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La palabra final
Cómo se escribe

la palabra final

La palabra Final ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Memoria De Las Islas Filipinas. de Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
La llamada de la selva de Jack London
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece final.

Estadisticas de la palabra final

La palabra final es una de las palabras más comunes del idioma Español, estando en la posición 248 según la RAE.

Final es una palabra muy común y se encuentra en el Top 500 con una frecuencia media de 29.55 veces en cada obra en castellano

El puesto de esta palabra se basa en la frecuencia de aparición de la final en 150 obras del castellano contandose 4492 apariciones en total.


la Ortografía es divertida


El Español es una gran familia

Algunas Frases de libros en las que aparece final

La palabra final puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 205
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero su curiosidad tuvo un final inesperado. ...

En la línea 673
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Arriba, al final de la portada, abríase, como gigantesca flor cubierta de alambrado, el rosetón de colores que daba luz a la iglesia, y en la parte baja, en la base de las columnas adornadas con escudos de Aragón, la piedra estaba gastada, las aristas y los follajes, borrosos por el frote de innumerables generaciones. ...

En la línea 934
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero el trance más cruel, el obstáculo más temible estaba casi al final, cerca ya de su barraca, y era la famosa taberna de Copa. ...

En la línea 1300
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... -¿Y como cuántos cayeron? -preguntaba el maestro al final del relato. ...

En la línea 312
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Las mujeres y los valientes eran las dos pasiones del señorito. Con ellas no se mostraba muy generoso; deseaba ser adorado por sus méritos de jinete arrogante, creyendo de buena fe que todos los balcones de Jerez se estremecían con la palpitación de corazones ocultos cuando pasaba él montando el último caballo que acababa de adquirir. Con la corte que le acompañaba de parásitos y matones era más espléndido. No había en todo el término de Jerez un valentón de fama triste que no acudiese a él atraído por su liberalidad. Los que salían de presidio no tenían que preocuparse de su suerte; don Luis era un buen amigo y además de darles dinero, les admiraba. Cuando a altas horas de la noche, al final de las francachelas en los colmados, sentíase borracho, despreciaba a sus queridas para fijar toda su admiración en los hombres de bronce que le acompañaban. Hacía que le mostrasen las cicatrices de sus heridas, que le relatasen sus heroicas peleas. Muchas veces, en el _Círculo Caballista_ señalaba a los amigos algún hombre malcarado que le aguardaba en la puerta. ...

En la línea 362
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El viejo había sido durante mucho tiempo aperador del cortijo. Le tomó a su servicio el antiguo dueño, hermano del difunto don Pablo Dupont; pero el amo actual, el alegre don Luis, quería rodearse de gente joven, y teniendo en cuenta sus años y la debilidad de su vista, lo había sustituido con Rafael. Y muchas gracias--como él decía con su resignación de labriego--por no haberle enviado a mendigar en los caminos, permitiéndole que viviese en el cortijo con su compañera, a cambio de ocuparse la vieja del cuidado de las aves que llenaban el corral y de ayudar él al encargado de las pocilgas que se alineaban a espaldas del edificio. ¡Hermoso final de una vida de incesante trabajo, con la espina quebrada por una curvatura de tantos años escardando los campos o segando el trigo!... ...

En la línea 713
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Bien entrada la mañana, el señor Fermín, que vigilaba la carretera desde lo alto de la viña, vio al final de la cinta blanca que cortaba el llano una gran nube de polvo, marcándose en su seno las manchas negras de varios carruajes. ...

En la línea 742
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Al final de la jorná, pesa arrobas... ¿qué digo arrobas? tonelás. Parece que uno levanta en vilo a too Jerez cuando da un gorpe. ...

En la línea 3482
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¡Y una por mí! ¡Para el final la buena! -exclamó D'Artagnan fu rioso, clavándole en tierra con una cuarta estocada en el vientre. ...

En la línea 5191
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Escuchad, pues, el final: diez partes de cien pistolas cada una, en diez tiradas sin revancha. ...

