La palabra Fuente ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras. 
				 La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
 Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
 La Biblia en España de Tomás Borrow y  Manuel Azaña
 El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
 Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
 La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
 A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
 Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
 El príncipe y el mendigo de Mark Twain
 Niebla de Miguel De Unamuno
 Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
 Grandes Esperanzas de Charles Dickens
 Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
 El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
 La llamada de la selva de Jack London
				Por tanto puede ser considerada correcta en Español. 
				Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece fuente.
				
					 Estadisticas de la palabra  fuente
				 Fuente es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 1004  según la RAE. 
			 Fuente tienen una frecuencia media de 8.99 veces en cada libro en castellano 
 
			Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la fuente en 150 obras del castellano contandose 1366  apariciones en total.
					                                           
				Algunas Frases de libros en las que aparece fuente
				La palabra fuente puede ser considerada correcta por su aparición en estas  obras maestras de la literatura. 
							  En la línea 1098
   del libro  La Barraca
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... Recordaba la poesía árabe cantando a la mujer junto a la fuente con el cántaro a sus pies, uniendo en un solo cuadro las dos pasiones más vehementes del oriental: la belleza y el agua. ... 
 
 
							  En la línea 1102
   del libro  La Barraca
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... Debía de ser la virgen rodeada de ángeles: una obra del arte grosero y cándido de la Edad Media: algún voto de los tiempos de la conquista; pero unas generaciones picando la piedra para marcar mejor las figuras borradas por los años, y otras blanqueándola con escrúpulos de bárbara curiosidad, habían dejado la losa de tal modo, que sólo se distinguía un bulto informe de mujer, la reina, que daba su nombre a la fuente; reina de los moros, como forzosamente han de serlo todas en los cuentos del campo. ... 
 
 
							  En la línea 1114
   del libro  La Barraca
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... La ruidosa tertulia de la fuente callóse al verla. ... 
 
 
							  En la línea 1119
   del libro  La Barraca
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... Bajó Roseta a la fuente, y después de llenar el cántaro, sacó, al incorporarse, su cabeza por encima del muro, lanzando una mirada ansiosa por toda la vega. ... 
 
 
							  En la línea 1211
   del libro  Los tres mosqueteros
 del afamado autor Alejandro Dumas
  ... Pero, mi querido señor D'Artagnan, creed que, si las hubiera recibido de otra fuente, o si me hubieran sido confiadas, no ha bría habido confesor más discreto que yo. ... 
 
 
							  En la línea 5870
   del libro  Los tres mosqueteros
 del afamado autor Alejandro Dumas
  ... La señora Coquenard atrajo la fuente para sí, separó hábilmente las dos grandes patas negras, que puso en el plato de su marido; cortó el cuello, que se puso, dejando a un lado la cabeza, para ella; cortó el  ala para Porthos y devolvió a la criada que acababa de traerlo el animal, que volvió casi intacto, y que había desaparecido antes de que el mosquetero tuviera tiempo de examinar las variaciones que el de sencanto pone en los rostros, según los caracteres  ytemperamentos de quienes lo experimentan. ... 
 
 
							  En la línea 5871
   del libro  Los tres mosqueteros
 del afamado autor Alejandro Dumas
  ... En lugar del pollo, hizo su entrada una fuente de habas, fuente enorme en la que hacían ademán de mostrarse algunos huesos de cordero, a los que en un principio se hubiera creído acompañados de carne. ... 
 
 
							  En la línea 5871
   del libro  Los tres mosqueteros
 del afamado autor Alejandro Dumas
  ... En lugar del pollo, hizo su entrada una fuente de habas, fuente enorme en la que hacían ademán de mostrarse algunos huesos de cordero, a los que en un principio se hubiera creído acompañados de carne. ... 
 
 
							  En la línea 499
   del libro  La Biblia en España
 del afamado autor Tomás Borrow y  Manuel Azaña
  ... Comimos uno frito, con una pringue deliciosa, y luego otro asado, que nos sirvieron entero en una fuente; la posadera, después de lavarse las manos, lo partió, y luego vertió sobre los pedazos una salsa sabrosa. ... 
 
 
							  En la línea 538
   del libro  La Biblia en España
 del afamado autor Tomás Borrow y  Manuel Azaña
  ... Los que se burlan de la religión y la escarnecen, no salen de entre sencillos hijos de la naturaleza; son más bien la excrecencia de un refinamiento recargado, y aunque su influjo pernicioso llega ciertamente a los campos, y corrompe en ellos a muchos hombres, la fuente y el origen del mal está en los grandes centros, donde la población se apiña y donde la naturaleza es casi desconocida. ... 
 
 
							  En la línea 546
   del libro  La Biblia en España
 del afamado autor Tomás Borrow y  Manuel Azaña
  ... CAPÍTULO III    Un comerciante de Evora.—Contrabandistas españoles.—El león y el   unicornio.—La fuente.—Confianza en el Todopoderoso.—Reparto de   folletos.—La librería en Evora.—Un manuscrito. ... 
 
 
							  En la línea 577
   del libro  La Biblia en España
 del afamado autor Tomás Borrow y  Manuel Azaña
  ... Como a media milla de las murallas, por el lado Sur, hay una fuente de piedra, donde los arrieros y demás gentes que acuden a la ciudad, acostumbran a dar agua a sus bestias. ... 
 
 
							  En la línea 1143
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha   -No es posible, señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que estas yerbas humedece; y así, será bien que vamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que, sin duda, causa mayor pena que la hambre. ... 
 
 
							  En la línea 1655
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... -En efecto -dijo Sancho-, ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer en este tan remoto lugar?  -¿Ya no te he dicho -respondió don Quijote- que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo, como mejor pudiere, en las que me pareciere ser más esenciales. ... 
 
 
							  En la línea 2195
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... -Con todo eso -dijo don Quijote-, mira, Sancho, lo que hablas, porque tantas veces va el cantarillo a la fuente..., y no te digo más. ... 
 
 
							  En la línea 2272
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... Apeáronse junto a la fuente, y con lo que el cura se acomodó en la venta satisficieron, aunque poco, la mucha hambre que todos traían. ... 
 
 
							  En la línea 1893
   del libro  Viaje de un naturalista alrededor del mundo
 del afamado autor Charles Darwin
  ... 29 de junio.- Con mucho gusto bajamos al valle a nuestro vivac de la noche anterior, y luego a la fuente del Agua amarga.  día 1.0 de julio volvemos al valle de Copiapó.  perfume de los henos y tréboles me parece delicioso después de la atmósfera tan seca del despoblado ... 
 
 
							  En la línea 3818
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... Por aquí; vamos hacia la fuente de Mari —Pepa. ... 
 
 
							  En la línea 3820
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... Mire usted, allí está la fuente. ... 
 
 
							  En la línea 3839
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... Llegaron a la fuente de Mari —Pepa. ... 
 
 
							  En la línea 3844
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... Ana se sentó sobre las raíces descubiertas de un castaño que daba sombra a la fuente. ... 
 
 
							  En la línea 1272
   del libro  A los pies de Vénus
 del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
  ... César, cardenal de Valencia, aparejaba una montería en dichos salones, uno de éstos, donde estaba el sitial de Su Santidad, figuraba un bosque y en la pieza inmediata existía una fuente con cascada y varias culebras nadando en ella, para dar un carácter más auténtico al decorado. ... 
 
 
							  En la línea 422
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Los de Santa Cruz vivían en su casa propia de la calle de Pontejos, dando frente a la plazuela del mismo nombre; finca comprada al difunto Aparisi, uno de los socios de la Compañía de Filipinas. Ocupaban los dueños el principal, que era inmenso, con doce balcones a la calle y mucha comodidad interior. No lo cambiara Barbarita por ninguno de los modernos hoteles, donde todo se vuelve escaleras y están además abiertos a los cuatro vientos. Allí tenía número sobrado de habitaciones, todas en un solo andar desde el salón a la cocina. Ni trocara tampoco su barrio, aquel riñón de Madrid en que había nacido, por ninguno de los caseríos flamantes que gozan fama de más ventilados y alegres. Por más que dijeran, el barrio de Salamanca es campo… Tan apegada era la buena señora al terruño de su arrabal nativo, que para ella no vivía en Madrid quien no oyera por las mañanas el ruido cóncavo de las cubas de los aguadores en la fuente de Pontejos; quien no sintiera por mañana y tarde la batahola que arman los coches correos; quien no recibiera a todas horas el hálito tenderil de la calle de Postas, y no escuchara por Navidad los zambombazos y panderetazos de la plazuela de Santa Cruz; quien no oyera las campanadas del reloj de la Casa de Correos tan claras como si estuvieran dentro de la casa; quien no viera pasar a los cobradores del Banco cargados de dinero y a los carteros salir en procesión. Barbarita se había acostumbrado a los ruidos de la vecindad, cual si fueran amigos, y no podía vivir sin ellos. ... 
 
