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La palabra cortina
Cómo se escribe

la palabra cortina

La palabra Cortina ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece cortina.

Estadisticas de la palabra cortina

Cortina es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 7982 según la RAE.

Cortina aparece de media 10.32 veces en cada libro en castellano.

Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la cortina en las obras de referencia de la RAE contandose 1569 apariciones .


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece cortina

La palabra cortina puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1178
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Una espesa cortina de álamos cerraba la plazoleta formada por el camino al ensancharse ante el amontonamiento de viejos tejados, paredes agrietadas y negros ventanucos del molino, fábrica antigua y ruinosa, montada sobre la acequia y apoyada en dos gruesos machones, por entre los cuales caía la corriente en espumosa cascada. ...

En la línea 2397
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Oyó sordos crujidos, como de cañas que estallaban lamidas por la llama, y hasta vio danzar las chispas, agarrándose como moscas de fuego a la cortina de cretona que cerraba el cuarto. ...

En la línea 383
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Zumbaban los insectos sobre las inquietas crestas de la maleza; arrastrábanse los lagartos entre las piedras; sonaban a lo lejos las esquilas con acompañamiento de balidos, y de vez en cuando, al trotar el caballo de Rafael por unos caminos que nunca habían conocido la rueda, abríase en lo alto de un ribazo la cortina de matorrales, asomando los cuernos y el hocico babeante de una vaca o el testuz curioso de un ternero que parecía extrañar la presencia de un hombre que no fuese el pastor. ...

En la línea 429
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Los dos hombres salieron al portal del cortijo. Por la parte de la sierra, el cielo estaba negro y las nubes corríanse como una cortina lúgubre entenebreciendo el campo. Aún no era media tarde y todos los objetos envolvíanse en la vaguedad difusa del anochecer. El cielo parecía haber descendido, tocando las crestas de las montañas, devorándolas en su seno oscuro, como si las decapitase. Pasaban a bandadas con el pavor de la fuga, graznando estridentemente, los pájaros de presa. ...

En la línea 437
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Habían ya llegado al cortijo casi todas las bandas de trabajadores y en la puerta de la gañanía sacudíanse mantas y refajos, derramando a chorros el agua sucia, cuando Rafael se fijó en un pequeño grupo rezagado que se aproximaba lentamente bajo la cortina oblicua de la lluvia. Eran dos hombres y un borriquillo cargado con un serón, bajo el cual apenas si asomaban las orejas y la cola. ...

En la línea 3765
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... En el momento en que entraba, la cortina de una pequeña tribuna que hasta entonces había permanecid o cerrada se abrió, y se vio apa recer la cabeza pálida del cardenal vestido de caballero español. ...

En la línea 11233
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... En la alcoba contigua, sin puerta, separada de la sala por una cortina sucia de percal encarnado, se oían los quejidos frecuentes y la respiración fatigosa del enfermo. ...

En la línea 11271
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Y don Pompeyo se colocó delante de la cortina de percal para cortar el paso al obispo-madre. ...

En la línea 11587
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Abrió Guimarán el balcón de par en par; una ráfaga húmeda sacudió la cortina de percal y la triste luz del día de plomo cayó sobre la palidez del cadáver tibio. ...

En la línea 1561
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El amigote entró. Jacinta notaba en los ojos de este algo de intención picaresca. De buena gana se escondería detrás de una cortina para estafarles sus secretos a aquel par de tunantes. Desgraciadamente tenía que ir al comedor a cumplir ciertas órdenes que Barbarita le había dado… Pero daría una vueltecita, y trataría de pescar algo… ...

En la línea 1568
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Oyéronse los pasos de Jacinta. Cuando apareció levantando la cortina, Villalonga dio una brusca retorcedura a su discurso: «No, hombre, no me has entendido; la sesión empezó por la tarde y se suspendió a las ocho. Durante la suspensión se trató de llegar a una inteligencia. Yo me acercaba a todos los grupos a oler aquel guisado… ¡jum!, malo, malo; el ministerio Palanca se iba cociendo, se iba cociendo… A todas esas… ¡figúrate si estarían ciegos aquellos hombres!… a todas estas, fuera de las Cortes se estaba preparando la máquina para echarles la zancadilla. Zalamero y yo salíamos y entrábamos a turno para llevar noticias a una casa de la calle de la Greda, donde estaban Serrano, Topete y otros. 'Mi general, no se entienden. Aquello es una balsa de aceite… hirviendo. Tumban a Castelar. En fin, se ha de ver ahora'. 'Vuelva usted allá. ¿Habrá votación?'.—'Creo que sí'. —'Tráiganos usted el resultado'». ...

En la línea 3769
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Fortunata, que tenía en cada mano una de las gruesas bandas de sus cabellos negros, apartándolas como si fueran una cortina, no sabía si reír o echarse a llorar… ...

En la línea 4436
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Entonces empieza a ver que las casas y el cielo se desvanecen, y Juan no está ya de capa sino con un gabán muy majo. Edificios y carros se van, y en su lugar ve Fortunata algo que conoce muy bien, la ropa de Maxi, colgada de una percha, la ropa suya en otra, con una cortina de percal por encima; luego ve la cama, va reconociendo pedazo a pedazo su alcoba; y la voz de doña Lupe ensordece la casa riñendo a Papitos porque, al aviar las lámparas, ha vertido casi todo el mineral… y gracias que es de día, que si es de noche y hay luz, incendio seguro. ...

En la línea 594
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Emprendió su marcha, volvió a cruzar el torrente y comenzó a abrirse paso a través de una espesa cortina de plantas. Iba a rodear el tronco de un enorme árbol de alcanfor cuando una voz imperiosa y amenazadora le gritó: ...

En la línea 627
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Subió a la ventana y saltó en medio de una espesa cortina de trepadoras que lo ocultaron por completo. Unos sesenta soldados avanzaban lentamente hacia la casa, con los fusiles preparados para hacer fuego. Sandokán, que seguía emboscado como un tigre, el sable en la mano derecha y el kriss en la izquierda, no respiraba ni se movía. El único movimiento que hacía era levantar la cabeza para mirar hacia la ventana donde estaba Mariana. ...

