La palabra Puentes ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece puentes.
Estadisticas de la palabra puentes
Puentes es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 6900 según la RAE.
Puentes aparece de media 12.42 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la puentes en las obras de referencia de la RAE contandose 1888 apariciones .
Errores Ortográficos típicos con la palabra Puentes
Cómo se escribe puentes o puentez?
Más información sobre la palabra Puentes en internet
Puentes en la RAE.
Puentes en Word Reference.
Puentes en la wikipedia.
Sinonimos de Puentes.

la Ortografía es divertida

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece puentes
La palabra puentes puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 556
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... ¡Vaya una familia! Eran gitanos como los que duermen debajo de los puentes. ...
En la línea 1439
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Más allá de los puentes, al través de sus arcos de piedra, veíanse los rebaños de toros, con las patas encogidas, rumiando tranquilamente la hierba que les arrojaban los pastores, o andando perezosamente por el suelo abrasado, sintiendo nostalgia de las frescas dehesas, plantándose fieramente cada vez que los chicuelos les silbaban desde los pretiles. ...
En la línea 1508
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Batiste se aproximó lentamente, simulando distracción, mirando los puentes, por donde pasaban como cúpulas movibles de colores las abiertas sombrillas de las mujeres de la ciudad. ...
En la línea 4314
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Ya no pululan en él aquellos millares de carpinteros de ribera que construían las largas fragatas y los tremendos navíos de tres puentes, destruídos casi todos en Trafalgar. ...
En la línea 751
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El bosque empieza en el punto en que se detienen las mareas altas. Después de dos horas de esfuerzos empiezo a desesperar de llegar a la cima. De tal manera espeso es el monte, que tenemos que consultar la brújula a cada paso, pues, aun cuando nos encontramos en un lugar montañoso, apenas podemos percibir ningún objeto. En los barrancos profundos, mortales escenas de desolación inenarrables; fuera de los barrancos soplan vientos tempestuosos; en el fondo, ni un soplo de aire que haga temblar las hojas, por muy altos que sean los árboles. En todas partes el suelo frío, tan sombrío y tan húmedo, que ni musgos, ni helechos, ni hongos pueden crecer. En los valles, apenas podíamos avanzar, ni aun arrastrándonos, por lo que obstruían el paso por todas partes los muchos troncos inmensos de árboles podridos, diseminados en todas direcciones. Al atravesar estos puentes naturales, nos encontramos de improviso detenidos, porque nos hundimos hasta las rodillas en la madera podrida. Otras veces nos apoyábamos en lo que nos parecía un árbol magnífico, y veíamos sorprendidos que no era más, que una masa de putrílago dispuesta a caer al primer contacto. Por fin llegamos a la región de los árboles achaparrados, y pronto ganamos la parte desnuda de la montaña y subimos a la cumbre. Desde este punto se extiende a nuestra vista un paisaje con todos los caracteres de la Tierra del Fuego: cadenas de colinas irregulares, aquí y allí masas de nieve, profundos valles verde-amarillentos y brazos de mar que cortan las tierras en todas las direcciones. El viento es fortísimo y horriblemente frío y la atmósfera brumosa; por lo cual permanecemos poco tiempo en aquella altura. La bajada es menos laboriosa que la subida, porque el peso mismo del cuerpo abre paso, y los resbalones y caídas que damos nos llevan, al menos, en la dirección conveniente. ...
En la línea 949
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 5 de septiembre.- Cerca de las 12 del día llegamos a uno de esos puentes colgantes hechos con pieles, que atraviesan el Maypugrán, río de rápida corriente que pasa a pocas leguas al sur de Santiago. Triste cosa son los tales puentes! El piso, que se presta a todos los movimientos de las cuerdas que lo sostienen, consiste en tablas colocadas unas junto 4 otras; y con mucha frecuencia faltan y aparece un agujero; al; peso de un hombre, llevando el caballo de la brida, oscila todo el puente de un modo terrible ...
En la línea 949
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 5 de septiembre.- Cerca de las 12 del día llegamos a uno de esos puentes colgantes hechos con pieles, que atraviesan el Maypugrán, río de rápida corriente que pasa a pocas leguas al sur de Santiago. Triste cosa son los tales puentes! El piso, que se presta a todos los movimientos de las cuerdas que lo sostienen, consiste en tablas colocadas unas junto 4 otras; y con mucha frecuencia faltan y aparece un agujero; al; peso de un hombre, llevando el caballo de la brida, oscila todo el puente de un modo terrible ...
En la línea 953
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 6 de septiembre.- Continuamos directamente hacia el sur y pasamos la noche en Rancagua. camino atraviesa tina estrecha llanura, limitada por una parte por altas colinas y por la otra por la Cordillera. siguiente día remontamos el valle del río Cachapual, donde se hallan los baños calientes de Cauquenes, célebres desde hace mucho tiempo por sus propiedades medicinales. las regiones menos frecuentadas se quitan los puentes, colgados durante el invierno, porque entonces están muy bajas las aguas. í lo han hecho en este valle y tenemos que atravesar el torrente a caballo. paso es desagradable, corre con tanta; rapidez el agua y hace tanta espuma al chocar con las grandes piedras del lecho, que marea, y es difícil asegurar si avanza el caballo o es el terreno el que se mueve. verano, cuando se funden las nieves es imposible atravesar estos torrentes vadeando; tal y tan grande es la fuerza y violencia de su corriente, de la cual hay evidentes signos en ambas orillas ...
En la línea 3323
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... No tardó el canadiense en precisar que se trataba de un buque de guerra acorazado de dos puentes. Sus dos chimeneas escupían una espesa humareda negra. Sus velas plegadas se confundían con las líneas de las vergas, y a popa no llevaba izado el pabellón. La distancia impedía aún distinguir los colores de su gallardete que flotaba como una delgada cinta. Avanzaba rápidamente. Si el capitán Nemo le dejaba acercarse se abriría ante nosotros una posibilidad de salvación. ...
En la línea 3364
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Transcurrió una buena parte de la noche sin incidente alguno. Acechábamos la ocasión de pasar a la acción y hablábamos poco, dominados por la emoción. Ned Land quería precipitarse al mar. Yo le forcé a esperar. Pensaba yo que el Nautilus debía atacar al dos puentes en la superficie y entonces sería no sólo posible sino fácil evadirse. ...
En la línea 3381
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El enorme buque se hundía lentamente, mientras el Nautilus le seguía espiando su caída. De repente se produjo una explosión. El aire comprimido hizo volar los puentes del barco como si el fuego se hubiera declarado en las bodegas. El empuje del agua fue tal que desvió al Nautilus. Entonces el desafortunado navío se hundió con mayor rapidez, y aparecieron ante nuestros ojos sus cofas, cargadas de víctimas, luego sus barras también con racimos de hombres y, por último, la punta del palo mayor. Luego, la oscura masa desapareció, y con ella su tripulación de cadáveres en medio de un formidable remolino. ...
