Cual es errónea Costaba o Costava?
La palabra correcta es Costaba. Sin Embargo Costava se trata de un error ortográfico.
El Error ortográfico detectado en el termino costava es que hay un Intercambio de las letras b;v con respecto la palabra correcta la palabra costaba
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Costaba en la RAE.
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Costaba en la wikipedia.
Sinonimos de Costaba.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Costaba
Cómo se escribe costaba o coztaba?
Cómo se escribe costaba o sostaba?
Cómo se escribe costaba o costava?

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece costaba
La palabra costaba puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1564
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Fuera lloriqueaban los pequeños, sin atreverse a entrar, como si les infundieran terror los lamentos de su madre; y junto a la cama estaba Batiste, absorto, apretando los puños, mordiéndose los labios, con la vista fija en aquel cuerpecito, al que tantas angustias y estremecimientos costaba soltar la vida. ...
En la línea 1636
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pensó en la felicidad de dejar allí mismo, a un ribazo, aquel corpachón, cuyo sostenimiento tanto le costaba, y agarrado a la almita de su hijo, de aquél inocente, volar, volar como los bienaventurados que él había visto conducidos por ángeles en los cuadros de las iglesias. ...
En la línea 1138
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Algunos salían al campo para ocultar su emoción, en la que había algo de miedo. ¡Cristo! ¡Y así morían las personas! ¡Tanto costaba perder la vida!... Y la certeza de que todos habían de pasar por el terrible trance con sus contorsiones y estremecimientos, les hacía considerar como tolerable y dichosa la vida de trabajo que venían arrastrando. ...
En la línea 2186
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Este vicio lo debía a los muchos versos de Lope y Calderón que sabía de memoria; le costaba trabajo no hablar como Sancho Ortiz o don Gutierre Alfonso. ...
En la línea 2630
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Hasta en latín sabe maldecir el pillastre!, pensó el padre, más satisfecho cada vez de los sacrificios que le costaba aquel enemigo. ...
En la línea 3350
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El Marqués tenía la vanidad de ser anticuario por su dinero; pero le costaba mucha plata lo que resultaba al cabo obra de los truqueurs, palabra del capitán. ...
En la línea 5943
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Capellanías, bulas, medias annatas, reservas! ¿qué tenía que ver el mundo, el ancho, el hermoso mundo con todo eso? ¿Sabía aquel gigante de piedra, el Corfín grave, majestuoso, tranquilo, lo que eran agencias ni si la había de preces, ni por qué costaba dinero el sacar licencias de cualquier cosa?. ...
En la línea 967
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Esta calumnia, demasiado grosera —dijo Claudio—, no produjo el efecto que esperaba Juliano. Se deshizo sin tocar a su enemigo. Era posible que Bayaceto hubiese escrito dicha proposición. Varias veces intentó, en el Pontificado anterior y en el de Borgia, asesinar a su hermano por medio de enviados turcos o de italianos, que aceptaban sus planes sin realizarlos nunca. El interés de los papas era, por el contrario, guardar a Djem para tener en respeto al Gran Turco y percibir la pensión anual de cuarenta mil ducados. Matarlo equivalía a suprimir la gallina de los huevos de oro, pues el mantenimiento de dicho personaje no costaba ni la décima parte de la cantidad percibida. ...
En la línea 326
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Gracias a Dios, hombre. Le costaba mucho trabajo decirlo. La otra le ayudaba. ...
En la línea 592
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Conviene decir también que el joven aquel no era derrochador. Gastaba, sí, pero con pulso y medida, y sus placeres dejaban de serlo cuando empezaban a exigirle algo de disipación. En tales casos era cuando la virtud le mostraba su rostro apacible y seductor. Tenía cierto respeto ingénito al bolsillo, y si podía comprar una cosa con dos pesetas, no era él seguramente quien daba tres. En todas las ocasiones, el desprenderse de una cantidad fuerte le costaba siempre algún trabajo, al contrario de los dadivosos que cuando dan parece que se les quita un peso de encima. Y como conocía tan bien el valor de la moneda, sabía emplearla en la adquisición de sus goces de una manera prudente y casi mercantil. Ninguno sabía como él sacar el jugo a un billete de cinco duros o de veinte. De la cantidad con que cualquier manirroto se proporciona un placer, Juanito Santa Cruz sacaba siempre dos. ...
