Cual es errónea Montones o Montonez?
La palabra correcta es Montones. Sin Embargo Montonez se trata de un error ortográfico.
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Montones en la RAE.
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Montones en la wikipedia.
Sinonimos de Montones.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Montones
Cómo se escribe montones o montonez?

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece montones
La palabra montones puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 560
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El hijo mayor hacía continuos viajes a Valencia con la espuerta al hombro, trayendo estiércol y escombros, que colocaba en dos montones, como columnata de honor, a la entrada de la barraca. ...
En la línea 598
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Los montones formados por Batiste se agrandaron considerablemente con las expediciones del padre. ...
En la línea 785
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Conocía las amenazas de Pimentó, el cual, apoyado por toda la huerta, juraba que aquel trigo no había de segarlo su sembrador, y Batiste casi olvidaba a sus hijos para pensar en sus campos, en el oleaje verde que crecía y crecía bajo los rayos del sol y había de convertirse en rubios montones de mies. ...
En la línea 791
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Cerca ya de la barraca, cuando oía los ladridos de su perro, que le había adivinado, vió un muchacho, un zagalón, que, sentado en un ribazo, con la hoz entre las piernas y teniendo al lado unos montones de broza segada, se incorporó para saludarle: -¡Bon día, siñor Batiste! Y el saludo, la voz trémula de muchacho tímido con que le habló, le impresionaron dulcemente. ...
En la línea 3341
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Había montones de estiércol delante de las puertas, y abundaban los charcos y lodazales. ...
En la línea 6562
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Me dijo que había estado bastantes veces en las principales ciudades moras de la costa, describiéndomelas como montones de ruinas; a los moros los llamaba _cafres_ y bestias feroces. ...
En la línea 6605
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... El hombre construye pirámides; también Dios las construye: las pirámides del hombre son montones de cascote, mezquinos montículos en una planicie arenosa; las pirámides del Señor son los Andes y las montañas de la India. ...
En la línea 4857
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo, como los suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite, mayores que las de un tinte, servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba. ...
En la línea 150
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Regresamos a Maldonado por un camino un poco diferente. Paso un día en casa de un viejo español muy hospitalario, cerca del «Pan de Azúcar», sitio muy conocido para quien haya remontado el Plata. Una mañana temprano subimos a la «Sierva de las Animas». Gracias a la salida del sol, el paisaje es casi pintoresco. Al poniente se extiende la vista por una inmensa llanura hasta la montaña de Montevideo, y al oriente por la región ondulosa de Maldonado. En la cúspide de la montaña hay varios montoncitos de piedras, que evidentemente están allí desde hace mucho tiempo. Mi compañero de viaje me asegura que son obra de los indios antiguos. Esos montones se parecen, en pequeño, a los que con tanta frecuencia se encuentran en el país de Gales. ...
En la línea 152
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... los antiguos moradores hayan dejado tras de sí recuerdos permanentes más que esos insignificantes montones de piedras de la «Sierra de las Animas». ...
En la línea 213
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Dicho lago ocupa una extensión de dos y media millas de longitud, por una milla de anchura. En las cercanías hay también otros mucho mayores, cuyo fondo consiste en una capa de sal de dos o tres pies de espesor, hasta en invierno, cuando están llenos de agua. Esas hondonadas admirablemente blancas, en medio de esa llanura árida y triste, forman un contraste extraordinario. Se saca de la salina anualmente una cantidad grandísima de sal: he visto en las orillas, inmensos montones, centenares de toneladas dispuestas para la exportación. La época de trabajo en las salinas, es el tiempo de la cosecha para Patagones, pues la prosperidad de la ciudad depende de la exportación de sal. Acude entonces casi toda la población a acampar en las márgenes de la salina y transporta la sal al río en carretas tiradas por bueyes. Esta sal, cristaliza en gruesos cubos y es notablemente pura. Mr. Trenham Reeks, ha hecho el análisis de algunos ejemplares que traje, encontrando en ellos nada más que 0,26 centésimas de yeso y 0,22 de materias térreas. Es extraño que esta sal no sea tan buena para conservar la carne como la sal extraída del agua del mar en las islas de Cabo Verde; un negociante de Buenos Aires, me ha dicho que valía ciertamente un 50 por 100 menos. Por eso se importa de continuo sal de las islas de Cabo Verde, para mezclarla con el producto de estas salinas. Esa inferioridad no debe de tener otra causa sino la pureza dé la sal de la Patagonia, o la carencia en ella de los demás principios salinos que se encuentran en el agua del mar. Creo que nadie ha pensado en esta explicación, que, sin embargo, está confirmada por un hecho ya señalado3, a saber: las sales que mejor conservan el queso son aquéllas que contienen la mayor proporción de cloruros delicuescentes. ...
En la línea 289
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Voy a describir ahora las costumbres de las aves más interesantes y más comunes en las llanuras silvestres de la Patagonia septentrional. Me ocuparé en primer término de la mayor de todas ellas: el avestruz de la América meridional. Todo el mundo conoce las habituales costumbres del avestruz. Estas aves se alimentan de materias vegetales, como hierbas y raíces; sin embargo, en Bahía Blanca he visto con mucha frecuencia descender tres o cuatro en la marea baja a la orilla del mar y explorar los montones de fango que entonces quedan en seco, con el fin (dicen los gauchos) de buscar pececillos para comérselos. Aunque el avestruz tiene costumbres muy tímidas, desconfiadas y solitarias, aunque corre con suma rapidez, sin embargo, se apoderan fácilmente de él los indios o los gauchos armados de bolas. En cuanto aparecen varios jinetes dispuestos en círculo, los avestruces se aturden y no saben por qué lado escaparse: suelen preferir correr contra el viento; extienden las alas tomando ímpetu, y parecen como un barco con las velas tendidas. En un hermoso día muy cálido vi a varios avestruces entrar en un pantano cubierto de juncos muy altos; allí permanecieron escondidos hasta que llegué muy cerca de ellos. Suele ignorarse que los avestruces se tiran con facilidad al agua. Mr. King me participa que en la Bahía de San Blas y en Puerto-Valdés (Patagonia) vio a esas aves pasar a menudo a nado de una isla a otra. Entraban en el agua en cuanto se veían acorralados hasta el extremo de no quedarles ya ninguna otra retirada; pero también se meten en ella de buena voluntad; atravesaban a nado una distancia de unos 290 metros. ...
En la línea 983
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... En los prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los montones de yerba segada. ...
En la línea 3476
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Peras amarillentas, otras de asar, casi rojas, manzanas de oro y grana, montones de nueces, avellanas y castañas, daban alegría, variedad y armoniosa distribución de luz y sombra al conjunto, suculento sin más que verlo, mientras al olfato llegaban mezclados los olores punzantes de la química culinaria y los aromas suaves y discretos de naranjas, limones, manzanas y heno, que era el blando lecho de la fruta. ...
