La palabra Sitios ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece sitios.
Estadisticas de la palabra sitios
Sitios es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 3807 según la RAE.
Sitios tienen una frecuencia media de 24.45 veces en cada libro en castellano
Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la sitios en 150 obras del castellano contandose 3717 apariciones en total.

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece sitios
La palabra sitios puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 610
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Únicamente en la época de la trilla les daban un guiso de garbanzos: el resto del año pan, sólo pan, y en muchos sitios, tasado. Explotaban hasta sus necesidades más imperiosas. Antes, al arar la tierra, por cada diez arados había un hombre suplente, que ocupaba el sitio del que se retiraba un momento para librarse de los residuos del gazpacho. Ahora, para economizarse este suplente, daban cinco céntimos al arador, con la condición de no abandonar la yunta aunque el estómago le atormentase con los más crueles llamamientos, y a esto le llamaban ellos con una sorna triste, «vender el... sitio más innoble del cuerpo». ...
En la línea 880
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Muchas familias de rancia nobleza habían guardado la propiedad feudal, las grandes extensiones adquiridas por sus ascendientes, con sólo galopar, lanza en ristre, matando moros. Otras grandes propiedades habían sido formadas por los compradores de bienes nacionales, o los agitadores políticos del campo, que se cobraban sus servicios en las elecciones haciéndose regalar por el Estado los montes y los terrenos públicos, sobre los cuales vivían pueblos enteros. En ciertos sitios de la sierra encontrábanse poblaciones abandonadas, con las casas desplomándose, como si por ellas hubiese pasado una epidemia. El vecindario había huido lejos, en busca de la servidumbre del jornal, viendo convertirse en dehesa de un rico influyente los terrenos públicos que daban el pan a sus familias. ...
En la línea 880
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Para llegar a ella, tenía que rehacer hasta Monte Moro el camino ya recorrido en mi excursión a Evora; por tanto, poca diversión podía prometerme de la novedad de los sitios. ...
En la línea 1400
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... No me hizo mucha gracia la resolución del gitano, lo confieso; tenía yo muy poca gana de marcharme de Trujillo y aventurarme por sitios desconocidos, de noche, con lluvia y niebla, porque el viento se había echado y el agua caía otra vez con fuerza. ...
En la línea 1406
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Pero prefiero andar por estos sitios en noches como ésta a verme en el _estaripel_ de Trujillo». ...
En la línea 1621
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Entre otras rarezas, cuentan que en ciertos sitios hay profundas lagunas habitadas por monstruos, tales como serpientes corpulentas, más largas que un pino, y caballos de agua que a veces salen de allí y cometen mil estropicios. ...
En la línea 54
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Las rocas sieníticas de las cataratas del Orinoco, del Nilo y del Congo están cubiertas por una sustancia negra, y parecen haberse pulimentado con plombagina. Esta capa, en extremo tenue, fue analizada por Berzelius, y, según él, se compone de óxidos de hierro y de manganeso. En el Orinoco, esta capa negra se encuentra sobre las rocas, cubiertas periódicamente por las inundaciones, y sólo en los sitios donde el río tiene una corriente muy rápida; o, para emplear la expresión de los indios, «las rocas son negras allí donde las aguas son blancas». En el riachuelo de que hablo, el revestimiento de las rocas tiene un bonito color pardo, en vez de ser negro, y sólo me parece compuesto de materias ferruginosas. Muestras de colección son incapaces de dar cabal ideal de esas hermosas rocas morenas, admirablemente pulimentadas, que resplandecen a los rayos del sol. Aun cuando el riachuelo corre siempre, el revestimiento no se produce sino en los sitios donde, de vez en cuando, las altas olas golpean la roca, lo cual prueba que la resaca debe de servir de agente bruñidor, cuando se trata de las cataratas de los grandes ríos. El movimiento de la marea debe corresponder también a las inundaciones periódicas; por tanto, el mismo efecto se produce en circunstancias que parecen muy diferentes, pero que en el fondo son análogas. Sin embargo, de ningún modo puede explicarse el origen de esos revestimientos metálicos, que parecen sedimentados por cementación sobre las rocas; y aún menos puede explicarse, en mi sentir, el que su espesor permanezca siempre siendo el mismo. ...
En la línea 54
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Las rocas sieníticas de las cataratas del Orinoco, del Nilo y del Congo están cubiertas por una sustancia negra, y parecen haberse pulimentado con plombagina. Esta capa, en extremo tenue, fue analizada por Berzelius, y, según él, se compone de óxidos de hierro y de manganeso. En el Orinoco, esta capa negra se encuentra sobre las rocas, cubiertas periódicamente por las inundaciones, y sólo en los sitios donde el río tiene una corriente muy rápida; o, para emplear la expresión de los indios, «las rocas son negras allí donde las aguas son blancas». En el riachuelo de que hablo, el revestimiento de las rocas tiene un bonito color pardo, en vez de ser negro, y sólo me parece compuesto de materias ferruginosas. Muestras de colección son incapaces de dar cabal ideal de esas hermosas rocas morenas, admirablemente pulimentadas, que resplandecen a los rayos del sol. Aun cuando el riachuelo corre siempre, el revestimiento no se produce sino en los sitios donde, de vez en cuando, las altas olas golpean la roca, lo cual prueba que la resaca debe de servir de agente bruñidor, cuando se trata de las cataratas de los grandes ríos. El movimiento de la marea debe corresponder también a las inundaciones periódicas; por tanto, el mismo efecto se produce en circunstancias que parecen muy diferentes, pero que en el fondo son análogas. Sin embargo, de ningún modo puede explicarse el origen de esos revestimientos metálicos, que parecen sedimentados por cementación sobre las rocas; y aún menos puede explicarse, en mi sentir, el que su espesor permanezca siempre siendo el mismo. ...
En la línea 65
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Las indicaciones que acabo de dar, se prestan a hacer dos preguntas importantes: en primer lugar, ¿cómo es que los diferentes cuerpos que constituyen las zonas de bordes bien limitados permanecen reunidos? Cuando se trata de crustáceos análogos a los langostinos, no hay nada de extraordinario en ello; pues los movimientos de estos animales son tan regulares y simultáneos como los de un regimiento de soldados. Pero no puede atribuirse esta reunión a un acto voluntario por parte de los óvulos o de las confervas, y probablemente por parte de los infusorios. En segundo lugar, ¿cuál es la causa de la mucha longitud de las zonas? Estas zonas se asemejan tan por completo a lo que puede verse en cada torrente, donde el agua arrastra en largas tiras la espuma producida, que es preciso atribuir aquéllas a una acción análoga de las corrientes del aire o del mar: Si se admite este supuesto, también debe creerse que estos diferentes cuerpos organizados provienen de sitios donde se producen en gran número y que las corrientes aéreas o marítimas los arrastran a lo lejos. Sin embargo, confieso que es muy difícil creer que en un solo lugar, sea cual fuere, puedan producirse millones de millones de animalillos y de confervas. En efecto, ¿cómo habían de poder encontrarse estos gérmenes en esos lugares especiales? ¿No han sido dispersados los cuerpos productores por los vientos y por las olas en toda la inmensidad del océano? Sin embargo, preciso es confesar también que no hay otra hipótesis para explicar ese agrupamiento. Quizá convenga añadir que, según Scoresby, se encuentra 5 M. LESSON. (Voyage de la Coquille, tomo I, pág. 255) señala la existencia de agua roja a lo largo de Lima, color producido sin duda por la misma causa. El célebre naturalista Peron indica, en el Voyage aux terres australes, lo menos doce viajeros que han aludido a la coloración del mar (tomo II, pág. 239). A los viajeros indicados por Peron pueden añadirse: Humboldt, Pers. Narr., tomo VI, pág. 804; Flinder, Voyage, tomo 1, página 92. Labillardiere, tomo I, pág. 287; Ulloa, Viaje; Voyage de l Astrolabe et de la Coquille; Capitán King, Surrey of Australia, etc. ...
En la línea 120
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Proporcionalmente a los otros insectos, el número de arañas es aquí muchísimo mayor que en Inglaterra, quizá hasta mayor que el de cualquier otra división de los animales articulados. Parece casi infinita la variedad de las especies en las arañas saltonas. El género o más bien la familia de las Epeiras, se caracteriza aquí por muchas formas singulares; algunas especies tienen escamas puntiagudas y coriáceas, otras tienen gruesas tibias revestidas de pinchos. Todos los senderos del bosque se encuentran obstruidos por la fuerte tela amarilla de una especie perteneciente a la misma división que la Epeira clanipes de Fabricius, araña que, según Sloane, teje en las Indias occidentales, telas bastante fuertes para retener aves. Una bonita araña pequeña, con las patas delanteras muy largas y que parece pertenecer a un género no descrito, vive parásita en casi todas esas telas. Supongo que es harto insignificante para que la gran Epeira se digne fijarse en ella; por tanto, le permite alimentarse de insectos pequeños que de otra manera no aprovecharían a nadie. Cuando esta arañita se asusta finge la muerte extendiendo las patas delanteras, o se deja caer fuera de la tela. Es en extremo común, sobre todo en los sitios secos, una gruesa Epeira perteneciente a la misma división que las Epeira tuberculata y cónica, esta araña refuerza el centro de su tela, generalmente colocada en medio de las grandes hojas del agane común, por medio de dos y aun cuatro cintas dispuestas en zig zag que enlazan dos de los radios. En cuanto un insecto grande, como un saltamontes o una avispa queda prendido en la tela, la araña le hace girar sobre sí mismo con rapidez por un movimiento brusco; al mismo tiempo envuelve a su presa en cierta cantidad de hilos que bien pronto forman un verdadero capullo alrededor de ella. ...
En la línea 8716
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ana salió tras él, ensimismada, sin acordarse de que había en el mundo maridos, ni días, ni noches, ni horas, ni sitios inconvenientes para hablar a solas con un hombre joven, guapo, robusto, aunque sea clérigo. ...
En la línea 12982
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cada cual se fue a pasear en adelante por sitios extraviados. ...
En la línea 2283
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La planicie de Chamberí, desde los Pozos y Santa Bárbara hasta más allá de Cuatro Caminos, es el sitio preferido de las órdenes nuevas. Allí hemos visto levantarse el asilo de Guillermina Pacheco, la mujer constante y extraordinaria, y allí también la casa de las Micaelas. Estos edificios tienen cierto carácter de improvisación, y en todos, combinando la baratura con la prisa, se ha empleado el ladrillo al descubierto, con ciertos aires mudéjares y pegotes de gótico a la francesa. Las iglesias afectan, en las frágiles escayolas que las decoran interiormente, el estilo adamado con pretensiones de elegante de la basílica de Lourdes. Hay, pues, en ellas una impresión de aseo y arreglo que encanta la vista, y una deplorable manera arquitectónica. La importación de los nuevos estilos de piedad, como el del Sagrado Corazón, y esas manadas de curas de babero expulsados de Francia, nos han traído una cosa buena, el aseo de los lugares destinados al culto; y una cosa mala, la perversión del gusto en la decoración religiosa. Verdad que Madrid apenas tenía elementos de defensa contra esta invasión, porque las iglesias de esta villa, además de muy sucias, son verdaderos adefesios como arte. Así es que no podemos alzar mucho el gallo. El barroquismo sin gracia de nuestras parroquias, los canceles llenos de mugre, las capillas cubiertas de horribles escayolas empolvadas y todo lo demás que constituye la vulgaridad indecorosa de los templos madrileños, no tiene que echar nada en cara a las cursilerías de esta novísima monumentalidad, también armada en yesos deleznables y con derroche de oro y pinturas al temple, pero que al menos despide olor de aseo, y tiene el decoro de los sitios en que anda mucho la santidad de la escoba, del agua y el jabón. ...