En la línea 2011
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Nos quedamos mirándonos uno a otro, y noté que se apresuraba el ritmo de mi respiración, deseoso como estaba de obtener de él alguna otra cosa. Y cuando vi que respiraba aún más aprisa y que él se daba cuenta de ello, comprendí que disminuían las probabilidades de averiguar algo más. - ¿Cree usted, señor Jaggers, que todavía transcurrirán algunos años? Él movió la cabeza, no para contestar en sentido negativo a mi pregunta, sino para negar la posibilidad de contestar a ella. Y las dos horribles mascarillas parecieron mirar entonces hacia mí, precisamente en el mismo instante en que mis ojos se volvían a ellas, como si hubiesen llegado a una crisis, en su curiosa atención, y se dispusieran a dar un estornudo. - Óigame - dijo el señor Jaggers calentándose la parte trasera de las piernas con el dorso de las manos -. Voy a hablar claramente con usted, amigo Pip. Ésa es una pregunta que no debe hacerse. Lo comprenderá usted mejor cuando le diga que es una pregunta que podría comprometerme. Pero, en fin, voy a complacerle y le diré algo más. Se inclinó un poco para mirar ceñudamente sus botas, de modo que pudo acariciarse las pantorrillas durante la pausa que hizo. - Cuando esa persona se dé a conocer - dijo el señor Jaggers enderezándose, - usted y ella arreglarán sus propios asuntos. Cuando esa persona se dé a conocer, terminará y cesará mi intervención en el asunto. Cuando esa persona se dé a conocer, ya no tendré necesidad de saber nada más acerca del particular. Y esto es todo lo que puedo decirle. Nos quedamos mirándonos uno a otro, hasta que yo desvié los ojos y me quedé mirando, muy pensativo, al suelo. De las palabras que acababa de oír deduje que la señorita Havisham, por una razón u otra, no había confiado a mi tutor su deseo de unirme a Estella; que él estaba resentido y algo celoso por esa causa; o que, realmente, le pareciese mal semejante proyecto, pero que no pudiera hacer nada para impedirlo. Cuando de nuevo levanté los ojos, me di cuenta de que había estado mirándome astutamente mientras yo no le observaba. - Si eso es todo lo que tiene usted que decirme, caballero - observé -, yo tampoco puedo decir nada más. Movió la cabeza en señal de asentimiento, sacó el reloj que tanto temor inspiraba a los ladrones y me preguntó en dónde iba a cenar. Contesté que en mis propias habitaciones y en compañía de Herbert, y, como consecuencia necesaria, le rogué que nos honrase con su compañía. Él aceptó inmediatamente la invitación, pero insistió en acompañarme a pie hasta casa, con objeto de que no hiciese ningún preparativo extraordinario con respecto a él; además, tenía que escribir previamente una o dos cartas y luego, según su costumbre, lavarse las manos. Por esta razón le dije que saldría a la sala inmediatamente y me quedaría hablando con Wemmick. El hecho es que en cuanto sentí en mi bolsillo las quinientas libras esterlinas, se presentó a mi mente un pensamiento que otras veces había tenido ya, y me pareció que Wemmick era la persona indicada para aconsejarme acerca de aquella idea. Había cerrado ya su caja de caudales y terminaba sus preparativos para emprender la marcha a su casa. Dejó su escritorio, se llevó sus dos grasientas palmatorias y las puso en línea en un pequeño estante que había junto a la puerta, al lado de las despabiladeras, dispuesto a apagarlas; arregló el fuego para que se extinguiera; preparó el sombrero y el gabán, y se golpeó el pecho con la llave de la caja, como si fuese un ejercicio atlético después de los negocios del día. - Señor Wemmick – dije, - quisiera pedirle su opinión. Tengo el mayor deseo de servir a un amigo mío. Wemmick cerró el buzón de su boca y meneó la cabeza como si su opinión estuviese ya formada acerca de cualquier fatal debilidad de aquel género. - Ese amigo - proseguí - tiene deseo de empezar a trabajar en la vida comercial, pero, como carece de dinero, encuentra muchas dificultades que le descorazonan ya desde un principio. Lo que yo quiero es ayudarle precisamente en este principio. - ¿Con dinero? - preguntó Wemmick, con un tono seco a más no poder. - Con algún dinero - contesté, recordando de mala gana los paquetitos de facturas que tenía en casa -. Con algo de dinero y, tal vez, con algún anticipo de mis esperanzas. - Señor Pip - dijo Wemmick. - Si usted no tiene inconveniente, voy a contar con los dedos los varios puentes del Támesis hasta Chelsea Reach. Vamos a ver. El puente de Londres, uno; el de Southwark, dos; Blackfriars, tres; Waterloo, cuatro; Westminster, cinco; Vauxhall, seis - y al hablar así fue contando con los dedos y con la llave de la caja los puentes que acababa de citar. - De modo que ya ve usted que hay seis puentes para escoger. - No le comprendo. - Pues elija usted el que más le guste, señor Pip - continuó Wemmick, - váyase usted a él y desde el centro de dicho puente arroje el dinero al Támesis, y así sabrá cuál es su fin. En cambio, entréguelo usted a un amigo, y tal vez también podrá enterarse del fin que tiene, pero desde luego le aseguro que será menos agradable y menos provechoso. Después de decir esto, abrió tanto el buzón de su boca que sin dificultad alguna podría haberle metido un periódico entero. - Eso es muy desalentador - dije. - Desde luego - contestó Wemmick. - De modo que, según su opinión - pregunté, algo indignado, - un hombre no debe… - ¿… emplear dinero en un amigo? - dijo Wemmick, terminando mi pregunta. - Ciertamente, no. Siempre en el supuesto de que no quiera librarse del amigo, porque en tal caso la cuestión se reduce a saber cuánto dinero le costará el desembarazarse de él. - ¿Y ésa es su decidida opinión acerca del particular, señor Wemmick? - Ésa - me contestó - es la opinión que tengo en la oficina. - ¡Ah! - exclamé al advertir la salida que me ofrecía con sus palabras. - ¿Y sería también su opinión en Walworth? - Señor Pip - me dijo con grave acento, - Walworth es un sitio y esta oficina otro, de la misma manera que mi anciano padre es una persona y el señor Jaggers otra. Es preciso no confundirlos. Mis sentimientos de Walworth deben ser expresados en Walworth, y, por el contrario, mis opiniones oficiales han de ser recibidas en esta oficina. - Perfectamente - dije, muy aliviado -. Entonces, iré a verle a Walworth, puede contar con ello. - Señor Pip – replicó, - será usted bien recibido allí con carácter particular y privado. Habíamos sostenido esta conversación en voz baja, pues a ambos nos constaba que el oído de mi tutor era finísimo. Cuando apareció en el marco de la puerta de su oficina, secándose las manos con la toalla, Wemmick se puso el gabán y se situó al lado de las bujías para apagarlas. Los tres salimos juntos a la calle, y, desde el escalón de la puerta, Wemmick tomó su camino y el señor Jagger y yo emprendimos el nuestro. Más de una vez deseé aquella noche que el señor Jaggers hubiese tenido a un padre anciano en la calle Gerrard, un Stinger u otra persona cualquiera que le desarrugara un poco el ceño. Parecía muy penoso, el día en que se cumplían veintiún años, que el llegar a la mayoría de edad fuese cosa sin importancia en un mundo tan guardado y receloso como él, sin duda, lo consideraba. Con seguridad estaba un millar de veces mejor informado y era más listo que Wemmick, pero yo también hubiera preferido mil veces haber invitado a éste y no a Jaggers. Y mi tutor no se limitó a ponerme triste a mí solo, porque, después que se hubo marchado, Herbert dijo de él, mientras tenía los ojos fijos en el suelo, que le producía la impresión de que mi tutor había cometido alguna fechoría y olvidado los detalles; tan culpable y anonadado parecía. ...
En la línea 2011
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Nos quedamos mirándonos uno a otro, y noté que se apresuraba el ritmo de mi respiración, deseoso como estaba de obtener de él alguna otra cosa. Y cuando vi que respiraba aún más aprisa y que él se daba cuenta de ello, comprendí que disminuían las probabilidades de averiguar algo más. - ¿Cree usted, señor Jaggers, que todavía transcurrirán algunos años? Él movió la cabeza, no para contestar en sentido negativo a mi pregunta, sino para negar la posibilidad de contestar a ella. Y las dos horribles mascarillas parecieron mirar entonces hacia mí, precisamente en el mismo instante en que mis ojos se volvían a ellas, como si hubiesen llegado a una crisis, en su curiosa atención, y se dispusieran a dar un estornudo. - Óigame - dijo el señor Jaggers calentándose la parte trasera de las piernas con el dorso de las manos -. Voy a hablar claramente con usted, amigo Pip. Ésa es una pregunta que no debe hacerse. Lo comprenderá usted mejor cuando le diga que es una pregunta que podría comprometerme. Pero, en fin, voy a complacerle y le diré algo más. Se inclinó un poco para mirar ceñudamente sus botas, de modo que pudo acariciarse las pantorrillas durante la pausa que hizo. - Cuando esa persona se dé a conocer - dijo el señor Jaggers enderezándose, - usted y ella arreglarán sus propios asuntos. Cuando esa persona se dé a conocer, terminará y cesará mi intervención en el asunto. Cuando esa persona se dé a conocer, ya no tendré necesidad de saber nada más acerca del particular. Y esto es todo lo que puedo decirle. Nos quedamos mirándonos uno a otro, hasta que yo desvié los ojos y me quedé mirando, muy pensativo, al suelo. De las palabras que acababa de oír deduje que la señorita Havisham, por una razón u otra, no había confiado a mi tutor su deseo de unirme a Estella; que él estaba resentido y algo celoso por esa causa; o que, realmente, le pareciese mal semejante proyecto, pero que no pudiera hacer nada para impedirlo. Cuando de nuevo levanté los ojos, me di cuenta de que había estado mirándome