipinas. de Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
La llamada de la selva de Jack London
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece entrada.
Estadisticas de la palabra entrada
La palabra entrada es una de las palabras más comunes del idioma Español, estando en la posición 745 según la RAE.
Entrada es una palabra muy común y se encuentra en el Top 500 con una frecuencia media de 118.13 veces en cada obra en castellano
El puesto de esta palabra se basa en la frecuencia de aparición de la entrada en 150 obras del castellano contandose 17955 apariciones en total.
Más información sobre la palabra Entrada en internet
Entrada en la RAE.
Entrada en Word Reference.
Entrada en la wikipedia.
Sinonimos de Entrada.

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece entrada
La palabra entrada puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 408
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Cuando despertó era ya bien entrada la tarde. ...
En la línea 560
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El hijo mayor hacía continuos viajes a Valencia con la espuerta al hombro, trayendo estiércol y escombros, que colocaba en dos montones, como columnata de honor, a la entrada de la barraca. ...
En la línea 676
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Terminó el alguacil de arreglar el tribunal, y plantóse a la entrada de la verja, esperando a los jueces. ...
En la línea 699
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Era la justicia patriarcal y sencilla del buen rey de las leyendas saliendo por las mañanas a la puerta del palacio para resolver las quejas de sus súbditos; el sistema judicial del jefe de cabila sentenciando a la entrada de su tienda. ...
En la línea 391
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... ¡Y estos zagales, condenados al salvajismo desde su nacimiento, como las criaturas a las que se deforma para explotar su fealdad, ganaban treinta reales al mes, a más de una triste pitanza que no acallaba los estremecimientos de su estómago excitado por el aire de la montaña y las aguas puras de las fuentes! ¡Y sus jefes, los yegüeros y vaqueros, tenían dos reales y medio cuando más, sin fiesta alguna durante el año; todos los días lo mismo, viviendo aislados, con su mísera hembra que procreaba pequeños salvajes, dentro de un chozón, negro y ahumado, un verdadero ataúd sin más entrada que un agujero de madriguera, las paredes de pedruscos sueltos y una cubierta de hojas de corcho!... ...
En la línea 432
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Una claridad lívida inflamó el espacio, y el trueno estalló sobre el cortijo con un estrépito seco que conmovió los cimientos, despertando en los establos un eco de mugidos, relinchos y patadas. Cayó la lluvia de golpe, en grandes masas, como si se desfondase el cielo, y los dos hombres tuvieron que refugiarse bajo el arco de entrada, no viendo más que un pedazo de campo al través de la herradura del portalón. ...
En la línea 541
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Salvatierra y el viejo salieron del patio entre los ladridos de los perros, y siguiendo el muro exterior, llegaron a un cobertizo que daba entrada a la gañanía. ...
En la línea 547
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El arreador era el único que tenía una silla en la gañanía: los demás, hombres y mujeres, sentábanse en el suelo. Junto a él estaban en cuclillas Manolo el de Trebujena con varios amigos, metiendo sus cucharas en un _tornillo_ de gazpacho caliente. La niebla fue disipándose ante los ojos de Salvatierra, habituados ya a esta atmósfera asfixiante. Entonces vio en los rincones grupos de hombres y de mujeres sentados en la tierra apisonada o sobre esterillas de enea. La lluvia, cortando su trabajo a media tarde, les había hecho adelantar la comida de la noche. En torno de los lebrillos de bazofia caliente, hablaban y reían moviendo las cucharas con cierta calma. Presentían que el día siguiente sería de encierro, de holganza forzosa, y deseaban permanecer en vela hasta bien entrada la noche. ...
En la línea 1022
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Hacia las seis, el señor de Tréville anunció que se veía obligado a ir al Louvre; pero como la hora de la audiencia concedida por Su Ma jestad había pasado, en lugar de solicitar la entrada por la escalera pequeña, se plantó con los cuatro hombres en la antecámara. ...
En la línea 2287
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Tomóel mismo corredor que ya había tomado, atravesó un primer patio, luego un segundo cuerpo de edificios; finalmente, a la puerta del patio de entrada, encontró un coche rodeado de cuatro guardias a caballo. ...
En la línea 2623
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... El señor de Tréville hizo triunfalmente su entrada en el Fort -l'Évêque, donde liberó al mosquetero, a quien su apacible indiferencia no había abandonado. ...
En la línea 3762
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Media hora después de la entrada del rey, nuevas aclamaciones sonaron: éstas anunciaban la llegada de la reina . ...
En la línea 101
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... o Que se guarde escala rigurosa en la carrera, y sean promovidos á los juzgados de ascenso los de entrada, y á término los de ascenso; de modo que si este plan se adoptase, una vez provistas las alcaldías, no habian de ser provistos los que aspirasen á entrar en la carrera mas que en juzgados de entrada, y que pasasen por toda la escala para obtener plazas de majistrados en la audiencia, segun se ha dicho. ...
En la línea 101
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... o Que se guarde escala rigurosa en la carrera, y sean promovidos á los juzgados de ascenso los de entrada, y á término los de ascenso; de modo que si este plan se adoptase, una vez provistas las alcaldías, no habian de ser provistos los que aspirasen á entrar en la carrera mas que en juzgados de entrada, y que pasasen por toda la escala para obtener plazas de majistrados en la audiencia, segun se ha dicho. ...
En la línea 106
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Asi, pues, podrán subsistir con decencia los alcaldes mayores de entrada, con el sueldo anual de 1200 pesos fuertes; los de ascenso con 1500, y los de término con 1800: se entiende sin otros honorarios ni ovenciones, como se dijo en el número 7. ...
En la línea 120
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Juzgados de entrada. ...
En la línea 492
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Una enorme fogata, alimentada por el tronco de un alcornoque, ardía en un fogón bajo, a la izquierda de la entrada de la espaciosa cocina. ...
En la línea 604
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Me separé de mi amigo ya muy entrada la noche, y a la mañana siguiente le envié los libros, en la firme y confiada esperanza de que una aurora radiante y gloriosa iba a disipar las lúgubres sombras de la noche que durante tanto tiempo habían envuelto al Alemtejo. ...
En la línea 944
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Poco antes de llegar a la puerta de entrada, observé a mano derecha una cripta vaciada en la vertiente del monte; tres columnas sostenían la techumbre, pero había cedido un poco hacia el fondo, de suerte que la luz penetraba en el interior por una hendidura abierta en lo alto. ...
En la línea 1089
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Al llegar a la entrada del fuerte, un centinela me cortó el paso; pero tuvo la amabilidad de decirme que, con dar mi nombre al oficial comandante, me permitirían visitar el interior. ...
En la línea 1846
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Otro día llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su señor; y, en reconociéndole, les dijo como aquélla era la entrada, y que bien se podían vestir, si era que aquello hacía al caso para la libertad de su señor; porque ellos le habían dicho antes que el ir de aquella suerte y vestirse de aquel modo era toda la importancia para sacar a su amo de aquella mala vida que había escogido, y que le encargaban mucho que no dijese a su amo quien ellos eran, ni que los conocía; y que si le preguntase, como se lo había de preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese que sí, y que, por no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole que le mandaba, so pena de la su desgracia, que luego al momento se viniese a ver con ella, que era cosa que le importaba mucho; porque con esto y con lo que ellos pensaban decirle tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida, y hacer con él que luego se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca; que en lo de ser arzobispo no había de qué temer. ...
En la línea 1946
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Con estas voces y con esta inquietud caminé lo que quedaba de aquella noche, y di al amanecer en una entrada destas sierras, por las cuales caminé otros tres días, sin senda ni camino alguno, hasta que vine a parar a unos prados, que no sé a qué mano destas montañas caen, y allí pregunté a unos ganaderos que hacia dónde era lo más áspero destas sierras. ...
En la línea 2200
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Pregunte vuestra merced lo que quisiere -respondió Sancho-, que a todo daré tan buena salida como tuve la entrada. ...
En la línea 2332
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y este Diego García de Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en Estremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia; y, puesto con un montante en la entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable ejército, que no pasase por ella; y hizo otras tales cosas que, como si él las cuenta y las escribe él asimismo, con la modestia de caballero y de coronista propio, las escribiera otro, libre y desapasionado, pusieran en su olvido las de los Hétores, Aquiles y Roldanes. ...
En la línea 205
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Un hombre que vivía en una de esas «estancias» cuando uno de los ataques, me refirió cómo habían pasado las cosas. Prevenidos con tiempo los habitantes, pudieron meter todo el ganado vacuno y caballar en el corral1 que rodeaba la casa y montar algunos cañoncitos. Los indios (araucanos de Chile meridional), en número de varios centenares, y perfectamente disciplinados, aparecieron bien pronto sobre una colina próxima, divididos en dos columnas; apeáronse de los caballos, se quitaron los mantos de pieles y avanzaron desnudos por completo en son de ataque. La única arma de un indio consiste en un bambú (chuzo) muy largo, adornado con plumas de avestruz y terminado por una punta de lanza muy acerada. Mi acompañante aún parecía sentir profundo terror al recordar aquellos sucesos. Así que llegó cerca de la estancia, el cacique Pincheira intimó a los sitiados a la rendición, amenazándoles, de lo contrario, con la muerte. Como en todas las circunstancias hubiera sido ese el resultado de la entrada de los indios, respondióseles con una descarga de fusilería. Los indios, sin asustarse, se aproximaron a la empalizada del corral; pero, con gran sorpresa suya, advirtieron que las estacas estaban clavadas unas a otras, en vez de estar atadas con tiras de cuero como de costumbre, y en vano intentaron abrir brecha con los cuchillos. ...