En la línea 2421
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Alentada por esta declaración arrancose Fortunata a revelar que, en efecto, pensaba algo, y que algunas noches tenía sueños extravagantes. A lo mejor soñaba que iba por los portales de la calle de la Fresa y ¡plan!, se le encontraba de manos a boca. Otras veces le veía saliendo del Ministerio de Hacienda. Ninguno de estos sitios tenía significación en sus recuerdos. Después soñaba que era ella la esposa y Jacinta la querida del tal, unas veces abandonada, otras no. La manceba era la que deseaba los chiquillos y la esposa la que los tenía. «Hasta que un día… me daba tanta lástima que le dije, digo: 'Bueno, pues tome usted una criatura para que no llore más'». ...
En la línea 3076
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... ¿De qué hablaban aquellos hombres durante tantas y tantas horas? El español es el ser más charlatán que existe sobre la tierra, y cuando no tiene asunto de conversación, habla de sí mismo; dicho se está que ha de hablar mal. En nuestros cafés se habla de cuanto cae bajo la ley de la palabra humana desde el gran día de Babel, en que Dios hizo las opiniones. Óyense en tales sitios vulgaridades groseras, y también conceptos ingeniosos, discretos y oportunos. Porque no sólo van al café los perdidos y maldicientes; también van personas ilustradas y de buena conducta. Hay tertulias de militares, de ingenieros; las de empleados y estudiantes son las que más abundan, y los provincianos forasteros llenan los huecos que aquellos dejan. En un café se oyen las cosas más necias y también las más sublimes. Hay quien ha aprendido todo lo que sabe de filosofía en la mesa de un café, de lo que se deduce que hay quien en la misma mesa pone cátedra amena de los sistemas filosóficos. Hay notabilidades de la tribuna o de la prensa, que han aprendido en los cafés todo lo que saben. Hombres de poderosa asimilación ostentan cierto caudal de conocimientos, sin haber abierto un libro, y es que se han apropiado ideas vertidas en esos círculos nocturnos por los estudiosos que se permiten una hora de esparcimiento en tertulias tan amenas y fraternales. También van sabios a los cafés; también se oyen allí observaciones elocuentes y llenas de sustancia, exposiciones sintéticas de profundas doctrinas. No es todo frivolidad, anécdotas callejeras y mentiras. El café es como una gran feria en la cual se cambian infinitos productos del pensamiento humano. Claro que dominan las baratijas; pero entre ellas corren, a veces sin que se las vea, joyas de inestimable precio. ...
En la línea 3620
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Al siguiente día, Feijoo le dijo al entrar: «Hoy es la primera vez que he tenido que tomar un coche desde la Plaza Mayor aquí. Hasta ahora las piernas se han defendido; estas piernas que han hecho marchas de seis leguas en una noche… Tengo el simón a la puerta. Vente conmigo y vamos a dar una vuelta por las rondas del Sur». Fortunata no pensaba más que en complacerle, y accedió con algún recelo, pues siempre que paseaban juntos, aunque fuera por sitios apartados, temía encontrarse a Maximiliano o a doña Lupe a la vuelta de una esquina. Esta idea le hacía temblar. ...
En la línea 1367
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Ya en esto las damas están fluyendo en reluciente manantial, y los oficiales revolotean y destellan por todas partes, sentándolas e instalándolas cómodamente. La escena está ya bastante animada. Hay movimiento y vida, y colores cambiantes por todas partes. Al cabo de un rato, vuelve a reinar la calma, porque todas las damas han llegado y están en sus sitios, como un gran ramillete de flores resplandecientes, de colores abigarrados, y escarchadas de diamantes como una Vía Láctea. Hay aquí todas las edades: viudas arrugadas y canosas, que pueden retroceder más y más en el tiempo y recordar la coronación de Ricardo III, y los turbulentos días de aquella inolvidable época; y hay hermosas damas de mediana edad, y matronas lindas y graciosas, y doncellas gentiles y bellas, de radiantes ojos y tez fresca, que muy probablemente se pondrán torpemente su enjoyada corona cuando llegue el momento solemne, porque el lance será nuevo para ellas y su agitación será un grave obstáculo. Sin embargo, esto puede no ocurrir, porque el pelo de todas estas damas está arreglado con especial atención a la colocación rápida y airosa de la corona cuando llegue la señal. ...
En la línea 389
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡Qué iba a hacer! —exclamó con voz ronca—. Pero, ¿será verdad que amo a esa muchacha? ¿No es esto una locura? No soy ya el pirata de Mompracem, pues me siento arrastrado por una pasión irresistible hacia esa hija de una raza que odio. ¿Olvido a mi salvaje Mompracem, a mis fieles tigrecitos, a mi buen Yáñez? ¿Olvido que los compatriotas de ella no esperan más que el momento oportuno para destruir mi poder? ¡Apaguemos este volcán que arde en mi corazón, indigno del Tigre de la Malasia! ¡Haz oír tu rugido, Tigre; destierra de tu pecho el reconocimiento que debes a estas gentes que te han curado la herida y huye de estos sitios! ¡Vuelve al mar; vuelve a ser el terrible pirata de Mompracem! ...
En la línea 708
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —La noche no puede ser más favorable -dijo-. Nos haremos a la mar sin que nos descubran. Atravesaron el bosque. La oscuridad bajo los árboles era total; pero el malayo veía por la noche mejor que los gatos y además estaba acostumbrado a andar por tales sitios. ...
En la línea 2004
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Abrigada en su traje de viaje adornado de pieles, Estella parecía más delicadamente hermosa que en otra ocasión cualquiera, incluso a mis propios ojos. Sus maneras eran más atractivas que antes, y creí advertir en ello la influencia de la señorita Havisham. Me señaló su equipaje mientras estábamos ambos en el patio de la posada, y cuando se hubieron reunido los bultos recordé, pues lo había olvidado todo a excepción de ella misma, que nada sabía acerca de su destino. - Voy a Richmond - me dijo. - Como nos dice nuestro tratado de geografía, hay dos Richmonds, uno en Surrey y otro en Yorkshire, y el mío es el Richmond de Surrey. La distancia es de diez millas. Tomaré un coche, y usted me acompañará. Aquí está mi bolsa, de cuyo contenido ha de pagar mis gastos. Debe usted tomar la bolsa. Ni usted ni yo podemos hacer más que obedecer las instrucciones recibidas. No nos es posible obrar a nuestro antojo. Y mientras me miraba al darme la bolsa, sentí la esperanza de que en sus palabras hubiese una segunda intención. Ella las pronunció como al descuido, sin darles importancia, pero no con disgusto. -Tomaremos un carruaje, Estella. ¿Quiere usted descansar un poco aquí? - Sí. Reposaré un momento, tomaré una taza de té y, mientras tanto, usted cuidará de mí. Apoyó el brazo en el mío, como si eso fuese obligado; yo llamé a un camarero que se había quedado mirando a la diligencia como quien no ha visto nada parecido en su vida, a fin de que nos llevase a un saloncito particular. Al oírlo, sacó una servilleta como si fuese un instrumento mágico sin el cual no pudiese encontrar su camino escaleras arriba, y nos llevó hacia el agujero negro del establecimiento, en donde había un espejo de disminución - artículo completamente superfluo en vista de las dimensiones de la estancia, - una botellita con salsa para las anchoas y unos zuecos de ignorado propietario. Ante mi disconformidad con aquel lugar, nos llevó a otra sala, en donde había una mesa de comedor para treinta personas y, en la chimenea, una hoja arrancada de un libro de contabilidad bajo un montón de polvo de carbón. Después de mirar aquel fuego apagado y de mover la cabeza, recibió mis órdenes, que se limitaron a encargarle un poco de té para la señorita, y salió de la estancia, en apariencia muy deprimido. Me molestó la atmósfera de aquella estancia, que ofrecía una fuerte combinación de olor de cuadra con el de sopa trasnochada, gracias a lo cual se podía inferir que el departamento de coches no marchaba bien y que su empresario hervía los caballos para servirlos en el restaurante. Sin embargo, poca importancia di a todo eso en vista de que Estella estaba conmigo. Y hasta me dije que con ella me habría sentido feliz aunque tuviera que pasar allí la vida. De todos modos, en aquellos instantes yo no era feliz, y eso me constaba perfectamente. - ¿Y en compañía de quién va usted a vivir en Richmond? - pregunté a Estella. - Voy a vivir - contestó ella - sin reparar en gastos y en compañía de una señora que tiene la posibilidad, o por lo menos así lo asegura, de presentarme en todas partes, de hacerme conocer a muchas personas y de lograr que me vea mucha gente. - Supongo que a usted le gustará mucho esa variedad y la admiración que va a despertar. - Sí, también lo creo. Contestó en tono tan ligero, que yo añadí: - Habla de usted misma como si fuese otra persona. - ¿Y dónde ha averiguado usted mi modo de hablar con otros? ¡Vamos! ¡Vamos!-añadió Estella sonriendo deliciosamente -. No creo que tenga usted la pretensión de darme lecciones; no tengo más remedio que hablar del modo que me es peculiar. ¿Y cómo lo pasa usted con el señor Pocket? - Vivo allí muy agradablemente; por lo menos… - y me detuve al pensar que tal vez perdía una oportunidad. - Por lo menos… - repitió Estella . 127 - … de un modo tan agradable como podría vivir en cualquier parte, lejos de usted. - Es usted un tonto - dijo Estella con la mayor compostura -. ¿Cómo puede decir esas niñerías? Según tengo entendido, su amigo, el señor Mateo, es superior al resto de su familia. - Mucho. Además, no tiene ningún enemigo… - No añada usted que él es su propio enemigo - interrumpió Estella, - porque odio a esa clase de hombres. He oído decir que, realmente, es un hombre desinteresado y que está muy por encima de los pequeños celos y del despecho. - Estoy seguro de tener motivos para creerlo así. - Indudablemente, no tiene usted las mismas razones para decir lo mismo del resto de su familia - continuó Estella mirándome con tal expresión que, a la vez, era grave y chancera, - porque asedian a la señorita Havisham con toda clase de noticias y de insinuaciones contra usted. Le observan constantemente y le presentan bajo cuantos aspectos desfavorables les es posible. Escriben cartas acerca de usted, a veces anónimas, y es usted el tormento y la ocupación de sus vidas. Es imposible que pueda comprender el odio que toda esa gente le tiene. -Espero, sin embargo, que no me perjudicarán. En vez de contestar, Estella se echó a reír. Esto me pareció muy raro y me quedé mirándola perplejo. Cuando se calmó su acceso de hilaridad, y no se rió de un modo lánguido, sino verdaderamente divertida, le dije, con cierta desconfianza: - Creo poder estar seguro de que a usted no le parecería tan divertido si realmente me perjudicasen. - No, no. Puede usted estar seguro de eso - contestó Estella. - Tenga la certeza de que me río precisamente por su fracaso. Esos pobres parientes de la señorita Havisham sufren indecibles torturas. Se echó a reír de nuevo, y aun entonces, después de haberme descubierto la causa de su risa, ésta me pareció muy singular, porque, como no podía