La palabra Personal ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Memoria De Las Islas Filipinas. de Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece personal.
Estadisticas de la palabra personal
La palabra personal es una de las palabras más comunes del idioma Español, estando en la posición 450 según la RAE.
Personal es una palabra muy común y se encuentra en el Top 500 con una frecuencia media de 18.38 veces en cada obra en castellano
El puesto de esta palabra se basa en la frecuencia de aparición de la personal en 150 obras del castellano contandose 2793 apariciones en total.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Personal
Cómo se escribe personal o perrsonal?
Cómo se escribe personal o perzonal?

la Ortografía es divertida

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece personal
La palabra personal puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 192
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Vestía de labrador; pero el modo de llevar el pañuelo anudado a la cabeza, sus pantalones de pana y otros detalles de su traje delataban que no era de la huerta, donde el adorno personal ha ido poco a poco contaminándose del gusto de la ciudad. ...
En la línea 780
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... A ver, dime tú, ¿cuándo se ha levantado de veras este país? ¿Cuándo hemos tenido una revolución?... La única de verdad fue el año 8, y si el país se sublevó fue porque se le llevaban secuestrados unos cuantos príncipes e infantes, que eran bobos de nacimiento y malvados por instinto hereditario; y la bestia popular derramó su sangre para que volviesen esos señores, que agradecieron tantos sacrificios enviando a unos a presidio y a otros a la horca. ¡Famoso pueblo! Anda y sacrifícate esperando algo de él... Después ya no se han visto revoluciones; todo han sido pronunciamientos del ejército, motines por el medro o por antagonismo personal, que si sirvieron de algo fue indirectamente, por apoderarse de ellos las corrientes de opinión. Y como ahora los generales ya no se sublevan, porque tienen todo lo que quieren, y cuidan en lo alto de halagarles, aleccionados por la Historia, ¡se acabó la revolución! Los que trabajan por ella sudan y se fatigan con tanto éxito como si sacasen agua en espuertas... ¡Saludo a los héroes desde la puerta de mi retiro!... pero no doy ni un paso para acompañarles. Yo no pertenezco a su gloriosa clase; soy ave de corral tranquila y bien cebada, y no me arrepiento de ello cuando veo a mi antiguo camarada Fernando Salvatierra, el amigote de tu padre, vestido de invierno en el verano, y de verano en invierno, comiendo pan y queso, con una celda reservada en todos las cárceles de la Península y molestado a cada paso por la vigilancia... Muy bonito; los periódicos publican el nombre del héroe, tal vez la historia llegue a hablar de él, pero yo prefiero mi mesa en el escritorio, mi sillón, que me hace pensar en los canónigos reunidos en el coro, y la generosidad de don Pablo, que es espléndido como un príncipe con los que saben llevarle el aire. ...
En la línea 1203
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y Salvatierra, como si olvidase la presencia del gitano y hablara para él mismo, recordó su arrogante salida del presidio, desafiando de nuevo las persecuciones, y su reciente viaje a Cádiz para ver un rincón de tierra, junto a una tapia, entre cruces y lápidas de mármol. ¿Y era aquello todo lo que quedaba del ser que había llenado su pensamiento? ¿Sólo restaba de mamá, de la viejecita bondadosa y dulce como las santas mujeres de las religiones, aquel cuadro de tierra fresca y removida y las margaritas silvestres que nacían en sus bordes? ¿Se había perdido para siempre la llama dulce de sus ojos, el eco de su voz acariciadora, rajada por la vejez, que llamaba con ceceos infantiles a Fernando, a su «querido Fernando»? --_Alcaparrón_, tú no puedes entenderme--continuó Salvatierra con voz temblorosa.--Tal vez es una fortuna para ti esa alma simple que te permite en los dolores y en las alegrías ser ligero y mudable como un pájaro. Pero óyeme, aunque no me entiendas. Yo no reniego de lo que he aprendido: yo no dudo de lo que sé. Mentira es la otra vida, ilusión orgullosa del egoísmo humano; mentira también los cielos de las religiones. Hablan éstas a las gentes en nombre de un espiritualismo poético, y su vida eterna, su resurrección de los cuerpos, sus placeres y castigos de ultra-tumba, son de un materialismo que da náuseas. No existe para nosotros otra vida que la presente; pero ¡ay! ante la sábana de tierra que cubre a mamá, sentí por primera vez flaquear mis convicciones. Acabamos al morir; pero algo resta de nosotros junto a los que nos suceden en la tierra; algo que no es sólo el átomo que nutre nuevas vidas; algo impalpable e indefinido, sello personal de nuestra existencia. Somos como los peces en el mar; ¿me entiendes, _Alcaparrón_? Los peces viven en la misma agua en que se disolvieron sus abuelos y en la que laten los gérmenes de sus sucesores. Nuestra agua es el ambiente en que existimos: el espacio y la tierra: vivimos rodeados de los que fueron y de los que serán. Y yo, _Alcaparrón_ amigo, cuando siento ganas de llorar recordando la nada de aquél montón de tierra, la triste insignificancia de las florecillas que lo rodean, pienso en que no está allí mamá completamente, que algo se ha escapado, que circula al través de la vida, que me tropieza atraído por una simpatía misteriosa, y me acompaña envolviéndome en una caricia tan suave como un beso... ...
En la línea 265
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Luis XIV absorbió a todos los pequeños astros de su corte en su vasta irradiación; pero su padre, sol pluribus impar, dejó s u esplendor personal a cada uno de sus favoritos, su valor individual a cada uno de sus cortesanos. ...
En la línea 7468
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Lo cual, por lo demás, no impedía al cardenal, a quien jamás ni sus más encarnizados detractores han negado el valor personal, hacer sus recorridos nocturnos para comunicar al duque de Angulema órde nes importantes, tanto para ir a ponerse de acuerdo con el rey como para ir a conferenciar con algún mensajero que no quería que se deja se entrar en su casa. ...
En la línea 426
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... , y el 5 del presente recayó la soberana aprobacion, no de un reglamento pomposo, pues que este ha de formarse con presencia de otros datos que se están reuniendo; no de una grande oficina, pues que ha de constar de administrador, interventor y mozo de oficio celador, personal el mas reducido para cualquiera administracion subalterna del reino; y no el nombramiento de administrador é interventor se hizo en dos favoritos, sino que la del primero recayó en un sugeto, que ademas de haber ya estado en Manila, ha sido con jeneral aceptacion jefe de una de las administraciones principales del reino y oficial de la direccion, apreciado por esta por su celo, probidad y conocimientos; y la de interventor en otro que ha sido vice-director del observatorio astronómico, de notoria ilustracion, hijo del director jeneral de loterías, cuyos servicios y padecimientos son tan sabidos; y ambos por fin patriotas sin tacha alguna. ...
En la línea 1869
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Los _moderados_ contaban con el apoyo de la reina regente Cristina, deseosa de un poder algo mayor que el que los liberales parecían dispuestos a concederle, y, además, enemiga personal del ministro. ...