En la línea 165
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El antiguo palacio de Letrán, residencia de los papas, estaba tan arruinado que era imposible intentar su restauración. Algunas iglesias célebres carecían de techumbre y otras eran convertidas en caballerizas. La basílica de San Pablo había perdido su tejado, y la lluvia y el granizo penetraban en ella sin obstáculo, continuando su destrucción. Los pastores de la campiña romana metían sus rebaños en este templo para que pernoctasen, como en un establo. Junto a la basílica de San Pedro, la mayor parte de las casas estaban destruidas, y las calles de la Ciudad Leonina, intransitables por los montones de escombros. Todo el vestíbulo de la citada basílica, primer templo de; catolicismo, se había desplomado. ...
En la línea 315
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Una epidemia se había desarrollado sobre el enorme campo de batalla por la 'corrupción de los montones de cadáveres. El heroico Hunyades murió de ella cuando sólo habían transcurrido algunas semanas desde su triunfo y poco después perecía igualmente su compañero de armas San Juan de Capistrano. ...
En la línea 1211
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Todavía creyeron a Juan de Borja oculto por una cita amorosa; pero al día siguiente, 16, su persistente desaparición comenzó a justificar las peores conjeturas. En vano el prefecto de Roma con sus tropas de esbirros registró las calles y casas de la barriada donde había desaparecido el primogénito del Pontífice. Sus investigaciones se dirigieron luego hacia el Tíber, testigo de tantos delitos y que guardaba para siempre el secreto de los numerosos cadáveres arrojados a sus aguas. Dos esclavones que habían velado a orilla del río contaron entonces lo que vieron en la noche del 14 de junio. Uno de ellos guardaba montones de leña recién desembarcada. El otro, batelero de profesión, dormía en su barca, y despertado por el frío nocturno, asistió al mismo espectáculo que su compatriota. ...
En la línea 1444
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El enamorado capitán era incapaz de abandonar un instante el recuerdo de su protegido, y a la caída de la tarde, cuando ya desesperaba este de satisfacer su apetito, empezando a calcular la posibilidad de una invasión de la capital en busca de comida, vio como avanzaban por la playa unas cuantas máquinas rodantes, negras y sin adornos, de las que servían para el avituallamiento del ejército. Sostenido por dos de ellas reconoció un plato enorme, de los empleados en su servicio allá en la Galería de la Industria. Sobre este plato se elevaban, formando pirámide, cuatro bueyes asados. En los otros vehículos llegaban montañas de panes -cada uno de ellos del tamaño de un grano de maíz ante los ojos del gigante-, pirámides de frutas enormes para los pigmeos, pero que venían a ser del volumen de un cañamon, y montones de quesos. Una sección de atletas agregados al ejército traía en varios vagones una docena de toneles de agua. ...
En la línea 1562
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Al saltar sobre el muelle, este quedó desierto. Por encima de las techumbres de los almacenes vio un patio donde estaban puestas a secar enormes cantidades de carne convertida en cecina. A puñados arrebató esta reserva alimenticia, arrojándola en el cesto que había sacado del bote. También limpió otro patio de los víveres que guardaba formando montones, y los depositó en el mismo cesto sin ningún orden. ...
En la línea 808
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Iba Jacinta tan pensativa, que la bulla de la calle de Toledo no la distrajo de la atención que a su propio interior prestaba. Los puestos a medio armar en toda la acera desde los portales a San Isidro, las baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos nichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban ante su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibía tan sólo la imagen borrosa de los objetivos diversos que iban pasando, y lo digo así, porque era como si ella estuviese parada y la pintoresca vía se corriese delante de ella como un telón. En aquel telón había racimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caían de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora, pelmazos de higos pasados, en bloques, turrón en trozos como sillares que parecían acabados de traer de una cantera; aceitunas en barriles rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula, mostrando dos pajarillos amaestrados, y luego montones de oro, naranjas en seretas o hacinadas en el arroyo. El suelo intransitable ponía obstáculos sin fin, pilas de cántaros y vasijas, ante los pies del gentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carros parecía hacer bailar a personas y cacharros. Hombres con sartas de pañuelos de diferentes colores se ponían delante del transeúnte como si fueran a capearlo. Mujeres chillonas taladraban el oído con pregones enfáticos, acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar o morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos de puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellas rúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con alfileres, toquillas de los colores vivos y elementales que agradan a los salvajes. En algunos huecos brillaba el naranjado que chilla como los ejes sin grasa; el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos; el carmín, que tiene la acidez del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento; el verde de panza de lagarto, y ese amarillo tila, que tiene cierto aire de poesía mezclado con la tisis, como en la Traviatta. Las bocas de las tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el interior de ellas tan abigarrado como la parte externa, los horteras de bruces en el mostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos braceaban, como si nadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento pintoresco de aquellos tenderos se revela en todo. Si hay una columna en la tienda la revisten de corsés encarnados, negros y blancos, y con los refajos hacen graciosas combinaciones decorativas. ...
En la línea 1784
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Era un hombre traicionero y malo—dijo Fortunata con desgana, como si el recuerdo de aquella parte de su vida le fuera muy desagradable—. Me fui con él porque me vi perdida, y no tenía a dónde volverme. Era hermano de un vecino nuestro en la Cava de San Miguel. Primeramente tuvo un cajón de casquería en la plaza, y después puso tienda de quincalla iba a todas las ferias con un sin fin de arcas llenas de baratijas, y armaba tiendas. Le llamaban Juárez el negro por tener la color muy morena. Viéndome tan mal, me ofreció el oro y el moro, y que iba a hacer y a acontecer. Mi tía me echó de la casa y mi tío se desapareció. Yo estaba enferma, y Juárez me dijo que si me iba con él, me llevaría a baños. Decía que ganaba montes y montones en las romerías, y que yo iba a estar como una reina. No se podía casar conmigo porque era casado, pero en cuantito que se muriera su mujer, que era una borrachona, cumpliría, si señor, cumpliría conmigo. ...
