Cual es errónea Encuentro o Hencuentro?
La palabra correcta es Encuentro. Sin Embargo Hencuentro se trata de un error ortográfico.
La falta ortográfica detectada en la palabra hencuentro es que se ha eliminado o se ha añadido la letra h a la palabra encuentro
Errores Ortográficos típicos con la palabra Encuentro
Cómo se escribe encuentro o hencuentro?
Cómo se escribe encuentro o enkuentro?
Cómo se escribe encuentro o encuentrro?

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece encuentro
La palabra encuentro puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 173
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero aquella mañana, Pepeta, influída por su reciente encuentro, se fijó en la ruina y hasta se detuvo en el camino para verla mejor. ...
En la línea 576
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Batiste salió al encuentro del viejo. ...
En la línea 589
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... De este encuentro surgió un motivo más de cólera para toda la huerta. ...
En la línea 639
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Al fin ocurría el encuentro que tanto había temido. ...
En la línea 284
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Un encuentro en la sierra al anochecer con los del resguardo. Él había herido para abrirse paso, y en la huida le alcanzó una bala en la espalda, debajo del hombro. En un ventorrillo le habían curado de cualquier modo, con la misma rudeza con que cuidaban a las bestias, y al oír, en el silencio de la noche, con su fino oído de hombre de la sierra, el trote de los caballos enemigos, había vuelto sobre la silla para no dejarse coger. Un galope de leguas, desesperado, loco, haciendo esfuerzos por mantenerse sobre los estribos, apretando sus piernas con el estertor de una voluntad próxima a desvanecerse, rodándole la cabeza, viendo nubes rojas en la oscuridad de la noche, mientras por el pecho y la espalda se escurría algo viscoso y caliente, que parecía llevársele la vida con punzante cosquilleo. Deseaba esconderse, que no le cogieran: y para esto, ningún refugio como Marchamalo, en aquella época que no era de trabajo y los viñadores estaban ausentes. Además, si su destino era morir, deseaba que fuese entre los que más quería en el mundo. Y sus ojos se dilataban al decir esto: se esforzaba por acariciar con ellos, entre el lagrimeo del dolor, a la hija de su padrino. ...
En la línea 342
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Los que no se resignaban eran los Dupont: don Pablo y su madre, que volvían a su hotel malhumorados y confusos cada vez que veían en las calles el rubio moño y la sonrisa insolente de Lola. Les parecía que la gente era menos respetuosa con ellos por culpa de la mala hembra, deshonra de la familia. Hasta creían ver en los criados cierta sonrisa, como si les alegrase la afrenta que aquella loca infería a sus parientes. Los señores de Dupont comenzaron a frecuentar menos las calles de la ciudad, pasando muchos días en su finca de Marchamalo, para evitar todo encuentro con la _Marquesita_ y con las gentes que comentaban sus excentricidades. ...
En la línea 365
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y el viejo salía al encuentro del aperador, mirando de frente, con sus ojos inmóviles, que sólo percibían la silueta de los objetos en una niebla gris, moviendo las manos y la cabeza con un temblor de vejez exhausta y agotada que le valía el apodo de _Zarandilla_. ...
En la línea 639
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Rafael se detuvo un momento en la plazoleta, para reponerse de este encuentro. Se arregló la manta sobre los hombros y cerró la navaja que había sacado para hacer frente a las hurañas bestias. ...
En la línea 413
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Y tengo el honor de aseguraros que yo maté a uno con su pro pia espada -dijo Aramis-porque la mía se rompió en el primer encuentro. ...
En la línea 485
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... ¿Cómo es, señor, que conocéis a ese hombre? ¡Ah, si alguna vez lo encuentro, y os juro que lo encontraré, aunq ue sea en el infierno. ...
En la línea 683
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Al ver a D'Artagnan, se levantó y dio cortésmente algunos pasos a su encuentro. ...
En la línea 930
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Pero ese encuentro, Sire, se sale a todas luces de las condiciones ordinarias de un duelo: es una riña, y la prueba es que eran cinco guardias del cardenal contra mis tres mosqueteros y el señor D'Artagnan-Exacto -dijo el rey-; pero no importa, Tréville; de todas formas, venid por la escalera pequeña. ...
En la línea 472
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Al fin se descubrió la connivencia de Sabocha y de los bandidos, y el ventero huyó con la mayor parte de sus socios, cruzando el Tajo para refugiarse en las provincias del Norte; en un encuentro fortuito con la fuerza pública, en el camino de Coimbra, Sabocha y toda su cuadrilla perdieron la vida. ...
En la línea 1658
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... «Pepita—dijo mi compañero a una linda muchacha que salió a nuestro encuentro sonriendo—, un _brasero_ y un cuarto reservado. ...
En la línea 2088
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... CAPÍTULO XV El vapor.—El cabo de Finisterre.—La tormenta.—Llegada a Cádiz.—El Nuevo Testamento.—Sevilla.—Itálica.—El anfiteatro.—Los presos.—El encuentro.—El barón Taylor.—La calle y el desierto. ...
En la línea 2369
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Al entrar en el pueblo las tropas de Gómez, su reverencia salió a su encuentro revestido, con un libro en la mano, y, a petición de los soldados, proclamó a Carlos Quinto en la plaza del mercado. ...
En la línea 125
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Decíase él a sí: -Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendido: ''Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante''? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. ...
En la línea 708
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Con todo eso -replicó el caminante-, me queda un escrúpulo, y es que muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo el correr dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de la corrida, se encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a parte, y al otro le viene también que, a no tenerse a las crines del suyo, no pudiera dejar de venir al suelo. ...
En la línea 1642
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -No -respondió el de la Triste Figura-, puesto que de tal manera podía correr el dado, que echásemos azar en lugar de encuentro; pero todo ha de estar en tu diligencia. ...
En la línea 2079
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Saliéronle al encuentro, y, preguntándole por don Quijote, les dijo cómo le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su señora Dulcinea; y que, puesto que le había dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinado de no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho fazañas que le ficiesen digno de su gracia. ...
En la línea 334
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Entre las jóvenes hechas prisioneras en el mismo encuentro estaban dos bonitas españolas que fueron robadas muy niñas por los indios y no podían hablar más idioma que el de sus raptores. De creer lo que ellas contaban, debían venir de Salta, lugar sito a más de 1.000 millas (1:600 kilómetros) de distancia en línea recta. Esto da una idea del inmenso territorio por el cual vagan los indios; y, sin embargo, a pesar de su inmensidad, creo que dentro de medio siglo no habrá ni un solo indio salvaje al norte del río Negro. ...
En la línea 337
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... También me dieron algunos detalles acerca de un encuentro que hubo en Cholechel unas cuantas semanas antes del que acabo de hablar. Cholechel es un puesto de mucha importancia, por ser sitio de paso para los caballos; por eso se estableció allí durante algún tiempo el cuartel general de una división del ejército. Cuando las tropas llegaron por vez primera a ese lugar, encontraron allí una tribu de indios y mataron a 20 ó 30. Escapose el cacique de un modo que sorprendió a todo el mundo. Los principales indios tienen siempre a mano, para una necesidad apremiante, uno ó dos caballos escogidos. El cacique montó uno de esos caballos de reserva (un viejo caballo blanco), llevándose consigo a su hijo aún de tierna edad. El caballo no tenía silla ni brida. Para evitar las balas, el indio montó como suelen hacerlo sus compatriotas, es decir, con un brazo alrededor del cuello del animal y sólo una pierna encima de él. Suspenso así de un lado, viósele acariciar la cabeza de su caballo y hablarle. Los españoles se encarnizaron en persecución suya; el comandante cambió tres veces de cabalgadura, pero en vano. El viejo indio y su hijo consiguieron escaparse y, por consiguiente, conservar su libertad.. ...
En la línea 383
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Después de comer, cruzamos la sierra Tapalguen, cadena de montañas de algunos centenares de pies de elevación, que comienza en el cabo Corrientes. En la parte del país donde me encuentro, la roca es cuarzo puro; dícenme que más al este es granito. Las colinas tienen una forma notable: consisten en mesetas rodeadas de escarpes verticales poco altos, como los trozos desprendidos de una capa sedimentaria. ...
En la línea 424
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 1.-0 de octubre.- A la luz de la luna nos ponemos en camino, y a la salida del sol llegamos al río Tercero; también le llaman Saladillo y merece tal nombre, pues las aguas que lleva son salobres. Permanezco aquí la mayor parte del día, buscando osamentas fósiles. Además de un diente perfecto del Toxodon y varios huesos esparcidos, encuentro dos inmensos esqueletos que, puestos uno cerca del otro, se destacan de relieve sobre el tajo vertical que costea el Paraná. Pero estos hechos caen hechos polvo y no puedo llevarme sino pequeños fragmentos de uno de los grandes molares; sin embargo, eso basta para probar que tales restos pertenecen a un mastodonte, probablemente la misma especie que debía de habitar en tan gran número en la parte de la cordillera del alto Perú. Los remeros que conducen mi canoa me dicen que desde hace mucho tiempo conocen la existencia de esos esqueletos, preguntándose a menudo cómo habían podido llegar hasta allá; y como en todas partes hace falta una teoría, habían venido a parar a la conclusión de que el mastodonte era un animal minador, como el viscache. Por la noche recorremos otra etapa y atravesamos el Monge, otro río de agua salobre que contribuye a regar las Pampas. ...
En la línea 4757
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Eso no quita que sea una santa; pero quiere traer a la religión el romanticismo, y yo ¡guarda, Pablo! no me encuentro con fuerzas para librarla de ese peligro. ...
En la línea 6212
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Don Álvaro se guardó de aludir al encuentro de la noche anterior; nada dijo de la escena rápida del parque; pero habló con más confianza; en un tono familiar que nunca había empleado con ella. ...
En la línea 6765
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El mismo De Pas le salió al encuentro. ...
En la línea 8654
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Corrió Petra a su encuentro. ...
En la línea 415
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Se reconocía un hambriento Insaciable de todo lo inédito que guarda nuestra existencia. En sus avances marchaba entre titubeos y dudas, tentado por diversas cosas a la vez. Todo lo que el Destino dio en herencia a los hombres intentaba atesorarlo en su persona. Creía haber conocido últimamente cuantas alegrías sensuales se pueden gustar, mas esto no bastaba a su alma inquieta. Su naturaleza exigía otra cosa, el cambio incesante, ver paisajes renovados en cada excursión sentimental, nuevos rostros, ir al encuentro de la felicidad desconocida o de placeres ya olvidados que tornaban a presentarse. ...