En la línea 5876
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Los jóvenes llenaron con agua aquel tercio de vino, luego, cuando habían bebido la mitad del vaso, volvían a llenarlo, y seguían haciéndolo siempre así; lo cual les llevaba al final de la comida a tragar una bebida que del color del rubí había pasado al del topacio quemado. ...

En la línea 6087
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Una ojeada que lanzó a D'Artagnan quería de cir: ¡Ya veis cuánto sufro por vos!Sin embargo, al final de la velada, la hermosa leona se dulcificó, escuchó sonriendo la frases dulces de D'Artagnan, incluso le dio la mano a besar. ...

En la línea 254
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Esta Real disposicion, como digna de tenerse á la vista, y muy conducente á las reformas que conviene hacer, pues siguen los mismos ó mayores abusos, irá en copia al final, señalada con el número 2, por tener un tanto de ella casualmente entre mis papeles. ...

En la línea 264
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Sobre correos ya se ha dicho que el esponente con otro compañero de diputacion formuló varias reflexiones para dirijir una esposicion al trono con motivo de haber llegado á entender la reforma gravosa que en esta renta se introducia, aprobándose una oficina principal de un modo brillante y costoso sobre escasos productos y puramente eventuales, como se verá comprobado por dichas observaciones, que como se ha dicho, irán en copia al final, señalada con el núm. ...

En la línea 1984
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... CAPÍTULO XIV Estado de España.—Istúriz.—Revolución de La Granja.—La revuelta.—Síntomas alarmantes.—Los corresponsales de periódicos.—Arrojo de Quesada.—La escena final.—Fuga de los moderados.—El café. ...

En la línea 2053
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... No se recuerda acción de conquistador o de héroe alguno que pueda compararse con esta escena final de la vida de Quesada. ...

En la línea 2361
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Mi cuarto estaba al final de un corredor inmensamente largo, como el que por modo admirable se describe en la leyenda maravillosa de Udolfo. ...

En la línea 3101
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Era la hora indicada para comer nosotros y dar pienso a los caballos, y nos dirigimos a una _venta_ al final del pueblo; si bien encontramos cebada para los animales, trabajo nos costó hallar algo para nosotros. ...

En la línea 3506
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ) Al personaje del mandil se le apareció en lontananza la conquista de aquella señora como una recompensa final, digna de una vida entera consagrada a salpimentar la comida de tantos caballeros y damas, que gracias a él habían encontrado más fácil y provocativo el camino de los dulces y sustanciales amores. ...

En la línea 4814
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Glocester había esperado en la sacristía el final de aquel escándalo. ...

En la línea 12338
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Y el final así, lo recordaba Ana palabra por palabra: Cuando Álvaro me lo contó todo, había dicho Visita, le pregunté, porque ya sabes que nos tratamos con mucha confianza, pues bien, le pregunté: Pero, chico, ¿cómo diablos dejaste a esa mujer siendo tan hermosa, influyente. ...

En la línea 505
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Al llegar a Madrid, creyose libertado para siempre de lo que él llamaba «esclavitud con cadenas de oro». Se imaginó haber suprimido el tiempo al verse lo mismo que antes que se encontrasen los dos en Aviñón. Al final conseguiría borrar los últimos meses de su existencia. ...

En la línea 654
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... También desfilaban ante las mesas castillos embanderados; todos de confitería, y estas obras eran arrojadas a continuación por los balcones del comedor sobre el populacho, que coreaba desde fuera con sus gritos las músicas del banquete. Igualmente estaban hechos de turrón y otras materias semejantes diez navíos que se presentaban cargados de peladillas en forma de bellotas, por figurar la bellota en el escudo de los Roveres. Como final, aparecía Venus en su carro de nácar tirado por cisnes; una montaña que se partía, saliendo de ella un poeta para expresar en forma rimada su admiración ante tal banquete; y tropas coreográficas de mujeres, bailando danzas antiguas, pretexto, según el gusto de entonces, para excitar la concupiscencia. En los tres años que duró su cardenalato, gastó Pedro Riario trescientos mil ducados de oro (varios millones de la moneda actual), dejando aún deudas por valor de sesenta mil. Sixto IV le lloraba con un dolor de padre, olvidando sus despilfarros y la enfermedad crapulosa que ocasionó su muerte en pocos días, viendo solamente lo que este joven, digno de su época, había hecho en favor de las artes, protegiendo a pintores, escultores y arquitectos. Todos los poetas de Roma le lloraron en sus versos como un nuevo Mecenas. ...