En la línea 2301
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... A la mañana siguiente, Maximiliano encaminó sus pasos al convento, no por entrar, que esto era imposible, sino por ver aquellas paredes tras de las cuales respiraba la persona querida. La mañana estaba deliciosa, el cielo despejadísimo, los árboles del paseo de Santa Engracia empezaban a echar la hoja. Detúvose el joven frente a las Micaelas, mirando la obra de la nueva iglesia que llegaba ya a la mitad de las ojivas de la nave principal. Alejándose hasta más allá de la acera de enfrente, y subiendo a unos montones de tierra endurecida, se veía, por encima de la iglesia en construcción, un largo corredor del convento, y aun se podían distinguir las cabezas de las monjas o recogidas que por él andaban. Pero como la obra avanzaba rápidamente, cada día se veía menos. Observó Maxi en los días sucesivos que cada hilada de ladrillos iba tapando discretamente aquella interesante parte de la interioridad monjil, como la ropa que se extiende para velar las carnes descubiertas. Llegó un día en que sólo se alcanzaban a ver las zapatas de los maderos que sostenían el techo del corredor, y al fin la masa constructiva lo tapó todo, no quedando fuera más que las chimeneas, y aun para columbrar estas era preciso tomar la visual desde muy lejos. ...
En la línea 3983
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Los chicos oyeron esto sin chistar. En el fondo del patio se había establecido un sillero que hacía fondos de junco y tenía montones de ellos arrimados a la pared, los unos teñidos de rojo y puestos a secar, los otros sin teñir, cortados y apilados. Eran enemigos jurados de este industrial los chavales de la vecindad, que bonitamente le robaban los juncos para sus juegos y diabluras. Al ver a la santa parlamentando con ellos, salió de su tenducho y encarándose con la infantil cuadrilla, les dijo: ...
En la línea 2037
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Metiéndome en el bolsillo la nota de la señorita Havisham, a fin de que sirviera de credencial por haber vuelto tan pronto a su casa, en el supuesto de que su humor caprichoso le hiciese demostrar alguna sorpresa al verme, tomé la diligencia del día siguiente. Pero me apeé en la Casa de Medio Camino y allí me desayuné, recorriendo luego a pie el resto del trayecto, porque tenía interés en llegar a la ciudad de modo que nadie se diese cuenta de ello y marcharme de la misma manera. Había desaparecido ya la mejor luz del día cuando pasé a lo largo de los tranquilos patios de la parte trasera de la calle Alta. Los montones de ruinas en donde, en otro tiempo, los monjes tuvieron sus refectorios y sus jardines, y cuyas fuertes murallas se utilizaban ahora como humildes albergues y como establos, estaban casi tan silenciosas como los antiguos monjes en sus tumbas. Las campanas de la catedral tuvieron para mí un sonido más triste y más remoto que nunca, mientras andaba apresuradamente para evitar ser visto; así, los sonidos del antiguo órgano llegaron a mis oídos como fúnebre música; y las cornejas que revoloteaban en torno de la torre gris, deslizándose a veces hacia los árboles, altos y desprovistos de hojas, del jardín del priorato, parecían decirme que aquel lugar estaba cambiado y que Estella se había marchado para siempre. Acudió a abrirme la puerta una mujer ya de edad, a quien había visto otras veces y que pertenecía a la servidumbre que vivía en la casa aneja situada en la parte posterior del patio. En el oscuro corredor estaba la bujía encendida, y, tomándola, subí solo la escalera. La señorita Havisham no estaba en su propia estancia, sino en la más amplia, situada al otro lado del rellano. Mirando al interior desde la puerta, después de llamar en vano, la vi sentada ante el hogar en una silla desvencijada, perdida en la contemplación del fuego, lleno de cenizas. Como otras veces había hecho, entré y me quedé en pie, al lado de la antigua chimenea, para que me viese así que levantara los ojos. Indudablemente, la pobre mujer estaba muy sola, y esto me indujo a compadecerme de ella, a pesar de los dolores que me había causado. Mientras la miraba con lástima y pensaba que yo también había llegado a ser una parte de la desdichada fortuna de aquella casa, sus ojos se fijaron en mí. Los abrió mucho y en voz baja se preguntó: - ¿Será una visión real? - Soy yo: Pip. El señor Jaggers me entregó ayer la nota de usted, y no he perdido tiempo en venir. - Gracias, muchas gracias. Acerqué al fuego otra de las sillas en mal estado y me senté, observando en el rostro de la señorita Havisham una expresión nueva, como si estuviese asustada de mí. - Deseo - dijo - continuar el beneficio de que me hablaste en tu última visita, a fin de demostrarte que no soy de piedra. Aunque tal vez ahora no podrás creer ya que haya algún sentimiento humano en mi corazón. 189 Le dije algunas palabras tranquilizadoras, y ella extendió su temblorosa mano derecha, como si quisiera tocarme; pero la retiró en seguida, antes de que yo comprendiese su intento y determinara el modo de recibirlo. -Al hablar de tu amigo me dijiste que podrías informarme de cómo seríame dado hacer algo útil para él. Algo que a ti mismo te gustaría realizar. - Así es. Algo que a mí me gustaría poder hacer. - ¿Qué es eso? Empecé a explicarle la secreta historia de lo que hice para lograr que Herbert llegara a ser socio de la casa en que trabajaba. No había avanzado mucho en mis explicaciones, cuando me pareció que mi interlocutora se fijaba más en mí que en lo que decía. Y contribuyó a aumentar esta creencia el hecho de que, cuando dejé de hablar, pasaron algunos instantes antes de que me demostrara haber notado que yo guardaba silencio. - ¿Te has interrumpido, acaso - me preguntó, como si, verdaderamente, me tuviese miedo, - porque te soy tan odiosa que ni siquiera te sientes con fuerzas para seguir hablándome? - De ninguna manera - le contesté. - ¿Cómo puede usted imaginarlo siquiera, señorita Havisham? Me interrumpí por creer que no prestaba usted atención a mis palabras. - Tal vez no - contestó, llevándose una mano a la cabeza. - Vuelve a empezar, y yo miraré hacia otro lado. Vamos a ver: refiéreme todo eso. Apoyó la mano en su bastón con aquella resoluta acción que le era habitual y miró al fuego con expresión demostrativa de que se obligaba a escuchar. Continué mi explicación y le dije que había abrigado la esperanza de terminar el asunto por mis propios medios, pero que ahora había fracasado en eso. Esta parte de mi explicación, según le recordé, envolvía otros asuntos que no podía detallar, porque formaban parte de los secretos de otro. - Muy bien - dijo moviendo la cabeza en señal de asentimiento, pero sin mirarme. - ¿Y qué cantidad se necesita para completar el asunto? - Novecientas libras. - Si te doy esa cantidad para el objeto expresado, ¿guardarás mi secreto como has guardado el tuyo? -Con la misma fidelidad. - ¿Y estarás más tranquilo acerca del particular? - Mucho más. - ¿Eres muy desgraciado ahora? Me hizo esta pregunta sin mirarme tampoco, pero en un tono de simpatía que no le era habitual. No pude contestar en seguida porque me faltó la voz, y, mientras tanto, ella puso el brazo izquierdo a través del puño de su bastón y descansó la cabeza en él. - Estoy lejos de ser feliz, señorita Havisham, pero