La palabra Sostener ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece sostener.
Estadisticas de la palabra sostener
Sostener es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 5659 según la RAE.
Sostener aparece de media 15.8 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la sostener en las obras de referencia de la RAE contandose 2402 apariciones .
Errores Ortográficos típicos con la palabra Sostener
Cómo se escribe sostener o sostenerr?
Cómo se escribe sostener o zoztener?
Algunas Frases de libros en las que aparece sostener
La palabra sostener puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1376
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Los dos pequeños ya no iban a la escuela por miedo a las peleas que debían sostener al regreso. ...
En la línea 283
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Entró en la casa, y María de la Luz, al asomarse tras la cortina de percal de su cuarto, lanzó un alarido. Olvidando todo pudor, la muchacha salió en camisa a ayudar a su padre, que apenas podía sostener al mocetón, pálido con palidez de muerte, con las ropas salpicadas de sangre negruzca y de otra fresca y roja que caía y caía por debajo de su chaquetón, goteando en el suelo. Anonadado por su esfuerzo para llegar hasta allí, Rafael se desplomó en la cama, contándolo todo con palabras entrecortadas antes de desvanecerse. ...
En la línea 425
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Ahora, las cuadrillas de muchachas y de gañanes se dedicaban a escardar los campos de cereales. Aún podían sostener el combate con el escardillo contra las hierbas parásitas. Después, cuando el trigo creciese, tendrían que arrancarlas a mano, encorvados durante el día, con los riñones quebrantados por el dolor. ...
En la línea 577
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Al primer conflicto entre los felices y los desgraciados, se quebraría el viejo mundo. Los grandes ejércitos organizados por una sociedad basada en la fuerza, servirían para darla la muerte. Los trabajadores uniformados levantarían las culatas de los fusiles que les entregan sus explotadores para que les defiendan, o se valdrían de estas armas para imponer la ley de la felicidad de los más, a los pastores perversos que durante siglos mantenían al rebaño humano en la injusticia. Cambiaría de repente la faz del mundo, sin sangre y sin catástrofes. Desaparecerían, con los ejércitos y las leyes fabricadas por los poderosos, todo el antagonismo entre los felices y los desgraciados, todas las imposiciones y crueldades que convierten la tierra en un presidio. Sólo quedarían hombres. ¡Y esto podía lograrse tan pronto como la inmensa mayoría de los humanos, el innumerable ejército de la miseria, se diese cuenta de su fuerza, negándose a sostener por más tiempo la obra de la tradición!... ...
En la línea 594
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Para sostener sus injusticias y la servidumbre tradicional, necesitaban del estado de guerra, fingir que vivían entre peligros, quejándose de los gobiernos porque no les protegían bastante. Si los braceros pedían que les diesen de comer como a seres humanos, que les dejasen fumar un cigarro más en las horas veraniegas de sol abrasador, que les aumentasen los dos reales en unos cuantos céntimos, todos gritaban desde arriba recordando _La Mano Negra_, afirmando que iba a resucitar. ...
En la línea 4570
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Moisés bendice con las manos; se hace sostener los dos brazos, mien tras los hebreos baten a s us enemigos; por tanto, bendice con las dos manos. ...
En la línea 4817
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... En efecto, considerado incluso al lado del señor de Tréville, el ele gante cortesano Athos, en sus días de buen humor podía sostener con ventaja la comparación; era de talla mediana, pero esa talla estaba tan admirablemente cuajada y tan bien proporcionada que más de una vez, en sus luchas con Porthos, había hecho doblar la rodilla al gigante cu ya fuerza física se había vuelto proverbial entre los mosqueteros; su cabeza, de ojos penetrantes, de nariz recta, de mentón dibujado como el de Bruto, tenía un carácter indefinible de grandeza y de gracia; sus manos, de las que no tenía cuidado alguno, causaban la desespera ción de Aramis, que cultivaba las suyas con gran cantidad de pastas de almendras y de aceite perfumado; el sonido de su voz era pe-netrante y melodioso a la vez, y además, lo que había de indefinible en Athos, que se hacía siempre oscuro y pequeño, era esa ciencia de licada del mundo y de los usos de la más brillante sociedad, esos hábi tos de buena casa que apuntaba como sin querer en sus menores acciones. ...
En la línea 9000
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¡Oh! Vos sois justo -exclamó Milady, precipitándose a sus pies-; mirad, no puedo resistir por más tiempo, porque temo que me falten las fuerzas en el momento en que tenga que sostener la lucha y confe sar mi fe; escuchad, pues, la súplica de una mujer desesperada. ...
En la línea 9149
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Antes de que Felton le hubiera respondido y de que ella se viera obligada a proseguir aquella conversación tan difícil de sostener en el mismo acento de exaltación, dejó caer sus manos y, como si la debilidad de la mujer sesuperpusiese al entusiamo del instante:-Mas no -dijo-, no me toca a mí ser la Judith que libró a Betulia de este Holofernes. ...
En la línea 1075
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Después de cumplimentarle irónicamente por su cortesía y urbanidad, pregunté al oficial si entre las acciones egoístas de la nación y del gobierno ingleses, se contaba la de haber derrochado centenares de millones de libras esterlinas y vertido un océano de preciosa sangre para sostener la campaña de la península contra Napoleón. ...
En la línea 1168
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... La mañana era profundamente oscura; la calle estaba, sin embargo, parcialmente iluminada por un montón de paja ardiendo, en torno del que dos o tres hombres parecían muy ocupados en sostener un objeto sobre la llama. ...
En la línea 3407
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Caballero, desde aquella bendita tierra de Granada, donde nuestro sueldo era de catorce mil _reals_, nos han trasladado a Galicia, a esta fatal ciudad de Lugo, y su merced tiene que contentarse con diez mil, a todas luces insuficientes para sostener nuestras antiguas comodidades. ...
En la línea 5065
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Por raro que parezca, las autoridades no tomaron medida alguna para cerrarme el _despacho_, y la prohibición sólo se refería a la venta del Nuevo Testamento; como faltaba poco para que el Evangelio de San Lucas, en caló y en vascuence, estuviese listo para la venta, esperé sostener las cosas, aunque en menor escala, hasta que vinieran mejores tiempos. ...
En la línea 101
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Un escarabajo, el piróforo de pico de fuego (Pyrophorus luminosas), es el insecto luminoso más común en los alrededores de Bahía. En este insecto, como en otros varios que ya hemos citado, una irritación mecánica produce el efecto de hacer más intensa su luz. Divertíame un día en observar a este insecto, contemplando la facultad que tiene de dar grandes saltos, facultad que no me parece haberse descrito perfectamente4. Cuando el piróforo de pico de fuego está tumbado de espaldas y se prepara a saltar, echa atrás la cabeza y el tórax de tal suerte, que la espina pectoral se tiende y descansa en el borde su vaina. El insecto continúa este movimiento hacia atrás, empleando toda su energía muscular, hasta que la espina pectoral se atiranta como un resorte; en ese momento, el insecto descansa sobre el extremo de la cabeza y de los élitros. De pronto, se deja ir; la cabeza y el tórax se elevan, y a consecuencia de ello, la base de los élitros golpea con tanta fuerza en la superficie sobre la cual está, que bota hasta la altura de una o dos pulgadas. Los puntos avanzados del tórax y la vaina de la espina sirven para sostener el cuerpo entero durante el salto. En las descripciones que he leído, paréceme que no se ha fijado nadie lo suficiente en la elasticidad de la espina; un salto tan brusco no puede ser efecto de una simple contracción muscular, sin el auxilio de algún medio mecánico. ...
En la línea 282
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 6 Supongamos que no se conociese ningún cetáceo y que de pronto se descubriera el esqueleto fósil de una ballena en la Groenlandia. ¿Qué naturalista se atrevería a sostener que un animal tan gigantesco sólo se alimentaba de crustáceos y moluscos casi invisibles (¡tan pequeños son!) que habitan en los mares glaciares del extremo norte? los mamíferos no existe ninguna relación inmediata entre el tamaño de las especies y la cantidad de la vegetación en los países donde aquéllas habitan. ...