dudar acerca de que el asunto le hacía gracia, me parecía excesiva su hilaridad por tal causa. Por consiguiente, me dije que habría algo más que yo desconocía. Y como ella advirtiese tal pensamiento en mí, me contestó diciendo: - Ni usted mismo puede darse cuenta de la satisfacción que me causa presenciar el disgusto de esa gente ni lo que me divierten sus ridiculeces. Usted, al revés de mí misma, no fue criado en aquella casa desde su más tierna infancia. Sus intrigas contra usted, aunque contenidas y disfrazadas por la máscara de la simpatía y de la compasión que no sentían, no pudieron aguzar su inteligencia, como me pasó a mí, y tampoco pudo usted, como yo, abrir gradualmente sus ojos infantiles ante la impostura de aquella mujer que calcula sus reservas de paz mental para cuando se despierta por la noche. Aquello ya no parecía divertido para Estella, que traía nuevamente a su memoria tales recuerdos de su infancia. Yo mismo no quisiera haber sido la causa de la mirada que entonces centelleó en sus ojos, ni a cambio de todas las esperanzas que pudiera tener en la vida. - Dos cosas puedo decirle - continuó Estella. - La primera, que, a pesar de asegurar el proverbio que una gota constante es capaz de agujerear una piedra, puede tener la seguridad de que toda esa gente, ni siquiera en cien años, podría perjudicarle en el ánimo de la señorita Havisham ni poco ni mucho. La segunda es que yo debo estar agradecida a usted por ser la causa de sus inútiles esfuerzos y sus infructuosas bajezas, y, en prueba de ello, aquí tiene usted mi mano. Mientras me la daba como por juego, porque su seriedad fue momentánea, yo la tomé y la llevé a mis labios. - Es usted muy ridículo - dijo Estella. - ¿No se dará usted nunca por avisado? ¿O acaso besará mi mano con el mismo ánimo con que un día me dejé besar mi mejilla? - ¿Cuál era ese ánimo? - pregunté. - He de pensar un momento. El de desprecio hacia los aduladores e intrigantes. - Si digo que sí, ¿me dejará que la bese otra vez en la mejilla? - Debería usted haberlo pedido antes de besar la mano. Pero sí. Puede besarme, si quiere. Yo me incliné; su rostro estaba tan tranquilo como el de una estatua. - Ahora - dijo Estella apartándose en el mismo instante en que mis labios tocaban su mejilla -, ahora debe usted cuidar de que me sirvan el té y luego acompañarme a Richmond. Me resultó doloroso ver que volvía a recordar las órdenes recibidas, como si al estar juntos no hiciésemos más que cumplir nuestro deber, como verdaderos muñecos; pero todo lo que ocurrió mientras estuvimos juntos me resultó doloroso. Cualquiera que fuese el tono de sus palabras, yo no podía confiar en él nifundar ninguna esperanza; y, sin embargo, continué igualmente, contra toda esperanza y contra toda confianza. ¿Para qué repetirlo un millar de veces? Así fue siempre. 128 Llamé para pedir el té, y el camarero apareció de nuevo, llevando su servilleta mágica y trayendo, por grados, una cincuentena de accesorios para el té, pero éste no aparecía de ningún modo. Trajo una bandeja, tazas, platitos, platos, cuchillos y tenedores; cucharas de varios tamaños; saleros; un pequeño panecillo, cubierto, con la mayor precaución, con una tapa de hierro; una cestilla que contenía una pequeña cantidad de manteca, sobre un lecho de perejil; un pan pálido y empolvado de harina por un extremo; algunas rebanadas triangulares en las que estaban claramente marcadas las rejas del fogón, y, finalmente, una urna familiar bastante grande, que el mozo trajo penosamente, como si le agobiara y le hiciera sufrir su peso. Después de una ausencia prolongada en aquella fase del espectáculo, llegó por fin con un cofrecillo de hermoso aspecto que contenía algunas ramitas. Yo las sumergí en agua caliente, y, así, del conjunto de todos aquellos accesorios extraje una taza de no sé qué infusión destinada a Estella. Una vez pagado el gasto y después de haber recordado al camarero, sin olvidar al palafrenero y teniendo en cuenta a la camarera, en una palabra, después de sobornar a la casa entera, dejándola sumida en el desdén y en la animosidad, lo cual aligeró bastante la bolsa de Estella, nos metimos en nuestra silla de posta y emprendimos la marcha, dirigiéndonos hacia Cheapside, subiendo ruidosamente la calle de Newgate. Pronto nos hallamos bajo los muros que tan avergonzado me tenían. - ¿Qué edificio es ése? - me preguntó Estella. Yo fingí, tontamente, no reconocerlo en el primer instante, y luego se lo dije. Después de mirar, retiró la cabeza y murmuró: - ¡Miserables! En vista de esto, yo no habría confesado por nada del mundo la visita que aquella misma mañana hice a la prisión. - E1 señor Jaggers - dije luego, con objeto de echar el muerto a otro - tiene la reputación de conocer mejor que otro cualquiera en Londres los secretos de este triste lugar. - Me parece que conoce los de todas partes - confesó Estella en voz baja. - Supongo que está usted acostumbrada a verle con frecuencia. - En efecto, le he visto con intervalos variables, durante todo el tiempo que puedo recordar. Pero no por eso le conozco mejor ahora que cuando apenas sabía hablar. ¿Cuál es su propia opinión acerca de ese señor? ¿Marcha usted bien con él? - Una vez acostumbrado a sus maneras desconfiadas – contestó, - no andamos mal. - ¿Ha intimado usted con él? - He comido en su compañía y en su domicilio particular - Me figuro - dijo Estella encogiéndose - que debe de ser un lugar muy curioso. - En efecto, lo es. Yo debía haber sido cuidadoso al hablar de mi tutor, para no hacerlo con demasiada libertad, incluso con Estella; mas, a pesar de todo, habría continuado hablando del asunto y describiendo la cena que nos dio en la calle Gerrard, si no hubiésemos llegado de pronto a un lugar muy iluminado por el gas. Mientras duró, pareció producirme la misma sensación inexplicable que antes experimenté; y cuando salimos de aquella luz, me quedé como deslumbrado por unos instantes, como si me hubiese visto rodeado por un rayo. Empezamos a hablar de otras cosas, especialmente acerca de nuestro modo de viajar, de cuáles eran los barrios de Londres que había por aquel lugar y de cosas por el estilo. La gran ciudad era casi nueva para ella, según me dijo, porque no se alejó nunca de las cercanías de la casa de la señorita Havisham hasta que se dirigió a Francia, y aun entonces no hizo más que atravesar Londres a la ida y a la vuelta. Le pregunté si mi tutor estaba encargado de ella mientras permaneciese en Richmond, y a eso ella se limitó a contestar enfáticamente: - ¡No lo quiera Dios! No pude evitar el darme cuenta de que tenía interés en atraerme y que se mostraba todo lo seductora que le era posible, de manera que me habría conquistado por completo aun en el caso de que, para lograrlo, hubiese tenido que esforzarse. Sin embargo, nada de aquello me hizo más feliz, porque aun cuando no hubiera dado a entender que ambos habíamos de obedecer lo dispuesto por otras personas, yo habría comprendido que tenía mi corazón en sus manos, por habérselo propuesto así y no porque eso despertara ninguna ternura en el suyo propio, para despedazarlo y luego tirarlo a lo lejos. Mientras atravesamos Hammersmith le indiqué dónde vivía el señor Mateo Pocket, añadiendo que, como no estaba a mucha distancia de Richmond, esperaba tener frecuentes ocasiones de verla. - ¡Oh, sí! Tendrá usted que ir a verme. Podrá ir cuando le parezca mejor; desde luego, hablaré de usted a la familia con la que voy a vivir, aunque, en realidad, ya le conoce de referencias. Pregunté entonces si era numerosa la familia de que iba a formar parte. 129 -No; tan sólo son dos personas: madre e hija. La madre, según tengo entendido, es una dama que está en buena posición, aunque no le molesta aumentar sus ingresos. -Me extraña que la señorita Havisham haya consentido en separarse otra vez de usted y tan poco tiempo después de su regreso de Francia. - Eso es una parte de los planes de la señorita Havisham con respecto a mí, Pip - dijo Estella dando un suspiro como si estuviese fatigada. - Yo debo escribirle constantemente y verla también con cierta regularidad, para darle cuenta de mi vida… , y no solamente de mí, sino también de las joyas, porque ya casi todas son mías. Aquélla era la primera vez que me llamó por mi nombre. Naturalmente, lo hizo adrede, y yo comprendí que recordaría con placer semejante ocurrencia. Llegamos demasiado pronto a Richmond, y nuestro destino era una casa situada junto al Green, casa antigua, de aspecto muy serio, en donde más de una vez se lucieron las gorgueras, los lunares, los cabellos empolvados, las casacas bordadas, las medias de seda,los encajes y las espadas. Delante de la casa había algunos árboles viejos, todavía recortados en formas tan poco naturales como las gorgueras, las pelucas y los miriñaques; pero ya estaban señalados los sitios que habían de ocupar en la gran procesión de los muertos, y pronto tomarían parte en ella para emprender el silencioso camino de todo lo demás. Una campana, con voz muy cascada, que sin duda alguna en otros tiempos anunció a la casa: «Aquí está el guardainfante verde… Aquí, la espada con puño de piedras preciosas… «Aquí, los zapatos de rojos tacones adornados con una piedra preciosa azul… »a, resonó gravemente a la luz de la luna y en el acto se presentaron dos doncellas de rostro colorado como cerezas, con objeto de recibir a Estella. Pronto la puerta se tragó el equipaje de mi compañera, quien me tendió la mano, me dirigió una sonrisa y me dio las buenas noches antes de ser tragada a su vez. Y yo continué mirando hacia la casa, pensando en lo feliz que sería viviendo allí con ella, aunque, al mismo tiempo, estaba persuadido de que en su compañía jamás me sentiría dichoso, sino siempre desgraciado Volví a subir al coche para dirigirme a Hammersmith; entré con el corazón dolorido, y cuando salí me dolía más aún. Ante la puerta de mi morada encontré a la pequeña Juana Pocket, que regresaba de una fiesta infantil, escoltada por su diminuto novio, a quien yo envidié a pesar de tener que sujetarse a las órdenes de Flopson. El señor Pocket había salido a dar clase, porque era un profesor delicioso de economía doméstica, y sus tratados referentes al gobierno de los niños y de los criados eran considerados como los mejores libros de texto acerca de tales asuntos. Pero la señora Pocket estaba en casa y se hallaba en una pequeña dificultad, a causa de que habían entregado al pequeño un alfiletero para que se estuviera quieto durante la inexplicable ausencia de Millers (que había ido a visitar a un pariente que tenía en los Guardias de Infantería), y faltaban del alfiletero muchas más agujas de las que podían considerarse convenientes para un paciente tan joven, ya fuesen aplicadas al exterior o para ser tomadas a guisa de tónico. Como el señor Pocket era justamente célebre por los excelentes consejos que daba, así como también por su clara y sólida percepción de las cosas y su modo de pensar en extremo juicioso, al sentir mi corazón dolorido tuve la intención de rogarle que aceptara mis confidencias. Pero como entonces levantase la vista y viese a la señora Pocket mientras leía su libro acerca de la nobleza, después de prescribir que la camarera un remedio soberano para el pequeño, me arrepentí, y decidí no decir una palabra. ...
