La palabra Palabras ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
El cuervo de Leopoldo Alias Clarín
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Niebla de Miguel De Unamuno
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
La llamada de la selva de Jack London
Amnesia de Amado Nervo
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece palabras.
Estadisticas de la palabra palabras
La palabra palabras es una de las palabras más comunes del idioma Español, estando en la posición 344 según la RAE.
Palabras es una palabra muy común y se encuentra en el Top 500 con una frecuencia media de 220.3 veces en cada obra en castellano
El puesto de esta palabra se basa en la frecuencia de aparición de la palabras en 150 obras del castellano contandose 33485 apariciones en total.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Palabras
Cómo se escribe palabras o palabrras?
Cómo se escribe palabras o palabraz?
Cómo se escribe palabras o palavras?
Más información sobre la palabra Palabras en internet
Palabras en la RAE.
Palabras en Word Reference.
Palabras en la wikipedia.
Sinonimos de Palabras.

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece palabras
La palabra palabras puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 207
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La familia seguía detrás, manifestando con gestos y palabras confusas la impresión que le causaba tanta miseria, pero en línea recta hacia la destrozada barraca, como quien toma posesión de lo que es suyo. ...
En la línea 215
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pepeta, con la emoción y el cansancio, apenas pudo decir dos palabras seguidas. ...
En la línea 348
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y las palabras eran entrecortadas por los sollozos, y volvían a abrazarse el padre y las hijas, y Pepeta, la dueña de la barraca y otras mujeres lloraban y repetían las maldiciones contra el viejo avaro, hasta que Pimentó intervino oportunamente. ...
En la línea 357
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Contestaba con secos monosílabos a las reflexiones de aquel terne que ahora las echaba de bonachón; y si hablaba, era para repetir siempre las mismas palabras: -¡Pimentó!. ...
En la línea 33
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y las últimas palabras de Salvatierra, de negación para lo existente, de guerra a la propiedad y a Dios, tapujo de todas las iniquidades del mundo, zumbaban aún en los oídos de Fermín Montenegro, cuando a la mañana siguiente ocupó su puesto en la casa Dupont. La diferencia radical entre el ambiente casi monástico del escritorio, con sus empleados silenciosos, encorvados junto a las imágenes de los santos, y aquel grupo que rodeaba a Salvatierra de veteranos de la revolución romántica y jóvenes combatientes de la conquista del pan, turbaba al joven Montenegro. ...
En la línea 94
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y Dupont el mayor acogía con sonrisa benévola las palabras de su primo, mientras enumeraba las excelencias de cada vino famoso. El encargado de la bodega, rígido como un soldado, se colocaba ante los toneles con dos copas en una mano y en la otra la _avenencia_, una varilla de hierro rematada por un estrecho cazo. ...
En la línea 124
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --Esto se acabará--continuó Dupont, exaltándose con sus propias palabras.--Si esos extranjeros no van a la iglesia como los demás, los despediré: no quiero que den en mi casa malos ejemplos y que te sirvan de pretexto para echarlas de hereje. ...
En la línea 187
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y se volvía al grupo de amigos que a cierta distancia oían sus palabras, comentándolas con maldiciones a Dupont. ...
En la línea 179
del libro El cuervo
del afamado autor Leopoldo Alias Clarín
... Era también muy discreto cortesano del delirio, como hubiera dicho Resma; los disparates de la imaginación que se despedía de la vida como una orgía de ensueños, los comprendía Cuervo a medias palabras; por una seña, por un gesto; casi los adivinaba; y con la misma serenidad con que daba vueltas al pesado tronco, se atemperaba al absurdo y veía las visiones de que el enfermo hablaba, siguiéndole el humor a la fiebre con santa cachaza, con una fiabilidad caritativa que las Hermanitas de los Pobres admiraban, como obra maestra del arte delicado que cultivaban ellas también. ...
En la línea 127
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... El hostelero, que no estaba dotado de gran perspiscacia, no obser vó la expresión que sus palabras habían dado a la fisonomía del desco nocido. ...
En la línea 366
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... El señor cardenal contaba ayer, durante el juego del rey, con un aire de condolencia que me desagra dó mucho que anteayer esos malditos mosqueteros, esos juerguistas (y reforzaba estas palabras con un acento irónico que me desagradó más todavía), esos matasietes (añadió mirándome con su ojo de oce-lote), se habían retrasado en la calle Férou, en una taberna, y que una ronda de sus guardias (creí que ibaa reírse en mis narices) se había visto obligada a detener a los perturbadores. ...
En la línea 401
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¡Los mosqueteros del rey se hacen arrestar por los guardias del señor cardenal! -continuó el señor de Tréville, tan furioso por dentro como sus soldados, pero cortando sus palabras y hundiéndolas una a una, por así decir, y como otras tantas puñaladas en el pecho de sus oyentes-. ...
En la línea 403
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Ahora mismo voy al Louvre; presento mi dimisión de capitán de los mosqueteros del rey para pedir un tenientazgo entre los guardias del cardenal, y si me rechaza, por todos los diablos, ¡me hago abad!'A estas palabras el murmullo del exterior se convirtió en una explo sión; por todas partes no se oían más que juramentos y blasfemias. ...
En la línea 273
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Pero al encontrar que no sois humilde ni agradecido, y, sobre todo, al sospechar que tenéis a Austria en mayor estimación, incluso como banquero, España se encoge de hombros y profiere unas palabras algo parecidas a las que ya he puesto en boca de uno de sus hijos: «Estas cuatro fanegas de cebada», etc. ...