En la línea 431
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Me detengo cinco días en Bajada y estudio la geología interesantísima de la comarca. Hay aquí, al pie de los cantiles, capas que contienen dientes de tiburón y conchas marinas de especies extintas; luego se pasa gradualmente a una marga dura y a la tierra arcillosa roja de las Pampas con sus concreciones calizas que contienen osamentas de cuadrúpedos terrestres. Este corte vertical indica claramente una gran bahía de agua salada pura, que poco a poco se ha convertido en un estuario fangoso en el cual eran acarreados por las aguas los cadáveres de los animales ahogados. En Punta Gorda (banda oriental) he visto que el sedimento de las Pampas alternaba con calizas que contienen algunas de las mismas conchas marinas extintas; lo cual prueba un cambio de dirección en las corrientes, o con más probabilidades, una oscilación en el nivel del fondo del antiguo estuario. El aspecto general de los sedimentos que forman las Pampas, su posición en la desembocadura del gran río de la Plata, la presencia de un número tan considerable de osamentas de cuadrúpedos terrestres: tales eran las principales razones en que me fundaba yo hasta hace poco para sostener que esos sedimentos se habían formado en un estuario. Pues bien, el profesor Ehrenberg ha tenido la bondad de examinar una muestra de la tierra roja que recogí en la parte inferior del sedimento, junto a los esqueletos de mastodonte: ha encontrado en ella varios infusorios pertenecientes en parte a especies de agua dulce, en parte a especies marinas; predominando un poco las primeras, deduce que el agua en que se formaron estos sedimentos debía de ser salobre. ...
En la línea 581
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Casi no puede pretenderse que sea un cambio de temperatura lo que haya destruido hacia la misma época los habitantes de las latitudes tropicales, templadas y árticas de las dos partes del globo. Las investigaciones de Mr. Lyell nos enseñan de un modo positivo que en la América septentrional, los grandes cuadrúpedos han vivido después del período durante el cual los hielos transportaban bloques de roca a latitudes en que las montañas de hielo no existen hoy. Razones concluyentes, aunque indirectas, nos permiten afirmar que en el hemisferio meridional vivía también el macranchenia en una época muy posterior a la de los grandes transportes por los hielos. ¿Ha destruido el hombre, como ha querido hacerse creer, al inmenso megaterio y a los otros desdentados, después de haber penetrado en la América meridional? Por lo menos hay que atribuir a otra causa la destrucción del pequeño tucutuco en Bahía Blanca y la de los numerosos ratones fósiles y otros pequeños cuadrúpedos der Brasil. Nadie se atrevería a sostener que una sequía, aún más terrible que las que tantos estragos causan en las provincias de la Plata, haya podido traer la destrucción de todos los individuos, de todas las especies desde la Patagonia meridional hasta el estrecho de Behring. ...
En la línea 2375
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Vinculete solía sostener los fueros de su dignidad, y entonces gritaba el del Ayuntamiento: —¡Conmigo nadie se insolenta! Y daba un puñetazo en la mesa. ...
En la línea 6619
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... La viuda, sin embargo, insistió en sostener que le debía la vida. ...
En la línea 7287
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... En las minas, y en las fábricas que las rodean, hay trabajo para los niños en cuanto pueden sostener en la cabeza un cesto con un poco de tierra. ...
En la línea 8440
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —No estamos tal —insistió Glocester, que no quería en presencia de don Fermín sostener su tesis de la escasa religiosidad de la Regenta. ...
En la línea 1247
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Durante su corta y ruidosa existencia nadie le acusó terminantemente y con pruebas de asesinato de su hermano. La mayoría dudó siempre de esta suposición. Sólo al transcurrir los, años hizo la calumnia un argumento de los propios triunfos de César, para sostener la hipótesis del fratricidio. ...
En la línea 1269
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Mostraba el Pontífice una afición extraordinaria por el baile atribuyéndolo los italianos a su origen español. Lucrecia y su hermano César eran consumados danzarines. Los cardenales y demás personajes de la Corte tenían verdadero gusto en ver bailar a madona Lucrecia, poseedora de una gracia especial para las danzas españolas, heredadas, sin duda, de sus abuelas pa-ternas. Toda la tribu de los Borjas más o menos auténticos, venidos de España para engrandecerse; los señores romanos afectos a la familia y los cardenales fíeles a Alejandro, figuraron en dichas fiestas. De acuerdo con las costumbres de entonces, era un honor servir los platos y las bebidas al Pontífice. Un prócer le escanciaba los vinos, otro le servia de paje de pañizuelo , ofreciéndole la servilleta. Tres horas duraba el banquete, y antes de levantarse los manteles hacía entrar Su Santidad los regalos destinados a doña Lucrecia: dos fuentes enormes de plata cincelada con dos copas no menores, en cuyo interior había muchas joyas; dos candelabros del mismo metal para sostener hachones; una nave, también de plata, con sus velas desplegadas, y guardando en su casco, bajo llave, toda clase de especias; una caldereta de agua bendita, con su hisopo, y en su interior, un collar de oro con numerosas piedras preciosas. ...
En la línea 1375
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Eran los más de sus hombres temibles revoltosos, inclinados a las acciones heroicas y a los actos reprensibles, que sólo podía gobernar un capitán como César, semejante a ellos, cruel y generoso, dispuesto a sostener la disciplina matando y tolerante al mismo tiempo para los atentados particulares que cometiesen sus gentes, sobre todo en lo referente a mujeres. Estos soldados llegaban de España atraídos por las hazañas del Valentino, como ellos llamaban a César, o se habían trasladado desde el vecino Nápoles, desertando las banderas de Gonzalo de Córdoba, por parecerles más fructíferas y gloriosas las campañas del hijo del Papa. Muchos iban a embarcarse años después para combatir contra guerreros cobrizos, explorar tierras de misterio y echar los cimientos de famosas ciudades al otro lado de la mar océana, en un mundo recién descubierto. Otros se quedaban para siempre en Europa, haciendo la guerra en diversos países, como si todo el viejo mundo, sin distinción de idiomas ni fronteras fuese para ellos interminable campo de batalla. ...
En la línea 1785
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Baltasare de Scipione, el condottiere al servicio de César, que se délo engañar, entregando su salvoconducto, sintió tal indignación ante el proceder del rey de España y de Gonzalo de Córdoba, que, con arreglo a los usos caballerescos de la época hizo publicar un llamamiento en toda la Cristiandad retando a combate a los que quisieran sostener que los reyes Fernando e Isabel no habían obrado como traidores, «con menosprecio de la fe jurada y con vergüenza para su corona real». Y ningún español se presentó, a pesar de que eran muchos los que vivían entonces en Italia, siempre dispuestos a batirse con el más fútil pretexto. Todos estaban convencidos de la justicia y verdad de dicho reto. ...
En la línea 432
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Así, poco más o menos, éramos nosotras en el tiempo de los emperadores. Los hombres, para sostener su despotismo, ensalzaban los méritos de la mujer recluida en la casa, llevando una existencia de esclava y administrando con economía la fortuna del marido. Las mujeres con el alma somnolienta, sin iniciativas, sin voluntad, y que apenas sabían leer y escribir, resultaban el tipo perfecto de la dama honesta. ...
En la línea 679
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Apareció, al fin, la litera del Padre de los Maestros, sostenida por ocho universitarios jóvenes, que jadeaban sudorosos después de esta ascensión en espiral. Se abrió la portezuela de la caja portátil y salió Momaren, con su birrete de cuatro borlas y una toga de cola larguísima, que se apresuraron a sostener dos aprendices de profesor. ...
En la línea 1026
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - Voy a dejarle, gentleman -contestó Flimnap—. Nada consigo permaneciendo a su lado para sostener una conversación grata, pero que resulta estéril. Necesito saber noticias. Momaren tiene poderosos amigos y debe haber hecho algo a estas horas contra Ra-Ra. Además, hay que temer a Golbasto. Adivino desde aquí que su cochecito tirado por los tres hombres-caballos debe estar rodando a través de la capital desde el principio de la mañana. ¡A saber lo que habrá tramado el temible poeta!… ...