tengo otras causas de intranquilidad además de las que usted conoce. Son los secretos a que me he referido. Después de unos momentos levantó la cabeza y de nuevo miró al fuego. - Te portas con mucha nobleza al decirme que tienes otras causas de infelicidad. ¿Es cierto? - Demasiado cierto. - ¿Y no podría servirte a ti, Pip, así como sirvo a tu amigo? ¿No puedo hacer nada en tu obsequio? - Nada. Le agradezco la pregunta. Y mucho más todavía el tono con que me la ha hecho. Pero no puede usted hacer nada. Se levantó entonces de su asiento y buscó con la mirada algo con que escribir. Allí no había nada apropiado, y por esto tomó de su bolsillo unas tabletas de marfil montadas en oro mate y escribió en una de ellas con un lapicero de oro, también mate, que colgaba de su cuello. - ¿Continúas en términos amistosos con el señor Jaggers? - Sí, señora. Ayer noche cené con él. - Esto es una autorización para él a fin de que te pague este dinero, que quedará a tu discreción, para que lo emplees en beneficio de tu amigo. Aquí no tengo dinero alguno; pero si crees mejor que el señor Jaggers no se entere para nada de este asunto, te lo mandaré. - Muchas gracias, señorita Havisham. No tengo ningún inconveniente en recibir esta suma de manos del señor Jaggers. Me leyó lo que acababa de escribir, que era expresivo y claro y evidentemente encaminado a librarme de toda sospecha de que quisiera aprovecharme de aquella suma. Tomé las tabletas de su mano, que estaba temblorosa y que tembló más aún cuando quitó la cadena que sujetaba el lapicero y me la puso en la mano. Hizo todo esto sin mirarme. 190 - En la primera hoja está mi nombre. Si alguna vez puedes escribir debajo de él «la perdono», aunque sea mucho después de que mi corazón se haya convertido en polvo, te ruego que lo hagas. - ¡Oh señorita Havisham! – exclamé. - Puedo hacerlo ahora mismo. Todos hemos incurrido en tristes equivocaciones; mi vida ha sido ciega e inútil, y necesito tanto, a mi vez, el perdón y la compasión ajenos, que no puedo mostrarme severo con usted. Volvió por vez primera su rostro hacia el mío, y con el mayor asombro por mi parte y hasta con el mayor terror, se arrodilló ante mí, levantando las manos plegadas de un modo semejante al que sin duda empleó cuando su pobre corazón era tierno e inocente, para implorar al cielo acompañada de su madre. El verla, con su cabello blanco y su pálido rostro, arrodillada a mis pies, hizo estremecer todo mi cuerpo. Traté de levantarla y tendí los brazos más cerca, y, apoyando en ellos la cabeza, se echó a llorar. Jamás hasta entonces la había visto derramar lágrimas, y, creyendo que el llanto podría hacerle bien, me incliné hacia ella sin decirle una palabra. Y en aquel momento, la señorita Havisham no estaba ya arrodillada, sino casi tendida en el suelo. - ¡Oh! - exclamó, desesperada. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - Si se refiere usted, señorita Havisham, a lo que haya podido hacer contra mí, permítame que le conteste: muy poco. Yo la habría amado en cualquier circunstancia. ¿Está casada? - Sí. Esta pregunta era completamente inútil, porque la nueva desolación que se advertía en aquella casa ya me había informado acerca del particular. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - repitió, retorciéndose las manos y mesándose el blanco cabello. Y volvió a lamentar-: ¡Qué he hecho! No sabía qué contestar ni cómo consolarla. De sobra me constaba que había obrado muy mal, animada por su violento resentimiento, por su burlado amor y su orgullo herido, al adoptar a una niña impresionable para moldearla de acuerdo con sus sentimientos. Pero era preciso recordar que al sustraerse a la luz del día había abandonado infinitamente mucho más. A1 encerrarse se había apartado a sí misma de mil influencias naturales y consoladoras; su mente, en la soledad, había enfermado, como no podía menos de ocurrir al sustraerse de las intenciones de su Hacedor. Y me era imposible mirarla sin sentir compasión, pues advertía que estaba muy castigada al haberse convertido en una ruina, por no tener ningún lugar en la tierra en que había nacido; por la vanidad del dolor, que había sido su principal manía, como la vanidad de la penitencia, del remordimiento y de la indignidad, así como otras monstruosas vanidades que han sido otras tantas maldiciones en este mundo. - Hasta que hablaste con ella en tu visita anterior y hasta que vi en ti, como si fuese un espejo, lo que yo misma sintiera en otros tiempos, no supe lo que había hecho. ¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho! Y repitió esta exclamación infinitas veces. - Señorita Havisham - le dije en cuanto guardó silencio. - Puede usted alejarme de su mente y de su conciencia. Pero en cuanto a Estella, es un caso diferente, y si alguna vez puede usted deshacer lo que hizo al imponer silencio a todos sus tiernos sentimientos, será mucho mejor dedicarse a ello que a lamentar el pasado, aunque fuese durante cien años enteros. - Sí, sí, ya lo sé, pero, querido Pip… - y su tono me demostraba el tierno afecto femenino que por mí sentía. - Querido Pip, créeme cuando te digo que no me propuse más que evitarle mi propia desgracia. Al principio no me proponía nada más. - Así lo creo también - le contesté. - Pero cuando creció, haciendo prever que sería muy hermosa, gradualmente hice más y obré peor; y con mis alabanzas y lisonjas, con mis joyas y mis lecciones, con mi persona ante ella, le robé su corazón para sustituirlo por un trozo de hielo. - Mejor habría sido - no pude menos que exclamar -dejarle su propio corazón, aunque quedara destrozado o herido. Entonces la señorita Havisham me miró, tal vez sin verme, y de nuevo volvió a preguntarme qué había hecho. - Si conocieras la historia entera - dijo luego, - me tendrías más compasión y me comprenderías mejor. - Señorita Havisham - contesté con tanta delicadeza como me fue posible. - Desde que abandoné esta región creo conocer su historia entera. Siempre me ha inspirado mucha compasión, y espero haberla comprendido, dándome cuenta de su influencia. ¿Cree usted que lo que ha pasado entre nosotros me dará la libertad de hacerle una pregunta acerca de Estella? No la Estella de ahora, sino la que era cuando llegó aquí. 191 La señorita Havisham estaba sentada en el suelo, con los brazos apoyados en la silla y la cabeza descansando en ellos. Me miró cara a cara cuando le dije esto, y contestó: - Habla. - ¿De quién era hija Estella? Movió negativamente la cabeza. - ¿No lo sabe usted? Hizo otro movimiento negativo. - ¿Pero la trajo el señor Jaggers o la mandó? -La trajo él mismo. - ¿Quiere usted referirme la razón de su venida? - Hacía ya mucho tiempo que yo estaba encerrada en estas habitaciones - contestó en voz baja y precavida. - No sé cuánto tiempo hacía, porque, como sabes, los relojes están parados. Entonces le dije que necesitaba una niña para educarla y amarla y para evitarle mi triste suerte. Le vi por vez primera cuando le mandé llamar a fin de que me preparase esta casa y la dejara desocupada para mí, pues leí su nombre en los periódicos antes de que el mundo y yo nos hubiésemos separado. Él me dijo que buscaría una niña huérfana; y una noche la trajo aquí dorrnida y yo la llamé Estella. - ¿Qué edad tenía entonces? - Dos o tres años. Ella no sabe nada, a excepción de que era huérfana