En la línea 652
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Emprendió su marcha, volvió a cruzar el torrente y comenzó a abrirse paso a través de una espesa cortina de plantas. Iba a rodear el tronco de un enorme árbol de alcanfor cuando una voz imperiosa y amenazadora le gritó: ...

En la línea 715
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... El malayo guió a Sandokán a través de una espesa cortina de hojas, pasada la cual le señaló el mar, que deshacía sus olas contra los bancos de la playa. ...

En la línea 1821
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... A las seis, se hizo súbitamente de día, con esa rapidez peculiar de las regiones tropicales, que no conocen ni la aurora ni el crepúsculo. Los rayos solares atravesaron la cortina de nubes amontonadas en el horizonte oriental y el astro radiante se elevó rápidamente. ...

En la línea 2763
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Llegó el mediodía sin que el sol se hubiese mostrado ni un instante. Ni tan siquiera era posible reconocer el lugar que ocupaba tras la cortina de bruma. Y al poco tiempo la bruma se resolvió en nieve. ...

En la línea 1014
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Una vez me pareció que, cuando, por fin, me arremangase la camisa y fuese a la fragua como aprendiz de Joe, podría sentirme distinguido y feliz, pero la realidad me demostró que tan sólo pude sentirme lleno de polvo de carbón y que me oprimía tan gran peso moral, que a su lado el mismo yunque parecía una pluma. En mi vida posterior, como seguramente habrá ocurrido en otras vidas, hubo ocasiones en que me pareció como si una espesa cortina hubiese caído para ocultarme todo el interés y todo el encanto de la vida, para dejarme tan sólo entregado al pesado trabajo y a las penas de toda clase. Y jamás sentí tan claramente la impresión de que había caído aquella pesada cortina ante mí como cuando empecé a ejercer de aprendiz al lado de Joe. ...