astutamente mientras yo no le observaba. - Si eso es todo lo que tiene usted que decirme, caballero - observé -, yo tampoco puedo decir nada más. Movió la cabeza en señal de asentimiento, sacó el reloj que tanto temor inspiraba a los ladrones y me preguntó en dónde iba a cenar. Contesté que en mis propias habitaciones y en compañía de Herbert, y, como consecuencia necesaria, le rogué que nos honrase con su compañía. Él aceptó inmediatamente la invitación, pero insistió en acompañarme a pie hasta casa, con objeto de que no hiciese ningún preparativo extraordinario con respecto a él; además, tenía que escribir previamente una o dos cartas y luego, según su costumbre, lavarse las manos. Por esta razón le dije que saldría a la sala inmediatamente y me quedaría hablando con Wemmick. El hecho es que en cuanto sentí en mi bolsillo las quinientas libras esterlinas, se presentó a mi mente un pensamiento que otras veces había tenido ya, y me pareció que Wemmick era la persona indicada para aconsejarme acerca de aquella idea. Había cerrado ya su caja de caudales y terminaba sus preparativos para emprender la marcha a su casa. Dejó su escritorio, se llevó sus dos grasientas palmatorias y las puso en línea en un pequeño estante que había junto a la puerta, al lado de las despabiladeras, dispuesto a apagarlas; arregló el fuego para que se extinguiera; preparó el sombrero y el gabán, y se golpeó el pecho con la llave de la caja, como si fuese un ejercicio atlético después de los negocios del día. - Señor Wemmick – dije, - quisiera pedirle su opinión. Tengo el mayor deseo de servir a un amigo mío. Wemmick cerró el buzón de su boca y meneó la cabeza como si su opinión estuviese ya formada acerca de cualquier fatal debilidad de aquel género. - Ese amigo - proseguí - tiene deseo de empezar a trabajar en la vida comercial, pero, como carece de dinero, encuentra muchas dificultades que le descorazonan ya desde un principio. Lo que yo quiero es ayudarle precisamente en este principio. - ¿Con dinero? - preguntó Wemmick, con un tono seco a más no poder. - Con algún dinero - contesté, recordando de mala gana los paquetitos de facturas que tenía en casa -. Con algo de dinero y, tal vez, con algún anticipo de mis esperanzas. - Señor Pip - dijo Wemmick. - Si usted no tiene inconveniente, voy a contar con los dedos los varios puentes del Támesis hasta Chelsea Reach. Vamos a ver. El puente de Londres, uno; el de Southwark, dos; Blackfriars, tres; Waterloo, cuatro; Westminster, cinco; Vauxhall, seis - y al hablar así fue contando con los dedos y con la llave de la caja los puentes que acababa de citar. - De modo que ya ve usted que hay seis puentes para escoger. - No le comprendo. - Pues elija usted el que más le guste, señor Pip - continuó Wemmick, - váyase usted a él y desde el centro de dicho puente arroje el dinero al Támesis, y así sabrá cuál es su fin. En cambio, entréguelo usted a un amigo, y tal vez también podrá enterarse del fin que tiene, pero desde luego le aseguro que será menos agradable y menos provechoso. Después de decir esto, abrió tanto el buzón de su boca que sin dificultad alguna podría haberle metido un periódico entero. - Eso es muy desalentador - dije. - Desde luego - contestó Wemmick. - De modo que, según su opinión - pregunté, algo indignado, - un hombre no debe… - ¿… emplear dinero en un amigo? - dijo Wemmick, terminando mi pregunta. - Ciertamente, no. Siempre en el supuesto de que no quiera librarse del amigo, porque en tal caso la cuestión se reduce a saber cuánto dinero le costará el desembarazarse de él. - ¿Y ésa es su decidida opinión acerca del particular, señor Wemmick? - Ésa - me contestó - es la opinión que tengo en la oficina. - ¡Ah! - exclamé al advertir la salida que me ofrecía con sus palabras. - ¿Y sería también su opinión en Walworth? - Señor Pip - me dijo con grave acento, - Walworth es un sitio y esta oficina otro, de la misma manera que mi anciano padre es una persona y el señor Jaggers otra. Es preciso no confundirlos. Mis sentimientos de Walworth deben ser expresados en Walworth, y, por el contrario, mis opiniones oficiales han de ser recibidas en esta oficina. - Perfectamente - dije, muy aliviado -. Entonces, iré a verle a Walworth, puede contar con ello. - Señor Pip – replicó, - será usted bien recibido allí con carácter particular y privado. Habíamos sostenido esta conversación en voz baja, pues a ambos nos constaba que el oído de mi tutor era finísimo. Cuando apareció en el marco de la puerta de su oficina, secándose las manos con la toalla, Wemmick se puso el gabán y se situó al lado de las bujías para apagarlas. Los tres salimos juntos a la calle, y, desde el escalón de la puerta, Wemmick tomó su camino y el señor Jagger y yo emprendimos el nuestro. Más de una vez deseé aquella noche que el señor Jaggers hubiese tenido a un padre anciano en la calle Gerrard, un Stinger u otra persona cualquiera que le desarrugara un poco el ceño. Parecía muy penoso, el día en que se cumplían veintiún años, que el llegar a la mayoría de edad fuese cosa sin importancia en un mundo tan guardado y receloso como él, sin duda, lo consideraba. Con seguridad estaba un millar de veces mejor informado y era más listo que Wemmick, pero yo también hubiera preferido mil veces haber invitado a éste y no a Jaggers. Y mi tutor no se limitó a ponerme triste a mí solo, porque, después que se hubo marchado, Herbert dijo de él, mientras tenía los ojos fijos en el suelo, que le producía la impresión de que mi tutor había cometido alguna fechoría y olvidado los detalles; tan culpable y anonadado parecía. ...
En la línea 2017
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Había cumplido veintitrés años. Ni una sola palabra oí hasta entonces que pudiese iluminarme con respecto al asunto de mis esperanzas, y hacía ya una semana que cumplí mi vigesimotercer aniversario. Un año antes habíamos abandonado la Posada de Barnard y vivíamos en el Temple. Nuestras habitaciones estaban en Garden Court, junto al río. El señor Pocket y yo nos habíamos separado hacía algún tiempo por lo que se refiere a nuestras primeras relaciones, pero continuábamos siendo muy buenos amigos. A pesar de mi incapacidad de dedicarme a nada, lo cual creo que se debía a la intranquilidad que me producía la incertidumbre del origen de mis medios de vida, era muy aficionado a leer, y lo hacía regularmente durante muchas horas cada día. El asunto de Herbert progresaba también, y los míos eran tal como los he descrito al terminar el capítulo anterior. Los negocios habían obligado a Herbert a dirigirse a Marsella. Yo estaba solo, y por esta causa experimentaba una penosa sensación. Desanimado y ansioso, esperando que el día siguiente o la semana próxima me dejarían ver con mayor claridad mi camino, echaba de menos el alegre rostro y el simpático carácter de mi amigo. El tiempo era muy malo; tempestuoso y húmedo, en las calles había una cantidad extraordinaria de barro. Día por día llegaban a Londres espesas y numerosas nubes del Este, como si el Oriente fuese una eternidad de nubes y de viento. Tan furiosas habían sido las acometidas del huracán, que hasta algunos edificios elevados de la capital habían perdido los canalones de sus tejados; en la campiña hubo árboles arrancados, alas de molino rotas, y de la costa llegaban tristes relatos de naufragios y de muertes. Estas acometidas furiosas del viento eran acompañadas por violentas ráfagas de lluvia, y terminaba el día que hasta entonces, según pude ver, había sido el peor de todos. En aquella parte del Temple se han hecho muchas transformaciones a partir de entonces, pues ahora ya no es un barrio tan solitario ni está tan expuesto a las alteraciones del río. Vivíamos en lo alto de la última casa, y los embates del viento que subía por el cauce del río estremecían aquella noche la casa como si fuesen cañonazos o las acometidas del agua contra los rompientes. Cuando la lluvia acompañó al viento y se arrojó contra las ventanas, se me ocurrió la idea, mientras miraba a éstas cuando oscilaban, que podía figurarme vivir en un faro combatido por la tempestad. De vez en cuando, el humo bajaba por la chimenea, como si le resultara molesto salir por la parte superior en una noche como aquélla; y cuando abrí la puerta para mirar a la escalera, observé que las luces de ésta se habían apagado. Luego, haciendo con las manos sombra en torno de mi rostro, para mirar a través de las negras ventanas (pues no había que pensar en abrirlas ni poco ni mucho, en vista de la lluvia y del furioso viento), vi que los faroles del patio también se 150 habían apagado y que los de los puentes y los de las orillas del río oscilaban, próximos a apagarse, así como que los fuegos de carbón encendidos en las barcazas que había en el río eran arrastrados a lo lejos por el viento, como rojas manchas entre la lluvia. Leía con el reloj sobre la mesa, decidido a cerrar mi libro a las once de la noche. Cuando lo hice, las campanas de San Pablo y las de todos los relojes de las iglesias de la City, algunas precediendo y otras acompañando, dieron aquella hora. El sonido fue afeado de un modo curioso por el viento; y yo estaba escuchando y pensando, al mismo tiempo, en cómo el viento asaltaba las campanadas y las desfiguraba, cuando oí pasos en la escalera. Nada importa saber qué ilusión loca me hizo sobresaltar, relacionando aquellos pasos con los de mi difunta hermana. Tal ilusión pasó en un momento. Escuché de nuevo y oí los pasos que se acercaban. Recordando, entonces, que estaban apagadas las luces de la escalera, empuñé mi lámpara, a cuya luz solía leer, y me asomé con ella al hueco de la escalera. Quienquiera que estuviese debajo se detuvo al ver la luz, porque ya no se oyó más ruido. - ¿Hay alguien abajo? - pregunté mirando al mismo tiempo. - Sí - dijo una voz desde la oscuridad inferior. - ¿Qué piso busca usted? - El último. Deseo ver al señor Pip. - Ése es mi nombre. ¿Ocurre algo grave? - Nada de particular - replicó la voz. Y aquel hombre subió. Yo sostenía la lámpara por encima de la baranda de la escalera, y él subió lentamente a su luz. La lámpara tenía una pantalla, con objeto de que alumbrara bien el libro, y el círculo de la luz era muy pequeño, de manera que el que subía estaba un momento iluminado y luego se volvía a sumir en la sombra. En el primer momento que pude ver el rostro observé que me era desconocido, aunque pude advertir que miraba hacia mí como si estuviera satisfecho y conmovido de contemplarme. Moviendo la mano de manera que la luz siguiera el camino de aquel hombre, noté que iba bien vestido, aunque con un traje ordinario, como podría ir un viajero por mar. Su cabeza estaba cubierta por largos cabellos grises, de un tono semejante al hierro, y me dije que su edad sería la de unos sesenta años. Era un hombre musculoso, de fuertes piernas, y su rostro estaba moreno y curtido por la exposición a la intemperie. Cuando subía los dos últimos escalones y la luz de la lámpara nos iluminó a ambos, vi, con estúpido asombro, que me tendía ambas manos. - ¿Qué desea usted? - le pregunté. - ¿Que qué deseo?