En la línea 422
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El canónigo, con sus entusiasmos históricos, había resucitado dentro de él todas las obras ya olvidadas que quiso producir en otro tiempo. Semanas antes, le parecía el Claudio Borja anterior a su encuentro con Rosaura en Aviñón un pobre joven digno de lástima. Ahora lo envidiaba como a un hombre superior porque sentía, ambiciones y deseos de acción, porque sonaba con escribir un poema sobre El Papa del mar, uniendo a tal proyecto otras pretensiones literarias. ...
En la línea 458
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El no dejó que terminase sus quejas. Había cogido sus dos manos amorosamente ; avanzaba la cabeza hacia ella cual si pretendiese besarla; mas la dama, ofendida, rehuyó el encuentro de sus labios. ...
En la línea 953
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Salía de Roma el Pontífice para avistarse con Alfonso II cerca de la frontera napolitana, examinando los medios de resistir con las armas a los invasores. Alejandro VI y el joven cardenal César sostenían la conveniencia de ir al encuentro del adversario con un movimiento ofensivo, aprovechando la dispersión de sus fuerzas en el avance. Alfonso temía salir del reino con sus escasas tropas por miedo a la sublevación que seguramente estallaría apenas se alejase. ...
En la línea 68
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El paquebote, acostándose en una última convulsión, desapareció bajo el agua, lanzando antes varias explosiones, como ronquidos de agonía. La soledad oceánica pareció agrandarse después del hundimiento de esta isla creada por los hombres. Las diversas embarcaciones, pequeñas como moscas, se fueron perdiendo de vista unas de otras en la penumbra vaporosa del crepúsculo. El mar, que visto desde lo alto del buque solo estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una interminable sucesión de montañas enormes de angustioso descenso y de sombríos valles, en los que el bote parecía que iba a quedarse inmóvil, sin fuerzas para emprender la ascensión de la nueva cumbre que venía a su encuentro. ...
En la línea 153
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Las palabras del sabio le fueron revelando todo lo ocurrido en esta tierra extraordinaria desde el atardecer del día anterior. Los escasos habitantes de la costa le habían visto aproximarse, poco antes de la puesta del sol, en su bote, más enorme que los mayores navíos del país. La alarma había sido dada al interior, llegando la noticia a los pocos minutos hasta la misma capital de la República. Los miembros del Consejo Ejecutivo habían acordado rápidamente la manera de recibir al visitante inoportuno, haciéndole prisionero para suprimirlo a las pocas horas. Los aparatos voladores del ejército salían a su encuentro una vez cerrada la noche. El Hombre-Montaña pudo vagar a lo largo de la costa sin tropezarse con ningún habitante, porque todos los ribereños se habían metido tierra adentro por orden superior. ...
En la línea 621
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Tal vez se preguntará usted, gentleman, por que razón vuelvo a la capital y me empeño en vivir en ella, estando aquí el terrible Consejo que me persigue. Nuestra vida nunca es rectilínea ni la gobierna la lógica. En el país de los Hombres-Montañas es posible que ocurra lo mismo. Los hombres tenemos un corazón que es a la vez el origen de nuestras desdichas y de nuestras felicidades. No podemos existir sin la mujer, y vamos allá donde ella vive, aunque esto equivalga a marchar al encuentro del peligro. ...
En la línea 722
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Con la emoción del encuentro los dos amantes habían olvidado toda prudencia, y empezaron a hablarse en el idioma del país. Luego se fijaron en los atletas que permanecían junto a ellos, dentro del retiro formado por el brazo del gigante, y creyeron prudente valerse de otro lenguaje. ...
En la línea 283
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Agradabilísimo día pasaron, viendo el risueño país que a sus ojos se desenvolvía, el caudaloso Ebro, las marismas de su delta, y por fin, la maravilla de la región valenciana, la cual se anunció con grupos de algarrobos, que de todas partes parecían acudir bailando al encuentro del tren. A Jacinta le daban marcos cuando los miraba con fijeza. Ya se acercaban hasta tocar con su copudo follaje la ventanilla; ya se alejaban hacia lo alto de una colina; ya se escondían tras un otero, para reaparecer haciendo pasos y figuras de minueto o jugando al escondite con los palos del telégrafo. ...
En la línea 481
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... A entrambos les surtía de cigarros la propia Barbarita. El primero fumaba puros, el segundo papel. Estupiñá se encargaba de traer estos peligrosos artículos de la casa de un truchimán que los vendía de ocultis, y cuando atravesaba las calles de Madrid con las cajas debajo de su capa verde, el corazón le palpitaba de gozo, considerando la trastada que le jugaba a la Hacienda pública y recordando sus hermosos tiempos juveniles. Pero en los liberalescos años de 71 y 72 ya era otra cosa… La policía fiscal no se metía en muchos dibujos. El temerario contrabandista, no obstante, hubiera deseado tener un mal encuentro para probar al mundo entero que era hombre capaz de arruinar la Renta si se lo proponía. Barbarita examinaba las cajas y sus marcas, las regateaba, olía el tabaco, escogía lo que le parecía mejor y pagaba muy bien. Siempre tenía D. Baldomero un surtido tan variado como excelente, y el buen señor conservaba, entre ciertos hábitos tenaces del antiguo hortera, el de reservar los cigarros mejores para los domingos. ...
En la línea 1215
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Serían las tres cuando el Delfín abrió los ojos, despabilándose completamente, y miró a su mujer, cuya cara no distaba de la suya el espacio de dos o tres narices. «¡Qué bien me encuentro ahora!—le dijo con dulzura—. Estoy sudando; ya no tengo frío. ¿Y tú no duermes? ¡Ah! La gran lotería es la que me ha tocada a mí. Tú eres mi premio gordo. ¡Qué buena eres!». ...
En la línea 1585
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Hacia la calle de la Greda. —No… los amigos se habían trasladado a una casa de la calle de Alcalá, la de Casa-Irujo, que tiene ventanas al parque del ministerio de la Guerra… Subo y me les encuentro muy desanimados. Me asomé con ellos a las ventanas que dan a Buenavista, y no vi nada… «¿Pero a cuándo esperan? ¿En qué están pensando?… ». Francamente, yo creí que el golpe se había chafado y que Pavía no se atrevía a echar las tropas a la calle. Serrano, impaciente, limpiaba los cristales empañados, para mirar, y abajo no se veía nada. «Mi general —le dije—, yo veo una faja negra, que así de pronto, en la oscuridad de la noche, parece un zócalo… Mire usted bien, ¿no será una fila de hombres?».—«¿Y qué hacen ahí pegados a la pared?».—«Vea usted, vea usted, el zócalo se mueve. Parece una culebra que rodea todo el edificio y que ahora se desenrosca… ¿Ve usted?… la punta se extiende hacia las rampas».—«Soldados son—dijo en voz baja el general, y en el mismo instante entró Zalamero con medio palmo de lengua fuera, diciendo: «La votación sigue: la ventaja que llevaba al principio Salmerón, la lleva ahora Castelar… nueve votos… Pero aún falta por votar la mitad del Congreso… ». Ansiedad en todas las caras… A mí me tocaba entonces ir allá, para traer el resultado final de la votación… Tras, tras… cojo mi calle del Turco, y entrando en el Congreso, me encontré a un periodista que salía: «La proposición lleva diez votos de ventaja. Tendremos ministerio Palanca». ¡Pobre Emilio!… Entré. En el salón estaban votando ya las filas de arriba. Eché un vistazo y salí. Di la vuelta por la curva, pensando lo que acababa de ver en Buenavista, la cinta negra enroscada en el edificio… Figueras salió por la escalerilla del reloj, y me dijo: «Usted qué cree, ¿habrá trifulca esta noche?». Y le respondí: «Váyase usted tranquilo, maestro, que no habrá nada… ». «Me parece—dijo con socarronería—que esto se lo lleva Pateta». Yo me reí. Y a poco pasa un portero, y me dice con la mayor tranquilidad del mundo, que por la calle del Florín había tropa. «¿De veras? Visiones de usted. ¡Qué tropa ni qué niño muerto!». Yo me hacía de nuevas. Asomé la jeta por la puerta del reloj. «No me muevo de aquí—pensé, mirando la mesa—. Ahora veréis lo que es canela… ». Estaban leyendo el resultado de la votación. Leían los nombres de todos los votantes sin omitir uno. De repente aparecen por la puerta del rincón de Fernando el Católico varios quintos mandados por un oficial, y se plantan junto a la escalera de la mesa. Parecían comparsas de teatro. Por la otra puerta entró un coronel viejo de la Guardia Civil. ...
En la línea 1116
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –Bienvenido a Hendon Hall, Majestad –exclamó Miles–. Éste es un gran día. Mi padre, mi hermano y lady Edith sentirán, tanta alegría que no tendrán ojos ni palabras más que para mí en los primeros momentos de este encuentro, y así tal vez te parezca que te acogen con frialdad; pero no te preocupes, que pronto te parecerá lo contrario, pues cuando yo diga que tú eres mi pupilo y les cuente lo que me cuesta el cariño que te profeso, ya verás cómo te estrechan contra su pecho y te hacen el don de su casa y sus corazones para siempre. ...
En la línea 1194
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Miles dio un salto hacia adelante, con serena confianza, para salirle al encuentro, pero Edith le contuvo con un ademán casi imperceptible y el soldado se detuvo. Sentóse la dama y le pidió que hiciera otro tanto. Así, sencillamente le hizo perder la sensación de antiguo compañerismo, y lo transformó en un desconocido y en un huésped. La sorpresa, lo inesperado del momento, obligó a Miles a preguntarse un instante si era en efecto la persona que pretendía ser. Lady Edith dijo: ...
En la línea 1381
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Las manos se apartaron; una parálisis asaltó la sala; nadie se movió, nadie habló. Nadie sabía, en verdad, cómo actuar o que decir en tan extraño y sorpresivo aprieto. Mientras todos los ánimos intentaban serenarse, el niño avanzó aún más, resueltamente, con arrogante porte y confiado semblante; no había vacilado desde el principio, y mientras los confundidos ánimos luchaban aún inútilmente, él subió a la plataforma y el fingido rey corrió a su encuentro con el rostro alegre y cayó de rodillas ante el y dijo: ...
