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La palabra quitar
Cómo se escribe

la palabra quitar

La palabra Quitar ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Niebla de Miguel De Unamuno
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece quitar.

Estadisticas de la palabra quitar

Quitar es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 6359 según la RAE.

Quitar aparece de media 13.72 veces en cada libro en castellano.

Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la quitar en las obras de referencia de la RAE contandose 2086 apariciones .

Errores Ortográficos típicos con la palabra Quitar

Cómo se escribe quitar o kitar?
Cómo se escribe quitar o quitarr?


El Español es una gran familia

Algunas Frases de libros en las que aparece quitar

La palabra quitar puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1031
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --Me voy a quitar las enaguas pa que te las pongas... ¡bobalicón!... ...

En la línea 1260
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El conflicto de Jerez lo arreglaba en venticuatro horas. Que le diesen la autoridad y se vería lo que ero bueno. Los ejecuciones a raíz de lo de _La Mano Negra_, habían dado algún resultado. La gentuza se acobardó ante los cadalsos erigidos en la plaza de la Cárcel. Pero esto no era bastante. Convenía una sangría suelta para quitar fuerzas a la bestia rebelde. De mandar él, ya estarían en presidio los mangoneadores de todas las sociedades obreras del campo que traían revuelta a la ciudad. ...

En la línea 8095
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¡Un insta nte, señores, un instante! Demos a Grimaud tiempo de quitar la mesa. ...

En la línea 6135
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... ¿Qué diría usted si los españoles fuesen a Inglaterra con propósito de quitar el luteranismo establecido allí? —Serían muy bien recibidos—repliqué—, especialmente si intentaban hacerlo por la difusión de la Biblia, el libro de todos los cristianos, como los ingleses hacen en España. ...

En la línea 177
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo: -¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada!, mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento. ...

En la línea 182
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza, y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. ...

En la línea 414
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero: -La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. ...

En la línea 464
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. ...

En la línea 162
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Cuando el ciervo exhala este olor, claro es que no se puede comer su carne, pero los gauchos afirman que se la puede quitar todo mal gusto enterrándola en tierra húmeda y dejándola permanecer allí algún tiempo. He leído no sé dónde que los habitantes de las islas situadas al norte de Escocia tratan de la misma manera, antes de comerla, la tan detestable carne de las aves que se alimentan de pescado. ...

En la línea 882
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Todos los años al comenzar la primavera, en el mes de agosto, se cortan muchos, y cuando están los troncos en el suelo se les quitan las hojas de la copa, y entonces corre la savia por su extremo superior; sigue fluyendo por espacio de meses a condición de quitar cada Mañana una nueva capa o rodaja del tronco, de modo que quede al aire libre una superficie nueva. árbol grueso produce 90 galones (410 litros); cantidad de savia que debía contener el tronco a pesar de su aparente sequedad. dice que la savia corre tanto más deprisa cuanto más calienta el sol; y aseguran también que al cortar el árbol hay que procurar hacerle caer de modo que tenga la base más baja que la copa, porque sino no corre la savia; sin embargo, parece que en el caso contrario debía la gravedad facilitar la salida ...

En la línea 2609
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... ra abrir este paso ha sido necesario quitar enorme cantidad de piedras; por el plan que ha presidido a la construcción de este camino, por la manera como se ha ejecutado, puede compararse a las hermosas vías de Europa ...

En la línea 6352
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ripamilán, mientras discutía acalorado con su querido amigo don Víctor, en pie, moviendo la cabeza como con un resorte, arreglaba la ensalada tercera de la Marquesa, con una habilidad de máquina en buen uso, y la señora le dejaba hacer, tranquila, aunque sin quitar ojo de sus manos, segura del acierto exacto del diminuto canónigo. ...

En la línea 6689
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Todo esto se le pasó por las mientes al Magistral en el poco tiempo que necesitó para quitar el pie del estribo y hacer el último saludo a las señoras dando un paso atrás. ...

En la línea 12320
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... no me los podía quitar de encima. ...

En la línea 916
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Enciso, influido por el entusiasmo que le inspiraba España, se apresuró a quitar importancia a la decisión del Pontífice. ...

En la línea 1243
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Yo opino de otro modo, tal vez porque no soy joven, y moriré con la conciencia tranquila pensando que en muchas ocasiones pude quitar la vida a gentes que me habían causado grandes daños, y, sin embargo, no lo hice. ...

En la línea 1778
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... También recibió Gonzalo de Córdoba el encargo de quitar al prisionero su salvoconducto a nombre de don Fernando el Católico. ...

En la línea 950
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —¿A quién has visto, corazón?… ¡Ah!, sí, al duque. Sí, aquí le tengo… No me acordaba… ¡Pícaro duque, que te quiere quitar esa recondenada prenda tuya! ...

En la línea 1394
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Creíase Jacinta madre, y sintiendo un placer indecible en sus entrañas, estaba dispuesta a amar a aquel pobre niño con toda su alma. Verdad que era hijo de otra. Pero esta idea, que se interponía entre su dicha y Juanín, iba perdiendo gradualmente su valor. ¿Qué le importaba que fuera hijo de otra? Esa otra quizá había muerto, y si vivía lo mismo daba, porque le había abandonado. Bastábale a Jacinta que fuera hijo de su marido para quererle ciegamente. ¿No quería Benigna a los hijos de la primera mujer de su marido como si fueran hijos suyos? Pues ella quería a Juanín como si le hubiera llevado en sus entrañas. ¡Y no había más que hablar! Olvido de todo, y nada de celos retrospectivos. En la excitación de su cariño, la dama acariciaba en su mente un plan algo atrevido. «Con ayuda de Guillermina—pensaba—, voy a hacer la pamema de que he sacado este niño de la Inclusa, para que en ningún tiempo me lo puedan quitar. Ella lo arreglará, y se hará un documento en toda regla… Seremos falsarias y Dios bendecirá nuestro fraude». ...