En la línea 2290
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Quédate en casa—le dije—, porque ¿cómo me voy a arreglar si os vais todos? ¿Quién va a servir a los huéspedes, si Dios quiere enviarnos alguno? Quédate por lo menos hasta que tu hermano, mi hijo tercero, vuelva; porque ha de saberse, y para vergüenza mía lo digo, _don Jorge_, que yo tengo un hijo sargento en el ejército _cristino_, muy en contra de la inclinación personal del pobre muchacho, que no gusta de la vida militar; años llevo solicitando su licencia, y he llegado a aconsejarle que se haga una mutilación para que le libren en seguida. ...
En la línea 2338
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Los moros de Berbería parecen cuidarse muy poco de las hazañas de sus antepasados: sólo piensan en las cosas del día presente, y únicamente hasta donde esas cosas les conciernen de un modo personal. ...
En la línea 3527
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... ¡Oh campiñas inglesas, quién os volviera a ver! ¡Y aquellas cervecerías! ¡Y lo que más vale de todo, la buena fe de la gente y la seguridad personal! He viajado por toda Inglaterra, y en ninguna parte me trataron mal, salvo una vez en el Norte, ciertos papistas a quienes aconsejé que abandonaran sus pantomimas y asistieran al culto anglicano, como hacía yo, y como todos mis compatriotas hacían en Inglaterra; porque, sépalo usted, _signor Giorgio_, todos nosotros, ya fuésemos piamonteses, ya naturales de Como, veíamos con muy buenos ojos la religión protestante, cuando no éramos miembros efectivos de ella. ...
En la línea 250
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Estas crisis del ánimo solían provocarlas noticias del personal: el nombramiento de un Obispo joven, por ejemplo. ...
En la línea 2692
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —A reina va, y lo hago cuestión personal —añadió envalentonado Trabuco, dándose un puñetazo en el pecho. ...
En la línea 2719
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Y hago la cuestión personal! —Pero ¿qué es lo que usted exige? —preguntó el muchacho agotando su valor en este rasgo de energía. ...
En la línea 2720
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —Exijo lo que tengo derecho a exigir, eso es; y repito que hago la cuestión personal. ...
En la línea 322
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... — Nuestro Papa español llegaba demasiado tarde para la defensa de la Cristiandad. Era el último Pontífice de la Edad Media entusiasta y lleno de fe. Sus asombrosos y rápidos triunfos no los apreció nunca como resultado de su actividad personal. Los consideraba modestamente un efecto de las plegarias que dirigía a Dios y de las rogativas ordenadas n los pueblos cristianos, ya que sus príncipes no querían ayudarle. De no traicionarlo y robado descaradamente estos gobernantes, ¿quién sabe si el primero de los Borjas habría acabado por plantar otra vez la cruz sobre las murallas de Constantinopla? ...
En la línea 755
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Ascanio Sforza, el cardenal más amigo suyo, gustaba-especialmente de la caza, y como recibía al año rentas eclesiásticas por valor de un millón y medio de francos oro. ningún monarca de la Tierra poseía caballos, perros y halcones como los suyos, con todo el personal necesario para el cuidado de tantas y tan costosas bestias. ...
En la línea 839
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Pero el deseo de robustecer la autoridad papal, desobedecida y menospreciada más allá de las puertas de Roma, no le dejó vivir en pacifico egoísmo. Además, era español, y Fernando el Católico, el más astuto diplomático de aquella época, pretendía dirigirlo como un autómata, creándole temibles adversarios y dejándolo abandonado algunas veces después de meterlo en difíciles aventuras. Los que juzgan a Rodrigo de Borja como un político sin entrañas, guiado únicamente por su interés personal, olvidan que vivió en un tiempo de reyes ladinos y complicados: el terrible Luis Once de Francia, Fernando Quinto de España y Enrique Séptimo de Inglaterra. Al lado de estos hombres, de un disimulo y una falsía desconcertante. Alejandro Sexto y aun el mismo César Borgia resultaban trancos y de noble conducta. ...
En la línea 932
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Presintiendo Alfonso II las justas vacilaciones del Pontífice, por convenirle a éste en realidad ser enemigo de la dinastía napolitana ratificó las proposiciones que había formulado su padre referente a los Borgias, haciéndolas aún más tentadoras. Su hija natural, doña Sancha, se casaría con el pequeño Jofre Borgia, llevándole además del principado de Esquilache cuarenta mil ducados de renta y una compañía pagada de cien hombres de armas para su guardia personal, El dote de Sancha sería de doscientos mil ducados (más de un millón y medio de francos oro). El hijo mayor de Alejandro VI, Juan, duque de Gandía, recibiría del rey de Nápoles el principado de Tricarico, en la Basilicata, y a tal presente irían unidos ricos beneficios eclesiásticos en las diócesis napolitanas para el joven cardenal de Valencia César Borgia, que acababa de recibir las órdenes del subdiaconato, entrando en la vida clerical contra su voluntad. ...
En la línea 1615
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Estaba el pobre Juanito Santa Cruz sometido al horroroso suplicio de la idea fija. Salió, investigó, rebuscó, y la mujer aquella, visión inverosímil que había trastornado a Villalonga, no parecía por ninguna parte. ¿Sería sueño, o ficción vana de los sentidos de su amigo? La portera de la casa indicada por Jacinto se prestó a dar cuantas noticias se le exigían, mas lo único de provecho que Juan obtuvo de su indiscreción complaciente fue que en la casa de huéspedes del segundo habían vivido un señor y una señora, «guapetona ella» durante dos días nada más. Después habían desaparecido… La portera declaraba con notoria agudeza que, a su parecer, el señor se había largado por el tren, y la individua, señora… o lo que fuera… andaba por Madrid. ¿Pero dónde demonios andaba? Esto era lo que había que averiguar. Con todo su talento no podía Juan darse explicación satisfactoria del interés, de la curiosidad o afán amoroso que despertaba en él una persona a quien dos años antes había visto con indiferencia y hasta con repulsión. La forma, la pícara forma, alma del mundo, tenía la culpa. Había bastado que la infeliz joven abandonada, miserable y quizás mal oliente se trocase en la aventurera elegante, limpia y seductora, para que los desdenes del hombre del siglo, que rinde culto al arte personal, se trocaran en un afán ardiente de apreciar por sí mismo aquella transformación admirable, prodigio de esta nuestra edad de seda. «Si esto no es más que curiosidad, pura curiosidad… —se decía Santa Cruz, caldeando su alma turbada—. Seguramente, cuando la vea me quedaré como si tal cosa; pero quiero verla, quiero verla a todo trance… y mientras no la vea, no creeré en la metamorfosis». Y esta idea le dominaba de tal modo, que lo infructuoso de sus pesquisas producíale un dolor indecible, y se fue exaltando, y por último figurábase que tenía sobre sí una grande, irreparable desgracia. Para acabar de aburrirle y trastornarle, un día fue Villalonga con nuevos cuentos. «He averiguado que el hombre aquel es un trapisondista… Ya no está en Madrid. Lo de los fusiles era un timo… letras falsificadas». ...