En la línea 226
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El país que recorremos al otro día es enteramente semejante al que habíamos recorrido la víspera. Muy pocas aves, muy pocos animales habitan en él. De vez en cuando se ve un ciervo o un guanaco (Llama salvaje); pero el agutí (Cavia patagónica) es el más común de todos los cuadrúpedos. Este animal se asemeja a nuestra liebre, aun cuando difiere de este género en muchos caracteres esenciales; por ejemplo, no tiene más que tres dedos en las patas traseras. Adquiere también doble tamaño que la liebre, pues pesa de 20 a 25 libras. El agutí es el verdadero amigo del desierto; a cada instante vemos dos o tres de estos animales saltando uno tras otro a través de estas llanuras silvestres. Se extienden al norte hasta la sierra Tapalguen (latitud, 370 30'), punto donde la llanura se hace de pronto más húmeda y más verde; el límite meridional de su vivienda está entre Puerto-Deseado y el puerto San Julián, aun cuando la naturaleza del paisaje no cambia en nada. Es de advertir que aunque el agutí ya no se encuentra en ningún punto más al sur del puerto San Julián, el capitán Wood vio en este sitio grandísimo número de ellos durante su viaje en 1670. ¿Qué causa ha podido modificar en una región salvaje,, desierta y tan escasamente visitada como esta, la habitación de este animal? Fundándose en el número de agutís que el capitán Wood mató en un solo día en Puerto-Deseado, parece también que dichos animales eran allí mucho más numerosos entonces que ahora. En todas partes donde habita la viscacha, este animal hace galerías, y el agutí se sirve de ellas; pero en los lugares donde no se encuentra la viscacha, como en Bahía Blanca, el mismo agutí hace minas. Igual acontece con el pequeño búho de las Pampas (Athene cunicularia), descrito tan a menudo, como estando de centinela a la entrada de las conejeras; en efecto, en la banda oriental, donde no hay viscachas, ese ave se ve obligada a hacerse ella misma su guarida en tierra. ...
En la línea 244
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Esas chozas, redondas como hornos, están cubiertas de pieles; a la entrada de cada una de ellas hay un chuzo clavado en tierra. Los toldos están divididos en grupos separados, que pertenecen a las tribus de los diferentes caciques; estos grupos se subdividen a su vez en otros más pequeños, según el grado de parentesco de los poseedores. Seguimos durante muchas millas en el valle del Colorado. Las llanuras de aluvión son muy fértiles en este lado del río y me parecen admirablemente adaptadas para el cultivo de los cereales. Bien pronto volvemos la espalda al río para dirigirnos al norte y entramos en un país que difiere un poco del que atravesamos para llegar al Colorado. El suelo siegue siendo seco y estéril, pero soporta plantas de varias especies; la hierba, aunque siempre agostada y marchita, es más abundante y están más espaciadas las malezas espinosas. Bien pronto desaparecen estas últimas por completo y nada rompe ya entonces la monotonía de la llanura. Este cambio de vegetación señala el comienzo del gran depósito arcilloso-calcáreo que forma la vasta extensión de las Pampas y recubre las rocas graníticas de la banda oriental. Desde el estrecho de Magallanes hasta el Colorado, en una extensión de más de 800 millas (1.290 kilómetros), la superficie del país está en todas partes cubierta por una capa de cantos rodados, casi todos de pórfido, que probablemente proceden de las rocas de las cordilleras. Al norte del Colorado se adelgaza esta capa de guijarros, se hacen éstos cada vez más pequeños y desaparece la vegetación característica de la Patagonia. ...
En la línea 370
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Tres especies de perdices3, dos de ellas tan grandes como faisanes, abundan en los llanos que nos rodean. También se encuentra un gran número de bonitas zorras pequeñas, su mortal enemigo, de las cuales vimos aquel día cuarenta o cincuenta lo menos; por lo común suelen estar a la entrada de su escondrijo, lo cual no impide a los perros matar a una de ellas. A nuestro regreso a la posta, encontramos a dos de nuestros hombres que habían estado de caza por su parte. Han matado a un puma y descubierto un nido de avestruz con 27 huevos. Dícese que cada uno de esos huevos pesa tanto como once de gallina, lo cual hace que ese solo nido nos suministre tanto alimento como pudieran hacerlo 297 huevos de gallina. ...
En la línea 6681
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Estaban en la entrada del Espolón, el paseo de los curas, según antiguo nombre. ...
En la línea 6728
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... La tarde en que el carruaje de los Vegallana dejó al Magistral a la entrada del Espolón, paseaban allí muchos clérigos y no pocos legos de edad y respetabilidad, pero pocas señoras. ...
En la línea 7727
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... algo de lo que sirve a los enfermos y a los ancianos en sus desfallecimientos! Don Santos y el sereno llegaron, después de buen rato, a la puerta de la tienda de Barinaga, que era también entrada de la casa. ...
En la línea 8021
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El teatro de Vetusta, o sea nuestro Coliseo de la plaza del Pan, según le llamaba en elegante perífrasis el gacetillero y crítico de El Lábaro, era un antiguo corral de comedias que amenazaba ruina y daba entrada gratis a todos los vientos de la rosa náutica. ...
En la línea 704
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... A pesar de hallarse muy enfermo, fue Inocencio VIII en procesión desde el Vaticano a la iglesia de Santiago, en la plaza Navona, que era propiedad de los españoles, celebrando allí una gran fiesta. Los regocijos públicos resultaron numerosos. El embajador español pagó una representación pública de la conquista de Granada, el cardenal Rafael Riario organizó un cortejo reproduciendo la entrada triunfal de los soberanos españoles en dicha ciudad, y Rodrigo de Borja dio en la plaza Navona la primera corrida de toros, a estilo de España, que presenciaron los romanos. ...
En la línea 869
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El señor de Pésaro, hermoso jinete, la saludaba graciosamente con su gorra, y ella devolvía el saludo a este esposo visto por primera vez. Después de la ceremonia del matrimonio celebrábase un banquete en el Belvedere del Vaticano, al que asistían ciento cincuenta damas de la nobleza romana. los embajadores, los personajes más notables de la ciudad, once cardenales y numerosos obispos También estaba presente la señora Teodorina. hija de Inocencio VIII, y su hija, la marquesa de Gerase. Los hijos de los pontífices difuntos continuaban figurando honorablemente en la Corte de los papas herederos. Su situación era comparable a la de las familias de los ex presidentes de República, que siguen teniendo entrada libre en las fiestas de los presidentes sucesores si es que no existe una enemistad irreconciliable. ...
En la línea 983
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Mientras tanto, el monarca francés consultaba a sus astrólogos el día más favorable para hacer su entrada en la Ciudad Eterna. Estos designaron el de San Silvestre, y el 31 de diciembre penetró Carlos en Roma con el aparato de un triunfador dando por segura los enemigos de Rodrigo de Borja la pérdida de su tiara. Rovere y los cardenales que iban en el séquito real proyectaban la reunión de un conclave que le depondría, nombrando a otro Pontífice. ...
En la línea 1178
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Me hace recordar a ciertos hombres de nuestra época que escriben sus Memorias para que se publiquen después de su muerte. Poco a poco se apasionan por ellas con un cariño de autor; quieren que sean Interesantes como una novela; se entristecen cuando transcurren días sin poder añadir algo sensacional, y acaban por aceptar serenamente toda clase de chismes y calumnias, sin otra precaución que poner al frente de ellas un se dice . Alejandro Sexto mostraba cierto afecto por los alemanes. Después de los españoles, eran aquéllos los más numerosos en la Corte papal. En realidad, el tal maestro de ceremonias sólo intervenía en los actos públicos, sin tener entrada en la vida particular del Papa, como el español Marrades y otros; pero suplió la falta de intimidad recogiendo en su Diario todas las calumnias y murmuraciones de antesalas y plazuelas contra su protector. ...
En la línea 331
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Otra máquina de uso misterioso para los más de los presentes hizo su entrada en el patio después que desapareció el cronómetro de oro. ...
En la línea 362
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Al aparecer el segundo sol después de su entrada en aquella Galería recuerdo de una feria universal, todo lo mas primario de su instalación estaba ya hecho. Una tropa de carpinteros manejo incesantemente sus martillos, subiendo y bajando por escalas y cuerdas con agilidad simiesca. ...
En la línea 865
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El profesor Flimnap, de acuerdo con los individuos del gobierno municipal, había compuesto un programa dando a la vez satisfacción a la curiosidad del gigante y a la curiosidad del pueblo. Gillespie debía colocarse en las primeras horas de la mañana a la entrada de la ciudad, en el camino conducente al templo de los rayos negros. Así le podría ver todo el vecindario mientras marchaba a la peregrinación nacional. Cuando la muchedumbre se hubiese alejado, el gigante podría entrar por las calles casi desiertas, sin riesgo de aplastar a los transeúntes. ...
