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La palabra rodeada
Cómo se escribe

la palabra rodeada

La palabra Rodeada ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece rodeada.

Estadisticas de la palabra rodeada

Rodeada es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 8507 según la RAE.

Rodeada aparece de media 9.53 veces en cada libro en castellano.

Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la rodeada en las obras de referencia de la RAE contandose 1449 apariciones .


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece rodeada

La palabra rodeada puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1102
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Debía de ser la virgen rodeada de ángeles: una obra del arte grosero y cándido de la Edad Media: algún voto de los tiempos de la conquista; pero unas generaciones picando la piedra para marcar mejor las figuras borradas por los años, y otras blanqueándola con escrúpulos de bárbara curiosidad, habían dejado la losa de tal modo, que sólo se distinguía un bulto informe de mujer, la reina, que daba su nombre a la fuente; reina de los moros, como forzosamente han de serlo todas en los cuentos del campo. ...

En la línea 878
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --¡Ah, Jerez! ¡Jerez!--dijo el rebelde.--¡Ciudad de millonarios, rodeada de una horda inmensa de mendigos!... Lo extraño es cómo estás ahí, tan blanca y tan bonita, riendo de todas las miserias, sin que te hayan prendido fuego... ...

En la línea 1023
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Callaba asombrado por lo extraordinario de la aventura, cohibido por su respeto a las jerarquías sociales. ¡La hija del marqués de San Dionisio! Esto es lo que le hacía permanecer en su asiento, defendiéndose con debilidad de una hembra, a la que podía repeler con sólo el impulso de una de sus manazas. Por fin, tuvo que hablar: --¡Déjeme su mercé, señorita!... ¡Doña Lola... que no pué ser! Viéndole ella encogerse con una pudibundez de doncella, prorrumpió en insultos. ¡Ya no era el mozo arrogante de otros tiempos, cuando hacía el contrabando y andaba por los colmados de Jerez con toda clase de mujeres! La tal María de la Luz le tenía embrujado. ¡Una gran virtud, que vivía en una viña, rodeada de hombres!... ...

En la línea 1620
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --Yo creo--añadió después de una larga reflexión--que lo mejor será que tu hermana entre en un convento... No tuerzas el gesto; no creas que quiero enviarla a un convento cualquiera. Hablaré con mi madre: nosotros sabemos hacer las cosas. Irá a un convento de señoras, de religiosas distinguidas, y la dote será cosa nuestra. Ya sabes que por dinero no discuto. Cuatro mil, cinco mil duros... lo que sea. ¡Eh! ¡Me parece que la solución no es mala! Allí, en el recogimiento, limpiará su alma de culpas. Yo podré llevar entonces mi familia a la viña, sin miedo a que los míos se rocen con una desdichada que ha cometido el más torpe de los pecados, y ella vivirá como una gran señora, como una esposa distinguida de Dios, rodeada de toda clase de comodidades, ¡hasta con criadas, Fermín!, y ya ves que esto vale algo más que quedarse en Marchamalo guisando la comida de los viñadores. ...

En la línea 9309
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Durante este tiempo, la no che se acercaba rápidamente y con la noche aumentaban mis terrores: no sabía si debía quedarme donde estaba sentada; me parecía que es taba rodeada de peligros deconocidos en los que iba a caer a cada Pa so. ...

En la línea 10696
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... La casita estaba rodeada por un seto vivo, de dos o tres pies de alto. ...

En la línea 3238
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... La ciudad está en una profunda hondonada y rodeada de montañas casi por todos lados.—_¡Quel pays barbare!_—dijo Antonio—, al reunirse conmigo. ...

En la línea 3554
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Santiago se alza en una planicie amena, rodeada de montañas; la más notable es una de forma cónica, llamada Pico Sacro, de la que se cuentan muchas leyendas maravillosas. ...

En la línea 4449
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... —La lleva rodeada a la cintura, debajo del pantalón, _mon maître_—dijo Antonio, cuyos ojos de lince lo escudriñaban todo—. ...

En la línea 4551
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Escaleras arriba había un vasto comedor con inmensa mesa de roble, rodeada de pesados sillones de cuero muy altos de respaldo, que lo menos tenían tres siglos. ...

En la línea 4058
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Mirad, Sancho -replicó Teresa-: después que os hicistes miembro de caballero andante habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda. ...