En la línea 2031
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Habían dado las ocho de la noche antes de que me rodease el aire impregnado, y no desagradablemente, del olor del serrín y de las virutas de los constructores navales y de las motonerías de la orilla del río. Toda aquella parte contigua al río me era por completo desconocida. Bajé por la orilla de la corriente y observé que el lugar que buscaba no se hallaba donde yo creía y que no era fácil de encontrar. Poco importa el detallar las veces que me extravié entre las naves que se reparaban y los viejos cascos a punto de ser desguazados, ni tampoco el cieno y los restos de toda clase que pisé, depositados en la orilla por la marea, ni cuántos astilleros vi, o cuántas áncoras, ya desechadas, mordían ciegamente la tierra, o los montones de maderas viejas y de trozos de cascos, cuerdas y motones que se ofrecieron a mi vista. Después de acercarme varias veces a mi destino y de pasar de largo otras, llegué inesperadamente a Mill Pond Bank. Era un lugar muy fresco y ventilado, en donde el viento procedente del río tenía espacio para revolverse a su sabor; había allí dos o tres árboles, el esqueleto de un molino de viento y una serie de armazones de madera que en la distancia parecían otros tantos rastrillos viejos que hubiesen perdido la mayor parte de sus dientes. Buscando, entre las pocas que se ofrecían a mi vista, una casa que tuviese la fachada de madera y tres pisos con ventanas salientes (y no miradores, que es otra cosa distinta), miré la placa de la puerta, y en ella leí el nombre de la señora Whimple. Como éste era el que buscaba, llamé, y apareció una mujer de aspecto agradable y próspero. Pronto fue sustituida por Herbert, quien silenciosamente me llevó a la sala y cerró la puerta. Me resultaba muy raro ver aquel rostro amigo y tan familiar, que parecía hallarse en su casa, en un barrio y una vivienda completamente desconocidos para mí, y me sorprendí mirándole de la misma manera como miraba el armarito de un rincón, lleno de piezas de cristal y de porcelana; los caracoles y las conchas de la chimenea; los grabados iluminados que se veían en las paredes, representando la muerte del capitán Cook, una lancha y Su Majestad el rey Jorge III, en la terraza de Windsor, con su peluca, propia de un cochero de lujo, pantalones cortos de piel y botas altas. -Todo va bien, Haendel - dijo Herbert. - Él está completamente satisfecho, aunque muy deseoso de verte. Mi prometida se halla con su padre, y, si esperas a que baje, te la presentaré y luego iremos arriba. Ése… es su padre. Habían llegado a mis oídos unos alarmantes ruidos, procedentes del piso superior, y tal vez Herbert vio el asombro que eso me causara. - Temo que ese hombre sea un bandido - dijo Herbert sonriendo, - pero nunca le he visto. ¿No hueles a ron? Está bebiendo continuamente. - ¿Ron? 179 - Sí - contestó Herbert, - y ya puedes suponer lo que eso le alivia la gota. Tiene el mayor empeño en guardar en su habitación todas las provisiones, y luego las entrega a los demás, según se necesitan. Las guarda en unos estantes que tiene en la cabecera de la cama y las pesa cuidadosamente. Su habitación debe de parecer una tienda de ultramarinos. Mientras hablaba así, aumentó el rumor de los rugidos, que parecieron ya un aullido ronco, hasta que se debilitó y murió. - Naturalmente, las consecuencias están a la vista - dijo Herbert. - Tiene el queso de Gloucester a su disposición y lo come en abundantes cantidades. Eso le hace aumentar los dolores de gota de la mano y de otras partes de su cuerpo. Tal vez en aquel momento el enfermo se hizo daño, porque profirió otro furioso rugido. - Para la señora Whimple, el tener un huésped como el señor Provis es, verdaderamente, un favor del cielo, porque pocas personas resistirían este ruido. Es un lugar curioso, Haendel, ¿no es verdad? Así era, realmente; pero resultaba más notable el orden y la limpieza que reinaban por todas partes. - La señora Whimple - replicó Herbert cuando le hice notar eso - es una ama de casa excelente, y en verdad no sé lo que haría Clara sin su ayuda maternal. Clara no tiene madre, Haendel, ni ningún otro pariente en la tierra que el viejo Gruñón. - Seguramente no es éste su nombre, Herbert. - No - contestó mi amigo, - es el que yo le doy. Se llama Barley. Es una bendición para el hijo de mis padres el amar a una muchacha que no tiene parientes y que, por lo tanto, no puede molestar a nadie hablándole de su familia. Herbert me había informado en otras ocasiones, y ahora me lo recordó, que conoció a Clara cuando ésta completaba su educación en una escuela de Hammersmith, y que al ser llamada a su casa para cuidar a su padre, los dos jóvenes confiaron su afecto a la maternal señora Whimple, quien los protegió y reglamentó sus relaciones con extraordinaria bondad y la mayor discreción. Todos estaban convencidos de la imposibilidad de confiar al señor Barley nada de carácter sentimental, pues no se hallaba en condiciones de tomar en consideración otras cosas más psicológicas que la gota, el ron y los víveres almacenados en su estancia. Mientras hablábamos así en voz baja, en tanto que el rugido sostenido del viejo Barley hacía vibrar la viga que cruzaba el techo, se abrió la puerta de la estancia y apareció, llevando un cesto en la mano, una muchacha como de veinte años, muy linda, esbelta y de ojos negros. Herbert le quitó el cesto con la mayor ternura y, ruborizándose, me la presentó. Realmente era una muchacha encantadora, y podría haber pasado por un hada reducida al cautiverio y a quien el terrible ogro Barley hubese dedicado a su servicio. - Mira - dijo Herbert mostrándome el cesto con compasiva y tierna sonrisa, después de hablar un poco. - Aquí está la cena de la pobre Clara, que cada noche le entrega su padre. Hay aquí su porción de pan y un poquito de queso, además de su parte de ron… , que me bebo yo. Éste es el desayuno del señor Barley, que mañana por la mañana habrá que servir guisado. Dos chuletas de carnero, tres patatas, algunos guisantes, un poco de harina, dos onzas de mantequilla, un poco de sal y además toda esa pimienta negra. Hay que guisárselo todo junto, para servirlo caliente. No hay duda de que todo eso es excelente para la gota. Había tanta naturalidad y encanto en Clara mientras miraba aquellas provisiones que Herbert nombraba una tras otra, y parecía tan confiada, amante e inocente al prestarse modestamente a que Herbert la rodeara con su brazo; mostrábase tan cariñosa y tan necesitada de protección, que ni a cambio de todo el dinero que contenía la cartera que aún no había abierto, no me hubiese sentido capaz de deshacer aquellas relaciones entre ambos, en el supuesto de que eso me fuera posible. Contemplaba a la joven con placer y con admiración, cuando, de pronto, el rezongo que resonaba en el piso superior se convirtió en un rugido feroz. Al mismo tiempo resonaron algunos golpes en el techo, como si un gigante que tuviese una pierna de palo golpeara furiosamente el suelo con ella, en su deseo de llegar hasta nosotros. Al oírlo, Clara dijo a Herbert: - Papá me necesita. Y salió de la estancia. - Ya veo que te asusta - dijo Herbert. - ¿Qué te parece que quiere ahora, Haendel? - Lo ignoro – contesté. - ¿Algo que beber? - Precisamente - repuso, satisfecho como si yo acabara de adivinar una cosa extraordinaria. - Tiene el grog ya preparado en un recipiente y encima de la mesa. Espera un momento y oirás como Clara lo incorpora para que beba. ¡Ahora! - Resonó otro rugido, que terminó con mayor violencia. - Ahora - añadió Herbert fijándose en el silencio que siguió - está bebiendo. Y en este momento - añadió al notar que el gruñido resonaba de nuevo en la viga - ya se ha tendido otra vez. 180 Clara regresó en breve, y Herbert me acompañó hacia arriba a ver a nuestro protegido. Cuando pasábamos por delante de la puerta del señor Barley, oímos que murmuraba algo con voz ronca, cuyo tono disminuía y aumentaba como el viento. Y sin cesar decía lo que voy a copiar, aunque he de advertir que he sustituido con bendiciones otras palabras que eran precisamente todo lo contrario. - ¡Hola! ¡Benditos sean mis ojos, aquí está el viejo Bill Barley! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, benditos sean mis ojos! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, tendido en la cama y sin poder moverse, bendito sea Dios! ¡Tendido de espaldas como un lenguado muerto! ¡Así está el viejo Bill Barley, bendito sea Dios! ¡Hola! Según me comunicó Herbert, el viejo se consolaba así día y noche. También, a veces, de día, se distraía mirando al río por medio de un anteojo convenientemente colocado para usarlo desde la cama. Encontré cómodamente instalado a Provis en sus dos habitaciones de la parte alta de la casa, frescas y ventiladas, y desde las cuales no se oía tanto el escándalo producido por el señor Barley. No parecía estar alarmado en lo más mínimo, pero me llamó la atención que, en apariencia, estuviese más suave, aunque me habría sido imposible explicar el porqué ni cómo lo pude notar. Gracias a las reflexiones que pude hacer durante aquel día de descanso, decidí no decirle una sola palabra de Compeyson, pues temía que, llevado por su animosidad hacia aquel hombre, pudiera sentirse inclinado a buscarle y buscar así su propia perdición. Por eso, en cuanto los tres estuvimos sentados ante el fuego, le pregunté si tenía confianza en los consejos y en los informes de Wemmick. - ¡Ya lo creo, muchacho! - contestó con acento de convicción. - Jaggers lo sabe muy bien. - Pues en tal caso, le diré que he hablado con Wemmick – dije, - y he venido para transmitirle a usted los informes y consejos que me ha dado. Lo hice con la mayor exactitud, aunque con la reserva mencionada; le dije lo que Wemmick había oído en la prisión de Newgate (aunque ignoraba si por boca de algunos presos o de los oficiales de la cárcel), que se sospechaba de él y que se vigilaron mis habitaciones. Le transmití el encargo de Wemmick de no dejarse ver por algún tiempo, y también le di cuenta de su recomendación de que yo viviese alejado de él. Asimismo, le referí lo que me dijera mi amigo acerca de su marcha al extranjero. Añadí que, naturalmente, cuando llegase la ocasión favorable, yo le acompañaría, o le seguiría de cerca, según nos aconsejara Wemmick. No aludí ni remotamente al hecho de lo que podría ocurrir luego; por otra parte, yo no lo sabía aún, y no me habría gustado hablar de ello, dada la peligrosa situación en que se hallaba por mi culpa. En cuanto a cambiar mi modo de vivir, aumentando mis gastos, le hice comprender que tal cosa, en las desagradables circunstancias en que nos hallábamos, no solamente sería ridícula, sino tal vez peligrosa. No pudo negarme eso, y en realidad se portó de un modo muy razonable. Su regreso era una aventura, según dijo, y siempre supo a lo que se exponía. Nada haría para comprometerse, y añadió que temía muy poco por su seguridad, gracias al buen auxilio que le prestábamos. Herbert, que se había quedado mirando al fuego y sumido en sus reflexiones, dijo entonces algo que se le había ocurrido en vista de los consejos de Wemmick y que tal vez fuese conveniente llevar a cabo. - Tanto Haendel como yo somos buenos remeros, y los dos podríamos llevarle por el río en cuanto llegue la ocasión favorable. Entonces no alquilaremos ningún bote y tampoco tomaremos remeros; eso nos evitará posibles recelos y sospechas, y creo que debemos evitarlas en cuanto podamos. Nada importa que la estación no sea favorable. Creo que sería prudente que tú compraras un bote y lo tuvieras amarrado en el desembarcadero del Temple. De vez en cuando daríamos algunos paseos por el río, y una vez la gente se haya acostumbrado a vernos, ya nadie hará caso de nosotros. Podemos dar veinte o cincuenta paseos, y así nada de particular habrá en el paseo vigesimoprimero o quincuagesimoprimero, aunque entonces nos acompañe otra persona. Me gustó el plan, y, en cuanto a Provis, se entusiasmó. Convinimos en ponerlo en práctica y en que Provis no daría muestras de reconocernos cuantas veces nos viese, pero que, en cambio, correría la cortina de la ventana que daba al Este siempre que nos hubiese visto y no hubiera ninguna novedad. Terminada ya nuestra conferencia y convenido todo, me levanté para marcharme, haciendo a Herbert la observación de que era preferible que no regresáramos juntos a casa, sino que yo le precediera media hora. - No le dejo aquí con gusto - dije a Provis, - aunque no dudo de que está más seguro en esta casa que cerca de la mía. ¡Adios! - Querido Pip - dijo estrechándome las manos. - No sé cuándo nos veremos de nuevo y no me gusta decir «¡Adiós!» Digamos, pues, «¡Buenas noches!» - ¡Buenas noches! Herbert nos servirá de lazo de union, y, cuando llegue la ocasión oportuna, tenga usted la seguridad de que estaré dispuesto. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches! Creímos mejor que no se moviera de sus habitaciones, y le dejamos en el rellano que había ante la puerta, sosteniendo una luz para alumbrarnos mientras bajábamos la escalera. Mirando hacia atrás, pensé en la 181 primera noche, cuando llegó a mi casa; en aquella ocasión, nuestras posiciones respectivas eran inversas, y entonces poco pude sospechar que llegaría la ocasión en que mi corazón estaría lleno de ansiedad y de preocupaciones al separarme de él, como me ocurría en aquel momento. El viejo Barley estaba gruñendo y blasfemando cuando pasamos ante su puerta. En apariencia, no había cesado de hacerlo ni se disponía a guardar silencio. Cuando llegamos al pie de la escalera, pregunté a Herbert si había conservado el nombre de Provis o lo cambió por otro. Me replicó que lo había hecho así y que el inquilino se llamaba ahora señor Campbell. Añadió que todo cuanto se sabía acerca de él en la casa era que dicho señor Campbell le había sido recomendado y que él, Herbert, tenía el mayor interés en que estuviera bien alojado y cómodo para llevar una vida retirada. Por eso en cuanto llegamos a la sala en donde estaban sentadas trabajando la señora Whimple y Clara, nada dije de mi interés por el señor Campbell, sino que me callé acerca del particular. Cuando me hube despedido de la hermosa y amable muchacha de ojos negros, así como de la maternal señora que había amparado con honesta simpatía un amor juvenil y verdadero, aquella casa y aquel lugar me parecieron muy diferentes. Por viejo que fuese el enfurecido Barley y aunque blasfemase como una cuadrilla de bandidos, había en aquella casa suficiente bondad, juventud, amor y esperanza para compensarlo. Y luego, pensando en Estella y en nuestra despedida, me encaminé tristemente a mi casa. En el Temple, todo seguía tan tranquilo como de costumbre. Las ventanas de las habitaciones de aquel lado, últimamente ocupadas por Provis, estaban oscuras y silenciosas, y en Garden Court no había ningún holgazán. Pasé más allá de la fuente dos o tres veces, antes de descender los escalones que había en el camino de mis habitaciones, pero vi que estaba completamente solo. Herbert, que fue a verme a mi cama al llegar, pues ya me había acostado en seguida, fatigado como estaba mental y corporalmente, había hecho la misma observación. Después abrió una ventana, miró al exterior a la luz de la luna y me dijo que la calle estaba tan solemnemente desierta como la nave de cualquier catedral a la misma hora. Al día siguiente me ocupé en adquirir el bote. Pronto quedó comprado, y lo llevaron junto a los escalones del desembarcadero del Temple, quedando en un lugar adonde yo podía llegar en uno o dos minutos desde mi casa. Luego me embarqué como para practicarme en el remo; a veces iba solo y otras en compañía de Herbert. Con frecuencia salíamos a pasear por el río con lluvia, con frío y con cellisca, pero nadie se fijaba ya en mí después de haberme visto algunas veces. Primero solíamos pasear por la parte alta del Puente de Blackfriars; pero a medida que cambiaban las horas de la marea, empecé a dirigirme hacia el Puente de Londres, que en aquella época era tenido por «el viejo Puente de Londres». y, en ciertos estados de la marea, había allí una corriente que le daba muy mala reputación. Pero pronto empecé a saber cómo había que pasar aquel puente, después de haberlo visto hacer, y así, en breve, pude navegar por entre los barcos anclados en el Pool y más abajo, hacia Erith. La primera vez que pasamos por delante de la casa de Provis me acompañaba Herbert. Ambos íbamos remando, y tanto a la ida como a la vuelta vimos que se bajaban las cortinas de las ventanas que daban al Este. Herbert iba allá, por lo menos, tres veces por semana, y nunca me comunicó cosa alguna alarmante. Sin embargo, estaba persuadido de que aún existía la causa para sentir inquietud, y yo no podía desechar la sensación de que me vigilaban. Una sensación semejante se convierte para uno en una idea fija y molesta, y habría sido difícil precisar de cuántas personas sospechaba que me vigilaban. En una palabra, que estaba lleno de temores con respecto al atrevido que vivía oculto. Algunas veces, Herbert me había dicho que le resultaba agradable asomarse a una de nuestras ventanas cuando se retiraba la marea, pensando que se dirigía hacia el lugar en que vivía Clara, llevando consigo infinidad de cosas. Pero no pensaba que también se dirigía hacia el lugar en que vivía Magwitch y que cada una de las manchas negras que hubiese en su superficie podía ser uno de sus perseguidores, que silenciosa, rápida y seguramente iba a apoderarse de él. ...