En la línea 1989
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... «¡Que se esté una sacrificada toda la vida para esto!… Él no lo sabe, ¿qué ha de saber, si es un tontín? Le ponen el plato delante, ¿y qué sabe las agonías que ha costado ponérselo?… Pues si le dijera yo que cada garbanzo, algunos días, tiempo ha, tenía el valor de una perla… según lo que costaba traerlo a casa… ! No sé qué habría sido de mí sin el Sr. de Torquemada, ni qué hubiera sido de Maxi sin mí. ¡Lucida existencia sería la suya si no hubiera tenido más arrimo que el de sus hermanos! Dime, bobo de Coria, ¿si yo no hubiera trabajado como una negra para defender el panecillo y poner esta casa en el pie que tiene; si no discurriera tanto como discurro, calentándome los sesos a todas horas y empleando en mil menudencias estas entendederas que Dios me ha dado, ¿qué habría sido de ti, ingratuelo?… ¡Ah! ¡Si viviera mi Jáuregui!». ...
En la línea 2113
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Fortunata conocía La Dama de las Camelias, por haberla oído leer. Recordaba la escena aquella del padre suplicando a la dama que le quite de la cabeza al chico la tontería de amor que le degrada, y sintió cierto orgullo de encontrarse en situación semejante. Más por coquetería de virtud que por abnegación, aceptó aquel bonito papel que se le ofrecía, ¡y vaya si era bonito! Como no le costaba trabajo desempeñarlo por no estar enamorada ni mucho menos, respondió en tono dulce y grave: ...
En la línea 1200
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Y como si mi mente no estuviera ya bastante confusa, tal confusión se complicó cincuenta mil veces más en cuanto pude advertir que Biddy era inconmensurablemente mucho mejor que Estella, y que la vida sencilla y honrada para la cual yo había nacido no debía avergonzar a nadie, sino que me ofrecía suficiente respeto por mí mismo y bastante felicidad. En aquellos tiempos estaba seguro de que mi desafecto hacia Joe y hacia la fragua había desaparecido ya y que me hallaba en muy buen camino de llegar a ser socio de Joe y de vivir en compañía de Biddy. Mas, de pronto, se aparecía en mi mente algún recuerdo maldito de los días de mis visitas a casa de la señorita Havisham y, como destructor proyectil, dispersaba a lo lejos mis sensatas ideas. Cuando éstas se diseminaban, me costaba mucho tiempo reunirlas de nuevo, y a veces, antes de lograrlo, volvían a dispersarse ante el pensamiento extraviado de que tal vez la señorita Havisham haría mi fortuna en cuanto hubiese terminado mi aprendizaje. ...
En la línea 2006
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Como me había acostumbrado ya a mis esperanzas, empecé, insensiblemente, a notar su efecto sobre mí mismo y sobre los que me rodeaban. Me esforzaba en disimularme todo lo posible la influencia de aquéllas en mi propio carácter, pero comprendía perfectamente que no era en manera alguna beneficiosa para mí. Vivía en un estado de crónica inquietud con respecto a mi conducta para con Joe. Tampoco mi conciencia se sentía tranquila con respecto a Biddy: Cuando me despertaba por las noches, como Camilla, solía decirme, con ánimo deprimido, que habría sido mucho más feliz y mejor si nunca hubiese visto el rostro de la señorita Havisham y llegara a la virilidad contento y satisfecho con ser socio de Joe, en la honrada y vieja fragua. Muchas veces, en las veladas, cuando estaba solo y sentado ante el fuego, me decía que, en resumidas cuentas, no había otro fuego como el de la forja y el de la cocina de mi propio hogar. Sin embargo, Estella era de tal modo inseparable de mi intranquilidad mental, que, realmente, yo sentía ciertas dudas acerca de la parte que a mí mismo me correspondía en ello. Es decir, que, suponiendo que yo no tuviera esperanzas y, sin embargo, Estella hubiese ocupado mi mente, yo no habría podido precisar a mi satisfaccion si eso habría sido mejor para mí. No tropezaba con tal dificultad con respecto a la influencia de mi posición sobre otros, y así percibía, aunque tal vez débilmente, que no era beneficioso para nadie y, 130 sobre todo, que no hacía ningun bien a Herbert. Mis hábitos de despilfarro inclinaban a su débil naturaleza a hacer gastos que no podía soportar y corrompían la sencillez de su vida, arrebatándole la paz con ansiedades y pesares. No sentía el menor remordimiento por haber inducido a las