En la línea 141
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Al día siguiente llegamos al pueblecillo de Las Minas. Algunos cerros más, pero en resumen el país conserva el mismo aspecto; sin embargo, un habitante de las Pampas vería de seguro en él una región alpestre. La comarca está tan poco habitada, que apenas encontramos una sola persona durante un día entero de viaje. El pueblo de Las Minas aún es menos importante que Maldonado; está en una pequeña llanura rodeada de cerrillos pedregosos muy bajos. Tiene la forma simétrica de costumbre, y no deja de presentar un aspecto bastante bonito con su iglesia enlucida con cal y sita en el centro mismo del pueblo. Las casas de los arrabales se elevan en el llano como otros tantos seres aislados, sin jardines, sin patios de ninguna especie. Es la moda del país; pero eso da, en último término, a todas las casas una apariencia poco cómoda. Pasamos la noche en una pulpería o taberna. Gran número de gauchos acuden por la noche a beber alcohólicos y a fumar cigarros. Su aspecto es muy chocante: suelen ser fornidos y guapos, pero llevan impresos en la cara todos los signos del orgullo y de la vida relajada; muchos de ellos gastan bigote y cabellos muy largos, ensortijados por la espalda. Sus vestidos, de colores chillones; sus grandísimas espuelas resonantes, en los talones; sus cuchillos, llevados en el cinto a modo de dagas (de los cuales hacen tan frecuente uso), les dan un aspecto muy diferente de lo que pudiera hacer suponer su nombre de gauchos o simples campesinos. Son en extremo corteses; nunca beben sin pediros que probéis su bebida; pero mientras os hacen un saludo gracioso, puede decirse que están dispuestos a asesinaros si se presenta ocasión. ...

En la línea 664
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... del Fuego. Un poco después del mediodía doblamos el cabo de San Diego y penetramos en el famoso estrecho de Maire. Costeamos de cerca la Tierra del Fuego, pero sin dejar de ver a través de las nubes la tormentosa silueta de la inhospitalaria tierra de los Estados. Por la tarde echamos el ancla en la bahía del Éxito. A nuestra entrada recibimos un saludo digno de los habitantes de esta tierra salvaje. Un grupo de fueguenses, ocultos en parte por la espesura del bosque se había situado en una punta de la roca que dominaba el mar; en el momento de nuestro paso saltan agitando sus guiñapos y lanzando un largo y sonoro aullido. Siguen al barco, y al caer la noche distinguimos que han encendido fuego y oímos todavía sus gritos salvajes. Consiste el puerto en una hermosa sabana de agua medio rodeada de montañas, redondeadas y de poca elevación, de esquisto arcilloso, cubiertas hasta la orilla del mar por un espeso bosque. Una sola ojeada sobre el paisaje me bastó para conocer que iba a ver allí cosas distintas de las que había visto hasta entonces. Durante la noche se levanta el viento que no tarda en soplar tempestuoso, pero nos protegen de él las montañas: en el mar habríamos sufrido mucho; también nosotros, como otros muchos, podemos saludar esta bahía con el nombre de bahía del Éxito. ...

En la línea 712
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Jemmy se hallaba entonces en unos sitios que conocía bien, por lo cual guiaba él las lanchas hacia una preciosa ansita muy tranquila rodeada de islotes que todos los indígenas designaban con diferentes nombres. Allí encontramos una familia perteneciente a la tribu de Jemmy, pero no a sus parientes; pronto hicimos relaciones amistosas con ellos, y por la tarde se envió una canoa para notificar a los hermanos y a la madre de Jemmy la llegada de éste. Varios acres de buena tierra en ligera pendiente, no cubierta, como el resto, de turba ni de bosque rodeaban este ansa. El capitán Fitz- Roy tuvo desde un principio la idea, como ya he dicho, de reintegrar a York Minster y a Fuegía en su tribu, en la costa occidental; pero habiendo manifestado el deseo de quedarse aquí, y siendo el lugar sumamente favorable, decidió establecer allí a todos los fueguenses de nuestra compañía, incluyendo en ellos a Matthews el misionero. Cinco días se emplearon en construir tres grandes (wigwams) barracas o chozas, en desembarcar su bagaje y en formar dos jardines y sembrarlos. ...

En la línea 755
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Como podía esperarse de la naturaleza del clima y de la vegetación, la zoología de la Tierra del Fuego es pobre. Entre los mamíferos se encuentran, además de la ballena y la foca, un murciélago, especie de ratón (Reithrodon chinchilloides), dos verdaderos ratones, un ctenomys, muy inmediato o idéntico al tucutuco, dos zorros (Canis Megellanicus y C. Azaoe), una nutria de mar, el guanaco y un gamo. La mayor parte de estos animales no habitan más que en la parte oriental, la más seca del país, y nunca se ha visto al gamo al sur del estrecho de Magallanes. Cuando se observa la semejanza general de los acantilados formados de gres blando, de lodo y de guijarros en las costas opuestas del estrecho, inducen a creer qué en otro tiempo han debido ser estas tierras una sola; y esto explica la presencia de animales tan delicados y tan tímidos como el tucutuco y el reithrodon. La semejanza de los acantilados no prueba, en realidad, la unión anterior, puesto que, en efecto, se forman de ordinario por la intersección de capas que antes del levantamiento de las tierras se han acumulado cerca de las costas existentes entonces; pero hay, sin embargo, una notable coincidencia en el hecho de que en las dos grandes islas, separadas del resto de la Tierra del Fuego por el canal del Beagle, tiene unos acantilados compuestos de materiales que pueden llamarse aluviones estratificados, situados precisamente enfrente de otros semejantes en el lado opuesto, mientras que la otra isla está exclusivamente rodeada de rocas cristalinas antiguas. En la primera, que se llama Isla Navarin, se encuentran los zorros y los guanacos; pero en la segunda, Irla Hoste, aunque semejante bajo todos los puntos de vista, y por más que no se halle separada del resto del país más que por un canal de media milla de ancho, no se encuentra ninguno de estos animales, si es que he de creer lo que acerca de este punto me ha asegurado muchas veces Jemmy Button. ...