En la línea 2179
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El capellán no hizo aspavientos. Al contrario, le gustaba que sus catecúmenos estuvieran rasos y limpios de toda ciencia, para poder él enseñárselo todo. Después meditó un rato, las manos cruzadas y dando vuelta a los pulgares uno sobre otro. Fortunata le miraba en silencio. No podía dudar de que era hombre muy sabedor de cosas del mundo y de las flaquezas humanas, y pensó que le convenía ponerse bajo su dirección. En aquel momento hallábase bajo la influencia de ideas supersticiosas adquiridas en su infancia respecto a la religión y al clero. Su catecismo era harto elemental y se reducía a dos o tres nociones incompletas, el Cielo y el Infierno, padecer aquí para gozar allá, o lo contrario. Su moral era puramente personal, intuitiva y no tenía nada que ver con lo poco que recordaba de la doctrina cristiana. Formó del hermano de Maxi buen concepto, porque se lavaba poco y sabía mucho y no reñía a las pecadoras, sino que las trataba con dulzura, ofreciéndoles el matrimonio, la salvación, y hablándoles del alma y otras cosas muy bonitas. ...
En la línea 2341
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Mauricia tenía días. Las monjas la consideraban lunática, porque si las más de las veces la sometían fácilmente a la obediencia, haciéndola trabajar, entrábale de golpe como una locura y rompía a decir y hacer los mayores desatinos. La primera vez que esto pasó, las religiosas se alarmaron; mas domada la furia sin que fuese preciso apelar a la fuerza, cuando se repetían los accesos de indisciplina y procacidad no les daban gran importancia. Era un espectáculo imponente y aun divertido el que de tiempo en tiempo, comúnmente cada quince o veinte días, daba Mauricia a todo el personal del convento. La primera vez que lo presenció Fortunata, sintió verdadero terror. ...
En la línea 2400
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Y no pudo en muchos días apartar de su pensamiento las cosas que le refirió doña Manolita que, entre paréntesis, no acababa de serle simpática, y lo que más metida en reflexiones la traía no era precisamente que aquellos hechos de regalar la custodia y el manto se hubieran verificado, sino la casualidad… «Tie gracia». Si hubiera ella ido al convento algunos días antes, habría asistido a la solemne misa, con obispo y todo, que se dijo en acción de gracias por haberse puesto bueno el tal… Esto tenía más gracia. Y por su parte Fortunata, que sabía perdonar las ofensas, no habría tenido inconveniente en unir sus votos a los de todo el personal de la casa… Esto tenía más gracia todavía. ...
En la línea 1499
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Fuera como fuese, el capitán Nemo me dio a conocer algunos datos por él obtenidos acerca de las densidades del agua en los principales mares del Globo. De tal comunicación deduje yo algo interesante a título personal, que no tenía carácter científico. ...
En la línea 1946
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Explicación de poeta, capitán Nemo, que no puede satisfacerme. Le pido su opinión personal. ...
En la línea 1947
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Mi opinión personal, señor Aronnax, es la de que hay que ver en esta denominación de mar Rojo una traducción de la palabra hebrea Edrom, y si los antiguos le dieron tal nombre fue a causa de la coloración particular de sus aguas. ...
En la línea 2186
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... No había respuesta posible a esa pregunta. Me dirigí al salón, después de haber desayunado, y me puse a trabajar. Hasta las cinco de la tarde estuve redactando mis notas. En aquel momento sentí un calor extremo, y atribuyéndolo a una disposición personal, me quité mis ropas de biso. Era incomprensible, en las latitudes en que nos hallábamos, y además, el Nautilus en inmersión no debía experimentar ninguna elevación de temperatura. Miré el manómetro y vi que marcaba una profundidad de sesenta pies, inalcanzable para el calor atmosférico. ...
En la línea 1743
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... - Dígaselo a él y lo aceptará como un cumplido - contestó Wemmick -; a él no le interesa que usted pueda juzgar de ellas. ¡Oh! - añadió al notar mi sorpresa -. Ése es un sentimiento profesional; no personal, sino profesional. ...
En la línea 1990
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Ocurrió, según me anunciara Wemmick, que se me presentó muy pronto la oportunidad de comparar la morada de mi tutor con la de su cajero y empleado. Mi tutor estaba en su despacho, lavándose las manos con su jabón perfumado, cuando yo entré en la oficina a mi regreso de Walworth; él me llamó en seguida y me hizo la invitacion, para mí mismo y para mis amigos, que Wemmick me había preparado a recibir. - Sin cumplido alguno – dijo. - No hay necesidad de vestirse de etiqueta, y podremos convenir, por ejemplo, el día de mañana. Yo le pregunté adónde tendría que dirigirme, porque no tenía la menor idea acerca de dónde vivía, y creo que, siguiendo su costumbre de no confesar nada, me dijo: - Venga usted aquí y le llevaré a casa conmigo. Aprovecho esta oportunidad para observar que, después de recibir a sus clientes, se lavaba las manos, como si fuese un cirujano o un dentista. Tenía el lavabo en su despacho, dispuesto ya para el caso, y que olía a jabón perfumado como si fuese una tienda de perfumista. En la parte interior de la puerta tenía una toalla puesta sobre un rodillo, y después de lavarse las manos se las secaba con aquélla, cosa que hacía siempre que volvía del tribunal o despedía a un diente. Cuando mis amigos y yo acudimos al día siguiente a su despacho, a las seis de la tarde, parecía haber estado ocupado en un caso mucho más importante que de costumbre, porque le encontramos con la cabeza metida en el lavabo y lavándose no solamente las manos, sino también la cara y la garganta. Y cuando hubo terminado eso y una vez se secó con la toalla, se limpió las uñas con un cortaplumas antes de ponerse la chaqueta. Cuando salimos a la calle encontramos, como de costumbre, algunas personas que esperaban allí y que con la mayor ansiedad deseaban hablarle; pero debió de asustarlas la atmósfera perfumada del jabón que le rodeaba, porque aquel día abandonaron su tentativa. Mientras nos dirigíamos hacia el Oeste, fue reconocido por varias personas entre la multítud, pero siempre que eso ocurría me hablaba en voz más alta y fingía no reconocer a nadie ni fijarse en que los demás le reconociesen. 