En la línea 2029
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Alejándome de la puerta del Temple en cuanto hube leído este aviso, me encaminé hacia la calle Fleet, en donde tomé un coche de punto, retrasado, y en él me hice llevar a Hummums, en Covent Garden. En aquellos tiempos, siempre se podía encontrar allí una cama a cualquier hora de la noche, y el vigilante me 175 dejó entrar inmediatamente, entregándome la primera bujía de la fila que había en un estante, y me acompañó a la primera de las habitaciones todavía desocupadas. Era una especie de bóveda en el sótano de la parte posterior, ocupada por una cama de cuatro patas parecida a un monstruo despótico, pues se había situado en el centro y una de sus patas estaba en la chimenea y otra en la puerta de entrada, sin contar con que tenía acorralado en un rincón al mísero lavabo. Como yo había pedido luz para toda la noche, el vigilante, antes de dejarme solo, me trajo la buena, vieja y constitucional bujía de médula de junco bañada en cera que se usaba en aquellos tiempos virtuosos - un objeto parecido al fantasma de un bastón que instantáneamente se rompía en cuanto se tocaba, en cuyo caso ya no se podía encender y que se condenaba al más completo aislamiento, en el fondo de una alta torre de hojalata, provista de numerosos agujeros redondos, la cual proyectaba curiosos círculos de luz en las paredes. - Cuando me metí en cama y estuve tendido en ella, con los pies doloridos, cansado y triste, observé que no podía pegar los ojos ni conseguir que los cerrara aquel estúpido Argos. Y, así, en lo más profundo y negro de la noche, estábamos los dos mirándonos uno a otro. ¡Qué noche tan triste! ¡Cuán llena de ansiedades y de dolor y qué interminable! En la estancia reinaba un olor desagradable de hollín frío y de polvo caliente, y cuando miraba a los rincones del pabellón que había sobre mi cabeza me pregunté cuántas moscas azules procedentes de la carnicería y cuántas orugas debían de estar invernando allí en espera de la primavera. Entonces temí que algunos de aquellos insectos se cayeran sobre mi cara, idea que me dió mucho desasosiego y que me hizo temer otras aproximaciones más desagradables todavía a lo largo de mi espalda. Cuando hube permanecido despierto un rato, hiciéronse oír aquellas voces extraordinarias de que está lleno el silencio. El armario murmuraba, suspiraba la chimenea, movíase el pequeño lavabo, y una cuerda de guitarra, oculta en el fondo de algún cajón, dejaba oír su voz. Al mismo tiempo adquirían nueva expresión los ojos de luz que se proyectaban en las paredes, y en cada uno de aquellos círculos amarillentos me parecía ver escritas las palabras: «No vaya a su casa.» Cualesquiera que fuesen las fantasías nocturnas que me asaltaban o los ruidos que llegaban a mis oídos, nada podía borrar las palabras: «No vaya a su casa.» Ellas se entremezclaban en todos mis pensamientos, como habría hecho cualquier dolor corporal. Poco tiempo antes había leído en los periódicos que un caballero desconocido fue a pasar la noche a casa de Hummums y que, después de acostarse, se suicidó, de manera que a la mañana siguiente lo encontraron bañado en su propia sangre. Me imaginé que tal vez habría ocupado aquella misma bóveda, y a tanto llegó la aprensión, que me levanté para ver si descubría alguna mancha rojiza; luego abrí la puerta para mirar al corredor y para reanimarme contemplando el resplandor de una luz lejana, cerca de la cual me constaba que dormitaba el sereno. Pero, mientras tanto, no dejaba de preguntarme qué habría ocurrido en mi casa, cuándo volvería a ella y si Provis estaba sano y salvo en la suya. Estas preguntas ocupaban de tal manera mi imaginación, que yo mismo habría podido suponer que no me dejaba lugar para otras preocupaciones. Y hasta cuando pensaba en Estella, en nuestra despedida, que fue ya para siempre, y mientras recordaba todas las circunstancias de nuestra separación, así como todas sus miradas, los distintos tonos de su voz y los movimientos de sus dedos mientras hacía calceta, aun entonces me sentía perseguido por las palabras: «No vaya a su casa.» Cuando, por fin, ya derrengado, me adormecí, aquella frase se convirtió en un verbo que no tenía más remedio que conjugar. Modo indicativo, tiempo presente. «No vayas a casa. No vaya a casa. No vayamos a casa. No vayáis a casa. No vayan a casa.» Luego lo conjugaba con otros verbos auxiliares, diciendo: «No puedo, ni debo, ni quiero ir a casa», hasta que, sintiéndome aturrullado, di media vuelta sobre la almohada y me quedé mirando los círculos de luz de la pared. Había avisado para que me llamasen a las siete, porque, evidentemente, tenía que ver a Wemmick antes que a nadie más, y también era natural que me encaminase a Walworth, pues era preciso conocer sus opiniones particulares, que solamente expresaba en aquel lugar. Fue para mí un alivio levantarme y abandonar aquella estancia en que había pasado tan horrible noche, y no necesité una segunda llamada para saltar de la cama. A las ocho de la mañana se me aparecieron las murallas del castillo. Como en aquel momento entrara la criadita con dos panecillos calientes, en su compañía atravesé el puente, y así llegamos sin ser anunciados a presencia del señor Wemmick, que estaba ocupado en hacer té para él y para su anciano padre. Una puerta abierta dejaba ver a éste, todavía en su cama. - ¡Hola, señor Pip! ¿Por fin fue usted a su casa? - No, no fui a casa. - Perfectamente - dijo frotándose las manos. - Dejé una carta para usted en cada una de las puertas del Temple, para tener la seguridad de que recibiría una de ellas. ¿Por qué puerta entró usted? Se lo dije. 176 - Durante el día recorreré las demás para destruir las otras cartas - dijo Wemmick. - Es una precaución excelente no dejar pruebas escritas, si se puede evitar, porque nadie sabe el paradero que pueden tener. Voy a tomarme una libertad con usted. ¿Quiere hacerme el favor de asar esta salchicha para mi padre? Le contesté que lo haría con el mayor gusto. - Pues entonces, María Ana, puedes ir a ocuparte en tus quehaceres - dijo Wemmick a la criadita. - Así nos quedamos solos y sin que nadie pueda oírnos, ¿no es verdad, señor Pip? - añadió haciéndome un guiño en cuanto la muchacha se alejó. Le di las gracias por sus pruebas de amistad y por su previsión y empezamos a hablar en voz baja, mientras yo asaba la salchicha y él ponía manteca en el pan del anciano. - Ahora, señor Pip - dijo Wemmick, - ya sabe usted que nos entendemos muy bien. Estamos aquí hablando particularmente, y antes de hoy ya nos hemos relacionado para llevar a cabo asuntos confidenciales. Los sentimientos oficiales son una cosa. Aquí obramos y hablamos extraoficialmente. Asentí con toda cordialidad, pero estaba tan nervioso que, sin darme cuenta, dejé que la salchicha del anciano se convirtiese en una antorcha, de manera que tuve que soplar para apagarla. -Ayer mañana me enteré por casualidad-dijo Wemmick, - mientras me hallaba en cierto lugar a donde le llevé una vez… Aunque sea entre los dos, es mejor no mencionar nombre alguno si es posible. - Es mucho mejor – dije. - Ya lo comprendo. - Oí por casualidad, ayer por la mañana - prosiguió Wemmick, - que cierta persona algo relacionada con los asuntos coloniales y no desprovista de objetos de valor fácilmente transportables, aunque no sé quién puede ser en realidad, y si le parece tampoco nombraremos a esa persona… - No es necesario - dije. - Había causado cierta sensación en determinada parte del mundo, adonde va bastante gente, desde luego no a gusto suyo muchas veces y siempre con gastos a cargo del gobierno… Como yo observaba su rostro con la mayor fijeza, convertí la salchicha en unos fuegos artificiales, lo cual atrajo, naturalmente, mi atención y la del señor Wemmick. Yo le rogué que me dispensara. - Causó, como digo, cierta sensación a causa de su desaparición, sin que se oyese hablar más de él. Por esta causa - añadió Wemmick - se han hecho conjeturas y se han aventurado opiniones. También he oído decir que se vigilaban sus habitaciones en Garden Court, Temple, y que posiblemente continuarían vigiladas. - ¿Por quién? - pregunté. - No entraré en estos detalles - dijo evasivamente Wemmick, - porque eso comprometería mis responsabilidades oficiales. Lo oí, como otras veces he oído cosas muy curiosas, en el mismo sitio. Fíjese en que no son informes recibidos, sino que tan sólo me enteré por haberlo oído. Mientras hablaba me quitó el tenedor que sostenía la salchicha y puso con el mayor esmero el desayuno del anciano en una bandeja. Antes de servírselo entró en el dormitorio con una servilleta limpia que ató por debajo de la barba del anciano; le ayudó a sentarse en la cama y le ladeó el gorro de dormir, lo cual le dio un aspecto de libertino. Luego le puso delante el desayuno, con el mayor cuidado, y dijo: - ¿Está usted bien, padre? - ¡Está bien, John, está bien! - contestó el alegre anciano. Y como parecía haberse establecido la inteligencia tácita de que el anciano no estaba presentable y, por consiguiente, había que considerarle como invisible, yo fingí no haberme dado cuenta de nada de aquello. - Esta vigilancia de mi casa, que en una ocasión ya sospeché - dije a Wemmick en cuanto volvió a mi lado, - es inseparable de la persona a quien se ha referido usted, ¿no es verdad? Wemmick estaba muy serio. - Por las noticias que tengo, no puedo asegurarlo. Es decir, que no puedo asegurar que ya ha sido vigilado. Pero lo está o se halla en gran peligro de serlo. Observando que se contenía en su fidelidad a Little Britain a fin de no decir todo lo que sabía, y como, con el corazón agradecido, yo comprendía cuánto se apartaba de sus costumbres al darme cuenta de lo que había oído, no quise violentarle preguntándole más. Pero después de meditar un poco ante el fuego, le dije que me gustaría hacerle una pregunta, que podía contestar o no, según le pareciese mejor, en la seguridad de que su decisión sería la más acertada. Interrumpió su desayuno, cruzó los brazos y, cerrando las manos sobre las mangas de la camisa (pues su idea de la comodidad del hogar le hacía quitarse la chaqueta en cuanto estaba en casa), movió afirmativamente la cabeza para indicarme que esperaba la pregunta. - ¿Ha oído usted hablar de un hombre de mala nota, cuyo nombre verdadero es Compeyson? Contestó con otro movimiento de cabeza. - ¿Vive? 177 Afirmó de nuevo. - ¿Está en Londres? Hizo otro movimiento afirmativo, comprimió el buzón de su boca y, repitiendo su muda respuesta, continuó comiendo. - Ahora - dijo luego, - puesto que ya ha terminado el interrogatorio - y repitió estas palabras para que me sirviesen de advertencia, - voy a darle cuenta de lo que hice, en consideración de lo que oí. Fui en busca de usted a Garden Court y, como no le hallara, me encaminé a casa de Clarriker a ver a Herbert. - ¿Lo encontró