En la línea 794
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Cerró los ojos y volvió a soñar aquella casa dulce y tibia, en que la luz entraba por entre las blancas flores bordadas en los visillos. Volvió a ver a su madre, yendo y viniendo sin ruido, siempre de negro, con aquella su sonrisa que era poso de lágrimas. Y repasó su vide toda de hijo, cuando formaba parte de su madre y vivía a su amparo, y aquella muerte lenta, grave, dulce a indolorosa de la pobre señora, cuando se fue como un eve peregrine que emprende sin ruido el vuelo. Luego recordó o resoñó el encuentro de Orfeo, y al poco rato encontróse sumido en un estado de espíritu en que pasaban ante él, en cinematógrafo, las más extrañas visiones. ...
En la línea 1119
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Orfeo le había salido al encuentro, brincaba, le quería trepar piernas arriba. Cogióle y el animalito empezó a lamerle la mano. ...
En la línea 1892
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... De pronto sintió que alguien le tiraba de una pierna. Era Orfeo, que le había salido al encuentro, para consolarlo. Al ver a Orfeo sintió, ¡cosa extraña!, una gran alegría, lo tomó en brazos y le dijo: «¡Alégrate, Orfeo mío, alégrate!, ¡alegrémonos los dos! ¡Ya no te echan de casa; ya no te separan de mí; ya no nos separarán al uno del otro! Viviremos juntos en la vida y en la muerte. No hay mal que por bien no venga, por grande que el mal sea y por pequeño que sea el bien, o al revés. ¡Tú, tú eres fiel, Orfeo mío, tú eres fiel! Yo ya supongo que algunas veces buscarás tu perra, pero no por eso huyes de casa, no por eso me abandonas; tú eres fiel, tú. Y mira, para que no tengas nunca que marcharte, traeré una perra a casa, sí, te la traeré. Porque ahora, ¿es que has salido a mi encuentro para consolar la pena que debía tener, o es que me encuentras al volver de una visita a tu perra? De todos modos, tú eres fiel, tú, y ya nadie te echará de mi casa, nadie nos separará.» ...
En la línea 1892
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... De pronto sintió que alguien le tiraba de una pierna. Era Orfeo, que le había salido al encuentro, para consolarlo. Al ver a Orfeo sintió, ¡cosa extraña!, una gran alegría, lo tomó en brazos y le dijo: «¡Alégrate, Orfeo mío, alégrate!, ¡alegrémonos los dos! ¡Ya no te echan de casa; ya no te separan de mí; ya no nos separarán al uno del otro! Viviremos juntos en la vida y en la muerte. No hay mal que por bien no venga, por grande que el mal sea y por pequeño que sea el bien, o al revés. ¡Tú, tú eres fiel, Orfeo mío, tú eres fiel! Yo ya supongo que algunas veces buscarás tu perra, pero no por eso huyes de casa, no por eso me abandonas; tú eres fiel, tú. Y mira, para que no tengas nunca que marcharte, traeré una perra a casa, sí, te la traeré. Porque ahora, ¿es que has salido a mi encuentro para consolar la pena que debía tener, o es que me encuentras al volver de una visita a tu perra? De todos modos, tú eres fiel, tú, y ya nadie te echará de mi casa, nadie nos separará.» ...
En la línea 812
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡No me digas nada, Yáñez! ¡Amo a esa mujer hasta tal extremo, que si me pidiera que renegara de mi nacionalidad para hacerme inglés, lo haría sin vacilar! ¡Siento un fuego que corre por mis venas, que me abrasa! ¡Creo que estoy delirando siempre, que tengo un volcán dentro del pecho, que me vuelve loco! En este estado deplorable me encuentro desde el día que vi a esa muchacha, Yáñez. ...
En la línea 1715
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —No encuentro ninguna carta —dijo. ...
En la línea 2054
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Cuando por fin desembarcaron Sandokán y sus hombres, los piratas de Mompracem, reducidos a la mitad, se precipitaron a su encuentro, saludándolo con grandes vivas y reclamando venganza contra los invasores. ...
En la línea 581
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Señor, aunque haya roto usted con la humanidad, quiero creer que no ha renegado de todo sentimiento humano. Somos náufragos, caritativamente recogidos a bordo de su barco, no lo olvidaremos. En cuanto a mí, me doy cuenta de que si el interés de la ciencia pudiera absorber hasta la necesidad de la libertad, lo que me promete nuestro encuentro me ofrecería grandes compensaciones. ...
En la línea 760
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -En efecto. Pero ¿y su encuentro con el Abraham Lincoln? ...
En la línea 1019
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Ese encuentro me hizo pensar que aquellos fondos oscuros debían estar habitados por otros animales más temibles, de cuyos ataques no podría protegerme la escafandra. No había pensado en ello hasta entonces y decidí mantenerme alerta. ...
En la línea 1034
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El lance no había interrumpido nuestra marcha. Durante unas dos horas, continuamos caminando tanto por llanuras arenosas como por praderas de sargazos que atravesábamos penosamente. No podía ya más de cansancio, cuando distinguí una vaga luz que a una media milla rompía la oscuridad de las aguas. Era el fanal del Nautilus. Antes de veinte minutos debíamos hallarnos a bordo y allí podría respirar a gusto, pues tenía ya la impresión de que mi depósito empezaba a suministrarme un aire muy pobre en oxígeno. Pero no contaba yo al pensar así que nuestra llegada al Nautilus iba a verse ligeramente retrasada por un encuentro inesperado. ...
En la línea 1369
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... - Tengo que ir a Londres al encuentro de mi tutor - dije yo, sacando, al parecer distraídamente, algunas guineas de mi bolsillo y mirándolas luego -. Y necesito un traje elegante que ponerme. Desde luego pienso pagarlo en moneda contante y sonante - añadí pensando que, de lo contrario, no se fiaría. ...
En la línea 1467
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... - Esto es precisamente lo que les recomendé no hacer -dijo el señor Jaggers-. ¡Han pensado ustedes! Ya pienso yo por ustedes, y esto ha de bastarles. Si los necesito, ya sé dónde puedo hallarlos; no quiero que vengan a mi encuentro. No, no quiero escuchar una palabra más. ...
En la línea 1996
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Muy temprano, por la mañana, me levanté y salí. Aún no era tiempo de ir a casa de la señorita Havisham, y por eso di un paseo por el campo, en la dirección de la casa de ésta, que no era, desde luego, la correspondiente a la vivienda de Joe; allí podría ir al día siguiente, y, mientras tanto, pensaba en mi protectora y elaboraba brillantes cuadros de sus planes acerca de mí. La señorita Havisham había adoptado a Estella, y casi puede decirse que también me adoptó a mí, de modo que, sin duda alguna, su intención era criarnos juntos. Me reservaba el cometido de restaurar la triste casa, de admitir la entrada del sol en sus oscuras habitaciones, de poner en marcha los relojes, de encender el fuego en la chimenea y de quitar las telarañas y destruir todos los insectos; en una palabra: realizar los brillantes actos del joven caballero de los poemas, para casarse luego con la princesa. Cuando pasaba ante ella me detuve para mirar la casa; sus muros de ladrillo rojo, sus ventanas atrancadas y el verde acebo agarrado a las chimeneas, con sus raíces y sus tendones, como si fuesen viejos brazos sarmentosos, hacían 110 de todo aquello un misterio tranquilo, cuyo héroe era yo. Estella era la inspiración y el corazón de la aventura, desde luego. Pero aunque hubiese adquirido tan fuerte dominio en mí, aunque mi fantasía y mi esperanza reposaran en ella, a pesar de que su influencia en mi vida infantil y en mi carácter había sido todopoderosa, ni siquiera en aquella romántica mañana pude dotarla de otros atributos que los que realmente poseia. Menciono esto aquí con un propósito definido, porque es el hilo por el cual se podrá seguirme en mi mísero laberinto. De acuerdo con mi experiencia, las nociones convencionales de un enamorado no pueden ser ciertas siempre. La incalificable verdad es que cuando amaba a Estella con amor de hombre, la amaba sólo y sencillamente por considerarla irresistible. Y, de una vez para siempre, diré también que, para mi desgracia, comprendía muchas veces, si no siempre, que la amaba contra toda razón, contra toda promesa, contra toda paz y esperanza y contra la felicidad y el desencanto que pudiera haber en ello. Y, de una vez para siempre, diré también que no por eso la quería menos y que ello no tenía más influencia en contenerme que si yo hubiese creído devotamente que ella era la cumbre de la humana perfección. Dispuse mi paseo de manera que llegué a la puerta de la casa a la hora acostumbrada en otros tiempos. Cuando hube tirado del cordón de la campana con temblorosa mano, me volví de espaldas a la puerta, mientras trataba de recobrar el aliento y calmar moderadamente los latidos de mi corazón. Oí como se abría la puerta lateral de la casa y los pasos que atravesaban el patio; pero fingí no darme cuenta de ello, ni siquiera en el momento en que la puerta giró sobre sus oxidados goznes. Mas por fin me tocaron en el hombro, y yo, como sobresaltado, me volví. Y tuve entonces mayor sobresalto al verme cara a cara con un hombre sencillamente vestido de gris. Era el último a quien podía esperar ver ocupando el lugar de portero en la puerta de la casa de la señorita Havisham. - ¡Orlick! - ¡Ah, joven amigo! No solamente usted ha cambiado. Pero entre, entre. Es contrario a mis órdenes tener la puerta abierta. Entré y él cerró con llave, guardándosela luego. - Sí - dijo dando media vuelta mientras me precedía en algunos pasos cuando nos dirigíamos a la casa -. Aquí estoy. - ¿Y cómo ha venido usted aquí? - Pues muy sencillamente - replicó -: andando con mis piernas. Al mismo tiempo me traje mi caja en una carretilla. - ¿Y para qué bueno está usted aquí? - Supongo que no estoy para nada malo. Yo no estaba seguro de tanto. Tuve tiempo de pensar en mi respuesta mientras él levantaba con lentitud su pesada mirada desde el suelo, hacia mis piernas y mis brazos, para fijarse