 
							  En la línea 3435
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Dejándose llevar de sus propios pasos, se encontró sin saber cómo en el centro de la Puerta del Sol. Inconscientemente se sentó en el brocal de la fuente y estuvo mirando los espumarajos del agua. Un individuo de Orden Público la miró con aire suspicaz; pero ella no hizo caso y continuó allí largo rato, viendo pasar tranvías y coches en derredor suyo como si estuviera en el eje de un Tío Vivo. El frío y la impresión de humedad la obligaron a ausentarse y se alejó envolviéndose bien en su mantón y tapándose la boca. Casi no se le veían más que los ojos, y como estos eran tan bonitos, muchos se le ponían al lado y le pedían permiso para acompañarla, diciéndole mil cuchufletas. Recordó entonces otros tiempos infelices, y la idea de tener que volver a ellos le produjo dolor muy vivo, despejándole la cabeza de las quimeras que se le habían metido en ella. El sentimiento de la realidad iba poco a poco recobrando su imperio. Mas la realidad érale odiosa y trataba de mantenerse en aquel estado delirante. Un individuo de los que la siguieron se aventuró a detenerla en toda regla, llamándola por su nombre. ... 
 
 
							  En la línea 3852
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... «No dejó ni rastro» replicó la muchacha, enseñando a su ama la fuente en que había servido la merluza. ... 
 
 
							  En la línea 4859
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Por la noche fueron todos a casa de doña Casta, quien tomó por su cuenta a Maxi, prodigándole mil cuidados, ofreciéndole golosinas, y tratando de refrescarle el cerebro con una plácida disertación sobre las aguas de Madrid, y sobre las propiedades por que se distinguen las de la Acubilla, Abroñigal, y fuente de la Reina, de las de Lozoya. ... 
 
 
							  En la línea 1114
   del libro  El príncipe y el mendigo
 del afamado autor Mark Twain
  ... –Esta es la iglesia… , cubierta con la misma hiedra, ni más ni menos. Allí está la posada, el viejo 'León Rojo', y más allá el mercado. Aquí está el Mayo y aquí la fuente. Nada ha cambiado, por lo menos nada más que la gente, porque en diez años la gente cambia. A algunos me parece conocer, pero a mí no me conoce nadie. ... 
 
 
							  En la línea 1272
   del libro  El príncipe y el mendigo
 del afamado autor Mark Twain
  ... ¡Ay! No han sido libertadas, como yo creía. ¡Pensar que unas mujeres como ésas conozcan el látigo en Inglaterra! Ésa es la mayor vergüenza; que no sea en país de paganos, sino en la cristiana Inglaterra. Las azotarán, y yo, a quien han consolado y tratado con bondad, tendré que presenciar cómo se les infiere tamaña ofensa. Es extraño que yo, que soy la misma fuente del poder en este extenso reino, me vea impotente para protegerlas, pero bien pueden ahora recrearse esos sayones, porque día vendrá en que yo les pida estrecha cuenta de este proceder. Por cada golpe que den ahora recibirán después ciento. ... 
 
 
							  En la línea 380
   del libro  Niebla
 del afamado autor Miguel De Unamuno
  ... »Por debajo de esta corriente de nuestra existencia, por dentro de ella, hay otra corriente en sentido contrario; aquí vamos del ayer al mañana, allí se va del mañana al ayer. Se teje y se desteje a un tiempo. Y de vez en cuando nos llegan hálitos, vahos y hasta rumores misteriosos de ese otro mundo, de ese interior de nuestro mundo. Las entrañas de la historia son una contrahistoria, es un proceso inverso al que ella sigue. El río subterráneo va del mar a la fuente. ... 
 
 
							  En la línea 472
   del libro  Niebla
 del afamado autor Miguel De Unamuno
  ... Despidiéronse y Augusto salió a la calle como aligerado de un gran peso y hasta gozoso. Nunca hubiera presupuesto lo que le pasaba por dentro del espíritu. Aquella manera de habérsele presentado Eugenia la primera vez que se vieron de quieto y de cerca y que se hablaron, lejos de dolerle, encendíale más y le animaba. El mundo le parecía más grande, el aire más puro y más azul el cielo. Era como si respirase por vez primera. En lo más íntimo de sus oídos cantaba aquella palabra de su madre: ¡cásate! Casi todas las mujeres con que cruzaba por la calle parecíanle guapas, muchas hermosísimas y ninguna fea. Diríase que para él empezaba a estar el mundo iluminado por una nueva luz misteriosa desde dos grandes estrellas invisibles que refulgían más allá del azul del cielo, detrás de su aparente bóveda. Empezaba a conocer el mundo. Y sin saber cómo se puso a pensar en la profunda fuente de la confusión vulgar entre el pecado de la carne y la caída de nuestros primeros padres por haber probado del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. ... 
 
 
							  En la línea 1997
   del libro  Niebla
 del afamado autor Miguel De Unamuno
  ... Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme. ... 
 
 
							  En la línea 607
   del libro  Veinte mil leguas de viaje submarino
 del afamado autor Julio Verne
  ... -Pero el mar, señor Aronnax, esta fuente prodigiosa e inagotable de nutrición, no sólo me alimenta sino que también me viste. Esas telas que le cubren a usted están tejidas con los bisos de ciertas conchas bivalvas, teñidas con la púrpura de los antiguos y matizadas con los colores violetas que extraigo de las aplisias del Mediterráneo. Los perfumes que hallará usted en el tocador de su camarote son el producto de la destilación de plantas marinas. Su colchón está hecho con la zostera más suave del océano. Su pluma será una barba córnea de ballena, y la tinta que use, la secretada por la jibia o el calamar. Todo me viene ahora del mar, como todo volverá a él algún día. ... 
 
 
							  En la línea 3195
   del libro  Veinte mil leguas de viaje submarino
 del afamado autor Julio Verne
  ... La verdadera fuente del Gulf Stream, reconocida por el comandante Maury, o su punto de partida, si se prefiere, está situada en el golfo de Gascuña. Allí, sus aguas, aún débiles de temperatura y de color, comienzan a formarse. Desciende al Sur, costea el África ecuatorial, calienta sus aguas con los rayos solares de la zona tórrida, atraviesa el Atlántico, alcanza el cabo San Roque en la costa brasileña y se bifurca en dos brazos, uno de los cuales va a saturarse de las calientes moléculas del mar de las Antillas. Entonces, el Gulf Stream, encargado de restablecer el equilibrio entre las temperaturas y de mezclar las aguas de los trópicos con las aguas boreales, comienza a desempeñar su papel de compensador. Se calienta fuertemente en el golfo de México y luego se eleva al Norte a lo largo de las costas americanas hasta llegar a Terranova, donde se desvía por el empuje de la corriente fría del estrecho de Davis y reemprende la ruta del océano siguiendo sobre uno de los grandes círculos del Globo la línea loxodrómica; hacia el grado 43 se divide en dos brazos, uno de los cuales, ayudado por el alisio del Nordeste, vuelve hacia las Azores y el golfo de Gascuña, mientras el otro, tras templar las costas de Irlanda y de Noruega, llega más allá de las Spitzberg, donde su temperatura desciende a cuatro grados, para formar el mar libre del Polo. ... 
 
 
							  En la línea 1987
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... si el castillo, el puente levadizo, la glorieta, el lago, la fuente y el anciano hubieran sido dispersados en el ... 
 