-repitió haciendo una pausa.- ¡Ah, sí! Si me lo permite, ya le explicaré lo que me trae… - ¿Quiere usted entrar? - Sí - contestó -. Deseo entrar, master. Le dirigí la pregunta con acento poco hospitalario, porque me molestaba la expresión de reconocimiento, alegre y complacido, que había notado en sus ojos. Y me molestaba por creer que él, implícitamente, deseaba que correspondiera a ella. Pero le hice entrar en la habitación que yo acababa de dejar, y después de poner la lámpara sobre la mesa le rogué con toda la amabilidad de que fui capaz que explicara el motivo de su visita. Miró alrededor con expresión muy rara - como si se sorprendiese agradablemente y tuviera alguna parte en las cosas que admiraba, - y luego se quitó una especie de gabán ordinario y también el sombrero. Asimismo, vi que la parte superior de su cabeza estaba hendida y calva y que los grises cabellos no crecían más que en los lados. Pero nada advertí que me explicara su visita. Por el contrario, en aquel momento vi que de nuevo me tendía las manos. - ¿Qué se propone usted? - le pregunté, con la sospecha de que estuviera loco. Dejó de mirarme y lentamente se frotó la cabeza con la mano derecha. - Es muy violento para un hombre - dijo con voz ruda y entrecortada, - después de haber esperado este momento y desde tan lejos… Pero no tiene usted ninguna culpa… Ninguno de nosotros la tiene. Me explicaré en medio minuto. Concédame medio minuto, hágame el favor. Se sentó en una silla ante el fuego y se cubrió la frente con sus morenas manos, surcadas de venas. Le observé con la mayor atención y me aparté ligeramente de él, pero no le reconocí. - ¿Hay alguien más por aquí cerca? - preguntó, volviendo la cabeza para mirar hacia atrás. - Me extraña que me haga usted esa pregunta, desconocido como es para mí y después de presentarse en mi casa a tales horas de la noche. 151 - Es usted un buen muchacho - me dijo moviendo la cabeza hacia mí con muestras de afecto, que a la vez me resultaban incomprensibles e irritantes -. Me alegro mucho de que haya crecido, para convertirse en un muchacho tan atrayente. Pero no me haga prender, porque luego se arrepentiría amargamente de haberlo hecho. Abandoné mentalmente la intención que él acababa de comprender, porque en aquel momento le reconocí. Era imposible identificar un simple rasgo de su rostro, pero a pesar de eso le reconocí. Si el viento y la lluvia se hubiesen llevado lejos aquellos años pasados, y al mismo tiempo todos los sucesos y todos los objetos que hubo en ellos, situándonos a los dos en el cementerio en donde por primera vez nos vimos cara a cara y a distinto nivel, no habría podido conocer a mi presidiario más claramente de lo que le conocía entonces, sentado ante el fuego. No habia necesidad de que se sacara del bolsillo una lima para mostrármela, ni que se quitara el pañuelo que llevaba al cuello para ponérselo en torno de la cabeza, ni que se abrazase a sí mismo y echase a andar a través de la habitación, mirando hacia mí para que le reconociese. Le conocí antes de que ayudase de este modo, aunque un momento antes no había sospechado ni remotamente su identidad. Volvió a donde yo estaba y de nuevo me tendió las manos. Sin saber qué hacer, porque, a fuerza de asombro, había perdido el dominio de mí mismo, le di las mías de mala gana. Él las estrechó cordialmente, se las llevó a los labios, las besó y continuó estrechándolas. - Obraste noblemente, muchacho – dijo. - ¡Noble Pip! Y yo jamás lo he olvidado. Al advertir un cambio en sus maneras, como si hasta se dispusiera a abrazarme, le puse una mano en el pecho y le obligué a alejarse. - Basta – dije. - Apártese. Si usted me está agradecido por lo que hice en mi infancia, espero que podrá demostrarme su gratitud comunicándome que ha cambiado de vida. Si ha venido aquí para darme las gracias, debo decirle que no era necesario. Sin embargo, ya que me ha encontrado, no hay duda de que hay algo bueno en el sentimiento que le ha traído, y por eso no le rechazaré… , pero seguramente comprenderá que yo… Mi atención quedó de tal modo atraída por la singularidad de su mirada fija en mí, que las palabras murieron en mis labios. - Decía usted - observó después de mirarnos en silencio-que seguramente comprenderé… ¿Qué debo comprender? - Que no debo renovar con usted aquella relación casual, y ya muy antigua, en estas circunstancias, que son completamente distintas. Me complazco en creer que se ha arrepentido usted, recobrando el dominio de sí mismo. Se lo digo con el mayor gusto. Y también me alegro, creyendo que merezco su gratitud, de que haya venido a darme las gracias. No obstante, nuestros caminos son muy distintos. Está usted mojado de pies a cabeza y parece muy fatigado. ¿Quiere beber algo antes de marcharse? Había vuelto a ponerse el pañuelo en torno del cuello, aunque sin apretar el nudo, y se quedó mirándome con la mayor atención mordiendo una punta de aquél. - Me parece - me contestó, sin dejar de morder el pañuelo y mirándome fijamente-que beberé antes de marcharme, y por ello también le doy las gracias. En una mesita auxiliar había una bandeja. La puse encima de la mesa inmediata al fuego, y le pregunté qué prefería. Señaló una de las botellas sin mirarla y sin decir una palabra, y yo le serví un poco de agua caliente con ron. Me esforcé en que no me temblara la mano en tanto que le servía, pero su mirada fija en mí mientras se recostaba en su silla, con el extremo del pañuelo entre sus dientes, cosa que hacía tal vez sin darse cuenta, fue causa de que me resultara difícil contener el temblor de la mano. Cuando por fin le serví el vaso, observé con el mayor asombro que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Hasta entonces, yo había permanecido en pie, sin tratar de disimular mi deseo de que se marchara cuanto antes. Pero me ablandé al observar el suavizado aspecto de aquel hombre y sentí el mudo reproche que me dirigía. - Espero - dije sirviéndome apresuradamente algo de beber yo también y acercando una silla a la mesa -, espero que no creerá usted que le he hablado con rudeza. No tenía intención de hacerlo, pero, si así fue, lo lamento mucho. Deseo que sea usted feliz y se encuentre a su gusto. Cuando me llevé el vaso a los labios, él miró sorprendido el extremo de su pañuelo, dejándolo caer al abrir la boca, y luego me tendió la mano. Yo le di la mía, y ambos bebimos. Hecho esto, se pasó la manga de su traje por los ojos y la frente. - ¿Cuál es su profesión? - le pregunté. -He tenido rebaños de ovejas, he sido criador de reses y otros oficios semejantes en el Nuevo Mundo – contestó; - es decir, a muchos millares de millas de aquí y a través del agua tempestuosa. 152 - Espero que habrá usted ganado dinero. - Mucho, muchísimo. Otros que se dedicaban a lo mismo hicieron también bastante dinero, pero nadie tanto como yo. Fui famoso por esta causa. - Me alegro mucho. - Espero que se alegrará usted más todavía, mi querido joven. Sin tratar de averiguar el sentido de tales palabras ni la razón del tono con que fueron pronunciadas, volví mi atención al detalle que acababa de presentarse a mi mente. - ¿Ha visto alguna vez al mensajero que me mandó, después que él hubo cumplido el encargo que usted le diera? - No le he echado la vista encima. No era fácil tampoco que le viese. - Pues él cumplió fielmente el encargo y me entregó dos billetes de una libra esterlina. Entonces yo era un pobre niño, como ya sabe usted, y, para mí, aquella cantidad era casi una pequeña fortuna. Pero, como usted, he progresado desde entonces y va a permitirme que se las devuelva. Podrá usted emplearlas regalándolas a otro muchacho pobre. Hablando así, saqué mi bolsa. Él me observó mientras la dejaba sobre la mesa y la abría, y no apartó sus ojos de mí mientras separaba dos billetes de una libra esterlina de la cantidad que contenía. Los billetes eran limpios y nuevos. Los desplegué y se los ofrecí. Sin dejar de observarme, los puso uno sobre otro, los dobló a lo largo, los retorció, les prendió fuego en la lámpara y dejó caer las cenizas en la bandeja. - ¿Me permitirá usted que le pregunte - dijo entonces con una sonrisa ceñuda o con sonriente ceño - cómo ha progresado usted desde que ambos nos vimos en los marjales? - ¿Cómo? - Sí. Vació su vaso, se levantó y fue a situarse al lado del fuego, apoyando su grande y morena mano en la chimenea. Apoyó un pie en la barra de hierro que había ante el fuego, con objeto de secárselo