En la línea 1010
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La vida de Carlos VIII en Nápoles resultaba un final digno de la guerra de la fornicación. Allí se desarrollaron las fiestas más suntuosas y las mayores aventuras libertinas. Ni el rey ni sus capitanes parecían acordarse ya de la promesa de guerrear contra los infieles. El ejército se iba empequeñeciendo con alarmante rapidez a causa de los excesos venéreos v las enfermedades. Todo Nápoles era una orgía. Además, estos vencedores sin combate maltrataban a los napolitanos, le mismo que habían hecho en los otros países, robándolos individualmente e imponiéndoles fuertes contribuciones. ...

En la línea 1129
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Acompañó silenciosamente a Borja hasta la meseta final de su majestuosa escalinata, oprimiéndole siempre una mano y sin decir palabra. Creyó el joven adivinar sus pensamientos. El diplomático abominaba de su franqueza escandalosa; el escritor la creía admirable. ...

En la línea 204
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Un grupo de aquellos hombres bestiales y semidesnudos, fuerzas ciegas y sometidas como los constructores de las Pirámides faraónicas, avanzó por la pradera tirando de un enorme cilindro vertical. Era una bomba rematada por un largo pistón. Esta bomba la acababan de limpiar los vigorosos siervos, pues había servido durante la noche para inyectar al gigante su dosis de narcótico. Poco después empezaron a salir de la selva rebaños de vacas bien cuidadas, gordas y lustrosas. Parecían enormes junto a los hombrecillos que las guiaban, pero no tenían en realidad para Gillespie mayor tamaño que una rata vieja. A los pocos momentos eran centenares; al final llenaron la mayor parte de la pradera, siendo más de mil. ...

En la línea 385
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - Va usted a saber -dijo- lo que tanto desea desde que nos conocimos. Vengo para explicarle la historia de este país y lo que fue la Verdadera Revolución. Los misterios y secretos que le preocupan van a desvanecerse. Escuche sin interrumpirme, como hacen las jóvenes que asisten a mi cátedra. Al final me expondrá sus dudas, si es que las tiene, y yo le contestaré. Después de este preámbulo, el profesor empezó su lección. ...

En la línea 680
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Fue avanzando solemnemente sobre la mesa, y detrás de sus pasos todo el acompañamiento final de graves doctores, que no ocultaban las arrugas y las canas de sus rostros matroniles. ...

En la línea 867
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Todos querían tocarle después de haberle visto. Se subían sobre sus zapatos, se metían en el doblez final de sus pantalones. Algunos curiosos que eran de gran agilidad, por exigirlo así sus oficios, intentaron subirse por las piernas agarrándose a las asperezas que formaba el entrecruzamiento de los hilos del paño. ...

En la línea 58
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... A los dos meses de casados, y después de una temporadilla en que Barbarita estuvo algo distraída, melancólica y como con ganas de llorar, alarmando mucho a su madre, empezaron a notarse en aquel matrimonio, en tan malas condiciones hecho, síntomas de idilio. Baldomero parecía otro. En el escritorio canturriaba, y buscaba pretextos para salir, subir a la casa y decir una palabrita a su mujer, cogiéndola en los pasillos o donde la encontrase. También solía equivocarse al sentar una partida, y cuando firmaba la correspondencia, daba a los rasgos de la tradicional rúbrica de la casa una amplitud de trazo verdaderamente grandiosa, terminando el rasgo final hacia arriba como una invocación de gratitud dirigida al Cielo. Salía muy poco, y decía a sus amigos íntimos que no se cambiaría por un Rey, ni por su tocayo Espartero, pues no había felicidad semejante a la suya. Bárbara manifestaba a su madre con gozo discreto, que Baldomero no le daba el más mínimo disgusto; que los dos caracteres se iban armonizando perfectamente, que él era bueno como el mejor pan y que tenía mucho talento, un talento que se descubría donde y como debe descubrirse, en las ocasiones. En cuanto estaba diez minutos en la casa materna, ya no se la podía aguantar, porque se ponía desasosegaba y buscaba pretextos para marcharse diciendo: «Me voy, que está mi marido solo». ...