y que yo la adopté. Tan convencido estaba yo de que la criada del señor Jaggers era su madre, que no necesitaba ninguna prueba más clara, porque para cualquiera, según me parecía, la relación entre ambas mujeres habría sido absolutamente indudable. ¿Qué podía esperar prolongando aquella entrevista? Había logrado lo que me propuse en favor de Herbert. La señorita Havisham me comunicó todo lo que sabía acerca de Estella, y yo le dije e hice cuanto me fue posible para tranquilizarla. Poco importa cuáles fueron las palabras de nuestra despedida, pero el caso es que nos separamos. Cuando bajé la escalera y llegué al aire libre era la hora del crepúsculo. Llamé a la mujer que me había abierto la puerta para entrar y le dije que no se molestara todavía, porque quería dar un paseo alrededor de la casa antes de marcharme. Tenía el presentimiento de que no volvería nunca más, y experimentaba la sensación de que la moribunda luz del día convenía en gran manera a mi última visión de aquel lugar. Pasando al lado de las ruinas de los barriles, por el lado de los cuales había paseado tanto tiempo atrás y sobre los que había caído la lluvia de infinidad de años, pudriéndolos en muchos sitios y dejando en el suelo marjales en miniatura y pequeños estanques, me dirigí hacia el descuidado jardín. Di una vuelta por él y pasé también por el lugar en que nos peleamos Herbert y yo; luego anduve por los senderos que recorriera en compañía de Estella. Y todo estaba frío, solitario y triste. Encaminándome hacia la fábrica de cerveza para emprender el regreso, levanté el oxidado picaporte de una puertecilla en el extremo del jardín y eché a andar a través de aquel lugar. Dirigíame hacia la puerta opuesta, difícil de abrir entonces, porque la madera se había hinchado con la humedad y las bisagras se caían a pedazos, sin contar con que el umbral estaba lleno de áspero fango. En aquel momento volví la cabeza hacia atrás. Ello fue causa de que se repitiese la ilusión de que veía a la señorita Havisham colgando de una viga. Y tan fuerte fue la impresión, que me quedé allí estremecido, antes de darme cuenta de que era una alucinación. Pero inmediatamente me dirigí al lugar en que me había figurado ver un espectáculo tan extraordinario. La tristeza del sitio y de la hora y el terror que me causó aquella ficción, aunque momentánea, me produjo un temor indescriptible cuando llegué, entre las abiertas puertas, a donde una vez me arranqué los cabellos después que Estella me hubo lastimado el corazón. Dirigiéndome al patio delantero, me quedé indeciso entre si llamaría a la mujer para que me dejara salir por la puerta cuya llave tenía, o si primero iría arriba para cerciorarme de que no le ocurría ninguna novedad a la señorita Havisham. Me decidí por lo último y subí. Miré al interior de la estancia en donde la había dejado, y la vi sentada en la desvencijada silla, muy cerca del fuego y dándome la espalda. Cuando ya me retiraba, vi que, de pronto, surgía una gran llamarada. En el mismo momento, la señorita Havisham echó a correr hacia mí gritando y envuelta en llamas que llegaban a gran altura. Yo llevaba puesto un grueso abrigo, y, sobre el brazo, una capa también recia. Sin perder momento, me acerqué a ella y le eché las dos prendas encima; además, tiré del mantel de la mesa con el mismo objeto. Con él arrastré el montón de podredumbre que había en el centro y toda suerte de sucias cosas que se escondían allí; ella y yo estábamos en el suelo, luchando como encarnizados enemigos, y cuanto más 192 apretaba mis abrigos y el mantel en torno de ella, más fuertes eran sus gritos y mayores sus esfuerzos por libertarse. De todo eso me di cuenta por el resultado, pero no porque entonces pensara ni notara cosa alguna. Nada supe, a no ser que estábamos en el suelo, junto a la mesa grande, y que en el aire, lleno de humo, flotaban algunos fragmentos de tela aún encendidos y que, poco antes, fueron su marchito traje de novia. Al mirar alrededor de mí vi que corrían apresuradamente por el suelo los escarabajos y las arañas y que, dando gritos de terror, habían acudido a la puerta todos los criados. Yo seguí conteniendo con toda mi fuerza a la señorita Havisham, como si se tratara de un preso que quisiera huir, y llego a dudar de si entonces me di cuenta de quién era o por qué habíamos luchado, por qué ella se vio envuelta en llamas y también por qué éstas habían desaparecido, hasta que vi los fragmentos encendidos de su traje, que ya no revoloteaban, sino que caían alrededor de nosotros convertidos en cenizas. Estaba insensible, y yo temía que la moviesen o la tocasen. Mandamos en busca de socorro y la sostuve hasta que llegó, y, por mi parte, sentí la ilusión, nada razonable, de que si la soltaba surgirían de nuevo las llamas para consumirla. Cuando me levanté al ver que llegaba el cirujano, me asombré notando que mis manos habían recibido graves quemaduras, porque hasta entonces no había sentido el menor dolor. El cirujano examinó a la señorita Havisham y dijo que había recibido graves quemaduras, pero que, por sí mismas, no ponían en peligro su vida. Lo más importante era la impresión nerviosa que había sufrido. Siguiendo las instrucciones del cirujano, le llevaron allí la cama y la pusieron sobre la gran mesa, que resultó muy apropiada para la curación de sus heridas. Cuando la vi otra vez, una hora más tarde, estaba vérdaderamente echada en donde la vi golpear con su bastón diciendo, al mismo tiempo, que allí reposaría un día. Aunque ardió todo su traje, según me dijeron, todavía conservaba su aspecto de novia espectral, pues la habían envuelto hasta el cuello en algodón en rama, y mientras estaba echada, cubierta por una sábana, el recuerdo de algo fantástico que había sido aún flotaba sobre ella. Al preguntar a los criados me enteré de que Estella estaba en París, e hice prometer al cirujano que le escribiría por el siguiente correo. Yo me encargué de avisar a la familia de la señorita Havisham, proponiéndome decírselo tan sólo a Mateo Pocket, al que dejaría en libertad de que hiciera lo que mejor le pareciese con respecto a los demás. Así se lo comuniqué al día siguiente por medio de Herbert, en cuanto estuve de regreso en la capital. Aquella noche hubo un momento en que ella habló Juiciosamente de lo que había sucedido, aunque con terrible vivacidad. Hacia medianoche empezó a desvariar, y a partir de entonces repitió durante largo rato, con voz solemne: « ¡Qué he hecho! » Luego decía: «Cuando llegó no me propuse más que evitarle mi propia desgracia». También añadió: «Toma el lápiz y debajo de mi nombre escribe: «La perdono».» Jamás cambió el orden de estas tres frases, aunque a veces se olvidaba de alguna palabra y, dejando aquel blanco, pasaba a la siguiente. Como no podía hacer nada allí y, por otra parte, tenía acerca de mi casa razones más que suficientes para sentir ansiedad y miedo, que ninguna de las palabras de la señorita Havisham podía alejar de mi mente, decidí aquella misma noche regresar en la primera diligencia, aunque con el propósito de andar una milla más o menos, para subir al vehículo más allá de la ciudad. Por consiguiente, hacia las seis de la mañana me incliné sobre la enferma y toqué sus labios con los míos, precisamente cuando ella decía: «Toma el lápiz y escribe debajo de mi nombre: La perdono.» ...