y calentarlo, y su húmeda bota empezó a humear; pero él no la miraba ni tampoco se fijaba en el fuego, sino que me contemplaba con la mayor atención. Entonces fue cuando empecé a temblar. Cuando se entreabrieron mis labios y formulé algunas palabras que no se pudieron oír, hice fuerza en mí mismo para decirle, aunque no con mucha claridad, que había sido elegido para heredar algunas propiedades. - ¿Me permite usted preguntar qué propiedades son ésas? - No lo sé - respondí tartamudeando. - ¿Y puedo saber de quién son esas propiedades? - añadió. - Lo ignoro - contesté del mismo modo. -Me parece que podría adivinar-dijo el ex presidiario - la cantidad que recibe usted anualmente desde que es mayor de edad. Refiriéndome a la primera cifra, me parece que es un cinco. Mientras me latía el corazón apresurada y desordenadamente, me puse en pie, apoyando la mano en el respaldo de la silla y mirando, muy apurado, a mi interlocutor. - Y con respecto a un tutor – continuó, - indudablemente existía un tutor o algo parecido mientras usted era menor de edad. Es posible que fuese abogado, y me parece que no me equivocaré mucho al afirmar que la primera letra de su nombre es una J. En aquel momento comprendí toda la verdad de mi situación, y sus inconvenientes, peligros, deshonras y consecuencias de todas clases me invadieron en tal multitud, que me senté anonadado y tuve que esforzarme extraordinariamente para continuar respirando. - Supongamos - continuó - que el que comisionó a aquel abogado, cuyo nombre empieza por una J y que muy bien puede ser Jaggers, supongamos que, atravesando el mar, hubiese llegado a Portsmouth y que, desembarcando allí, hubiera deseado venir a hacerle una visita a usted. «¿Y cómo me ha descubierto usted?», se preguntará. Pues bien, escribí desde Portsmouth a una persona de Londres pidiéndole las señas de usted. ¿Y quiere saber cómo se llama esa persona? Pues es un tal Wemmick. Ni para salvar mi vida habría podido pronunciar entonces una sola palabra. Allí estaba con una mano apoyada en un respaldo de la silla y la otra en mi pecho, pareciéndome que me ahogaba. Así miraba yo a mi extraño interlocutor, y tuve que agarrarme con fuerza a la silla al observar que la habitación parecía dar vueltas alrededor de mí. Él me cogió, me llevó al sofá, me tendió sobre los almohadones y se arrodilló a mi lado, acercando el rostro, que ahora recordaba muy bien y que me hacía temblar, hasta ponerlo a muy poca distancia del mío propio. - Sí, Pip, querido muchacho. He hecho de ti un caballero. Soy yo quien ha hecho eso. Aquel día juré que si lograba ganar una guinea, sería para ti. Y, más tarde, cuando empecé a especular y a enriquecerme, me 153 juré que serías rico. Viví sufriendo grandes penalidades para que tú vivieses cómodamente. Trabajé con la mayor energía para que tú no tuvieras que hacerlo. ¡Qué cosas tan raras! ¿Verdad, muchacho? ¿Y crees que te lo digo para que estés agradecido? De ninguna manera. Te lo digo tan sólo para que sepas que aquel perro cuya vida contribuiste a sostener levantó la cabeza a tal altura para poder hacer de ti un caballero. Y, en efecto, Pip, has llegado a ser un caballero. El aborrecimiento que me inspiraba aquel hombre y el temor que sentía hacia él, así como la repugnancia que me obligó a evitar su contacto, no habrían podido ser mayores de haber sido un animal terrible. -Mira, Pip. Soy tu segundo padre. Tú eres mi hijo y todavía más que un hijo. He ahorrado mucho dinero tan sólo para que tú puedas gastarlo. Cuando me alquilaron como pastor y vivía en una cabaña solitaria, sin ver más que las ovejas, hasta que olvidé cómo eran los rostros de los hombres y las mujeres, aun entonces, mentalmente, seguía viendo tu rostro. Muchas veces se me ha caído el cuchillo de las manos en aquella cabaña, cuando comía o cenaba, y entonces me decía: «Aquí está otra vez mi querido muchacho contemplándome mientras como y bebo». Te vi muchas veces, con tanta claridad como el día en que te encontré en los marjales llenos de niebla. «Así Dios me mate - decía con frecuencia, y muchas veces al aire libre, para que me oyese el cielo, - pero si consigo la libertad y la riqueza, voy a hacer un caballero de ese muchacho». Y ahora mira esta vivienda tuya, digna de un lord. ¿Un lord? ¡Ah!, tendrás dinero más que suficiente para hacer apuestas con los lores y para lograr ventajas sobre ellos. En su vehemencia triunfal, y dándose cuenta de que yo había estado a punto de desmayarme, no observó la acogida que presté a sus palabras. Éste fue el único consuelo que tuve. - Mira - continuó, sacándome el reloj del bolsillo y volviendo hacia él una sortija que llevaba mi dedo, mientras yo rehuía su contacto como si hubiese sido una serpiente. - El reloj es de oro, y la sortija, magnífica. Ambas cosas dignas de un caballero. Y fíjate en tu ropa blanca: fina y hermosa. Mira tu traje: mejor no puede encontrarse. Y también tus libros - añadió mirando alrededor, - que llenan todos los estantes, a centenares. Y tú los lees, ¿no es verdad? Me habría gustado encontrarte leyendo al llegar. ¡Ja, ja, ja! Luego me leerás algunos, querido Pip, y si son en algún idioma extranjero que yo no entienda, no por eso me sentiré menos orgulloso. De nuevo llevó mis manos a sus labios, en tanto que la sangre parecía enfriarse en mis venas. - No hay necesidad de que hables, Pip - dijo, volviendo a pasarse la manga por los ojos y la frente, mientras su garganta producía aquel ruido que yo recordaba tan bien. Y lo más horrible de todo era el darme cuenta del afecto con que hablaba. - Lo mejor que puedes hacer es permanecer quieto, querido Pip. Tú no has pensado en nuestro encuentro tanto tiempo como yo. No estabas preparado para eso, como lo estaba yo. Pero sin duda jamás te imaginaste que sería yo. -¡Oh, no, no!-repliqué-. ¡Nunca, nunca! - ¡Pues bien, ya ves que era yo y sin ayuda de nadie! No ha intervenido en el asunto nadie más que yo mismo y el señor Jaggers. - ¿Ninguna otra persona? - pregunté. - No - contestó, sorprendido. - ¿Quién más podía haber intervenido? Pero déjame que te diga, querido Pip, que te has convertido en un hombre muy guapo. Y espero que te habrán conquistado algunos bellos ojos. ¿No hay alguna linda muchacha de la que estés enamorado? - ¡Oh, Estella, Estella! -Pues será tuya, querido hijo, siempre en el supuesto de que el dinero pueda conseguirlo. No porque un caballero como tú, de tan buena figura y tan instruido, no pueda conquistarla por sí mismo; pero el dinero te ayudará. Ahora déjame que acabe lo que te iba diciendo, querido muchacho. De aquella cabaña y del tiempo que pasé haciendo de pastor recibí el primer dinero, pues, al morir, me lo dejó mi amo, que había sido lo mismo que yo, y así logré la libertad y empecé a trabajar por mi cuenta. Y todas las aventuras que emprendía, lo hacía por ti. «Dios bendiga mi empresa - decía al emprenderla -. No es para mí, sino para él.» Y en todo prosperé de un modo maravilloso. Para que te des cuenta, he de añadir que me hice famoso. El dinero que me legaron y las ganancias del primer año lo mandé todo al señor Jaggers, todo para ti. Entonces él fue en tu busca, de acuerdo con las instrucciones que le di por carta. ¡Oh, ojalá no hubiese venido! ¡Pluguiese a Dios que me dejara en la fragua, lejos de ser feliz, pero, sin embargo, dichoso en comparación con mi estado actual! - Y entonces, querido Pip, recibí la recompensa sabiendo secretamente que estaba haciendo de ti un caballero. A veces, los caballos de los colonos me llenaban de polvo cuando yo iba andando. Pero yo me decía: «Estoy haciendo ahora un caballero que será mucho mejor que todos los demás.» Y cuando uno decía a otro: «Hace pocos años era un presidiario y además es un hombre ordinario e ignorante. Sin embargo, tiene mucha suerte», entonces yo pensaba: «Si yo no soy un caballero ni tengo instrucción, por lo 154 menos soy propietario de uno de ellos. Todo lo que vosotros poseéis no es más que ganado y tierras, pero ninguno de vosotros tiene, como yo, un caballero de Londres.» Así me consolaba y así continuaba viviendo, y también de ese modo continué ganando dinero, hasta que me prometí venir un día a ver a mi muchacho y darme a conocer a él en el mismo sitio en que vivía. Me puso la mano en el hombro, y yo me estremecí ante la idea de que, según imaginaba, aquella mano pudiera estar manchada de sangre. - No me fue fácil, Pip, salir de allí, ni tampoco resultaba muy seguro. Pero yo estaba empeñado, y cuanto más difícil resultaba, mayor era mi decisión, porque estaba resuelto a ello. Y por fin lo he hecho. Sí, querido Pip, lo he hecho. Traté de reunir mis ideas, pero estaba aturdido. Me parecía haber prestado mayor atención a los rugidos del viento que a las palabras de mi compañero; pero no me era posible separar la voz de éste de los silbidos de aquél, aunque seguía oyéndolos cuando él permanecía callado. - ¿Dónde me alojarás? - preguntó entonces. - Ya comprenderás, querido Pip, que he de quedarme en alguna parte. - ¿Para dormir? - dije. - Sí, para dormir muchas horas y profundamente – contestó, - porque he pasado meses y meses sacudido y mojado por el agua del mar. -Mi amigo y compañero-dije levantándome del sofáestá ausente; podrá usted disponer de su habitación. - ¿Volverá mañana? - preguntó. - No - contesté yo casi maquinalmente a pesar de mis extraordinarios esfuerzos. - No volverá mañana. - Lo pregunto, querido Pip - dijo en voz baja y apoyando un dedo en mi pecho, - porque es preciso tener la mayor precaución. - ¿Qué quiere usted decir? ¿Precaución? - ¡Ya lo creo! Corro peligro de muerte. - ¿Qué muerte? - Fui deportado de por vida. Y el volver equivale a la muerte. Durante estos últimos años han vuelto muchos que se hallaban en mi caso, y, sin duda alguna, me ahorcarían si me