En la línea 1200
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - Con una de sus comidas a mediodía -comentaba Gurdilo- podría mantenerse la guarnición entera de nuestra capital; con una de sus cenas habría bastante para la alimentación de toda la escuadra del Sol Naciente. Y el gobierno, que ha dispuesto este despilfarro monstruoso, nos pide ahora, de repente, la muerte de su antiguo protegido. ¿Qué secreto hay en el fondo de tal petición?… Todavía estaría derrochando el dinero del país para sostener al gigantesco intruso, si este, por su bestialidad nativa y su ignorancia, no hubiese molestado inconscientemente a ciertos personajes, especialmente a uno que es el consejero secreto del gobierno y el verdadero autor de los errores que comete. ...
En la línea 596
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Teníase a sí mismo el heredero de Santa Cruz por una gran persona. Estaba satisfecho, cual si se hubiera creado y visto que era bueno. «Porque yo—decía esforzándose en aliar la verdad con la modestia—, no soy de lo peorcito de la humanidad. Reconozco que hay seres superiores a mí, por ejemplo, mi mujer; pero ¡cuántos hay inferiores, cuántos!». Sus atractivos físicos eran realmente grandes, y él mismo lo declaraba en sus soliloquios íntimos: «¡Qué guapo soy! Bien dice mi mujer que no hay otro más salado. La pobrecilla me quiere con delirio… y yo a ella lo mismo, como es justo. Tengo la gran figura, visto bien, y en modales y en trato me parece… que somos algo». En la casa no había más opinión que la suya; era el oráculo de la familia y les cautivaba a todos no sólo por lo mucho que le querían y mimaban, sino por el sortilegio de su imaginación, por aquella bendita labia suya y su manera de insinuarse. La más subyugada era Jacinta, quien no se hubiera atrevido a sostener delante de la familia que lo blanco es blanco, si su querido esposo sostenía que es negro. Amábale con verdadera pasión, no teniendo poca parte en este sentimiento la buena facha de él y sus relumbrones intelectuales. Respecto a las perfecciones morales que toda la familia declaraba en Juan, Jacinta tenía sus dudas. Vaya si las tenía. Pero viéndose sola en aquel terreno de la incertidumbre, llenábase de tristeza y decía: «¿Me estaré quejando de vicio? ¿Seré yo, como aseguran, la más feliz de las mujeres, y no habré caído en ello?». ...
En la línea 1260
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Comprendiendo Jacinta que no podía sostener más tiempo el bromazo, quiso recoger vela, y le incitó a que se durmiera, porque la conversación acalorada podía hacerle daño. ...
En la línea 1768
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... ¿Se equivocaría en esto? A veces lo sospechaba; pero su buena fe triunfaba al instante de esta sospecha. Lo que sí podía sostener sin miedo a equivocarse era que Fortunata tenía vivos deseos de mejorar su personalidad, es decir, de adecentarse y pulirse. Su ignorancia era, como puede suponerse, completa. Leía muy mal y a trompicones, y no sabía escribir. ...
En la línea 2018
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Lo que tú tienes—afirmó doña Lupe queriendo sostener su papel—, es la tontería que te rebosa por todo el cuerpo… y nada más. No me engatusarás con palabritas. Vaya que de la noche a la mañana has aprendido unos términos y unos floreos de frases que me tienen pasmada… Estás hecho un poeta… en toda la extensión de la palabra; yo siempre he tenido a los poetas por unos grandes embusteros… tontos de atar… Tú no eres ya el sobrinito que yo crié. ¡Cómo me has engañado!… ¡Una mujer, una manceba, un belén… !, y ahora viene la de me caso, y a Roma por todo. Anda, ya no te quiero; ya no soy tu tiita Lupe… No te echo de mi casa por lástima, porque espero que todavía has de arrepentirte y me has de pedir perdón. ...
En la línea 1339
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —No nos dejaremos prender tan fácilmente, Yáñez. Tenemos armas y podríamos sostener un asedio. ...
En la línea 2095
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —No está tan mal —dijo Yáñez—, seremos trescientos cincuenta para sostener el choque. ...
En la línea 1079
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Aquí mi hermana, después de un ataque de gritos y de golpearse el pecho y las rodillas con las manos, se quitó el gorro y se despeinó, lo cual era indicio de que se disponía a dejarse dominar por la furia. Y como ya lo había logrado, se dirigió hacia la puerta, que yo, por fortuna, acababa de cerrar. El pobre y desgraciado Joe, después de haber ordenado en vano al obrero que dejara en paz a su mujer, no tuvo más remedio que preguntarle por qué había insultado a su esposa y luego si era hombre para sostener sus palabras. El viejo Orlick comprendió que la situación le obligaba a arrostrar las consecuencias de sus palabras y, por consiguiente, se dispuso a defenderse; de modo que, sin tomarse siquiera el trabajo de quitarse los delantales, se lanzaron uno contra otro como dos gigantes. Pero si alguien de la vecindad era capaz de resistir largo rato a Joe, debo confesar que a ese alguien no lo conocía yo. Orlick, como si no hubiera sido más que el joven caballero pálido, se vio en seguida entre el polvo del carbón y sin mucha prisa por levantarse. Entonces Joe abrió la puerta, cogió a mi hermana, que se había desmayado al pie de la ventana (aunque, según imagino, no sin haber presenciado la pelea), la metió en la casa y la acostó, tratando de hacerle recobrar el conocimiento, pero ella no hizo más que luchar y resistirse y agarrar con fuerza el cabello de Joe. Reinaron una tranquilidad y un silencio singulares después de los alaridos; y más tarde, con la vaga sensación que siempre he relacionado con este silencio, es decir, como si fuese domingo y alguien hubiese muerto, subía la escalera para vestirme. ...
En la línea 1977
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... bandera, cuando me eché en la cama de espaldas me pareció que durante toda la noche tuviera que sostener ...
En la línea 1992
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... «Mi querido señor Pip: Escribo por indicación del señor Gargery, a fin de comunicarle que está a punto de salir para Londres en compañía del señor Wopsle y que le sería muy agradable tener la ocasión de verle a usted. Irá al Hotel Barnard el martes por la mañana, a las nueve, y en caso de que esta hora no le sea cómoda, haga el favor de dejarlo dicho. Su pobre hermana está exactamente igual que cuando usted se marchó. Todas las noches hablamos de usted en la cocina, tratando de imaginarnos lo que usted hace y dice. Y si le parece que nos tomamos excesiva libertad, perdónenos por el cariño de sus antiguos días de pobreza. Nada más tengo que decirle, querido señor Pip, y quedo de usted su siempre agradecida y afectuosa servidora, Biddy» «P. S.: Él desea de un modo especial que escriba mencionando las alondras. Dice que usted ya lo comprenderá. Así lo espero, y creo que le será agradable verle, aunque ahora sea un caballero, porque usted siempre tuvo buen corazón y él es un hombre muy bueno y muy digno. Se lo he leído todo, a excepción de la última frase, y él repite su deseo de que le mencione otra vez las alondras.» Recibí esta carta por el correo el lunes por la mañana, de manera que la visita de Joe debería tener lugar al día siguiente. Y ahora debo confesar exactamente con qué sensaciones esperaba la llegada de Joe. No con placer alguno, aunque con él estuviese ligado por tantos lazos; no, sino con bastante perplejidad, cierta mortificación y alguna molestia. Si hubiese podido alejarle pagando algo, seguramente hubiese dedicado a eso algún dinero. De todos modos, me consolaba bastante la idea de que iría a visitarme a la Posada de Barnard y no a Hammersmith, y que, por consiguiente, Bentley Drummle no podría verle. Poco me importaba que le viesen Herbert o su padre, pues a ambos los respetaba; pero me habría sabido muy mal que le conociese Drummle, porque a éste le despreciaba. Así, ocurre que, durante toda la vida, nuestras peores debilidades