100 Nos llevó así a la calle Gerrard, en Soho, y a una casa situada en el lado meridional de la calle. El edificio tenía aspecto majestuoso, pero habría necesitado una buena capa de pintura y que le limpiasen el polvo de las ventanas. Saco la llave, abrió la puerta y entramos en un vestíbulo de piedra, desnudo, oscuro y poco usado. Subimos por una escalera, también oscura y de color pardo, y así llegamos a una serie de tres habitaciones, del mismo color, en el primer piso. En los arrimaderos de las paredes estaban esculpidas algunas guirnaldas, y mientras nuestro anfitrión nos daba la bienvenida, aquellas guirnaldas me produjeron extraña impresión. La cena estaba servida en la mejor de aquellas estancias; la segunda era su guardarropa, y la tercera, el dormitorio. Nos dijo que poseía toda la casa, pero que raras veces utilizaba más habitaciones que las que veíamos. La mesa estaba muy bien puesta, aunque en ella no había nada de plata, y al lado de su silla habia un torno muy grande, en el que se veía una gran variedad de botellas y frascos, así como también cuatro platos de fruta para postre. Yo observé que él lo tenía todo al alcance de la mano y lo distribuía por sí mismo. En la estancia había una librería, y por los lomos de los libros me di cuenta de que todos ellos trataban de pruebas judiciales, de leyes criminales, de biografías criminales, de juicios, de actas del Parlamento y de cosas semejantes. Los muebles eran sólidos y buenos, asi como la cadena de su reloj. Pero todo tenía cierto aspecto oficial, y no se veía nada puramente decorativo. En un rincón había una mesita que contenía bastantes papeles y una lámpara con pantalla; de manera que, sin duda alguna, mi tutor se llevaba consigo la oficina a su propia casa y se pasaba algunas veladas trabajando. Como él apenas había visto a mis tres compañeros hasta entonces, porque por la calle fuimos los dos de lado, se quedó junto a la chimenea y, después de tirar del cordón de la campanilla, los examinó atentamente. Y con gran sorpresa mía, pareció interesarse mucho y también casi exclusivamente por Drummle. -Pip-dijo poniéndome su enorme mano sobre el hombro y llevándome hacia la ventana -. No conozco a ninguno de ellos. ¿Quién es esa araña? - ¿Qué araña? - pregunté yo. - Ese muchacho moteado, macizo y huraño. - Es Bentley Drummle - repliqué -. Ese otro que tiene el rostro más delicado se llama Startop. Sin hacer el menor caso de aquel que tenía la cara más delicada, me dijo: - ¿Se llama Bentley Drummle? Me gusta su aspecto. Inmediatamente empezó a hablar con él. Y, sin hacer caso de sus respuestas reticentes, continuó, sin duda con el propósito de obligarle a hablar. Yo estaba mirando a los dos, cuando entre ellos y yo se interpuso la criada que traía el primer plato. Era una mujer que tendría unos cuarenta años, según supuse, aunque tal vez era más joven. Tenía alta estatura, una figura flexible y ágil, el rostro extremadamente palido, con ojos marchitos y grandes y un pelo desordenado y abundante. Ignoro si, a causa de alguna afección cardíaca, tenía siempre los labios entreabiertos como si jadease y su rostro mostraba una expresión curiosa, como de confusión; pero sí sé que dos noches antes estuve en el teatro a ver Macbeth y que el rostro de aquella mujer me parecía agitado por todas las malas pasiones, como los rostros que vi salir del caldero de las brujas. Dejó la fuente y tocó en el brazo a mi tutor para avisarle de que la cena estaba dispuesta; luego se alejo. Nos sentamos alrededor de la mesa, y mi tutor puso a su lado a Drummle, y a Startop al otro. El plato que la criada dejó en la mesa era de un excelente pescado, y luego nos sirvieron carnero muy bien guisado y, finalmente, un ave exquisita. Las salsas, los vinos y todos cuantos complementos necesitábamos eran de la mejor calidad y nos los entregaba nuestro anfitrión tomándolos del torno; y cuando habían dado la vuelta a la mesa los volvía a poner en su sitio. De la misma manera nos entregaba los platos limpios, los cuchillos y los tenedores para cada servicio, y los que estaban sucios los echaba a un cesto que estaba en el suelo y a su lado. No apareció ningún otro criado más que aquella mujer, la cual entraba todos los platos, y siempre me pareció ver en ella un rostro semejante al que saliera del caldero de las brujas. Años más tarde logré reproducir el rostro de aquella mujer haciendo pasar el de una persona, que no se le parecía por otra cosa más que por el cabello, por detrás de un cuenco de alcohol encendido, en una habitación oscura. Inclinado a fijarme cuanto me fue posible en la criada, tanto por su curioso aspecto como por las palabras de Wemmick, observé que siempre que estaba en el comedor no separaba los ojos de mi tutor y que retiraba apresuradamente las manos de cualquier plato que pusiera delante de él, vacilando, como si temiese que la llamara cuando estaba cerca, para decirle alguna cosa. Me pareció observar que él se daba cuenta de eso, pero que quería tenerla sumida en la ansiedad. 101 La cena transcurrió alegremente, y a pesar de que mi tutor parecía seguir la conversación y no iniciarla, vi que nos obligaba a exteriorizar los puntos más débiles de nuestro carácter. En cuanto a mí mismo, por ejemplo, me vi de pronto expresando mi inclinación a derrochar dinero, a proteger a Herbert y a vanagloriarme de mi espléndido porvenir, eso antes de darme cuenta de que hubiese abierto los labios. Lo mismo les ocurrió a los demás, pero a nadie en mayor grado que a Drummle, cuyas inclinaciones a burlarse de un modo huraño y receloso de todos los demás quedaron de manifiesto antes de que hubiesen retirado el plato del pescado. No fue entonces, sino cuando llegó la hora de tomar el queso, cuando nuestra conversación se refirió a nuestras proezas en el remo, y entonces Drummle recibió algunas burlas por su costumbre de seguirnos en su bote. Él informó a nuestro anfitrión de que prefería seguirnos en vez de gozar de nuestra compañía, que en cuanto a habilidad se consideraba nuestro maestro y que con respecto a fuerza era capaz de vencernos a los dos. De un modo invisible, mi tutor le daba cuerda para que mostrase su ferocidad al tratar de aquel hecho sin importancia; y él desnudó su brazo y lo contrajo varias veces para enseñar sus músculos, y nosotros le imitamos del modo más ridículo. Mientras tanto, la criada iba quitando la mesa; mi tutor, sin hacer caso de ella y hasta volviéndole el rostro, estaba recostado en su sillón, mordiéndose el lado de su dedo índice y demostrando un interés hacia Drummle que para mí era completamente inexplicable. De pronto, con su enorme mano, cogió la de la criada, como si fuese un cepo, en el momento en que ella se inclinaba sobre la mesa. Y él hizo aquel movimiento con tanta rapidez y tanta seguridad, que todos interrumpimos nuestra estúpida competencia. - Hablando de fuerza - dijo el señor Jaggers - ahora voy a mostrarles un buen puño. Molly, enséñanos el puño. La mano presa de ella estaba sobre la mesa, pero había ocultado la otra llevándola hacia la espalda - Señor - dijo en voz baja y con ojos fijos y suplican tes -. No lo haga. - Voy a mostrarles un puño - repitió el señor Jaggers, decidido a ello -. Molly, enséñanos el puño. - ¡Señor, por favor! - murmuró ella. - Molly - repitió el señor Jaggers sin mirarla y dirigiendo obstinadamente los ojos al otro lado de la estancia -. Muéstranos los dos puños. En seguida. Le cogió la mano y puso el puño de la criada sobre la mesa. Ella sacó la otra mano y la puso al lado de la primera. Entonces pudimos ver que la última estaba muy desfigurada, atravesada por profundas cicatrices. Cuando adelantó las manos para que las pudiésemos ver, apartó los ojos del señor Jaggers y los fijó, vigilante, en cada uno de nosotros. - Aquí hay fuerza - observó el señor Jaggers señalando los ligamentos con su dedo índice. - Pocos hombres tienen los puños tan fuertes como esta mujer. Es notable la fuerza que hay en estas manos. He tenido ocasión de observar muchas de ellas, pero jamás vi otras tan fuertes como éstas, ya de hombre o de mujer. Mientras decía estas palabras, con acento de indiferencia, ella continuó mirándonos sucesivamente a todos. Cuando mi tutor dejó de ocuparse en sus manos, ella le miró otra vez. - Está bien, Molly - dijo el señor Jaggers moviendo ligeramente la cabeza hacia ella -. Ya has sido admirada y puedes marcharte. La criada retiró sus manos y salió de la estancia, en tanto que el señor Jaggers, tomando un frasco del torno, llenó su vaso e hizo circular el vino. - Alas nueve y media, señores – dijo, - nos separaremos. Procuren, mientras tanto, pasarlo bien. Estoy muy contento de verles en mi casa. Señor Drummle, bebo a su salud. Si eso tuvo por objeto que Drummle diese a entender de un modo más completo su carácter, hay que confesar que logró el éxito. Triunfante y huraño, Drummle mostró otra vez en cuán poco nos tenía a los demás, y sus palabras llegaron a ser tan ofensivas que resultaron ya por fin intolerables. Pero el señor Jaggers le observaba con el mismo interés extraño, y en cuanto a Drummle, parecía hacer más agradable el vino que se bebía aquél. Nuestra juvenil falta de discreción hizo que bebiésemos demasiado y que habláramos excesivamente. Nos enojamos bastante ante una burla de Drummle acerca de que gastábamos demasiado dinero. Eso me hizo observar, con más celo que discreción, que no debía de haber dicho eso, pues me constaba que Startop le había prestado dinero en mi presencia, cosa de una semana antes. - ¿Y eso qué importa? - contestó Drummle -. Se pagará religiosamente. - No quiero decir que deje usted de hacerlo - añadí -; pero eso habría debido bastarle para contener su lengua antes de hablar de nosotros y de nuestro dinero; me parece. - ¿Le parece? - exclamó Drummle -. ¡Dios mío! 102 - Y casi estoy seguro - dije, deseando mostrarme severo - de que no sería usted capaz de prestarnos dinero si lo necesitásemos. - Tiene usted razón - replicó Drummle -: no prestaría ni siquiera seis peniques a ninguno de ustedes. Ni a ustedes ni a nadie. - Es mejor pedir prestado, creo. - ¿Usted cree? - repitió Drummle -. ¡Dios mío! Estas palabras agravaban aún el asunto, y muy especialmente me descontentó el observar que no podía vencer su impertinente torpeza, de modo que, sin hacer caso de los esfuerzos de Herbert, que quería contenerme, añadí: - Ya que hablamos de esto, señor Drummle, voy a repetirle lo que pasó entre Herbert y yo cuando usted pidió prestado ese dinero. - No me importa saber lo que pasó entre ustedes dos - gruñó Drummle. Y me parece que añadió en voz más baja, pero no menos malhumorada, que tanto yo como Herbert podíamos ir al demonio. - Se lo diré a pesar de todo - añadí -, tanto si quiere oírlo como no. Dijimos que mientras usted se metía en el bolsillo el dinero, muy contento de que se lo hubiese prestado, parecía que también le divirtiera extraordinariamente el hecho de que Startop hubiese sido tan débil para facilitárselo. Drummle se sentó, riéndose en nuestra cara, con las manos en los bolsillos y encogidos sus redondos hombros, dando a entender claramente que aquello era la verdad pura y que nos despreció a todos por tontos. Entonces Startop se dirigió a él, aunque con mayor amabilidad que yo, y le exhortó para que se mostrase un poco más cortés. Como Startop era un muchacho afable y alegre, en tanto que Drummle era el reverso de la medalla, por eso el último siempre estaba dispuesto a recibir mal al primero, como si le dirigieran una afrenta personal. Entonces replicó con voz ronca y torpe, y Startop trató de abandonar la discusión, pronunciando unas palabras en broma que nos hicieron reír a todos. Y más resentido por aquel pequeño éxito que por otra cosa cualquiera, Drummle, sin previa amenaza ni aviso, sacó las manos de los bolsillos, dejó caer sus hombros, profirió una blasfemia y, tomando un vaso grande, lo habría arrojado a la cabeza de su adversario, de no habérselo impedido, con la mayor habilidad, nuestro anfitrión, en el momento en que tenía la mano levantada con la intención dicha. - Caballeros - dijo el señor Jaggers poniendo sobre la mesa el vaso y tirando, por medio de la cadena de oro, del reloj de repetición -, siento mucho anunciarles que son las nueve y media. A1 oír esta indicación, todos nos levantamos para marcharnos. Antes de llegar a la puerta de la calle, Startop llamaba alegremente a Drummle «querido amigo», como si no hubiese ocurrido nada. Pero el «querido amigo» estaba tan lejos de corresponder a estas amables palabras, que ni siquiera quiso regresar a Hammersmith siguiendo la misma acera que su compañero; y como Herbert y yo nos quedamos en la ciudad, les vimos alejarse por la calle, siguiendo cada uno de ellos su propia acera; Startop iba delante, y Drummle le seguía guareciéndose en la sombra de las casas, como si también en aquel momento lo siguiese en su bote. Como la puerta no estaba cerrada todavía, dejé solo a Herbert por un momento y volví a subir la escalera para dirigir unas palabras a mi tutor. Le encontré en su guardarropa, rodeado de su colección de calzado y muy ocupado en lavarse las manos, sin duda a causa de nuestra partida. Le dije que había subido otra vez para expresarle mi sentimiento de que hubiese ocurrido algo desagradable, y que esperaba no me echaría a mí toda la culpa. - ¡Bah! - exclamó mientras se mojaba la cara y hablando a través de las gotas de agua. - No vale la pena, Pip. A pesar de todo, me gusta esa araña. Volvió el rostro hacia mí y se sacudía la cabeza, secándose al mismo tiempo y resoplando con fuerza. - Me contenta mucho que a usted le guste, señor - dije -; pero a mí no me gusta nada. - No, no - asintió mi tutor. - Procure no tener nada que ver con él y apártese de ese muchacho todo lo que le sea posible. Pero a mí me gusta, Pip. Por lo menos, es sincero. Y si yo fuese un adivino… Y descubriendo el rostro, que hasta entonces la toalla ocultara, sorprendióle una mirada. - Pero como no soy adivino… - añadió secándose con la toalla las dos orejas.- Ya sabe usted que no lo soy, ¿verdad? Buenas noches, Pip. - Buenas noches, señor. Cosa de un mes después de aquella noche terminó el tiempo que el motejado de araña había de pasar con el señor Pocket, y con gran contento de todos, a excepción de la señora Pocket, se marchó a su casa, a incorporarse a su familia. ...