En la línea 371
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Sospecho que las últimas palabras del digno cura encubrían una sátira; fuí, sin embargo, bastante jesuíta para aparentar que las recibía como un fino cumplido, y, quitándome el sombrero, me despedí haciéndole infinidad de reverencias. ...
En la línea 405
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Dos o tres veces intenté hacerle hablar de la escuela, pero esquivó el tema, o dijo en pocas palabras que no sabía nada acerca de eso. ...
En la línea 441
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Esas dos palabras españolas: Aldea Gallega, son el nombre de un pueblo que podrá tener unos cuatro mil habitantes. ...
En la línea 53
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y, pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. ...
En la línea 202
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas, y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buen hora. ...
En la línea 213
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió: -Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y, porque castigo su descuido, o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagalle la soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente. ...
En la línea 267
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... De suerte que, cuando el labrador le volvió a preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mesmo modo que él había leído la historia en La Diana, de Jorge de Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan a propósito, que el labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por donde conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al pueblo, por escusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga arenga. ...
En la línea 182
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... No citaré más que otras dos aves muy comunes y muy nobles por sus costumbres. Puede considerarse al Saurophagus sulphuratus como el tipo de la gran tribu americana de los papamoscas. Por su conformación se asemeja mucho al verdadero alcotán, pero por sus costumbres puede comparársele a muchas aves. Le he observado con frecuencia estando yo de caza en el campo, cerniéndose ya encima de un sitio, ya sobre otro sitio. Cuando está suspenso así en el aire, a cierta distancia se le puede tomar fácilmente por uno de los miembros de la familia de las aves de rapiña; pero se deja caer con mucha menos fuerza y rapidez que el halcón. Otras veces, el saurófago frecuenta las cercanías del agua; Permanece allí quieto como un martínpescador, y pesca los pececillos que cometen la imprudencia de acercarse demasiado a la orilla. A menudo se guardan estas aves enjauladas o en los corrales de las granjas; en este caso, se les cortan las alas. Se domestican muy pronto, y es muy divertido observar sus maneras cómicas, las cuales se parecen mucho a las de la urraca común, según me han dicho. Cuando vuelan, avanzan por medio de una serie de ondulaciones, porque el peso de su cabeza y de su pico es demasiado grande, si con el de su cuerpo se compara. Por la noche, el saurófago se encarama sobre un matorral, casi siempre al borde del camino; y repite continuamente, sin modificarlo nunca, un grito agudo y bastante agradable, que se parece un poco a palabras articuladas. Los españoles creen reconocer éstas: «bien te veo», y por eso le han dado este nombre. ...
En la línea 277
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Aparte de estos grandes animales, todo el que conoce un poco la historia natural del cabo de Buena Esperanza sabe que a cada instante se encuentran rebaños de antílopes tan numerosos que sólo pueden compararse con las bandadas de aves emigrantes. El número de leones, panteras, hienas y aves de rapiña indica lo suficiente cuál debe ser la abundancia de cuadrúpedos pequeños; el doctor Smith contó un día 3 Empleo estas palabras, no queriendo indicar la cantidad total que sucesivamente ha podido producirse y consumirse durante un período cualquiera. ...
En la línea 299
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... En el estrecho de Magallanes encontré en medio de los Patagones a un mestizo que vivía desde muchos años atrás con la tribu, pero que había nacido en las provincias del norte. Le pregunté si no había oído hablar nunca del Avestrús Petise. Respondióme estas palabras: «¡Pero si no hay otros avestruces en las provincias meridionales!». Me hizo saber que los nidos de esta especie de avestruces contienen muchos menos huevos que los de la otra; en efecto, no hay más que 15 por término medio; pero me afirmó que provienen de diferentes hembras. Nosotros vimos varias de esas aves en Santa Cruz: son en extremo salvajes y estoy convencido de que tienen la vista lo suficiente penetrante para ver a cualquiera que se aproxime, antes de que pueda distinguírseles. ...
En la línea 362
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Después de comer, los soldados se dividen en dos bandos para ensayar su habilidad con las bolas. Plántanse dos lanzas en el suelo, a 35 metros de distancia una de otra; pero las bolas no las alcanzan sino una vez por cada cuatro o cinco. Pueden arrojarse las bolas a 50 ó 60 metros, pero sin puntería. Sin embargo, ésta distancia no se aplica a los hombres a caballo: cuando la velocidad del caballo se agrega a la fuerza del brazo, dícese que se puede arrojarlas a 80 metros, casi con certeza de dar en el blanco. Como prueba de la fuerza de este arma, puedo citar este hecho: cuando en las islas Falkland asesinaron los españoles a una parte de sus compatriotas y a todos los ingleses que allí estaban, huía un español a todo correr. Un individuo llamado Luciano, fornido y guapo mozo, perseguíale a galope gritando que se detuviese, pues deseaba decirle unas palabras. En el momento de ir a llegar ya el español a la barca, Luciano le tiró las bolas; se enroscaron éstas con tal fuerza en derredor de las piernas del fugitivo, que cayó desmayado. Así que Luciano le hubo dicho lo que tenía que decirle, permitiose al joven que embarcase. Nos dijo que sus piernas llevaban grandes verdugones allí donde se arrolló la cuerda, como si hubiese sufrido la pena del látigo. ...