En la línea 1561
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¿Aquel vacío de su corazón iba a llenarse? Aquella vida sin alicientes, negra en lo pasado, negra en lo porvenir, inútil, rodeada de inconvenientes y necedades ¿iba a terminar? Como si fuera un estallido, sintió dentro de la cabeza un sí tremendo que se deshizo en chispas brillantes dentro del cerebro. ...

En la línea 1655
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Temía estar rodeada de lo sobrenatural. ...

En la línea 2379
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... En medio había una mesa oblonga cubierta de bayeta verde y rodeada de sillones de terciopelo de Utrecht. ...

En la línea 4460
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... La torre de la catedral, que a la luz de la clara noche se destacaba con su espiritual contorno, transparentando el cielo con sus encajes de piedra, rodeada de estrellas, como la Virgen en los cuadros, en la obscuridad ya no fue más que un fantasma puntiagudo; más sombra en la sombra. ...

En la línea 331
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... — El único defecto que le echan en cara a Calixto Tercero fue un exagerado amor a su familia. Reconozco que estos Borjas se querían y protegían con un cariño casi feroz, semejante a la fraternidad de los individuos de una tribu rodeada de enemigos. Pero ¿qué Pontífice de aquella época y de otras no protegió a sus parientes, y puso en sus sobrinos un afecto de padre?… Además, el viejo catalán, como le llamaban sus enemigos, era extranjero para los romanos, y necesitaba gente adicta, unida a él por intereses de familia o por la solidaridad que agrupa a los compatriotas. ...

En la línea 896
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Es justo reconocer que Rodrigo de Borja mostró al principio un afecto sincero por Fernando e Isabel reyes de origen no muy legítimo, a los que había ayudado en sus primeros años de matrimonio, cuando no eran más que príncipes. Después de la toma de Granada, apenas ascendido al Papado, les dio el título de Reyes Católicos, que aún usan los actuales monarcas españoles. Todo lo que le pedía don Fernando se apresuraba a concederlo, entre otras cosas, los maestrazgos de las Ordenes militares, regalo que representaba cuantiosas rentas. En realidad, el Papa Borgia dio a los Reyes Católicos más que éstos a él. Las exigencias continuas de Fernando fueron causa de que el Pontífice, aconsejado por su hijo César, se inclinase finalmente al lado del rey de Francia, más atento con su persona y con los suyos. En los primeros tiempos de su Pontificado admiraba a Isabel la Católica corno una de las damas más hermosas y prudentes de aquella época. Aficionada a trajes costosos y ricas alhajas, era, sin embargo, de una virtud escrupulosa, exagerándola hasta la austeridad. Cuando su marido estaba ausente, aunque sólo fuese por una noche, hacía colocar su lecho en un gran salón, durmiendo rodeada de sus hijos y las damas de Palacio, encargadas de velar el sueño de los reyes, que recibían el titulo de cobíjeras. Así se ponía a cubierto de maliciosas suposiciones en aquel tiempo de grandes escándalos. Todos los héroes de la guerra contra los moros estaban enamorados de doña Isabel, románticamente sin esperanza y sin carnales deseos. Tenían por dama de sus pensamientos a esta reina de rublo indiscutible, con ojos azules, grandes y tranquilos. ...

En la línea 1452
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... En realidad, no existían especialistas. Todos servían para todo, siendo el gran Leonardo de Vinci el tipo perfecto de estos acumuladores de genio. También se dedicaban a contratistas de trabajos públicos. Miguel Ángel perdió siete meses de su vida dirigiendo en las canteras de Lumi la extracción de piedras, rodeada de excavadores, y de carreteros, trabajo que podía haber hecho cualquier maestro de obras. Tal era su aburrimiento durante siete meses de capataz, que pensó esculpir toda la montaña, como si fuese un solo bloque, haciendo de ella una gigantesca estatua. ...