En la línea 2033
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pasaron algunas semanas sin que ocurriese cambio alguno. Esperábamos noticias de Wemmick, pero éste no daba señales de vida. Si no le hubiese conocido más que en el despacho de Little Britain y no hubiera gozado del privilegio de ser un concurrente familiar al castillo, podría haber llegado a dudar de él; pero como le conocía muy bien, no llegué a sentir tal recelo. Mis asuntos particulares empezaron a tomar muy feo aspecto, y más de uno de mis acreedores me dirigió apremiantes peticiones de dinero. Yo mismo llegué a conocer la falta de dinero (quiero decir, de dinero disponible en mi bolsillo), y, así, no tuve más remedio que convertir en numerario algunas joyas que poseía. Estaba resuelto a considerar que sería una especie de fraude indigno el aceptar más dinero de mi 182 protector, dadas las circunstancias y en vista de la incertidumbre de mis pensamientos y de mis planes. Por consiguiente, valiéndome de Herbert, le mandé la cartera, a la que no había tocado, para que él mismo la guardase, y experimenté cierta satisfacción, aunque no sé si legítima o no, por el hecho de no haberme aprovechado de su generosidad a partir del momento en que se dio a conocer. A medida que pasaba el tiempo, empecé a tener la seguridad de que Estella se habría casado ya. Temeroso de recibir la confirmación de esta sospecha, aunque no tenía la convicción, evité la lectura de los periódicos y rogué a Herbert, después de confiarle las circunstancias de nuestra última entrevista, que no volviese a hablarme de ella. Ignoro por qué atesoré aquel jirón de esperanza que se habían de llevar los vientos. E1 que esto lea, ¿no se considerará culpable de haber hecho lo mismo el año anterior, el mes pasado o la semana última? Llevaba una vida muy triste y desdichada, y mi preocupación dominante, que se sobreponía a todas las demás, como un alto pico que dominara a una cordillera, jamás desaparecía de mi vista. Sin embargo, no hubo nuevas causas de temor. A veces, no obstante, me despertaba por las noches, aterrorizado y seguro de que lo habían prendido; otras, cuando estaba levantado, esperaba ansioso los pasos de Herbert al llegar a casa, temiendo que lo hiciera con mayor apresuramiento y viniese a darme una mala noticia. A excepción de eso y de otros imaginarios sobresaltos por el estilo, pasó el tiempo como siempre. Condenado a la inacción y a un estado constante de dudas y de temor, solía pasear a remo en mi bote, y esperaba, esperaba, del mejor modo que podía. A veces, la marea me impedía remontar el río y pasar el Puente de Londres; en tales casos solía dejar el bote cerca de la Aduana, para que me lo llevaran luego al lugar en que acostumbraba dejarlo amarrado. No me sabía mal hacer tal cosa, pues ello me servía para que, tanto yo como mi bote, fuésemos conocidos por la gente que vivía o trabajaba a orillas del río. Y de ello resultaron dos encuentros que voy a referir. Una tarde de las últimas del mes de febrero desembarqué al oscurecer. Aprovechando la bajamar, había llegado hasta Greenwich y volví con la marea. El día había sido claro y luminoso, pero a la puesta del sol se levantó la niebla, lo cual me obligó a avanzar con mucho cuidado por entre los barcos. Tanto a la ida como a la vuelta observé la misma señal tranquilizadora en las ventanas de Provis. Todo marchaba bien. La tarde era desagradable y yo tenía frío, por lo cual me dije que, a fin de entrar en calor, iría a cenar inmediatamente; y como después de cenar tendría que pasar algunas tristes horas solo, antes de ir a la cama, pensé que lo mejor sería ir luego al teatro. El coliseo en que el señor Wopsle alcanzara su discutible triunfo estaba en la vecindad del río (hoy ya no existe), y resolví ir allí. Estaba ya enterado de que el señor Wops1e no logró su empeño de resucitar el drama, sino que, por el contrario, había contribuido mucho a su decadencia. En los programas del teatro se le había citado con mucha frecuencia e ignominiosamente como un negro fiel, en compañía de una niña de noble cuna y un mico. Herbert le vio representando un voraz tártaro, de cómicas propensiones, con un rostro de rojo ladrillo y un infamante gorro lleno de campanillas. Cené en un establecimiento que Herbert y yo llamábamos «el bodegón geográfico» porque había mapas del mundo en todos los jarros para la cerveza, en cada medio metro de los manteles y en los cuchillos (debiéndose advertir que, hasta ahora, apenas hay un bodegón en los dominios del lord mayor que no sea geográfico), y pasé bastante rato medio dormido sobre las migas de pan del mantel, mirando las luces de gas y caldeándome en aquella atmósfera, densa por la abundancia de concurrentes. Mas por fin me desperté del todo y salí en dirección al teatro. Allí encontré a un virtuoso contramaestre, al servicio de Su Majestad, hombre excelente, que para mí no tenía más defecto que el de llevar los calzones demasiado apretados en algunos sitios y sobrado flojos en otros, que tenía la costumbre de dar puñetazos en los sombreros para meterlos hasta los ojos de quienes los llevaban, aunque, por otra parte, era muy generoso y valiente y no quería oír hablar de que nadie pagase contribuciones, a pesar de ser muy patriota. En el bolsillo llevaba un saco de dinero, semejante a un budín envuelto en un mantel, y, valiéndose de tal riqueza, se casó, con regocijo general, con una joven que ya tenía su ajuar; todos los habitantes de Portsmouth (que sumaban nueve, según el último censo) se habían dirigido a la playa para frotarse las manos muy satisfechos y para estrechar las de los demás, cantando luego alegremente. Sin embargo, cierto peón bastante negro, que no quería hacer nada de lo que los demás le proponían, y cuyo corazón, según el contramaestre, era tan oscuro como su cara, propuso a otros dos compañeros crear toda clase de dificultades a la humanidad, cosa que lograron tan completamente (la familia del peón gozaba de mucha influencia política), que fue necesaria casi la mitad de la representación para poner las cosas en claro, y solamente se consiguió gracias a un honrado tendero que llevaba un sombrero blanco, botines negros y nariz roja, el cual, armado de unas parrillas, se metió en la caja de un reloj y desde allí escuchaba cuanto sucedía, salía y asestaba un parrillazo a todos aquellos a quienes no podía refutar lo que acababan de 183 decir. Esto fue causa de que el señor Wopsle, de quien hasta entonces no se había oído hablar, apareciese con una estrella y una jarretera, como ministro plenipotenciario del Almirantazgo, para decir que los intrigantes serían encarcelados inmediatamente y que se disponía a honrar al contramaestre con la bandera inglesa, como ligero reconocimiento de sus servicios públicos. El contramaestre, conmovido por primera vez, se secó, respetuoso, los ojos con la bandera, y luego, recobrando su ánimo y dirigiendo al señor Wopsle el tratamiento de Su Honor, solicitó la merced de darle el brazo. El señor Wopsle le concedió su brazo con graciosa dignidad, e inmediatamente fue empujado a un rincón lleno de polvo, mientras los demás bailaban una danza de marineros; y desde aquel rincón, observando al público con disgustada mirada, me descubrió. La segunda pieza era la pantomima cómica de Navidad, en cuya primera escena me supo mal reconocer al señor Wopsle, que llevaba unas medias rojas de estambre; su rostro tenía un resplandor fosfórico, y a guisa de cabello llevaba un fleco rojo de cortina. Estaba ocupado en la fabricación de barrenos en una mina, y demostró la mayor cobardía cuando su gigantesco patrono llegó, hablando con voz ronca, para cenar. Mas no tardó en presentarse en circunstancias más dignas; el Genio del Amor Juvenil tenía necesidad de auxilio -a causa de la brutalidad de un ignorante granjero que se oponía a que su hija se casara con el elegido de su corazón, para lo cual dejó caer sobre el pretendiente un saco de harina desde la ventana del primer piso, - y por esta razón llamó a un encantador muy sentencioso; el cual, llegando de los antípodas con la mayor ligereza, después de un viaje en apariencia bastante violento, resultó ser el señor Wopsle, que llevaba una especie de corona a guisa de sombrero y un volumen nigromántico bajo el brazo. Y como la ocupación de aquel hechicero en la tierra no era otra que la de atender a lo que le decían, a las canciones que le cantaban y a los bailes que daban en su honor, eso sin contar los fuegos artificiales de varios colores que le tributaban, disponía de mucho tiempo. Y observé, muy sorprendido, que lo empleaba en mirar con la mayor fijeza hacia mí, cosa que me causó extraordinario asombro. Había algo tan notable en la atención, cada vez mayor, de la mirada del señor Wopsle y parecía preocuparle tanto lo que veía, que por más que lo procuré me fue imposible adivinar la causa que tanto le intrigaba. Aún seguía pensando en eso cuando, una hora más tarde, salí del teatro y lo encontré esperándome junto a la puerta. - ¿Cómo está usted? - le pregunté, estrechándole la mano, cuando ya estábamos en la calle. - Ya me di cuenta de que me había visto. - ¿Que le vi, señor Pip? – replicó. - Sí, es verdad, le vi. Pero ¿quién era el que estaba con usted? - ¿Quién era? - Es muy extraño - añadió el señor Wopsle, cuya mirada manifestó la misma perplejidad que antes, - y, sin embargo, juraría… Alarmado, rogué al señor Wopsle que se explicara. - No sé si le vi en el primer momento, gracias a que estaba con usted - añadió el señor Wopsle con la misma expresión vaga y pensativa. - No puedo asegurarlo, pero… Involuntariamente miré alrededor, como solía hacer por las noches cuando me dirigía a mi casa, porque aquellas misteriosas palabras me dieron un escalofrío. - ¡Oh! Ya no debe de estar por aquí-observó el señor Wopsle. - Salió antes que yo. Le vi cuando se marchaba. Como tenía razones para estar receloso, incluso llegué a sospechar del pobre actor. Creí que sería una argucia para hacerme confesar algo. Por eso le miré mientras andaba a mi lado; pero no dije nada. -Me produjo la impresión ridícula de que iba con usted, señor Pip, hasta que me di cuenta de que usted no sospechaba siquiera su presencia. Él estaba sentado a su espalda, como si fuese un fantasma. Volví a sentir un escalofrío, pero estaba resuelto a no hablar, pues con sus palabras tal vez quería hacerme decir algo referente a Provis. Desde luego, estaba completamente seguro de que éste no se hallaba en el teatro… - Ya comprendo que le extrañan mis palabras, señor Pip. Es evidente que está usted asombrado. Pero ¡es tan raro! Apenas creerá usted lo que voy a decirle, y yo mismo no lo creería si me lo dijera usted. - ¿De veras? -Sin duda alguna. ¿Se acuerda usted, señor Pip, de que un día de Navidad, hace ya muchos años, cuando usted era niño todavía, yo comí en casa de Gargery, y que, al terminar la comida, llegaron unos soldados para que les recompusieran un par de esposas? - Lo recuerdo muy bien. 184 - ¿Se acuerda usted de que hubo una persecución de dos presidiarios fugitivos? Nosotros nos unimos a los soldados, y Gargery se lo subió a usted sobre los hombros; yo me adelanté en tanto que ustedes me seguían lo mejor que les era posible. ¿Lo recuerda? - Lo recuerdo muy bien. Y, en efecto, me acordaba mejor de lo que él podía figurarse, a excepción de la última frase. - ¿Se acuerda, también, de que llegamos a una zanja, y de que allí había una pelea entre los dos fugitivos, y de que uno de ellos resultó con la cara bastante maltratada por el otro? - Me parece que lo estoy viendo. - ¿Y que los soldados, después de encender las antorchas, pusieron a los dos presidiarios en el centro del pelotón y nosotros fuimos acompañándolos por los negros marjales, mientras las antorchas iluminaban los rostros de los presos… (este detalle tiene mucha importancia), en tanto que más allá del círculo de luz reinaban las tinieblas? - Sí - contesté -. Recuerdo todo eso. - Pues he de añadir, señor Pip, que uno de aquellos dos hombres estaba sentado esta noche detrás de usted. Le vi por encima del hombro de usted. «¡Cuidado!», pensé. Y luego pregunté, en voz alta: - ¿A cuál de los dos le pareció ver? -A1 que había sido maltratado por su compañero-contestó sin vacilar, - y no tendría inconveniente en jurar que era él. Cuanto más pienso en eso, más seguro estoy de que era él. - Es muy curioso - dije con toda la indiferencia que pude fingir, como si la cosa no me importara nada. - Es muy curioso. No puedo exagerar la inquietud que me causó esta conversación ni el terror especial que sentí al enterarme de que Compeyson había estado detrás de mí «como un fantasma». Si había estado lejos de mi mente alguna vez, a partir del momento en que se ocultó Provis era, precisamente, cuando se hallaba a menor distancia de mí, y el pensar que no me había dado cuenta de ello y que estuve tan distraído como para no advertirlo equivalía a haber cerrado una avenida llena de puertas que lo mantenía lejos de mí, para que, de pronto, me lo encontrase al lado. No podía dudar de que estaba en el teatro, puesto que estuve yo también, y de que, por leve que fuese el peligro que nos amenazara, era evidente que existía y que nos rodeaba. Pregunté al señor Wopsle acerca de cuándo entró aquel hombre en la sala, pero no pudo contestarme acerca de eso; me vio, y por encima de mi hombro vio a aquel hombre. Solamente después de contemplarlo por algún tiempo logró identificarlo; pero desde el primer momento lo asoció de un modo vago conmigo mismo, persuadido de que era alguien que se relacionara conmigo durante mi vida en la aldea. Le pregunté cómo iba vestido, y me contestó que con bastante elegancia, de negro, pero que, por lo demás, no tenía nada que llamara la atención. Luego le pregunté si su rostro estaba desfigurado, y me contestó que no, según le parecía. Yo tampoco lo creía, porque a pesar de mis preocupaciones, al mirar alrededor de mí no habría dejado de llamarme la atención un rostro estropeado. Cuando el señor Wopsle me hubo comunicado todo lo que podía recordar o cuanto yo pude averiguar por él, y después de haberle invitado a tomar un pequeño refresco para reponerse de las fatigas de la noche, nos separamos. Entre las doce y la una de la madrugada llegué al Temple, cuyas puertas estaban cerradas. Nadie estaba cerca de mí cuando las atravesé ni cuando llegué a mi casa. Herbert estaba ya en ella, y ante el fuego celebramos un importante consejo. Pero no se podía hacer nada, a excepción de comunicar a Wemmick lo que descubriera aquella noche, recordándole, de paso, que esperábamos sus instrucciones. Y como creí que tal vez le comprometería yendo con demasiada frecuencia al castillo, le informé de todo por carta. La escribí antes de acostarme, salí y la eché al buzón; tampoco aquella vez pude notar que nadie me siguiera ni me vigilara. Herbert y yo estuvimos de acuerdo en que lo único que podíamos hacer era ser muy prudentes. Y lo fuimos más que nunca, en caso de que ello fuese posible, y, por mi parte, nunca me acercaba a la vivienda de Provis más que cuando pasaba en mi bote. Y en tales ocasiones miraba a sus ventanas con la misma indiferencia con que hubiera mirado otra cosa cualquiera. ...