En la línea 113
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —¡Mia tú, Chiripa, que dice que pué más que yo! —dijo el monaguillo, casi escupiendo las palabras; y disparó media patata asada y podrida a la calle apuntando a un canónigo, pero seguro de no tocarle. ...
En la línea 195
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... No era pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. ...
En la línea 195
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... No era pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. ...
En la línea 318
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... , sus respectivas esposas, hijas y demás familia del sexo débil obligaríanles a imitar en religión, como en todo, las maneras, ideas y palabras de la envidiada aristocracia. ...
En la línea 35
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Como en realidad no gustaba de la danza, empezó Claudio a mostrar una resignación de marido cortés, manteniéndose en su asiento mientras ella bailaba con otros hombres. Luego, al volver Rosaura a su lado, sonreía con forzada mansedumbre. Nada podía decirle a una mujer que se apresuraba a halagarlo con palabras amorosas, como si le pidiese perdón. ...
En la línea 50
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Agobiado por deudas crecientes y en la obligación de hacer economías—lo que era para él signo de indiscutible decadencia—, manteníase indeciso, no sabiendo qué nuevo rumbo seguir. Hombre experto en amores, no intentó recobrar a la millonaria argentina. ¡ Historia terminada!… No iba a retroceder Rosaura hacia él teniendo a este joven supeditado completamente a su voluntad, dulce en palabras y actos. Además, conocía el valor de la juventud para las mujeres procedentes de América, mundo en extremo joven, que siente aún fervores de tribu primitiva ante las existencias primaverales. ...
En la línea 65
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El amigo de madame Pineda se daba cuenta del concepto que tenían de él muchos hombres y mujeres con los que hablaba en comidas y bailes. Sólo decían que era simpático y distinguido; pero Claudio leía algo más en el silencio continuador de tales palabras. Como la viuda argentina era rica, tal vez le creían protegido por sus amorosas larguezas. Esto no era pecado ni defecto entre las gentes de dicho mundo. Casi aumentaba a los ojos de las señoras el valor de un hombre dándole el atractivo de una alhaja cara, de todo objeto de lujo que cuesta mucho dinero. ...
En la línea 76
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Estos amigos hablaban muchos idiomas, menos el de Borja. La lengua francesa los unía en el trato diario. y sólo excepcionalmente lograba encontrar alguno que balbuciese palabras españolas, aprendidas en viajes por la América del Sur. ...
En la línea 12
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El ingeniero se tuvo durante medio año por el hombre más dichoso de su país. Miss Haynes fue la que se encargó de envalentonar su timidez con prometedoras sonrisas y palabras tiernas. En realidad, Edwin no supo con certeza si fue el quien se atrevió a declarar su amor, o fue ella la que con suavidad le impulsó a decir lo que llevaba muchos meses en su pensamiento, sin encontrar palabras para darle forma. ...
En la línea 12
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El ingeniero se tuvo durante medio año por el hombre más dichoso de su país. Miss Haynes fue la que se encargó de envalentonar su timidez con prometedoras sonrisas y palabras tiernas. En realidad, Edwin no supo con certeza si fue el quien se atrevió a declarar su amor, o fue ella la que con suavidad le impulsó a decir lo que llevaba muchos meses en su pensamiento, sin encontrar palabras para darle forma. ...
En la línea 13
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Margaret aceptó su amor, fueron novios, y desde este momento, que debía haber sido para Gillespie el de mayor felicidad, empezó a tropezar con obstáculos. Seguro ya del cariño de la hija, tuvo que pensar en la madre, que hasta entonces solo había merecido su atención como una dama de aspecto imponente, muy digno de respeto, pero que siempre se mantenía en último término, cual si desease ignorar la existencia del ingeniero. Mistress Augusta Haynes era una señora de gran estatura y no menos corpulencia, breve y autoritaria en sus palabras, y que contemplaba el deslizamiento de la vida a través de sus lentes, apreciando las personas y las cosas con la fijeza altiva del miope. Dotada de un meticuloso genio administrativo, sabía mantener integra la fortuna de su difunto esposo y acrecentarla con lentas y oportunas especulaciones. ...
En la línea 19
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Y por debajo de la naricita sonrosada de miss Margaret revoloteaba una sonrisa que parecía burlarse de tales palabras. ...
En la línea 53
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Aunque Barbarita era desenfadada en el pensar, pronta en el responder, y sabía sacudirse una mosca que le molestase, en caso tan grave se quedó algo mortecina y tuvo vergüenza de decir a su mamá que no quería maldita cosa al chico de Santa Cruz… Lo iba a decir; pero la cara de su madre pareciole de madera. Vio en aquel entrecejo la línea corta y sin curvas, la barra de acero trujillesca, y la pobre niña sintió miedo, ¡ay qué miedo! Bien conoció que su madre se había de poner como una leona, si ella se salía con la inocentada de querer más o menos. Callose, pues, como en misa, y a cuanto la mamá le dijo aquel día y los subsiguientes sobre el mismo tema del casorio, respondía con signos y palabras de humilde aquiescencia. No cesaba de sondear su propio corazón, en el cual encontraba a la vez pena y consuelo. No sabía lo que era amor; tan sólo lo sospechaba. Verdad que no quería a su novio; pero tampoco quería a otro. En caso de querer a alguno, este alguno podía ser aquel. ...