usted? - pregunté con la mayor ansiedad. - Lo encontré. Sin mencionar nombres ni dar detalles, le hice comprender que si estaba enterado de que alguien, Tom, Jack o Richard, se hallaba en las habitaciones de ustedes o en las cercanías, lo mejor que podría hacer era aconsejar a Tom, Jack o Richard que se alejase durante la ausencia de usted. - Debió de quedarse muy apurado acerca de lo que tendría que hacer. - Estaba apurado. Además, le manifesté mi opinión de que, en estos momentos, no sería muy prudente alejar demasiado a Tom, Jack o Richard. Ahora, señor Pip, voy a decirle una cosa. En las circunstancias actuales, no hay nada como una gran ciudad una vez ya se está en ella. No se precipiten ustedes. Quédense tranquilos, en espera de que mejoren las cosas, antes de aventurar la salida, incluso en busca de los aires extranjeros. Le di las gracias por sus valiosos consejos y le pregunté qué había hecho Herbert. - El señor Herbert - dijo Wemmick, - después de estar muy apurado por espacio de media hora, encontró un plan. Me comunicó en secreto que corteja a una joven, quien, como ya sabrá usted, tiene a su padre en cama. Este padre, que se dedicó al aprovisionamiento de barcos, está en una habitación desde cuya ventana puede ver las embarcaciones que suben y bajan por el río. Tal vez ya conoce usted a esa señorita. - Personalmente, no - le contesté. La verdad era que ella me consideró siempre un compañero demasiado costoso, que no hacía ningún bien a Herbert, de manera que cuando éste le propuso presentarme a ella, la joven acogió la idea con tan poco calor, que su prometido se creyó obligado a darme cuenta del estado del asunto, indicando la conveniencia de dejar pasar algún tiempo antes de insistir. Cuando empecé a mejorar en secreto el porvenir de Herbert, pude tomar filosóficamente este pequeño contratiempo; por su parte, tanto él como su prometida no sintieron grandes deseos de introducir a una tercera persona en sus entrevistas; y así, aunque se me dijo que había progresado mucho en la estimación de Clara, y aunque ésta y yo habíamos cambiado algunas frases amables y saludos por medio de Herbert, yo no la había visto nunca. Sin embargo, no molesté a Wemmick con estos detalles. - Parece que la casa en cuestión - siguió diciendo Wemmick - está junto al río, entre Limehouse y Greenwich; cuida de ella una respetable viuda, que tiene un piso amueblado para alquilar. El señor Herbert me dijo todo eso, preguntándome qué me parecía el lugar en cuestión como albergue transitorio para Tom, Jack o Richard. Creí muy acertado el plan, por tres razones que comunicaré a usted. Primera: está separado de su barrio y también de los sitios cruzados por muchas calles, grandes o pequeñas. Segunda: sin necesidad de ir usted mismo, puede estar al corriente de lo que hace Tom, Jack o Richard, por medio del señor Herbert. Tercera: después de algún tiempo, y cuando parezca prudente, en caso de que quiera embarcar a Tom, Jack o Richard en un buque extranjero, lo tiene usted precisamente a la orilla del río. Muy consolado por aquellas consideraciones, di efusivas gracias a Wemmick y le rogué que continuase. - Pues bien. El señor Herbert se ocupó del asunto con la mayor decisión, y a las nueve de la noche pasada trasladó a Tom, Jack o Richard, quien sea, pues ni a usted ni a mí nos importa, y logró un éxito completo. En las habitaciones que ocupaba se dijo que le llamaban desde Dover, y, en realidad, tomaron tal camino, para torcer por la próxima esquina. Otra gran ventaja en todo eso es que se llevó a cabo sin usted, de manera que si alguien seguía los pasos de usted le constará que se hallaba a muchas millas de distancia y ocupado en otros asuntos. Esto desvía las sospechas y las confunde; por la misma razón le recomendé que no fuese a su casa en caso de regresar anoche. Esto complica las cosas, y usted necesita, precisamente, que haya confusión. Wemmick, que había terminado su desayuno, consultó su reloj y fue en busca de su chaqueta. - Y ahora, señor Pip - dijo con las manos todavía posadas sobre las mangas de la camisa, - probablemente he hecho ya cuanto me ha sido posible; pero si puedo hacer algo más, desde luego, de un modo personal y particular, tendré el mayor gusto en ello. Aquí están las señas. No habrá ningún inconveniente en que vaya usted esta noche a ver por sí mismo que Tom, Jack o Richard esta bien y en seguridad, antes de irse a su propia casa, lo cual es otra razón para que ayer noche no fuera a ella. Pero en cuanto esté en su propio domicilio, no vuelva más por aquí. Ya sabe usted que siempre es bien venido, señor Pip - añadió separando 178 las manos de las mangas y sacudiéndoselas-, y, finalmente, déjeme que le diga una cosa importante. - Me puso las manos en los hombros y añadió en voz baja y solemne: - Aproveche usted esta misma noche para guardarse todos sus efectos de valor fácilmente transportables. No sabe usted ni puede saber lo que le sucederá en lo venidero. Procure, por consiguiente, que no les ocurra nada a los efectos de valor. Considerando completamente inútiles mis esfuerzos para dar a entender a Wemmick mi opinión acerca del particular, no lo intenté siquiera. - Ya es tarde - añadió Wemmick, - y he de marcharme. Si no tiene usted nada más importante que hacer hasta que oscurezca, le aconsejaría que se quedara aquí hasta entonces. Tiene usted el aspecto de estar muy preocupado; pasaría un día muy tranquilo con mi anciano padre, que se levantará en breve, y, además, disfrutará de un poco de… , ¿se acuerda usted del cerdo? - Naturalmente - le dije. - Pues bien, un poco de él. La salchicha que asó usted era suya, y hay que confesar que, desde todos los puntos de vista, era de primera calidad. Pruébelo, aunque no sea más que por el gusto de saborearlo. ¡Adiós, padre! - añadió gritando alegremente. - ¡Está bien, John, está bien! - contestó el anciano desde dentro. Pronto me quedé dormido ante el fuego de Wemmick, y el anciano y yo disfrutamos mutuamente de nuestra compañía, durmiéndonos, de vez en cuando, durante el día. Para comer tuvimos lomo de cerdo y verduras cosechadas en la propiedad, y yo dirigía expresivos movimientos de cabeza al anciano, cuando no lo hacía dando cabezadas a impulsos del sueño. Al oscurecer dejé al viejo preparando el fuego para tostar el pan; y a juzgar por el número de tazas de té, así como por las miradas que mi compañero dirigía hacia las puertecillas que había en la pared, al lado de la chimenea, deduje que esperaba a la señorita Skiffins. ...
En la línea 2033
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pasaron algunas semanas sin que ocurriese cambio alguno. Esperábamos noticias de Wemmick, pero éste no daba señales de vida. Si no le hubiese conocido más que en el despacho de Little Britain y no hubiera gozado del privilegio de ser un concurrente familiar al castillo, podría haber llegado a dudar de él; pero como le conocía muy bien, no llegué a sentir tal recelo. Mis asuntos particulares empezaron a tomar muy feo aspecto, y más de uno de mis acreedores me dirigió apremiantes peticiones de dinero. Yo mismo llegué a conocer la falta de dinero (quiero decir, de dinero disponible en mi bolsillo), y, así, no tuve más remedio que convertir en numerario algunas joyas que poseía. Estaba resuelto a considerar que sería una especie de fraude indigno el aceptar más dinero de mi 182 protector, dadas las circunstancias y en vista de la incertidumbre de mis pensamientos y de mis planes. Por consiguiente, valiéndome de Herbert, le mandé la cartera, a la que no había tocado, para que él mismo la guardase, y experimenté cierta satisfacción, aunque no sé si legítima o no, por el hecho de no haberme aprovechado de su generosidad a partir del momento en que se dio a conocer. A medida que pasaba el tiempo, empecé a tener la seguridad de que Estella se habría casado ya. Temeroso de recibir la confirmación de esta sospecha, aunque no tenía la convicción, evité la lectura de los periódicos y rogué a Herbert, después de confiarle las circunstancias de nuestra última entrevista, que no volviese a hablarme de ella. Ignoro por qué atesoré aquel jirón de esperanza que se habían de llevar los vientos. E1 que esto lea, ¿no se considerará culpable de haber hecho lo mismo el año anterior, el mes pasado o la semana última? Llevaba una vida muy triste y desdichada, y mi preocupación dominante, que se sobreponía a todas las demás, como un alto pico que dominara a una cordillera, jamás desaparecía de mi vista. Sin embargo, no hubo nuevas causas de temor. A veces, no obstante, me despertaba por las noches, aterrorizado y seguro de que lo habían prendido; otras, cuando estaba levantado, esperaba ansioso los pasos de Herbert al llegar a casa, temiendo que lo hiciera con mayor apresuramiento y viniese a darme una mala noticia. A excepción de eso y de otros imaginarios sobresaltos por el estilo, pasó el tiempo como siempre. Condenado a la inacción y a un estado constante de dudas y de temor, solía pasear a remo en mi bote, y esperaba, esperaba, del mejor modo que podía. A veces, la marea me impedía remontar el río y pasar el Puente de Londres; en tales casos solía dejar el bote cerca de la Aduana, para que me lo llevaran luego al lugar en que acostumbraba dejarlo amarrado. No me sabía mal hacer tal cosa, pues ello me servía para que, tanto yo como mi bote, fuésemos conocidos por la gente que vivía o trabajaba a orillas del río. Y de ello resultaron dos encuentros que voy a referir. Una tarde de las últimas del mes de febrero desembarqué al oscurecer. Aprovechando la bajamar, había llegado hasta Greenwich y volví con la marea. El día había sido claro y luminoso, pero a la puesta del sol se levantó la niebla, lo cual me obligó a avanzar con mucho cuidado por entre los barcos. Tanto a la ida como a la vuelta observé la misma señal tranquilizadora en las ventanas de Provis. Todo marchaba bien. La tarde era desagradable y yo tenía frío, por lo cual me dije que, a fin de entrar en calor, iría a cenar inmediatamente; y como después de cenar tendría que pasar algunas tristes horas solo, antes de ir a la cama, pensé que lo mejor sería ir luego al teatro. El coliseo en que el señor Wopsle alcanzara su discutible triunfo estaba en la vecindad del río (hoy ya no existe), y resolví ir allí. Estaba ya enterado de que el señor Wops1e no logró su empeño de resucitar el drama, sino que, por el contrario, había contribuido mucho a su decadencia. En los programas del teatro se le había citado con mucha frecuencia e ignominiosamente como un negro fiel, en compañía de una niña de noble cuna y un mico. Herbert le vio representando un voraz tártaro, de cómicas propensiones, con un rostro de rojo ladrillo y un infamante gorro lleno de campanillas. Cené en un establecimiento que Herbert y yo llamábamos «el bodegón geográfico» porque había mapas del mundo en