cogiesen. ¡Sólo faltaba eso! Aquel desgraciado, después de cargarme con su oro maldito y con sus cadenas de plata, durante años enteros, arriesgaba la vida para venir a verme, y allí le tenía a mi custodia. Si le hubiese amado en vez de aborrecerle, si me hubiera sentido atraído a él por extraordinaria admiración y afecto, en vez de sentir la mayor repugnancia, no habría sido peor. Por el contrario, habría sido mejor, porque su seguridad sería lo más importante del mundo para mi corazón. Mi primer cuidado fue cerrar los postigos, a fin de que no se pudiese ver la luz desde el exterior, y luego cerrar y atrancar las puertas. Mientras así lo hacía, él estaba sentado a la mesa, bebiendo ron y comiendo bizcochos; yo, al verle entretenido así, creí contemplar de nuevo al presidiario en los marjales mientras comía. Y casi me pareció que pronto se inclinaría hacia su pierna para limar su grillete. Cuando hube entrado en la habitación de Herbert, cerrando toda comunicación entre ella y la escalera, a fin de que no quedase otro paso posible que la habitación en que habíamos estado conversando, pregunté a mi compañero si quería ir a acostarse. Contestó afirmativamente, pero me pidió algunas prendas de mi ropa blanca de caballero para ponérselas por la mañana. Se las entregué y se las dejé dispuestas, y pareció interrumpirse nuevamente el curso de la sangre en mis venas cuando de nuevo me estrechó las manos para desearme una buena noche. Me alejé de él sin saber cómo lo hacía; reanimé el fuego en la estancia en que habíamos permanecido juntos y me senté al lado de la chimenea, temeroso de irme a la cama. Durante una o dos horas estuve tan aturdido que apenas pude pensar; pero cuando lo logré, me di cuenta de lo desgraciado que era y de que la nave en que me embarcara se había destrozado por completo. Era evidente que las intenciones de la señorita Havisham con respecto a mí no eran nada más que un sueño; sin duda alguna, Estella no me estaba destinada; en la casa Satis se me toleraba como algo conveniente, como si fuese una espina para los avarientos parientes, como un modelo dotado de corazón mecánico a fin de que Estella se practicase en mí cuando no había nadie más en quien hacerlo; éstas fueron las primeras ideas que se presentaron a mi mente. Pero el dolor más agudo de todos era el de que, a causa de aquel presidiario, reo de ignorados crímenes y expuesto a ser cogido en mis propias habitaciones para ser ahorcado en Old Bailey, yo había abandonado a Joe. Entonces no habría querido volver al lado de Joe ni al de Biddy por nada del mundo; aunque me figuro que eso se debía a la seguridad que tenía de que mi indigna conducta hacia ellos era más culpable de lo que 155 me había figurado. Ninguna sabiduría en la tierra podría darme ahora el consuelo que habría obtenido de su sencillez y de su fidelidad; pero jamás podría deshacer lo hecho. En cada una de las acometidas del viento y de la lluvia parecíame oír el ruido de los perseguidores. Por dos veces habría jurado que llamaban a la puerta y que al otro lado alguien hablaba en voz baja. Con tales temores, empecé a recordar que había recibido misteriosos avisos de la llegada de aquel hombre. Me imaginé que durante las semanas anteriores vi en las calles algunos rostros que me parecieron muy semejantes al suyo. Díjeme que aquellos parecidos habían sido más numerosos a medida que él se acercaba a Inglaterra, y estaba seguro de que su maligno espíritu me había mandado, de algún modo, aquellos mensajeros, y, en aquella noche tempestuosa, él valía tanto como su palabra y estaba conmigo. Entre estas reflexiones, se me ocurrió la de que, con mis ojos infantiles, le juzgué hombre violento y desesperado; que había oído al otro presidiario asegurar reiteradamente que había querido asesinarle; y yo mismo le vi en el fondo de la zanja, luchando con la mayor fiereza con su compinche. Y tales recuerdos me aterraron, dándome a entender que no era seguro para mí el estar encerrado con él en lo más profundo de aquella noche solitaria y tempestuosa. Y este temor creció de tal manera, que por fin me obligó a tomar una bujía para ir a ver a mi terrible compañero. Éste se había envuelto la cabeza en un pañuelo y su rostro estaba inmóvil y sumido en el sueño. Dormía tranquilamente, aunque en la almohada se veía una pistola. Tranquilizado acerca del particular, puse suavemente la llave en la parte exterior de la puerta y le di la vuelta para cerrar antes de sentarme junto al fuego. Gradualmente me deslicé de mi asiento y al fin me quedé tendido en el suelo. Cuando desperté, sin que durante mi sueño hubiese olvidado mi desgracia, los relojes de las iglesias de la parte oriental de Londres daban las cinco de la madrugada, las bujías se habían consumido, el fuego estaba apagado y el viento y la lluvia intensificaban las espesas tinieblas. ÉSTE ES EL FINAL DE LA SEGUNDA FASE DE LAS ESPERANZAS DE PIP ...
En la línea 2045
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El movía la mano a un lado y tomaba un arma de fuego con el cañón provisto de abrazaderas de bronce. - ¿Conoces esto? - dijo apuntándome al mismo tiempo -. ¿Te acuerdas del lugar en que lo viste antes? ¡Habla, perro! - Sí - contesté. - Por tu culpa perdí aquel empleo. Tú fuiste el causante. ¡Habla! - No podía obrar de otra manera. - Eso hiciste, y ya habría sido bastante. ¿Cómo te atreviste a interponerte entre mí y la muchacha a quien yo quería? - ¿Cuándo hice tal cosa? - ¿Que cuándo la hiciste? ¿No fuiste tú quien siempre daba un mal nombre al viejo Orlick cuando estabas a su lado? - Tú mismo te lo diste; te lo ganaste con tus propios puños. Nada habría podido hacer yo contra ti si tú mismo no te hubieses granjeado mala fama. - ¡Mientes! Ya sabes que te esforzaste cuanto te fue posible, y que te gastaste todo el dinero necesario para procurar que yo tuviese que marcharme del país - dijo recordando las palabras que yo mismo dijera a Biddy en la última entrevista que tuve con ella. - Y ahora voy a decirte una cosa. Nunca te habría sido tan conveniente como esta noche el haberme obligado a abandonar el país, aunque para ello hubieses debido gastar veinte veces todo el dinero que tienes. Al mismo tiempo movía la cabeza, rugiendo como un tigre, y comprendí que decía la verdad. - ¿Qué te propones hacer conmigo? - Me propongo - dijo dando un fuerte puñetazo en la mesa y levantándose al mismo tiempo que caía su mano, como para dar más solemnidad a sus palabras, - me propongo quitarte la vida. Se inclinó hacia delante mirándome, abrió lentamente su mano, se la pasó por la boca, como si ésta se hubiera llenado de rabiosa baba por mi causa, y volvió a sentarse. - Siempre te pusiste en el camino del viejo Orlick desde que eras un niño. Pero esta noche dejarás de molestarme. El viejo Orlick ya no tendrá que soportarte por más tiempo. Estás muerto. Comprendí que había llegado al borde de mi tumba. Por un momento miré desesperado alrededor de mí, en busca de alguna oportunidad de escapar, pero no descubrí ninguna. - Y no solamente voy a hacer eso – añadió, - sino que no quiero que de ti quede un solo harapo ni un solo hueso. Meteré tu cadáver en el horno. Te llevaré a cuestas, y que la gente se figure de ti lo que quiera, porque jamás sabrán cómo acabaste la vida. Mi mente, con inconcebible rapidez, consideró las consecuencias de semejante muerte. El padre de Estella se figuraría que yo le había abandonado; él sería preso y moriría acusándome; el mismo Herbert llegaría a dudar de mí cuando comparase la carta que le había dejado con el hecho de que tan sólo había estado un momento en casa de la señorita Havisham; Joe y Biddy no sabrían jamás lo arrepentido que estuve aquella misma noche; nadie sabría nunca lo que yo habría sufrido, cuán fiel y leal me había propuesto ser en adelante y cuál fue mi horrible agonía. La muerte que tenía tan cerca era terrible, pero aún más terrible era la certeza de que después de mi fin se guardaría mal recuerdo de mí. Y tan rápidas eran mis ideas, que me vi a mí mismo despreciado por incontables generaciones futuras… , por los hijos de Estella y por los hijos de éstos… , en tanto que de los labios de mi enemigo surgían estas palabras: -Ahora, perro, antes de que te mate como a una bestia, pues eso es lo que quiero hacer y para eso te he atado como estás, voy a mirarte con atención. Eres mi enemigo mortal. Habíame pasado por la mente la idea de pedir socorro otra vez, aunque pocos sabían mejor que yo la solitaria naturaleza de aquel lugar y la inutilidad de esperar socorro de ninguna clase. Pero mientras se deleitaba ante mí con sus malas intenciones, el desprecio que sentía por aquel hombre indigno fue bastante para sellar mis labios. Por encima de todo estaba resuelto a no dirigirle ruego alguno y a morir resistiéndome cuanto pudiese, aunque podría poco. Suavizados mis sentimientos por el cruel extremo en que me hallaba; pidiendo humildemente perdón al cielo y con el corazón dolorido al pensar que no me había despedido de los que más quería y que nunca podría despedirme de ellos; sin que me fuese posible, tampoco, justificarme a sus ojos o pedirles perdón por mis lamentables errores, a pesar de todo eso, me habría sentido capaz de matar a Orlick, aun en el momento de mi muerte, en caso de que eso me hubiera sido posible. Él había bebido licor, y sus ojos estaban enrojecidos. En torno del cuello llevaba, colgada, una botella de hojalata, que yo conocía por haberla visto allí mismo cuando se disponía a comer y a beber. Llevó tal botella a sus labios y bebió furiosamente un trago de su contenido, y pude percibir el olor del alcohol, que animaba bestialmente su rostro. - ¡Perro! - dijo cruzando de nuevo los brazos. - El viejo Orlick va a decirte ahora una cosa. Tú fuiste la causa de