En la línea 143
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... La ahumada puertecilla que daba al último rellano estaba abierta. Un cabo de vela iluminaba una habitación miserable que medía unos diez pasos de longitud. Desde el vestíbulo se la podía abarcar con una sola mirada. En ella reinaba el mayor desorden. Por todas partes colgaban cosas, especialmente ropas de niño. Una cortina agujereada ocultaba uno de los dos rincones más distantes de la puerta. Sin duda, tras la cortina había una cama. En el resto de la habitación sólo se veían dos sillas y un viejo sofá cubierto por un hule hecho jirones. Ante él había una mesa de cocina, de madera blanca y no menos vieja. ...

En la línea 143
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... La ahumada puertecilla que daba al último rellano estaba abierta. Un cabo de vela iluminaba una habitación miserable que medía unos diez pasos de longitud. Desde el vestíbulo se la podía abarcar con una sola mirada. En ella reinaba el mayor desorden. Por todas partes colgaban cosas, especialmente ropas de niño. Una cortina agujereada ocultaba uno de los dos rincones más distantes de la puerta. Sin duda, tras la cortina había una cama. En el resto de la habitación sólo se veían dos sillas y un viejo sofá cubierto por un hule hecho jirones. Ante él había una mesa de cocina, de madera blanca y no menos vieja. ...