otras ramas de la familia Pocket a que practicasen las pobres artes a que se dedicaban, porque todos ellos valían tan poco que, aun cuando yo dejara dormidas tales inclinaciones, cualquiera otra las habría despertado. Pero el caso de Herbert era muy diferente, y muchas veces me apenaba pensar que le había hecho un flaco servicio al recargar sus habitaciones, escasamente amuebladas, con trabajos inapropiados de tapicería y poniendo a su disposición al Vengador del chaleco color canario. Entonces, como medio infalible de salir de un apuro para entrar en otro mayor, empecé a contraer grandes deudas, y en cuanto me aventuré a recorrer este camino, Herbert no tuvo más remedio que seguirme. Por consejo de Startop presentamos nuestra candidatura en un club llamado Los Pinzones de la Enramada. Jamás he sabido cuál era el objeto de tal institución, a no ser que consistiera en que sus socios debían cenar opíparamente una vez cada quince días, pelearse entre sí lo mas posible después de cenar y ser la causa de que se emborrachasen, por lo menos, media docena de camareros. Me consta que estos agradables fines sociales se cumplían de un modo tan invariable que, según Herbert y yo entendimos, a nada más se refería el primer brindis que pronunciaban los socios, y que decía: «Caballeros: ojalá siempre reinen los sentimientos de amistad entre Los Pinzones de 1a Enramada.» Los Pinzones gastaban locamente su dinero (solíamos cenar en un hotel de «Covent Garden»), y el primer Pinzón a quien vi cuando tuve el honor de pertenecer a la «Enramada» fue Bentley Drummle; en aquel tiempo, éste iba dando tumbos por la ciudad en un coche de su propiedad y haciendo enormes estropicios en los postes y en las esquinas de las calles. De vez en cuando salía despedido de su propio carruaje, con la cabeza por delante, para ir a parar entre los caballeros, y en una ocasión le vi caer en la puerta de la «Enramada», aunque sin intención de ello, como si fuese un saco de carbón. Pero al hablar así me anticipo un poco, porque yo no era todavía un Pinzón ni podía serlo, de acuerdo con los sagrados reglamentos de la sociedad, hasta que fuese mayor de edad. Confiando en mis propios recursos, estaba dispuesto a tomar a mi cargo los gastos de Herbert; pero éste era orgulloso y yo no podía hacerle siquiera tal proposición. Por eso el pobre luchaba con toda clase de dificultades y continuaba observando alrededor de él. Cuando, gradualmente, adquirimos la costumbre de acostarnos a altas horas de la noche y de pasar el tiempo con toda suerte de trasnochadores, noté que, al desayuno, Herbert observaba alrededor con mirada llena de desaliento; empezaba a mirar con mayor confianza hacia el mediodía; volvia a desalentarse antes de la cena, aunque después de ésta parecía advertir claramente la posibilidad de realizar un capital; y, hasta la medianoche, estaba seguro de alcanzarlo. Sin embargo, a las dos de la madrugada estaba tan desalentado otra vez, que no hablaba más que de comprarse un rifle y marcharse a América con objeto de obligar a los búfalos a que fuesen ellos los autores de su fortuna. Yo solía pasar en Hammersmith la mitad de la semana, y entonces hacía visitas a Richmond, aunque cada vez más espaciadas. Cuando estaba en Hammersmith, Herbert iba allá con frecuencia, y me parece que en tales ocasiones su padre sentía, a veces, la impresión pasajera de que aún no se había presentado la oportunidad que su hijo esperaba. Pero, entre el desorden que reinaba en la familia, no era muy importante lo que pudiera suceder a Herbert. Mientras tanto, el señor Pocket tenía cada día el cabello más gris y con mayor frecuencia que antes trataba de levantarse a sí mismo por el cabello, para sobreponerse a sus propias perplejidades, en tanto que la señora Pocket echaba la zancadilla a toda la familia con su taburete, leía continuamente su libro acerca de la nobleza, perdía su pañuelo, hablaba de su abuelito y demostraba prácticamente sus ideas acerca de la educación de los hijos, mandándolos a la cama en cuanto se presentaban ante ella. Y como ahora estoy generalizando un período de mi vida con objeto de allanar mi propio camino, no puedo hacer nada mejor que concretar la descripción de nuestras costumbres y modo de vivir en la Posada de Barnard. Gastábamos tanto dinero como podíamos y, en cambio, recibíamos tan poco como la gente podía darnos. Casi siempre