y bajezas se cometen a causa de las personas a quienes más despreciamos. Yo había empezado a decorar sin tregua las habitaciones que ocupaba en la posada, de un modo en realidad innecesario y poco apropiado, sin contar con lo caras que resultaban aquellas luchas con Barnard. Entonces, las habitaciones eran ya muy distintas de como las encontré, y yo gozaba del honor de ocupar algunas páginas enteras en los libros de contabilidad de un tapicero vecino. últimamente había empezado a gastar con tanta prisa, que hasta incluso tomé un criadito, al cual le hacía poner polainas, y casi habría podido decirse de mí que me convertí en su esclavo; porque en cuanto hube convertido aquel monstruo (el muchacho procedía de los desechos de la familia de mi lavandera) y le vestí con una chaqueta azul, un chaleco de color canario, corbata blanca, pantalones de color crema y las botas altas antes mencionadas, observé que tenía muy poco que hacer y, en cambio, mucho que comer, y estas dos horribles necesidades me amargaban la existencia. Ordené a aquel fantasma vengador que estuviera en su puesto a las ocho de la mañana del martes, en el vestíbulo (el cual tenía dos pies cuadrados, según me demostraba lo que me cargaron por una alfombra), y Herbert me aconsejó preparar algunas cosas para el desayuno, creyendo que serían del gusto de Joe. Y aunque me sentí sinceramente agradecido a él por mostrarse tan interesado y considerado, abrigaba el extraño recelo de que si Joe hubiera venido para ver a Herbert, éste no se habría manifestado tan satisfecho de la visita. A pesar de todo, me dirigí a la ciudad el lunes por la noche, para estar dispuesto a recibir a Joe; me levanté temprano por la mañana y procuré que la salita y la mesa del almuerzo tuviesen su aspecto más espléndido. Por desgracia, lloviznaba aquella mañana, y ni un ángel hubiera sido capaz de disimular el hecho de que el edificio Barnard derramaba lágrimas mezcladas con hollín por la parte exterior de la ventana, como si fuese algún débil gigante deshollinador. A medida que se acercaba la hora sentía mayor deseo de escapar, pero el Vengador, en cumplimiento de las órdenes recibidas, estaba en el vestíbulo, y pronto oí a Joe por la escalera. Conocí que era él por sus desmañados pasos al subir los escalones, pues sus zapatos de ceremonia le estaban siempre muy grandes, y también por el tiempo que empleó en leer los nombres que encontraba ante las puertas de los otros pisos en el curso del ascenso. Cuando por fin se detuvo ante la parte exterior de nuestra puerta, pude oír su dedo al seguir las letras pintadas de mi nombre, y luego, con la mayor claridad, percibí su respiración en el agujero de la llave. Por fin rascó ligeramente la puerta, y Pepper, pues tal era el nombre del muchacho vengador, anunció «el señor Gargeryr». Creí que éste no acabaría de limpiarse los pies en el limpiabarros y que tendría necesidad de salir para sacarlo en vilo de la alfombra; mas por fin entró. - ¡Joe! ¿Cómo estás, Joe? - ¡Pip! ¿Cómo está usted, Pip? 104 Mientras su bondadoso y honrado rostro resplandecía, dejó el sombrero en el suelo entre nosotros, me cogió las dos manos y empezó a levantarlas y a bajarlas como si yo hubiese sido una bomba de último modelo. - Tengo el mayor gusto en verte, Joe. Dame tu sombrero. Pero Joe, levantándolo cuidadosamente con ambas manos, como si fuese un nido de pájaros con huevos dentro, no quiso oír hablar siquiera de separarse de aquel objeto de su propiedad y persistió en permanecer en pie y hablando sobre el sombrero, de un modo muy incómodo. - ¡Cuánto ha crecido usted! - observó Joe.- Además, ha engordado y tiene un aspecto muy distinguido. - El buen Joe hizo una pausa antes de descubrir esta última palabra y luego añadió -: Seguramente honra usted a su rey y a su país. - Y tú, Joe, parece que estás muy bien. - Gracias a Dios - replicó Joe. - estoy perfectamente. Y su hermana no está peor que antes. Biddy se porta muy bien y es siempre amable y cariñosa. Y todos los amigos están bien y en el mismo sitio, a excepción de Wopsle, que ha sufrido un cambio. Mientras hablaba así, y sin dejar de sostener con ambas manos el sombrero, Joe dirigía miradas circulares por la estancia, y también sobre la tela floreada de mi bata. - ¿Un cambio, Joe? - Sí - dijo Joe bajando la voz -. Ha dejado la iglesia y va a dedicarse al teatro. Y con el deseo de ser cómico, se ha venido a Londres conmigo. Y desea - añadió Joe poniéndose por un momento el nido de pájaros debajo de su brazo izquierdo y metiendo la mano derecha para sacar un huevo - que si esto no resulta molesto para usted, admita este papel. Tomé lo que Joe me daba y vi que era el arrugado programa de un teatrito que anunciaba la primera aparición, en aquella misma semana, del «celebrado aficionado provincial de fama extraordinaria, cuya única actuación en el teatro nacional ha causado la mayor sensación en los círculos dramáticos locales». - ¿Estuviste en esa representación, Joe? - pregunté. - Sí - contestó Joe con énfasis y solemnidad. - ¿Causó sensación? - Sí - dijo Joe. - Sí. Hubo, sin duda, una gran cantidad de pieles de naranja, particularmente cuando apareció el fantasma. Pero he de decirle, caballero, que no me pareció muy bien ni conveniente para que un hombre trabaje a gusto el verse interrumpido constantemente por el público, que no cesaba de decir «amén» cuando él estaba hablando con el fantasma. Un hombre puede haber servido en la iglesia y tener luego una desgracia - añadió Joe en tono sensible, - pero no hay razón para recordárselo en una ocasión como aquélla. Y, además, caballero, si el fantasma del padre de uno no merece atención, ¿quién la merecerá, caballero? Y más todavía cuando el pobre estaba ocupado en sostenerse el sombrero de luto, que era tan pequeño que hasta el mismo peso de las plumas se lo hacía caer de la cabeza. En aquel momento, el rostro de Joe tuvo la misma expresión que si hubiese visto un fantasma, y eso me dio a entender que Herbert acababa de entrar en la estancia. Así, pues, los presenté uno a otro, y el joven Pocket le ofreció la mano, pero Joe retrocedió un paso y siguió agarrando el nido de pájaros. - Soy su servidor, caballero - dijo Joe -, y espero que tanto usted como el señor Pip… - En aquel momento, sus ojos se fijaron en el Vengador, que ponía algunas tostadas en la mesa, y demostró con tanta claridad la intención de convertir al muchacho en uno de nuestros compañeros, que yo fruncí el ceño, dejándole más confuso aún, - espero que estén ustedes bien, aunque vivan en un lugar tan cerrado. Tal vez sea ésta una buena posada, de acuerdo con las opiniones de Londres - añadió Joe en tono confidencial, - y me parece que debe de ser así; pero, por mi parte, no tendría aquí ningún cerdo en caso de que deseara cebarlo y que su carne tuviese buen sabor. Después de dirigir esta «halagüeña» observación hacia los méritos de nuestra vivienda y en vista de que mostraba la tendencia de llamarme «caballero», Joe fue invitado a sentarse a la mesa, pero antes miró alrededor por la estancia, en busca de un lugar apropiado en que dejar el sombrero, como si solamente pudiera hallarlo en muy pocos objetos raros, hasta que, por último, lo dejó en la esquina extrema de la chimenea, desde donde el sombrero se cayó varias veces durante el curso del almuerzo. - ¿Quiere usted té o café, señor Gargery? - preguntó Herbert, que siempre presidía la mesa por las mañanas. - Muchas gracias, caballero - contestó Joe, envarado de pies a cabeza. - Tomaré lo que a usted le guste más. - ¿Qué le parece el café? 105 - Muchas gracias, caballero - contestó Joe, evidentemente desencantado por la proposición. - Ya que es usted tan amable para elegir el café, no tengo deseo de contradecir su opinión. Pero ¿no le parece a usted que es poco propio para comer algo? - Pues entonces tome usted té - dijo Herbert, sirviéndoselo. En aquel momento, el sombrero de Joe se cayó de la chimenea, y él se levantó de la silla y, después de cogerlo, volvió a dejarlo exactamente en el mismo sitio, como si fuese un detalle de excelente educación el hecho de