En la línea 132
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Cuando Estupiñá le vio entrar sintió tanta alegría, que a punto estuvo de ponerse bueno instantáneamente por la sola virtud del contento. No estaba el hablador en la cama sino en un sillón, porque el lecho le hastiaba, y la mitad inferior de su cuerpo no se veía porque estaba liado como las momias, y envuelto en mantas y trapos diferentes. Cubría su cabeza, orejas inclusive, el gorro negro de punto que usaba dentro de la iglesia. Más que los dolores reumáticos molestaba al enfermo el no tener con quién hablar, pues la mujer que le servía, una tal doña Brígida, patrona o ama de llaves, era muy displicente y de pocas palabras. No poseía Estupiñá ningún libro, pues no necesitaba de ellos para instruirse. Su biblioteca era la sociedad y sus textos las palabras calentitas de los vivos. Su ciencia era su fe religiosa, y ni para rezar necesitaba breviarios ni florilogios, pues todas las oraciones las sabía de memoria. Lo impreso era para él música, garabatos que no sirven de nada. Uno de los hombres que menos admiraba Plácido era Guttenberg. Pero el aburrimiento de su enfermedad le hizo desear la compañía de alguno de estos habladores mudos que llamamos libros. Busca por aquí, busca por allá, y no se encontraba cosa impresa. Por fin, en polvoriento arcón halló doña Brígida un mamotreto perteneciente a un exclaustrado que moró en la misma casa allá por el año 40. Abriolo Estupiñá con respeto, ¿y qué era? El tomo undécimo del Boletín Eclesiástico de la Diócesis de Lugo. Apechugó, pues, con aquello, pues no había otra cosa. Y se lo atizó todo, de cabo a rabo, sin omitir letra, articulando correctamente las sílabas en voz baja a estilo de rezo. Ningún tropiezo le detenía en su lectura, pues cuando le salía al encuentro un latín largo y oscuro, le metía el diente sin vacilar. Las pastorales, sinodales, bulas y demás entretenidas cosas que el libro traía, fueron el único remedio de su soledad triste, y lo mejor del caso es que llegó a tomar el gusto a manjar tan desabrido, y algunos párrafos se los echaba al coleto dos veces, masticando las palabras con una sonrisa, que a cualquier observador mal enterado le habría hecho creer que el tomazo era de Paul de Kock. ...
En la línea 132
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Cuando Estupiñá le vio entrar sintió tanta alegría, que a punto estuvo de ponerse bueno instantáneamente por la sola virtud del contento. No estaba el hablador en la cama sino en un sillón, porque el lecho le hastiaba, y la mitad inferior de su cuerpo no se veía porque estaba liado como las momias, y envuelto en mantas y trapos diferentes. Cubría su cabeza, orejas inclusive, el gorro negro de punto que usaba dentro de la iglesia. Más que los dolores reumáticos molestaba al enfermo el no tener con quién hablar, pues la mujer que le servía, una tal doña Brígida, patrona o ama de llaves, era muy displicente y de pocas palabras. No poseía Estupiñá ningún libro, pues no necesitaba de ellos para instruirse. Su biblioteca era la sociedad y sus textos las palabras calentitas de los vivos. Su ciencia era su fe religiosa, y ni para rezar necesitaba breviarios ni florilogios, pues todas las oraciones las sabía de memoria. Lo impreso era para él música, garabatos que no sirven de nada. Uno de los hombres que menos admiraba Plácido era Guttenberg. Pero el aburrimiento de su enfermedad le hizo desear la compañía de alguno de estos habladores mudos que llamamos libros. Busca por aquí, busca por allá, y no se encontraba cosa impresa. Por fin, en polvoriento arcón halló doña Brígida un mamotreto perteneciente a un exclaustrado que moró en la misma casa allá por el año 40. Abriolo Estupiñá con respeto, ¿y qué era? El tomo undécimo del Boletín Eclesiástico de la Diócesis de Lugo. Apechugó, pues, con aquello, pues no había otra cosa. Y se lo atizó todo, de cabo a rabo, sin omitir letra, articulando correctamente las sílabas en voz baja a estilo de rezo. Ningún tropiezo le detenía en su lectura, pues cuando le salía al encuentro un latín largo y oscuro, le metía el diente sin vacilar. Las pastorales, sinodales, bulas y demás entretenidas cosas que el libro traía, fueron el único remedio de su soledad triste, y lo mejor del caso es que llegó a tomar el gusto a manjar tan desabrido, y algunos párrafos se los echaba al coleto dos veces, masticando las palabras con una sonrisa, que a cualquier observador mal enterado le habría hecho creer que el tomazo era de Paul de Kock. ...