estábamos aburridos; nos sentíamos desdichados, y la mayoría de nuestros amigos y conocidos se hallaban en la misma situación. Entre nosotros había alegre ficción de que nos divertíamos constantemente, y tambien la verdad esquelética de que nunca lo lograbamos. Y, según creo, nuestro caso era, en resumidas cuentas, en extremo corriente. Cada mañana, y siempre con nuevo talante, Herbert iba a la City para observar alrededor de él. Con frecuencia, yo le visitaba en aquella habitacion trasera y oscura, donde estaba acompañado por una gran botella de tinta, un perchero para sombreros, un cubo para el carbón, una caja de cordel, un almanaque, un 131 pupitre, un taburete y una regla. Y no recuerdo haberle visto hacer otra cosa sino observar alrededor. Si todos hiciéramos lo que nos proponemos con la misma fidelidad con que Herbert cumplía sus propósitos, viviríamos sin duda alguna en una republica de las virtudes. No tenía nada más que hacer el pobre muchacho, a excepción de que, a determinada hora de la tarde, debía ir al Lloyd, en cumplimiento de la ceremonia de ver a su principal, según imagino. No hacía nunca nada que se relacionara con el Lloyd, según pude percatarme, salvo el regresar a su oficina. Cuando consideraba que su situación era en extremo seria y que, positivamente, debía encontrar una oportunidad, se iba a la Bolsa a la hora de sesion, y allí empezaba a pasear entrando y saliendo, cual si bailase una triste contradanza entre aquellos magnates allí reunidos. - He observado - me dijo un día Herbert al llegar a casa para comer, en una de aquellas ocasiones especiales, - Haendel, que las oportunidades no se presentan a uno, sino que es preciso ir en busca de ellas. Por eso yo he ido a buscarla. Si hubiéramos estado menos unidos, creo que habríamos llegado a odiarnos todas las mañanas con la mayor regularidad. En aquel período de arrepentimiento, yo detestaba nuestras habitaciones más de lo que podría expresar con palabras, y no podía soportar el ver siquiera la librea del Vengador, quien tenía entonces un aspecto más costoso y menos remunerador que en cualquier otro momento de las veinticuatro horas del día. A medida que nos hundíamos más y más en las deudas, los almuerzos eran cada día menos substanciosos, y en una ocasión, a la hora del almuerzo, fuimos amenazados, aunque por carta, con procedimientos legales «bastante relacionados con las joyas», según habría podido decir el periódico de mi país. Y hasta incluso, un día, cogí al Vengador por su cuello azul y lo sacudí levantándolo en vilo, de modo que al estar en el aire parecía un Cupido con botas altas, por presumir o suponer que necesitábamos un panecillo. Ciertos días, bastante inciertos porque dependían de nuestro humor, yo decía a Herbert, como si hubiese hecho un notable descubrimiento: - Mi querido Herbert, llevamos muy mal camino. - Mi querido Haendel - me contestaba Herbert con la mayor sinceridad, - tal vez no me creerás, pero, por extraña coincidencia, estaba a punto de pronunciar esas mismas palabras. - Pues, en tal caso, Herbert - le contestaba yo, - vamos a examinar nuestros asuntos. Nos satisfacía mucho tomar esta resolución. Yo siempre pensé que éste era el modo de tratar los negocios y tal el camino de examinar los nuestros, así como el de agarrar por el cuello a nuestro enemigo. Y me consta que Herbert opinaba igual. Pedíamos algunos platos especiales para comer, con una botella de vino que se salía de lo corriente, a fin de que nuestros cerebros estuviesen reconfortados para tal ocasión y pudiésemos dar en el blanco. Una vez terminada la comida, sacábamos unas cuantas plumas, gran cantidad de tinta y de papel de escribir, así como de papel secante. Nos resultaba muy agradable disponer de una buena cantidad de papel. Yo entonces tomaba una hoja y, en la parte superior y con buena letra, escribía la cabecera: «Memorándum de las deudas de Pip». Añadía luego, cuidadosamente, el nombre de la Posada de Barnard y la fecha. Herbert tomaba tambien una hoja de papel y con las mismas formalidades escribía: «Memorándum de las deudas de Herbert». Cada uno de nosotros consultaba entonces un confuso montón de papeles que tenía al lado y que hasta entonces habían sido desordenadamente guardados en los cajones, desgastados por tanto permanecer en los bolsillos, medio quemados para encender bujias, metidos durante semanas enteras