En la línea 2029
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Alejándome de la puerta del Temple en cuanto hube leído este aviso, me encaminé hacia la calle Fleet, en donde tomé un coche de punto, retrasado, y en él me hice llevar a Hummums, en Covent Garden. En aquellos tiempos, siempre se podía encontrar allí una cama a cualquier hora de la noche, y el vigilante me 175 dejó entrar inmediatamente, entregándome la primera bujía de la fila que había en un estante, y me acompañó a la primera de las habitaciones todavía desocupadas. Era una especie de bóveda en el sótano de la parte posterior, ocupada por una cama de cuatro patas parecida a un monstruo despótico, pues se había situado en el centro y una de sus patas estaba en la chimenea y otra en la puerta de entrada, sin contar con que tenía acorralado en un rincón al mísero lavabo. Como yo había pedido luz para toda la noche, el vigilante, antes de dejarme solo, me trajo la buena, vieja y constitucional bujía de médula de junco bañada en cera que se usaba en aquellos tiempos virtuosos - un objeto parecido al fantasma de un bastón que instantáneamente se rompía en cuanto se tocaba, en cuyo caso ya no se podía encender y que se condenaba al más completo aislamiento, en el fondo de una alta torre de hojalata, provista de numerosos agujeros redondos, la cual proyectaba curiosos círculos de luz en las paredes. - Cuando me metí en cama y estuve tendido en ella, con los pies doloridos, cansado y triste, observé que no podía pegar los ojos ni conseguir que los cerrara aquel estúpido Argos. Y, así, en lo más profundo y negro de la noche, estábamos los dos mirándonos uno a otro. ¡Qué noche tan triste! ¡Cuán llena de ansiedades y de dolor y qué interminable! En la estancia reinaba un olor desagradable de hollín frío y de polvo caliente, y cuando miraba a los rincones del pabellón que había sobre mi cabeza me pregunté cuántas moscas azules procedentes de la carnicería y cuántas orugas debían de estar invernando allí en espera de la primavera. Entonces temí que algunos de aquellos insectos se cayeran sobre mi cara, idea que me dió mucho desasosiego y que me hizo temer otras aproximaciones más desagradables todavía a lo largo de mi espalda. Cuando hube permanecido despierto un rato, hiciéronse oír aquellas voces extraordinarias de que está lleno el silencio. El armario murmuraba, suspiraba la chimenea, movíase el pequeño lavabo, y una cuerda de guitarra, oculta en el fondo de algún cajón, dejaba oír su voz. Al mismo tiempo adquirían nueva expresión los ojos de luz que se proyectaban en las paredes, y en cada uno de aquellos círculos amarillentos me parecía ver escritas las palabras: «No vaya a su casa.» Cualesquiera que fuesen las fantasías nocturnas que me asaltaban o los ruidos que llegaban a mis oídos, nada podía borrar las palabras: «No vaya a su casa.» Ellas se entremezclaban en todos mis pensamientos, como habría hecho cualquier dolor corporal. Poco tiempo antes había leído en los periódicos que un caballero desconocido fue a pasar la noche a casa de Hummums y que, después de acostarse, se suicidó, de manera que a la mañana siguiente lo encontraron bañado en su propia sangre. Me imaginé que tal vez habría ocupado aquella misma bóveda, y a tanto llegó la aprensión, que me levanté para ver si descubría alguna mancha rojiza; luego abrí la puerta para mirar al corredor y para reanimarme contemplando el resplandor de una luz lejana, cerca de la cual me constaba que dormitaba el sereno. Pero, mientras tanto, no dejaba de preguntarme qué habría ocurrido en mi casa, cuándo volvería a ella y si Provis estaba sano y salvo en la suya. Estas preguntas ocupaban de tal manera mi imaginación, que yo mismo habría podido suponer que no me dejaba lugar para otras preocupaciones. Y hasta cuando pensaba en Estella, en nuestra despedida, que fue ya para siempre, y mientras recordaba todas las circunstancias de nuestra separación, así como todas sus miradas, los distintos tonos de su voz y los movimientos de sus dedos mientras hacía calceta, aun entonces me sentía perseguido por las palabras: «No vaya a su casa.» Cuando, por fin, ya derrengado, me adormecí, aquella frase se convirtió en un verbo que no tenía más remedio que conjugar. Modo indicativo, tiempo presente. «No vayas a casa. No vaya a casa. No vayamos a casa. No vayáis a casa. No vayan a casa.» Luego lo conjugaba con otros verbos auxiliares, diciendo: «No puedo, ni debo, ni quiero ir a casa», hasta que, sintiéndome aturrullado, di media vuelta sobre la almohada y me quedé mirando los círculos de luz de la pared. Había avisado para que me llamasen a las siete, porque, evidentemente, tenía que ver a Wemmick antes que a nadie más, y también era natural que me encaminase a Walworth, pues era preciso conocer sus opiniones particulares, que solamente expresaba en aquel lugar. Fue para mí un alivio levantarme y abandonar aquella estancia en que había pasado tan horrible noche, y no necesité una segunda llamada para saltar de la cama. A las ocho de la mañana se me aparecieron las murallas del castillo. Como en aquel momento entrara la criadita con dos panecillos calientes, en su compañía atravesé el puente, y así llegamos sin ser anunciados a presencia del señor Wemmick, que estaba ocupado en hacer té para él y para su anciano padre. Una puerta abierta dejaba ver a éste, todavía en su cama. - ¡Hola, señor Pip! ¿Por fin fue usted a su casa? - No, no fui a casa. - Perfectamente - dijo frotándose las manos. - Dejé una carta para usted en cada una de las puertas del Temple, para tener la seguridad de que recibiría una de ellas. ¿Por qué puerta entró usted? Se lo dije. 176 - Durante el día recorreré las demás para destruir las otras cartas - dijo Wemmick. - Es una precaución excelente no dejar pruebas escritas, si se puede evitar, porque nadie sabe el paradero que pueden tener. Voy a tomarme una libertad con usted. ¿Quiere hacerme el favor de asar esta salchicha para mi padre? Le contesté que lo haría con el mayor gusto. - Pues entonces, María Ana, puedes ir a ocuparte en tus quehaceres - dijo Wemmick a la criadita. - Así nos quedamos solos y sin que nadie pueda oírnos, ¿no es verdad, señor Pip? - añadió haciéndome un guiño en cuanto la muchacha se alejó. Le di las gracias por sus pruebas de amistad y por su previsión y empezamos a hablar en voz baja, mientras yo asaba la salchicha y él ponía manteca en el pan del anciano. - Ahora, señor Pip - dijo Wemmick, - ya sabe usted que nos entendemos muy bien. Estamos aquí hablando particularmente, y antes de hoy ya nos hemos relacionado para llevar a cabo asuntos confidenciales. Los sentimientos oficiales son una cosa. Aquí obramos y hablamos extraoficialmente. Asentí con toda cordialidad, pero estaba tan nervioso que, sin darme cuenta, dejé que la salchicha del anciano se convirtiese en una antorcha, de manera que tuve que soplar para apagarla. -Ayer mañana me enteré por casualidad-dijo Wemmick, - mientras me hallaba en cierto lugar a donde le