En la línea 132
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Cuando Estupiñá le vio entrar sintió tanta alegría, que a punto estuvo de ponerse bueno instantáneamente por la sola virtud del contento. No estaba el hablador en la cama sino en un sillón, porque el lecho le hastiaba, y la mitad inferior de su cuerpo no se veía porque estaba liado como las momias, y envuelto en mantas y trapos diferentes. Cubría su cabeza, orejas inclusive, el gorro negro de punto que usaba dentro de la iglesia. Más que los dolores reumáticos molestaba al enfermo el no tener con quién hablar, pues la mujer que le servía, una tal doña Brígida, patrona o ama de llaves, era muy displicente y de pocas palabras. No poseía Estupiñá ningún libro, pues no necesitaba de ellos para instruirse. Su biblioteca era la sociedad y sus textos las palabras calentitas de los vivos. Su ciencia era su fe religiosa, y ni para rezar necesitaba breviarios ni florilogios, pues todas las oraciones las sabía de memoria. Lo impreso era para él música, garabatos que no sirven de nada. Uno de los hombres que menos admiraba Plácido era Guttenberg. Pero el aburrimiento de su enfermedad le hizo desear la compañía de alguno de estos habladores mudos que llamamos libros. Busca por aquí, busca por allá, y no se encontraba cosa impresa. Por fin, en polvoriento arcón halló doña Brígida un mamotreto perteneciente a un exclaustrado que moró en la misma casa allá por el año 40. Abriolo Estupiñá con respeto, ¿y qué era? El tomo undécimo del Boletín Eclesiástico de la Diócesis de Lugo. Apechugó, pues, con aquello, pues no había otra cosa. Y se lo atizó todo, de cabo a rabo, sin omitir letra, articulando correctamente las sílabas en voz baja a estilo de rezo. Ningún tropiezo le detenía en su lectura, pues cuando le salía al encuentro un latín largo y oscuro, le metía el diente sin vacilar. Las pastorales, sinodales, bulas y demás entretenidas cosas que el libro traía, fueron el único remedio de su soledad triste, y lo mejor del caso es que llegó a tomar el gusto a manjar tan desabrido, y algunos párrafos se los echaba al coleto dos veces, masticando las palabras con una sonrisa, que a cualquier observador mal enterado le habría hecho creer que el tomazo era de Paul de Kock. ...
En la línea 149
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... El pobre Tom escuchó el principio de esas palabras lo mejor que le permitió su mente turbada, pero cuando percibieron sus oídos las palabras 'el buen rey', su semblante palideció y sus rodillas dieron en el suelo, como si le hubieran hecho hincarse a viva fuerza. Alzando las manos exclamó: ...
En la línea 149
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... El pobre Tom escuchó el principio de esas palabras lo mejor que le permitió su mente turbada, pero cuando percibieron sus oídos las palabras 'el buen rey', su semblante palideció y sus rodillas dieron en el suelo, como si le hubieran hecho hincarse a viva fuerza. Alzando las manos exclamó: ...
En la línea 151
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Estas palabras parecieron aturdir al monarca, cuyos ojos vagaron de rostro en rostro sin objeto alguno, y se quedaron clavados en el niño que tenía delante. Por fin dijo con tono de profundo desencanto: ...
En la línea 174
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Estas palabras parecieron agradar al monarca, por proceder de tan notoria autoridad, y lo llevaron a proseguir muy animado: ...
En la línea 297
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras: ...
En la línea 347
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Al despedirse, las últimas palabras de la tía fueron: «Ya lo sabe, es mi candidato.» ...
En la línea 348
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Cuando Eugenia volvió a casa, las primeras palabras de su tía al verla fueron: ...
En la línea 1233
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Sí, así es, así –y pronunció estas palabras con tal acento que no dejaba lugar a duda. ...
En la línea 379
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —Sí, milord, me quedaré el tiempo que usted quiera —contestó—. Acepto su hospitalidad y si algún día, no olvide estas palabras, milord, nos encontramos con las armas en la mano como valientes enemigos, recordaré cuánto agradecimiento le debo. ...
En la línea 479
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¿Usted pone en duda mis palabras? —preguntó Sandokán poniéndose de pie. ...
En la línea 486
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... El marino susurró al oído del lord unas palabras que nadie pudo oír. ...
En la línea 500
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —Escuche —dijo aterrada—. Ayer dejó usted escapar unas palabras que han alarmado a mi tío. Tengo una sospecha que usted debe arrancarme del corazón. Dígame, si la mujer a quien ha jurado amor le pidiera una confesión, ¿se la haría? ...
En la línea 50
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Estas últimas palabras eran una cobardía por mi parte, pero yo debía cubrir hasta cierto punto mi dignidad de profesor y protegerme del ridículo evitando hacer reír a los americanos, que cuando ríen lo hacen con ganas. Con esas palabras me creaba una escapatoria, pero, en el fondo, yo admitía la existencia del «monstruo». ...
En la línea 240
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -El mismo ruido, señor, con la diferencia de que el que acabamos de oír es incomparablemente más fuerte, No hay error posible, es un cetáceo lo que tenemos ante nosotros. Y con su permiso, señor -añadió el arponero-, mañana al despuntar el día le diremos dos palabras a nuestro vecino. ...
En la línea 320
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Fue el último grito que exhalé. Mi boca se llenó de agua. Me debatía, succionado por el abismo. De pronto me sentí asido por una mano vigorosa que me devolvió violentamente a la superficie, y oí, sí, oí estas palabras pronunciadas a mi oído: ...
En la línea 346
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Quise gritar. ¡Para qué, a tal distancia! Mis labios hinchados no dejaron pasar ningún sonido. Conseil pudo articular algunas palabras, y gritar repetidas veces: ...
En la línea 87
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Mi hermana se arrojó hacia mí y me cogió por el cabello, limitándose a pronunciar estas espantosas palabras: ...
En la línea 111
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... — ¿Y por qué encierran a la gente en esos barcos? - pregunté sin dar mayor importancia a mis palabras, aunque desesperado en el fondo. ...
En la línea 114
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Nunca me dejaban llevar una vela para acostarme, y cuando subía las escaleras a oscuras, con la cabeza vacilante porque el dedal de la señora Joe repiqueteó en ella para acompañar sus últimas palabras, estaba convencido de que acabaría en los Pontones. Con seguridad seguía el camino apropiado para terminar en ellos. Empecé haciendo preguntas y ya me disponía a robar a la señora Joe. ...