En la línea 60
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Ni los años, ni las menudencias de la vida han debilitado nunca el profundísimo cariño de estos benditos cónyuges. Ya tenían canas las cabezas de uno y otro, y D. Baldomero decía a todo el que quisiera oírle que amaba a su mujer como el primer día. Juntos siempre en el paseo, juntos en el teatro, pues a ninguno de los dos le gusta la función si el otro no la ve también. En todas las fechas que recuerdan algo dichoso para la familia, se hacen recíprocamente sus regalitos, y para colmo de felicidad, ambos disfrutan de una salud espléndida. El deseo final del señor de Santa Cruz es que ambos se mueran juntos, el mismo día y a la misma hora, en el mismo lecho nupcial en que han dormido toda su vida. ...

En la línea 175
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Al día siguiente, cuando fueron a la catedral, ya bastante tarde, sabía Jacinta una porción de expresiones cariñosas y de íntima confianza de amor que hasta entonces no había pronunciado nunca, como no fuera en la vaguedad discreta del pensamiento que recela descubrirse a sí mismo. No le causaba vergüenza el decirle al otro que le idolatraba, así, así, clarito… al pan pan y al vino vino… ni preguntarle a cada momento si era verdad que él también estaba hecho un idólatra y que lo estaría hasta el día del Juicio final. Y a la tal preguntita, que había venido a ser tan frecuente como el pestañear, el que estaba de turno contestaba Chí, dando a esta sílaba un tonillo de pronunciación infantil. El Chí se lo había enseñado Juanito aquella noche, lo mismo que el decir, también en estilo mimoso, ¿me quieles?, y otras tonterías y chiquilladas empalagosas, dichas de la manera más grave del mundo. En la misma catedral, cuando les quitaba la vista de encima el sacristán que les enseñaba alguna capilla o preciosidad reservada, los esposos aprovechaban aquel momento para darse besos a escape y a hurtadillas, frente a la santidad de los altares consagrados o detrás de la estatua yacente de un sepulcro. Es que Juanito era un pillín, y un goloso y un atrevido. A Jacinta le causaban miedo aquellas profanaciones; pero las consentía y toleraba, poniendo su pensamiento en Dios y confiando en que Este, al verlas, volvería la cabeza con aquella indulgencia propia del que es fuente de todo amor. ...

En la línea 247
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Mira—dijo ella cuando llegaron a un sitio menos desierto—, no me cuentes más historias. No quiero saber más. Punto final. ...

En la línea 565
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Durante el mediodía, Tom pasó unas horas deliciosas, previa la venia de sus custodios Hertford y St. John, en compañía de la princesa Isabel y la pequeña lady Juana Grey, aunque el ánimo de ambas estaba harto abatido por el gran golpe que había caído sobre la casa real. Al final de la visita, su 'hermana mayor' –que fue después la 'María la Sanguinaria' de la historia– le dejó frío con una solemne entrevista que no tuvo sino un mérito a los ojos del niño: su brevedad. Permaneció Tom unos momentos solo y luego fue admitido a su presencia un niño de unos doce años, cuyo vestido, salvo la blanca gorguera y los encajes de las muñecas, era negro; justillo, medias y todo lo demás. No llevaba otra señal de luto que un lazo de cinta morada en el hombro. El niño avanzó titubeando, con la cabeza inclinada y desnuda, e hincó una rodilla delante de Tom. Éste lo contempló un momento y después le dijo: ...