En la línea 929
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los jóvenes ansiosos de que alguien se fijase en ellos se preguntaban si habría baile en la tertulia de Momaren. La entrada del poeta nacional sembró la consternación entre las señoritas masculinas aspirantes al matrimonio. ...
En la línea 119
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Juanito reconoció el número 11 en la puerta de una tienda de aves y huevos. Por allí se había de entrar sin duda, pisando plumas y aplastando cascarones. Preguntó a dos mujeres que pelaban gallinas y pollos, y le contestaron, señalando una mampara, que aquella era la entrada de la escalera del 11. Portal y tienda eran una misma cosa en aquel edificio característico del Madrid primitivo. Y entonces se explicó Juanito por qué llevaba muchos días Estupiñá, pegadas a las botas, plumas de diferentes aves. Las cogía al salir, como las había cogido él, por más cuidado que tuvo de evitar al paso los sitios en que había plumas y algo de sangre. Daba dolor ver las anatomías de aquellos pobres animales, que apenas desplumados eran suspendidos por la cabeza, conservando la cola como un sarcasmo de su mísero destino. A la izquierda de la entrada vio el Delfín cajones llenos de huevos, acopio de aquel comercio. La voracidad del hombre no tiene límites, y sacrifica a su apetito no sólo las presentes sino las futuras generaciones gallináceas. A la derecha, en la prolongación de aquella cuadra lóbrega, un sicario manchado de sangre daba garrote a las aves. Retorcía los pescuezos con esa presteza y donaire que da el hábito, y apenas soltaba una víctima y la entregaba agonizante a las desplumadoras, cogía otra para hacerle la misma caricia. Jaulones enormes había por todas partes, llenos de pollos y gallos, los cuales asomaban la cabeza roja por entre las cañas, sedientos y fatigados, para respirar un poco de aire, y aun allí los infelices presos se daban de picotazos por aquello de si tú sacaste más pico que yo… si ahora me toca a mí sacar todo el pescuezo. ...
En la línea 150
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... No la conozco; se ha puesto hace poco; pero yo me enteraré. Aspecto de pobreza. Se entra por una puerta vidriera que también es entrada del portal, y en el vidrio han puesto un letrero que dice: Especialidad en regalos para amas… Antes estaba allí un relojero llamado Bravo, que murió de miserere. ...
En la línea 433
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Busca por aquí, busca por allá, vio al fin junto a la acera por la parte de la plaza una de esas hendiduras practicadas en el encintado, que se llaman absorbederos en el lenguaje municipal, y que sirven para dar entrada en la alcantarilla al agua de las calles. De allí, sí, de allí venían aquellos lamentos que trastornaban el alma de la Delfina, produciéndole un dolor, una efusión de piedad que a nada pueden compararse. Todo lo que en ella existía de presunción materna, toda la ternura que los éxtasis de madre soñadora habían ido acumulando en su alma se hicieron fuerza activa para responder al miiiii subterráneo con otro miiii dicho a su manera. ...
En la línea 1673
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Por la noche fue Maximiliano al hotel de Feliciana, tercer piso en la calle de Pelayo, y al entrar, lo primero que vio… Es que junto a la puerta de entrada había un cuartito pequeño, que era donde moraba la huéspeda, y esta salía de su escondrijo cuando Rubín entraba. Feliciana había salido a abrir con el quinqué en la mano, porque lo llevaba para la sala, y a la luz vivísima del petróleo sin pantalla, encaró Maximiliano con la más extraordinaria hermosura que hasta entonces habían visto sus ojos. Ella le miró a él como a una cosa rara, y él a ella como a sobrenatural aparición. ...
En la línea 24
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Tom descubrió Charing Village y descansó ante la hermosa cruz construida allí por un afligido rey de antaño; luego descendió por un camino hermoso y tranquilo, más allá del magnífico palacio del gran cardenal, hacia otro palacio mucho más grande y majestuoso: el de Westminster. Tom miraba azorado la gran mole de mampostería, las extensas alas, los amenazadores bastiones y torrecillas, la gran entrada de piedra con sus verjas doradas y su magnífico arreo de colosales leones de granito, y los otros signos y emblemas de la realeza inglesa. ¿Iba a satisfacer, al, fin, el anhelo de su alma? Aquí estaba, en efecto, el palacio de un rey. ¿No podría ser que viera a un príncipe –a un príncipe de carne y hueso– si lo quería el cielo? ...
En la línea 229
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Los ángeles guardianes de Tom, los dos lores, habían estado menos cómodos en la entrevista que las otras partes. Parecíales enteramente que conducían un enorme navío por un canal peligroso; estaban alerta constantemente y encontraron que su cargo no era luego de niños. Por tanto, cuando al fin la visita de las damas tocaba a su término y anunciaron a lord Guilford Dudley, no sólo pensaron que su carga había sido suficientemente gravosa, sino también que ellos mismos no se hallaban en el mejor estado para hacer retroceder al navío y emprender de nuevo un viaje lleno de ansiedad. Así, pues, respetuosamente aconsejaron a Tom que se excusara, lo cual hizo de buena gana, aunque habría podido observarse una leve sombra de desencanto en el semblante de milady Juana cuando oyó que se negaba la entrada al espléndido mozalbete. ...
En la línea 388
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Y mientras Tom, en su elevado asiento, observaba esta 'desatinada' danza, absorto en su admiración de la deslumbradora mezcla de colores caleidoscópicos que ofrecía el arremolinado torbellino de vistosas figuras, el andrajoso pero verdadero Príncipe de Gales proclamaba sus derechos y sus agravios, denunciando al impostor y clamando entrada ¡a las puertas del Ayuntamiento! La muchedumbre gozaba extraordinariamente con el episodio y se abalanzaba desnucándose para ver al pequeño alborotador. Pronto empezaron a burlarse y a mofarse de él con el propósito de incitarlo a más y mayor divertida furia. Lágrimas de tristeza le saltaron a los ojos pero se contuvo y retó a la turba regiamente. Siguieron otras burlas, nuevas mofas lo punzaron, y exclamó: ...
En la línea 409
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... La guarida de Hendon estaba en la pequeña posada del puente. Al acercarse el caballero a la entrada con su amiguito, dijo una voz bronca: ...
En la línea 183
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... La fragata corrió a lo largo de la costa sudeste de América con una prodigiosa rapidez. El 3 de julio nos hallábamos a la entrada del estrecho de Magallanes, a la altura del cabo de las Vírgenes. Pero el comandante Farragut no quiso adentrarse en ese paso sinuoso y maniobró para doblar el cabo de Hornos, decisión que mereció la unánime aprobación de lo tripulación, ante la improbabilidad de encontrar al narval en ese angosto estrecho. Fueron muchos los marineros que opinaban que el monstruo no podía pasar por él, que «era demasiado grande para eso». ...
En la línea 994
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Tras unos minutos de espera, oí un vivo silbido, al tiempo que sentí que el frío ganaba mi cuerpo desde los pies al pecho. Evidentemente, desde el interior del barco y mediante una válvula se había dado entrada en él al agua exterior que nos invadía y que pronto llenó la cámara en que nos hallábamos. Una segunda puerta practicada en el flanco del Nautilus se abrió entonces dando paso a una difusa claridad. Un instante después, nuestros pies hollaban el fondo del mar. ...
En la línea 1182
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El Nautilus se presentó en la entrada del estrecho más peligroso del mundo, cuya travesía evitan hasta los más audaces navegantes. Es el estrecho que afrontó Luis Paz de Torres a su regreso de los mares del Sur, en la Melanesia, y en el que las corbetas encalladas de Dumont d'Urville estuvieron a punto de perderse por completo en 1840. El Nautilus, superior a todos los peligros del mar, se disponía, sin embargo, a desafiar a los arrecifes de coral. ...
En la línea 1444
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Pues bien, si en ese momento los papúes ocupan la plataforma, no veo cómo podremos impedirles la entrada. ...
En la línea 551
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Seguí la luz al bajar la escalera, del mismo modo como la siguiera al subir, y ella fue a situarse en el mismo lugar en que encontramos la bujía. Hasta que abrió la entrada lateral, pude imaginarme, aunque sin pensar en ello, que necesariamente sería de noche, y así el torrente de luz diurna me dejó deslumbrado y me dio la impresión de haber permanecido muchas horas a la luz de la bujía. ...
En la línea 725
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El día fijado volví a casa de la señorita Havisham y con algún temor llamé a la puerta, por la que apareció Estella. Después de permitirme la entrada, cerró como el primer día y nuevamente me condujo al corredor oscuro en donde dejara la bujía. Pareció no fijarse en mí hasta que tuvo la vela en la mano, y entonces, mirando por encima de su hombro, me dijo: ...
En la línea 1085
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Cuando dije que solamente había ido a ver cómo estaba la señorita Havisham, fue evidente que Sara deliberó acerca de si me permitiría o no la entrada, pero, no atreviéndose a asumir la responsabilidad, me dejó entrar, y poco después me comunicó la seca orden de que subiera. Nada había cambiado, y la señorita Havisham estaba sola. ...