En la línea 1686
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Maximiliano estaba encantado, y no atreviéndose a desplegar los labios, daba su asentimiento con una sonrisa, sin quitar los extáticos ojos de aquel semblante que le parecía angelical. Y cuanto ella dijo lo oyó como si fuera una sarta de conceptos ingeniosísimos. «¡Si es un ángel!… No ha dicho ni una palabra malsonante… ¡Y qué metal de voz! No he oído en mi vida música tan grata… ¿Cómo será el decir esta mujer un te quiero, diciéndolo con verdad y con alma?». Esta idea produjo en la mente de Rubín sacudidas que le duraron mediano rato. Le corrió un frío por el espinazo y vínole cierto picor a la nariz como cuando se ha bebido gaseosa. ...

En la línea 1878
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Feliciana, por su parte, había empezado a campar por sus respetos. Lo dicho, la honradez y el amor eran cosas muy buenas; pero no daban de comer. El calavera de oficio no se permitió aquella noche ninguna barrabasada. Sólo al entrar, y cuando los cuatro se sentaron a tomar café dijo con su habitual desenfado: «Narices, ya está reunido aquí toíto el Demi-Monde». Fortunata y Feliciana no comprendieron; pero Rubín se puso encarnado y se incomodó mucho; porque aplicar tales vocablos a personas dispuestas a unirse en santo vínculo le parecía una falta de respeto, una grosería y una cochinada, sí señor, una cochinada… Mas se calló por no armar camorra ni quitar a la reunión sus tonos de circunspección y formalidad. Acordose de que nada había dicho a su amigo del casorio proyectado, siendo evidente que Olmedo habló en términos tan liberales por ignorancia. Determinó, pues, revelarle su pensamiento en la primera ocasión, para que en lo sucesivo midiera y pesara mejor sus palabras. ...

En la línea 475
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... 'Me ha vuelto a quitar la cama como antes… ¿Qué hago yo ahora?' ...

En la línea 603
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Eugenia, como quien ve un agarradero, salió de la estancia para ir ella misma a buscar el vaso de agua, que se lo trajo al punto. El agua tembloteaba en el vaso; pero más tembló este en manos de Augusto, que se lo bebió de un trago, atropelladamente, vertiéndosele agua por la barba, y sin quitar en tanto sus ojos de los ojos de Eugenia. ...

En la línea 2059
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Se comprende –observó Augusto–; la cosa era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya que mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a sí mismos por falta de valor para matar a otros… ...

En la línea 920
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Tal vez habría dado cuenta a Joe del joven y pálido caballero si no me hubiese visto obligado previamente a contar las mentiras que ya conoce el lector. En las circunstancias en que me hallaba, me dije que Joe no podría considerar al joven pálido como pasajero apropiado para meterlo en el coche tapizado de terciopelo negro; por consiguiente, no dije nada de él. Además era cada día mayor la repugnancia que me inspiraba la posibilidad de que se hablase de la señorita Havisham y de Estella, sensación que ya tuve el primer día. No tenía confianza completa en nadie más que en Biddy, y por eso a ella se lo referí todo. Por qué me pareció natural obrar así y por qué Biddy sentía el mayor interés en cuanto le refería con cosas que no comprendí entonces, aunque me parece comprenderlas ahora. Mientras tanto, en la cocina de mi casa se celebraban consejos que agravaban de un modo insoportable la exaltada situación de mi ánimo. El estúpido de Pumblechook solía ir por las noches con el único objeto de discutir con mi hermana acerca de mis esperanzas, y, realmente, creo, y en la hora presente con menos contrición de la que debería sentir, que si mis manos hubieran podido quitar un tornillo de la rueda de su carruaje, lo habrían hecho sin duda alguna. Aquel hombre miserable era tan estúpido que no podía discutir mis esperanzas sin tenerme delante de él, como si fuese para operar en mi cuerpo, y solía sacarme del taburete en que estaba sentado, agarrándome casi siempre por el cuello y poniéndome delante del fuego, como si tuviera que ser asado. Entonces empezaba diciendo: ...

En la línea 1372
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... - ¡No hagas ruido! - le gritó el señor Trabb con la mayor severidad ,- o, de lo contrario, te voy a quitar la cabeza de un manotazo. Hágame el favor de sentarse, caballero. Éste-dijo el señor Trabb bajando una pieza de tela y extendiéndola sobre el mostrador antes de meter la mano por debajo, para mostrar el brillo - es un artículo muy bueno. Púedo recomendarlo para su objeto, caballero, porque realmente es extra superior. Pero también verá otros. Dame el número cuatro, tú - añadió dirigiéndose al muchacho y mirándole de un modo amenazador, pues temía el peligro de que aquel desvergonzado me hiciera alguna trastada con la escoba a otra demostración cualquiera de familiaridad. ...

En la línea 1763
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... - ¿Ésas? - preguntó el señor Wemmick subiéndose en una silla para quitar el polvo de las horribles ...