En la línea 742
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Corrió Miles Hendon hacia el final del puente por el lado de Southwark, con los ojos muy vivos en busca de las personas que perseguía, con la esperanza de alcanzarlas de un momento a otro; pero en esto se llevó un chasco. A fuerza de preguntar, pudo seguir sus huellas parte del camino al través de Southwark, pero allí cesaba toda traza, y el soldado quedó perplejo en cuanto a lo que debía de hacer. No obstante, continuó lo mejor que pudo sus esfuerzos durante el resto del día. Al caer la noche se encontró rendido de piernas, medio muerto de hambre y con su deseo más lejos que nunca de verse realizado. Así pues, cenó en la posada del Tabardo y se fue a la cama, resuelto a salir muy de mañana y registrar de arriba abajo la ciudad. Cuando estaba acostado pensando y planeando, comenzó de pronto a razonar de la siguiente manera: ...

En la línea 766
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Se levantó uno de los ciegos, y se preparó quitándose el parche que le tapaba los sanos ojos y el conmovedor cartel que rezaba la causa de su calamidad. Dick se desembarazó de su pata de palo y ocupó su puesto al lado de su compañero, haciendo gala a sus piernas sanas, y fuertes. Luego prorrumpieron ambos en un canto alegre, que al final de cada estancia recibía el refuerzo de toda la cuadrilla en animado coro. Cuando llegaron al fin de la canción, el entusiasmo de los semiborrachos había llegado a tal punto que todos lo compartieron y empezaron a cantar otra vez desde el principio, armando tal estruendo de voces canallescas que hizo temblar las vigas. ...

En la línea 1040
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –Calma, calma; príncipe. Habla con cautela… , aunque mejor será que no hables. Confía en mí, que todo saldrá bien al final. –Y añadió para si: –¡Sir Miles! ¡Anda! ¡Si ya me había olvidado de que era un caballero! ¡Cuán maravilloso es comprobar cómo se aferra su memoria a sus peregrinas locuras—! . Mi título es fantástico y necio y, sin embargo, es una cosa que he merecido, porque a mi ver es más honor que le tengan a uno por digno de ser espectro de un caballero en este Reino de los Sueños y de las Sombras, que ser considerado lo bastante rastrero para ser conde en algunos de los reinos de veras de este mundo. ...

En la línea 862
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Amigo Conseil, se dejó usted lo mejor para el final, en mi opinión, al menos. ¿Y esto es todo? ...

En la línea 2960
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Reflexión justa. ¿Quién podía prever el mínimo de tiempo necesario para nuestra liberación? ¿No nos asfixiaríamos antes de que el Nautilus pudiera retornar a la superficie del mar? ¿Estaba destinado a perecer en esa tumba de hielo con todos los que encerraba? La situación era terrible, pero todos la habíamos mirado de frente y todos estábamos decididos a cumplir con nuestro deber hasta el final. ...

En la línea 319
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Los dos presos iban separados y cada uno de ellos rodeado por algunos hombres que los custodiaban. Yo, entonces, andaba agarrado a la mano de Joe, quien llevaba una de las antorchas. El señor Wopsle quiso emprender el regreso, pero Joe estaba resuelto a seguir hasta el final, de modo que todos continuamos acompañando a los soldados. El camino era ya bastante bueno, en su mayor parte, a lo largo de la orilla del río, del que se separaba a veces en cuanto había una represa con un molino en miniatura y una compuerta llena de barro. Al mirar alrededor podía ver otras luces que se aproximaban a nosotros. Las antorchas que llevábamos dejaban caer grandes goterones de fuego sobre el camino que seguíamos, y allí se quedaban llameando y humeantes. Aparte de eso, la oscuridad era completa. Nuestras luces, con sus llamas agrisadas, calentaban el aire alrededor de nosotros, y a los dos prisioneros parecía gustarles aquello mientras cojeaban rodeados por los soldados y por sus armas de fuego. No podíamos avanzar de prisa a causa de la cojera de los dos desgraciados, quienes estaban, por otra parte, tan fatigados, que por dos o tres veces tuvimos que detenernos todos para darles algún descanso. ...