En la línea 2057
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Por espacio de once años no había visto a Joe ni a Biddy con los ojos del cuerpo, aunque con mucha frecuencia habían estado presentes ante los de mi alma. Una nocha de diciembre, una hora o dos después de oscurecer, apoyé suavemente la mano en el picaporte de la vieja puerta de la cocina. Lo hice con tanta suavidad que no me oyó nadie, y, sin que se dieran cuenta de mi presencia, miré al interior. Allí, fumando su pipa en el lugar acostumbrado ante la luz del fuego, tan fuerte y tan robusto como siempre, aunque con los cabellos grises, estaba Joe; y, protegido en un rincón por la pierna de éste y sentado en mi taburetito, vi que, mirando al fuego, estaba… ¿yo mismo, acaso? - Le dimos el nombre de Pip en recuerdo tuyo - dijo Joe, alegre en extremo, cuando yo me senté en otro taburete al lado del niño (aunque me guardé muy bien de mesarle el cabello) y esperamos que se parecerá bastante a ti. Así pensaba yo también, y a la mañana siguiente me lo llevé a dar un paseo. Hablamos mucho, y mutuamente nos comprendimos a la perfección. Luego le llevé al cementerio, le hice sentar en determinada tumba y él me mostró desde aquel lugar la losa consagrada a la memoria de «Philip Pirrip, último de la parroquia, y también de Georgiana, esposa del anterior». - Biddy - dije al hablar con ella después de comer y mientras su hijito dormía en su regazo. - Es preciso que me des a Pip, o me lo prestes. - De ningún modo - contestó Biddy cariñosamente. - Es preciso que te cases. - Lo mismo me dicen Herbert y Clara, pero yo no soy de la misma opinión, Biddy. Me he establecido ya en su casa de un modo tan permanente, que no es fácil que esto ocurra. Soy un solterón a perpetuidad. Biddy miró al niño, se llevó su manecita a los labios y luego, con la misma mano bondadosa, me tocó la mía. En aquella acción y en la ligera presión de la sortija de boda de Biddy hubo algo que en sí era muy elocuente. - Querido Pip - dijo Biddy. - ¿Estás seguro de no sentirte enojado con ella? - ¡Oh, no! Me parece que no, Biddy. - Dímelo como a una antigua amiga. ¿La has olvidado ya? - Mi querida Biddy, no he olvidado en mi vida nada que se haya relacionado con este lugar. Pero aquel pobre sueño, como solía llamarlo, ha desaparecido por completo. Pero aún, mientras decía estas palabras, estaba convencido de mi deseo secreto de volver a visitar el lugar en que existiera la antigua casa, y en recuerdo de ella. Sí: en recuerdo de Estella. Habíame enterado de que su vida era muy desgraciada; de que se separó de su marido, que la trataba con la mayor crueldad y que llegó a ser famoso por su orgullo, su avaricia, su brutalidad y su bajeza. También me enteré de la muerte de su marido a causa de un accidente debido al mal trato que dio a un caballo. Esta liberación de Estella ocurrió dos años antes y, según me figuraba, se habría casado ya otra vez. Como en casa de Joe se comía temprano, tenía tiempo más que suficiente, sin necesidad de apresurar el rato de charla con Biddy, para ir a hacer la visita deseada antes de que oscureciese. Pero como me entretuve mucho por el camino, mirando cosas que recordaba y pensando en los tiempos pasados, declinaba ya el día cuando llegué allí. Ya no existía la casa, ni la fábrica de cerveza, ni construcción alguna, a excepción de la tapia del antiguo jardín. El terreno había sido rodeado con una mala cerca, y mirando por encima de ella observé que parte de la antigua hiedra había retoñado y crecía verde y fresca sobre los montones de ruinas. Como la puerta de esa cerca estaba entreabierta, la acabé de abrir y penetré en el recinto. Una niebla fría y plateada envolvía el atardecer, y la luna no había salido para disiparla. Pero las estrellas brillaban más allá de la niebla y salía ya la luna, de modo que la noche no era oscura. Distinguí perfectamente dónde había estado la antigua casa, la fábrica de cerveza, las puertas y los barriles. Después de esto y cuando miraba la desolada cerca del jardín, vi en él a una figura solitaria. Ésta pareció haberme descubierto también mientras yo avanzaba. Hasta entonces se había ido acercando, pero luego se quedó quieta. Yo me aproximé y me di cuenta de que era una mujer. Y, al acercarme más, estuvo a punto de alejarse, pero por fin se detuvo, permitiéndome llegar a su lado. Luego, como si estuviera muy sorprendida, pronunció mi nombre, y yo, al reconocerla, exclamé: - ¡Estella! - Estoy muy cambiada. Me extraña que me reconozca usted. En realidad, había perdido la lozanía de su belleza, pero aún conservaba su indescriptible majestad y su extraordinario encanto. Esos atractivos ya los conocía, pero lo que nunca vi en otros tiempos era la luz suavizada y entristecida de aquellos ojos, antes tan orgullosos, y lo que nunca sentí en otro tiempo fue el contacto amistoso de aquella mano, antes insensible. Nos sentamos en un banco cercano, y entonces dije: 231 - Después de tantos años es realmente extraño, Estella, que volvamos a encontrarnos en el mismo lugar que nos vimos por vez primera. ¿Viene usted aquí a menudo? -Desde entonces no había vuelto. - Yo tampoco. La luna empezó a levantarse, y me recordó aquella plácida mirada al techo blanco, que ya había pasado, y recordé también la presión en mi mano en cuanto yo hube pronunciado las últimas palabras que él oyó en este mundo. Estella fue la primera en romper el silencio que reinaba entre nosotros. -Muchas veces había esperado, proponiéndome volver, pero me lo impidieron numerosas circunstancias. ¡Pobre, pobre lugar éste! La plateada niebla estaba ya iluminada por los primeros rayos de luz de la luna, que también alumbraban las lágrimas que derramaban sus ojos. Entonces, ignorando que yo las veía y ladeándose para ocultarlas, añadió: - ¿Se preguntaba usted, acaso, mientras paseaba por aquí, cómo ha llegado a transformarse este lugar? - Sí, Estella. - El terreno me pertenece. Es la única posesión que no