que tuviera que caerse muy pronto. - ¿Cuándo llegó usted a Londres, señor Gargery? - ¿Era ayer tarde? - se preguntó Joe después de toser al amparo de su mano, como si hubiese cogido la tos ferina desde que llegó. - Pero no, no era ayer. Sí, sí, ayer. Era ayer tarde - añadió con tono que expresaba su seguridad, su satisfacción y su estricta exactitud. - ¿Ha visto usted algo en Londres? - ¡Oh, sí, señor! - contestó Joe -. Yo y Wopsle nos dirigirnos inmediatamente a visitar los almacenes de la fábrica de betún. Pero nos pareció que no eran iguales como los dibujos de los anuncios clavados en las puertas de las tiendas. Me parece - añadió Joe para explicar mejor su idea - que los dibujaron demasiado arquitecturalísimamente. Creo que Joe habría prolongado aún esta palabra, que para mí era muy expresiva e indicadora de alguna arquitectura que conozco, a no ser porque en aquel momento su atención fue providencialmente atraída por su sombrero, que rebotaba en el suelo. En realidad, aquella prenda exigía toda su atención constante y una rapidez de vista y de manos muy semejante a la que es necesaria para cuidar de un portillo. Él hacía las cosas más extraordinarias para recogerlo y demostraba en ello la mayor habilidad; tan pronto se precipitaba hacia él y lo cogía cuando empezaba a caer, como se apoderaba de él en el momento en que estaba suspendido en el aire. Luego trataba de dejarlo en otros lugares de la estancia, y a veces pretendio colgarlo de alguno de los dibujos de papel de la pared, antes de convencerse de que era mejor acabar de una vez con aquella molestia. Por último lo metió en el cubo para el agua sucia, en donde yo me tomé la libertad de poner las manos en él. En cuanto al cuello de la camisa y al de su chaqueta, eran cosas que dejaban en la mayor perplejidad y a la vez insolubles misterios. ¿Por qué un hombre habria de atormentarse en tal medida antes de persuadirse de que estaba vestido del todo? ¿Por qué supondría Joe necesario purificarse por medio del sufrimiento, al vestir su traje dominguero? Entonces cayó en un inexplicable estado de meditación, mientras sostenía el tenedor entre el plato y la boca; sus ojos se sintieron atraídos hacia extrañas direcciones; de vez en cuando le sobrecogían fuertes accesos de tos, y estaba sentado a tal distancia de la mesa, que le caía mucho más de lo que se comía, aunque luego aseguraba que no era así, y por eso sentí la mayor satisfacción cuando Herbert nos dejó para dirigirse a la ciudad. Yo no tenía el buen sentido suficiente ni tampoco bastante buenos sentimientos para comprender que la culpa de todo era mía y que si yo me hubiese mostrado más afable y a mis anchas con Joe, éste me habria demostrado también menor envaramiento y afectación en sus modales. Estaba impaciente por su causa y muy irritado con él; y en esta situación, me agobió más con sus palabras. - ¿Estamos solos, caballero? - empezó a decir. - Joe - le interrumpí con aspereza, - ¿cómo te atreves a llamarme «caballero»? Me miró un momento con expresión de leve reproche y, a pesar de lo absurdo de su corbata y de sus cuellos, observé en su mirada cierta dignidad. - Si estamos los dos solos - continuó Joe -, y como no tengo la intención ni la posibilidad de permanecer aquí muchos minutos, he de terminar, aunque mejor diría que debo empezar, mencionando lo que me ha obligado a gozar de este honor. Porque si no fuese - añadió Joe con su antiguo acento de lúcida exposición, - si no fuese porque mi único deseo es serle útil, no habría tenido el honor de comer en compañía de caballeros ni de frecuentar su trato. Estaba tan poco dispuesto a observar otra vez su mirada, que no le dirigí observación alguna acerca del tono de sus palabras. - Pues bien, caballero - prosiguió Joe -. La cosa ocurrió así. Estaba en Los Tres Barqueros la otra noche, Pip - siempre que se dirigía a mí afectuosamente me llamaba «Pip», y cuando volvía a recobrar su tono cortés, me daba el tratamiento de «caballero», - y de pronto llegó el señor Pumblechook en su carruaje. Y ese individuo - añadió Joe siguiendo una nueva dirección en sus ideas, - a veces me peina a contrapelo, diciendo por todas partes que él era el amigo de la infancia de usted, que siempre le consideró como su preferido compañero de juego. - Eso es una tontería. Ya sabes, Joe, que éste eras tú. 106 - También lo creo yo por completo, Pip - dijo Joe meneando ligeramente la cabeza, - aunque eso tenga ahora poca importancia, caballero. En fin, Pip, ese mismo individuo, que se ha vuelto fanfarrón, se acercó a mí en Los Tres Barqueros (a donde voy a fumar una pipa y a tomar un litro de cerveza para refrescarme, a veces, y a descansar de mi trabajo, caballero, pero nunca abuso) y me dijo: «Joe, la señorita Havisham desea hablar contigo.» - ¿La señorita Havisham, Joe? -Deseaba, según me dijo Pumblechook, hablar conmigo - aclaró Joe, sentándose y mirando al techo. - ¿Y qué más, Joe? Continúa. - Al día siguiente, caballero - prosiguió Joe, mirándome como si yo estuviese a gran distancia, - después de limpiarme convenientemente, fui a ver a la señorita A. — ¿La señorita A, Joe? ¿Quieres decir la señorita Havisham? - Eso es, caballero - replicó Joe con formalidad legal, como si estuviese dictando su testamento -. La señorita A, llamada también Havisham. En cuanto me vio me dijo lo siguiente: «Señor Gargery: ¿sostiene usted correspondencia con el señor Pip?» Y como yo había recibido una carta de usted, pude contestar: «Sí, señorita.» (Cuando me casé con su hermana, caballero, dije «sí», y cuando contesté a su amiga, Pip, también le dije «sí»). «¿Quiere usted decirle, pues, que Estella ha vuelto a casa y que tendría mucho gusto en verle?», añadió. Sentí que me ardía el rostro mientras miraba a Joe. Supongo que una causa remota de semejante ardor pudo ser mi convicción de que, de haber conocido el objeto de su visita, le habría recibido bastante mejor. - Cuando llegué a casa - continuó Joe - y pedí a Biddy que le escribiese esa noticia, se negó, diciendo: «Estoy segura de que le gustará más que se lo diga usted de palabra. Ahora es época de vacaciones, y a usted también le agradará verle. Por consiguiente, vaya a Londres.» Y ahora ya he terminado, caballero - dijo Joe levantándose de su asiento, - y, además, Pip, le deseo que siga prosperando y alcance cada vez una posición mejor. - Pero ¿te vas ahora, Joe? - Sí, me voy - contestó. - Pero ¿no volverás a comer? - No - replicó. Nuestros ojos se encontraron, y el tratamiento de «caballero» desapareció de aquel corazón viril mientras me daba la mano. -Pip, querido amigo, la vida está compuesta de muchas despedidas unidas una a otra, y un hombre es herrero, otro es platero, otro joyero y otro broncista. Entre éstos han de presentarse las naturales divisiones, que es preciso aceptar según vengan. Si en algo ha habido falta, ésta es mía por completo. Usted y yo no somos dos personas que podamos estar juntas en Londres ni en otra parte alguna, aunque particularmente nos conozcamos y nos entendamos como buenos amigos. No es que yo sea orgulloso, sino que quiero cumplir con mi deber, y nunca más me verá usted con este traje que no me corresponde. Yo no debo salir de la fragua, de la cocina ni de los engranajes. Estoy seguro de que cuando me vea usted con mi traje de faena, empuñando un martillo y con la pipa en la boca, no encontrará usted ninguna falta en mí, suponiendo que desee usted it a verme a través de la ventana de la fragua, cuando Joe, el herrero, se halle junto al yunque, cubierto con el delantal, casi quemado y aplicándose en su antiguo trabajo. Yo soy bastante torpe, pero comprendo las cosas. Y por eso ahora me despido y le digo: querido Pip, que Dios le bendiga. No me había equivocado al figurarme que aquel hombre estaba animado por sencilla dignidad. El corte de su traje le convenía tan poco mientras pronunciaba aquellas palabras como cuando emprendiera su camino hacia el cielo. Me tocó cariñosamente la frente y salió. Tan pronto como me hube recobrado bastante, salí tras él y le busqué en las calles cercanas, pero ya no pude encontrarle. ...