En la línea 428
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Las de Santa Cruz no llamaban la atención en el teatro, y si alguna mirada caía sobre el palco era para las pollas colocadas en primer término con simetría de escaparate. Barbarita solía ponerse en primera fila para echar los gemelos en redondo y poder contarle a Baldomero algo más que cosas de decoraciones y del argumento de la ópera. Las dos hermanas casadas, Candelaria y Benigna, iban alguna vez, Jacinta casi siempre; pero se divertía muy poco. Aquella mujer mimada por Dios, que la puso rodeada de ternura y bienandanzas en el lugar más sano, hermoso y tranquilo de este valle de lágrimas, solía decir en tono quejumbroso que no tenía gusto para nada. La envidiada de todos, envidiaba a cualquier mujer pobre y descalza que pasase por la calle con un mamón en brazos liado en trapos. Se le iban los ojos tras de la infancia en cualquier forma que se le presentara, ya fuesen los niños ricos, vestidos de marineros y conducidos por la institutriz inglesa, ya los mocosos pobres, envueltos en bayeta amarilla, sucios, con caspa en la cabeza y en la mano un pedazo de pan lamido. No aspiraba ella a tener uno solo, sino que quería verse rodeada de una serie, desde el pillín de cinco años, hablador y travieso, hasta el rorró de meses que no hace más que reír como un bobo, tragar leche y apretar los puños. Su desconsuelo se manifestaba a cada instante, ya cuando encontraba una bandada que iba al colegio, con sus pizarras al hombro y el lío de libros llenos de mugre, ya cuando le salía al paso algún precoz mendigo cubierto de andrajos, mostrando para excitar la compasión sus carnes sin abrigo y los pies descalzos, llenos de sabañones. Pues como viera los alumnos de la Escuela Pía, con su uniforme galonado y sus guantes, tan limpios y bien puestos que parecían caballeros chiquitos, se los comía con los ojos. Las niñas vestidas de rosa o celeste que juegan a la rueda en el Prado y que parecen flores vivas que se han caído de los árboles; las pobrecitas que envuelven su cabeza en una toquilla agujereada; los que hacen sus primeros pinitos en la puerta de una tienda agarrándose a la pared; los que chupan el seno de sus madres mirando por el rabo del ojo a la persona que se acerca a curiosear; los pilletes que enredan en las calles o en el solar vacío arrojándose piedras y rompiéndose la ropa para desesperación de las madres; las nenas que en Carnaval se visten de chulas y se contonean con la mano clavada en la cintura; las que piden para la Cruz de Mayo; los talluditos que usan ya bastón y ganan premios en los colegios, y los que en las funciones de teatro por la tarde sueltan el grito en la escena más interesante, distrayendo a los actores y enfureciendo al público… todos, en una palabra, le interesaban igualmente. ...

En la línea 428
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Las de Santa Cruz no llamaban la atención en el teatro, y si alguna mirada caía sobre el palco era para las pollas colocadas en primer término con simetría de escaparate. Barbarita solía ponerse en primera fila para echar los gemelos en redondo y poder contarle a Baldomero algo más que cosas de decoraciones y del argumento de la ópera. Las dos hermanas casadas, Candelaria y Benigna, iban alguna vez, Jacinta casi siempre; pero se divertía muy poco. Aquella mujer mimada por Dios, que la puso rodeada de ternura y bienandanzas en el lugar más sano, hermoso y tranquilo de este valle de lágrimas, solía decir en tono quejumbroso que no tenía gusto para nada. La envidiada de todos, envidiaba a cualquier mujer pobre y descalza que pasase por la calle con un mamón en brazos liado en trapos. Se le iban los ojos tras de la infancia en cualquier forma que se le presentara, ya fuesen los niños ricos, vestidos de marineros y conducidos por la institutriz inglesa, ya los mocosos pobres, envueltos en bayeta amarilla, sucios, con caspa en la cabeza y en la mano un pedazo de pan lamido. No aspiraba ella a tener uno solo, sino que quería verse rodeada de una serie, desde el pillín de cinco años, hablador y travieso, hasta el rorró de meses que no hace más que reír como un bobo, tragar leche y apretar los puños. Su desconsuelo se manifestaba a cada instante, ya cuando encontraba una bandada que iba al colegio, con sus pizarras al hombro y el lío de libros llenos de mugre, ya cuando le salía al paso algún precoz mendigo cubierto de andrajos, mostrando para excitar la compasión sus carnes sin abrigo y los pies descalzos, llenos de sabañones. Pues como viera los alumnos de la Escuela Pía, con su uniforme galonado y sus guantes, tan limpios y bien puestos que parecían caballeros chiquitos, se los comía con los ojos. Las niñas vestidas de rosa o celeste que juegan a la rueda en el Prado y que parecen flores vivas que se han caído de los árboles; las pobrecitas que envuelven su cabeza en una toquilla agujereada; los que hacen sus primeros pinitos en la puerta de una tienda agarrándose a la pared; los que chupan el seno de sus madres mirando por el rabo del ojo a la persona que se acerca a curiosear; los pilletes que enredan en las calles o en el solar vacío arrojándose piedras y rompiéndose la ropa para desesperación de las madres; las nenas que en Carnaval se visten de chulas y se contonean con la mano clavada en la cintura; las que piden para la Cruz de Mayo; los talluditos que usan ya bastón y ganan premios en los colegios, y los que en las funciones de teatro por la tarde sueltan el grito en la escena más interesante, distrayendo a los actores y enfureciendo al público… todos, en una palabra, le interesaban igualmente. ...