todos los jarros para la cerveza, en cada medio metro de los manteles y en los cuchillos (debiéndose advertir que, hasta ahora, apenas hay un bodegón en los dominios del lord mayor que no sea geográfico), y pasé bastante rato medio dormido sobre las migas de pan del mantel, mirando las luces de gas y caldeándome en aquella atmósfera, densa por la abundancia de concurrentes. Mas por fin me desperté del todo y salí en dirección al teatro. Allí encontré a un virtuoso contramaestre, al servicio de Su Majestad, hombre excelente, que para mí no tenía más defecto que el de llevar los calzones demasiado apretados en algunos sitios y sobrado flojos en otros, que tenía la costumbre de dar puñetazos en los sombreros para meterlos hasta los ojos de quienes los llevaban, aunque, por otra parte, era muy generoso y valiente y no quería oír hablar de que nadie pagase contribuciones, a pesar de ser muy patriota. En el bolsillo llevaba un saco de dinero, semejante a un budín envuelto en un mantel, y, valiéndose de tal riqueza, se casó, con regocijo general, con una joven que ya tenía su ajuar; todos los habitantes de Portsmouth (que sumaban nueve, según el último censo) se habían dirigido a la playa para frotarse las manos muy satisfechos y para estrechar las de los demás, cantando luego alegremente. Sin embargo, cierto peón bastante negro, que no quería hacer nada de lo que los demás le proponían, y cuyo corazón, según el contramaestre, era tan oscuro como su cara, propuso a otros dos compañeros crear toda clase de dificultades a la humanidad, cosa que lograron tan completamente (la familia del peón gozaba de mucha influencia política), que fue necesaria casi la mitad de la representación para poner las cosas en claro, y solamente se consiguió gracias a un honrado tendero que llevaba un sombrero blanco, botines negros y nariz roja, el cual, armado de unas parrillas, se metió en la caja de un reloj y desde allí escuchaba cuanto sucedía, salía y asestaba un parrillazo a todos aquellos a quienes no podía refutar lo que acababan de 183 decir. Esto fue causa de que el señor Wopsle, de quien hasta entonces no se había oído hablar, apareciese con una estrella y una jarretera, como ministro plenipotenciario del Almirantazgo, para decir que los intrigantes serían encarcelados inmediatamente y que se disponía a honrar al contramaestre con la bandera inglesa, como ligero reconocimiento de sus servicios públicos. El contramaestre, conmovido por primera vez, se secó, respetuoso, los ojos con la bandera, y luego, recobrando su ánimo y dirigiendo al señor Wopsle el tratamiento de Su Honor, solicitó la merced de darle el brazo. El señor Wopsle le concedió su brazo con graciosa dignidad, e inmediatamente fue empujado a un rincón lleno de polvo, mientras los demás bailaban una danza de marineros; y desde aquel rincón, observando al público con disgustada mirada, me descubrió. La segunda pieza era la pantomima cómica de Navidad, en cuya primera escena me supo mal reconocer al señor Wopsle, que llevaba unas medias rojas de estambre; su rostro tenía un resplandor fosfórico, y a guisa de cabello llevaba un fleco rojo de cortina. Estaba ocupado en la fabricación de barrenos en una mina, y demostró la mayor cobardía cuando su gigantesco patrono llegó, hablando con voz ronca, para cenar. Mas no tardó en presentarse en circunstancias más dignas; el Genio del Amor Juvenil tenía necesidad de auxilio -a causa de la brutalidad de un ignorante granjero que se oponía a que su hija se casara con el elegido de su corazón, para lo cual dejó caer sobre el pretendiente un saco de harina desde la ventana del primer piso, - y por esta razón llamó a un encantador muy sentencioso; el cual, llegando de los antípodas con la mayor ligereza, después de un viaje en apariencia bastante violento, resultó ser el señor Wopsle, que llevaba una especie de corona a guisa de sombrero y un volumen nigromántico bajo el brazo. Y como la ocupación de aquel hechicero en la tierra no era otra que la de atender a lo que le decían, a las canciones que le cantaban y a los bailes que daban en su honor, eso sin contar los fuegos artificiales de varios colores que le tributaban, disponía de mucho tiempo. Y observé, muy sorprendido, que lo empleaba en mirar con la mayor fijeza hacia mí, cosa que me causó extraordinario asombro. Había algo tan notable en la atención, cada vez mayor, de la mirada del señor Wopsle y parecía preocuparle tanto lo que veía, que por más que lo procuré me fue imposible adivinar la causa que tanto le intrigaba. Aún seguía pensando en eso cuando, una hora más tarde, salí del teatro y lo encontré esperándome junto a la puerta. - ¿Cómo está usted? - le pregunté, estrechándole la mano, cuando ya estábamos en la calle. - Ya me di cuenta de que me había visto. - ¿Que le vi, señor Pip? – replicó. - Sí, es verdad, le vi. Pero ¿quién era el que estaba con usted? - ¿Quién era? - Es muy extraño - añadió el señor Wopsle, cuya mirada manifestó la misma perplejidad que antes, - y, sin embargo, juraría… Alarmado, rogué al señor Wopsle que se explicara. - No sé si le vi en el primer momento, gracias a que estaba con usted - añadió el señor Wopsle con la misma expresión vaga y pensativa. - No puedo asegurarlo, pero… Involuntariamente miré alrededor, como solía hacer por las noches cuando me dirigía a mi casa, porque aquellas misteriosas palabras me dieron un escalofrío. - ¡Oh! Ya no debe de estar por aquí-observó el señor Wopsle. - Salió antes que yo. Le vi cuando se marchaba. Como tenía razones para estar receloso, incluso llegué a sospechar del pobre actor. Creí que sería una argucia para hacerme confesar algo. Por eso le miré mientras andaba a mi lado; pero no dije nada. -Me produjo la impresión ridícula de que iba con usted, señor Pip, hasta que me di cuenta de que usted no sospechaba siquiera su presencia. Él estaba sentado a su espalda, como si fuese un fantasma. Volví a sentir un escalofrío, pero estaba resuelto a no hablar, pues con sus palabras tal vez quería hacerme decir algo referente a Provis. Desde luego, estaba completamente seguro de que éste no se hallaba en el teatro… - Ya comprendo que le extrañan mis palabras, señor Pip. Es evidente que está usted asombrado. Pero ¡es tan raro! Apenas creerá usted lo que voy a decirle, y yo mismo no lo creería si me lo dijera usted. - ¿De veras? -Sin duda alguna. ¿Se acuerda usted, señor Pip, de que un día de Navidad, hace ya muchos años, cuando usted era niño todavía, yo comí en casa de Gargery, y que, al terminar la comida, llegaron unos soldados para que les recompusieran un par de esposas? - Lo recuerdo muy bien. 184 - ¿Se acuerda usted de que hubo una persecución de dos presidiarios fugitivos? Nosotros nos unimos a los soldados, y Gargery se lo subió a usted sobre los hombros; yo me adelanté en tanto que ustedes me seguían lo mejor que les era posible. ¿Lo recuerda? - Lo recuerdo muy bien. Y, en efecto, me acordaba mejor de lo que él podía figurarse, a excepción de la última frase. - ¿Se acuerda, también, de que llegamos a una zanja, y de que allí había una pelea entre los dos fugitivos, y de que uno de ellos resultó con la cara bastante maltratada por el otro? - Me parece que lo estoy viendo. - ¿Y que los soldados, después de encender las antorchas, pusieron a los dos presidiarios en el centro del pelotón y nosotros fuimos acompañándolos por los negros marjales, mientras las antorchas iluminaban los rostros de los presos… (este detalle tiene mucha importancia), en tanto que más allá del círculo de luz reinaban las tinieblas? - Sí - contesté -. Recuerdo todo eso. - Pues he de añadir, señor Pip, que uno de aquellos dos hombres estaba sentado esta noche detrás de usted. Le vi por encima del hombro de usted. «¡Cuidado!», pensé. Y luego pregunté, en voz alta: - ¿A cuál de los dos le pareció ver? -A1 que había sido maltratado por su compañero-contestó sin vacilar, - y no tendría inconveniente en jurar que era él. Cuanto más pienso en eso, más seguro estoy de que era él. - Es muy curioso - dije con toda la indiferencia que pude fingir, como si la cosa no me importara nada. - Es muy curioso. No puedo exagerar la inquietud que me causó esta conversación ni el terror especial que sentí al enterarme de que Compeyson había estado detrás de mí «como un fantasma». Si había estado lejos de mi mente alguna vez, a partir del momento en que se ocultó Provis era, precisamente, cuando se hallaba a menor distancia de mí, y el pensar que no me había dado cuenta de ello y que estuve tan distraído como para no advertirlo equivalía a haber cerrado una avenida llena de puertas que lo mantenía lejos de mí, para que, de pronto, me lo encontrase al lado. No podía dudar de que estaba en el teatro, puesto que estuve yo también, y de que, por leve que fuese el peligro que nos amenazara, era evidente que existía y que nos rodeaba. Pregunté al señor Wopsle acerca de cuándo entró aquel hombre en la sala, pero no pudo contestarme acerca de eso; me vio, y por encima de mi hombro vio a aquel hombre. Solamente después de contemplarlo por algún tiempo logró identificarlo; pero desde el primer momento lo asoció de un modo vago conmigo mismo, persuadido de que era alguien que se relacionara conmigo durante mi vida en la aldea. Le pregunté cómo iba vestido, y me contestó que con bastante elegancia, de negro, pero que, por lo demás, no tenía nada que llamara la atención. Luego le pregunté si su rostro estaba desfigurado, y me contestó que no, según le parecía. Yo tampoco lo creía, porque a pesar de mis preocupaciones, al mirar alrededor de mí no habría dejado de llamarme la atención un rostro estropeado. Cuando el señor Wopsle me hubo comunicado todo lo que podía recordar o cuanto yo pude averiguar por él, y después de haberle invitado a tomar un pequeño refresco para reponerse de las fatigas de la noche, nos separamos. Entre las doce y la una de la madrugada llegué al Temple, cuyas puertas estaban cerradas. Nadie estaba cerca de mí cuando las atravesé ni cuando llegué a mi casa. Herbert estaba ya en ella, y ante el fuego celebramos un importante consejo. Pero no se podía hacer nada, a excepción de comunicar a Wemmick lo que descubriera aquella noche, recordándole, de paso, que esperábamos sus instrucciones. Y como creí que tal vez le comprometería yendo con demasiada frecuencia al castillo, le informé de todo por carta. La escribí antes de acostarme, salí y la eché al buzón; tampoco aquella vez pude notar que nadie me siguiera ni me vigilara. Herbert y yo estuvimos de acuerdo en que lo único que podíamos hacer era ser muy prudentes. Y lo fuimos más que nunca, en caso de que ello fuese posible, y, por mi parte, nunca me acercaba a la vivienda de Provis más que cuando pasaba en mi bote. Y en tales ocasiones miraba a sus ventanas con la misma indiferencia con que hubiera mirado otra cosa cualquiera. ...