En la línea 1998
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Después de reflexionar profundamente acerca del asunto, mientras, a la mañana siguiente, me vestía en E1 Jabalí , resolví decir a mi tutor que abrigaba dudas de que Orlick fuese el hombre apropiado para ocupar un cargo de confianza en casa de la señorita Havisham. - Desde luego, Pip, no es el hombre apropiado - dijo mi tutor, muy convencido de la verdad de estas palabras, - porque el hombre que ocupa un lugar de confianza nunca es el más indicado. Parecía muy satisfecho de enterarse de que aquel empleo especial no lo ocupase, excepcionalmente, el hombre apropiado, y muy complacido escuchó las noticias que le di acerca de Orlick. - Muy bien, Pip - observó en cuanto hube terminado -. Voy a ir inmediatamente a despedir a nuestro amigo. Algo alarmado al enterarme de que quería obrar con tanta rapidez, le aconsejé esperar un poco, y hasta le indiqué la posibilidad de que le resultase difícil tratar con nuestro amigo. - ¡Oh, no, no se mostrará difícil! - aseguró mi tutor, doblando, confiado, su pañuelo de seda-. Me gustaría ver cómo podrá contradecir mis argumentos. Como debíamos regresar juntos a Londres en la diligencia del mediodía y yo me desayuné tan aterrorizado a causa de Pumblechook que apenas podía sostener mi taza, esto me dio la oportunidad de decirle que deseaba dar un paseo y que seguiría la carretera de Londres mientras él estuviese ocupado, y que me hiciera el favor de avisar al cochero de que subiría a la diligencia en el lugar en que me encontrasen. Así pude alejarme de EL Jabalí Azul inmediatamente después de haber terminado el desayuno. Y dando una vuelta de un par de millas hacia el campo y por la parte posterior del establecimiento de Pumblechook, salí otra vez a la calle Alta, un poco más allá de aquel peligro, y me sentí, relativamente , en seguridad. Me resultaba muy agradable hallarme de nuevo en la tranquila y vieja ciudad, sin que me violentase encontrarme con alguien que al reconocerme se quedase asombrado. Incluso uno o dos tenderos salieron de sus tiendas y dieron algunos pasos en la calle ante mí, con objeto de volverse, de pronto, como si se hubiesen olvidado algo, y cruzar por mi lado para contemplarme. En tales ocasiones, ignoro quién de los dos, si ellos o yo, fingíamos peor; ellos por no fingir bien, y yo por pretender que no me daba cuenta. Sin embargo, mi posición era muy distinguida, y aquello no me resultaba molesto, hasta que el destino me puso en el camino del desvergonzado aprendiz de Trabb. Mirando a lo largo de la calle y en cierto punto de mi camino, divisé al aprendiz de Trabb atándose a sí mismo con una bolsa vacía de color azul. Persuadido de que lo mejor sería mirarle serenamente, fingiendo no reconocerle, lo cual, por otra parte, bastaría tal vez para contenerle e impedirle hacer alguna de sus trastadas, avancé con expresión indiferente, y ya me felicitaba por mi propio éxito, cuando, de pronto, empezaron a temblar las rodillas del aprendiz de Trabb, se le erizó el cabello, se le cayó la gorra y se puso a temblar de pies a cabeza, tambaleándose por el centro de la calle y gritando a los transeúntes: - ¡Socorro! ¡Sostenedme! ¡Tengo mucho miedo! Fingía hallarse en el paroxismo del terror y de la contrición a causa de la dignidad de mi porte. Cuando pasé por su lado le castañeteaban los dientes y, con todas las muestras de extremada humillación, se postró en el polvo. Tal escena me resultó muy molesta, pero aún no era nada para lo que me esperaba. No había andado doscientos pasos, cuando, con gran terror, asombro e indignación por mi parte, vi que se me acercaba otra vez el aprendiz de Trabb. Salía de una callejuela estrecha. Llevaba colgada sobre el hombro la bolsa azul y en sus ojos se advertían inocentes intenciones, en tanto que su porte indicaba su alegre propósito de dirigirse a casa de Trabb. Sobresaltado, advirtió mi presencia y sufrió un ataque tan fuerte como el anterior; 117 pero aquella vez sus movimientos fueron rotativos y se tambaleó dando vueltas alrededor de mí, con las rodillas más temblorosas que nunca y las manos levantadas, como si me pidiese compasión. Sus sufrimientos fueron contemplados con el mayor gozo por numerosos espectadores, y yo me quedé confuso a más no poder. No había avanzado mucho, descendiendo por la calle, cuando, al hallarme frente al correo, volví a ver al chico de Trabb que salía de otro callejón. Aquella vez, sin embargo, estaba completamente cambiado. Llevaba la bolsa azul de la misma manera como yo mi abrigo, y se pavoneaba a lo largo de la acera, yendo hacia mí, pero por el lado opuesto de la calle y seguido por un grupo de amigachos suyos a quienes decía de vez en cuando, haciendo un ademán: - ¿No lo habéis visto? Es imposible expresar con palabras la burla y la ironía del aprendiz de Trabb, cuando, al pasar por mi lado, se alzó el cuello de la camisa, se echó el cabello a un lado de la cabeza, puso un brazo en jarras, se sonrió con expresión de bobería, retorciendo los codos y el cuerpo, y repitiendo a sus compañeros: - ¿No lo habéis visto? ¿No lo habéis visto? Inmediatamente, sus amigos empezaron a gritarme y a correr tras de mí hasta que atravesé el puente, como gallina perseguida y dando a entender que me conocieron cuando yo era herrero. Ése fue el coronamiento de mi desgracia de aquel día, que me hizo salir de la ciudad como si. por decirlo así, hubiese sido arrojado por ella, hasta que estuve en el campo. Pero, de no resolverme entonces a quitar la vida al aprendiz de Trabb, en realidad no podía hacer otra cosa sino aguantarme. Hubiera sido fútil y degradante el luchar contra él en la calle o tratar de obtener de él otra satisfacción inferior a la misma sangre de su corazón. Además, era un muchacho a quien ningún hombre había podido golpear; más parecía una invulnerable y traviesa serpiente que, al ser acorralada, lograba huir por entre las piernas de su enemigo y aullando al mismo tiempo en son de burla. Sin embargo, al día siguiente escribí al señor Trabb para decirle que el señor Pip se vería en la precisión de interrumpir todo trato con quien de tal manera olvidaba sus deberes para con la sociedad teniendo a sus órdenes a un muchacho que excitaba el desprecio en toda mente respetable. La diligencia que llevaba al señor Jaggers llegó a su debido tiempo; volví a ocupar mi asiento y llegué salvo a Londres, aunque no entero, porque me había abandonado mi corazón. Tan pronto como llegué me apresuré a mandar a Joe un bacalao y una caja de ostras, en carácter de desagravio, como reparación por no haber ido yo mismo, y luego me dirigí a la Posada de Barnard. Encontré a Herbert comiendo unos fiambres y muy satisfecho de verme regresar. Después de mandar al Vengador al café para que trajesen algo más que comer, comprendí que aquella misma tarde debía abrir mi corazón a mi amigo y compañero. Como era imposible hacer ninguna confidencia mientras el Vengador estuviese en el vestíbulo, el cual no podía ser considerado más que como una antecámara del agujero de la cerradura, le mandé al teatro. Difícil sería dar una prueba más de mi esclavitud con respecto a aquel muchacho que esta constante preocupación de buscarle algo que hacer. Y a veces me veía tan apurado, que le mandaba a la esquina de Hyde Park para saber qué hora era. Después de comer nos sentamos apoyando los pies en el guardafuegos. Entonces dije a Herbert: - Mi querido amigo, tengo que decirte algo muy reservado. - Mi querido Haendel - dij o él, a su vez, - aprecio y respeto tu confianza. - Es con respecto a mí mismo, Herbert – añadí, - y también se refiere a otra persona. Herbert cruzó los pies, miró al fuego con la cabeza ladeada y, en vista de que transcurrían unos instantes sin que yo empezase a hablar, me miró. -Herbert - dije poniéndole una mano en la rodilla. - Amo, mejor dicho, adoro a Estella. En vez de asombrarse, Herbert replicó, como si fuese la cosa más natural del mundo: - Perfectamente. ¿Qué más? - ¡Cómo, Herbert! ¿Esto es lo que me contestas? - Sí, ¿y qué más? - repitió Herbert. - Desde luego, ya estaba enterado de eso. - ¿Cómo lo sabías? - pregunté. - ¿Que como lo sé, Haendel? Pues por ti mismo. -Nunca te dije tal cosa. - ¿Que nunca me lo has dicho? Cuando te cortas el pelo, tampoco vienes a contármelo, pero tengo sentidos que me permiten observarlo. Siempre la has adorado, o, por lo menos, desde que yo te conozco. Cuando viniste aquí, te trajiste tu adoración para ella al mismo tiempo que tu equipaje. No hay necesidad de que me lo digas, porque me lo has estado refiriendo constantemente durante todo el día. Cuando me 118 referiste tu historia, del modo más claro me diste a entender que habías estado adorándola desde el momento en que la viste, es decir, cuando aún eras muy joven. - Muy bien - contesté, pensando que aquello era algo nuevo, aunque no desagradable.