en mi rostro. - ¿De modo que ha dejado usted la fragua? - pregunté. - ¿Le parece que esto tiene aspecto de fragua? -me contestó Orlick mirando alrededor con aire de ofensa -. ¿Cree usted que tiene aspecto de tal? Yo le pregunté cuánto tiempo hacía que dejó la fragua de Gargery. - Son aquí los días tan parecidos uno a otro - contestó -, que no podría contestarle sin calcularlo antes. De todos modos, puedo decirle que vine aquí algún tiempo después de la marcha de usted. - Pues yo podría decirle la fecha, Orlick. - ¡Ah! - exclamó secamente -. Es que, desde entonces, usted ha podido aprender. Hablando así habíamos llegado a la casa, en donde vi que su habitación estaba situada junto a la puerta de servicio y cuya ventana daba al patio. En sus pequeñas dimensiones, no era muy distinta aquella habitación de la que en París se destina usualmente al portero. En las paredes estaban colgadas algunas llaves, y a ellas añadió la de la puerta exterior; su cama, cubierta por una colcha hecha con retazos de toda clase de tela, estaba en un hueco interior que formaba la misma estancia. El conjunto tenía un aspecto desaliñado, confinado y triste, semejante a la jaula destinada a un lirón humano, en tanto que él aparecía macizo y oscuro en la sombra del rincón inmediato a la ventana y muy parecido al lirón humano para quien la habitación estaba preparada, como así era en efecto. - Jamás había visto esta habitación - observé -, aunque antes aquí no había portero alguno. - No - contestó él -. Hasta que se vio que la planta baja carecía de protección y se creyó que era peligroso vivir así, en vista de que con alguna frecuencia hay fugas de presidiarios. Entonces me recomendaron a la casa como hombre capaz de devolver a cualquiera las mismas intenciones que traiga, y yo acepté. Es mucho más fácil que mover los fuelles y dar martillazos. Ya estoy cansado de aquello. 111 Mis ojos sorprendieron un arma de fuego y un bastón con anillos de bronce que había sobre la chimenea, y la mirada de Orlick siguió la mía. - Muy bien - dije yo, poco deseoso de continuar aquella conversación -. ¿Debo subir para ver a la señorita Havisham? - Que me maten si lo sé - replicó desperezándose y luego sacudiéndose a sí mismo -. Mis instrucciones han terminado ya, joven amigo. Yo, por mi parte, me limitaré a dar un martillazo en esta campana, y usted seguirá el corredor hasta que encuentre a alguien. - Creo que me esperan. - Lo ignoro por completo - replicó. En vista de eso, me dirigí hacia el largo corredor que en otros tiempos pisé con mis gruesos zapatos, y él hizo resonar su campana. A1 extremo del corredor, mientras aún vibraba la campana, encontré a Sara Pocket, la cual parecía entonces haber adquirido, por mi culpa y de un modo definitivo, una coloración verde y amarilla en su rostro. - ¡Oh! - exclamó -. ¿Es usted, señor Pip? - Sí, señorita Pocket. Y tengo la satisfacción de decirle que tanto el señor Pocket como su familia están muy bien. - ¿Son más juiciosos? - preguntó Sara meneando tristemente la cabeza -. Mejor sería que gozasen de más juicio en vez de buena salud. ¡Ah, Mateo, Mateo!… Usted ya conoce el camino, caballero. Lo conocía bastante, porque muchas veces había subido la escalera a oscuras. Ascendí entonces por ella con un calzado más ligero que en otro tiempo y llamé del modo acostumbrado en la puerta de la estancia de la señorita Havisham. - Es la llamada de Pip - oí que decía inmediatamente -. Entra, Pip. Estaba en su sillón, cerca de la vieja mesa, vistiendo el mismo traje antiguo y con ambas manos cruzadas sobre su bastón, la barbilla apoyada en ellas y los ojos fijos en el suelo. Sentada cerca de ella, teniendo en la mano el zapato blanco que nunca había usado y con la cabeza inclinada mientras lo miraba, estaba una elegante dama a quien nunca había visto. - Entra, Pip - murmuró la señorita Havisham sin levantar los ojos ni mirar alrededor-. Entra, Pip. ¿Cómo estás, Pip? ¿De modo que me besas la mano como si fuese una reina? ¿Qué… ? Me miró de pronto, moviendo únicamente sus ojos y repitió en tono que a la vez era jocoso y triste: - ¿Qué… ? - Me he enterado, señorita Havisham - dije yo sin ocurrírseme otra cosa -, que fue usted tan bondadosa como para desear que viniese a verla. Y por eso me he apresurado a obedecerla. - ¿Y qué… ? La señora a quien nunca había visto levantó los ojos y me miró burlonamente; entonces vi que sus ojos eran los de Estella. Pero estaba tan cambiada y era tan hermosa y tan mujer, y de tal modo era admirable por los adelantos que había hecho, que, a mi vez, me pareció no haber logrado ninguno. Me figuré, mientras la miraba, que yo, de un modo irremediable, volvía a convertirme en el muchacho rudo y ordinario de otros tiempos. ¡Qué intensa fue la sensación de distancia y de disparidad que se apoderó de mí y de la inaccesibilidad en que parecía hallarse ella! Me dio su mano, y yo tartamudeé algunas palabras, tratando de expresar el placer que tenía al verla de nuevo, y también di a entender que hacía mucho tiempo que esperaba tan agradable ocasión. - ¿La encuentras muy cambiada, Pip? - preguntó la señorita Havisham con su mirada ansiosa y golpeando con el bastón una silla que había entre las dos, para indicarme que me sentara en ella. -Al entrar, señorita Havisham, no creí, a juzgar por el rostro o por la figura, que fuese Estella; pero ahora, y a pesar de su cambio, reconozco perfectamente su figura y su rostro anteriores. - Supongo que no vas a decir que Estella es vieja - replicó la señorita Havisham -. Acuérdate de que era orgullosa e insultante y que deseabas alejarte de ella. ¿Te acuerdas? Yo, muy confuso, contesté que de eso hacía mucho tiempo, que no sabía entonces lo que me decía y otras cosas por el estilo. Estella sonrió con perfecta compostura y dijo que no tenía duda alguna de que yo entonces estaba en lo cierto, pues ella había sido siempre muy desagradable para mí. - ¿Y a él le encuentras cambiado? - le preguntó la señorita Havisham. - Mucho - contestó Estella mirándome. - ¿Te parece menos rudo y menos ordinario? -preguntó la señorita Havisham jugando con el cabello de Estella. Ésta se echó a reír, miró el zapato que tenía en la mano, se rió de nuevo, me miró y dejó el zapato. Seguía tratándome como a un muchacho, pero continuaba atrayéndome. 112 Estábamos los tres sentados en la triste estancia y entre las antiguas y extrañas influencias que tanto me habían impresionado. Entonces supe que Estella acababa de llegar de Francia y que estaba a punto de dirigirse a Londres. Tan orgullosa y testaruda como antes, había logrado unir de tal modo estas cualidades a su propia belleza, que era por completo imposible y fuera de razón, o por lo menos me lo pareció así, de separarlas de su hermosura. En realidad, no se podía disociar su presencia de todos aquellos malditos deseos de dinero y de nobleza que me asediaron durante mi infancia, de todas aquellas mal reguladas aspiraciones que me hicieron avergonzarme de mi hogar y de Joe, ni de todas aquellas visiones que me ofrecieron la imagen de su rostro en las llamas de la fragua, o entre las chispas que el martillo arrancaba al hierro candente sobre el yunque, o en la oscuridad de la noche, cuando sentía la impresión de que asomaba su rostro a la ventana de la fragua, para huir en seguida. En una palabra: me era imposible separarla, en el pasado o en el presente, de la razón más profunda de mi propia vida. Se convino que yo permanecería allí durante el resto del día y que a la noche regresaría al hotel, y a Londres a la mañana siguiente. En cuanto hubimos conversado un rato, la señorita Havisham nos mandó a pasear por el abandonado jardín, y al regresar me dijo que la llevase de un lado a otro en su sillón de ruedas, como otras veces lo había hecho. Así, Estella y yo salimos al jardín por la puerta que me dio paso antes de tener el encuentro con el joven caballero pálido, o sea con Herbert. Yo temblaba espiritualmente y adoraba incluso el borde del vestido de mi compañera, la cual, muy serena y decidida a no adorar el borde de mi traje, salió conmigo, y en cuanto llegamos al lugar de la pelea con Herbert se detuvo y dijo: - Sin duda me porté de un modo raro aquel día, cuando me escondí para presenciar la pelea. Pero no puedo negar que lo hice y que me divertí mucho. - Ya me recompensó usted bien. - ¿De veras? - replicó, como si no se acordase -. Si la memoria no me es infiel, sentía mucha antipatía hacia su adversario, porque me supo muy mal que lo trajeran aquí para molestarme con su presencia. - Pues ahora, él y yo somos muy amigos - dije. - ¿De veras? Ahora me parece recordar que usted recibe lecciones de su padre. - Así es. De mala gana admití este hecho, que me daba muy poca importancia, y así pude observar que ella volvía a tratarme casi como a un muchacho. - A partir del cambio de su fortuna y de sus esperanzas, ha cambiado también usted de compañeros - observó Estella. - Naturalmente - dije. - Y necesariamente - añadió ella con altanería -. Lo que fue antaño una buena compañía para usted, sería completamente inapropiada. Dudo mucho de que en mi conciencia hubiese todavía la intención de ir a visitar a Joe, pero estas palabras me la quitaron por completo. - ¿Y no tenía usted idea, en aquellos tiempos, de la buena fortuna que le esperaba? - dijo Estella moviendo ligeramente la mano, como para significar la época de mi lucha con Herbert. - Ni remotamente. Ofrecía un contraste, que yo sentí muy bien, el aire de seguridad y de superioridad con que ella andaba a mi lado y el de incertidumbre y sumisión con que yo la acompañaba. Y me habría irritado mucho más de lo que me molestó, de no haber estado convencido de que se me había sacado de mi baja esfera para reservarme a ella. El jardín, gracias a lo descuidado que estaba, tenía tal frondosidad que apenas se podía andar por él; de manera que, después de haber dado un par de vueltas o tres, llegamos otra vez al patio de la fábrica de cerveza. Le indiqué el lugar en donde la había visto andar por encima de los barriles, el primer día de mi visita a la casa, y ella, dirigiendo una fría y descuidada mirada en aquella dirección, me preguntó: - ¿De veras? Le recordé el lugar por el que saliera de la casa para darme de comer y de beber, y ella contestó: - No me acuerdo. - ¿No se acuerda usted tampoco de que me hizo llorar? - pregunté. - No - dijo meneando la cabeza y mirando alrededor. Estoy convencido de que aquella falta de memoria con respecto a tales detalles me hicieron llorar interiormente, que es el llanto más triste de todos. - Es preciso que usted sepa - dijo Estella, con acento de condescendencia, propio de una joven hermosa y brillante - que no tengo corazón, siempre y cuando eso se relacione con mi memoria. 