En la línea 1996
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Muy temprano, por la mañana, me levanté y salí. Aún no era tiempo de ir a casa de la señorita Havisham, y por eso di un paseo por el campo, en la dirección de la casa de ésta, que no era, desde luego, la correspondiente a la vivienda de Joe; allí podría ir al día siguiente, y, mientras tanto, pensaba en mi protectora y elaboraba brillantes cuadros de sus planes acerca de mí. La señorita Havisham había adoptado a Estella, y casi puede decirse que también me adoptó a mí, de modo que, sin duda alguna, su intención era criarnos juntos. Me reservaba el cometido de restaurar la triste casa, de admitir la entrada del sol en sus oscuras habitaciones, de poner en marcha los relojes, de encender el fuego en la chimenea y de quitar las telarañas y destruir todos los insectos; en una palabra: realizar los brillantes actos del joven caballero de los poemas, para casarse luego con la princesa. Cuando pasaba ante ella me detuve para mirar la casa; sus muros de ladrillo rojo, sus ventanas atrancadas y el verde acebo agarrado a las chimeneas, con sus raíces y sus tendones, como si fuesen viejos brazos sarmentosos, hacían 110 de todo aquello un misterio tranquilo, cuyo héroe era yo. Estella era la inspiración y el corazón de la aventura, desde luego. Pero aunque hubiese adquirido tan fuerte dominio en mí, aunque mi fantasía y mi esperanza reposaran en ella, a pesar de que su influencia en mi vida infantil y en mi carácter había sido todopoderosa, ni siquiera en aquella romántica mañana pude dotarla de otros atributos que los que realmente poseia. Menciono esto aquí con un propósito definido, porque es el hilo por el cual se podrá seguirme en mi mísero laberinto. De acuerdo con mi experiencia, las nociones convencionales de un enamorado no pueden ser ciertas siempre. La incalificable verdad es que cuando amaba a Estella con amor de hombre, la amaba sólo y sencillamente por considerarla irresistible. Y, de una vez para siempre, diré también que, para mi desgracia, comprendía muchas veces, si no siempre, que la amaba contra toda razón, contra toda promesa, contra toda paz y esperanza y contra la felicidad y el desencanto que pudiera haber en ello. Y, de una vez para siempre, diré también que no por eso la quería menos y que ello no tenía más influencia en contenerme que si yo hubiese creído devotamente que ella era la cumbre de la humana perfección. Dispuse mi paseo de manera que llegué a la puerta de la casa a la hora acostumbrada en otros tiempos. Cuando hube tirado del cordón de la campana con temblorosa mano, me volví de espaldas a la puerta, mientras trataba de recobrar el aliento y calmar moderadamente los latidos de mi corazón. Oí como se abría la puerta lateral de la casa y los pasos que atravesaban el patio; pero fingí no darme cuenta de ello, ni siquiera en el momento en que la puerta giró sobre sus oxidados goznes. Mas por fin me tocaron en el hombro, y yo, como sobresaltado, me volví. Y tuve entonces mayor sobresalto al verme cara a cara con un hombre sencillamente vestido de gris. Era el último a quien podía esperar ver ocupando el lugar de portero en la puerta de la casa de la señorita Havisham. - ¡Orlick! - ¡Ah, joven amigo! No solamente usted ha cambiado. Pero entre, entre. Es contrario a mis órdenes tener la puerta abierta. Entré y él cerró con llave, guardándosela luego. - Sí - dijo dando media vuelta mientras me precedía en algunos pasos cuando nos dirigíamos a la casa -. Aquí estoy. - ¿Y cómo ha venido usted aquí? - Pues muy sencillamente - replicó -: andando con mis piernas. Al mismo tiempo me traje mi caja en una carretilla. - ¿Y para qué bueno está usted aquí? - Supongo que no estoy para nada malo. Yo no estaba seguro de tanto. Tuve tiempo de pensar en mi respuesta mientras él levantaba con lentitud su pesada mirada desde el suelo, hacia mis piernas y mis brazos, para fijarse en mi rostro. - ¿De modo que ha dejado usted la fragua? - pregunté. - ¿Le parece que esto tiene aspecto de fragua? -me contestó Orlick mirando alrededor con aire de ofensa -. ¿Cree usted que tiene aspecto de tal? Yo le pregunté cuánto tiempo hacía que dejó la fragua de Gargery. - Son aquí los días tan parecidos uno a otro - contestó -, que no podría contestarle sin calcularlo antes. De todos modos, puedo decirle que vine aquí algún tiempo después de la marcha de usted. - Pues yo podría decirle la fecha, Orlick. - ¡Ah! - exclamó secamente -. Es que, desde entonces, usted ha podido aprender. Hablando así habíamos llegado a la casa, en donde vi que su habitación estaba situada junto a la puerta de servicio y cuya ventana daba al patio. En sus pequeñas dimensiones, no era muy distinta aquella habitación de la que en París se destina usualmente al portero. En las paredes estaban colgadas algunas llaves, y a ellas añadió la de la puerta exterior; su cama, cubierta por una colcha hecha con retazos de toda clase de tela, estaba en un hueco interior que formaba la misma estancia. El conjunto tenía un aspecto desaliñado, confinado y triste, semejante a la jaula destinada a un lirón humano, en tanto que él aparecía macizo y oscuro en la sombra del rincón inmediato a la ventana y muy parecido al lirón humano para quien la habitación estaba preparada, como así era en efecto. - Jamás había visto esta habitación - observé -, aunque antes aquí no había portero alguno. - No - contestó él -. Hasta que se vio que la planta baja carecía de protección y se creyó que era peligroso vivir así, en vista de que con alguna frecuencia hay fugas de presidiarios. Entonces me recomendaron a la casa como hombre capaz de devolver a cualquiera las mismas intenciones que traiga, y yo acepté. Es mucho más fácil que mover los fuelles y dar martillazos. Ya estoy cansado de aquello. 111 Mis ojos sorprendieron un arma de fuego y un bastón con anillos de bronce que había sobre la chimenea, y la mirada de Orlick siguió la mía. - Muy bien - dije yo, poco deseoso de continuar aquella conversación -. ¿Debo subir para ver a la señorita Havisham? - Que me maten si lo sé - replicó desperezándose y luego sacudiéndose a sí mismo -. Mis instrucciones han terminado ya, joven amigo. Yo, por mi parte, me limitaré a dar un martillazo en esta campana, y usted seguirá el corredor hasta que encuentre a alguien. - Creo que me esperan. - Lo ignoro por completo - replicó. En vista de eso, me dirigí hacia el largo corredor que en otros tiempos pisé con mis gruesos zapatos, y él hizo resonar su campana. A1 extremo del corredor, mientras aún vibraba la campana, encontré a Sara Pocket, la cual parecía entonces haber adquirido, por mi culpa y de un modo definitivo, una coloración verde y amarilla en su rostro. - ¡Oh! - exclamó -. ¿Es usted, señor Pip? - Sí, señorita Pocket. Y tengo la satisfacción de decirle que tanto el señor Pocket como su familia están muy bien. - ¿Son más juiciosos? - preguntó Sara meneando tristemente la cabeza -. Mejor sería que gozasen de más juicio en vez de buena salud. ¡Ah, Mateo, Mateo!… Usted ya conoce el camino, caballero. Lo conocía bastante, porque muchas veces había subido la escalera a oscuras. Ascendí entonces por ella con un calzado más ligero que en otro tiempo y llamé del modo acostumbrado en la puerta de la estancia de la señorita Havisham. - Es la llamada de Pip - oí que decía inmediatamente -. Entra, Pip. Estaba en su sillón, cerca de la vieja mesa, vistiendo el mismo traje antiguo y con ambas manos cruzadas sobre su bastón, la barbilla apoyada en ellas y los ojos fijos en el suelo. Sentada cerca de ella, teniendo en la mano el zapato blanco que nunca había usado y con la cabeza inclinada mientras lo miraba, estaba una elegante dama a quien nunca había visto. - Entra, Pip - murmuró la señorita Havisham sin levantar los ojos ni mirar alrededor-. Entra, Pip. ¿Cómo estás, Pip? ¿De modo que me besas la mano como si fuese una reina? ¿Qué… ? Me miró de pronto, moviendo únicamente sus ojos y repitió en tono que a la vez era jocoso y triste: - ¿Qué… ? - Me he enterado, señorita Havisham - dije yo sin ocurrírseme otra cosa -, que fue usted tan bondadosa como para desear que viniese a verla. Y por eso me he apresurado a obedecerla. - ¿Y qué… ? La señora a quien nunca había visto levantó los ojos y me miró burlonamente; entonces vi que sus ojos eran los de Estella. Pero estaba tan cambiada y era tan hermosa y tan mujer, y de tal modo era admirable por los adelantos que había hecho, que, a mi vez, me pareció no haber logrado ninguno. Me figuré, mientras la miraba, que yo, de un modo irremediable, volvía a convertirme en el muchacho rudo y ordinario de otros tiempos. ¡Qué intensa fue la sensación de distancia y de disparidad que se apoderó de mí y de la inaccesibilidad en que parecía hallarse ella! Me dio su mano, y yo tartamudeé algunas palabras, tratando de expresar el placer que tenía al verla de nuevo, y también di a entender que hacía mucho tiempo que esperaba tan agradable ocasión. - ¿La encuentras muy cambiada, Pip? - preguntó la señorita Havisham con su mirada ansiosa y golpeando con el bastón una silla que había entre las dos, para indicarme que me sentara en ella. -Al entrar, señorita Havisham, no creí, a juzgar por el rostro o por la figura, que fuese Estella; pero ahora, y a pesar de su cambio, reconozco perfectamente su figura y su rostro anteriores. - Supongo que no vas a decir que Estella es vieja - replicó la señorita Havisham -. Acuérdate de que era orgullosa e insultante y que deseabas alejarte de ella. ¿Te acuerdas? Yo, muy confuso, contesté que de eso hacía mucho tiempo, que no sabía entonces lo que me decía y otras cosas por el estilo. Estella sonrió con perfecta compostura y dijo que no tenía duda alguna de que yo entonces estaba en lo cierto, pues ella había sido siempre muy desagradable para mí. - ¿Y a él le encuentras cambiado? - le preguntó la señorita Havisham. - Mucho - contestó Estella mirándome. - ¿Te parece menos rudo y menos ordinario? -preguntó la señorita Havisham jugando con el cabello de Estella. Ésta se echó a reír, miró el zapato que tenía en la mano, se rió de nuevo, me miró y dejó el zapato. Seguía tratándome como a un muchacho, pero continuaba atrayéndome. 