En la línea 163
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... «¡Rodeadle, muchacho!» Y siente cómo le ponen encima las manos, aunque todo eso no exista. Por eso anoche creí ver varios pelotones que me perseguían y oí el acompasado ruido de sus pasos. Pero no vi uno, sino un centenar. Y en cuanto a cañonazos… Vi estremecerse la niebla ante el cañón, hasta que fue de día claro. Pero ese hombre… - añadió después de las palabras que acababa de pronunciar en voz alta, olvidando mi presencia -. ¿Has notado algo en ese hombre? ...
En la línea 67
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pero ni palabras ni exclamaciones bastaban para expresar su turbación. La sensación de profundo disgusto que le oprimía y le ahogaba cuando se dirigía a casa de la vieja era ahora sencillamente insoportable. No sabía cómo librarse de la angustia que le torturaba. Iba por la acera como embriagado: no veía a nadie y tropezaba con todos. No se recobró hasta que estuvo en otra calle. Al levantar la mirada vio que estaba a la puerta de una taberna. De la acera partía una escalera que se hundía en el subsuelo y conducía al establecimiento. De él salían en aquel momento dos borrachos. Subían la escalera apoyados el uno en el otro e injuriándose. Raskolnikof bajó la escalera sin vacilar. No había entrado nunca en una taberna, pero entonces la cabeza le daba vueltas y la sed le abrasaba. Le dominaba el deseo de beber cerveza fresca, en parte para llenar su vacío estómago, ya que atribuía al hambre su estado. Se sentó en un rincón oscuro y sucio, ante una pringosa mesa, pidió cerveza y se bebió un vaso con avidez. ...
En la línea 71
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de ellos era un individuo algo embriagado, un pequeño burgués a juzgar por su apariencia, que estaba tranquilamente sentado ante una botella de cerveza. Tenía un amigo al lado, un hombre alto y grueso, de barba gris, que dormitaba en el banco, completamente ebrio. De vez en cuando se agitaba en pleno sueño, abría los brazos, empezaba a castañetear los dedos, mientras movía el busto sin levantarse de su asiento, y comenzaba a canturrear una burda tonadilla, haciendo esfuerzos para recordar las palabras. ...
En la línea 111
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »Pero no la acuse, señor. No se daba cuenta del alcance de sus palabras. Estaba trastornada, enferma. Oía los gritos de los niños hambrientos y, además, su deseo era mortificar a Sonia, no inducirla… Catalina Ivanovna es así. Cuando oye llorar a los niños, aunque sea de hambre, se irrita y les pega. ...
En la línea 116
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ȃstas fueron sus palabras. ...
En la línea 13
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —Supongo que no interpretará mal mis palabras. Usted es tan susceptible… Si le hice esta observación fue sólo como una advertencia y creo tener derecho… ...
En la línea 144
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Yo conocía desde hacía tres semanas su intención de jugar a la ruleta. Me había incluso avisado de que yo debía jugar en su lugar, pues las conveniencias prohibían que ella lo hiciese. En el tono de sus palabras comprendía, entonces, que ella experimentaba una honda inquietud y no el simple deseo de ganar dinero. Poco le importa el dinero en sí. En eso hay un objetivo, circunstancias que puedo adivinar, pero que, hasta este momento, ignoro. ...
En la línea 162
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Creía que pasarían muchas cosas durante esos quince días, pero, sin embargo, no sé aún de cierto si la señorita Blanche y el general han cambiado palabras decisivas. ...
En la línea 166
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Creo que busca la ocasión para hablarme en privado. Esta mañana nos hemos encontrado y hemos cruzado dos o tres palabras. Habla casi siempre de un modo entrecortado. Antes de darme los buenos días comenzó por decir: —¡Ah, la señorita Blanche! ¡He visto muchas mujeres como ésa! ...
En la línea 67
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Siendo un ex pecador, como se calificaba a sí mismo sonriendo, no tenía ninguna de las asperezas del rigorismo, y profesaba muy alto, sin cuidarse para nada de ciertos fruncimientos de cejas, una doctrina que podría resumirse en estas palabras: ...
En la línea 162
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Desde el sitio en que estaba hizo al tabernero una seña imperceptible. Este se acercó a él y hablaron algunas palabras en voz baja. ...
En la línea 266
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Pero apenas hubo pronunciado estas palabras de paz, súbitamente, sin transición alguna, hizo un movimiento extraño, que hubiera helado de espanto a las dos santas mujeres si hubieran estado presente. Se volvió bruscamente hacia el anciano, cruzó los brazos, y fijando en él una mirada salvaje, exclamó con voz ronca: ...
En la línea 284
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Fue declarado culpable. Las palabras del código eran terminantes. Hay en nuestra civilización momentos terribles, y son precisamente aquellos en que la ley penal pronuncia una condena. ¡Instante fúnebre aquel en que la sociedad se aleja y consuma el irreparable abandono de un ser pensante! Jean Valjean fue condenado a cinco años de presidio. ...
En la línea 238
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Uno de los procedimientos que tenía Buck para expresar el amor parecía una agresión. Cogía la mano de Thornton con la boca y apretaba tan fuertemente que la marca de sus dientes en la carne duraba un buen rato. Y del mismo modo que para Buck las obscenidades eran palabras de amor, el hombre comprendía que aquel mordisco era una caricia. ...