he perdido. Todo lo demás me ha sido arrebatado poco a poco; pero pude conservar esto. Fue el objeto de la única resistencia resuelta que llegué a hacer en los miserables años pasados. - ¿Va a construirse algo aquí? -Sí. Y he venido a darle mi despedida antes de que ocurra este cambio. Y usted - añadió con voz tierna para una persona que, como yo, vivía errante, - ¿vive usted todavía en el extranjero? - Sí. - ¿Le va bien? - Trabajo bastante, pero me gano la vida y, por consiguiente… , sí, sí, me va bien. - Muchas veces he pensado en usted - dijo Estella. - ¿De veras? -últimamente con mucha frecuencia. Pasó un tiempo muy largo y muy desagradable, cuando quise alejar de mi memoria el recuerdo de lo que desdeñé cuando ignoraba su valor; pero, a partir del momento en que mi deber no fue incompatible con la admisión de este recuerdo, le he dado un lugar en mi corazón. - Pues usted siempre ha ocupado un sitio en el mío - contesté. Guardamos nuevamente silencio, hasta que ella habló, diciendo: - Poco me figuraba que me despediría de usted al despedirme de este lugar. Me alegro mucho de que sea así. - ¿Se alegra de que nos despidamos de nuevo, Estella? Para mí, las despedidas son siempre penosas. Para mí, el recuerdo de nuestra última despedida ha sido siempre triste y doloroso. - Usted me dijo - replicó Estella con mucha vehemencia-: «¡Dios la bendiga y la perdone!» Y si entonces pudo decirme eso, ya no tendrá inconveniente en repetírmelo ahora, ahora que el sufrimiento ha sido más fuerte que todas las demás enseñanzas y me ha hecho comprender lo que era su corazón. He sufrido mucho; mas creo que, gracias a eso, soy mejor ahora de lo que era antes. Sea considerado y bueno conmigo, como lo fue en otro tiempo, y dígame que seguimos siendo amigos. - Somos amigos - dije levantándome e inclinándome hacia ella cuando se levantaba a su vez. -Y continuaremos siendo amigos, aunque vivamos lejos uno de otro - dijo Estella. Yo le tomé la mano y salimos de aquel desolado lugar. Y así como las nieblas de la mañana se levantaron, tantos años atrás, cuando salí de la fragua, del mismo modo las nieblas de la tarde se levantaban ahora, y en la dilatada extensión de luz tranquila que me mostraron, ya no vi la sombra de una nueva separación entre Estella y yo. ...
En la línea 2459
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo mejor. Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden permitirse obrar así; pero… , que quede esto bien claro… , teniendo en cuenta la clase e importancia de sus ideas. Sólo en este sentido hablo en mi artículo del derecho de esos hombres a cometer crímenes. (Recuerden ustedes que nuestro punto de partida ha sido una cuestión jurídica.) Por otra parte, no hay motivo para inquietarse demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los decapita o los ahorca, dicho en términos generales, con lo que cumple del modo más radical su papel conservador, en el que se mantiene hasta el día en que generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a los ajusticiados y crean un culto en torno de ellos… , dicho en términos generales. Los hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del porvenir. La primera conserva el mundo, multiplicando a la humanidad; la segunda empuja al universo para conducirlo hacia sus fines. Las dos tienen su razón de existir. En una palabra, yo creo que todos tienen los mismos derechos. Vive donc la guerre éternelle… , hasta la Nueva Jerusalén, entiéndase. ...
En la línea 1345
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Estoy seguro de que lo volvería a derrochar con cualquier Blanche y —llevaría durante tres semanas un tren de dieciséis mil francos. Sé que no soy avaro. Hasta me tengo por pródigo… Sin embargo, con qué emoción oigo la voz del croupier: trente et un, rouge, impair et passe; o: quatre, noir, pair et manque. ¡Qué ávida mirada lanzo sobre el tapete donde están dispersos los luises, los federicos y los talers, sobre los montones de oro cuando se esparcen en cegador brillo bajo la raqueta del croupier, o sobre los cartuchos de monedas dispuestos en torno de la ruleta! ...
En la línea 395
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Y redoblaba el arpegio de sus carcajadas, pareciéndole donosísimo incidente el de quedarse sin equipaje alguno. Hallábase, pues, como una criatura que se pierde en la calle, y a la cual recogen por caridad hasta averiguar su domicilio. Aventura completa. Niña como era Lucía, así pudo tomarla a llanto como a risa; tomola a risa, porque estaba alegre, y hasta Hendaya no cesó la ráfaga de buen humor que regocijaba el departamento. En Hendaya prolongó la comida aquel instante de cordialidad perfecta. El elegante comedor de la estación de Hendaya, alhajado con el gusto y esmero especial que despliegan los franceses para obsequiar, atraer y exprimir al parroquiano, convidaba a la intimidad, con sus altos y discretos cortinajes de colores mortecinos su revestimiento de madera obscura, su enorme chimenea de bronce y mármol, su aparador espléndido, que dominaba una pareja de anchos y barrigudos tibores japoneses, rameados de plantas y aves exóticas; fulgurante de argentería Ruolz, y cargado con montones de vajillas de china opaca. Artegui y Lucía eligieron una mesa chica para dos cubiertos, donde podían hablarse frente a frente, en voz baja, por no lanzar el sonido duro y corto de las sílabas españolas entre la sinfonía confusa y ligada de inflexiones francesas que se elevaba de la conversación general en la mesa grande. Hacia Artegui de maestresala y copero, nombraba los platos, escanciaba y trinchaba, previniendo los caprichos pueriles de Lucía, descascarando las almendras, mondando las manzanas y sumergiendo en el bol de cristal tallado lleno de agua, las rubias uvas. En su semblante animado parecía haberse descorrido un velo de niebla y sus movimientos, aunque llenos de calma y aplomo, no eran tan cansados y yertos como antes. ...