En la línea 1996
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Muy temprano, por la mañana, me levanté y salí. Aún no era tiempo de ir a casa de la señorita Havisham, y por eso di un paseo por el campo, en la dirección de la casa de ésta, que no era, desde luego, la correspondiente a la vivienda de Joe; allí podría ir al día siguiente, y, mientras tanto, pensaba en mi protectora y elaboraba brillantes cuadros de sus planes acerca de mí. La señorita Havisham había adoptado a Estella, y casi puede decirse que también me adoptó a mí, de modo que, sin duda alguna, su intención era criarnos juntos. Me reservaba el cometido de restaurar la triste casa, de admitir la entrada del sol en sus oscuras habitaciones, de poner en marcha los relojes, de encender el fuego en la chimenea y de quitar las telarañas y destruir todos los insectos; en una palabra: realizar los brillantes actos del joven caballero de los poemas, para casarse luego con la princesa. Cuando pasaba ante ella me detuve para mirar la casa; sus muros de ladrillo rojo, sus ventanas atrancadas y el verde acebo agarrado a las chimeneas, con sus raíces y sus tendones, como si fuesen viejos brazos sarmentosos, hacían 110 de todo aquello un misterio tranquilo, cuyo héroe era yo. Estella era la inspiración y el corazón de la aventura, desde luego. Pero aunque hubiese adquirido tan fuerte dominio en mí, aunque mi fantasía y mi esperanza reposaran en ella, a pesar de que su influencia en mi vida infantil y en mi carácter había sido todopoderosa, ni siquiera en aquella romántica mañana pude dotarla de otros atributos que los que realmente poseia. Menciono esto aquí con un propósito definido, porque es el hilo por el cual se podrá seguirme en mi mísero laberinto. De acuerdo con mi experiencia, las nociones convencionales de un enamorado no pueden ser ciertas siempre. La incalificable verdad es que cuando amaba a Estella con amor de hombre, la amaba sólo y sencillamente por considerarla irresistible. Y, de una vez para siempre, diré también que, para mi desgracia, comprendía muchas veces, si no siempre, que la amaba contra toda razón, contra toda promesa, contra toda paz y esperanza y contra la felicidad y el desencanto que pudiera haber en ello. Y, de una vez para siempre, diré también que no por eso la quería menos y que ello no tenía más influencia en contenerme que si yo hubiese creído devotamente que ella era la cumbre de la humana perfección. Dispuse mi paseo de manera que llegué a la puerta de la casa a la hora acostumbrada en otros tiempos. Cuando hube tirado del cordón de la campana con temblorosa mano, me volví de espaldas a la puerta, mientras trataba de recobrar el aliento y calmar moderadamente los latidos de mi corazón. Oí como se abría la puerta lateral de la casa y los pasos que atravesaban el patio; pero fingí no darme cuenta de ello, ni siquiera en el momento en que la puerta giró sobre sus oxidados goznes. Mas por fin me tocaron en el hombro, y yo, como sobresaltado, me volví. Y tuve entonces mayor sobresalto al verme cara a cara con un hombre sencillamente vestido de gris. Era el último a quien podía esperar ver ocupando el lugar de portero en la puerta de la casa de la señorita Havisham. - ¡Orlick! - ¡Ah, joven amigo! No solamente usted ha cambiado. Pero entre, entre. Es contrario a mis órdenes tener la puerta abierta. Entré y él cerró con llave, guardándosela luego. - Sí - dijo dando media vuelta mientras me precedía en algunos pasos cuando nos dirigíamos a la casa -. Aquí estoy. - ¿Y cómo ha venido usted aquí? - Pues muy sencillamente - replicó -: andando con mis piernas. Al mismo tiempo me traje mi caja en una carretilla. - ¿Y para qué bueno está usted aquí? - Supongo que no estoy para nada malo. Yo no estaba seguro de tanto. Tuve tiempo de pensar en mi respuesta mientras él levantaba con lentitud su pesada mirada desde el suelo, hacia mis piernas y mis brazos, para fijarse en mi rostro. - ¿De modo que ha dejado usted la fragua? - pregunté. - ¿Le parece que esto tiene aspecto de fragua? -me contestó Orlick mirando alrededor con aire de ofensa -. ¿Cree usted que tiene aspecto de tal? Yo le pregunté cuánto tiempo hacía que dejó la fragua de Gargery. - Son aquí los días tan parecidos uno a otro - contestó -, que no podría contestarle sin calcularlo antes. De todos modos, puedo decirle que vine aquí algún tiempo después de la marcha de usted. - Pues yo podría decirle la fecha, Orlick. - ¡Ah! - exclamó secamente -. Es que, desde entonces, usted ha podido aprender. Hablando así habíamos llegado a la casa, en donde vi que su habitación estaba situada junto a la puerta de servicio y cuya ventana daba al patio. En sus pequeñas dimensiones, no era muy distinta aquella habitación de la que en París se destina usualmente al portero. En las paredes estaban colgadas algunas llaves, y a ellas añadió la de la puerta exterior; su cama, cubierta por una colcha hecha con retazos de toda clase de tela, estaba en un hueco interior que formaba la misma estancia. El conjunto tenía un aspecto desaliñado, confinado y triste, semejante a la jaula destinada a un lirón humano, en tanto que él aparecía macizo y oscuro en la sombra del rincón inmediato a la ventana y muy parecido al lirón humano para quien la habitación estaba preparada, como así era en efecto. - Jamás había visto esta habitación - observé -, aunque antes aquí no había portero alguno. - No - contestó él -. Hasta que se vio que la planta baja carecía de protección y se creyó que era peligroso vivir así, en vista de que con alguna frecuencia hay fugas de presidiarios. Entonces me recomendaron a la casa como hombre capaz de devolver a cualquiera las mismas intenciones que traiga, y yo acepté. Es mucho más fácil que mover los fuelles y dar martillazos. Ya estoy cansado de aquello. 