entre el marco y el espejo y estropeados de mil maneras distintas. El chirrido de nuestras plumas al correr sobre el papel nos causaba verdadero contento, de tal manera que a veces me resultaba dificil advertir la necesaria diferencia existente entre aquel proceder absolutamente comercial y el verdadero pago de las deudas. Y con respecto a su carácter meritorio, ambas cosas parecían absolutamente iguales. Después de escribir un rato, yo solía preguntar a Herbert cómo andaba en su trabajo, y mi compañero se rascaba la cabeza con triste ademán al contemplar las cantidades que se iban acumulando ante su vista. - Todo eso ya sube, Haendel - decía entonces Herbert, - a fe mía que ya sube a… - Ten firmeza, Herbert - le replicaba manejando con la mayor asiduidad mi propia pluma. - Mira los hechos cara a cara. Examina bien tus asuntos. Contempla su estado con serenidad. - Así lo haría, Haendel, pero ellos, en cambio, me miran muy confusos. Sin embargo, mis maneras resueltas lograban el objeto propuesto, y Herbert continuaba trabajando. Después de un rato abandonaba nuevamente su tarea con la excusa de que no había anotado la factura de Cobbs, de Lobbs, de Nobbs u otra cualquiera, segun fuese el caso. - Si es así, Herbert, haz un cálculo. Señala una cantidad en cifras redondas y escríbela. 132 - Eres un hombre de recursos - contestaba mi amigo, lleno de admiración. - En realidad, tus facultades comerciales son muy notables. Yo también lo creía así. En tales ocasiones me di a mí mismo la reputación de un magnífico hombre de negocios, rápido, decisivo, enérgico, claro y dotado de la mayor sangre fría. En cuanto había anotado en la lista todas mis responsabilidades, comparaba cada una de las cantidades con la factura correspondiente y le ponía la señal de haberlo hecho. La aprobación que a mí mismo me daba en cuanto comprobaba cada una de las sumas anotadas me producía una sensación voluptuosa. Cuando ya había terminado la comprobación, doblaba uniformemente las facturas, ponía la suma en la parte posterior y con todas ellas formaba un paquetito simétrico. Luego hacía lo mismo en beneficio de Herbert (que con la mayor modestia aseguraba no tener ingenio administrativo), y al terminar experimentaba la sensación de haber aclarado considerablemente sus asuntos. Mis costumbres comerciales tenían otro detalle brillante, que yo llamaba «dejar un margen». Por ejemplo, suponiendo que las deudas de Herbert ascendiesen a ciento sesenta y cuatro libras esterlinas, cuatro chelines y dos peniques, yo decía: «Dejemos un margen y calculemos las deudas en doscientas libras redondas.» O, en caso de que las mías fuesen cuatro veces mayores, también «dejaba un margen» y las calculaba en setecientas libras. Tenía una alta opinion de la sabiduría de dejar aquel margen, pero he de confesar, al recordar aquellos días, que esto nos costaba bastante dinero. Porque inmediatamente contraíamos nuevas deudas por valor del margen calculado, y algunas veces, penetrados de la libertad y de la solvencia que nos atribuía, llegábamos muy pronto a otro margen. Pero había, después de tal examen de nuestros asuntos, unos días de tranquilidad, de sentimientos virtuosos y que me daban, mientras tanto, una admirable opinión de mí mismo. Lisonjeado por mi conducta y por mi método, como asimismo por los cumplidos de Herbert, guardaba el paquetito simétrico de sus facturas y también el de las mías en la mesa que tenia delante, entre nuestra provisión de papel en blanco, y experimentaba casi la sensación de constituir un banco de alguna clase, en vez de ser tan sólo un individuo particular. En tan solemnes ocasiones cerrábamos a piedra y lodo nuestra puerta exterior, a fin de no ser interrumpidos. Una noche hallábame en tan sereno estado, cuando oímos el roce de una carta que acababan de deslizar por la expresada puerta y que luego cayó al suelo. - Es para ti, Haendel - dijo Herbert yendo a buscarla y regresando con ella -. Y espero que no será nada importante. - Esto último era una alusión a la faja de luto que había en el sobre. La carta la firmaba la razón social «Trabb & Co.» y su contenido era muy sencillo. Decía que yo era un distinguido señor y me informaba de que la señora J. Gargery había muerto el lunes último, a las seis y veinte de la tarde, y que se me esperaba para concurrir al entierro el lunes siguiente a las tres de la tarde. ...