112 Estábamos los tres sentados en la triste estancia y entre las antiguas y extrañas influencias que tanto me habían impresionado. Entonces supe que Estella acababa de llegar de Francia y que estaba a punto de dirigirse a Londres. Tan orgullosa y testaruda como antes, había logrado unir de tal modo estas cualidades a su propia belleza, que era por completo imposible y fuera de razón, o por lo menos me lo pareció así, de separarlas de su hermosura. En realidad, no se podía disociar su presencia de todos aquellos malditos deseos de dinero y de nobleza que me asediaron durante mi infancia, de todas aquellas mal reguladas aspiraciones que me hicieron avergonzarme de mi hogar y de Joe, ni de todas aquellas visiones que me ofrecieron la imagen de su rostro en las llamas de la fragua, o entre las chispas que el martillo arrancaba al hierro candente sobre el yunque, o en la oscuridad de la noche, cuando sentía la impresión de que asomaba su rostro a la ventana de la fragua, para huir en seguida. En una palabra: me era imposible separarla, en el pasado o en el presente, de la razón más profunda de mi propia vida. Se convino que yo permanecería allí durante el resto del día y que a la noche regresaría al hotel, y a Londres a la mañana siguiente. En cuanto hubimos conversado un rato, la señorita Havisham nos mandó a pasear por el abandonado jardín, y al regresar me dijo que la llevase de un lado a otro en su sillón de ruedas, como otras veces lo había hecho. Así, Estella y yo salimos al jardín por la puerta que me dio paso antes de tener el encuentro con el joven caballero pálido, o sea con Herbert. Yo temblaba espiritualmente y adoraba incluso el borde del vestido de mi compañera, la cual, muy serena y decidida a no adorar el borde de mi traje, salió conmigo, y en cuanto llegamos al lugar de la pelea con Herbert se detuvo y dijo: - Sin duda me porté de un modo raro aquel día, cuando me escondí para presenciar la pelea. Pero no puedo negar que lo hice y que me divertí mucho. - Ya me recompensó usted bien. - ¿De veras? - replicó, como si no se acordase -. Si la memoria no me es infiel, sentía mucha antipatía hacia su adversario, porque me supo muy mal que lo trajeran aquí para molestarme con su presencia. - Pues ahora, él y yo somos muy amigos - dije. - ¿De veras? Ahora me parece recordar que usted recibe lecciones de su padre. - Así es. De mala gana admití este hecho, que me daba muy poca importancia, y así pude observar que ella volvía a tratarme casi como a un muchacho. - A partir del cambio de su fortuna y de sus esperanzas, ha cambiado también usted de compañeros - observó Estella. - Naturalmente - dije. - Y necesariamente - añadió ella con altanería -. Lo que fue antaño una buena compañía para usted, sería completamente inapropiada. Dudo mucho de que en mi conciencia hubiese todavía la intención de ir a visitar a Joe, pero estas palabras me la quitaron por completo. - ¿Y no tenía usted idea, en aquellos tiempos, de la buena fortuna que le esperaba? - dijo Estella moviendo ligeramente la mano, como para significar la época de mi lucha con Herbert. - Ni remotamente. Ofrecía un contraste, que yo sentí muy bien, el aire de seguridad y de superioridad con que ella andaba a mi lado y el de incertidumbre y sumisión con que yo la acompañaba. Y me habría irritado mucho más de lo que me molestó, de no haber estado convencido de que se me había sacado de mi baja esfera para reservarme a ella. El jardín, gracias a lo descuidado que estaba, tenía tal frondosidad que apenas se podía andar por él; de manera que, después de haber dado un par de vueltas o tres, llegamos otra vez al patio de la fábrica de cerveza. Le indiqué el lugar en donde la había visto andar por encima de los barriles, el primer día de mi visita a la casa, y ella, dirigiendo una fría y descuidada mirada en aquella dirección, me preguntó: - ¿De veras? Le recordé el lugar por el que saliera de la casa para darme de comer y de beber, y ella contestó: - No me acuerdo. - ¿No se acuerda usted tampoco de que me hizo llorar? - pregunté. - No - dijo meneando la cabeza y mirando alrededor. Estoy convencido de que aquella falta de memoria con respecto a tales detalles me hicieron llorar interiormente, que es el llanto más triste de todos. - Es preciso que usted sepa - dijo Estella, con acento de condescendencia, propio de una joven hermosa y brillante - que no tengo corazón, siempre y cuando eso se relacione con mi memoria. 113 Yo pronuncié algunas palabras, tomándome la libertad de dudar de lo que acababa de decir. Estaba seguro de que su belleza habría sido imposible careciendo de corazón. - ¡Oh!, sí lo tengo, y sería posible atravesármelo con un puñal o de un balazo - contestó Estella -, y, naturalmente, él cesaría de latir y yo de existir. Pero ya sabe usted a lo que me refiero. Aquí no tengo ninguna bondad, ninguna simpatía, ningún sentimiento ni ninguna de esas tonterías. ¿Qué veía en mi mente mientras ella estaba inmóvil, a mi lado, y mirándome con la mayor atención? ¿Algo que hubiese visto en la señorita Havisham? No. En algunas de sus miradas y gestos había cierto parecido con la señorita Havisham, parecido que a veces adquieren los niños con respecto a las personas mayores con las que han sostenido frecuente trato o con los que han vivido encerrados. Esto, cuando ha pasado ya la infancia, produce unas semejanzas casuales y muy notables entre la expresión de dos rostros que, por lo demás, son completamente distintos. Y, sin embargo, no podía hallar en Estella nada que me recordase a la señorita Havisham. La miré otra vez y, a pesar de que ella continuaba con los ojos fijos en mí, desapareció por completo mi ilusión. ¿Qué sería? - Hablo en serio - dijo Estella sin arrugar la frente, que era muy tersa, y sin que tampoco se ensombreciese su rostro-. Y si hemos de pasar mucho rato juntos, es mejor que se convenza de ello en seguida. No - añadió imperiosamente al observar que yo abría los labios -. No he dedicado a nadie mi ternura. Jamás he sentido tal cosa. Un momento después estábamos en la fábrica de cerveza, abandonada desde hacía tanto tiempo, y ella señaló la alta galería por donde la vi pasar el primer día, diciéndome que recordaba haber estado allí y haberme visto mientras yo la contemplaba asustado. Mientras mis ojos observaban su blanca mano, volví a sentir la misma débil impresión, que no podía recordar sobre el brazo, e instantáneamente aquel fantasma volvió a pasar y se alejó. ¿Qué sería? - ¿Qué ocurre? - preguntó Estella -. ¿Se ha asustado usted otra vez? -Me asustaría en realidad si creyese lo que acaba de decir - repliqué, tratando de olvidarlo. - ¿De modo que no lo cree usted? Muy bien. De todos modos, recuerde que se lo he dicho. La señorita Havisham querrá verle pronto en su antiguo puesto, aunque yo creo que eso podría dejarse ahora a un lado, con otras cosas ya antiguas. Vamos a dar otra vuelta por el jardín, y luego entre en la casa. Venga. Hoy no derramará usted lágrimas por mi crueldad; será mi paje y me prestará su hombro. Su bonito traje habíase arrastrado por el suelo. Recogió la cola de la falda con una mano y con la otra se apoyó ligeramente en mi hombro mientras andábamos. Dimos dos o tres vueltas más por el abandonado jardín, que me pareció haber florecido para mí, y si los hierbajos verdes y amarillos que crecían en las resquebrajaduras de la antigua cerca hubiesen sido las flores más preciosas del mundo, no los hubiera recordado con más cariño. Entre nosotros no había discrepancia de edad que pudiera justificar su alejamiento de mí; teníamos casi los mismos años, aunque, naturalmente, ella parecía ser mayor que yo; pero la aparente inaccesibilidad que le daban su belleza y sus modales me atormentaba en medio de mis delicias y aun en la seguridad que sentía yo de que nuestra protectora nos había elegido uno para otro. ¡Pobre de mí! Por fin volvimos a la casa, y allí me enteré con la mayor sorpresa de que mi tutor acababa de llegar para ver a la señorita Havisham, a fin de tratar de negocios, y que estaría de regreso a la hora de comer. Los antiguos candeleros de la estancia en que había la mesa del festín quedaron encendidos mientras nosotros estábamos en el jardín y la señorita Havisham continuaba sentada en su silla y esperándome. Cuando empujé su sillón de ruedas y dimos algunas vueltas lentas en torno de los restos de la fiesta nupcial, me pareció haber vuelto a los tiempos pasados. Pero en la fúnebre estancia, con aquella figura sepulcral sentada en el sillón que fijaba los ojos en ella, Estella parecía más radiante y hermosa que antes y yo estaba sumido en extraño embeleso. Pasó el tiempo y se acercó la hora de la comida; entonces Estella nos dejó para prepararla. La señorita Havisham y yo nos habíamos detenido cerca del centro de la larga mesa, y ella, con uno de sus pálidos brazos extendido, apoyó la cerrada mano en el amarillento mantel. Y cuando Estella miraba hacia atrás, antes de salir, la señorita Havisham le besó la mano con tal voraz intensidad que me pareció terrible. Entonces, en cuanto Estella se hubo marchado y nos quedamos solos, ella se volvió a mí y, en voz tan baja que parecía un murmullo, dijo: - ¿La encuentras hermosa, graciosa y crecida? ¿No la admiras? - Todos los que la vean la admirarán, señorita Havisham. 