113 Yo pronuncié algunas palabras, tomándome la libertad de dudar de lo que acababa de decir. Estaba seguro de que su belleza habría sido imposible careciendo de corazón. - ¡Oh!, sí lo tengo, y sería posible atravesármelo con un puñal o de un balazo - contestó Estella -, y, naturalmente, él cesaría de latir y yo de existir. Pero ya sabe usted a lo que me refiero. Aquí no tengo ninguna bondad, ninguna simpatía, ningún sentimiento ni ninguna de esas tonterías. ¿Qué veía en mi mente mientras ella estaba inmóvil, a mi lado, y mirándome con la mayor atención? ¿Algo que hubiese visto en la señorita Havisham? No. En algunas de sus miradas y gestos había cierto parecido con la señorita Havisham, parecido que a veces adquieren los niños con respecto a las personas mayores con las que han sostenido frecuente trato o con los que han vivido encerrados. Esto, cuando ha pasado ya la infancia, produce unas semejanzas casuales y muy notables entre la expresión de dos rostros que, por lo demás, son completamente distintos. Y, sin embargo, no podía hallar en Estella nada que me recordase a la señorita Havisham. La miré otra vez y, a pesar de que ella continuaba con los ojos fijos en mí, desapareció por completo mi ilusión. ¿Qué sería? - Hablo en serio - dijo Estella sin arrugar la frente, que era muy tersa, y sin que tampoco se ensombreciese su rostro-. Y si hemos de pasar mucho rato juntos, es mejor que se convenza de ello en seguida. No - añadió imperiosamente al observar que yo abría los labios -. No he dedicado a nadie mi ternura. Jamás he sentido tal cosa. Un momento después estábamos en la fábrica de cerveza, abandonada desde hacía tanto tiempo, y ella señaló la alta galería por donde la vi pasar el primer día, diciéndome que recordaba haber estado allí y haberme visto mientras yo la contemplaba asustado. Mientras mis ojos observaban su blanca mano, volví a sentir la misma débil impresión, que no podía recordar sobre el brazo, e instantáneamente aquel fantasma volvió a pasar y se alejó. ¿Qué sería? - ¿Qué ocurre? - preguntó Estella -. ¿Se ha asustado usted otra vez? -Me asustaría en realidad si creyese lo que acaba de decir - repliqué, tratando de olvidarlo. - ¿De modo que no lo cree usted? Muy bien. De todos modos, recuerde que se lo he dicho. La señorita Havisham querrá verle pronto en su antiguo puesto, aunque yo creo que eso podría dejarse ahora a un lado, con otras cosas ya antiguas. Vamos a dar otra vuelta por el jardín, y luego entre en la casa. Venga. Hoy no derramará usted lágrimas por mi crueldad; será mi paje y me prestará su hombro. Su bonito traje habíase arrastrado por el suelo. Recogió la cola de la falda con una mano y con la otra se apoyó ligeramente en mi hombro mientras andábamos. Dimos dos o tres vueltas más por el abandonado jardín, que me pareció haber florecido para mí, y si los hierbajos verdes y amarillos que crecían en las resquebrajaduras de la antigua cerca hubiesen sido las flores más preciosas del mundo, no los hubiera recordado con más cariño. Entre nosotros no había discrepancia de edad que pudiera justificar su alejamiento de mí; teníamos casi los mismos años, aunque, naturalmente, ella parecía ser mayor que yo; pero la aparente inaccesibilidad que le daban su belleza y sus modales me atormentaba en medio de mis delicias y aun en la seguridad que sentía yo de que nuestra protectora nos había elegido uno para otro. ¡Pobre de mí! Por fin volvimos a la casa, y allí me enteré con la mayor sorpresa de que mi tutor acababa de llegar para ver a la señorita Havisham, a fin de tratar de negocios, y que estaría de regreso a la hora de comer. Los antiguos candeleros de la estancia en que había la mesa del festín quedaron encendidos mientras nosotros estábamos en el jardín y la señorita Havisham continuaba sentada en su silla y esperándome. Cuando empujé su sillón de ruedas y dimos algunas vueltas lentas en torno de los restos de la fiesta nupcial, me pareció haber vuelto a los tiempos pasados. Pero en la fúnebre estancia, con aquella figura sepulcral sentada en el sillón que fijaba los ojos en ella, Estella parecía más radiante y hermosa que antes y yo estaba sumido en extraño embeleso. Pasó el tiempo y se acercó la hora de la comida; entonces Estella nos dejó para prepararla. La señorita Havisham y yo nos habíamos detenido cerca del centro de la larga mesa, y ella, con uno de sus pálidos brazos extendido, apoyó la cerrada mano en el amarillento mantel. Y cuando Estella miraba hacia atrás, antes de salir, la señorita Havisham le besó la mano con tal voraz intensidad que me pareció terrible. Entonces, en cuanto Estella se hubo marchado y nos quedamos solos, ella se volvió a mí y, en voz tan baja que parecía un murmullo, dijo: - ¿La encuentras hermosa, graciosa y crecida? ¿No la admiras? - Todos los que la vean la admirarán, señorita Havisham. 114 Ella me rodeó el cuello con un brazo y, acercando mi cabeza a la suya, mientras estaba sentada en el sillón, exclamó: - ¡Ámala, ámala, ámala! ¿Cómo te trata? Antes de que pudiera contestar, aun suponiendo que hubiese sido capaz de contestar a tan difícil pregunta, ella repitió: - ¡Ámala, ámala, ámala! Si se te muestra favorable, ámala. Si te hiere, ámala. Si te destroza el corazón, y a medida que crezca en años y sea más fuerte te lo deja más destrozado, a pesar de ello, ¡ámala, ámala, ámala! Jamás había visto yo tal ímpetu apasionado como el que ella empleó al pronunciar tales palabras. Sentí en torno de mi cuello los músculos de su flaco brazo, agitado por la vehemencia que la poseía. - Escúchame, Pip. La adopté para que fuese amada. La crié y la eduqué para que la amasen. E hice que llegara a ser como es para que pudieran amarla. ¡Ámala! Pronunció esta palabra repetidas veces, y no había duda acerca de su intención; pero si hubiese repetido del mismo modo la palabra «odio» en vez de «amor», o bien «desesperación», «venganza» o «trágica muerte», no habría podido sonar en sus labios de un modo más semejante a una maldición. - Y ahora voy a decirte - añadió con el rnismo murmullo vehemente y apasionado -, voy a decirte lo que es un amor verdadero. Es una devoción ciega que para nada tiene en cuenta la propia humillación, la absoluta sumisión, la confianza y la fe, contra uno mismo y contra el mundo entero, y que entrega el propio corazón y la propia alma al que los destroza… , como hice yo. Cuando dijo esto, añadió un grito tan desesperado, que me creí obligado a cogerla por la cintura, porque se levantó en el sillón, cubierta por la mortaja de su traje, y golpeó el aire como si quisiera haberse arrojado a sí misma contra la pared y caer muerta. Todo esto ocurrió en pocos segundos. Cuando volví a dejarla en su sillón, sentí un aroma que me era muy conocido, y al volverme vi a mi tutor en la estancia. Siempre llevaba consigo, y creo no haberlo mencionado todavía, un pañuelo de bolsillo de rica seda y de enormes dimensiones, que le era sumamente útil en su profesión. Muchas veces le he visto dejar aterrorizado a un cliente o a un testigo limitándose a desdoblar ceremoniosamente su pañuelo, como si se dispusiera a sonarse, pero luego hacía una pausa, como persuadido de que no tenía tiempo de ello antes de que el testigo o el cliente confesaran de plano, y así ocurría que, del modo más natural del mundo, llegaba la confesión del que se encontraba ante él. Cuando le vi en la estancia, sostenía con las manos el pañuelo de seda y nos estaba mirando. Al encontrar mis ojos, se limitó a decir, después de hacer una ligera pausa: - ¿De veras? Es singular. Y luego usó con maravilloso efecto el pañuelo para el fin a que estaba destinado. La señorita Havisham le había visto al mismo tiempo que yo y, como ocurría a todo el mundo, sentía temor de aquel hombre. Hizo un esfuerzo para tranquilizarse, y luego, tartamudeando, dijo al señor Jaggers que era tan puntual como siempre. - ¿Tan puntual como siempre? - repitió él acercándose a nosotros. Luego, mirándome, añadió: - ¿Cómo está usted, Pip? ¿Quiere que le haga dar una vuelta, señorita Havisham? ¿Una vuelta nada más? ¿De modo que está usted aquí, Pip? Le dije cuándo había llegado y que la señorita Havisham deseaba que fuese para ver a Estella. - ¡Ah! - replicó él -. Es una preciosa señorita. Luego empujó el sillón de la señorita Havisham con una de sus enormes manos y se metió la otra en el bolsillo del pantalón, como si éste contuviera numerosos secretos. - Dígame, Pip - añadió en cuanto se detuvo -. ¿Cuántas veces había usted visto antes a la señorita Estella? - ¿Cuántas veces? - Sí, cuántas. ¿Diez mil, tal vez? - ¡Oh, no, no tantas! - ¿Dos? - Jaggers - intervino la señorita Havisham con gran placer por mi parte-. Deje usted a mi Pip tranquilo y vaya a comer con él. Jaggers obedeció, y ambos nos encaminamos hacia la oscura escalera. Mientras nos dirigíamos hacia las habitaciones aisladas que había al otro lado del enlosado patio de la parte posterior me preguntó cuántas veces había visto comer o beber a la señorita Havisham, y, como de costumbre, me dio a elegir entre una vez y cien. Yo reflexioné un momento y luego contesté: 115 - Nunca. - Ni lo verá nunca, Pip - replicó sonriendo y ceñudo a un tiempo -. Nunca ha querido que la viese nadie comer o beber desde que lleva esta vida. Por las noches va de un lado a otro, y entonces toma lo que encuentra. - Perdóneme - dije -. ¿Puedo hacerle una pregunta, caballero? - Usted puede preguntarme - contestó - y yo puedo declinar la respuesta. Pero, en fin, pregunte. - ¿El apellido de Estella es Havisham, o… ? - me interrumpí, porque no tenía nada que añadir. - ¿O qué? - dijo él. - ¿Es