- Nunca he dejado de adorarla. Ella ha regresado convertida en una hermosa y elegante señorita. Ayer la vi. Y si antes la adoraba, ahora la adoro doblemente. - F'elizmente para ti, Haendel - dijo Herbert, - has sido escogido y destinado a ella. Sin que nos metamos en terreno prohibido, podemos aventurarnos a decir que no puede existir duda alguna entre nosotros con respecto a este hecho. ¿Tienes ya alguna sospecha sobre cuáles son las ideas de Estella acerca de tu adoración? Moví tristemente la cabeza. -¡Oh!-exclamé-. ¡Está a millares de millas lejos de mí! - Paciencia, mi querido Haendel. Hay que dar tiempo al tiempo. ¿Tienes algo más que comunicarme? - Me avergüenza decirlo – repliqué, - y, sin embargo, no es peor decirlo que pensarlo. Tú me consideras un muchacho de suerte y, en realidad, lo soy. Ayer, como quien dice, no era más que un aprendiz de herrero; pero hoy, ¿quién podrá decir lo que soy? - Digamos que eres un buen muchacho, si no encuentras la frase - replicó Herbert sonriendo y golpeando con su mano el dorso de la mía. - Un buen muchacho, impetuoso e indeciso, atrevido y tímido, pronto en la acción y en el ensueño: toda esta mezcla hay de ti. Me detuve un momento para reflexionar acerca de si, verdaderamente, había tal mezcla en mi carácter. En conjunto, no me pareció acertado el análisis, pero no creí necesario discutir acerca de ello. - Cuando me pregunto lo que pueda ser hoy, Herbert - continué -, me refiero a mis pensamientos. Tú dices que soy un muchacho afortunado. Estoy persuadido de que no he hecho nada para elevarme en la vida y que la fortuna por sí sola me ha levantado. Esto, naturalmente, es tener suerte. Y, sin embargo, cuando pienso en Estella… - Y también cuando no piensas - me interrumpió Herbert mirando al fuego, cosa que me pareció bondadosa por su parte. - Entonces, mi querido Herbert, no puedo decirte cuán incierto y supeditado me siento y cuán expuesto a centenares de contingencias. Sin entrar en el terreno prohibido, como tú dijiste hace un momento, puedo añadir que todas mis esperanzas dependen de la constancia de una persona (aunque no la nombre). Y aun en el mejor caso, resulta incierto y desagradable el saber tan sólo y de un modo tan vago cuáles son estas esperanzas. A1 decir eso alivié mi mente de lo que siempre había estado en ella, en mayor o menor grado, aunque, sin duda alguna, con mayor intensidad desde el día anterior. - Me parece, Haendel - contestó Herbert con su acento esperanzado y alegre, - que en el desaliento de esa tierna pasión miramos el pelo del caballo regalado con una lente de aumento. También me parece que al concentrar nuestra atención en el examen, descuidamos por completo una de las mejores cualidades del animal. ¿No me dijiste que tu tutor, el señor Jaggers, te comunicó desde el primer momento que no tan sólo tendrías grandes esperanzas? Y aunque él no te lo hubiera dicho así, a pesar de que esta suposición es muy aventurada, ¿puedes creer que, entre todos los hombres de Londres, el señor Jaggers es capaz de sostener tales relaciones contigo si no estuviese seguro del terreno que pisa? Contesté que me era imposible negar la verosimilitud de semejante suposición. Dije eso, como suele verse en muchos casos, cual si fuese una concesión que de mala gana hacía a la verdad y a la justicia, como si, en realidad, me hubiese gustado poder negarlo. - Indudablemente, éste es un argumento poderoso - dij o Herbert, - y me parece que no podrías encontrar otro mejor. Por lo demás, no tienes otro recurso que el de conformarte durante el tiempo que estés bajo la tutoría del señor Jaggers, así como éste ha de esperar el que le háya fijado su cliente. Antes de que hayas cumplido los veintiún años no podrás enterarte con detalles de este asunto, y entonces tal vez te darán más noticias acerca del particular. De todos modos, cada día te aproximas a ello, porque por fin no tendrás más remedio que llegar. - ¡Qué animoso y esperanzado eres! - dije admirando, agradecido, sus optimistas ideas. - No tengo más remedio que ser así - contestó Herbert, - porque casi no poseo otra cosa. He de confesar, sin embargo, que el buen sentido que me alabas no me pertenece, en realidad, sino que es de mi padre. La única observación que le oí hacer con respecto a tu historia fue definitiva: «Sin duda se trata de un asunto serio, porque, de lo contrario, no habría intervenido el señor Jaggers.» Y ahora, antes que decir otra cosa acerca de mi padre o del hijo de mi padre, corresponderé a tu confianza con la mía propia y por un momento seré muy antipático para ti, es decir, positivamente repulsivo. 119 - ¡Oh, no, no lo lograrás! - exclamé. - Sí que lo conseguiré - replicó -. ¡A la una, a las dos y a las tres! Voy a ello. Mi querido amigo Haendel - añadió, y aunque hablaba en tono ligero lo hacía, sin embargo, muy en serio. - He estado reflexionando desde que empezamos a hablar y a partir del momento en que apoyamos los pies en el guardafuegos, y estoy seguro de que Estella no forma parte de tu herencia, porque, como recordarás, tu tutor jamás se ha referido a ella. ¿Tengo razón, a juzgar por lo que me has dicho, al creer que él nunca se refirió a Estella, directa o indirectamente, en ningún sentido? ¿Ni siquiera insinuó, por ejemplo, que tu protector tuviese ya un plan formado con respecto a tu casamiento? - Nunca. - Ahora, Haendel, ya no siento, te doy mi palabra, el sabor agrio de estas uvas. Puesto que no estás prometido a ella, ¿no puedes desprenderte de ella? Ya te dije que me mostraría antipático. Volví la cabeza y pareció que soplaba en mi corazón con extraordinaria violencia algo semejante a los vientos de los marjales que procedían del mar, y experimenté una sensación parecida a la que sentí la mañana en que abandoné la fragua, cuando la niebla se levantaba solemnemente y cuando apoyé la mano en el poste indicador del pueblo. Por unos momentos reinó el silencio entre nosotros. - Sí; pero mi querido Haendel - continuó Herbert como si hubiésemos estado hablando en vez de permanecer silenciosos, - el hecho de que esta pasión esté tan fuertemente arraigada en el corazón de un muchacho a quien la Naturaleza y las circunstancias han hecho tan romántico la convierten en algo muy serio. Piensa en la educación de Estella y piensa también en la señorita Havisham. Recuerda lo que es ella, y aquí es donde te pareceré repulsivo y abominable. Todo eso no puede conducirte más que a la desgracia. - Lo sé, Herbert - contesté con la cabeza vuelta -, pero no puedo remediarlo. - ¿No te es posible olvidarla? - Completamente imposible. - ¿No puedes intentarlo siquiera? - De ninguna manera. - Pues bien - replicó Herbert poniéndose en pie alegremente, como si hubiese estado dormido, y empezando a reanimar el fuego -. Ahora trataré de hacerme agradable otra vez. Dio una vuelta por la estancia, levantó las cortinas, puso las sillas en su lugar, ordenó los libros que estaban diseminados por la habitación, miró al vestíbulo, examinó el interior del buzón, cerró la puerta y volvió a sentarse ante el fuego. Y cuando lo hizo empezó a frotarse la pierna izquierda con ambas manos. - Me disponía a decirte unas palabras, Haendel, con respecto a mi padre y al hijo de mi padre. Me parece que apenas necesita observar el hijo de mi padre que la situación doméstica de éste no es muy brillante. - Siempre hay allí abundancia, Herbert - dije yo, con deseo de alentarle. - ¡Oh, sí! Lo mismo dice el basurero, muy satisfecho, y también el dueño de la tienda de objetos navales de la callejuela trasera. Y hablando en serio, Haendel, porque