 
							  En la línea 1990
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... Ocurrió, según me anunciara Wemmick, que se me presentó muy pronto la oportunidad de comparar la morada de mi tutor con la de su cajero y empleado. Mi tutor estaba en su despacho, lavándose las manos con su jabón perfumado, cuando yo entré en la oficina a mi regreso de Walworth; él me llamó en seguida y me hizo la invitacion, para mí mismo y para mis amigos, que Wemmick me había preparado a recibir. - Sin cumplido alguno – dijo. - No hay necesidad de vestirse de etiqueta, y podremos convenir, por ejemplo, el día de mañana. Yo le pregunté adónde tendría que dirigirme, porque no tenía la menor idea acerca de dónde vivía, y creo que, siguiendo su costumbre de no confesar nada, me dijo: - Venga usted aquí y le llevaré a casa conmigo. Aprovecho esta oportunidad para observar que, después de recibir a sus clientes, se lavaba las manos, como si fuese un cirujano o un dentista. Tenía el lavabo en su despacho, dispuesto ya para el caso, y que olía a jabón perfumado como si fuese una tienda de perfumista. En la parte interior de la puerta tenía una toalla puesta sobre un rodillo, y después de lavarse las manos se las secaba con aquélla, cosa que hacía siempre que volvía del tribunal o despedía a un diente. Cuando mis amigos y yo acudimos al día siguiente a su despacho, a las seis de la tarde, parecía haber estado ocupado en un caso mucho más importante que de costumbre, porque le encontramos con la cabeza metida en el lavabo y lavándose no solamente las manos, sino también la cara y la garganta. Y cuando hubo terminado eso y una vez se secó con la toalla, se limpió las uñas con un cortaplumas antes de ponerse la chaqueta. Cuando salimos a la calle encontramos, como de costumbre, algunas personas que esperaban allí y que con la mayor ansiedad deseaban hablarle; pero debió de asustarlas la atmósfera perfumada del jabón que le rodeaba, porque aquel día abandonaron su tentativa. Mientras nos dirigíamos hacia el Oeste, fue reconocido por varias personas entre la multítud, pero siempre que eso ocurría me hablaba en voz más alta y fingía no reconocer a nadie ni fijarse en que los demás le reconociesen. 100 Nos llevó así a la calle Gerrard, en Soho, y a una casa situada en el lado meridional de la calle. El edificio tenía aspecto majestuoso, pero habría necesitado una buena capa de pintura y que le limpiasen el polvo de las ventanas. Saco la llave, abrió la puerta y entramos en un vestíbulo de piedra, desnudo, oscuro y poco usado. Subimos por una escalera, también oscura y de color pardo, y así llegamos a una serie de tres habitaciones, del mismo color, en el primer piso. En los arrimaderos de las paredes estaban esculpidas algunas guirnaldas, y mientras nuestro anfitrión nos daba la bienvenida, aquellas guirnaldas me produjeron extraña impresión. La cena estaba servida en la mejor de aquellas estancias; la segunda era su guardarropa, y la tercera, el dormitorio. Nos dijo que poseía toda la casa, pero que raras veces utilizaba más habitaciones que las que veíamos. La mesa estaba muy bien puesta, aunque en ella no había nada de plata, y al lado de su silla habia un torno muy grande, en el que se veía una gran variedad de botellas y frascos, así como también cuatro platos de fruta para postre. Yo observé que él lo tenía todo al alcance de la mano y lo distribuía por sí mismo. En la estancia había una librería, y por los lomos de los libros me di cuenta de que todos ellos trataban de pruebas judiciales, de leyes criminales, de biografías criminales, de juicios, de actas del Parlamento y de cosas semejantes. Los muebles eran sólidos y buenos, asi como la cadena de su reloj. Pero todo tenía cierto aspecto oficial, y no se veía nada puramente decorativo. En un rincón había una mesita que contenía bastantes papeles y una lámpara con pantalla; de manera que, sin duda alguna, mi tutor se llevaba consigo la oficina a su propia casa y se pasaba algunas veladas trabajando. Como él apenas había visto a mis tres compañeros hasta entonces, porque por la calle fuimos los dos de lado, se quedó junto a la chimenea y, después de tirar del cordón de la campanilla, los examinó atentamente. Y con gran sorpresa mía, pareció interesarse mucho y también casi exclusivamente por Drummle. -Pip-dijo poniéndome su enorme mano sobre el hombro y llevándome hacia la ventana -. No conozco a ninguno de ellos. ¿Quién es esa araña? - ¿Qué araña? - pregunté yo. - Ese muchacho moteado, macizo y huraño. - Es Bentley Drummle - repliqué -. Ese otro que tiene el rostro más delicado se llama Startop. Sin hacer el menor caso de aquel que tenía la cara más delicada, me dijo: - ¿Se llama Bentley Drummle? Me gusta su aspecto. Inmediatamente empezó a hablar con él. Y, sin hacer caso de sus respuestas reticentes, continuó, sin duda con el propósito de obligarle a hablar. Yo estaba mirando a los dos, cuando entre ellos y yo se interpuso la criada que traía el primer plato. Era una mujer que tendría unos cuarenta años, según supuse, aunque tal vez era más joven. Tenía alta estatura, una figura flexible y ágil, el rostro extremadamente palido, con ojos marchitos y grandes y un pelo desordenado y abundante. Ignoro si, a causa de alguna afección cardíaca, tenía siempre los labios entreabiertos como si jadease y su rostro mostraba una expresión curiosa, como de confusión; pero sí sé que dos noches antes estuve en el teatro a ver Macbeth y que el rostro de aquella mujer me parecía agitado por todas las malas pasiones, como los rostros que vi salir del caldero de las brujas. Dejó la fuente y tocó en el brazo a mi tutor para avisarle de que la cena estaba dispuesta; luego se alejo. Nos sentamos alrededor de la mesa, y mi tutor puso a su lado a Drummle, y a Startop al otro. El plato que la criada dejó en la mesa era de un excelente pescado, y luego nos sirvieron carnero muy bien guisado y, finalmente, un ave exquisita. Las salsas, los vinos y todos cuantos complementos necesitábamos eran de la mejor calidad y nos los entregaba nuestro anfitrión tomándolos del torno; y cuando habían dado la vuelta a la mesa los volvía a poner en su sitio. De la misma manera nos entregaba los platos limpios, los cuchillos y los tenedores para cada servicio, y los que estaban sucios los echaba a un cesto que estaba en el suelo y a su lado. No apareció ningún otro criado más que aquella mujer, la cual entraba todos los platos, y siempre me pareció ver en ella un rostro semejante al que saliera del caldero de las brujas. Años más tarde logré reproducir el rostro de aquella mujer haciendo pasar el de una persona, que no se le parecía por otra cosa más que por el cabello, por detrás de un cuenco de alcohol encendido, en una habitación oscura. Inclinado a fijarme cuanto me fue posible en la criada, tanto por su curioso aspecto como por las palabras de Wemmick, observé que siempre que estaba en el comedor no separaba los ojos de mi tutor y que retiraba apresuradamente las manos de cualquier plato que pusiera delante de él, vacilando, como si temiese que la llamara cuando estaba cerca, para decirle alguna cosa. Me pareció observar que él se daba cuenta de eso, pero que quería tenerla sumida en la ansiedad. 101 La cena transcurrió alegremente, y a pesar de que mi tutor parecía seguir la conversación y no iniciarla, vi que nos obligaba a exteriorizar los puntos más débiles de nuestro carácter. En cuanto a mí mismo, por ejemplo, me vi de pronto expresando mi inclinación a derrochar dinero, a proteger a Herbert y a vanagloriarme de mi espléndido porvenir, eso antes de darme cuenta de que hubiese abierto los labios. Lo mismo les ocurrió a los demás, pero a nadie en mayor grado que a Drummle, cuyas inclinaciones a burlarse de un modo huraño y receloso de todos los demás quedaron de manifiesto antes de que hubiesen retirado el plato del pescado. No fue entonces, sino cuando llegó la hora de tomar el queso, cuando nuestra conversación se refirió a nuestras proezas en el remo, y entonces Drummle recibió algunas burlas por su costumbre de seguirnos en su bote. Él informó a nuestro anfitrión de que prefería seguirnos en vez de gozar de nuestra compañía, que en cuanto a habilidad se consideraba nuestro maestro y que con respecto a fuerza era capaz de vencernos a los dos. De un modo invisible, mi tutor le daba cuerda para que mostrase su ferocidad al tratar de aquel hecho sin importancia; y él desnudó su brazo y lo contrajo varias veces para enseñar sus músculos, y nosotros le imitamos del modo más ridículo. Mientras tanto, la criada iba quitando la mesa; mi tutor, sin hacer caso de ella y hasta volviéndole el rostro, estaba recostado en su sillón, mordiéndose el lado de su dedo índice y demostrando un interés hacia Drummle que para mí era completamente inexplicable. De pronto, con su enorme mano, cogió la de la criada, como si fuese un cepo, en el momento en que ella se inclinaba sobre la mesa. Y él hizo aquel movimiento con tanta rapidez y tanta seguridad, que todos interrumpimos nuestra estúpida competencia. - Hablando de fuerza - dijo el señor Jaggers - ahora voy a mostrarles un buen puño. Molly, enséñanos el puño. La mano presa de ella estaba sobre la mesa, pero había ocultado la otra llevándola hacia la espalda - Señor - dijo en voz baja y con ojos fijos y suplican tes -. No lo haga. - Voy a mostrarles un puño - repitió el señor Jaggers, decidido a ello -. Molly, enséñanos el puño. - ¡Señor, por favor! - murmuró ella. - Molly - repitió el señor Jaggers sin mirarla y dirigiendo obstinadamente los ojos al otro lado de la estancia -. Muéstranos los dos puños. En seguida. Le cogió la mano y puso el puño de la criada sobre la mesa. Ella sacó la otra mano y la puso al lado de la primera. Entonces pudimos ver que la última estaba muy desfigurada, atravesada por profundas cicatrices. Cuando adelantó las manos para que las pudiésemos ver, apartó los ojos del señor Jaggers y los fijó, vigilante, en cada uno de nosotros. - Aquí hay fuerza - observó el señor Jaggers señalando los ligamentos con su dedo índice. - Pocos hombres tienen los puños tan fuertes como esta mujer. Es notable la fuerza que hay en estas manos. He tenido ocasión de observar muchas de ellas, pero jamás vi otras tan fuertes como éstas, ya de hombre o de mujer. Mientras decía estas palabras, con acento de indiferencia, ella continuó mirándonos sucesivamente a todos. Cuando mi tutor dejó de ocuparse en sus manos, ella le miró otra vez. - Está bien, Molly - dijo el señor Jaggers moviendo ligeramente la cabeza hacia ella -. Ya has sido admirada y puedes marcharte. La criada retiró sus manos y salió de la estancia, en tanto que el señor Jaggers, tomando un frasco del torno, llenó su vaso e hizo circular el vino. - Alas nueve y media, señores – dijo, - nos separaremos. Procuren, mientras tanto, pasarlo bien. Estoy muy contento de verles en mi casa. Señor Drummle, bebo a su salud. Si eso tuvo por objeto que Drummle diese a entender de un modo más completo su carácter, hay que confesar que logró el éxito. Triunfante y huraño, Drummle mostró otra vez en cuán poco nos tenía a los demás, y sus palabras llegaron a ser tan ofensivas que resultaron ya por fin intolerables. Pero el señor Jaggers le observaba con el mismo interés extraño, y en cuanto a Drummle, parecía hacer más agradable el vino que se bebía aquél. Nuestra juvenil falta de discreción hizo que bebiésemos demasiado y que habláramos excesivamente. Nos enojamos bastante ante una burla de Drummle acerca de que gastábamos demasiado dinero. Eso me hizo observar, con más celo que discreción, que no debía de haber dicho eso, pues me constaba que Startop le había prestado dinero en mi presencia, cosa de una semana antes. - ¿Y eso qué importa? - contestó Drummle -. Se pagará religiosamente. - No quiero decir que deje usted de hacerlo - añadí -; pero eso habría debido bastarle para contener su lengua antes de hablar de nosotros y de nuestro dinero; me parece. - ¿Le parece? - exclamó Drummle -. ¡Dios mío! 102 - Y casi estoy seguro - dije, deseando mostrarme severo - de que no sería usted capaz de prestarnos dinero si lo necesitásemos. - Tiene usted razón - replicó Drummle -: no prestaría ni siquiera seis peniques a ninguno de ustedes. Ni a ustedes ni a nadie. - Es mejor pedir prestado, creo. - ¿Usted cree? - repitió Drummle -. ¡Dios mío! Estas palabras agravaban aún el asunto, y muy especialmente me descontentó el observar que no podía vencer su impertinente torpeza, de modo que, sin hacer caso de los esfuerzos de Herbert, que quería contenerme, añadí: - Ya que hablamos de esto, señor Drummle, voy a repetirle lo que pasó entre Herbert y yo cuando usted pidió prestado ese dinero. - No me importa saber lo que pasó entre ustedes dos - gruñó Drummle. Y me parece que añadió en voz más baja, pero no menos malhumorada, que tanto yo como Herbert podíamos ir al demonio. - Se lo diré a pesar de todo - añadí -, tanto si quiere oírlo como no. Dijimos que mientras usted se metía en el bolsillo el dinero, muy contento de que se lo hubiese prestado, parecía que también le divirtiera extraordinariamente el hecho de que Startop hubiese sido tan débil para facilitárselo. Drummle se sentó, riéndose en nuestra cara, con las manos en los bolsillos y encogidos sus redondos hombros, dando a entender claramente que aquello era la verdad pura y que nos despreció a todos por tontos. Entonces Startop se dirigió a él, aunque con mayor amabilidad que yo, y le exhortó para que se mostrase un poco más cortés. Como Startop era un muchacho afable y alegre, en tanto que Drummle era el reverso de la medalla, por eso el último siempre estaba dispuesto a recibir mal al primero, como si le dirigieran una afrenta personal. Entonces replicó con voz ronca y torpe, y Startop trató de abandonar la discusión, pronunciando unas palabras en broma que nos hicieron reír a todos. Y más resentido por aquel pequeño éxito que por otra cosa cualquiera, Drummle, sin previa amenaza ni aviso, sacó las manos de los bolsillos, dejó caer sus hombros, profirió una blasfemia y, tomando un vaso grande, lo habría arrojado a la cabeza de su adversario, de no habérselo impedido, con la mayor habilidad, nuestro anfitrión, en el momento en que tenía la mano levantada con la intención dicha. - Caballeros - dijo el señor Jaggers poniendo sobre la mesa el vaso y tirando, por medio de la cadena de oro, del reloj de repetición -, siento mucho anunciarles que son las nueve y media. A1 oír esta indicación, todos nos levantamos para marcharnos. Antes de llegar a la puerta de la calle, Startop llamaba alegremente a Drummle «querido amigo», como si no hubiese ocurrido nada. Pero el «querido amigo» estaba tan lejos de corresponder a estas amables palabras, que ni siquiera quiso regresar a Hammersmith siguiendo la misma acera que su compañero; y como Herbert y yo nos quedamos en la ciudad, les vimos alejarse por la calle, siguiendo cada uno de ellos su propia acera; Startop iba delante, y Drummle le seguía guareciéndose en la sombra de las casas, como si también en aquel momento lo siguiese en su bote. Como la puerta no estaba cerrada todavía, dejé solo a Herbert por un momento y volví a subir la escalera para dirigir unas palabras a mi tutor. Le encontré en su guardarropa, rodeado de su colección de calzado y muy ocupado en lavarse las manos, sin duda a causa de nuestra partida. Le dije que había subido otra vez para expresarle mi sentimiento de que hubiese ocurrido algo desagradable, y que esperaba no me echaría a mí toda la culpa. - ¡Bah! - exclamó mientras se mojaba la cara y hablando a través de las gotas de agua. - No vale la pena, Pip. A pesar de todo, me gusta esa araña. Volvió el rostro hacia mí y se sacudía la cabeza, secándose al mismo tiempo y resoplando con fuerza. - Me contenta mucho que a usted le guste, señor - dije -; pero a mí no me gusta nada. - No, no - asintió mi tutor. - Procure no tener nada que ver con él y apártese de ese muchacho todo lo que le sea posible. Pero a mí me gusta, Pip. Por lo menos, es sincero. Y si yo fuese un adivino… Y descubriendo el rostro, que hasta entonces la toalla ocultara, sorprendióle una mirada. - Pero como no soy adivino… - añadió secándose con la toalla las dos orejas.- Ya sabe usted que no lo soy, ¿verdad? Buenas noches, Pip. - Buenas noches, señor. Cosa de un mes después de aquella noche terminó el tiempo que el motejado de araña había de pasar con el señor Pocket, y con gran contento de todos, a excepción de la señora Pocket, se marchó a su casa, a incorporarse a su familia. ... 
 