Havisham? - Sí, Havisham. Así llegamos a la mesa, en donde nos esperaban Estella y Sara Pocket. El señor Jaggers ocupó la presidencia, Estella se sentó frente a él y yo me vi cara a cara con mi amiga del rostro verdoso y amarillento. Comimos muy bien y nos sirvió una criada a quien jamás viera hasta entonces, pero la cual, a juzgar por cuanto pude observar, estuvo siempre en aquella casa. Después de comer pusieron una botella de excelente oporto ante mi tutor, que sin duda alguna conocía muy bien la marca, y las dos señoras nos dejaron. Era tanta la reticencia de las palabras del señor Jaggers bajo aquel techo, que jamás vi cosa parecida, ni siquiera en él mismo. Cuidaba, incluso, de sus propias miradas, y apenas dirigió una vez sus ojos al rostro de Estella durante toda la comida. Cuando ella le dirigía la palabra, prestaba la mayor atención y, como es natural, contestaba, pero, por lo que pude ver, no la miraba siquiera. En cambio, ella le miraba frecuentemente, con interés y curiosidad, si no con desconfianza, pero él parecía no darse cuenta de nada. Durante toda la comida se divirtió haciendo que Sara Pocket se pusiera más verde y amarilla que nunca, aludiendo en sus palabras a las grandes esperanzas que yo podía abrigar. Pero entonces tampoco demostró enterarse del efecto que todo eso producía y fingió arrancarme, y en realidad lo hizo, aunque ignoro cómo, estas manifestaciones de mi inocente persona. Cuando él y yo nos quedamos solos, permaneció sentado y con el aire del que reserva sus palabras a consecuencia de los muchos datos que posee, cosa que, realmente, era demasiado para mí. Y como no tenía otra cosa al alcance de su mano, pareció repreguntar al vino que se bebía. Lo sostenía ante la bujía, luego lo probaba, le daba varias vueltas en la boca, se lo tragaba, volvía a mirar otra vez el vaso, olía el oporto, lo cataba, se lo bebía, volvía a llenar el vaso y lo examinaba otra vez, hasta que me puso nervioso, como si yo estuviese convencido de que el vino le decía algo en mi perjuicio. Tres o cuatro veces sentí la débil impresión de que debía iniciar alguna conversación; pero cada vez que él advertía que iba a preguntarle algo, me miraba con el vaso en la mano y paladeaba el vino, como si quisiera hacerme observar que era inútil mi tentativa, porque no podría contestarme. Creo que la señorita Pocket estaba convencida de que el verme tan sólo la ponía en peligro de volverse loca, y tal vez de arrancarse el sombrero, que era muy feo, parecido a un estropajo de muselina, y de desparramar por el suelo los cabellos que seguramente no habían nacido en su cabeza. No apareció cuando más tarde subimos a la habitación de la señorita Havisham y los cuatro jugamos al whist. En el intervalo, la señorita Havisham, obrando de un modo caprichoso, había puesto alguna de las más hermosas joyas que había en el tocador en el cabello de Estella, en su pecho y en sus brazos, y observé que incluso mi tutor la miraba por debajo de sus espesas cejas y las levantaba un poco cuando ante sus ojos vio la hermosura de Estella adornada con tan ricos centelleos de luz y de color. Nada diré del modo y de la extensión con que guardó nuestros triunfos y salió con cartas sin valor al terminar las rondas, antes de que quedase destruida la gloria de nuestros reyes y de nuestras reinas, ni tampoco de mi sensación acerca del modo de mirarnos a cada uno, a la luz de tres fáciles enigmas que él adivinó mucho tiempo atrás. Lo que me causó pena fue la incompatibilidad que había entre su fría presencia y mis sentimientos con respecto a Estella. No porque yo no pudiese hablarle de ella, sino porque sabía que no podría soportar el inevitable rechinar de sus botas en cuanto oyese hablar de Estella y porque, además, no quería que después de hablar de ella fuese a lavarse las manos, como tenía por costumbre. Lo que más me apuraba era que el objeto de mi admiración estuviese a corta distancia de él y que mis sentimientos se hallaran en el mismo lugar en que se encontraba él. Jugamos hasta las nueve de la noche, y entonces se convino que cuando Estella fuese a Londres se me avisaría con anticipación su llegada a fin de que acudiese a recibirla al bajar de la diligencia; luego me despedí de ella, estreché su mano y la dejé. Mi tutor se albergaba en El Jabalí, y ocupaba la habitación inmediata a la mía. En lo más profundo de la noche resonaban en mis oídos las palabras de la señorita Havisham cuando me decía: «¡Amala, ámala, 116 ámala!» Las adapté a mis sentimientos y dije a mi almohada: «¡La amo, la amo, la amo!» centenares de veces. Luego me sentí penetrado de extraordinaria gratitud al pensar que me estuviese destinada, a mí, que en otros tiempos no fui más que un aprendiz de herrero. Entonces pensé que, según temía, ella no debía de estar muy agradecida por aquel destino, y me pregunté cuándo empezaría a interesarse por mí. ¿Cuándo podría despertar su corazón, que ahora estaba mudo y dormido? ¡Ay de mí! Me figuré que éstas eran emociones elevadas y grandiosas. Pero nunca pensé que hubiera nada bajo y mezquino en mi apartamiento de Joe, porque sabía que ella le despreciaría. No había pasado más que un día desde que Joe hizo asomar las lágrimas a mis ojos; pero se habían secado pronto, Dios me perdone, demasiado pronto. ...
En la línea 2013
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pareciéndome que el domingo era el mejor día para escuchar las opiniones del señor Wemmick en Walworth, dediqué el siguiente domingo por la tarde a hacer una peregrinación al castillo. Al llegar ante las murallas almenadas observé que ondeaba la bandera inglesa y que el puente estaba levantado, pero, sin amilanarme por aquella muestra de desconfianza y de resistencia, llamé a la puerta y fui pacíficamente admitido por el anciano. -Mi hijo, caballero-dijo el viejo después de levantar el puente, - ya se figuraba que usted vendría y me dejó el encargo de que volvería pronto de su paseo. Mi hijo pasea con mucha regularidad. Es hombre de hábitos muy ordenados en todo. 140 Yo incliné la cabeza hacia el anciano caballero, de la misma manera que pudiera haber hecho Wemmick, y luego entramos y nos sentamos ante el fuego. - Indudablemente, caballero - dijo el anciano con su voz aguda, mientras se calentaba las manos ante la llama, - conoció usted a mi hijo en su oficina, ¿no es verdad? - Yo moví la cabeza afirmativamente. - ¡Ah! - añadió el viejo-. He oído decir que mi hijo es un hombre notable en los negocios. ¿No es cierto? - Yo afirmé con un enérgico movimiento de cabeza. - Sí, así me lo han dicho. Tengo entendido que se dedica a asuntos jurídicos. - Yo volví a afirmar con más fuerza. - Y lo que más me sorprende en mi hijo - continuó el anciano - es que no recibió educación adecuada para las leyes, sino para la tonelería. Deseoso de saber qué informes había recibido el anciano caballero acerca de la reputación del señor Jaggers, con toda mi fuerza le grité este nombre junto al oído, y me dejó muy confuso al advertir que se echaba a reír de buena gana y me contestaba alegremente: - Sin duda alguna, no; tiene usted razón. Y todavía no tengo la menor idea de lo que quería decirme o qué broma entendió él que le comunicaba. Como no podía permanecer allí indefinidamente moviendo con energía la cabeza y sin tratar de interesarle de algún modo, le grité una pregunta encaminada a saber si también sus ocupaciones se habían dedicado a la tonelería. Y a fuerza de repetir varias veces esta palabra y de golpear el pecho del anciano para dársela a entender, conseguí que por fin me comprendiese. - No - dijo mi interlocutor -. Me dediqué al almacenaje. Primero, allá - añadió señalando hacia la chimenea, aunque creo que quería indicar Liverpool, - y luego, aquí, en la City de Londres. Sin embargo, como tuve una enfermedad… , porque soy de oído muy duro, caballero… Yo, con mi pantomima, expresé el mayor asombro. - Sí, tengo el oído muy duro; y cuando se apoderó de mí esta enfermedad, mi hijo se dedicó a los asuntos jurídicos. Me tomó a su cargo y, poquito a poco, fue construyendo esta posesión tan hermosa y elegante. Pero, volviendo a lo que usted dijo - prosiguió el anciano echándose a reír alegremente otra vez, - le contesto que, sin duda alguna, no. Tiene usted razón. Yo me extrañaba modestamente acerca de lo que él habría podido entender, que tanto le divertía, cuando me sobresaltó un repentino ruidito en la pared, a un lado de la chimenea, y el observar que se abría una puertecita de madera en cuya parte interior estaba pintado el nombre de «John». El anciano, siguiendo la dirección de mi mirada, exclamó triunfante: -Mi hijo acaba de llegar a casa. Y ambos salimos en dirección al puente levadizo. Valía cualquier cosa el ver a Wemmick saludándome desde el otro lado de la zanja, a pesar de que habríamos podido darnos la mano con la mayor facilidad a través de ella. El anciano, muy satisfecho, bajaba el puente levadizo, y me guardé de ofrecerle mi ayuda al advertir el gozo que ello le proporcionaba. Por eso me quedé quieto hasta que Wemmick hubo atravesado la plancha y me presentó a la señorita Skiffins, que entonces le acompañaba. La señorita Skiffins parecía ser de madera, y, como su compañero, pertenecía sin duda alguna al servicio de correos. Tal vez tendría dos o tres años menos que Wemmick, y en seguida observé que también gustaba de llevar objetos de valor, fácilmente transportables. El corte de su blusa desde la cintura para arriba, tanto por delante como por detrás, hacía que su figura fuese muy semejante a la cometa de un muchacho; además, llevaba una falda de color anaranjado y guantes de un tono verde intenso. Pero parecía buena mujer y demostraba tener muchas consideraciones al anciano. No tardé mucho en descubrir que concurría con frecuencia al castillo, porque al entrar en él, mientras yo cumplimentaba a Wemmick por su ingenioso sistema de anunciarse al anciano, me rogó que fijara mi atención por un momento en el otro lado de la chimenea y desapareció. Poco después se oyó otro ruido semejante al que me había sobresaltado y se abrió otra puertecilla en la cual estaba pintado el nombre de la señorita Skiffins. Entonces ésta cerró