114 Ella me rodeó el cuello con un brazo y, acercando mi cabeza a la suya, mientras estaba sentada en el sillón, exclamó: - ¡Ámala, ámala, ámala! ¿Cómo te trata? Antes de que pudiera contestar, aun suponiendo que hubiese sido capaz de contestar a tan difícil pregunta, ella repitió: - ¡Ámala, ámala, ámala! Si se te muestra favorable, ámala. Si te hiere, ámala. Si te destroza el corazón, y a medida que crezca en años y sea más fuerte te lo deja más destrozado, a pesar de ello, ¡ámala, ámala, ámala! Jamás había visto yo tal ímpetu apasionado como el que ella empleó al pronunciar tales palabras. Sentí en torno de mi cuello los músculos de su flaco brazo, agitado por la vehemencia que la poseía. - Escúchame, Pip. La adopté para que fuese amada. La crié y la eduqué para que la amasen. E hice que llegara a ser como es para que pudieran amarla. ¡Ámala! Pronunció esta palabra repetidas veces, y no había duda acerca de su intención; pero si hubiese repetido del mismo modo la palabra «odio» en vez de «amor», o bien «desesperación», «venganza» o «trágica muerte», no habría podido sonar en sus labios de un modo más semejante a una maldición. - Y ahora voy a decirte - añadió con el rnismo murmullo vehemente y apasionado -, voy a decirte lo que es un amor verdadero. Es una devoción ciega que para nada tiene en cuenta la propia humillación, la absoluta sumisión, la confianza y la fe, contra uno mismo y contra el mundo entero, y que entrega el propio corazón y la propia alma al que los destroza… , como hice yo. Cuando dijo esto, añadió un grito tan desesperado, que me creí obligado a cogerla por la cintura, porque se levantó en el sillón, cubierta por la mortaja de su traje, y golpeó el aire como si quisiera haberse arrojado a sí misma contra la pared y caer muerta. Todo esto ocurrió en pocos segundos. Cuando volví a dejarla en su sillón, sentí un aroma que me era muy conocido, y al volverme vi a mi tutor en la estancia. Siempre llevaba consigo, y creo no haberlo mencionado todavía, un pañuelo de bolsillo de rica seda y de enormes dimensiones, que le era sumamente útil en su profesión. Muchas veces le he visto dejar aterrorizado a un cliente o a un testigo limitándose a desdoblar ceremoniosamente su pañuelo, como si se dispusiera a sonarse, pero luego hacía una pausa, como persuadido de que no tenía tiempo de ello antes de que el testigo o el cliente confesaran de plano, y así ocurría que, del modo más natural del mundo, llegaba la confesión del que se encontraba ante él. Cuando le vi en la estancia, sostenía con las manos el pañuelo de seda y nos estaba mirando. Al encontrar mis ojos, se limitó a decir, después de hacer una ligera pausa: - ¿De veras? Es singular. Y luego usó con maravilloso efecto el pañuelo para el fin a que estaba destinado. La señorita Havisham le había visto al mismo tiempo que yo y, como ocurría a todo el mundo, sentía temor de aquel hombre. Hizo un esfuerzo para tranquilizarse, y luego, tartamudeando, dijo al señor Jaggers que era tan puntual como siempre. - ¿Tan puntual como siempre? - repitió él acercándose a nosotros. Luego, mirándome, añadió: - ¿Cómo está usted, Pip? ¿Quiere que le haga dar una vuelta, señorita Havisham? ¿Una vuelta nada más? ¿De modo que está usted aquí, Pip? Le dije cuándo había llegado y que la señorita Havisham deseaba que fuese para ver a Estella. - ¡Ah! - replicó él -. Es una preciosa señorita. Luego empujó el sillón de la señorita Havisham con una de sus enormes manos y se metió la otra en el bolsillo del pantalón, como si éste contuviera numerosos secretos. - Dígame, Pip - añadió en cuanto se detuvo -. ¿Cuántas veces había usted visto antes a la señorita Estella? - ¿Cuántas veces? - Sí, cuántas. ¿Diez mil, tal vez? - ¡Oh, no, no tantas! - ¿Dos? - Jaggers - intervino la señorita Havisham con gran placer por mi parte-. Deje usted a mi Pip tranquilo y vaya a comer con él. Jaggers obedeció, y ambos nos encaminamos hacia la oscura escalera. Mientras nos dirigíamos hacia las habitaciones aisladas que había al otro lado del enlosado patio de la parte posterior me preguntó cuántas veces había visto comer o beber a la señorita Havisham, y, como de costumbre, me dio a elegir entre una vez y cien. Yo reflexioné un momento y luego contesté: 115 - Nunca. - Ni lo verá nunca, Pip - replicó sonriendo y ceñudo a un tiempo -. Nunca ha querido que la viese nadie comer o beber desde que lleva esta vida. Por las noches va de un lado a otro, y entonces toma lo que encuentra. - Perdóneme - dije -. ¿Puedo hacerle una pregunta, caballero? - Usted puede preguntarme - contestó - y yo puedo declinar la respuesta. Pero, en fin, pregunte. - ¿El apellido de Estella es Havisham, o… ? - me interrumpí, porque no tenía nada que añadir. - ¿O qué? - dijo él. - ¿Es Havisham? - Sí, Havisham. Así llegamos a la mesa, en donde nos esperaban Estella y Sara Pocket. El señor Jaggers ocupó la presidencia, Estella se sentó frente a él y yo me vi cara a cara con mi amiga del rostro verdoso y amarillento. Comimos muy bien y nos sirvió una criada a quien jamás viera hasta entonces, pero la cual, a juzgar por cuanto pude observar, estuvo siempre en aquella casa. Después de comer pusieron una botella de excelente oporto ante mi tutor, que sin duda alguna conocía muy bien la marca, y las dos señoras nos dejaron. Era tanta la reticencia de las palabras del señor Jaggers bajo aquel techo, que jamás vi cosa parecida, ni siquiera en él mismo. Cuidaba, incluso, de sus propias miradas, y apenas dirigió una vez sus ojos al rostro de Estella durante toda la comida. Cuando ella le dirigía la palabra, prestaba la mayor atención y, como es natural, contestaba, pero, por lo que pude ver, no la miraba siquiera. En cambio, ella le miraba frecuentemente, con interés y curiosidad, si no con desconfianza, pero él parecía no darse cuenta de nada. Durante toda la comida se divirtió haciendo que Sara Pocket se pusiera más verde y amarilla que nunca, aludiendo en sus palabras a las grandes esperanzas que yo podía abrigar. Pero entonces tampoco demostró enterarse del efecto que todo eso producía y fingió arrancarme, y en realidad lo hizo, aunque ignoro cómo, estas manifestaciones de mi inocente persona. Cuando él y yo nos quedamos solos, permaneció sentado y con el aire del que reserva sus palabras a consecuencia de los muchos datos que posee, cosa que, realmente, era demasiado para mí. Y como no tenía otra cosa al alcance de su mano, pareció repreguntar al vino que se bebía. Lo sostenía ante la bujía, luego lo probaba, le daba varias vueltas en la boca, se lo tragaba, volvía a mirar otra vez el vaso, olía el oporto, lo cataba, se lo bebía, volvía a llenar el vaso y lo examinaba otra vez, hasta que me puso nervioso, como si yo estuviese convencido de que el vino le decía algo en mi perjuicio. Tres o cuatro veces sentí la débil impresión de que debía iniciar alguna conversación; pero cada vez que él advertía que iba a preguntarle algo, me miraba con el vaso en la mano y paladeaba el vino, como si quisiera hacerme observar que era inútil mi tentativa, porque no podría contestarme. Creo que la señorita Pocket estaba convencida de que el verme tan sólo la ponía en peligro de volverse loca, y tal vez de arrancarse el sombrero, que era muy feo, parecido a un estropajo de muselina, y de desparramar por el suelo los cabellos que seguramente no habían nacido en su cabeza. No apareció cuando más tarde subimos a la habitación de la señorita Havisham y los cuatro jugamos al whist. En el intervalo, la señorita Havisham, obrando de un modo caprichoso, había puesto alguna de las más hermosas joyas que había en el tocador en el cabello de Estella, en su pecho y en sus brazos, y observé que incluso mi tutor la miraba por debajo de sus espesas cejas y las levantaba un poco cuando ante sus ojos vio la hermosura de Estella adornada con tan ricos centelleos de luz y de color. Nada diré del modo y de la extensión con que guardó nuestros triunfos y salió con cartas sin valor al terminar las rondas, antes de que quedase destruida la gloria de nuestros reyes y de nuestras reinas, ni tampoco de mi sensación acerca del modo de mirarnos a cada uno, a la luz de tres fáciles enigmas que él adivinó mucho tiempo atrás. Lo que me causó pena fue la incompatibilidad que había entre su fría presencia y mis sentimientos con respecto a Estella. No porque yo no pudiese hablarle de ella, sino porque sabía que no podría soportar el inevitable rechinar de sus botas en cuanto oyese hablar de Estella y porque, además, no quería que después de hablar de ella fuese a lavarse las manos, como tenía por costumbre. Lo que más me apuraba era que el objeto de mi admiración estuviese a corta distancia de él y que mis sentimientos se hallaran en el mismo lugar en que se encontraba él. Jugamos hasta las nueve de la noche, y entonces se convino que cuando Estella fuese a Londres se me avisaría con anticipación su llegada a fin de que acudiese a recibirla al bajar de la diligencia; luego me despedí de ella, estreché su mano y la dejé. Mi tutor se albergaba en El Jabalí, y ocupaba la habitación inmediata a la mía. En lo más profundo de la noche resonaban en mis oídos las palabras de la señorita Havisham cuando me decía: «¡Amala, ámala, 116 ámala!» Las adapté a mis sentimientos y dije a mi almohada: «¡La amo, la amo, la amo!» centenares de veces. Luego me sentí penetrado de extraordinaria gratitud al pensar que me estuviese destinada, a mí, que en otros tiempos no fui más que un aprendiz de herrero. Entonces pensé que, según temía, ella no debía de estar muy agradecida por aquel destino, y me pregunté cuándo empezaría a interesarse por mí. ¿Cuándo podría despertar su corazón, que ahora estaba mudo y dormido? ¡Ay de mí! Me figuré que éstas eran emociones elevadas y grandiosas. Pero nunca pensé que hubiera nada bajo y mezquino en mi apartamiento de Joe, porque sabía que ella le despreciaría. No había pasado más que un día desde que Joe hizo asomar las lágrimas a mis ojos; pero se habían secado pronto, Dios me perdone, demasiado pronto. ...