En la línea 2433
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Despidiéronse muy gozosos, y Fortunata se retiró con la mente hecha a aquel orden de ideas. ¡Un hogar honrado y tranquilo!… ¡Si era lo que ella había deseado toda su vida!… ¡Si jamás tuvo afición al lujo ni a la vida de aparato y perdición!… ¡Si su gusto fue siempre la oscuridad y la paz, y su maldito destino la llevaba a la publicidad y a la inquietud!… ¡Si ella había soñado siempre con verse rodeada de un corro chiquito de personas queridas, y vivir como Dios manda, queriendo bien a los suyos y bien querida de ellos, pasando la vida sin afanes!… ¡Si fue lanzada a la vida mala por despecho y contra su voluntad, y no le gustaba, no señor, no le gustaba!… Después de pensar mucho en esto hizo examen de conciencia, y se preguntó qué había obtenido de la religión en aquella casa. Si en lo tocante a prendarse de las guapezas del alma había adelantado poco, en otro orden algo iba ganando. Gozaba de cierta paz espiritual, desconocida para ella en épocas anteriores, paz que sólo turbaba Mauricia arrojando en sus oídos una maligna frase. Y no fue esto la única conquista, pues también prendió en ella la idea de la resignación y el convencimiento de que debemos tomar las cosas de la vida como vienen, recibir con alegría lo que se nos da, y no aspirar a la realización cumplida y total de nuestros deseos. Esto se lo decía aquella misma claridad esencial, aquella idea blanca que salía de la custodia. Lo malo era que en aquellas largas horas, a veces aburridas, que pasaba de rodillas ante el Sacramento, la faz envuelta en un gran velo al modo de mosquitero, la pecadora solía fijarse más en la custodia, marco y continente de la sagrada forma, que en la forma misma, por las asociaciones de ideas que aquella joya despertaba en su mente. ...

En la línea 2460
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La luna nueva se puso temprano, bajando al horizonte como una hoz, rodeada de aureola blanquecina que anunciaba más calor para el día siguiente. ...

En la línea 1071
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Atravesaron a toda prisa el último trozo del bosque y diez minutos después encontraron un río pequeño que desembocaba en una bahía rodeada de árboles enormes. ...

En la línea 1486
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —Aquí podemos reposar algunas horas —dijo el Tigre—. Estamos en una ciudadela perfectamente rodeada de bastiones. ...

En la línea 1675
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Durante aquel día tuvimos por cortejo una formidable tropa de escualos, terribles animales que pululan en estos mares haciéndolos muy peligrosos. Eran escualos filipos de lomo oscuro y vientre blancuzco, armados de once hileras de dientes; escualos ojeteados con el cuello marcado por una gran mancha negra rodeada de blanco que parece un ojo; isabelos de hocico redondeado y manchado de puntos oscuros. De vez en cuando, los potentes tiburones se precipitaban contra el cristal de nuestro observatorio con una violencia inquietante, que ponía fuera de sí a Ned Land. Quería subir a la superficie y arponear a los monstruos, sobre todo a algunos emisoles con la boca empedrada de dientes dispuestos como un mosaico, y a los tigres, de cinco metros de longitud, que le provocaban con una particular insistencia. Pero el Nautilus aumentó su velocidad y no tardó en dejar rezagados a los más rápidos de aquellos tiburones. ...

En la línea 3240
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Señor -le dije-, hablar por segunda vez de este asunto no puede ser de su agrado ni del mío, pero puesto que lo hemos abordado vayamos hasta el fin. Se lo repito, no se trata tan sólo de mi persona. Para mí, el estudio es una ayuda, una poderosa diversión, un gran aliciente, una pasión que puede hacerme olvidar todo. Como usted, soy un hombre capaz de vivir ignorado, oscuramente, en la frágil esperanza de legar un día al futuro el resultado de mis trabajos, por medio de un aparato hipotético confiado al azar de las olas y los vientos. En una palabra, yo puedo admirarle, seguirle a gusto en un destino que comprendo en algunos puntos… , aunque hay otros aspectos de su vida que me la hacen entrever rodeada de complicaciones y de misterios de los que, mis compañeros y yo, somos los únicos de aquí que estamos excluidos. Incluso cuando nuestros corazones han podido latir por usted, emocionados por sus dolores o conmovidos por sus actos de genio o de valor, hemos debido sofocar en nosotros hasta el más mínimo testimonio de esa simpatía que hace nacer la vista de lo que es bueno y noble, ya provenga del amigo o del enemigo. Pues bien, es este sentimiento de ser ext-años a todo lo que le concierne a usted lo que hace de nuestra situación algo inaceptable, imposible, incluso para mí, pero sobre todo para Ned Land. Todo hombre, por el solo y mero hecho de serlo, merece consideración. ¿Ha considerado usted los proyectos de venganza que el amor por la libertad y el odio a la esclavitud pueden engendrar en un carácter como el del canadiense? ¿Se ha preguntado usted lo que él puede pensar, intentar, llevar a cabo-… ? ...

En la línea 682
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... — ¡Ah! - dijo el desconocido rápidamente y mirándome al mismo tiempo -. De la iglesia solitaria situada en el marjal y rodeada de tumbas, ¿no es verdad? ...