la desgracia de tu deslenguada hermana. De nuevo mi mente, con inconcebible rapidez, examinó todos los detalles del ataque de que fue víctima mi hermana; recordó su enfermedad y su muerte, antes de que mi enemigo hubiese terminado de pronunciar su frase. - ¡Tú fuiste el asesino, maldito! - dije. 204 - Te digo que la culpa la tuviste tú. Te repito que ello se hizo por tu culpa - añadió tomando el arma de fuego y blandiéndola en el aire que nos separaba. - Me acerqué a ella por detrás, de la misma manera como te cogí a ti por la espalda. Y le di un golpe. La dejé por muerta, y si entonces hubiese tenido a mano un horno de cal como lo tengo ahora, con seguridad que no habría recobrado el sentido. Pero el asesino no fue el viejo Orlick, sino tú. Tú eras el niño mimado, y el viejo Orlick tenía que aguantar las reprensiones y los golpes. ¡El viejo Orlick, insultado y aporreado!, ¿eh? Ahora tú pagas por eso. Tuya fue la culpa de todo, y por eso vas a pagarlas todas juntas. Volvió a beber y se enfureció más todavía. Por el ruido que producía el líquido de la botella me di cuenta de que ya no quedaba mucho. Comprendí que bebía para cobrar ánimo y acabar conmigo de una vez. Sabía que cada gota de licor representaba una gota de mi vida. Y adiviné que cuando yo estuviese transformado en una parte del vapor que poco antes se había arrastrado hacia mí como si fuese un fantasma que quisiera avisarme de mi pronta muerte, él haría lo mismo que cuando acometió a mi hermana, es decir, apresurarse a ir a la ciudad para que le viesen ir por allá, de una parte a otra, y ponerse a beber en todas las tabernas. Mi rápida mente lo persiguió hasta la ciudad; me imaginé la calle en la que estaría él, y advertí el contraste que formaban las luces de aquélla y su vida con el solitario marjal por el que se arrastraba el blanco vapor en el cual yo me disolvería en breve. No solamente pude repasar en mi mente muchos, muchos años, mientras él pronunciaba media docena de frases, sino que éstas despertaron en mí vívidas imágenes y no palabras. En el excitado y exaltado estado de mi cerebro, no podía pensar en un lugar cualquiera sin verlo, ni tampoco acordarme de personas, sin que me pareciese estar contemplándolas. Imposible me sería exagerar la nitidez de estas imágenes, pero, sin embargo, al mismo tiempo, estaba tan atento a mi enemigo, que incluso me daba cuenta del más ligero movimiento de sus dedos. Cuando hubo bebido por segunda vez, se levantó del banco en que estaba sentado y empujó la mesa a un lado. Luego tomó la vela y, protegiendo sus ojos con su asesina mano, de manera que toda la luz se reflejara en mí, se quedó mirándome y aparentemente gozando con el espectáculo que yo le ofrecía. - Mira, perro, voy a decirte algo más. Fue Orlick el hombre con quien tropezaste una noche en tu escalera. Vi la escalera con las luces apagadas, contemplé las sombras que las barandas proyectaban sobre las paredes al ser iluminadas por el farol del vigilante. Vi las habitaciones que ya no volvería a habitar; aquí, una puerta abierta; más allá, otra cerrada, y, alrededor de mí, los muebles y todas las cosas que me eran familiares. - ¿Y para qué estaba allí el viejo Orlick? Voy a decirte algo más, perro. Tú y ella me habéis echado de esta comarca, por lo que se refiere a poder ganarme la vida, y por eso he adquirido nuevos compañeros y nuevos patronos. Uno me escribe las cartas que me conviene mandar. ¿Lo entiendes? Me escribe mis cartas. Escribe de cincuenta maneras distintas; no como tú, que no escribes más que de una. Decidí quitarte la vida el mismo día en que estuviste aquí para asistir al entierro de tu hermana. Pero no sabía cómo hacerlo sin peligro, y te he observado con la mayor atención, siguiéndote los pasos. Y el viejo Orlick estaba resuelto a apoderarse de ti de una manera u otra. Y mira, cuando te vigilaba, me encontré con tu tío Provis. ¿Qué te parece? ¡Con qué claridad se me presentó la vivienda de Provis! Éste se hallaba en sus habitaciones y ya era inútil la señal convenida. Y tanto él como la linda Clara, asi como la maternal mujer que la acompañaba, el viejo Bill Barney tendido de espaldas… , todos flotaban río abajo, en la misma corriente de mi vida que con la mayor rapidez me llevaba hacia el mar. - ¿Tú con un tío? Cuando te conocí en casa de Gargery eras un perrillo tan pequeño que podría haberte estrangulado con dos dedos, dejándote muerto (como tuve intenciones de hacer un domingo que te vi rondar por entre los árboles desmochados). Entonces no tenías ningún tío. No, ninguno. Pero luego el viejo Orlick se enteró de que tu tío había llevado en otros tiempos un grillete de hierro en la pierna, el mismo que un dia encontró limado, hace muchos años, y que se guardó para golpear con él a tu hermana, que cayó como un fardo, como vas a caer tú en breve. E impulsado por su salvajismo, me acercó tanto la bujía que tuve que volver el rostro para no quemarme. - ¡Ah! - exclamó riéndose y repitiendo la acción. - El gato escaldado, del agua fría huye, ¿no es verdad? El viejo Orlick estaba enterado de que sufriste quemaduras; sabía también que te disponías a hacer desaparecer a tu tío, y por eso te preparó esta trampa en que has caído. Ahora voy a decirte todavía algo más, perro, y ya será lo último. Hay alguien que es tan enemigo de tu tío Provis como el viejo Orlick lo es tuyo. Ya le dirán que ha perdido a su sobrino. Se lo dirán cuando ya no sea posible encontrar un solo trozo de ropa ni un hueso tuyo. Hay alguien que no podrá permitir que Magwitch (sí, conozco su nombre) viva en 205 el mismo país que él y que está tan enterado de lo que hacía cuando vivía en otras tierras, que no dejará de denunciarlo para ponerle en peligro. Tal vez es la misma persona capaz de escribir de cincuenta maneras distintas, al contrario que tú, que no sabes escribir más que de una. ¡Que tu tío Magwitch tenga cuidado de Compeyson y de la muerte que le espera! Volvió a acercarme la bujía al rostro, manchándome la piel y el cabello con el humo y dejándome deslumbrado por un instante; luego me volvió su vigorosa espalda cuando dejó la luz sobre la mesa. Yo había rezado una oración y, mentalmente, estuve en compañía de Joe, de Biddy y de Herbert, antes de que se volviese otra vez hacia mí. Había algunos pies de distancia entre la mesa y la pared, y en aquel espacio se movía hacia atrás y hacia delante. Parecía haber aumentado su extraordinaria fuerza mientras se agitaba con las manos colgantes a lo largo de sus robustos costados, los ojos ferozmente fijos en mí. Yo no tenía la más pequeña esperanza. A pesar de la rapidez de mis ideas y de la claridad de las imágenes que se me ofrecían, no pude dejar de comprender que, de no haber estado resuelto a matarme en breve, no me habría dicho todo lo que acababa de poner en mi conocimiento. De pronto se detuvo, quitó el corcho de la botella y lo tiró. A pesar de lo ligero que era, el ruido que hizo al caer me pareció propio de una bala de plomo. Volvió a beber lentamente, inclinando cada vez más la botella, y ya no me miró. Dejó caer las últimas gotas de licor en la palma de la mano y pasó la lengua por ella. Luego, impulsado por horrible furor, blasfemando de un modo espantoso, arrojó la botella y se inclinó, y en su mano vi un martillo de piedra, de largo y grueso mango. No me abandonó la decisión que había tomado, porque, sin pronunciar ninguna palabra de súplica, pedí socorro con todas mis fuerzas y luché cuanto pude por libertarme. Tan sólo podía mover la cabeza y las piernas, mas, sin embargo, luché con un vigor que hasta entonces no habría sospechado tener. Al mismo tiempo, oí voces que me contestaban, vi algunas personas y el resplandor de una luz que entraba en la casa; percibí gritos y tumulto, y observé que Orlick surgía de entre un grupo de hombres que luchaban, como si saliera del agua, y, saltando luego encima de la mesa, echaba a correr hacia la oscuridad de la noche. Después de unos momentos en que no me di cuenta de lo que ocurría, me vi desatado y en el suelo, en el mismo lugar, con mi cabeza apoyada en la rodilla de alguien. Mis ojos se fijaron en la escalera inmediata a la pared en cuanto recobré el sentido, pues los abrí antes de advertirlo mi mente, y así, al volver en mí dime cuenta de que allí mismo me había desmayado. Indiferente, al principio, para fijarme siquiera en lo que me rodeaba y en quién me sostenía, me quedé mirando a la escalera, cuando entre ella y yo se interpuso un rostro. Era el del aprendiz de Trabb. - Me parece que ya está bien - dijo con voz tranquila -, aunque bastante pálido. Al ser pronunciadas estas palabras se inclinó hacia mí el rostro del que me sostenía, y entonces vi que era… - ¡Herbert! ¡Dios mío! - ¡Cálmate, querido Haendel! ¡No te excites! - ¡Y también nuestro amigo Startop! - exclamé cuando él se inclinaba hacia mí. - Recuerda que tenía que venir a ayudarnos - dijo Herbert, - y tranquilízate. Esta alusión me obligó a incorporarme, aunque volví a caer a causa del dolor que me producía mi brazo. - ¿No ha pasado la ocasión, Herbert? ¿Qué noche es la de hoy? ¿Cuánto tiempo he estado aquí? Hice estas preguntas temiendo haber estado allí mucho tiempo, tal vez un día y una noche enteros, dos días o quizá más. -No ha pasado el tiempo aún. Todavía estamos a lunes por la noche. - ¡Gracias a Dios! - Y dispones aún de todo el día de mañana para descansar - dijo Herbert. - Pero ya veo que no puedes dejar de quejarte, mi querido Haendel. ¿Dónde te han hecho daño? ¿Puedes ponerte en pie? - Sí, sí – contesté, - y hasta podré andar. No me duele más que este brazo. Me lo pusieron al descubierto e hicieron cuanto les fue posible. Estaba muy hinchado e inflamado, y a duras penas podía soportar que me lo tocasen siquiera. Desgarraron algunos pañuelos para