En la línea 384
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Lucía se abanicaba con un periódico dispuesto por Artegui en forma de concha, y leves gotitas transparentes de sudor salpicaban su rosada nuca, sus sienes y su barbilla: de cuando en cuando las embebía con el pañuelo: los mechones del cabello, lacios, se pegaban a su frente. Desabrochose el cuello almidonado, se quitó la corbata, que la estrangulaba, y se recostó, dando indicios de gran desmadejamiento, en la esquina. A fin de refrescar un poco el interior, corrió Artegui las cortinillas todas ante los bajos vidrios, y una luz vaga y misteriosa, azulada, un sereno ambiente, formaban allí, algo de gruta submarina, añadiendo a la ilusión el ruido del tren, no muy distinto del mugir del Océano. Insensible al cálido día, Artegui levantaba la cortina un poco, se asomaba, miraba el país, los robledales, la sierra, los valles profundos. Una vez acertó a ver pintoresca romería. Fue rápido y fugaz el cuadro, pero no tanto que no distinguiese a la gente siguiendo el sendero angosto, escapulario al cuello, a pie o en carretas de bueyes, cubiertos con boina roja o azul los hombres, las mujeres tocadas con pañolitos blancos. Parecía el desfile la bajada de los pastores en un Nacimiento; el sol claro, alumbrando plenamente las figuras, les daba la crudeza de tonos de muñecos de barro pintado. Artegui llamó a Lucía, que alzando la cortina a su vez, echó el cuerpo fuera, hasta que una revuelta del camino y la rapidez del tren borraron el cuadro. ...