la puertecilla que acababa de abrirse y apareció de nuevo el nombre de John; luego aparecieron los dos a la vez, y finalmente ambas puertecillas quedaron cerradas. En cuanto regresó Wemmick de hacer funcionar aquellos avisos mecánicos, le expresé la admiración que me había causado, y él contestó: -Ya comprenderá usted que eso es, a la vez, agradable y divertido para el anciano. Y además, caballero, hay un detalle muy importante, y es que a pesar de la mucha gente que atraviesa esta puerta, el secreto de este mecanismo no lo conoce nadie más que mi padre, la señorita Skiffins y yo. - Y todo lo hizo el señor Wemmick - añadió la señorita Skiffins -. Él inventó el aparatito y lo construyó con sus manos. Mientras la señorita Skiffins se quitaba el gorro (aunque conservó los guantes verdes durante toda la noche, como señal exterior de que había visita), Wemmick me invitó a dar una vuelta por la posesión, a fin 141 de contemplar el aspecto de la isla durante el invierno. Figurándome que lo hacía con objeto de darme la oportunidad de conocer sus opiniones de Walworth, aproveché la circunstancia tan pronto como hubimos salido del castillo. Como había reflexionado cuidadosamente acerca del particular, empecé a tratar del asunto como si fuese completamente nuevo para él. Informé a Wemmick de que quería hacer algo en favor de Herbert Pocket, refiriéndole, de paso, nuestro primer encuentro y nuestra pelea. También le di cuenta de la casa de Herbert y de su carácter, y mencioné que no tenía otros medios de subsistencia que los que podía proporcionarle su padre, inciertos y nada puntuales. Aludí a las ventajas que me proporcionó su trato, cuando yo tenía la natural tosquedad y el desconocimiento de la sociedad, propios de la vida que llevé durante mi infancia, y le confesé que hasta entonces se lo había pagado bastante mal y que tal vez mi amigo se habría abierto paso con más facilidad sin mí y sin mis esperanzas. Dejé a la señorita Havisham en segundo término y expresé la posibilidad de que yo hubiera perjudicado a mi amigo en sus proyectos, pero que éste poseía un alma generosa y estaba muy por encima de toda desconfianza baja y de cualquier conducta indigna. Por todas estas razones-dije a Wemmick-, y también por ser mi amigo y compañero, a quien quería mucho, deseaba que mi buena fortuna reflejase algunos rayos sobre él y, por consiguiente, buscaba consejo en la experiencia de Wemmick y en su conocimiento de los hombres y de los negocios, para saber cómo podría ayudar con mis recursos, a Herbert, por ejemplo, con un centenar de libras por año, a fin de cultivar en él el optimismo y el buen ánimo y adquirir en su beneficio, de un modo gradual, una participación en algún negocio. En conclusión, rogué a Wemmick tener en cuenta que mi auxilio debería prestarse sin que Herbert lo supiera ni lo sospechara, y que a nadie más que a él tenía en el mundo para que me aconsejara acerca del particular. Posé mi mano sobre el hombro de mi interlocutor y terminé diciendo: - No puedo remediarlo, pero confío en usted. Comprendo que eso le causará alguna molestia, pero la culpa es suya por haberme invitado a venir a su casa. Wemmick se quedó silencioso unos momentos, y luego, como sobresaltándose, dijo: - Pues bien, señor Pip, he de decirle una cosa, y es que eso prueba que es usted una excelente persona. - En tal caso, espero que me ayudará usted a ser bueno - contesté. - ¡Por Dios! - replicó Wemmick meneando la cabeza -. Ése no es mi oficio. - Ni tampoco aquí es donde trabaja usted - repliqué. - Tiene usted razón - dijo -. Ha dado usted en el clavo. Si no me equivoco, señor Pip, creo que lo que usted pretende puede hacerse de un modo gradual. Skiffins, es decir, el hermano de ella, es agente y perito en contabilidad. Iré a verle y trataré de que haga algo en su obsequio. - No sabe cuánto se lo agradezco. - Por el contrario - dijo -, yo le doy las gracias, porque aun cuando aquí hablamos de un modo confidencial y privado, puede decirse que todavía estoy envuelto por algunas de las telarañas de Newgate y eso me ayuda a quitármelas. Después de hablar un poco más acerca del particular regresamos al castillo, en donde encontramos a la señorita Skiffins ocupada en preparar el té. La misión, llena de responsabilidades, de hacer las tostadas, fue delegada en el anciano, y aquel excelente caballero se dedicaba con tanta atención a ello que no parecía sino que estuviese en peligro de que se le derritieran los ojos. La refacción que íbamos a tomar no era nominal, sino una vigorosa realidad. El anciano preparó un montón tan grande de tostadas con manteca, que apenas pude verle por encima de él mientras la manteca hervía lentamente en el pan, situado en un estante de hierro suspendido sobre el fuego, en tanto que la señorita Skiffins hacía tal cantidad de té, que hasta el cerdo, que se hallaba en la parte posterior de la propiedad, pareció excitarse sobremanera y repetidas veces expresó su deseo de participar en la velada. Habíase arriado la bandera y se disparó el cañón en el preciso momento de costumbre. Y yo me sentí tan alejado del mundo exterior como si la zanja tuviese treinta pies de ancho y otros tantos de profundidad. Nada alteraba la tranquilidad del castillo, a no ser el ruidito producido por las puertecillas que ponían al descubierto los nombres de John y de la señorita Skiffins. Y aquellas puertecillas parecían presa de una enfermedad espasmódica, que llegó a molestarme hasta que me acostumbré a ello. A juzgar por la naturaleza metódica de los movimientos de la señorita Skiffins, sentí la impresión de que iba todos los domingos al castillo para hacer el té; y hasta llegué a sospechar que el broche clásico que llevaba, representando el perfil de una mujer de nariz muy recta y una luna nueva, era un objeto de valor fácilmente transportable y regalado por Wemmick. Nos comimos todas las tostadas y bebimos el té en cantidades proporcionadas, de modo que resultó delicioso el advertir cuán calientes y grasientos nos quedamos al terminar. Especialmente el anciano, podría haber pasado por un jefe viejo de una tribu salvaje, después de untarse de grasa. Tras una corta pausa de 142 descanso, la señorita Skiffins, en ausencia de la criadita, que, al parecer, se retiraba los domingos por la tarde al seno de su familia, lavó las tazas, los platos y las cucharillas como pudiera haberlo hecho una dama aficionada a ello, de modo que no nos causó ninguna sensación repulsiva. Luego volvió a ponerse los guantes mientras los demás nos sentábamos en torno del fuego y Wemmick decía: - Ahora, padre, léanos el periódico. Wemmick me explicó, en tanto que el anciano iba en busca de sus anteojos, que aquello estaba de acuerdo con las costumbres de la casa y que el anciano caballero sentía el mayor placer leyendo en voz alta las noticias del periódico. - Hay que perdonárselo-terminó diciendo Wemmick, - pues el pobre no puede gozar con muchas cosas. ¿No es verdad, padre? - Está bien, John, está bien - replicó el anciano, observando que su hijo le hablaba. - Mientras él lea, hagan de vez en cuando un movimiento de afirmación con la cabeza - recomendó Wemmick -; así le harán tan feliz como un rey. Todos escuchamos, padre. — Está bien, John, está bien - contestó el alegre viejo, en apariencia tan deseoso y tan complacido de leer que ofrecía un espectáculo muy grato. El modo de leer del anciano me recordó las clases de la escuela de la tía abuela del señor Wopsle, pero tenía la agradable particularidad de que la voz parecía pasar a través del agujero de la cerradura. El viejo necesitaba que le acercasen las bujías, y como siempre estaba a punto de poner encima de la llama su propia cabeza o el periódico, era preciso tener tanto cuidado como si se acercase una luz a un depósito de pólvora. Pero Wemmick se mostraba incansable y cariñoso en su vigilancia y así el viejo pudo leer el periódico sin darse cuenta de las infinitas ocasiones en que le salvó de abrasarse. Cada vez que miraba hacia nosotros, todos expresábamos el mayor asombro y extraordinario interés y movíamos enérgicamente la cabeza de arriba abajo hasta que él continuaba la lectura. Wemmick y la señorita Skiffins estaban sentados uno al lado del otro, y como yo permanecía en un rincón lleno de sombra, observé un lento y gradual alargamiento de la boca del señor Wemmick, dándome a entender, con la mayor claridad, que, al mismo tiempo, alargaba despacio y gradualmente su brazo en torno de la cintura de la señorita Skiffins. A su debido tiempo vi que la mano de Wemmick aparecía por el otro lado de su compañera; pero, en aquel momento, la señorita Skiffins le contuvo con el guante verde, le quitó el brazo como si fuese una prenda de vestir y, con la mayor tranquilidad, le obligó a ponerlo sobre la mesa que tenían delante. Las maneras de la señorita Skiffins, mientras hacía todo eso, eran una de las cosas más notables que he visto en la vida, y hasta me pareció que, al obrar de aquel modo, lo hacía abstraída por completo, tal vez maquinalmente. Poquito a poco vi que el brazo de Wemmick volvía a desaparecer y que gradualmente se ocultaba. Después se abría otra vez su boca. Tras un intervalo de ansiedad por mi parte, que me resultaba casi penosa, vi que su mano aparecía en el otro lado de la señorita Skiffins. Inmediatamente, ésta le detenía con la mayor placidez, se quitaba aquel cinturón como antes y lo dejaba sobre la mesa. Considerando que este mueble representase el camino de la virtud, puedo asegurar que, mientras duró la lectura del anciano, el brazo de Wemmick lo abandonaba con bastante frecuencia, pero la señorita Skiffins lo volvía a poner en él. Por fin, el viejo empezó a leer con voz confusa y soñolienta. Había llegado la ocasión de que Wemmick sacara un jarro, una bandeja de vasos y una botella negra con corcho coronado por una pieza de porcelana que representaba una dignidad eclesiástica de aspecto rubicundo y social. Con ayuda de todo eso, todos pudimos beber algo caliente, incluso el anciano, que pronto se despertó. La señorita Skiffins hizo la mezcla del brebaje, y entonces observé que ella y Wemmick bebían en el mismo vaso. Naturalmente, no me atreví a