En la línea 503
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Al llegar a la entrada se detuvo indeciso. La idea de irse a pasear sin rumbo no le seducía; la de volver a su habitación, todavía menos. «¡Haber perdido una ocasión tan magnífica!», murmuró, todavía inmóvil y vacilante, ante la oscura garita del portero, cuya puerta estaba abierta. De pronto se estremeció. En el interior de la garita, a dos pasos de él, debajo de un banco que había a la izquierda, brillaba un objeto… Raskolnikof miró en torno de él. Nadie. Se acercó a la puerta andando de puntillas, bajó los dos escalones que había en el umbral y llamó al portero con voz apagada. ...
En la línea 641
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Los gritos se apagaron; los últimos habían llegado ya de la entrada. Todo volvió a quedar en silencio. Pero, transcurridos apenas unos segundos, varios hombres que conversaban a grandes voces empezaron a subir tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la sonora voz del joven de antes. ...
En la línea 877
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pero estaba escrito que no había de llegar a las islas. Al desembocar en la plaza que hay al final de la avenida V*** vio a su izquierda la entrada de un gran patio protegido por altos muros. A la derecha había una pared que parecía no haber estado pintada nunca y que pertenecía a una casa de altura considerable. A la izquierda, paralela a esta pared, corría una valla de madera que penetraba derechamente unos veinte pasos en el patio y luego se desviaba hacia la izquierda. Esta empalizada limitaba un terreno desierto y cubierto de materiales. Al fondo del patio había un cobertizo cuyo techo rebasaba la altura de la valla. Este cobertizo debía de ser un taller de carpintería, de guarnicionería o algo similar. Todo el suelo del patio estaba cubierto de un negro polvillo de carbón. ...
En la línea 1221
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »‑Lo voy a explicar. Mitri y yo estuvimos todo el día trabajando y, cuando nos íbamos a marchar, Mitri cogió un pincel empapado de pintura y me lo pasó por la cara. Después echó a correr escaleras abajo y yo fui tras él, bajando los escalones de cuatro en cuatro y lanzando juramentos. Cuando llegué a la entrada, tropecé con el portero y con unos señores que estaban con él y que no recuerdo cómo eran. El portero empezó a insultarme, el segundo portero hizo lo mismo; luego salió de la garita la mujer del primer portero y se sumó a los insultos. Finalmente, un caballero que en aquel momento entraba en la casa acompañado de una señora nos puso también de vuelta y media porque no los dejábamos pasar. Cogí a Mitri del pelo, lo derribé y empecé a atizarle. Él, aunque estaba debajo, consiguió también asirme por el pelo y noté que me devolvía los golpes. Pero todo era broma. Al fin, Mitri consiguió libertarse y echó a correr por la calle. Yo le perseguí, pero, al ver que no le podía alcanzar, volví al piso donde trabajábamos para poner en orden las cosas que habíamos dejado de cualquier modo. Mientras las arreglaba, esperaba a Mitri. Creía que volvería de un momento a otro. De pronto, en un rincón del vestíbulo, detrás de la puerta, piso una cosa. La recojo, quito el papel que la envuelve y veo un estuche, y en el estuche los pendientes.» ...
En la línea 477
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Corrimos hacia la entrada. Llegué a la terraza y… los brazos me cayeron a lo largo del cuerpo a causa de la sorpresa. Mis pies quedaron como clavados en el suelo. ...
En la línea 505
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Nuestras gentes se alojaban en el segundo piso. Sin prevenir, ni siquiera llamar, abrí las puertas de par en par y la abuela hizo una entrada triunfal. ...
En la línea 640
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Hicimos una entrada triunfal en el casino. El portero y los ujieres testimoniaron visiblemente la misma deferencia que el personal del hotel. Nos contemplaban, sin embargo, con curiosidad. La abuela se hizo pasear primeramente por todas las salas, alabando esto, criticando lo otro, pero enterándose de todo. ...
En la línea 866
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Nos detuvimos ante la casa de cambio. La abuela permaneció a la entrada. Des Grieux, el general y Blanche se mantuvieron apartados, no sabiendo qué hacer. La abuela los miraba con aire rencoroso. Se decidieron a marchar en dirección al casino. ...
En la línea 649
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... A lo que parece, la tarde misma en que aquel personaje hacía oscuramente su entrada en aquel pequeño pueblo de M., a la caída de una tarde de diciembre, con un morral a la espalda y un palo de espino en la mano, acababa de estallar un violento incendio en la Municipalidad. El hombre se arrojó al fuego, y salvó, con peligro de su vida, a dos niños que después resultaron ser los del capitán de gendarmería. Esto hizo que no se pensase en pedirle el pasaporte. Desde entonces se supo su nombre. Se llamaba Magdalena. ...
En la línea 234
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Un descanso viene muy bien después de haber viajado cinco mil quinientos kilómetros, y hay que admitir que Buck se volvió holgazán mientras las heridas cicatrizaban, recobraba la musculatura y la carne volvía a cubrirle los huesos. La verdad es que todos (Buck, John Thornton, Skeet y Nig) se dieron la gran vida mientras aguardaban el retorno de la balsa que debía llevarlos a Dawson. Skeet era una perrita setter que de entrada quiso hacer migas con Buck y, a cuyos avances, Buck, casi moribundo entonces, no estuvo en condiciones de oponerse. Tenía ese rasgo protector en exceso que distingue a algunos perros; y del mismo modo que una gata limpia a sus gatitos, lamía y limpiaba las heridas de Buck. Todas las mañanas, en cuanto Buck termina ba el desayuno, se entregaba a su tarea, y Buck acabó por esperar sus atenciones tanto como las de Thornton. Nig, igualmente afable, aunque lo demostraba menos, era un enorme perro negro, mitad sabueso, mitad lebrel, con ojos que reían y un inagotable buen talante. ...
En la línea 240
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Al principio y durante mucho tiempo no le gustaba perder a Thornton de vista. Desde el momento en que salía de la tienda y hasta que volvía a entrar en ella, Buck lo seguía pisándole los talones. Los cambios de amo que había vivido desde su llegada a las tierras del norte le habían infundido el temor de que ninguno sería para siempre. Tenía miedo de que Thornton fuera a desaparecer de su vida igual que habían desaparecido Perrault, François y el mestizo escocés. Hasta de noche, en sueños, lo acosaba ese temor. Entonces se sacudía el sueño y se acercaba sigilosamente bajo el intenso frío a la entrada de la tienda, donde se detenía a escuchar la respiración de su amo. ...