111 Mis ojos sorprendieron un arma de fuego y un bastón con anillos de bronce que había sobre la chimenea, y la mirada de Orlick siguió la mía. - Muy bien - dije yo, poco deseoso de continuar aquella conversación -. ¿Debo subir para ver a la señorita Havisham? - Que me maten si lo sé - replicó desperezándose y luego sacudiéndose a sí mismo -. Mis instrucciones han terminado ya, joven amigo. Yo, por mi parte, me limitaré a dar un martillazo en esta campana, y usted seguirá el corredor hasta que encuentre a alguien. - Creo que me esperan. - Lo ignoro por completo - replicó. En vista de eso, me dirigí hacia el largo corredor que en otros tiempos pisé con mis gruesos zapatos, y él hizo resonar su campana. A1 extremo del corredor, mientras aún vibraba la campana, encontré a Sara Pocket, la cual parecía entonces haber adquirido, por mi culpa y de un modo definitivo, una coloración verde y amarilla en su rostro. - ¡Oh! - exclamó -. ¿Es usted, señor Pip? - Sí, señorita Pocket. Y tengo la satisfacción de decirle que tanto el señor Pocket como su familia están muy bien. - ¿Son más juiciosos? - preguntó Sara meneando tristemente la cabeza -. Mejor sería que gozasen de más juicio en vez de buena salud. ¡Ah, Mateo, Mateo!… Usted ya conoce el camino, caballero. Lo conocía bastante, porque muchas veces había subido la escalera a oscuras. Ascendí entonces por ella con un calzado más ligero que en otro tiempo y llamé del modo acostumbrado en la puerta de la estancia de la señorita Havisham. - Es la llamada de Pip - oí que decía inmediatamente -. Entra, Pip. Estaba en su sillón, cerca de la vieja mesa, vistiendo el mismo traje antiguo y con ambas manos cruzadas sobre su bastón, la barbilla apoyada en ellas y los ojos fijos en el suelo. Sentada cerca de ella, teniendo en la mano el zapato blanco que nunca había usado y con la cabeza inclinada mientras lo miraba, estaba una elegante dama a quien nunca había visto. - Entra, Pip - murmuró la señorita Havisham sin levantar los ojos ni mirar alrededor-. Entra, Pip. ¿Cómo estás, Pip? ¿De modo que me besas la mano como si fuese una reina? ¿Qué… ? Me miró de pronto, moviendo únicamente sus ojos y repitió en tono que a la vez era jocoso y triste: - ¿Qué… ? - Me he enterado, señorita Havisham - dije yo sin ocurrírseme otra cosa -, que fue usted tan bondadosa como para desear que viniese a verla. Y por eso me he apresurado a obedecerla. - ¿Y qué… ? La señora a quien nunca había visto levantó los ojos y me miró burlonamente; entonces vi que sus ojos eran los de Estella. Pero estaba tan cambiada y era tan hermosa y tan mujer, y de tal modo era admirable por los adelantos que había hecho, que, a mi vez, me pareció no haber logrado ninguno. Me figuré, mientras la miraba, que yo, de un modo irremediable, volvía a convertirme en el muchacho rudo y ordinario de otros tiempos. ¡Qué intensa fue la sensación de distancia y de disparidad que se apoderó de mí y de la inaccesibilidad en que parecía hallarse ella! Me dio su mano, y yo tartamudeé algunas palabras, tratando de expresar el placer que tenía al verla de nuevo, y también di a entender que hacía mucho tiempo que esperaba tan agradable ocasión. - ¿La encuentras muy cambiada, Pip? - preguntó la señorita Havisham con su mirada ansiosa y golpeando con el bastón una silla que había entre las dos, para indicarme que me sentara en ella. -Al entrar, señorita Havisham, no creí, a juzgar por el rostro o por la figura, que fuese Estella; pero ahora, y a pesar de su cambio, reconozco perfectamente su figura y su rostro anteriores. - Supongo que no vas a decir que Estella es vieja - replicó la señorita Havisham -. Acuérdate de que era orgullosa e insultante y que deseabas alejarte de ella. ¿Te acuerdas? Yo, muy confuso, contesté que de eso hacía mucho tiempo, que no sabía entonces lo que me decía y otras cosas por el estilo. Estella sonrió con perfecta compostura y dijo que no tenía duda alguna de que yo entonces estaba en lo cierto, pues ella había sido siempre muy desagradable para mí. - ¿Y a él le encuentras cambiado? - le preguntó la señorita Havisham. - Mucho - contestó Estella mirándome. - ¿Te parece menos rudo y menos ordinario? -preguntó la señorita Havisham jugando con el cabello de Estella. Ésta se echó a reír, miró el zapato que tenía en la mano, se rió de nuevo, me miró y dejó el zapato. Seguía tratándome como a un muchacho, pero continuaba atrayéndome. 112 Estábamos los tres sentados en la triste estancia y entre las antiguas y extrañas influencias que tanto me habían impresionado. Entonces supe que Estella acababa de llegar de Francia y que estaba a punto de dirigirse a Londres. Tan orgullosa y testaruda como antes, había logrado unir de tal modo estas cualidades a su propia belleza, que era por completo imposible y fuera de razón, o por lo menos me lo pareció así, de separarlas de su hermosura. En realidad, no se podía disociar su presencia de todos aquellos malditos deseos de dinero y de nobleza que me asediaron durante mi infancia, de todas aquellas mal reguladas aspiraciones que me hicieron avergonzarme de mi hogar y de Joe, ni de todas aquellas visiones que me ofrecieron la imagen de su rostro en las llamas de la fragua, o entre las chispas que el martillo arrancaba al hierro candente sobre el yunque, o en la oscuridad de la noche, cuando sentía la impresión de que asomaba su rostro a la ventana de la fragua, para huir en seguida. En una palabra: me era imposible separarla, en el pasado o en el presente, de la razón más profunda de mi propia vida. Se convino que yo permanecería allí durante el resto del día y que a la noche regresaría al hotel, y a Londres a la mañana siguiente. En cuanto hubimos conversado un rato, la señorita Havisham nos mandó a pasear por el abandonado jardín, y al regresar me dijo que la llevase de un lado a otro en su sillón de ruedas, como otras veces lo había hecho. Así, Estella y yo salimos al jardín por la puerta que me dio paso antes de tener el encuentro con el joven caballero pálido, o sea con