En la línea 2037
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Metiéndome en el bolsillo la nota de la señorita Havisham, a fin de que sirviera de credencial por haber vuelto tan pronto a su casa, en el supuesto de que su humor caprichoso le hiciese demostrar alguna sorpresa al verme, tomé la diligencia del día siguiente. Pero me apeé en la Casa de Medio Camino y allí me desayuné, recorriendo luego a pie el resto del trayecto, porque tenía interés en llegar a la ciudad de modo que nadie se diese cuenta de ello y marcharme de la misma manera. Había desaparecido ya la mejor luz del día cuando pasé a lo largo de los tranquilos patios de la parte trasera de la calle Alta. Los montones de ruinas en donde, en otro tiempo, los monjes tuvieron sus refectorios y sus jardines, y cuyas fuertes murallas se utilizaban ahora como humildes albergues y como establos, estaban casi tan silenciosas como los antiguos monjes en sus tumbas. Las campanas de la catedral tuvieron para mí un sonido más triste y más remoto que nunca, mientras andaba apresuradamente para evitar ser visto; así, los sonidos del antiguo órgano llegaron a mis oídos como fúnebre música; y las cornejas que revoloteaban en torno de la torre gris, deslizándose a veces hacia los árboles, altos y desprovistos de hojas, del jardín del priorato, parecían decirme que aquel lugar estaba cambiado y que Estella se había marchado para siempre. Acudió a abrirme la puerta una mujer ya de edad, a quien había visto otras veces y que pertenecía a la servidumbre que vivía en la casa aneja situada en la parte posterior del patio. En el oscuro corredor estaba la bujía encendida, y, tomándola, subí solo la escalera. La señorita Havisham no estaba en su propia estancia, sino en la más amplia, situada al otro lado del rellano. Mirando al interior desde la puerta, después de llamar en vano, la vi sentada ante el hogar en una silla desvencijada, perdida en la contemplación del fuego, lleno de cenizas. Como otras veces había hecho, entré y me quedé en pie, al lado de la antigua chimenea, para que me viese así que levantara los ojos. Indudablemente, la pobre mujer estaba muy sola, y esto me indujo a compadecerme de ella, a pesar de los dolores que me había causado. Mientras la miraba con lástima y pensaba que yo también había llegado a ser una parte de la desdichada fortuna de aquella casa, sus ojos se fijaron en mí. Los abrió mucho y en voz baja se preguntó: - ¿Será una visión real? - Soy yo: Pip. El señor Jaggers me entregó ayer la nota de usted, y no he perdido tiempo en venir. - Gracias, muchas gracias. Acerqué al fuego otra de las sillas en mal estado y me senté, observando en el rostro de la señorita Havisham una expresión nueva, como si estuviese asustada de mí. - Deseo - dijo - continuar el beneficio de que me hablaste en tu última visita, a fin de demostrarte que no soy de piedra. Aunque tal vez ahora no podrás creer ya que haya algún sentimiento humano en mi corazón. 189 Le dije algunas palabras tranquilizadoras, y ella extendió su temblorosa mano derecha, como si quisiera tocarme; pero la retiró en seguida, antes de que yo comprendiese su intento y determinara el modo de recibirlo. -Al hablar de tu amigo me dijiste que podrías informarme de cómo seríame dado hacer algo útil para él. Algo que a ti mismo te gustaría realizar. - Así es. Algo que a mí me gustaría poder hacer. - ¿Qué es eso? Empecé a explicarle la secreta historia de lo que hice para lograr que Herbert llegara a ser socio de la casa en que trabajaba. No había avanzado mucho en mis explicaciones, cuando me pareció que mi interlocutora se fijaba más en mí que en lo que decía. Y contribuyó a aumentar esta creencia el hecho de que, cuando dejé de hablar, pasaron algunos instantes antes de que me demostrara haber notado que yo guardaba silencio. - ¿Te has interrumpido, acaso - me preguntó, como si, verdaderamente, me tuviese miedo, - porque te soy tan odiosa que ni siquiera te sientes con fuerzas para seguir hablándome? - De ninguna manera - le contesté. - ¿Cómo puede usted imaginarlo siquiera, señorita Havisham? Me interrumpí por creer que no prestaba usted atención a mis palabras. - Tal vez no - contestó, llevándose una mano a la cabeza. - Vuelve a empezar, y yo miraré hacia otro lado. Vamos a ver: refiéreme todo eso. Apoyó la mano en su bastón con aquella resoluta acción que le era habitual y miró al fuego con expresión demostrativa de que se obligaba a escuchar. Continué mi explicación y le dije que había abrigado la esperanza de terminar el asunto por mis propios medios, pero que ahora había fracasado en eso. Esta parte de mi explicación, según le recordé, envolvía otros asuntos que no podía detallar, porque formaban parte de los secretos de otro. - Muy bien - dijo moviendo la cabeza en señal de asentimiento, pero sin mirarme. - ¿Y qué cantidad se necesita para completar el asunto? - Novecientas libras. - Si te doy esa cantidad para el objeto expresado, ¿guardarás mi secreto como has guardado el tuyo? -Con la misma fidelidad. - ¿Y estarás más tranquilo acerca del particular? - Mucho más. - ¿Eres muy desgraciado ahora? Me hizo esta pregunta sin mirarme tampoco, pero en un tono de simpatía que no le era habitual. No pude contestar en seguida porque me faltó la voz, y, mientras tanto, ella puso el brazo izquierdo a través del puño de su bastón y descansó la cabeza en él. - Estoy lejos de ser feliz, señorita Havisham, pero tengo otras causas de intranquilidad además de las que usted conoce. Son los secretos a que me he referido. Después de unos momentos levantó la cabeza y de nuevo miró al fuego. - Te portas con mucha nobleza al decirme que tienes otras causas de infelicidad. ¿Es cierto? - Demasiado cierto. - ¿Y no podría servirte a ti, Pip, así como sirvo a tu amigo? ¿No puedo hacer nada en tu obsequio? - Nada. Le agradezco la pregunta. Y mucho más todavía el tono con que me la ha hecho. Pero no puede usted hacer nada. Se levantó entonces de su asiento y buscó con la mirada algo con que escribir. Allí no había nada apropiado, y por esto tomó de su bolsillo unas tabletas de marfil montadas en oro mate y escribió en una de ellas con un lapicero de oro, también mate, que colgaba de su cuello. - ¿Continúas en términos amistosos con el señor Jaggers? - Sí, señora. Ayer noche cené con él. - Esto es una autorización para él a fin de que te pague este dinero, que quedará a tu discreción, para que lo emplees en beneficio de tu amigo. Aquí no tengo dinero alguno; pero si crees mejor que el señor Jaggers no se entere para nada de este asunto, te lo mandaré. - Muchas gracias, señorita Havisham. No tengo ningún inconveniente en recibir esta suma de manos del señor Jaggers. Me leyó lo que acababa de escribir, que era expresivo y claro y evidentemente encaminado a librarme de toda sospecha de que quisiera aprovecharme de aquella suma. Tomé las tabletas de su mano, que estaba temblorosa y que tembló más aún cuando quitó la cadena que sujetaba el lapicero y me la puso en la mano. Hizo todo esto sin mirarme. 190 - En la primera hoja está mi nombre. Si alguna vez puedes escribir debajo de él «la perdono», aunque sea mucho después de que mi corazón se haya convertido en polvo, te ruego que lo hagas. - ¡Oh señorita Havisham! – exclamé. - Puedo hacerlo ahora mismo. Todos hemos incurrido en tristes equivocaciones; mi vida ha sido ciega e inútil, y necesito tanto, a mi vez, el perdón y la compasión ajenos, que no puedo mostrarme severo con usted. Volvió por vez primera su rostro hacia el mío, y con el mayor asombro por mi parte y hasta con el mayor terror, se arrodilló ante mí, levantando las manos plegadas de un modo semejante al que sin duda empleó cuando su pobre corazón era tierno e inocente, para implorar al cielo acompañada de su madre. El verla, con su cabello blanco y su pálido rostro, arrodillada a mis pies, hizo estremecer todo mi cuerpo. Traté de levantarla y tendí los brazos más cerca, y, apoyando en ellos la cabeza, se echó a llorar. Jamás hasta entonces la había visto derramar lágrimas, y, creyendo que el llanto podría hacerle bien, me incliné hacia ella sin decirle una palabra. Y en aquel momento, la señorita Havisham no estaba ya arrodillada, sino casi tendida en el suelo. - ¡Oh! - exclamó, desesperada. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - Si se refiere usted, señorita Havisham, a lo que haya podido hacer contra mí, permítame que le conteste: muy poco. Yo la habría amado en cualquier circunstancia. ¿Está casada? - Sí. Esta pregunta era completamente inútil, porque la nueva desolación que se advertía en aquella casa ya me había informado acerca del particular. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - repitió, retorciéndose las manos y mesándose el blanco cabello. Y volvió a lamentar-: ¡Qué he hecho! No sabía qué contestar ni cómo consolarla. De sobra me constaba que había obrado muy mal, animada por su violento resentimiento, por su burlado amor y su orgullo herido, al adoptar a una niña impresionable para moldearla de acuerdo con sus sentimientos. Pero era preciso recordar que al sustraerse a la luz del día había abandonado infinitamente mucho más. A1 encerrarse se había apartado a sí misma de mil influencias naturales y consoladoras; su mente, en la soledad, había enfermado, como no podía menos de ocurrir al sustraerse de las intenciones de su Hacedor. Y me era imposible mirarla sin sentir compasión, pues advertía que estaba muy castigada al haberse convertido en una ruina, por no tener ningún lugar en la tierra en que había nacido; por la vanidad del dolor, que había sido su principal manía, como la vanidad de la penitencia, del remordimiento y de la indignidad, así como otras monstruosas vanidades que han sido otras tantas maldiciones en este mundo. - Hasta que hablaste con ella en tu visita anterior y hasta que vi en ti, como si fuese un espejo, lo que yo misma sintiera en otros tiempos, no supe lo que había hecho. ¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho! Y repitió esta exclamación infinitas veces. - Señorita Havisham - le dije en cuanto guardó silencio. - Puede usted alejarme de su mente y de su conciencia. Pero en cuanto a Estella, es un caso diferente, y si alguna vez puede usted deshacer lo que hizo al imponer silencio a todos sus tiernos sentimientos, será mucho mejor dedicarse a ello que a lamentar el pasado, aunque fuese durante cien años enteros. - Sí, sí, ya lo sé, pero, querido Pip… - y su tono me demostraba el tierno afecto femenino que por mí sentía. - Querido Pip, créeme cuando te digo que no me propuse más que evitarle mi propia desgracia. Al principio no me proponía nada más. - Así lo creo también - le contesté. - Pero cuando creció, haciendo prever que sería muy hermosa, gradualmente hice más y obré peor; y con mis alabanzas y lisonjas, con mis joyas y mis lecciones, con mi persona ante ella, le robé su corazón para sustituirlo por un trozo de hielo. - Mejor habría sido - no pude menos que exclamar -dejarle su propio corazón, aunque quedara destrozado o herido. Entonces la señorita Havisham me miró, tal vez sin verme, y de nuevo volvió a preguntarme qué había hecho. - Si conocieras la historia entera - dijo luego, - me tendrías más compasión y me comprenderías mejor. - Señorita Havisham - contesté con tanta delicadeza