 
							  En la línea 2021
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... En vano trataría de describir el asombro y la alarma de Herbert cuando, una vez sentados los tres ante el fuego, le referí toda la historia. Baste decir que vi mis propios sentimientos reflejados en el rostro de Herbert y, entre ellos, de un modo principal, mi repugnancia hacia el hombre que tanto había hecho por mí. Habría bastado para establecer una división entre aquel hombre y nosotros, si ya no hubiesen existido otras causas que nos alejaban bastante, el triunfo que expresó al tratarse de mi historia. Y a excepción de su molesta convicción de haberse enternecido en una ocasión, desde su llegada, acerca de lo cual empezó a 162 hablar a Herbert en cuanto hube terminado mi revelación, no tuvo la menor sospecha de la posibilidad de que yo no estuviese satisfecho con mi buena fortuna. Su envanecimiento de que había hecho de mí un caballero y de que había venido a verme representar tal papel, utilizando sus amplios recursos, fue expresado no tan sólo con respecto a mí, sino también para mí mismo. Y no hay duda de que llegó a la conclusión de que tal envanecimiento era igualmente agradable para él y para mí y de que ambos debíamos estar orgullosos de ello. - Aunque, fíjese, amigo de Pip - dijo a Herbert después de hablar por algún tiempo: - sé muy bien que, a mi llegada, por espacio de medio minuto me enternecí. Se lo dije así mismo a Pip. Pero no se inquiete usted por eso. No en vano he hecho de Pip un caballero, como él hará un caballero de usted, para que yo no sepa lo que debo a ustedes dos. Querido Pip y amigo de Pip, pueden ustedes estar seguros de que en adelante me callaré acerca del particular. Me he callado después de aquel minuto en que, sin querer, me enternecí; callado estoy ahora, y callado seguiré en adelante. - Ciertamente - dijo Herbert, aunque en su acento no se advertía que tales palabras le hubiesen consolado lo más mínimo, pues se quedó perplejo y deprimido. Ambos deseábamos con toda el alma que nuestro huésped se marchara a su vivienda y nos dejara solos; pero él, sin duda alguna, tenía celos de dejarnos juntos y se quedó hasta muy tarde. Eran las doce de la noche cuando le llevé a la calle de Essex y le dejé en seguridad ante la oscura puerta de su habitación. Cuando se cerró tras él, experimenté el primer momento de alivio que había conocido desde la primera noche de su llegada. Como no estaba por completo tranquilo, pues recordaba con cierto temor al hombre a quien sorprendí en la escalera, observé alrededor de nosotros cuando salí ya anochecido, con mi huésped, y también al regresar a mi casa iba vigilando en torno de mí. Es muy difícil, en una gran ciudad, el evitar el recelo de que todos nos observan cuando la mente conoce el peligro de que ocurra tal cosa, y por eso no podía persuadirme de que las personas que pasaban por mi lado no tenían el menor interés en mis movimientos. Los pocos que pasaban seguían sus respectivos caminos, y la calle estaba desierta cuando regresé al Temple. Nadie había salido con nosotros por la puerta y nadie entró por ella conmigo. Al cruzar junto a la fuente vi las ventanas iluminadas y tranquilas de las habitaciones de Provis, y cuando me quedé unos momentos ante la puerta de la casa en que vivía, antes de subir la escalera, Garden Court estaba tan apacible y desierto como la misma escalera al subir por ella. Herbert me recibió con los brazos abiertos, y nunca como entonces me pareció cosa tan confortadora el tener un verdadero amigo. Después de dirigirme algunas palabras de simpatía y de aliento, ambos nos sentamos para discutir el asunto. ¿Qué debía hacerse? La silla que había ocupado Provis seguía en el mismo lugar, porque tenía un modo especial, propio de su costumbre de habitar en una barraca, de permanecer inquieto en un sitio y dedicándose sucesivamente a manipular con su pipa y su tabaco malo, su cuchillo y su baraja y otros chismes semejantes. Digo, pues, que su silla seguía en el mismo sitio que él había ocupado. Herbert, sin darse cuenta, la tomó, pero, al notarlo, la empujó a un lado y tomó otra. Después de eso no tuvo necesidad de decir que había cobrado aversión hacia mi protector, ni yo tampoco la tuve de confesar la que sentía, de manera que nos hicimos esta mutua confidencia sin necesidad de cambiar una sola palabra. - ¿Qué te parece que se puede hacer? - pregunté a Herbert después que se hubo sentado. - Mi pobre amigo Haendel - replicó, apoyando la cabeza en sus manos, - estoy demasiado anonadado para poder pensar. - Lo mismo me ocurrió a mí, Herbert, en los primeros momentos de su llegada. No obstante, hay que hacer algo. Ese hombre se propone realizar varios gastos importantes… , comprar caballos, coches y toda suerte de cosas ostentosas. Es preciso buscar la manera de impedírselo. - ¿Quieres decirme con eso que no puedes aceptar… ? - ¿Cómo podría? - le interrumpí aprovechando la pausa de Herbert-. ¡Piensa en él! ¡Fíjate en él! Un temblor involuntario pasó par nosotros. -Además, temo, Herbert, que ese hombre siente un fuerte e intenso afecto para mí. ¿Se ha visto alguna vez cosa igual? - ¡Pobre Haendel! - repitió Herbert. - Por otra parte – proseguí, - aunque me niegue a recibir nada más de él, piensa en lo que ya le debo. Independientemente de todo eso, recuerda que he contraído muchas deudas, demasiadas para mí; que ya no puedo tener esperanzas de ninguna clase. Además, he sido educado sin propósito de tomar ninguna profesión, y para esta razón no sirvo para nada. - Bueno, bueno - exclamó Herbert. - No digas que no sirves para nada. 163 - ¿Para qué? Tan sólo hay una cosa para la que tal vez podría ser útil, y es alistarme como soldado. Ya lo habría hecho, mi querido Herbert, de no haber deseado tomar antes el consejo que puedo esperar de tu amistad y de tu afecto. Al pronunciar estas palabras, la emoción me impidió continuar, pero Herbert, a excepción de que me tomó con fuerza la mano, fingió no haberlo advertido. - De cualquier modo que sea, mi querido Haendel - dijo luego, - la profesión de soldado no te conviene. Si fueras a renunciar a su protección y a sus favores, supongo que lo harías con la débil esperanza de poder pagarle un día lo que ya has recibido. Y si te fueras soldado, tal probabilidad no podría ser muy segura. Además, es absurdo. Estarías mucho mejor en casa de Clarriker, a pesar de ser pequeña. Ya sabes que tengo esperanzas de llegar a ser socio de la casa. ¡Pobre muchacho! Poco sospechaba gracias a qué dinero. - Pero hay que tener en cuenta otra cosa - continuó Herbert. - Ese hombre es ignorante, aunque tiene un propósito decidido, hijo de una idea fija durante mucho tiempo. Además, me parece (y tal vez me equivoque con respecto a él) que es hombre de carácter feroz en sus decisiones. - Así es. Me consta - le contesté -. Voy a darte ahora pruebas de eso. Y le dije lo que no había mencionado siquiera en mi narración, es decir, su encuentro con el otro presidiario. - Pues fíjate en eso - observó Herbert. - Él viene aquí con peligro de su vida, para realizar su idea fija. Si cuando ya se dispone a ejecutarla, después de sus trabajos, sus penalidades y su larga espera, se lo impides de un modo u otro, destruyes sus ilusiones y haces que toda su fortuna no tenga ya para él ningún valor. ¿No te das cuenta de lo que podría hacer, en su desencanto? - Lo he visto, Herbert, y he soñado con eso desde la noche fatal de su llegada. Nada se me ha representado con mayor claridad que el hecho de ponerle en peligro de ser preso. - Entonces, no tengas duda alguna - me contestó Herbert - de que habría gran peligro de que se dejara coger. Ésta es la razón de que ese hombre tenga poder sobre ti mientras permanezca en Inglaterra, y no hay duda de que apelaría a ese último extremo en caso de que tú le abandonaras. Me horrorizaba tanto aquella idea, que desde el primer momento me atormentó, y mis reflexiones acerca del particular llegaron a producirme la impresión de que yo podría convertirme, en cierto modo, en su asesino. Por eso no pude permanecer sentado y, levantándome, empecé a pasear par la estancia. Mientras tanto, dije a Herbert que, aun en el caso de que Provis fuese reconocido y preso, a pesar de sí mismo, yo no podría menos de considerarme, aunque inocente, como el autor de su muerte. Y así era, en efecto, pues aun cuando me consideraba desgraciado teniéndole cerca de mí y habría preferido pasar toda mi vida trabajando en la fragua con Joe, aun así, no era eso lo peor, sino lo que podía ocurrir todavía. Era inútil pretender despreocuparnos del asunto, y por eso seguíamos preguntándonos qué debía hacerse. - Lo primero y principal - dijo Herbert - es sacarlo de Inglaterra. Tendrás que marcharte con él, y así no se resistirá. - Pero aunque lo lleve a otro país, ¿podré impedir que regrese? - Mi querido Haendel, es inútil decirte que Newgate está en la calle próxima y que, por consiguiente, resulta aquí más peligroso que en otra parte cualquiera el darle a entender tus intenciones y causarle un disgusto que lo lleve a la desesperación. Tal vez se podría encontrar una excusa hablándole del otro presidiario, o de un hecho cualquiera de su vida, a fin de inducirle a marchar. Pero lo bueno del caso - exclamé deteniéndome ante Herbert y tendiéndole las manos abiertas, como para expresar mejor lo desesperado del asunto - es que no sé nada absolutamente de su vida. A punto estuve de volverme loco una noche en que permanecí sentado aquí ante él, viéndole tan ligado a mí en sus desgracias y en su buena fortuna y, sin embargo, tan desconocido para mí, a excepción de su aspecto y situación míseros de los días de mi niñez en que me aterrorizó. Herbert se levantó, pasó su brazo por el mío y los dos echamos a andar de un lado a otro de la estancia, fijándonos en los dibujos de la alfombra. - Haendel - dijo Herbert, deteniéndose. - ¿estás convencido de que no puedes aceptar más beneficios de él? - Por completo. Seguramente tú harías lo mismo, de encontrarte en mi lugar. - ¿Y estás convencido de que debes separarte por completo de él? - ¿Eso me preguntas? - Por otra parte, comprendo que tengas, como tienes, esta consideración por la vida que él ha arriesgado por tu causa y que estés decidido a salvarle, si es posible. En tal caso, no tienes más remedio que sacarlo de 164 Inglaterra antes de poner en obra tus deseos personales. Una vez logrado eso, líbrate de él, en nombre de Dios; los dos juntos ya encontraremos los medios, querido amigo. Fue para mí un consuelo estrechar las manos de Herbert después que hubo dicho estas palabras, y, hecho esto, reanudamos nuestro paseo por la estancia. - Ahora, Herbert – dije, - conviene que nos enteremos de su historia. No hay más que un medio de lograrlo, y es el de preguntársela directamente. - Sí, pregúntale acerca de eso - dijo Herbert - cuando nos sentemos a tomar el desayuno. Efectivamente, el día anterior, al despedirse de Herbert, había anunciado que vendría a tomar el desayuno con nosotros. Decididos a poner en obra este proyecto,fuimos a acostarnos. Yo tuve los sueños más horrorosos acerca de él, y me levanté sin haber descansado; me desperté para recobrar el miedo, que perdiera al dormirme, de que le descubriesen y se averiguara que era un deportado de por vida que había regresado a Inglaterra. Una vez despierto, no perdía este miedo ni un instante. Llegó a la hora oportuna, sacó el cuchillo de la faltriquera y se sentó para comer. Tenía muchos planes con referencia a su caballero, y me recomendó que, sin contar, empezara a gastar de la cartera que había dejado en mi poder. Consideraba nuestras habitaciones y su propio alojamiento como residencia temporal, y me aconsejó que buscara algún lugar elegante y apropiado cerca de Hyde Park, en donde pudiera tener una cama improvisada siempre que hiciera falta. Cuando hubo terminado su desayuno y mientras se limpiaba el cuchillo en la pierna, sin ponerle en guardia con una sola palabra, le dije repentinamente: - Después que se hubo usted marchado anoche, referí a mi amigo la lucha que había usted empeñado en una zanja cuando llegaron los soldados seguidos por los demás. ¿Se acuerda? - ¿Que si me acuerdo? - replicó -. ¡Ya lo creo! - Quisiéramos saber algo acerca de aquel hombre… y acerca de usted mismo. Es raro que yo no sepa de él ni de usted más de lo que pude referir anoche. ¿No le parece buena ocasión para contarnos algo? - Bueno - dijo después de reflexionar -. ¿Se acuerda usted de su juramento, compañero de Pip? - Claro está - replicó Herbert. - Ese juramento se refiere a cuanto yo diga, sin excepción alguna. - Así lo entiendo también. - Pues bien, fíjense ustedes. Cualquier cosa que yo haya hecho, ya está pagada - insistió. - Perfectamente. Sacó su negra pipa y se disponía a llenarla de su mal tabaco, pero al mirar el que tenía en la mano después de sacarlo de su bolsillo, tal vez le pareció que podría hacerle perder el hilo de su discurso. Se lo guardó otra vez, se metió la pipa en un ojal de su chaqueta, apoyó las manos en las rodillas y, después de dirigir al fuego una mirada preñada de cólera, se quedó silencioso unos momentos, miró alrededor y dijo lo que sigue. ... 
 