llevé una vez… Aunque sea entre los dos, es mejor no mencionar nombre alguno si es posible. - Es mucho mejor – dije. - Ya lo comprendo. - Oí por casualidad, ayer por la mañana - prosiguió Wemmick, - que cierta persona algo relacionada con los asuntos coloniales y no desprovista de objetos de valor fácilmente transportables, aunque no sé quién puede ser en realidad, y si le parece tampoco nombraremos a esa persona… - No es necesario - dije. - Había causado cierta sensación en determinada parte del mundo, adonde va bastante gente, desde luego no a gusto suyo muchas veces y siempre con gastos a cargo del gobierno… Como yo observaba su rostro con la mayor fijeza, convertí la salchicha en unos fuegos artificiales, lo cual atrajo, naturalmente, mi atención y la del señor Wemmick. Yo le rogué que me dispensara. - Causó, como digo, cierta sensación a causa de su desaparición, sin que se oyese hablar más de él. Por esta causa - añadió Wemmick - se han hecho conjeturas y se han aventurado opiniones. También he oído decir que se vigilaban sus habitaciones en Garden Court, Temple, y que posiblemente continuarían vigiladas. - ¿Por quién? - pregunté. - No entraré en estos detalles - dijo evasivamente Wemmick, - porque eso comprometería mis responsabilidades oficiales. Lo oí, como otras veces he oído cosas muy curiosas, en el mismo sitio. Fíjese en que no son informes recibidos, sino que tan sólo me enteré por haberlo oído. Mientras hablaba me quitó el tenedor que sostenía la salchicha y puso con el mayor esmero el desayuno del anciano en una bandeja. Antes de servírselo entró en el dormitorio con una servilleta limpia que ató por debajo de la barba del anciano; le ayudó a sentarse en la cama y le ladeó el gorro de dormir, lo cual le dio un aspecto de libertino. Luego le puso delante el desayuno, con el mayor cuidado, y dijo: - ¿Está usted bien, padre? - ¡Está bien, John, está bien! - contestó el alegre anciano. Y como parecía haberse establecido la inteligencia tácita de que el anciano no estaba presentable y, por consiguiente, había que considerarle como invisible, yo fingí no haberme dado cuenta de nada de aquello. - Esta vigilancia de mi casa, que en una ocasión ya sospeché - dije a Wemmick en cuanto volvió a mi lado, - es inseparable de la persona a quien se ha referido usted, ¿no es verdad? Wemmick estaba muy serio. - Por las noticias que tengo, no puedo asegurarlo. Es decir, que no puedo asegurar que ya ha sido vigilado. Pero lo está o se halla en gran peligro de serlo. Observando que se contenía en su fidelidad a Little Britain a fin de no decir todo lo que sabía, y como, con el corazón agradecido, yo comprendía cuánto se apartaba de sus costumbres al darme cuenta de lo que había oído, no quise violentarle preguntándole más. Pero después de meditar un poco ante el fuego, le dije que me gustaría hacerle una pregunta, que podía contestar o no, según le pareciese mejor, en la seguridad de que su decisión sería la más acertada. Interrumpió su desayuno, cruzó los brazos y, cerrando las manos sobre las mangas de la camisa (pues su idea de la comodidad del hogar le hacía quitarse la chaqueta en cuanto estaba en casa), movió afirmativamente la cabeza para indicarme que esperaba la pregunta. - ¿Ha oído usted hablar de un hombre de mala nota, cuyo nombre verdadero es Compeyson? Contestó con otro movimiento de cabeza. - ¿Vive? 177 Afirmó de nuevo. - ¿Está en Londres? Hizo otro movimiento afirmativo, comprimió el buzón de su boca y, repitiendo su muda respuesta, continuó comiendo. - Ahora - dijo luego, - puesto que ya ha terminado el interrogatorio - y repitió estas palabras para que me sirviesen de advertencia, - voy a darle cuenta de lo que hice, en consideración de lo que oí. Fui en busca de usted a Garden Court y, como no le hallara, me encaminé a casa de Clarriker a ver a Herbert. - ¿Lo encontró usted? - pregunté con la mayor ansiedad. - Lo encontré. Sin mencionar nombres ni dar detalles, le hice comprender que si estaba enterado de que alguien, Tom, Jack o Richard, se hallaba en las habitaciones de ustedes o en las cercanías, lo mejor que podría hacer era aconsejar a Tom, Jack o Richard que se alejase durante la ausencia de usted. - Debió de quedarse muy apurado acerca de lo que tendría que hacer. - Estaba apurado. Además, le manifesté mi opinión de que, en estos momentos, no sería muy prudente alejar demasiado a Tom, Jack o Richard. Ahora, señor Pip, voy a decirle una cosa. En las circunstancias actuales, no hay nada como una gran ciudad una vez ya se está en ella. No se precipiten ustedes. Quédense tranquilos, en espera de que mejoren las cosas, antes de aventurar la salida, incluso en busca de los aires extranjeros. Le di las gracias por sus valiosos consejos y le pregunté qué había hecho Herbert. - El señor Herbert - dijo Wemmick, - después de estar muy apurado por espacio de media hora, encontró un plan. Me comunicó en secreto que corteja a una joven, quien, como ya sabrá usted, tiene a su padre en cama. Este padre, que se dedicó al aprovisionamiento de barcos, está en una habitación desde cuya ventana puede ver las embarcaciones que suben y bajan por el río. Tal vez ya conoce usted a esa señorita. - Personalmente, no - le contesté. La verdad era que ella me consideró siempre un compañero demasiado costoso, que no hacía ningún bien a Herbert, de manera que cuando éste le propuso presentarme a ella, la joven acogió la idea con tan poco calor, que su prometido se creyó obligado a darme cuenta del estado del asunto, indicando la conveniencia de dejar pasar algún tiempo antes de insistir. Cuando empecé a mejorar en secreto el porvenir de Herbert, pude tomar filosóficamente este pequeño contratiempo; por su parte, tanto él como su prometida no sintieron grandes deseos de introducir a una tercera persona en sus entrevistas; y así, aunque se me dijo que había progresado mucho en la estimación de Clara, y aunque ésta y yo habíamos cambiado algunas frases amables y saludos por medio de Herbert, yo no la había visto nunca. Sin embargo, no molesté a Wemmick con estos detalles. - Parece que la casa en cuestión - siguió diciendo Wemmick - está junto al río, entre Limehouse y Greenwich; cuida de ella una respetable viuda, que tiene un piso amueblado para alquilar. El señor Herbert me dijo todo eso, preguntándome qué me parecía el lugar en cuestión como albergue transitorio para Tom, Jack o Richard. Creí muy acertado el plan, por tres razones que comunicaré a usted. Primera: está separado de su barrio y también de los sitios cruzados por muchas calles, grandes o pequeñas. Segunda: sin necesidad de ir usted mismo, puede estar al corriente de lo que hace Tom, Jack o Richard, por medio del señor Herbert. Tercera: después de algún tiempo, y cuando parezca prudente, en caso de que quiera embarcar a Tom, Jack o Richard en un buque extranjero, lo tiene usted precisamente a la orilla del río. Muy consolado por aquellas consideraciones, di efusivas gracias a Wemmick y le rogué que continuase. - Pues