Herbert. Yo temblaba espiritualmente y adoraba incluso el borde del vestido de mi compañera, la cual, muy serena y decidida a no adorar el borde de mi traje, salió conmigo, y en cuanto llegamos al lugar de la pelea con Herbert se detuvo y dijo: - Sin duda me porté de un modo raro aquel día, cuando me escondí para presenciar la pelea. Pero no puedo negar que lo hice y que me divertí mucho. - Ya me recompensó usted bien. - ¿De veras? - replicó, como si no se acordase -. Si la memoria no me es infiel, sentía mucha antipatía hacia su adversario, porque me supo muy mal que lo trajeran aquí para molestarme con su presencia. - Pues ahora, él y yo somos muy amigos - dije. - ¿De veras? Ahora me parece recordar que usted recibe lecciones de su padre. - Así es. De mala gana admití este hecho, que me daba muy poca importancia, y así pude observar que ella volvía a tratarme casi como a un muchacho. - A partir del cambio de su fortuna y de sus esperanzas, ha cambiado también usted de compañeros - observó Estella. - Naturalmente - dije. - Y necesariamente - añadió ella con altanería -. Lo que fue antaño una buena compañía para usted, sería completamente inapropiada. Dudo mucho de que en mi conciencia hubiese todavía la intención de ir a visitar a Joe, pero estas palabras me la quitaron por completo. - ¿Y no tenía usted idea, en aquellos tiempos, de la buena fortuna que le esperaba? - dijo Estella moviendo ligeramente la mano, como para significar la época de mi lucha con Herbert. - Ni remotamente. Ofrecía un contraste, que yo sentí muy bien, el aire de seguridad y de superioridad con que ella andaba a mi lado y el de incertidumbre y sumisión con que yo la acompañaba. Y me habría irritado mucho más de lo que me molestó, de no haber estado convencido de que se me había sacado de mi baja esfera para reservarme a ella. El jardín, gracias a lo descuidado que estaba, tenía tal frondosidad que apenas se podía andar por él; de manera que, después de haber dado un par de vueltas o tres, llegamos otra vez al patio de la fábrica de cerveza. Le indiqué el lugar en donde la había visto andar por encima de los barriles, el primer día de mi visita a la casa, y ella, dirigiendo una fría y descuidada mirada en aquella dirección, me preguntó: - ¿De veras? Le recordé el lugar por el que saliera de la casa para darme de comer y de beber, y ella contestó: - No me acuerdo. - ¿No se acuerda usted tampoco de que me hizo llorar? - pregunté. - No - dijo meneando la cabeza y mirando alrededor. Estoy convencido de que aquella falta de memoria con respecto a tales detalles me hicieron llorar interiormente, que es el llanto más triste de todos. - Es preciso que usted sepa - dijo Estella, con acento de condescendencia, propio de una joven hermosa y brillante - que no tengo corazón, siempre y cuando eso se relacione con mi memoria. 113 Yo pronuncié algunas palabras, tomándome la libertad de dudar de lo que acababa de decir. Estaba seguro de que su belleza habría sido imposible careciendo de corazón. - ¡Oh!, sí lo tengo, y sería posible atravesármelo con un puñal o de un balazo - contestó Estella -, y, naturalmente, él cesaría de latir y yo de existir. Pero ya sabe usted a lo que me refiero. Aquí no tengo ninguna bondad, ninguna simpatía, ningún sentimiento ni ninguna de esas tonterías. ¿Qué veía en mi mente mientras ella estaba inmóvil, a mi lado, y mirándome con la mayor atención? ¿Algo que hubiese visto en la señorita Havisham? No. En algunas de sus miradas y gestos había cierto parecido con la señorita Havisham, parecido que a veces adquieren los niños con respecto a las personas mayores con las que han sostenido frecuente trato o con los que han vivido encerrados. Esto, cuando ha pasado ya la infancia, produce unas semejanzas casuales y muy notables entre la expresión de dos rostros que, por lo demás, son completamente distintos. Y, sin embargo, no podía hallar en Estella nada que me recordase a la señorita Havisham. La miré otra vez y, a pesar de que ella continuaba con los ojos fijos en mí, desapareció por completo mi ilusión. ¿Qué sería? - Hablo en serio - dijo Estella sin arrugar la frente, que era muy tersa, y sin que tampoco se ensombreciese su rostro-. Y si hemos de pasar mucho rato juntos, es mejor que se convenza de ello en seguida. No - añadió imperiosamente al observar que yo abría los labios -. No he dedicado a nadie mi ternura. Jamás he sentido tal cosa. Un momento después estábamos en la fábrica de cerveza, abandonada desde hacía tanto tiempo, y ella señaló la alta galería por donde la vi pasar el primer día, diciéndome que recordaba haber estado allí y haberme visto mientras yo la contemplaba asustado. Mientras mis ojos observaban su blanca mano, volví a sentir la misma débil impresión, que no podía recordar sobre el brazo, e instantáneamente aquel fantasma volvió a pasar y se alejó. ¿Qué sería? - ¿Qué ocurre? - preguntó Estella -. ¿Se ha asustado usted otra vez? -Me asustaría en realidad si creyese lo que acaba de decir - repliqué, tratando de olvidarlo. - ¿De modo que no lo cree usted? Muy bien. De todos modos, recuerde que se lo he dicho. La señorita Havisham querrá verle pronto en su antiguo puesto, aunque yo creo que eso podría dejarse ahora a un lado, con otras cosas ya antiguas. Vamos a dar otra vuelta por el jardín, y luego entre en la casa. Venga. Hoy no derramará usted lágrimas por mi crueldad; será mi paje y me prestará su hombro. Su bonito traje habíase arrastrado por el suelo. Recogió la cola de la falda con una mano y con la otra se apoyó ligeramente en mi hombro mientras andábamos. Dimos dos o tres vueltas más por el abandonado jardín, que me pareció haber florecido para mí, y si los hierbajos verdes y amarillos que crecían en las resquebrajaduras de la antigua cerca hubiesen sido las flores más preciosas del mundo, no los hubiera recordado con más cariño. Entre nosotros no había discrepancia de edad que