 
							  En la línea 2031
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... Habían dado las ocho de la noche antes de que me rodease el aire impregnado, y no desagradablemente, del olor del serrín y de las virutas de los constructores navales y de las motonerías de la orilla del río. Toda aquella parte contigua al río me era por completo desconocida. Bajé por la orilla de la corriente y observé que el lugar que buscaba no se hallaba donde yo creía y que no era fácil de encontrar. Poco importa el detallar las veces que me extravié entre las naves que se reparaban y los viejos cascos a punto de ser desguazados, ni tampoco el cieno y los restos de toda clase que pisé, depositados en la orilla por la marea, ni cuántos astilleros vi, o cuántas áncoras, ya desechadas, mordían ciegamente la tierra, o los montones de maderas viejas y de trozos de cascos, cuerdas y motones que se ofrecieron a mi vista. Después de acercarme varias veces a mi destino y de pasar de largo otras, llegué inesperadamente a Mill Pond Bank. Era un lugar muy fresco y ventilado, en donde el viento procedente del río tenía espacio para revolverse a su sabor; había allí dos o tres árboles, el esqueleto de un molino de viento y una serie de armazones de madera que en la distancia parecían otros tantos rastrillos viejos que hubiesen perdido la mayor parte de sus dientes. Buscando, entre las pocas que se ofrecían a mi vista, una casa que tuviese la fachada de madera y tres pisos con ventanas salientes (y no miradores, que es otra cosa distinta), miré la placa de la puerta, y en ella leí el nombre de la señora Whimple. Como éste era el que buscaba, llamé, y apareció una mujer de aspecto agradable y próspero. Pronto fue sustituida por Herbert, quien silenciosamente me llevó a la sala y cerró la puerta. Me resultaba muy raro ver aquel rostro amigo y tan familiar, que parecía hallarse en su casa, en un barrio y una vivienda completamente desconocidos para mí, y me sorprendí mirándole de la misma manera como miraba el armarito de un rincón, lleno de piezas de cristal y de porcelana; los caracoles y las conchas de la chimenea; los grabados iluminados que se veían en las paredes, representando la muerte del capitán Cook, una lancha y Su Majestad el rey Jorge III, en la terraza de Windsor, con su peluca, propia de un cochero de lujo, pantalones cortos de piel y botas altas. -Todo va bien, Haendel - dijo Herbert. - Él está completamente satisfecho, aunque muy deseoso de verte. Mi prometida se halla con su padre, y, si esperas a que baje, te la presentaré y luego iremos arriba. Ése… es su padre. Habían llegado a mis oídos unos alarmantes ruidos, procedentes del piso superior, y tal vez Herbert vio el asombro que eso me causara. - Temo que ese hombre sea un bandido - dijo Herbert sonriendo, - pero nunca le he visto. ¿No hueles a ron? Está bebiendo continuamente. - ¿Ron? 179 - Sí - contestó Herbert, - y ya puedes suponer lo que eso le alivia la gota. Tiene el mayor empeño en guardar en su habitación todas las provisiones, y luego las entrega a los demás, según se necesitan. Las guarda en unos estantes que tiene en la cabecera de la cama y las pesa cuidadosamente. Su habitación debe de parecer una tienda de ultramarinos. Mientras hablaba así, aumentó el rumor de los rugidos, que parecieron ya un aullido ronco, hasta que se debilitó y murió. - Naturalmente, las consecuencias están a la vista - dijo Herbert. - Tiene el queso de Gloucester a su disposición y lo come en abundantes cantidades. Eso le hace aumentar los dolores de gota de la mano y de otras partes de su cuerpo. Tal vez en aquel momento el enfermo se hizo daño, porque profirió otro furioso rugido. - Para la señora Whimple, el tener un huésped como el señor Provis es, verdaderamente, un favor del cielo, porque pocas personas resistirían este ruido. Es un lugar curioso, Haendel, ¿no es verdad? Así era, realmente; pero resultaba más notable el orden y la limpieza que reinaban por todas partes. - La señora Whimple - replicó Herbert cuando le hice notar eso - es una ama de casa excelente, y en verdad no sé lo que haría Clara sin su ayuda maternal. Clara no tiene madre, Haendel, ni ningún otro pariente en la tierra que el viejo Gruñón. - Seguramente no es éste su nombre, Herbert. - No - contestó mi amigo, - es el que yo le doy. Se llama Barley. Es una bendición para el hijo de mis padres el amar a una muchacha que no tiene parientes y que, por lo tanto, no puede molestar a nadie hablándole de su familia. Herbert me había informado en otras ocasiones, y ahora me lo recordó, que conoció a Clara cuando ésta completaba su educación en una escuela de Hammersmith, y que al ser llamada a su casa para cuidar a su padre, los dos jóvenes confiaron su afecto a la maternal señora Whimple, quien los protegió y reglamentó sus relaciones con extraordinaria bondad y la mayor discreción. Todos estaban convencidos de la imposibilidad de confiar al señor Barley nada de carácter sentimental, pues no se hallaba en condiciones de tomar en consideración otras cosas más psicológicas que la gota, el ron y los víveres almacenados en su estancia. Mientras hablábamos así en voz baja, en tanto que el rugido sostenido del viejo Barley hacía vibrar la viga que cruzaba el techo, se abrió la puerta de la estancia y apareció, llevando un cesto en la mano, una muchacha como de veinte años, muy linda, esbelta y de ojos negros. Herbert le quitó el cesto con la mayor ternura y, ruborizándose, me la presentó. Realmente era una muchacha encantadora, y podría haber pasado por un hada reducida al cautiverio y a quien el terrible ogro Barley hubese dedicado a su servicio. - Mira - dijo Herbert mostrándome el cesto con compasiva y tierna sonrisa, después de hablar un poco. - Aquí está la cena de la pobre Clara, que cada noche le entrega su padre. Hay aquí su porción de pan y un poquito de queso, además de su parte de ron… , que me bebo yo. Éste es el desayuno del señor Barley, que mañana por la mañana habrá que servir guisado. Dos chuletas de carnero, tres patatas, algunos guisantes, un poco de harina, dos onzas de mantequilla, un poco de sal y además toda esa pimienta negra. Hay que guisárselo todo junto, para servirlo caliente. No hay duda de que todo eso es excelente para la gota. Había tanta naturalidad y encanto en Clara mientras miraba aquellas provisiones que Herbert nombraba una tras otra, y parecía tan confiada, amante e inocente al prestarse modestamente a que Herbert la rodeara con su brazo; mostrábase tan cariñosa y tan necesitada de protección, que ni a cambio de todo el dinero que contenía la cartera que aún no había abierto, no me hubiese sentido capaz de deshacer aquellas relaciones entre ambos, en el supuesto de que eso me fuera posible. Contemplaba a la joven con placer y con admiración, cuando, de pronto, el rezongo que resonaba en el piso superior se convirtió en un rugido feroz. Al mismo tiempo resonaron algunos golpes en el techo, como si un gigante que tuviese una pierna de palo golpeara furiosamente el suelo con ella, en su deseo de llegar hasta nosotros. Al oírlo, Clara dijo a Herbert: - Papá me necesita. Y salió de la estancia. - Ya veo que te asusta - dijo Herbert. - ¿Qué te parece que quiere ahora, Haendel? - Lo ignoro – contesté. - ¿Algo que beber? - Precisamente - repuso, satisfecho como si yo acabara de adivinar una cosa extraordinaria. - Tiene el grog ya preparado en un recipiente y encima de la mesa. Espera un momento y oirás como Clara lo incorpora para que beba. ¡Ahora! - Resonó otro rugido, que terminó con mayor violencia. - Ahora - añadió Herbert fijándose en el silencio que siguió - está bebiendo. Y en este momento - añadió al notar que el gruñido resonaba de nuevo en la viga - ya se ha tendido otra vez. 180 Clara regresó en breve, y Herbert me acompañó hacia arriba a ver a nuestro protegido. Cuando pasábamos por delante de la puerta del señor Barley, oímos que murmuraba algo con voz ronca, cuyo tono disminuía y aumentaba como el viento. Y sin cesar decía lo que voy a copiar, aunque he de advertir que he sustituido con bendiciones otras palabras que eran precisamente todo lo contrario. - ¡Hola! ¡Benditos sean mis ojos, aquí está el viejo Bill Barley! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, benditos sean mis ojos! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, tendido en la cama y sin poder moverse, bendito sea Dios! ¡Tendido de espaldas como un lenguado muerto! ¡Así está el viejo Bill Barley, bendito sea Dios! ¡Hola! Según me comunicó Herbert, el viejo se consolaba así día y noche. También, a veces, de día, se distraía mirando al río por medio de un anteojo convenientemente colocado para usarlo desde la cama. Encontré cómodamente instalado a Provis en sus dos habitaciones de la parte alta de la casa, frescas y ventiladas, y desde las cuales no se oía tanto el escándalo producido por el señor Barley. No parecía estar alarmado en lo más mínimo, pero me llamó la atención que, en apariencia, estuviese más suave, aunque me habría sido imposible explicar el porqué ni cómo lo pude notar. Gracias a las reflexiones que pude hacer durante aquel día de descanso, decidí no decirle una sola palabra de Compeyson, pues temía que, llevado por su animosidad hacia aquel hombre, pudiera sentirse inclinado a buscarle y buscar así su propia perdición. Por eso, en cuanto los tres estuvimos sentados ante el fuego, le pregunté si tenía confianza en los consejos y en los informes de Wemmick. - ¡Ya lo creo, muchacho! - contestó con acento de convicción. - Jaggers lo sabe muy bien. - Pues en tal caso, le diré que he hablado con Wemmick – dije, - y he venido para transmitirle a usted los informes y consejos que me ha dado. Lo hice con la mayor exactitud, aunque con la reserva mencionada; le dije lo que Wemmick había oído en la prisión de Newgate (aunque ignoraba si por boca de algunos presos o de los oficiales de la cárcel), que se sospechaba de él y que se vigilaron mis habitaciones. Le transmití el encargo de Wemmick de no dejarse ver por algún tiempo, y también le di cuenta de su recomendación de que yo viviese alejado de él. Asimismo, le referí lo que me dijera mi amigo acerca de su marcha al extranjero. Añadí que, naturalmente, cuando llegase la ocasión favorable, yo le acompañaría, o le seguiría de cerca, según nos aconsejara Wemmick. No aludí ni remotamente al hecho de lo que podría ocurrir luego; por otra parte, yo no lo sabía aún, y no me habría gustado hablar de ello, dada la peligrosa situación en que se hallaba por mi culpa. En cuanto a cambiar mi modo de vivir, aumentando mis gastos, le hice comprender que tal cosa, en las desagradables circunstancias en que nos hallábamos, no solamente sería ridícula, sino tal vez peligrosa. No pudo negarme eso, y en realidad se portó de un modo muy razonable. Su regreso era una aventura, según dijo, y siempre supo a lo que se exponía. Nada haría para comprometerse, y añadió que temía muy poco por su seguridad, gracias al buen auxilio que le prestábamos. Herbert, que se había quedado mirando al fuego y sumido en sus reflexiones, dijo entonces algo que se le había ocurrido en vista de los consejos de Wemmick y que tal vez fuese conveniente llevar a cabo. - Tanto Haendel como yo somos buenos remeros, y los dos podríamos llevarle por el río en cuanto llegue la ocasión favorable. Entonces no alquilaremos ningún bote y tampoco tomaremos remeros; eso nos evitará posibles recelos y sospechas, y creo que debemos evitarlas en cuanto podamos. Nada importa que la estación no sea favorable. Creo que sería prudente que tú compraras un bote y lo tuvieras amarrado en el desembarcadero del Temple. De vez en cuando daríamos algunos paseos por el río, y una vez la gente se haya acostumbrado a vernos, ya nadie hará caso de nosotros. Podemos dar veinte o cincuenta paseos, y así nada de particular habrá en el paseo vigesimoprimero o quincuagesimoprimero, aunque entonces nos acompañe otra persona. Me gustó el plan, y, en cuanto a Provis, se entusiasmó. Convinimos en ponerlo en práctica y en que Provis no daría muestras de reconocernos cuantas veces nos viese, pero que, en cambio, correría la cortina de la ventana que daba al Este siempre que nos hubiese visto y no hubiera ninguna novedad. Terminada ya nuestra conferencia y convenido todo, me levanté para marcharme, haciendo a Herbert la observación de que era preferible que no regresáramos juntos a casa, sino que yo le precediera media hora. - No le dejo aquí con gusto - dije a Provis, - aunque no dudo de que está más seguro en esta casa que cerca de la mía. ¡Adios! - Querido Pip - dijo estrechándome las manos. - No sé cuándo nos veremos de nuevo y no me gusta decir «¡Adiós!» Digamos, pues, «¡Buenas noches!» - ¡Buenas noches! Herbert nos servirá de lazo de union, y, cuando llegue la ocasión oportuna, tenga usted la seguridad de que estaré dispuesto. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches! Creímos mejor que no se moviera de sus habitaciones, y le dejamos en el rellano que había ante la puerta, sosteniendo una luz para alumbrarnos mientras bajábamos la escalera. Mirando hacia atrás, pensé en la 181 primera noche, cuando llegó a mi casa; en aquella ocasión, nuestras posiciones respectivas eran inversas, y entonces poco pude sospechar que llegaría la ocasión en que mi corazón estaría lleno de ansiedad y de preocupaciones al separarme de él, como me ocurría en aquel momento. El viejo Barley estaba gruñendo y blasfemando cuando pasamos ante su puerta. En apariencia, no había cesado de hacerlo ni se disponía a guardar silencio. Cuando llegamos al pie de la escalera, pregunté a Herbert si había conservado el nombre de Provis o lo cambió por otro. Me replicó que lo había hecho así y que el inquilino se llamaba ahora señor Campbell. Añadió que todo cuanto se sabía acerca de él en la casa era que dicho señor Campbell le había sido recomendado y que él, Herbert, tenía el mayor interés en que estuviera bien alojado y cómodo para llevar una vida retirada. Por eso en cuanto llegamos a la sala en donde estaban sentadas trabajando la señora Whimple y Clara, nada dije de mi interés por el señor Campbell, sino que me callé acerca del particular. Cuando me hube despedido de la hermosa y amable muchacha de ojos negros, así como de la maternal señora que había amparado con honesta simpatía un amor juvenil y verdadero, aquella casa y aquel lugar me parecieron muy diferentes. Por viejo que fuese el enfurecido Barley y aunque blasfemase como una cuadrilla de bandidos, había en aquella casa suficiente bondad, juventud, amor y esperanza para compensarlo. Y luego, pensando en Estella y en nuestra despedida, me encaminé tristemente a mi casa. En el Temple, todo seguía tan tranquilo como de costumbre. Las ventanas de las habitaciones de aquel lado, últimamente ocupadas por Provis, estaban oscuras y silenciosas, y en Garden Court no había ningún holgazán. Pasé más allá de la fuente dos o tres veces, antes de descender los escalones que había en el camino de mis habitaciones, pero vi que estaba completamente solo. Herbert, que fue a verme a mi cama al llegar, pues ya me había acostado en seguida, fatigado como estaba mental y corporalmente, había hecho la misma observación. Después abrió una ventana, miró al exterior a la luz de la luna y me dijo que la calle estaba tan solemnemente desierta como la nave de cualquier catedral a la misma hora. Al día siguiente me ocupé en adquirir el bote. Pronto quedó comprado, y lo llevaron junto a los escalones del desembarcadero del Temple, quedando en un lugar adonde yo podía llegar en uno o dos minutos desde mi casa. Luego me embarqué como para practicarme en el remo; a veces iba solo y otras en compañía de Herbert. Con frecuencia salíamos a pasear por el río con lluvia, con frío y con cellisca, pero nadie se fijaba ya en mí después de haberme visto algunas veces. Primero solíamos pasear por la parte alta del Puente de Blackfriars; pero a medida que cambiaban las horas de la marea, empecé a dirigirme hacia el Puente de Londres, que en aquella época era tenido por «el viejo Puente de Londres». y, en ciertos estados de la marea, había allí una corriente que le daba muy mala reputación. Pero pronto empecé a saber cómo había que pasar aquel puente, después de haberlo visto hacer, y así, en breve, pude navegar por entre los barcos anclados en el Pool y más abajo, hacia Erith. La primera vez que pasamos por delante de la casa de Provis me acompañaba Herbert. Ambos íbamos remando, y tanto a la ida como a la vuelta vimos que se bajaban las cortinas de las ventanas que daban al Este. Herbert iba allá, por lo menos, tres veces por semana, y nunca me comunicó cosa alguna alarmante. Sin embargo, estaba persuadido de que aún existía la causa para sentir inquietud, y yo no podía desechar la sensación de que me vigilaban. Una sensación semejante se convierte para uno en una idea fija y molesta, y habría sido difícil precisar de cuántas personas sospechaba que me vigilaban. En una palabra, que estaba lleno de temores con respecto al atrevido que vivía oculto. Algunas veces, Herbert me había dicho que le resultaba agradable asomarse a una de nuestras ventanas cuando se retiraba la marea, pensando que se dirigía hacia el lugar en que vivía Clara, llevando consigo infinidad de cosas. Pero no pensaba que también se dirigía hacia el lugar en que vivía Magwitch y que cada una de las manchas negras que hubiese en su superficie podía ser uno de sus perseguidores, que silenciosa, rápida y seguramente iba a apoderarse de él. ... 
 