En la línea 384
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Lucía se abanicaba con un periódico dispuesto por Artegui en forma de concha, y leves gotitas transparentes de sudor salpicaban su rosada nuca, sus sienes y su barbilla: de cuando en cuando las embebía con el pañuelo: los mechones del cabello, lacios, se pegaban a su frente. Desabrochose el cuello almidonado, se quitó la corbata, que la estrangulaba, y se recostó, dando indicios de gran desmadejamiento, en la esquina. A fin de refrescar un poco el interior, corrió Artegui las cortinillas todas ante los bajos vidrios, y una luz vaga y misteriosa, azulada, un sereno ambiente, formaban allí, algo de gruta submarina, añadiendo a la ilusión el ruido del tren, no muy distinto del mugir del Océano. Insensible al cálido día, Artegui levantaba la cortina un poco, se asomaba, miraba el país, los robledales, la sierra, los valles profundos. Una vez acertó a ver pintoresca romería. Fue rápido y fugaz el cuadro, pero no tanto que no distinguiese a la gente siguiendo el sendero angosto, escapulario al cuello, a pie o en carretas de bueyes, cubiertos con boina roja o azul los hombres, las mujeres tocadas con pañolitos blancos. Parecía el desfile la bajada de los pastores en un Nacimiento; el sol claro, alumbrando plenamente las figuras, les daba la crudeza de tonos de muñecos de barro pintado. Artegui llamó a Lucía, que alzando la cortina a su vez, echó el cuerpo fuera, hasta que una revuelta del camino y la rapidez del tren borraron el cuadro. ...

En la línea 786
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Tanto agradaban a Lucía el puente y el río, que a propósito andaba despacio al pasarlos. La cortina de verdor del parque nuevo se tendía ante su vista. Un tiempo fueron pantanos todo aquel hermoso jardín, hasta que los potentes diques, colocados por Napoleón III para evitar la inundación que seguía a cada crecida del Allier, y el saneamiento del terreno, lo habían transformado en un lugar paradisíaco. Los árboles selectos, bien nutridos, tenían en su mayor parte tonos de felpa verde, intensos y aterciopelados; pero algunos amarilleando ya, se encendían al sol poniente como pirámides de filigrana de oro. Otros eran rojizos, de un rojo teja, que en las partes heridas por el sol se hacía carmín. La anémica solía manifestar, al volver del paseo, el capricho de ir un rato a sentarse en los bancos del parque. Por lo regular, allí había gente, y alguno de los españoles de la colonia, conocidos de Perico o de Miranda, hacíase acaso el encontradizo, y las saludaba y dirigía algunas frases de ritual. A veces se aparecían también, a guisa de sorprendentes cometas, las ricas cubanas de Amézaga, con sus sombreros extraordinarios, sus sombrillas monumentales y sus atavíos caprichosos, destilados siempre a la quinta esencia de la moda. Pilar las distinguía de cien leguas, por sus famosos sombreros, imposibles de confundir con otro tocado alguno. Eran como dos budineras grandes, cubiertas todas de finísimas y menudas plumas encarnadas: un pájaro natural, una especie de faisán disecado con primor, contorneaba el ala, torciéndose con gracia a un lado de la cabeza. Tan singular adorno, semi-indostánico sentaba bien a la palidez tropical y a los ojos de fuego de las dos cubanitas. Cuando se aproximaban, Lucía daba un codazo a Pilar, diciéndole sin asomo de malicia: ...

En la línea 1126
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Y buscó la salida: pero de pronto se detuvo paralizada, como autómata a quien se acaba la cuerda… Oyó pasos en el corredor, pasos que se acercaban, pasos fuertes y resueltos: no eran, no, los del ama Engracia. La puerta de la cámara grande se abrió, y entró una persona. Lucía se hallaba ya en la cámara chica, y se quedó detrás de la cortina. No estaba ésta corrida del todo. Por el resquicio vio que el recién llegado encendía un fósforo y después la bujía de un candelero; mas la luz sobraba, y ya, sin ella, había conocido a Artegui. ...


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Más información sobre la palabra Cortina en internet

Cortina en la RAE.
Cortina en Word Reference.
Cortina en la wikipedia.
Sinonimos de Cortina.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Cortina

Cómo se escribe cortina o corrtina?
Cómo se escribe cortina o sortina?

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