el asunto lo es bastante, conoces la situación tan bien como yo. Supongo que reinó la abundancia en mi casa cuando mi padre no había abandonado sus asuntos. Pero si hubo abundancia, ya no la hay ahora. ¿No te parece haber observado en tu propia región que los hijos de los matrimonios mal avenidos son siempre muy aficionados a casarse cuanto antes? Ésta era una pregunta tan singular, que en contestación le pregunté: - ¿Es así? - Lo ignoro, y por eso te lo pregunto - dijo Herbert; - y ello porque éste es el caso nuestro. Mi pobre hermana Carlota, que nació inmediatamente después de mí y murió antes de los catorce años, era un ejemplo muy notable. La pequeña Juanita es igual. En su deseo de establecerse matrimonialmente, cualquiera podría suponer que ha pasado su corta existencia en la contemplación perpetua de la felicidad doméstica. El pequeño Alick, a pesar de que aún va vestido de niño, ya se ha puesto de acuerdo para unirse con una personita conveniente que vive en Kew. Y, en realidad, me figuro que todos estamos prometidos, a excepción del pequeño. - ¿De modo que también lo estás tú? - pregunté. - Sí - contestó Herbert, - pero esto es un secreto. Le aseguré que lo guardaría y le rogué que me diese más detalles. Había hablado con tanta comprensión acerca de mi propia debilidad, que deseaba conocer algo acerca de su fuerza. - ¿Puedes decirme cómo se llama? - pregunté. - Clara - dijo Herbert. - ¿Vive en Londres? - Sí. Tal vez debo mencionar - añadió Herbert, que se había quedado muy desanimado desde que empezamos a hablar de tan interesante asunto - que está por debajo de las tontas preocupaciones de mi 120 madre acerca de la posición social. Su padre se dedicó a aprovisionar de vituallas los barcos de pasajeros. Creo que era una especie de sobrecargo. - ¿Y ahora qué es? - pregunté. - Tiene una enfermedad crónica - contestó Herbert. - ¿Y vive… ? - En el primer piso - contestó Herbert. Eso no era lo que yo quería preguntar, porque quise referirme a sus medios de subsistencia -. Yo nunca le he visto - continuó Herbert -, porque desde que conocí a Clara, siempre permanece en su habitación del piso superior. Pero le he oído constantemente. Hace mucho ruido y grita y golpea el suelo con algún instrumento espantoso. Al mirarme se echó a reír de buena gana, y, por un momento, Herbert recobró su alegre carácter. - ¿Y no esperas verle? - pregunté. - ¡Oh, sí, constantemente! - contestó Herbert -. Porque cada vez que le oigo me figuro que se caerá a través del techo. No sé cómo resisten las vigas. Después de reírse otra vez con excelente humor, recobró su tristeza y me dijo que en cuanto empezase a ganar un capital se proponía casarse con aquella joven. Y añadió, muy convencido y desalentado: - Pero no es posible casarse, según se comprende, en tanto que uno ha de observar alrededor de sí. Mientras contemplábamos el fuego y yo pensaba en lo difícil que era algunas veces el conquistar un capital, me metía las manos en los bolsillos. En uno de ellos me llamó la atención un papel doblado que encontré, y al abrirlo vi que era el prospecto que me entregó Joe, referente al célebre aficionado provincial de fama extraordinaria. - ¡Dios mío! - exclamé involuntariamente y en voz alta -. Me había olvidado que era para esta noche. Eso cambió en un momento el asunto de nuestra conversación, y apresuradamente resolvimos asistir a tal representación. Por eso, en cuanto hube resuelto consolar y proteger a Herbert en aquel asunto que tanto importaba a su corazón, valiéndome de todos los medios practicables e impracticables, y cuando Herbert me hubo dicho que su novia me conocía de referencia y que me presentaría a ella, nos estrechamos cordialmente las manos para sellar nuestra mutua confianza, apagamos las bujías, arreglamos el fuego, cerramos la puerta y salimos en busca del señor Wopsle y de Dinamarca. ...
En la línea 772
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof cometió la imprudencia de sostener con tanta osadía aquella mirada, que el funcionario se sintió ofendido. ...
En la línea 846
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Apenas podía sostener la pluma hace un momento, cuando escribía su declaración ‑observó el secretario, volviendo a sentarse y empezando de nuevo a hojear papeles. ...
En la línea 1027
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof aceptaba en silencio estas solicitudes. Se sentía lo bastante fuerte para incorporarse, sentarse en el diván, sostener la cucharilla y la taza, e incluso andar, sin ayuda de nadie; pero, llevado de una especie de astucia, misteriosa e instintiva, se fingía débil, e incluso algo idiotizado, sin dejar de tener bien agudizados la vista y el oído. ...
En la línea 4116
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Oye, ¿te acuerdas de aquel asesinato, de aquel asunto que Porfirio estaba encargado de instruir? Me refiero a la muerte de la vieja. Pues bien, ya se ha descubierto al asesino. Él mismo ha confesado y presentado toda clase de pruebas. Es uno de aquellos pintores que yo defendía con tanta seguridad, ¿te acuerdas? Aunque parezca mentira, todas aquellas escenas de risas y golpes que se desarrollaron mientras el portero subía con dos testigos no eran más que un truco destinado a desviar las sospechas. ¡Qué astucia, qué presencia de ánimo la de ese bribón! Verdaderamente, cuesta creerlo, pero él lo ha explicado todo, y su declaración es de las más completas. ¡Cómo me equivoqué! A mi juicio, ese hombre es un genio, el genio del disimulo y de la astucia, un maestro de la coartada, por decirlo así, y, teniendo esto en cuenta, no hay que asombrarse de nada. En verdad, personas así pueden existir. Que no haya podido mantener su papel hasta el fin y haya acabado por confesar es una prueba de la veracidad de sus declaraciones… Pero no comprendo cómo pude cometer tamaña equivocación. Estaba dispuesto a sostener en todos los terrenos la inocencia de esos hombres. ...
En la línea 263
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —Habla usted perfectamente. Y presume que yo no sé sostener mi dignidad. Es decir, que siendo digno, no sé mantener esta dignidad. ¿Cree usted que puede ser así? Sí; todos los rusos somos así. Voy a explicárselo: su naturaleza, demasiado ricamente dotada les impide encontrar rápidamente una forma adecuada. En estas cuestiones lo más importante es la forma. La mayoría de los rusos estamos tan ricamente dotados que nos es preciso el genio para descubrir una forma conveniente. Ahora bien, frecuentemente estamos faltos de genio, que es cosa rara en general. Entre los franceses y en algunos otros europeos la forma está tan bien fijada que se puede aliar a la peor bajeza una dignidad extraordinaria. ...
En la línea 1300
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Naturalmente, la acogida de Blanche fue el mejor remedio para él, pero el rastro de su enfermedad subsistió largo tiempo, a pesar de su alegría. Era incapaz de razonar y sostener una conversación un poco seguida, a cada momento pronunciaba la palabra hum, se encogía de hombros… y salía así del paso. ...
En la línea 1391
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -¡Os digo yo que Joe Smith es un mártir, que su hermano Hyrames es un mártir, y que las persecuciones del gobierno de la Unión contra los profetas van a hacer también un mártir de Brigham Young! ¿Quién se atrevería a sostener lo contrario al misionero, cuya exaltación era un contraste con su fisionomía, de natural sereno? Pero su cólera se explicaba, sin duda, por estar actualmente sometido el mormonismo a trances muy duros. El gobierno de los Estados Unidos acababa de reducir, no sin trabajo, a estos fanáticos independientes. Se había hecho dueño de Utah, sometiéndolo a las leyes de la Unión, después de haber encarcelado a Brigham Young, acusado de rebelión y de poligamia. Desde aquella época los discípulos del profeta redoblaron sus esfuerzos, y aguardando los actos, resistían con la palabra las pretensiones del Congreso. ...

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Sostener en la RAE.
Sostener en Word Reference.
Sostener en la wikipedia.
Sinonimos de Sostener.
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