 
							  En la línea 4870
   del libro  Crimen y castigo
 del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
  ... Observando a sus compañeros de presidio, se asombraba de ver cómo amaban la vida, cuán preciosa les parecía. Incluso creyó ver que este sentimiento era más profundo en los presos que en los hombres que gozaban de la libertad. ¡Qué espantosos sufrimientos habían soportado algunos de aquellos reclusos, los vagabundos, por ejemplo! ¿Era posible que un rayo de sol, un bosque umbroso, un fresco riachuelo que corre por el fondo de un valle solitario y desconocido, tuviesen tanto valor para ellos; que soñaran todavía, como se sueña en una amante, en una fuente cristalina vista tal vez tres años atrás? La veían en sus sueños, con su cerco de verde hierba y con el pájaro que cantaba en una rama próxima. Cuanto más observaba a aquellos hombres, más cosas inexplicables descubría. ... 
 
 
							  En la línea 165
   del libro  El jugador
 del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
  ... Mr. Astley se encuentra con nosotros a menudo en el paseo. Se descubre y pasa muriéndose de ganas de acercarse a nosotros. Si se le invita, se apresura a rehusar. En los lugares donde nos sentamos, en el casino, en el concierto o delante de la fuente, no deja de pararse cerca de nosotros. Allí donde estemos —en el parque, en el bosque, en el Schlangenberg—basta mirar en torno nuestro para que, indefectiblemente, en el sendero vecino o detrás de una maleza, aparezca el inevitable Mr. Astley. ... 
 