pudiera justificar su alejamiento de mí; teníamos casi los mismos años, aunque, naturalmente, ella parecía ser mayor que yo; pero la aparente inaccesibilidad que le daban su belleza y sus modales me atormentaba en medio de mis delicias y aun en la seguridad que sentía yo de que nuestra protectora nos había elegido uno para otro. ¡Pobre de mí! Por fin volvimos a la casa, y allí me enteré con la mayor sorpresa de que mi tutor acababa de llegar para ver a la señorita Havisham, a fin de tratar de negocios, y que estaría de regreso a la hora de comer. Los antiguos candeleros de la estancia en que había la mesa del festín quedaron encendidos mientras nosotros estábamos en el jardín y la señorita Havisham continuaba sentada en su silla y esperándome. Cuando empujé su sillón de ruedas y dimos algunas vueltas lentas en torno de los restos de la fiesta nupcial, me pareció haber vuelto a los tiempos pasados. Pero en la fúnebre estancia, con aquella figura sepulcral sentada en el sillón que fijaba los ojos en ella, Estella parecía más radiante y hermosa que antes y yo estaba sumido en extraño embeleso. Pasó el tiempo y se acercó la hora de la comida; entonces Estella nos dejó para prepararla. La señorita Havisham y yo nos habíamos detenido cerca del centro de la larga mesa, y ella, con uno de sus pálidos brazos extendido, apoyó la cerrada mano en el amarillento mantel. Y cuando Estella miraba hacia atrás, antes de salir, la señorita Havisham le besó la mano con tal voraz intensidad que me pareció terrible. Entonces, en cuanto Estella se hubo marchado y nos quedamos solos, ella se volvió a mí y, en voz tan baja que parecía un murmullo, dijo: - ¿La encuentras hermosa, graciosa y crecida? ¿No la admiras? - Todos los que la vean la admirarán, señorita Havisham. 114 Ella me rodeó el cuello con un brazo y, acercando mi cabeza a la suya, mientras estaba sentada en el sillón, exclamó: - ¡Ámala, ámala, ámala! ¿Cómo te trata? Antes de que pudiera contestar, aun suponiendo que hubiese sido capaz de contestar a tan difícil pregunta, ella repitió: - ¡Ámala, ámala, ámala! Si se te muestra favorable, ámala. Si te hiere, ámala. Si te destroza el corazón, y a medida que crezca en años y sea más fuerte te lo deja más destrozado, a pesar de ello, ¡ámala, ámala, ámala! Jamás había visto yo tal ímpetu apasionado como el que ella empleó al pronunciar tales palabras. Sentí en torno de mi cuello los músculos de su flaco brazo, agitado por la vehemencia que la poseía. - Escúchame, Pip. La adopté para que fuese amada. La crié y la eduqué para que la amasen. E hice que llegara a ser como es para que pudieran amarla. ¡Ámala! Pronunció esta palabra repetidas veces, y no había duda acerca de su intención; pero si hubiese repetido del mismo modo la palabra «odio» en vez de «amor», o bien «desesperación», «venganza» o «trágica muerte», no habría podido sonar en sus labios de un modo más semejante a una maldición. - Y ahora voy a decirte - añadió con el rnismo murmullo vehemente y apasionado -, voy a decirte lo que es un amor verdadero. Es una devoción ciega que para nada tiene en cuenta la propia humillación, la absoluta sumisión, la confianza y la fe, contra uno mismo y contra el mundo entero, y que entrega el propio corazón y la propia alma al que los destroza… , como hice yo. Cuando dijo esto, añadió un grito tan desesperado, que me creí obligado a cogerla por la cintura, porque se levantó en el sillón, cubierta por la mortaja de su traje, y golpeó el aire como si quisiera haberse arrojado a sí misma contra la pared y caer muerta. Todo esto ocurrió en pocos segundos. Cuando volví a dejarla en su sillón, sentí un aroma que me era muy conocido, y al volverme vi a mi tutor en la estancia. Siempre llevaba consigo, y creo no haberlo mencionado todavía, un pañuelo de bolsillo de rica seda y de enormes dimensiones, que le era sumamente útil en su profesión. Muchas veces le he visto dejar aterrorizado a un cliente o a un testigo limitándose a desdoblar ceremoniosamente su pañuelo, como si se dispusiera a sonarse, pero luego hacía una pausa, como persuadido de que no tenía tiempo de ello antes de que el testigo o el cliente confesaran de plano, y así ocurría que, del modo más natural del mundo, llegaba la confesión del que se encontraba ante él. Cuando le vi en la estancia, sostenía con las manos el pañuelo de seda y nos estaba mirando. Al encontrar mis ojos, se limitó a decir, después de hacer una ligera pausa: - ¿De veras? Es singular. Y luego usó con maravilloso efecto el pañuelo para el fin a que estaba destinado. La señorita Havisham le había visto al mismo tiempo que yo y, como ocurría a todo el mundo, sentía temor de aquel hombre. Hizo un esfuerzo para tranquilizarse, y luego, tartamudeando, dijo al señor Jaggers que era tan puntual como siempre. - ¿Tan puntual como siempre? - repitió él acercándose a nosotros. Luego, mirándome, añadió: - ¿Cómo está usted, Pip? ¿Quiere que le haga dar una vuelta, señorita Havisham? ¿Una vuelta nada más? ¿De modo que está usted aquí, Pip? Le dije cuándo había llegado y que la señorita Havisham deseaba que fuese para ver a Estella. - ¡Ah! - replicó él -. Es una preciosa señorita. Luego empujó el sillón de la señorita Havisham con una de sus enormes manos y se metió la otra en el bolsillo del pantalón, como si éste contuviera numerosos secretos. - Dígame, Pip - añadió en cuanto se detuvo -. ¿Cuántas veces había usted visto antes a la señorita Estella? - ¿Cuántas veces? - Sí, cuántas. ¿Diez mil, tal vez? - ¡Oh, no, no tantas! - ¿Dos? - Jaggers - intervino la señorita Havisham con gran placer por mi parte-. Deje usted a mi Pip tranquilo y vaya a comer con él. Jaggers obedeció, y ambos nos encaminamos hacia la oscura escalera. Mientras nos dirigíamos hacia las habitaciones aisladas que había al otro lado del enlosado patio de la parte posterior me preguntó cuántas veces había visto comer o beber a la señorita