ofrecerme para acompañar a la señorita Skiffins a su casa, como al principio me pareció conveniente hacer. Por eso fui el primero en marcharme, después de despedirme cordialmente del anciano y de pasar una agradable velada. Antes de que transcurriese una semana recibí unas líneas de Wemmick, fechadas en Walworth, diciendo que esperaba haber hecho algún progreso en el asunto que se refería a nuestra conversación particular y privada y que tendría el mejor placer en que yo fuese a verle otra vez. Por eso volví a Walworth y repetí dos o tres veces mis visitas, sin contar con que varias veces nos entrevistamos en la City, pero nunca me habló del asunto en su oficina ni cerca de ella. El hecho es que había encontrado a un joven consignatario, recientemente establecido en los negocios, que necesitaba un auxilio inteligente y también algo de capital; además, al cabo de poco tiempo, tendría necesidad de un socio. Entre él y yo firmamos un contrato secreto que se refería por completo a Herbert, y entregué la mitad de mis quinientas libras, comprometiéndome a realizar otros pagos, algunos de ellos en determinadas épocas, que dependían de la fecha en que cobraría mi renta, y otros cuando me viese en posesión de mis propiedades. El hermano de la señorita Skiffins llevó a 143 su cargo la negociación; Wemmick estuvo enterado de todo en cualquier momento, pero jamás apareció como mediador. Aquel asunto se llevó tan bien, que Herbert no tuvo la menor sospecha de mi intervención. Jamás olvidaré su radiante rostro cuando, una tarde, al llegar a casa, me dijo, cual si fuese una cosa nueva para mí, que se había puesto de acuerdo con un tal Clarriker (así se llamaba el joven comerciante) y que éste le manifestó una extraordinaria simpatía, lo cual le hacía creer que, por fin, había encontrado una buena oportunidad. Día por día,sus esperanzas fueron mayores y su rostro estuvo más alegre. Y tal vez llegó a figurarse que yo le quería de un modo extraordinario porque tuve la mayor dificultad en contener mis lágrimas de triunfo al verle tan feliz. Cuando todo estuvo listo y él hubo entrado en casa de Clarriker, lo cual fue causa de que durante una velada entera no me hablase de otra cosa, yo me eché a llorar al acostarme, diciéndome que mis esperanzas habían sido por fin útiles a alguien. En esta época de mi vida me ocurrió un hecho de la mayor importancia que cambió su curso por completo. Pero antes de proceder a narrarlo y de tratar de los cambios que me trajo, debo dedicar un capítulo a Estella. No es mucho dedicarlo al tema que de tal manera llenaba mi corazón. ...
En la línea 413
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ¿Por qué, aun sintiéndose fatigado, tan extenuado que debió regresar a casa por el camino más corto y más directo, había dado un rodeo por la plaza del Mercado Central, donde no tenía nada que hacer? Desde luego, esta vuelta no alargaba demasiado su camino, pero era completamente inútil. Cierto que infinidad de veces había regresado a su casa sin saber las calles que había recorrido; pero ¿por qué aquel encuentro tan importante para él, a la vez que tan casual, que había tenido en la plaza del Mercado (donde no tenía nada que hacer), se había producido entonces, a aquella hora, en aquel minuto de su vida y en tales circunstancias que todo ello había de ejercer la influencia más grave y decisiva en su destino? Era para creer que el propio destino lo había preparado todo de antemano. ...
En la línea 417
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Plantada ante el comerciante y su esposa, con un paquete en la mano, los escuchaba con atención y parecía mostrarse indecisa. Ellos le hablaban con gran animación. Cuando Raskolnikof vio a Lisbeth experimentó un sentimiento extraño, una especie de profundo asombro, aunque el encuentro no tenía nada de sorprendente. ...
En la línea 642
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Comprendiendo que no los podía eludir, se fue resueltamente a su encuentro. ...
En la línea 644
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... El encuentro parecía inevitable. Ya sólo les separaba un piso. Pero, de pronto… , ¡la salvación! Unos escalones más abajo, a su derecha, vio un piso abierto y vacío. Era el departamento del segundo, donde trabajaban los pintores. Como si lo hubiesen hecho adrede, acababan de salir. Seguramente fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y alborotando. Los techos estaban recién pintados. En medio de una de las habitaciones había todavía una cubeta, un bote de pintura y un pincel. Raskolnikof se introdujo en el piso furtivamente y se escondió en un rincón. Tuvo el tiempo justo. Los hombres estaban ya en el descansillo. No se detuvieron: siguieron subiendo hacia el cuarto sin dejar de hablar a voces. Raskolnikof esperó un momento. Después salió de puntillas y se lanzó velozmente escaleras abajo. ...
En la línea 299
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —¿Ve usted a esa señora gorda? —exclamó Paulina—. Es la baronesa Wurmenheim. Se halla aquí desde hace tres días. Mire usted a su marido; ese prusiano alto y seco con un bastón en la mano. ¿Recuerda cómo nos miraba anteayer? Vaya inmediatamente a su encuentro, aborde a la baronesa, quítese el sombrero y dígale algo en francés. ...
En la línea 339
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —Preferiría, mi general, verle abordar directamente la cuestión —le dije—. Usted quiere hablar, sin duda, de mi encuentro de hoy con un alemán. ...
En la línea 449
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —Yo creo que la señorita Blanche tiene, ahora, un interés particular en evitar cualquier encuentro desagradable y, lo que es peor… escandaloso. ...
En la línea 1028
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —Hola, amigo Alexei Ivanovitch —dijo, saludándome con gravedad—. Excúsame por haberte molestado una vez más, perdona a una anciana. Lo he perdido todo allá abajo, cerca de cien mil rublos. Tenías mucha razón al no querer acompañarme ayer. Me encuentro ahora aquí sin recursos. No quiero perder un solo minuto y me voy a las nueve y media. He mandado a buscar a ese inglés amigo tuyo, Mr. Astley, para pedirle prestados tres mil francos por ocho días. Tranquilízale en caso de que tenga dudas. Tengo todavía algo, amigo mío. Poseo tres fincas y dos casas. Me queda dinero líquido, pues no lo traje todo conmigo. Digo esto para que no tenga recelos… ¡Ya está aquí! Bien se ve que es una buena persona. ...
En la línea 371
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenido se paseaba por el jardín. La señora Magloire salió corriendo a su encuentro muy agitada. ...
En la línea 1020
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Mi salud se resiente de todas estas cosas: dígale usted al Sr. Vélez de Rada que cuando me vea, ya no le voy a gustar… ahora mismo se me va la cabeza, y noto unos desvanecimientos muy fuertes. Adiós, Padre; aconséjeme usted, porque no sé lo que me pasa. A veces pienso que obré mal, y otras me creo libre de toda culpa. ¿Es pecado la misericordia? Cuando miro dentro de mí, misericordia y nada más encuentro. ...
En la línea 296
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -Pues bien, amigo mío- le dijo Fix saliéndole al encuentro ; ¿habéis visado el pasaporte? ...
En la línea 358
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -Expedir un despacho a Londres con petición urgente de un mandamiento de prisión, embarcarme en el 'Mongolia', seguir al ladrón hasta la Indias, y en aquella tierra inglesa salirle al encuentro cortésmente con mi orden en la mano. ...
En la línea 372
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Al día siguiente de la salida de Suez, 29 de octubre, no dejó de darle gusto el encuentro que hizo en el puente del obsequioso personaje a quien se había dirigido al desembarcar en Egipto. ...
En la línea 392
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Desde este encuentro, Picaporte y Fix hablaron juntos con frecuencia. El inspector de policía tenía empeño en trabar intimidad con el criado de mister Fogg. Esto podría serle útil en caso necesario. Le ofrecía a menudo en el bar del 'Mongolia' algunos vasos de whisky o de pale ale, que el buen muchacho aceptaba sin ceremonia, y hacía repetir para no ser menos, pareciéndole el señor Fix un caballero muy honrado. ...

El Español es una gran familia
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Reglas relacionadas con los errores de h
Las Reglas Ortográficas de la H
Regla 1 de la H Se escribe con h todos los tiempos de los verbos que la llevan en sus infinitivos. Observa estas formas verbales: has, hay, habría, hubiera, han, he (el verbo haber), haces, hago, hace (del verbo hacer), hablar, hablemos (del verbo hablar).
Regla 2 de la H Se escriben con h las palabras que empiezan con la sílaba hum- seguida de vocal. Observa estas palabras: humanos, humano.
Se escriben con h las palabras que empiezan por hue-. Por ejemplo: huevo, hueco.
Regla 3 de la H Se escriben con h las palabra que empiezan por hidro- `agua', hiper- `superioridad', o `exceso', hipo `debajo de' o `escasez de'. Por ejemplo: hidrografía, hipertensión, hipotensión.
Regla 4 de la H Se escriben con h las palabras que empiezan por hecto- `ciento', hepta- `siete', hexa- `seis', hemi- `medio', homo- `igual', hemat- `sangre', que a veces adopta las formas hem-, hemo-, y hema-, helio-`sol'. Por ejemplo: hectómetro, heptasílaba, hexámetro, hemisferio, homónimo, hemorragia, helioscopio.
Regla 5 de la H Los derivados de palabras que llevan h también se escriben con dicha letra.
Por ejemplo: habilidad, habilitado e inhábil (derivados de hábil).
Excepciones: - óvulo, ovario, oval... (de huevo)
- oquedad (de hueco)
- orfandad, orfanato (de huérfano)
- osario, óseo, osificar, osamenta (de hueso)
Más información sobre la palabra Encuentro en internet
Encuentro en la RAE.
Encuentro en Word Reference.
Encuentro en la wikipedia.
Sinonimos de Encuentro.
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La palabra padres
La palabra junto
La palabra lentamente
La palabra mano
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