En la línea 3685
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Andrés Simonovitch terminó este largo discurso, coronado con una conclusión tan lógica, en un estado de extrema fatiga. El sudor corría por su frente. Por desgracia para él, le costaba gran trabajo expresarse en ruso, aunque no conocía otro idioma. Su esfuerzo oratorio le había agotado. Incluso parecía haber perdido peso. Sin embargo, su alegato verbal había producido un efecto extraordinario. Lo había pronunciado con tanto calor y convicción, que todos los oyentes le creyeron. Piotr Petrovitch advirtió que las cosas no le iban bien. ...
En la línea 4815
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Salió de la comisaría con paso vacilante. La cabeza le daba vueltas. Le costaba gran trabajo mantenerse sobre sus piernas. Empezó a bajar la escalera apoyándose en la pared. Le pareció que un ordenanza que subía a la comisaría tropezó con él; que, al llegar al primer piso, oyó ladrar a un perro, y vio que una mujer le arrojaba un rodillo de pastelería mientras le gritaba para hacerle callar. Al fin llegó a la planta baja y salió a la calle. Entonces vio a Sonia. Estaba cerca del portal, y, pálida como una muerta, le miraba con una expresión de extravío. Raskolnikof se detuvo ante ella. Una sombra de sufrimiento y desesperación pasó por el semblante de la joven. Enlazó las manos, y una sonrisa que no fue más que una mueca le torció los labios. Rodia permaneció un instante inmóvil. Luego sonrió amargamente y volvió a subir a la comisaría. ...
Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras b;v
Reglas relacionadas con los errores de b;v
Las Reglas Ortográficas de la B
Regla 1 de la B
Detrás de m se escribe siempre b.
Por ejemplo:
sombrío
temblando
asombroso.
Regla 2 de la B
Se escriben con b las palabras que empiezan con las sílabas bu-, bur- y bus-.
Por ejemplo: bujía, burbuja, busqué.
Regla 3 de la B
Se escribe b a continuación de la sílaba al- de inicio de palabra.
Por ejemplo: albanés, albergar.
Excepciones: Álvaro, alvéolo.
Regla 4 de la B
Las palabras que terminan en -bundo o -bunda y -bilidad se escriben con b.
Por ejemplo: vagabundo, nauseabundo, amabilidad, sociabilidad.
Excepciones: movilidad y civilidad.
Regla 5 de la B
Se escriben con b las terminaciones del pretérito imperfecto de indicativo de los verbos de la primera conjugación y también el pretérito imperfecto de indicativo del verbo ir.
Ejemplos: desplazaban, iba, faltaba, estaba, llegaba, miraba, observaban, levantaba, etc.
Regla 6 de la B
Se escriben con b, en todos sus tiempos, los verbos deber, beber, caber, haber y saber.
Regla 7 de la B
Se escribe con b los verbos acabados en -buir y en -bir. Por ejemplo: contribuir, imbuir, subir, recibir, etc.
Excepciones: hervir, servir y vivir, y sus derivados.
Las Reglas Ortográficas de la V
Regla 1 de la V Se escriben con v el presente de indicativo, subjuntivo e imperativo del verbo ir, así como el pretérito perfecto simple y el pretérito imperfecto de subjuntivo de los verbos tener, estar, andar y sus derivados. Por ejemplo: estuviera o estuviese.
Regla 2 de la V Se escriben con v los adjetivos que terminan en -ava, -ave, -avo, -eva, -eve, -evo, -iva, -ivo.
Por ejemplo: octava, grave, bravo, nueva, leve, longevo, cautiva, primitivo.
Regla 3 de la V Detrás de d y de b también se escribe v. Por ejemplo: advertencia, subvención.
Regla 4 de la V Las palabras que empiezan por di- se escriben con v.
Por ejemplo: divertir, división.
Excepciones: dibujo y sus derivados.
Regla 5 de la V Detrás de n se escribe v. Por ejemplo: enviar, invento.

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