Havisham, y, como de costumbre, me dio a elegir entre una vez y cien. Yo reflexioné un momento y luego contesté: 115 - Nunca. - Ni lo verá nunca, Pip - replicó sonriendo y ceñudo a un tiempo -. Nunca ha querido que la viese nadie comer o beber desde que lleva esta vida. Por las noches va de un lado a otro, y entonces toma lo que encuentra. - Perdóneme - dije -. ¿Puedo hacerle una pregunta, caballero? - Usted puede preguntarme - contestó - y yo puedo declinar la respuesta. Pero, en fin, pregunte. - ¿El apellido de Estella es Havisham, o… ? - me interrumpí, porque no tenía nada que añadir. - ¿O qué? - dijo él. - ¿Es Havisham? - Sí, Havisham. Así llegamos a la mesa, en donde nos esperaban Estella y Sara Pocket. El señor Jaggers ocupó la presidencia, Estella se sentó frente a él y yo me vi cara a cara con mi amiga del rostro verdoso y amarillento. Comimos muy bien y nos sirvió una criada a quien jamás viera hasta entonces, pero la cual, a juzgar por cuanto pude observar, estuvo siempre en aquella casa. Después de comer pusieron una botella de excelente oporto ante mi tutor, que sin duda alguna conocía muy bien la marca, y las dos señoras nos dejaron. Era tanta la reticencia de las palabras del señor Jaggers bajo aquel techo, que jamás vi cosa parecida, ni siquiera en él mismo. Cuidaba, incluso, de sus propias miradas, y apenas dirigió una vez sus ojos al rostro de Estella durante toda la comida. Cuando ella le dirigía la palabra, prestaba la mayor atención y, como es natural, contestaba, pero, por lo que pude ver, no la miraba siquiera. En cambio, ella le miraba frecuentemente, con interés y curiosidad, si no con desconfianza, pero él parecía no darse cuenta de nada. Durante toda la comida se divirtió haciendo que Sara Pocket se pusiera más verde y amarilla que nunca, aludiendo en sus palabras a las grandes esperanzas que yo podía abrigar. Pero entonces tampoco demostró enterarse del efecto que todo eso producía y fingió arrancarme, y en realidad lo hizo, aunque ignoro cómo, estas manifestaciones de mi inocente persona. Cuando él y yo nos quedamos solos, permaneció sentado y con el aire del que reserva sus palabras a consecuencia de los muchos datos que posee, cosa que, realmente, era demasiado para mí. Y como no tenía otra cosa al alcance de su mano, pareció repreguntar al vino que se bebía. Lo sostenía ante la bujía, luego lo probaba, le daba varias vueltas en la boca, se lo tragaba, volvía a mirar otra vez el vaso, olía el oporto, lo cataba, se lo bebía, volvía a llenar el vaso y lo examinaba otra vez, hasta que me puso nervioso, como si yo estuviese convencido de que el vino le decía algo en mi perjuicio. Tres o cuatro veces sentí la débil impresión de que debía iniciar alguna conversación; pero cada vez que él advertía que iba a preguntarle algo, me miraba con el vaso en la mano y paladeaba el vino, como si quisiera hacerme observar que era inútil mi tentativa, porque no podría contestarme. Creo que la señorita Pocket estaba convencida de que el verme tan sólo la ponía en peligro de volverse loca, y tal vez de arrancarse el sombrero, que era muy feo, parecido a un estropajo de muselina, y de desparramar por el suelo los cabellos que seguramente no habían nacido en su cabeza. No apareció cuando más tarde subimos a la habitación de la señorita Havisham y los cuatro jugamos al whist. En el intervalo, la señorita Havisham, obrando de un modo caprichoso, había puesto alguna de las más hermosas joyas que había en el tocador en el cabello de Estella, en su pecho y en sus brazos, y observé que incluso mi tutor la miraba por debajo de sus espesas cejas y las levantaba un poco cuando ante sus ojos vio la hermosura de Estella adornada con tan ricos centelleos de luz y de color. Nada diré del modo y de la extensión con que guardó nuestros triunfos y salió con cartas sin valor al terminar las rondas, antes de que quedase destruida la gloria de nuestros reyes y de nuestras reinas, ni tampoco de mi sensación acerca del modo de mirarnos a cada uno, a la luz de tres fáciles enigmas que él adivinó mucho tiempo atrás. Lo que me causó pena fue la incompatibilidad que había entre su fría presencia y mis sentimientos con respecto a Estella. No porque yo no pudiese hablarle de ella, sino porque sabía que no podría soportar el inevitable rechinar de sus botas en cuanto oyese hablar de Estella y porque, además, no quería que después de hablar de ella fuese a lavarse las manos, como tenía por costumbre. Lo que más me apuraba era que el objeto de mi admiración estuviese a corta distancia de él y que mis sentimientos se hallaran en el mismo lugar en que se encontraba él. Jugamos hasta las nueve de la noche, y entonces se convino que cuando Estella fuese a Londres se me avisaría con anticipación su llegada a fin de que acudiese a recibirla al bajar de la diligencia; luego me despedí de ella, estreché su mano y la dejé. Mi tutor se albergaba en El Jabalí, y ocupaba la habitación inmediata a la mía. En lo más profundo de la noche resonaban en mis oídos las palabras de la señorita Havisham cuando me decía: «¡Amala, ámala, 116 ámala!» Las adapté a mis sentimientos y dije a mi almohada: «¡La amo, la amo, la amo!» centenares de veces. Luego me sentí penetrado de extraordinaria gratitud al pensar que me estuviese destinada, a mí, que en otros tiempos no fui más que un aprendiz de herrero. Entonces pensé que, según temía, ella no debía de estar muy agradecida por aquel destino, y me pregunté cuándo empezaría a interesarse por mí. ¿Cuándo podría despertar su corazón, que ahora estaba mudo y dormido? ¡Ay de mí! Me figuré que éstas eran emociones elevadas y grandiosas. Pero nunca pensé que hubiera nada bajo y mezquino en mi apartamiento de Joe, porque sabía que ella le despreciaría. No había pasado más que un día desde que Joe hizo asomar las lágrimas a mis ojos; pero se habían secado pronto, Dios me perdone, demasiado pronto. ...