En la línea 2000
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... A nuestra llegada a Dinamarca encontramos al rey y a la reina de aquel país sentados en dos sillones y sobre una mesa de cocina, celebrando una reunión de la corte. Toda la nobleza danesa estaba allí, al servicio de sus reyes. Esa nobleza consistía en un muchacho aristócrata que llevaba unas botas de gamuza de algún antepasado gigantesco; en un venerable par, de sucio rostro, que parecía haber pertenecido al pueblo durante la mayor parte de su vida, y en la caballería danesa, con un peine en el cabello y un par de calzas de seda blanca y que en conjunto ofrecía aspecto femenino. Mi notable conciudadano permanecía tristemente a un lado, con los brazos doblados, y yo sentí el deseo de que sus tirabuzones y su frente hubiesen sido más naturales. A medida que transcurría la representación se presentaron varios hechos curiosos de pequeña importancia. El último rey de aquel país no solamente parecía haber sufrido tos en la época de su muerte, sino también habérsela llevado a la tumba, sin desprenderse de ella cuando volvió entre los mortales. El regio aparecido llevaba un fantástico manuscrito arrollado a un bastón y al cual parecía referirse de vez en cuando, y, además, demostraba cierta ansiedad y tendencia a perder esta referencia, lo cual daba a entender que gozaba aún de la condición mortal. Por eso tal vez la sombra recibió el consejo del público de que «lo doblase mejor», recomendación que aceptó con mucho enojo. También podía notarse en aquel majestuoso espíritu que, a pesar de que fingía haber estado ausente durante mucho tiempo y recorrido una inmensa distancia, procedía, con toda claridad, de una pared que estaba muy cerca. Por esta causa, sus terrores fueron acogidos en broma. A la reina de Dinamarca, dama muy regordeta, aunque sin duda alguna históricamente recargada de bronce, el público la juzgó como sobrado adornada de metal; su barbilla estaba unida a su diadema por una ancha faja de bronce, como si tuviese un grandioso dolor de muelas; tenía la cintura rodeada por otra, así como sus brazos, de manera que todos la señalaban con el nombre de «timbal». El noble joven que llevaba las botas ancestrales era inconsecuente al representarse a sí mismo como hábil marino, notable actor, experto cavador de tumbas, sacerdote y persona de la mayor importancia en los asaltos de esgrima de la corte, ante cuya autoridad y práctica se juzgaban las mejores hazañas. Esto le condujo gradualmente a que el público no le tuviese ninguna tolerancia y hasta, al ver que poseía las sagradas órdenes y se negaba a llevar a cabo el servicio fúnebre, a que la indignación contra él fuese general y se exteriorizara por medio de las nueces que le arrojaban. 121 Últimamente, Ofelia fue presa de tal locura lenta y musical, que cuando, en el transcurso del tiempo, se quitó su corbata de muselina blanca, la dobló y la enterró, un espectador huraño que hacía ya rato se estaba enfriando su impaciente nariz contra una barra de hierro en la primera fila del público, gruñó: - Ahora que han metido al niño en la cama, vámonos a cenar. Lo cual, por lo menos, era una incongruencia. Todos estos incidentes se acumularon de un modo bullicioso sobre mi desgraciado conciudadano. Cada vez que aquel irresoluto príncipe tenía que hacer una pregunta o expresar una duda, el público se apresuraba a contestarle. Por ejemplo, cuando se trató de si era más noble sufrir, unos gritaron que sí y otros que no; y algunos, sin decidirse entre ambas opiniones, le aconsejaron que lo averiguara echando una moneda a cara o cruz. Esto fue causa de que entre el público se empeñase una enconada discusión. Cuando preguntó por qué las personas como él tenían que arrastrarse entre el cielo y la tierra, fue alentado con fuertes gritos de los que le decían «¡Atención!» Al aparecer con una media desarreglada, desorden expresado, de acuerdo con el uso, por medio de un pliegue muy bien hecho en la parte superior, y que, según mi opinión, se lograba por medio de una plancha, surgió una discusión entre el público acerca de la palidez de su pierna y también se dudó de si se debería al susto que le dio el fantasma. Cuando tomó la flauta, evidentemente la misma que se empleó en la orquesta y que le entregaron en la puerta, el público, unánimemente, le pidió que tocase el Rule Britania. Y mientras recomendaba al músico no tocar de aquella manera, el mismo hombre huraño que antes le interrumpiera dijo: «Tú, en cambio, no tocas la flauta de ningún modo; por consiguiente, eres peor que él.» Y lamentó mucho tener que añadir que las palabras del señor Wopsle eran continuamente acogidas con grandes carcajadas. Pero le esperaba lo más duro cuando llegó la escena del cementerio. Éste tenía la apariencia de un bosque virgen; a un lado había una especie de lavadero de aspecto eclesiástico y al otro una puerta semejante a una barrera de portazgo. El señor Wopsle llevaba una capa negra, y como lo divisaran en el momento de entrar por aquella puerta, algunos se apresuraron a avisar amistosamente al sepulturero, diciéndole: «Cuidado. Aquí llega el empresario de pompas fúnebres para ver cómo va tu trabajo.» Me parece hecho muy conocido, en cualquier país constitucional, que el señor Wopsle no podía dejar el cráneo en la tumba, después de moralizar sobre él, sin limpiarse los dedos en una servilleta blanca que se sacó del pecho; pero ni siquiera tan inocente e indispensable acto pasó sin que el público exclamara, a guisa de comentario: «¡Mozo!» La llegada del cadáver para su entierro, en una caja negra y vacía, cuya tapa se cayó, fue la señal de la alegría general, que aumentó todavía al descubrir que entre los que llevaban la caja había un individuo a quien reconoció el público. La alegría general siguió al señor Wopsle en toda su lucha con Laertes, en el borde del escenario y de la tumba, y ni siquiera desapareció cuando hubo derribado al rey desde lo alto de la mesa de cocina y luego se murió, pulgada a pulgada y desde los tobillos hacia arriba. Al empezar habíamos hecho algunas débiles tentativas para aplaudir al señor Wopsle, pero fue evidente que no serían eficaces y, por lo tanto, desistimos de ello. Así, pues, continuamos sentados, sufriendo mucho por él, pero, sin embargo, riéndonos con toda el alma. A mi pesar, me reí durante toda la representación, porque, realmente, todo aquello resultaba muy gracioso; y, no obstante, sentí la impresión latente de que en la alocución del señor Wopsle había algo realmente notable, no a causa de antiguas asociaciones, según temo, sino porque era muy lenta, muy triste, lúgubre, subía y bajaba y en nada se parecía al modo con que un hombre, en cualquier circunstancia natural de muerte o de vida, pudiese expresarse acerca de algún asunto. Cuando terminó la tragedia y a él le hicieron salir para recibir los gritos del público, dije a Herbert: - Vámonos en seguida, porque, de lo contrario, corremos peligro de encontrarle. Bajamos tan aprisa como pudimos, pero aún no fuimos bastante rápidos, porque junto a la puerta había un judío, con cejas tan grandes que no podían ser naturales y que cuando pasábamos por su lado se fijó en mí y preguntó: - ¿El señor Pip y su amigo? No hubo más remedio que confesar la identidad del señor Pip y de su amigo. -El señor Waldengarver-dijo el hombre-quisiera tener el honor… - ¿Waldengarver? - repetí. Herbert murmuró junto a mi oído: -Probablemente es Wopsle. - ¡Oh! - exclamé -. Sí. ¿Hemos de seguirle a usted? - Unos cuantos pasos, hagan el favor. En cuanto estuvimos en un callejón lateral, se volvió, preguntando: - ¿Qué le ha parecido a ustedes su aspecto? Yo le vestí. 