convertirlos en vendas y, después de habérmelo acondicionado convenientemente, me lo pusieron con el mayor cuidado en el cabestrillo, en espera de que llegásemos a la ciudad, donde me procurarían una loción refrescante. Poco después habíamos cerrado la puerta de la desierta casa de la compuerta y atravesábamos la cantera, en nuestro camino de regreso. El muchacho de Trabb, que ya se había convertido en un joven, nos precedía con una linterna, que fue la luz que vi acercarse a la puerta cuando aún estaba atado. La luna había empleado dos horas en ascender por el firmamento desde la última vez que la viera, y aunque la noche continuaba lluviosa, el tiempo era ya mejor. El vapor blanco del horno de cal pasó rozándonos cuando 206 llegamos a él, y así como antes había rezado una oración, entonces, mentalmente, dirigí al cielo unas palabras en acción de gracias. Como había suplicado a Herbert que me refiriese la razón de que hubiese llegado con tanta oportunidad para salvarme - cosa que al principio se negó a explicarme, pues insistió en que estuviera tranquilo, sin excitarme, - supe que, en mi apresuramiento al salir de mi casa, se me cayó la carta abierta, en donde él la encontró al llegar en compañía de Startop, poco después de mi salida. Su contenido le inquietó, y mucho más al advertir la contradicción que había entre ella y las líneas que yo le había dirigido apresuradamente. Y como aumentara su inquietud después de un cuarto de hora de reflexión, se encaminó a la oficina de la diligencia en compañía de Startop, que se ofreció a ir con él, a fin de averiguar a qué hora salía la primera diligencia. En vista de que ya había salido la última y como quiera que, a medida que se le presentaban nuevos obstáculos, su intranquilidad se convertía ya en alarma, resolvió tomar una silla de posta. Por eso él y Startop llegaron a El Jabalí Azul esperando encontrarme allí, o saber de mí por lo menos; pero como nada de eso ocurrió, se dirigieron a casa de la señorita Havisham, en donde ya se perdía mi rastro. Por esta razón regresaron al hotel (sin duda en los momentos en que yo me enteraba de la versión popular acerca de mi propia historia) para tomar un pequeño refrigerio y buscar un guía que los condujera por los marjales. Dio la casualidad de que entre los ociosos que había ante la puerta de la posada se hallase el muchacho de Trabb, fiel a su costumbre de estar en todos aquellos lugares en que no tenía nada que hacer, y parece que éste me había visto salir de la casa de la señorita Havisham hacia la posada en que cené. Por esta razón, el muchacho de Trabb se convirtió en su guía, y con él se encaminaron a la casa de la compuerta, pasando por el camino que llevaba allí desde la ciudad, y que yo había evitado. Mientras andaban, Herbert pensó que tal vez, en resumidas cuentas, podía darse el caso de que me hubiese llevado allí algún asunto que verdaderamente pudiese redundar en beneficio de Provis, y diciéndose que, si era así, cualquier interrupción podía ser desagradable, dejó a su guía y a Startop en el borde de la cantera y avanzó solo, dando dos o tres veces la vuelta a la casa, tratando de averiguar si ocurría algo desagradable. Al principio no pudo oír más que sonidos imprecisos y una voz ruda (esto ocurrió mientras mi cerebro reflexionaba con tanta rapidez) . y hasta tuvo dudas de que yo estuviese allí en realidad; mas, de pronto, yo grité pidiendo socorro, y él contestó a mis gritos y entró, seguido por sus dos compañeros. Cuando referí a Herbert lo que había sucedido en el interior de la casa, dijo que convenía ir inmediatamente, a pesar de lo avanzado de la hora, a dar cuenta de ello ante un magistrado, para obtener una orden de prisión contra Orlick; pero yo pensé que tal cosa podría detenernos u obligarnos a volver, lo cual sería fatal para Provis. Era imposible, por consiguiente, ocuparnos en ello, y por esta razón desistimos, por el momento, de perseguir a Orlick. Creímos prudente explicar muy poco de lo sucedido al muchacho de Trabb, pues estoy convencido de que habría tenido un desencanto muy grande de saber que su intervención me había evitado desaparecer en el horno de cal; no porque los sentimientos del muchacho fuesen malos, pero tenía demasiada vivacidad y necesitaba la variedad y la excitación, aunque fuese a costa de cualquiera. Cuando nos separamos le di dos guineas (cantidad que, según creo, estaba de acuerdo con sus esperanzas) y le dije que lamentaba mucho haber tenido alguna vez mala opinión de él (lo cual no le causó la más mínima impresión). Como el miércoles estaba ya muy cerca, decidimos regresar a Londres aquella misma noche, los tres juntos en una silla de posta y antes de que se empezara a hablar de nuestra aventura nocturna. Herbert adquirió una gran botella de medicamento para mi brazo, y gracias a que me lo curó incesantemente durante toda la noche, pude resistir el dolor al día siguiente. Amanecía ya cuando llegamos al Temple, y yo me metí en seguida en la cama, en donde permanecí durante todo el día. Me asustaba extraordinariamente el temor de enfermar y que a la mañana siguiente no tuviera fuerzas para lo que me esperaba; este recelo resultó tan inquietante, que lo raro fue que no enfermara de veras. No hay duda de que me habría encontrado mal a consecuencia de mis dolores físicos y mentales, de no haberme sostenido la excitación de lo que había de hacer al siguiente día. Y a pesar de que sentía la mayor ansiedad y de que las consecuencias de lo que íbamos a intentar podían ser terribles, lo cierto es que el resultado que nos aguardaba era impenetrable, a pesar de estar tan cerca. Ninguna precaución era más necesaria que la de contenernos para no comunicar con Provis durante todo el día; pero eso aumentaba todavía mi intranquilidad. Me sobresaltaba al oír unos pasos, creyendo que ya lo habían descubierto y preso y que llegaba un mensajero para comunicármelo. Me persuadí a mí mismo de que ya me constaba que lo habían capturado; que en mi mente había algo más que un temor o un presentimiento; que el hecho había ocurrido ya y que yo lo conocía de un modo misterioso. Pero como transcurría el día sin que llegara ninguna mala noticia, y en vista de que empezaba la noche, me acometió el temor de ser víctima de una enfermedad antes de que llegase la mañana. Sentía fuertes latidos de la sangre 207 en mi inflamado brazo, así como en mi ardorosa cabeza, de manera que creí que deliraba. Empecé a contar para calmarme, y llegué a cantidades fantásticas; luego repetí mentalmente algunos pasajes en verso y en prosa que me sabía de memoria. A veces, a causa de la fatiga de mi mente, me adormecía por breves instantes o me olvidaba de mis preocupaciones, y en tales casos me decía que ya se había apoderado de mí la enfermedad y que estaba delirando. Me obligaron a permanecer quieto durante todo el día, me curaron constantemente el brazo y me dieron bebidas refrescantes. Cuando me quedé dormido, me desperté con la misma aprensión que tuviera en la casa de la compuerta, es decir, que había pasado ya mucho tiempo y también la oportunidad de salvarlo. Hacia medianoche me levanté de la cama y me acerqué a Herbert, convencido de que había dormido por espacio de veinticuatro horas y que había pasado ya el miércoles. Aquél fue el último esfuerzo con que se agotaba a sí misma mi intranquilidad, porque a partir de aquel momento me dormí profundamente. Apuntaba la aurora del miércoles cuando miré a través de la ventana. Las parpadeantes luces de los puentes eran ya pálidas, y el sol naciente parecía un incendio en el horizonte. El río estaba aún oscuro y misterioso, cruzado por los puentes, que adquirían un color grisáceo, con algunas manchas rojizas que reflejaban el color del cielo. Mientras miraba a los apiñados tejados, entre los cuales sobresalían las torres de las iglesias, que se proyectaban en la atmósfera extraordinariamente clara, se levantó el sol y pareció como si alguien hubiese retirado un velo que cubría el río, pues en un momento surgieron millares y millares de chispas sobre sus aguas. También pareció como si yo me viese libre de un tupido velo, porque me sentí fuerte y sano. Herbert estaba dormido en su cama, y nuestro compañero de estudios hacía lo mismo en el sofá. No podía vestirme sin ayuda ajena, pero reanimé el fuego, que aún estaba encendido, y preparé el café para todos. A la hora conveniente se levantaron mis amigos, también descansados y vigorosos, y abrimos las ventanas para que entrase el aire fresco de la mañana, mirando a la marea que venía hacia nosotros. - Cuando sean las nueve - dij o alegremente Herbert, - vigila nuestra llegada y procura estar preparado en la orilla del río. ...
En la línea 1372
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Había pocos túneles o ninguno, y no existían puentes. El ferrocarril seguía los contornos de las montañas no buscando en la línea recta el camino más corto de uno a otro punto, y no violentando a la naturaleza. ...
En la línea 1416
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... En el lago Salado era donde el trazado llegaba a su más alto punto de altitud. Desde aquí su perfil describía una curva muy prolongada, que bajaba hacia el valle de Bitter- Creek, para remontarse hasta la línea divisoria de las aguas entre el Océano y el Pacífico. Los ríos eran numerosos en esta region montuosa. Hubo que pasar sobre puentes el Muddy, el Gree y otros. Picaporte se había tornado más impaciente a medida que se acercaba el término del viaje, y Fix, a su vez, hubiera querido haber salido ya de aquella región extraña. Temía las tardanzas, recelaba los accidentes, y aún tenía más prisa que el mismo Phileas Fogg en poner el pie sobre la tierra inglesa. ...
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