En la línea 760
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Tenía el chalet los dos pisos de rigor; el entresuelo repartido en comedor, cocina, salita y un angosto recibimiento; el principal dedicado a dormitorios y cuartos de aseo. A la altura del principal corría una balconada, calada como finísimo encaje, que se repetía en el entresuelo, cubierta casi por las enredaderas. Delgada verja de hierro aislaba el chalet por la parte que daba a la vía pública, avenida plantada de árboles; por donde confinaba con otras casas y jardines, hacían el mismo oficio unas breves tapias. A la entrada de la verja, sobre sendas columnas de mármol gris, dos niños de bronce alzaban sus bracitos gordezuelos para sostener una bomba de cristal mate, que protegía un mechero de gas. Comprendíase a primera vista que el chalet, con sus delgadas paredes de madera, mal defendería a sus habitantes del frío del invierno y los calores del verano; pero en la estación de otoño, templada y benigna, aquella caprichosa construcción, orlada de franjas de menuda crestería, trabajada como un juguete de sobremesa, engalanada de fresca guirnalda de rosales, era el albergue más coquetón y donoso que puede imaginar la mente, el nido más adecuado para una pareja de enamoradas tórtolas. Yo siento tener que dar a tan lindos edificios, que en Vichy abundan, el nombre extranjerizo de chalet; pero ¿qué hacer si en castellano no hay vocablo correspondiente? Lo que aquí denominamos choza, cabaña o casa rústica, no significa en modo alguno lo que todo el mundo entiende por chalet, que es una concepción arquitectónica peculiar a los valles helvéticos, donde el arte, inspirándose en la Naturaleza, reprodujo las formas de los alerces y pinabetes, y los delicados arabescos del hielo y la escarcha, bien como los egipcios tomaron de la flor del loto los capiteles de sus pilones, En Vichy los chalets se construyen con el exclusivo objeto de alquilarlos amueblados a los extranjeros. La conserje del chalet se encarga del gobierno de casa, de la compra y aun de guisar: el conserje atiende a la limpieza, corta las ramas del jardinete, guía las enredaderas, barre las calles enarenadas, sirve a la mesa y abre la puerta. Instaláronse, pues, los Miranda y los Gonzalvo si más cuidado que el de entregar al conserje sus abrigos de viaje y sentarse en sus respectivos puestos en el comedor. ...
En la línea 862
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Sí, en el teatro. El otro, penado y muerto como de costumbre… a las diez hizo su entrada en el palco, presentándole el ramo consabido de camelias y azaleas blancas… dicen que le cuesta sus setenta franquillos por noche… Es un aditamento regular al coste de la pensión en el hotel… ...
En la línea 917
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Prefería Miranda el salón de lectura, donde hallaba cantidad de periódicos españoles, incluso el órgano de Colmenar, que leía dándose tono de hombre político. A Perico se le encontraba con más frecuencia en otro departamento tétrico como una espelunca, las paredes color de avellana tostada, los cortinajes gris sucio con franjas rojas, donde una hilera de bancos de gutapercha moteada hacía frente a otra hilera de mesas, cubiertas con el sacramental, melodramático y resobadísimo tapete verde. Así como la marea al retirarse va dejando en la playa orlas paralelas de algas, así se advertían en los respaldos de los bancos de gutapercha roja series de capas de mugre, depositadas por la cabeza y espaldas de los jugadores, señales que iban en aumento desde el primer banco hasta el último, conforme se ascendía del inofensivo piquet al vertiginoso écarté, porque la hilera empezaba en el juego de sociedad, acabando en el de azar. Los bancos de la entrada estaban limpios, en comparación de los del fondo. Aquella pieza donde tan nefando culto se tributaba a la Ninfa de las aguas fue testigo de hartas proezas de Perico, que, por su semejanza con todas las de la misma laya, no merecen narrarse. Ni menos requiere ser descrito el espectáculo, caro a los novelistas, de las febriles peripecias que en torno de las mesas se sucedían. Tiene el juego en Vichy algo de la higiénica elegancia del pueblo todo, cuyos habitantes se complacen en repetir que en su villa nadie se levantó la tapa de los sesos por cuestión del tapete verde, como sucede en Mónaco a cada paso; de suerte que no se presta la sala del Casino a descripciones del género dramático espeluznante; allí el que pierde se mete las manos en los bolsillos, y sale mejor o peor humorado, según es de nervioso o linfático temperamento, pero convencido de la legalidad de su desplume, que le garantizan agentes de la Autoridad y comisionados de la Compañía arrendataria, presentes siempre para evitar fraudes, quimeras y otros lances, propios solamente de garitos de baja estofa, no de aquellas olímpicas regiones en que se talla calzados los guantes. Es de advertir que Perico, aun siendo de los que más ayudaban a engrasar y bruñir con la pomada de su pelo y el frote de sus lomos los bancos de gutapercha, no realizaba el tipo clásico del jugador que anda en estampas y aleluyas morales y edificantes. Cuando perdía, no le ocurrió jamás tirarse de los cabellos, blasfemar ni enseñar los puños a la bóveda celeste. Eso sí, él tomaba cuantas precauciones caben, a fin de no perder. Análogo es el juego a la guerra: dícese de ambos que los decide la suerte y el destino; pero harto saben los estratégicos consumados que una combinación a la vez instintiva y profunda, analítica y sintética, suele traerles atada de manos y pies la victoria. En una y otra lucha hay errores fatales de cálculo que en un segundo conducen al abismo, y en una y otra, si vencen de ordinario los hábiles, en ocasiones los osados lo arrollan todo y a su vez triunfan. Perico poseía a fondo la ciencia del juego, y además observaba atentamente el carácter de sus adversarios, método que rara vez deja de producir resultados felices. Hay personas que al jugar se enojan o aturden, y obran conforme al estado del ánimo, de tal manera, que es fácil sorprenderlas y dominarlas. Quizá la quisicosa indefinible que llaman vena, racha o cuarto de hora no es sino la superioridad de un hombre sereno y lúcido sobre muchos ebrios de emoción. En resumen: Perico, que tenía movimientos vivos y locuacidad inagotable, pero de hielo la cabeza, de tal suerte entendió las marchas y contramarchas, retiradas y avances de la empeñada acción que todos los días se libraba en el Casino, que después de varias fortunitas chicas, vino a caerle un fortunón, en forma de un mediano legajo de billetes de a mil francos, que se guardó apaciblemente en el bolsillo del chaleco, saliendo de allí con su paso y fisonomía de costumbre, y dejando al perdidoso dado a reflexionar en lo efímero de los bienes terrenales. Aconteció esto al otro día de aquel en que Lucía manifestara a Pilar tal interés por la salud de la madre de Artegui. Era Perico naturalmente desprendido, a menos que careciese de oro para sus diversiones, que entonces escatimaría un maravedí, y avisando a Pilar que estaba en el salón de Damas, reuniose con ella en la azotea, y le dijo dándole el brazo: ...
En la línea 1085
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... En cuanto a Perico, escondió la cabeza entre las manos, y murmuró más de tres docenas de «Jesús, Jesús… Válgame Dios, válgame Dios… Qué desgracia, qué desgracia… » y aún debo añadir, en honra de la sensibilidad del insigne pollo, que se demudó bastante su rostro, y pugnaron por asomar a sus lagrimales, y asomaron al fin, unas cuantas gotas de eso que los poetas llaman rocío del alma. No quise omitir estos pormenores, a fin de que no se crea que Perico era malo, siendo así, que de investigaciones y curiosos datos estadísticos resulta que aún valía más que las dos terceras partes de la prole de Adán. Triste y mustio de veras, se dejó conducir por Miranda a su cuarto, y es cosa averiguada también, que en todo el curso de aquel día no entraron en su cuerpo más alimentos que dos tazas de té y un huevo pasado por agua, que la extrema debilidad le obligó a sorber, entrada ya la noche. ...
En la línea 61
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -A los que se admiraban de que un robo tan considerable hubiera podido realizarse con esa facilidad, el subgobemador Gualterio Ralph se limitaba a responder que en aquel mismo momento el cajero se ocupaba en el asiento de una entrada de tres chelines seis peniques, y que no se puede atender a todo. ...
En la línea 436
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Ignoraba dos cosas: primero, que la entrada de ciertas pagodas hindúes está formalmente prohibida a los cristianos, y segundo, que aun los mismos creyentes no pueden entrar sino dejando el calzado a la puerta. Hay que notar aquí que, por razones de sana política, el gobierno inglés, respetando y haciendo respetar hasta en sus más insignificantes pormenores la religión del país, castiga con severidad a quienquiera que infrinja sus prácticas. ...
En la línea 608
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... El parsi no se adelantó más porque había reconocido la imposibilidad de forzar la entrada del templo, e hizo retroceder a sus compañeros. ...
En la línea 1760
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Una hora después el vapor 'Enriqueta' trasponía el faro, que marca la entrada del Hudson, doblaba la punta de Sandy Hook y salía mar afuera. Durante el día costeó Long lsland, pasó por delante del faro de Fire lsland y corrió rápidamente hacia el Este. ...

El Español es una gran familia
Errores Ortográficos típicos con la palabra Entrada
Cómo se escribe entrada o hentrada?
Cómo se escribe entrada o entrrada?
Busca otras palabras en esta web
Palabras parecidas a entrada
La palabra rato
La palabra orillas
La palabra caer
La palabra suyos
La palabra aguardiente
La palabra piernas
La palabra cuerpo
Webs Amigas:
VPO en Zamora . Ciclos Fp de informática en Málaga . Ciclos Fp de Automoción en Cadiz . - Cala D'or Apartamentos Gavimar Cala Gran Hotel