 
							  En la línea 1336
   del libro  El jugador
 del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
  ... Con toda intención he venido a instalarme en esta pequeña ciudad a fin de concentrarme y, sobre todo, a esperar a Mr. Astley. He sabido de fuente segura que pasará por aquí y se detendrá veinticuatro horas. ... 
 
 
							  En la línea 303
   del libro  La llamada de la selva
 del afamado autor Jack London
  ... Para Buck, lo de cazar, pescar y deambular indefinidamente por lugares desconocidos era una fuente inagotable de placer. Pasaban semanas y semanas andando sin parar y semanas enteras acampados en cualquier sitio, donde los perros holgazaneaban y los hombres perforaban la grava y el barro helados para, al calor del fuego, cribar incontables calderos de lodo y grava. A veces pasaban hambre, otras se hartaban de comer, según fueran las piezas y el acierto en la caza. Llegó el verano, y perros y hombres, con el equipo a cuestas, atravesaron en balsas azulados lagos de montaña, y bajaron o subieron ríos desconocidos en estrechas embarcaciones hechas de troncos cortados en el bosque. ... 
 
 
							  En la línea 319
   del libro  La llamada de la selva
 del afamado autor Jack London
  ... Empezó a dormir fuera por las noches y a pasar días enteros lejos del campamento. Una vez cruzó la divisoria en la fuente del riachuelo y se internó en la comarca de los bosques y las corrientes. Estuvo una semana recorriéndola, buscando vanamente algún indicio reciente del hermano salvaje, matando para comer durante la marcha y andando con ese desenvuelto paso largo que según dicen nunca agota. Pescó un salmón en un ancho río que desembocaba en el mar por alguna parte y, en sus orillas, mató a un gran oso negro que, cegado por los mosquitos mientras pescaba, había caminado rugiendo por el bosque, incapacitado y terrible. Aun así, la pelea fue tremenda y puso en acción las dosis de ferocidad latentes en Buck. Y dos días más tarde, cuando volvió al mismo lugar y encontró a una docena de glotones disputándose los despojos de su víctima, los dispersó como si fueran paja; y los fugitivos dejaron atrás a dos de ellos que no volverían a disputar por nada. ... 
 
 
							  En la línea 337
   del libro  La llamada de la selva
 del afamado autor Jack London
  ... Los yeehat estaban bailando en torno a los restos de la choza de ramas cuando oyeron el espantoso rugido y vieron venírseles encima a un animal como nunca habían visto otro igual. Era Buck, furioso ciclón viviente, que se lanzaba contra ellos poseído de frenesí destructivo. Saltó sobre el que más destacaba (era el jefe de los yeehat) y le hizo un amplio desgarrón en la garganta, hasta que la yugular destrozada se convirtió en una fuente de sangre. No se entretuvo en acosar a la víctima, sino que prosiguió mordiendo indiscriminadamente, y al siguiente brinco le desgarró la garganta a un segundo hombre. No había forma de detenerlo. Metido entre ellos, mordía, rasgaba, destrozaba, en un aterrador movimiento continuo que desafiaba las flechas que le arrojaban. De hecho, tan increíblemente rápidos eran sus movimientos y tan amontonados estaban los indios, que eran ellos los que se herían con las flechas unos a otros. Y un cazador joven que lanzó un venablo a Buck en pleno salto, se lo clavó a otro cazador con tanta fuerza, que se le quedó clavado en la espalda. Entonces el pánico se apoderó de los yeehat que escaparon despavoridos al bosque proclamando en la huida el advenimiento del Espíritu del Mal. ... 
 
								 
  El Español es una gran familia 
 
								 							  
							   
								 
  la Ortografía es divertida  
  							  
							    Más información sobre la palabra Fuente en internet
								 Fuente en la RAE. 
								 Fuente en Word Reference. 
								
								 Fuente en la wikipedia.  
								
								 Sinonimos de Fuente. 
  
								 							  
							    Errores Ortográficos típicos con la palabra Fuente  
									
				
					 Busca otras palabras en esta web 
					
					
					Palabras parecidas a fuente
					   La palabra monumento 
 				
											      La palabra abandonada 
 				
											      La palabra fangoso 
 				
											      La palabra amigas 
 				
											      La palabra barnizado 
 				
											      La palabra lejanas 
 				
											      La palabra cansada 
 				
											   
					
						Webs Amigas: 
						Guia Sierra Nevada .  VPO en Santa-Cruz-de-Tenerife .  Agar-agar .   -  Hotel Virgen del Camino