En la línea 1675
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof se dio cuenta en seguida de que aquella mujer no era de las que se desmayan por cualquier cosa. En un abrir y cerrar de ojos apareció una almohada debajo de la cabeza de la víctima, detalle en el que nadie había pensado. Catalina Ivanovna empezó a quitar ropa a su marido y a examinar las heridas. Sus manos se movían presurosas, pero conservaba la serenidad y se había olvidado de sí misma. Se mordía los trémulos labios para contener los gritos que pugnaban por salir de su boca. ...

En la línea 4851
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pulqueria Alejandrovna se procuró la dirección de los dos niños salvados por su hijo y se empeñó en ir a verlos. Al fin su agitación llegó al límite. A veces prorrumpía de pronto en llanto, la acometían con frecuencia accesos de fiebre y entonces empezaba a delirar. Una mañana dijo que, según sus cálculos, Rodia estaba a punto de regresar, pues, al despedirse de ella, él mismo le había asegurado que volvería al cabo de nueve meses. Y empezó a arreglar la casa, a preparar la habitación que destinaba a su hijo (la suya), a quitar el polvo a los muebles, a fregar el suelo, a cambiar las cortinas… Dunia sentía gran inquietud al verla en semejante estado, pero no decía nada e incluso la ayudaba a preparar el recibimiento de Rodia. ...


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