En la línea 239
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Pero, en general, el amor de Buck se expresaba en idolatría. Aunque se volvía loco de contento cuando Thornton lo tocaba o le hablaba, nunca mendigaba cariño. A diferencia de Skeet, que acostumbraba a meter el hocico bajo la mano de Thornton y moverlo con insistencia hasta recibir la caricia, o de Nig, que se acercaba en silencio y ponía la gran cabeza sobre sus rodillas, Buck se conformaba con adorarlo a distancia. Pasaba horas tumbado, alerta, atento, a los pies de Thornton, mirándole el rostro, concentrado en él, estudiándolo, fijándose con profundo interés en cada gesto, en cada movimiento o cambio de expresión. O a veces, tumbado más lejos, a un lado o detrás de Thornton, observaba su silueta y los movimientos de su cuerpo. Y con frecuencia, tal era la comunión en la que vivían, la intensidad -de su mirada hacía que John Thornton volviera la cabeza y se la devolviera sin palabras, con un brillo de amor en los ojos que encendía el corazón de Buck. ...
En la línea 259
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Hans se apresuró a sujetarlo con la cuerda, como si Buck fuera una embarcación. Con la cuerda así tensada y el ímpetu de la corriente, el tirón hundió a Buck bajo la superficie y bajo la superficie permaneció hasta que su cuerpo golpeó contra la orilla y lo sacaron del agua. Estaba medio ahogado, y Hans y Pete se arrojaron sobre él, haciéndole tragar aire y vomitar el agua. Se puso de pie tambaleándose y se fue al suelo. Hasta ellos llegó la débil voz de Thornton y, aunque no entendieron las palabras, se dieron cuenta de que ya no podía resistir más. Pero la voz de su amo actuó sobre Buck como una descarga eléctrica. Se levantó de un salto y salió corriendo por la orilla delante de los dos hombres, que se dirigían al punto donde antes se había lanzado. Le ataron otra vez la cuerda y de nuevo lo metieron en el agua; él salió nadando, pero esta vez directamente hacia el centro de la corriente. Había calculado mal en la ocasión anterior, pero no lo haría mal una segunda vez. Hans fue soltando cuerda despacio sin permitir que se aflojara, mientras Pete se ocupaba de que no se enredase. Buck esperó a estar alineado con la posición de Thornton; entonces giró y empezó a desplazarse hacia él a la velocidad de un tren expreso. Thornton lo vio venir y, en el momento en que Buck se precipitaba sobre él como un ariete empujado por la fuerza de la corriente, se irguió y se abrazó con ambos brazos al lanudo cuello del perro. Hans amarró la cuerda al tronco de un árbol y, con el tirón, Buck y Thornton se hundieron bajo el agua. Sofocados y jadeantes, a veces uno encima y a veces el otro, arrastrándose sobre el fondo desigual, chocando con pedruscos y ramas, viraron hacia la orilla. ...
En la línea 282
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... -Muéstrales cuánto que me quieres, Buck. Muéstraselo -fueron sus palabras. Buck gemía de impaciencia. ...
En la línea 64
del libro Amnesia
del afamado autor Amado Nervo
... Algún tiempo después, la infeliz quedó sorda y muda, no pudiendo oír ni aun los ruidos más fuertes y hablando por señas con toda facilidad. Pronto se reveló en ella una quinta personalidad. Cierto día empezó a hablar de nuevo, diciendo que solamente tenía tres días de edad; afirmaba también que el fuego era negro, y lo que es más notable, todas las palabras que pronunciaba las decía al revés, esto es, empezando por la última letra, sin equivocarse nunca. Pasado algún tiempo, su inteligencia pareció entrar en un periodo de normalidad, pero hubo que enseñarla a leer y escribir. Negaba haber visto jamás al doctor Wilson, y en ocasiones perdía por completo el uso de sus manos. ...
En la línea 242
del libro Amnesia
del afamado autor Amado Nervo
... Y recordaba las admirables palabras de Epícteto: ...
En la línea 249
del libro Amnesia
del afamado autor Amado Nervo
... Sus primeras palabras fueron afectuosas y dulces como de costumbre. ...
En la línea 358
del libro Amnesia
del afamado autor Amado Nervo
... -¿Me quieres? -la pregunté exabrupto, con miedo de que el hielo definitivo congelase sus palabras- ¿Eres siempre mi «Blanca», la «Blanca» de mi corazón? ...