122 Yo no sabía, en realidad, cuál fue su aspecto, a excepción de que parecía fúnebre, con la añadidura de un enorme sol o estrella danesa que le colgaba del cuello, por medio de una cinta azul, cosa que le daba el aspecto de estar asegurado en alguna extraordinaria compañía de seguros. Pero dije que me había parecido muy bien. - En la escena del cementerio - dijo nuestro guía -tuvo una buena ocasión de lucir la capa. Pero, a juzgar por lo que vi entre bastidores, me pareció que al ver al fantasma en la habitación de la reina, habría podido dejar un poco más al descubierto las medias. Asentí modestamente, y los tres atravesamos una puertecilla de servicio, muy sucia y que se abría en ambas direcciones, penetrando en una especie de calurosa caja de embalaje que había inmediatamente detrás. Allí, el señor Wopsle se estaba quitando su traje danés, y había el espacio estrictamente suficiente para mirarle por encima de nuestros respectivos hombros, aunque con la condición de dejar abierta la puerta o la tapa de la caja. - Caballeros - dijo el señor Wopsle -. Me siento orgulloso de verlos a ustedes. Espero, señor Pip, que me perdonará el haberle hecho llamar. Tuve la dicha de conocerle a usted en otros tiempos, y el drama ha sido siempre, según se ha reconocido, un atractivo para las personas opulentas y de nobles sentimientos. Mientras tanto, el señor Waldengarver, sudando espantosamente, trataba de quitarse sus martas principescas. - Quítese las medias, señor Waldengarver-dijo el dueño de aquéllas; - de lo contrario, las reventará y con ellas reventará treinta y cinco chelines. Jamás Shakespeare pudo lucir un par más fino que éste. Estése quieto en la silla y déjeme hacer a mí. Diciendo así, se arrodilló y empezó a despellejar a su víctima, quien, al serle sacada la primera media, se habría caído atrás, con la silla, pero se salvó de ello por no haber sitio para tanto. Hasta entonces temí decir una sola palabra acerca de la representación. Pero en aquel momento, el señor Waldengarver nos miró muy complacido y dijo: - ¿Qué les ha parecido la representación, caballeros? Herbert, que estaba tras de mí, me tocó y al mismo tiempo dijo: - ¡Magnífica! Como es natural, yo repetí su exclamación, diciendo también: - ¡Magnífica! - ¿Les ha gustado la interpretación que he dado al personaje, caballeros? -preguntó el señor Waldengarver con cierto tono de protección. Herbert, después de hacerme una nueva seña por detrás de mí, dijo: - Ha sido una interpretación exuberante y concreta a un tiempo. Por esta razón, y como si yo mismo fuese el autor de dicha opinión, repetí: - Exuberante y concreta a un tiempo. -Me alegro mucho de haber merecido su aprobación, caballeros - dijo el señor Waldengarver con digno acento, a pesar de que en aquel momento había sido arrojado a la pared y de que se apoyaba en el asiento de la silla. - Pero debo advertirle una cosa, señor Waldengarver - dijo el hombre que estaba arrodillado, - en la que no pensó usted durante su representación. No me importa que alguien piense de otra manera. Yo he de decirselo. No hace usted bien cuando, al representar el papel de Hamlet, pone usted sus piernas de perfil. El último Hamlet que vestí cometió la misma equivocación en el ensayo, hasta que le recomendé ponerse una gran oblea roja en cada una de sus espinillas, y entonces en el ensayo (que ya era el último), yo me situé en la parte del fondo de la platea y cada vez que en la representación se ponía de perfil, yo le decía: «No veo ninguna oblea». Y aquella noche la representación fue magnífica. El señor Waldengarver me sonrió, como diciéndome: «Es un buen empleado y le excuso sus tonterías.» Luego, en voz alta, observó: -Mi concepto de este personaje es un poco clásico y profundo para el público; pero ya mejorará éste, mejorará sin duda alguna. - No hay duda de que mejorará - exclamamos a coro Herbert y yo. - ¿Observaron ustedes, caballeros - dijo el señor Waldengarver -, que en el público había un hombre que trataba de burlarse del servicio… , quiero decir, de la representación? Hipócritamente contestamos que, en efecto, nos parecía haberlo visto, y añadí: -Sin duda estaba borracho. - ¡Oh, no! ¡De ninguna manera! - contestó el señor Wopsle -. No estaba borracho. Su amo ya habrá cuidado de evitarlo. Su amo no le permitiría emborracharse. 123 - ¿Conoce usted a su jefe? - pregunté. El señor Wopsle cerró los ojos y los abrió de nuevo, realizando muy despacio esta ceremonia. - Indudablemente, han observado ustedes - dijo - a un burro ignorante y vocinglero, con la voz ronca y el aspecto revelador de baja malignidad, a cuyo cargo estaba el papel (no quiero decir que lo representó) de Claudio, rey de Dinamarca. Éste es su jefe, señores. Así es esta profesión. Sin comprender muy bien si deberíamos habernos mostrado más apenados por el señor Wopsle, en caso de que éste se desesperase, yo estaba apurado por él, a pesar de todo, y aproveché la oportunidad de que se volviese de espaldas a fin de que le pusieran los tirantes - lo cual nos obligó a salir al pasillo - para preguntar a Herbert si le parecía bien que le invitásemos a cenar. Mi compañero estuvo conforme, y por esta razón lo hicimos y él nos acompañó a la Posada de Barnard, tapado hasta los ojos. Hicimos en su obsequio cuanto nos fue posible, y estuvo con nosotros hasta las dos de la madrugada, pasando revista a sus éxitos y exponiendo sus planes. He olvidado en detalle cuáles eran éstos, pero recuerdo, en conjunto, que quería empezar haciendo resucitar el drama y terminar aplastándolo, pues su propia muerte lo dejaría completa e irremediablemente aniquilado y sin esperanza ni oportunidad posible de nueva vida. Muy triste me acosté, y con la mayor tristeza pensé en Estella. Tristemente soñé que habían desaparecido todas mis esperanzas, que me veía obligado a dar mi mano a Clara, la novia de Herbert, o a representar Hamlet con el espectro de la señorita Havisham, ello ante veinte mil personas y sin saber siquiera veinte palabras de mi papel. ...