En la línea 985
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Mas también la golondrina de Levante se voló, en busca de zonas más templadas. Un día no encontraron ya a Ibrahim Antonio en su sitio de costumbre: probablemente cansado de una jornada sin venta, había cargado con el surtido y emprendido el camino Dios sabe dónde. Lucía le echó de menos; pero el movimiento de retirada era general; no se veían sino tiendas que se vaciaban y cerraban. Había en las aceras montones de paja, rimeros de recortes de papel de embalaje, cajones y cajas con grandes rótulos que decían: «muy frágil.» Era la tristeza, el desorden, el creciente vacío de una casa mudada. Pilar encontraba tan feo a Vichy de aquel modo, que ideaba paseos inusitados, que la apartasen de las calles principales. Una mañana se encaprichó en ir a ver la pastillería, y presenció el nacimiento de dos o tres mil pastillas y bombones; otra quiso visitar las subterráneas galerías que encierran los inmensos depósitos del agua, y los formidables tubos por donde asciende a alimentar los baños del establecimiento termal. Bajaron estrecha escalera, cuyos últimos peldaños se hundían ya en la obscuridad de las galerías. La guardiana les precedía alumbrando con una lámpara de minero, aplastada y de hediondo tufo; Miranda llevaba otra, y un pilluelo que allí se apareció caído de las nubes, encargose de la última. Era la bóveda tan baja, que Miranda hubo de inclinar la cabeza, por no deshacerse la frente. Hacía brusco recodo el angosto pasadizo, y se hallaron de pronto en otra galería, abierta como una boca, donde se internaban los tubos, comidos de orín, gracias a la perenne humedad. Sudaba el techo pálidas y brillantes gotitas de vapor acuoso; a uno y otro lado corría el agua, sobre un lecho de residuos, de fosfatos alcalinos, blancos y farináceos, como nieve recién llovida. A medida que adelantaban por el largo canal subterráneo, calor sofocante anunciaba el paso de las sobras de la Reja Grande, un raudal hirviente, cuya temperatura subía más aún en aquella prisión. De las paredes, leprosas, herpéticas, cubiertas de roña caliza, colgaban monstruosas fungosidades, criptógamas preñadas de veneno, cuya blancura ponzoñosa se destacaba sobre el muro, como una pupila pálida y siniestra en un rostro amoratado. En los codos de los tubos, polvorientas telarañas se tendían, semejantes a sudario gris de olvidados muertos. Las losas der pavimento, dislocadas, dejaban entrever el agua negra. Sobre sus cabezas oían los expedicionarios el pisar de la gente, el batir del duro casco de las bestias. A veces se abría un respiradero, y al través de la reja de hierro filtrábase la luz del día, lívida y cadavérica, amarilleando la rojiza de las lámparas. Los tubos, intestinos de aquel húmedo vientre, daban mil vueltas, y tan pronto rastreaban a flor de tierra, parecidos a sierpes enormes, como se erguían a la bóveda, remedando los negros tentáculos de un pulpo descomunal. Hubo un instante en que los expedicionarios salieron de los pasadizos a plaza más despejada; era una especie de cueva circular, con tragaluz, y en su fondo bostezaban las anchas fauces del pozo Lucas, lleno de un agua soñolienta, sombría y honda. El pilluelo acercó curioso su lámpara. La guardiana le asió del brazo. ...
En la línea 1018
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... «Querido Padre Urtazu: Las rabietillas que usted me anunció van empezando a venir, y más pronto y más a montones de lo que yo creía. Lo peor del caso es que, ahora que lo reflexiono bien, me parece que alguna culpa tengo. No se ría usted de mí, por Dios, porque yo me estoy sorbiendo las lágrimas al mojar la pluma, y hasta ese borrón, que usted dispensará, es porque se me cayó una sobre el papel. Voy a contárselo a usted todo, como si estuviera en esa a sus pies en el confesonario. Se ha muerto la madre del Sr. de Artegui. Ya sabe usted por mis cartas anteriores que esto es una desgracia terrible, porque tal vez traiga consigo otras… ni imaginarlas quiero, padre. En fin, yo pensé que el Sr. de Artegui estaría muy triste, muy triste, y que acaso nadie se acordase de decirle cosas cariñosas, y, sobre todo, de hablarle de Dios nuestro Señor, en quien él no puede menos de creer, ¿verdad, padre? pero de quien se olvidará quizás en estos momentos tan crueles… Llevada de estas consideraciones le escribí una carta, consolándole allá a mi modo… ¡si viera usted! me parece que se me ocurrieron cosas muy buenas y eficaces… le hablé de que Dios nos manda las penas para convertirnos a él; de que son visitas que nos hace; en resumen, todo lo que usted me ha enseñado… además le decía que bien podía creer que no era el único en sentir a aquella pobre señora, aquella santa; que yo la lloraba con él, aunque sabía que estaba gozando ahora de la gloria… y que la envidiaba… ¡ay, eso si que es verdad, Padre! ¡quién como ella! morirse, ir al cielo… ¡Cuándo lograré yo tal ventura! ...
Reglas relacionadas con los errores de s;z
Las Reglas Ortográficas de la S
Se escribe s al final de las palabras llanas.
Ejemplos: telas, andamos, penas
Excepciones: alférez, cáliz, lápiz
Se escriben con s los vocablos compuestos y derivados de otros que también se escriben con esta letra.
Ejemplos: pesar / pesado, sensible / insensibilidad
Se escribe con s las terminaciones -esa, -isa que signifiquen dignidades u oficios de mujeres.
Ejemplos: princesa, poetisa
Se escriben con s los adjetivos que terminan en -aso, -eso, -oso, -uso.
Ejemplos: escaso, travieso, perezoso, difuso
Se escribe con s las terminaciones -ísimo, -ísima.
Ejemplos: altísimo, grandísima
Se escribe con s la terminación -sión cuando corresponde a una palabra que lleva esa letra, o cuando otra palabra derivada lleva -sor, -sivo, -sible,-eso.
Ejemplos: compresor, compresión, expreso, expresivo, expresión.
Se escribe s en la terminación de algunos adjetivos gentilicios singulares.
Ejemplos: inglés, portugués, francés, danés, irlandés.
Se escriben s con las sílabas iniciales des-, dis-.
Ejemplos: desinterés, discriminación.
Se escribe s en las terminaciones -esto, -esta.
Ejemplos: detesto, orquesta.
Las Reglas Ortográficas de la Z
Se escribe z y no c delante de a, o y u.
Se escriben con z las terminaciones -azo, -aza.
Ejemplos: pedazo, terraza
Se escriben con z los sustantivos derivados que terminan en las voces: -anza, -eza, -ez.
Ejemplos: esperanza, grandeza, honradez
La X y la S
Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras s;z

El Español es una gran familia
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