como me fue posible. - Desde que abandoné esta región creo conocer su historia entera. Siempre me ha inspirado mucha compasión, y espero haberla comprendido, dándome cuenta de su influencia. ¿Cree usted que lo que ha pasado entre nosotros me dará la libertad de hacerle una pregunta acerca de Estella? No la Estella de ahora, sino la que era cuando llegó aquí. 191 La señorita Havisham estaba sentada en el suelo, con los brazos apoyados en la silla y la cabeza descansando en ellos. Me miró cara a cara cuando le dije esto, y contestó: - Habla. - ¿De quién era hija Estella? Movió negativamente la cabeza. - ¿No lo sabe usted? Hizo otro movimiento negativo. - ¿Pero la trajo el señor Jaggers o la mandó? -La trajo él mismo. - ¿Quiere usted referirme la razón de su venida? - Hacía ya mucho tiempo que yo estaba encerrada en estas habitaciones - contestó en voz baja y precavida. - No sé cuánto tiempo hacía, porque, como sabes, los relojes están parados. Entonces le dije que necesitaba una niña para educarla y amarla y para evitarle mi triste suerte. Le vi por vez primera cuando le mandé llamar a fin de que me preparase esta casa y la dejara desocupada para mí, pues leí su nombre en los periódicos antes de que el mundo y yo nos hubiésemos separado. Él me dijo que buscaría una niña huérfana; y una noche la trajo aquí dorrnida y yo la llamé Estella. - ¿Qué edad tenía entonces? - Dos o tres años. Ella no sabe nada, a excepción de que era huérfana y que yo la adopté. Tan convencido estaba yo de que la criada del señor Jaggers era su madre, que no necesitaba ninguna prueba más clara, porque para cualquiera, según me parecía, la relación entre ambas mujeres habría sido absolutamente indudable. ¿Qué podía esperar prolongando aquella entrevista? Había logrado lo que me propuse en favor de Herbert. La señorita Havisham me comunicó todo lo que sabía acerca de Estella, y yo le dije e hice cuanto me fue posible para tranquilizarla. Poco importa cuáles fueron las palabras de nuestra despedida, pero el caso es que nos separamos. Cuando bajé la escalera y llegué al aire libre era la hora del crepúsculo. Llamé a la mujer que me había abierto la puerta para entrar y le dije que no se molestara todavía, porque quería dar un paseo alrededor de la casa antes de marcharme. Tenía el presentimiento de que no volvería nunca más, y experimentaba la sensación de que la moribunda luz del día convenía en gran manera a mi última visión de aquel lugar. Pasando al lado de las ruinas de los barriles, por el lado de los cuales había paseado tanto tiempo atrás y sobre los que había caído la lluvia de infinidad de años, pudriéndolos en muchos sitios y dejando en el suelo marjales en miniatura y pequeños estanques, me dirigí hacia el descuidado jardín. Di una vuelta por él y pasé también por el lugar en que nos peleamos Herbert y yo; luego anduve por los senderos que recorriera en compañía de Estella. Y todo estaba frío, solitario y triste. Encaminándome hacia la fábrica de cerveza para emprender el regreso, levanté el oxidado picaporte de una puertecilla en el extremo del jardín y eché a andar a través de aquel lugar. Dirigíame hacia la puerta opuesta, difícil de abrir entonces, porque la madera se había hinchado con la humedad y las bisagras se caían a pedazos, sin contar con que el umbral estaba lleno de áspero fango. En aquel momento volví la cabeza hacia atrás. Ello fue causa de que se repitiese la ilusión de que veía a la señorita Havisham colgando de una viga. Y tan fuerte fue la impresión, que me quedé allí estremecido, antes de darme cuenta de que era una alucinación. Pero inmediatamente me dirigí al lugar en que me había figurado ver un espectáculo tan extraordinario. La tristeza del sitio y de la hora y el terror que me causó aquella ficción, aunque momentánea, me produjo un temor indescriptible cuando llegué, entre las abiertas puertas, a donde una vez me arranqué los cabellos después que Estella me hubo lastimado el corazón. Dirigiéndome al patio delantero, me quedé indeciso entre si llamaría a la mujer para que me dejara salir por la puerta cuya llave tenía, o si primero iría arriba para cerciorarme de que no le ocurría ninguna novedad a la señorita Havisham. Me decidí por lo último y subí. Miré al interior de la estancia en donde la había dejado, y la vi sentada en la desvencijada silla, muy cerca del fuego y dándome la espalda. Cuando ya me retiraba, vi que, de pronto, surgía una gran llamarada. En el mismo momento, la señorita Havisham echó a correr hacia mí gritando y envuelta en llamas que llegaban a gran altura. Yo llevaba puesto un grueso abrigo, y, sobre el brazo, una capa también recia. Sin perder momento, me acerqué a ella y le eché las dos prendas encima; además, tiré del mantel de la mesa con el mismo objeto. Con él arrastré el montón de podredumbre que había en el centro y toda suerte de sucias cosas que se escondían allí; ella y yo estábamos en el suelo, luchando como encarnizados enemigos, y cuanto más 192 apretaba mis abrigos y el mantel en torno de ella, más fuertes eran sus gritos y mayores sus esfuerzos por libertarse. De todo eso me di cuenta por el resultado, pero no porque entonces pensara ni notara cosa alguna. Nada supe, a no ser que estábamos en el suelo, junto a la mesa grande, y que en el aire, lleno de humo, flotaban algunos fragmentos de tela aún encendidos y que, poco antes, fueron su marchito traje de novia. Al mirar alrededor de mí vi que corrían apresuradamente por el suelo los escarabajos y las arañas y que, dando gritos de terror, habían acudido a la puerta todos los criados. Yo seguí conteniendo con toda mi fuerza a la señorita Havisham, como si se tratara de un preso que quisiera huir, y llego a dudar de si entonces me di cuenta de quién era o por qué habíamos luchado, por qué ella se vio envuelta en llamas y también por qué éstas habían desaparecido, hasta que vi los fragmentos encendidos de su traje, que ya no revoloteaban, sino que caían alrededor de nosotros convertidos en cenizas. Estaba insensible, y yo temía que la moviesen o la tocasen. Mandamos en busca de socorro y la sostuve hasta que llegó, y, por mi parte, sentí la ilusión, nada razonable, de que si la soltaba surgirían de nuevo las llamas para consumirla. Cuando me levanté al ver que llegaba el cirujano, me asombré notando que mis manos habían recibido graves quemaduras, porque hasta entonces no había sentido el menor dolor. El cirujano examinó a la señorita Havisham y dijo que había recibido graves quemaduras, pero que, por sí mismas, no ponían en peligro su vida. Lo más importante era la impresión nerviosa que había sufrido. Siguiendo las instrucciones del cirujano, le llevaron allí la cama y la pusieron sobre la gran mesa, que resultó muy apropiada para la curación de sus heridas. Cuando la vi otra vez, una hora más tarde, estaba vérdaderamente echada en donde la vi golpear con su bastón diciendo, al mismo tiempo, que allí reposaría un día. Aunque ardió todo su traje, según me dijeron, todavía conservaba su aspecto de novia espectral, pues la habían envuelto hasta el cuello en algodón en rama, y mientras estaba echada, cubierta por una sábana, el recuerdo de algo fantástico que había sido aún flotaba sobre ella. Al preguntar a los criados me enteré de que Estella estaba en París, e hice prometer al cirujano que le escribiría por el siguiente correo. Yo me encargué de avisar a la familia de la señorita Havisham, proponiéndome decírselo tan sólo a Mateo Pocket, al que dejaría en libertad de que hiciera lo que mejor le pareciese con respecto a los demás. Así se lo comuniqué al día siguiente por medio de Herbert, en cuanto estuve de regreso en la capital. Aquella noche hubo un momento en que ella habló Juiciosamente de lo que había sucedido, aunque con terrible vivacidad. Hacia medianoche empezó a desvariar, y a partir de entonces repitió durante largo rato, con voz solemne: « ¡Qué he hecho! » Luego decía: «Cuando llegó no me propuse más que evitarle mi propia desgracia». También añadió: «Toma el lápiz y debajo de mi nombre escribe: «La perdono».» Jamás cambió el orden de estas tres frases, aunque a veces se olvidaba de alguna palabra y, dejando aquel blanco, pasaba a la siguiente. Como no podía hacer nada allí y, por otra parte, tenía acerca de mi casa razones más que suficientes para sentir ansiedad y miedo, que ninguna de las palabras de la señorita Havisham podía alejar de mi mente, decidí aquella misma noche regresar en la primera diligencia, aunque con el propósito de andar una milla más o menos, para subir al vehículo más allá de la ciudad. Por consiguiente, hacia las seis de la mañana me incliné sobre la enferma y toqué sus labios con los míos, precisamente cuando ella decía: «Toma el lápiz y escribe debajo de mi nombre: La perdono.» ...
En la línea 1084
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... - Ninguno. La puerta está cerrada y nadie puede entrar. Sólo hay dos o tres sitios detrás del señor presidente; pero allí sólo pueden sentarse los funcionarios públicos. ...
En la línea 1124
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... - Sí, tengo que decir algo. Yo he sido reparador de carretones en París y trabajé en casa del señor Baloup. Es duro mi oficio; trabajamos siempre al aire libre en patios o bajo cobertizos en los buenos talleres; pero nunca en sitios cerrados porque se necesita mucho espacio. En el invierno pasamos tanto frío que tiene uno que golpearse los brazos para calentarse, pero eso no le gusta a los patrones, porque dicen que se pierde tiempo. Trabajar el hierro cuando están escarchadas las calles es muy duro. Así se acaban pronto los hombres, y se hace uno viejo cuando aún es joven. A los cuarenta ya está uno acabado. Yo tenía cincuenta y tres y no ganaba más que treinta sueldos al día, me pagaban lo menos que podían; se aprovechaban de mi edad. Además, yo tenía una hija que era lavandera en el río. Ganaba poco, pero los dos íbamos tirando. Ella trabajaba duro también. Pasaba todo el día metida en una cubeta hasta la cintura, con lluvia y con nieve. Cuando helaba era lo mismo, tenía que lavar porque hay mucha gente que no tiene bastante ropa; y si no lavaba perdía a los clientes. Se le mojaban los vestidos por arriba y por abajo. Volvía la pobre a las siete de la noche y se acostaba porque estaba rendida. Su marido le pegaba. Ha muerto ya. Era una joven muy buena, que no iba a los bailes, era muy tranquila, no tenéis más que preguntar. Pero, qué tonto soy. París es un remolino. ¿Quién conoce al viejo Champmathieu? Ya os dije que me conoce el señor Baloup. Preguntadle a él. No sé qué más queréis de mí. ...

la Ortografía es divertida
Más información sobre la palabra Sitios en internet
Sitios en la RAE.
Sitios en Word Reference.
Sitios en la wikipedia.
Sinonimos de Sitios.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Sitios
Cómo se escribe sitios o citios?
Cómo se escribe sitios o zitioz?
Busca otras palabras en esta web
Palabras parecidas a sitios
La palabra dolores
La palabra respetuoso
La palabra embriaguez
La palabra sentenciosamente
La palabra palmoteo
La palabra verdugo
La palabra pobresitos
Webs Amigas:
Ciclos formativos en Soria . Ciclos formativos en Guipúzcoa . Ciclos Fp de Administración y Finanzas en Almería . - Hotel Checkin Concordia en Tenerife