En la línea 1781
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... «¡Y pensar que estaba dispuesto a contentarme con la plataforma rocosa rodeada de abismos! ...

En la línea 3967
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... A veces interrumpía sus ejercicios para dirigirse al público. Y cuando veía entre la multitud de curiosos alguna persona medianamente vestida, le decía que mirase a qué extremo habían llegado los hijos de una familia noble y casi aristocrática. Si oía risas o palabras burlonas, se encaraba en el acto con los insolentes y los ponía de vuelta y media. Algunos se reían, otros sacudían la cabeza, compasivos, y todos miraban con curiosidad a aquella loca rodeada de niños aterrados. ...

En la línea 4520
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... La noche era oscura y el aire denso. A eso de las diez, el cielo se cubrió de negras y espesas nubes y estalló una violenta tempestad. La lluvia no caía en gotas, sino en verdaderos raudales que azotaban el suelo. Relámpagos de enorme extensión iluminaban el espacio. Svidrigailof llegó a su casa calado hasta los huesos. Se encerró en su habitación, abrió el cajón de su mesa, sacó dinero y rompió varios papeles. Después de guardarse el dinero en el bolsillo, pensó cambiarse la ropa, pero, al ver que seguía lloviendo, juzgó que no valía la pena, cogió el sombrero y salió sin cerrar la puerta. Se fue derecho a la habitación de Sonia. Allí estaba la joven, pero no sola, sino rodeada de los cuatro niños de Kapernaumof, a los que hacía tomar una taza de té. ...


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