En la línea 65
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Llamábase el visitante D. Aurelio Miranda, y desempeñaba en León uno de esos destinos que en España abundan, no por honoríficos peor retribuídos, y que sin imponer grandes molestias ni vigilias, abren las puertas de la buena sociedad, prestando cierta importancia oficial: género de prebendas laicas, donde se dan unidas las dos cosas que asegura el refrán no caber en un saco. Era Miranda de origen y familia burocrática, en la cual se transmitían y como vinculaban los elevados puestos administrativos, merced a especial maña y don de gentes perpetuado de padres a hijos, a no sé qué felina destreza en caer siempre de pie y a cierta delicada sobriedad en esto de pensar y opinar. Logró la estirpe de los Mirandas teñirse de matices apagados y distinguidos, sobre cuyo fondo, así podía colocarse insignia blanca, como roja divisa; de suerte, que ni hubo situación que no les respetase, ni radicalismo que con ellos no transigiera, ni mar revuelto o bonancible en que con igual fortuna no pescaran. El mozo Aurelio casi nació a la sombra protectora de los muros de la oficina: antes que bigote y barba tuvo colocación, conseguida por la influencia paterna, reforzada por la de los demás Mirandas. Al principio fue una plaza de menor cuantía, que cubriese los gastos de tocador y otras menudencias del chico, derrochador de suyo; en seguida vinieron más pingües brevas, y Aurelio siguió la ruta trillada ya por sus antecesores. Con todo esto, veíase que algo degeneraba en él la raza: amigo de goces, de ostentación y vanidades, faltabale a Aurelio el tino exquisito de no salir de mediano por ningún respecto, y carecía de la formalidad exterior, del compasado porte que a los Mirandas pasados acreditaba de hombres de seso y experiencia y madurez política. Comprendiendo sus defectos, trató Aurelio de beneficiarlos diestramente, y más de una blanca y pulcra mano emborronó por él perfumadas esquelas con eficaces recomendaciones para personajes de muy variada ralea y clase. Asimismo se declaró gran amigote y compinche de algunos prohombres políticos, entre ellos el don Fulano que ya conocemos. No habló jamás con ellos diez palabras seguidas que a política se refiriesen: contábales las noticias del día, el escándalo fresco, el último dicharacho y la más reciente caricatura; y de tal suerte, sin comprometerse con ninguno se vio favorecido y servido de todos. Agarrose, como nadador inexperto, a los hombros de tan prácticos buzos, y acá me sumerjo, y acullá me pongo a flote, fue sorteando los furiosos vendavales que azotaron a España, y continuando la tradición venerable de los Mirandas. Pero también la influencia se gasta y agota, y llegó un período en que, mermada la de Aurelio, no alcanzó a mantenerle en el único punto para él grato, en Madrid, y hubo de irse a vegetar a León, entre el Gobierno civil y la Catedral, edificios que ni uno ni otro le divertían. Lo que singularmente amargaba a Aurelio, era comprender que su decadencia administrativa nacía de otro decaimiento irreparable, a saber, el de su persona. Cumplida la cuarentena de años, faltábanle ya los billetitos de recomendación o por lo menos no eran tan calurosos: en los despachos de las notabilidades iba siendo su persona como un mueble más, y hasta él mismo sentía apagarse su facundia. La madurez se revelaba en él por un salto atrás; íbasele metiendo en el cuerpo la seriedad de los Mirandas; y de amable calavera, pasaba a hombre de peso. No del todo extrañas a tal metamorfosis debían ser algunas dolencias pertinaces, protesta del hígado contra el malsano régimen, mitad sedentario y mitad febril, tanto tiempo observado por Aurelio. Así es que, aprovechando la estancia en León, y los conocimientos y acierto singular de Vélez de Rada, dedicose a reparar las brechas de su desmantelado organismo; y la vida metódica y la formalidad creciente de sus maneras y aspecto, que en la corte la perjudicaban revelando que empezaba a ser trasto arrumbado y sin uso, sirviéronle en el timorato pueblo leonés de pasaporte, ganándole simpatías y fama de persona respetable y de responsabilidad y crédito. ...
En la línea 182
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Todo este diálogo pasaba en discreto tono, a media voz, inclinados el uno hacia el otro ambos interlocutores, con misterioso y casi amante silabeo. El testigo de vista, silencioso, recostado en un ángulo, imponía a la plática de los esposos, plática llana y corriente, cierta intimidad y secreto que acrecentaban su atractivo, dándole visos de tierno coloquio. Las mismas cosas, dichas en alto, serían indiferentes y sencillas por demás. De ordinario sucede así, que no sean las palabras importantes en sí mismas, sino por el tono con que se pronuncian y el lugar en que se colocan, a la manera de menudas piedrecillas que incrustadas convenientemente en la labor de mosaico, ya dibujan un árbol, ya una casa, ya un rostro. ...
En la línea 259
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Pues si me conoce -repuso severamente el viajero-, sabrá que gasto pocas palabras ociosas… Abur. ...
En la línea 354
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Sardiola dirigió a uno de sus compañeros de servilleta algunas palabras en eúskaro, erizadas de zetas, kas y tes. Fueron al punto servidos Artegui y Lucía, mientras el mozo se apoyaba en el respaldo de la silla del primero. ...
En la línea 9
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... ¿Había viajado? Era probable, porque conocía el mapamundi mejor que nadie. No había sitio, por oculto que pudiera hallarse, del que no pareciese tener un especial conocimiento. A veces, pero siempre en pocas breves y claras palabras, rectificaba los mil propósitos falsos que solían circular en el club acerca de viajeros perdidos o extraviados, indicaba las probabilidades que tenían mayores visos de realidad y a menudo, sus palabras parecían haberse inspirado en una doble vista; de tal manera el suceso acababa siempre por justificarlas. Era un hombre que debía haber viajado por todas partes, a lo menos, de memoria. ...
En la línea 356
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Y en pocas palabras refirió los más importante de su conversación con el criado del susodicho Fogg. ...
En la línea 359
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -Después de pronunciar estas palabras con frialdad, el agente se despidió del cónsul y se dirigió al telégrafo, donde envió al director de la policía metropolitana el despacho ya mencionado. ...
En la línea 454
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... De vez en cuando, sir Francis Cromarty y Phileas Fogg cruzaban algunas palabras, y en este momento el brigadier general, procurando animar una conversación que con frecuencia languidecía, dijo: ...

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