bien. El señor Herbert se ocupó del asunto con la mayor decisión, y a las nueve de la noche pasada trasladó a Tom, Jack o Richard, quien sea, pues ni a usted ni a mí nos importa, y logró un éxito completo. En las habitaciones que ocupaba se dijo que le llamaban desde Dover, y, en realidad, tomaron tal camino, para torcer por la próxima esquina. Otra gran ventaja en todo eso es que se llevó a cabo sin usted, de manera que si alguien seguía los pasos de usted le constará que se hallaba a muchas millas de distancia y ocupado en otros asuntos. Esto desvía las sospechas y las confunde; por la misma razón le recomendé que no fuese a su casa en caso de regresar anoche. Esto complica las cosas, y usted necesita, precisamente, que haya confusión. Wemmick, que había terminado su desayuno, consultó su reloj y fue en busca de su chaqueta. - Y ahora, señor Pip - dijo con las manos todavía posadas sobre las mangas de la camisa, - probablemente he hecho ya cuanto me ha sido posible; pero si puedo hacer algo más, desde luego, de un modo personal y particular, tendré el mayor gusto en ello. Aquí están las señas. No habrá ningún inconveniente en que vaya usted esta noche a ver por sí mismo que Tom, Jack o Richard esta bien y en seguridad, antes de irse a su propia casa, lo cual es otra razón para que ayer noche no fuera a ella. Pero en cuanto esté en su propio domicilio, no vuelva más por aquí. Ya sabe usted que siempre es bien venido, señor Pip - añadió separando 178 las manos de las mangas y sacudiéndoselas-, y, finalmente, déjeme que le diga una cosa importante. - Me puso las manos en los hombros y añadió en voz baja y solemne: - Aproveche usted esta misma noche para guardarse todos sus efectos de valor fácilmente transportables. No sabe usted ni puede saber lo que le sucederá en lo venidero. Procure, por consiguiente, que no les ocurra nada a los efectos de valor. Considerando completamente inútiles mis esfuerzos para dar a entender a Wemmick mi opinión acerca del particular, no lo intenté siquiera. - Ya es tarde - añadió Wemmick, - y he de marcharme. Si no tiene usted nada más importante que hacer hasta que oscurezca, le aconsejaría que se quedara aquí hasta entonces. Tiene usted el aspecto de estar muy preocupado; pasaría un día muy tranquilo con mi anciano padre, que se levantará en breve, y, además, disfrutará de un poco de… , ¿se acuerda usted del cerdo? - Naturalmente - le dije. - Pues bien, un poco de él. La salchicha que asó usted era suya, y hay que confesar que, desde todos los puntos de vista, era de primera calidad. Pruébelo, aunque no sea más que por el gusto de saborearlo. ¡Adiós, padre! - añadió gritando alegremente. - ¡Está bien, John, está bien! - contestó el anciano desde dentro. Pronto me quedé dormido ante el fuego de Wemmick, y el anciano y yo disfrutamos mutuamente de nuestra compañía, durmiéndonos, de vez en cuando, durante el día. Para comer tuvimos lomo de cerdo y verduras cosechadas en la propiedad, y yo dirigía expresivos movimientos de cabeza al anciano, cuando no lo hacía dando cabezadas a impulsos del sueño. Al oscurecer dejé al viejo preparando el fuego para tostar el pan; y a juzgar por el número de tazas de té, así como por las miradas que mi compañero dirigía hacia las puertecillas que había en la pared, al lado de la chimenea, deduje que esperaba a la señorita Skiffins. ...
En la línea 1503
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑¿De modo que usted se cree capaz de hacer frente con serenidad a una situación así? Pues yo no lo seria. ¡Por ganarse cien rublos ir a cambiar billetes falsos! ¿Y adónde? A un banco, cuyo personal es gente experta en el descubrimiento de toda clase de ardides. No, yo habría perdido la cabeza. ¿Usted no? ...
En la línea 1550
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑¡Espera! ¡Escucha! Quiero decirte que tú y todos los de tu calaña, desde el primero hasta el último, sois unos vanidosos y unos charlatanes. Cuando sufrís una desgracia u os acecha un peligro, lo incubáis como incuba la gallina sus huevos, y ni siquiera en este caso os encontráis a vosotros mismos. No hay un átomo de vida personal, original, en vosotros. Es agua clara, no sangre, lo que corre por vuestras venas. Ninguno de vosotros me inspiráis confianza. Lo primero que os preocupa en todas las circunstancias es no pareceros a ningún otro ser humano. ...
En la línea 3525
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Entonces no se hable más del asunto. Y ahora tenga la bondad de aceptar para las primeras necesidades de su madre esta cantidad, que representa mi aportación personal. Es mi mayor deseo que mi nombre no se pronuncie para nada en relación con este asunto. Aquí tiene. Como mis gastos son muchos, aun sintiéndolo de veras, no puedo hacer más. ...
En la línea 3547
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... El mismo día anterior, por la noche, Catalina Ivanovna había explicado a todo el mundo, es decir, a Amalia Feodorovna, a Poletchka, a Sonia y al polaco, que Piotr Petrovitch era un hombre noble y magnánimo, y además rico y superiormente relacionado, que había sido amigo de su primer esposo y había frecuentado la casa de su padre. Y afirmó que le había prometido dar los pasos necesarios para que le asignaran una importante pensión. A propósito de esto hay que decir que cuando Catalina Ivanovna se hacía lenguas de la fortuna o las relaciones de alguien y se envanecía de ello, no lo hacía por interés personal, sino simplemente para realzar el prestigio de la persona que era objeto de sus alabanzas. ...
En la línea 640
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Hicimos una entrada triunfal en el casino. El portero y los ujieres testimoniaron visiblemente la misma deferencia que el personal del hotel. Nos contemplaban, sin embargo, con curiosidad. La abuela se hizo pasear primeramente por todas las salas, alabando esto, criticando lo otro, pero enterándose de todo. ...
En la línea 868
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... En cuanto a Picaporte, bien se puede presumir a que cólera se entregaría durante ese tiempo de prueba. ¡Hasta entonces todo había marchado bien! La tierra y el agua parecían haber estado a disposición de su amo. Vapores y ferrocarriles, todo le obedecía. El viento y el vapor se habían concertado para favorecer su viaje. ¿Había llegado la hora de los desengaños? Picaporte, como si debieran salir de su bolsillo, no vivía las veinte mil libras de la apuesta ya. Aquella tempestad lo exasperaba, la ráfaga lo enfurecía, y de buen grado hubiera azotado a aquel mar tan desobediente. ¡Pobre mozo! Fix le ocultó cuidadosamente su satisfacción personal, e hizo bien, porque, si Picaporte hubiera adivinado la alegría secreta de Fix, éste lo hubiera pasado mal. ...
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Personal en la RAE.
Personal en Word Reference.
Personal en la wikipedia.
Sinonimos de Personal.
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