En la línea 728
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El corredor era muy largo y parecía rodear los cuatro lados de la casa. Sólo atravesamos un lado de aquel cuadrado, y al final ella se detuvo, dejó la vela en el suelo y abrió la puerta. Allí podía ver la luz diurna, y me encontré en un patinillo enlosado, cuyo lado extremo lo formaba una pequeña vivienda que tal vez había pertenecido al gerente o al empleado principal de la abandonada fábrica de cerveza. En la pared exterior de aquella casa había un reloj, y, como el de la habitación de la señorita Havisham y también a semejanza del de ésta, se había parado a las nueve menos veinte. ...

En la línea 853
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... — Cuando la ruina sea completa - dijo con mirada agonizante -, me extenderán, ya muerta y vestida con mi traje nupcial, sobre la mesa de la boda; esto constituirá la maldición final contra él… , ¡y ojalá ocurriese en este mismo día! ...

En la línea 924
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Joe no tomaba ninguna parte en tales discusiones, aunque muchas veces le hablaban mientras ocurrían aquellas escenas, solamente porque la señora Joe se daba cuenta de que no le gustaba que me alejaran de la fragua. Yo entonces ya tenía edad más que suficiente para entrar de aprendiz al lado de Joe; y cuando éste se había sentado junto al fuego, con el hierro de atizar las brasas sobre las rodillas, o bien se ocupaba en limpiar la reja de ceniza, mi hermana interpretaba tan inocente pasatiempo como una contradicción a sus ideas, y entonces se arrojaba sobre él, le quitaba el hierro de las manos y le daba un par de sacudidas. Pero había otro final irritante en todos aquellos debates. De pronto y sin que nada lo justificase, mi hermana interrumpía con un bostezo y, echándome la vista encima como si fuese por casualidad, se dirigía a mí furiosa exclamando: ...

En la línea 877
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pero estaba escrito que no había de llegar a las islas. Al desembocar en la plaza que hay al final de la avenida V*** vio a su izquierda la entrada de un gran patio protegido por altos muros. A la derecha había una pared que parecía no haber estado pintada nunca y que pertenecía a una casa de altura considerable. A la izquierda, paralela a esta pared, corría una valla de madera que penetraba derechamente unos veinte pasos en el patio y luego se desviaba hacia la izquierda. Esta empalizada limitaba un terreno desierto y cubierto de materiales. Al fondo del patio había un cobertizo cuyo techo rebasaba la altura de la valla. Este cobertizo debía de ser un taller de carpintería, de guarnicionería o algo similar. Todo el suelo del patio estaba cubierto de un negro polvillo de carbón. ...

En la línea 1013
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Nastasiuchka, Prascovia Pavlovna nos haría un bien si nos mandara dos botellitas de cerveza. Sería un buen final. ...

En la línea 1552
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑¡Escúchame hasta el final! Ya sabes que hoy estreno una nueva habitación. Mis invitados deben de estar ya en casa, pero he dejado allí a mi tío para que los atienda. Pues bien, si tú no fueras un imbécil, un verdadero imbécil, un idiota de marca mayor, un simple imitador de gentes extranjeras… Oye, Rodia; yo reconozco que eres una persona inteligente, pero idiota a pesar de todo… Pues, si no fueses un imbécil, vendrías a pasar la velada en nuestra compañía en vez de gastar las suelas de tus botas yendo por las calles de un lado a otro. Ya que has salido sin deber, sigue fuera de casa… Tendrás un buen sillón; se lo pediré a la patrona… Un té modesto… Compañía agradable… Si lo prefieres, podrás estar echado en el diván: no por eso dejarás de estar con nosotros. Zosimof está invitado. ¿Vendrás? ...

En la línea 1581
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... «Desde luego, esto es una solución ‑se decía, mientras avanzaba lentamente por la calzada que bordeaba el canal‑. Sí, terminaré porque quiero terminar… Pero ¿es esto, realmente, una solución… ? El espacio justo para poner los pies… ¡Vaya un final! Además, ¿se puede decir que esto sea un verdadero final… ? ¿Debo contarlo todo o no… ? ¡Demonio, qué rendido estoy! ¡Si pudiese sentarme o echarme aquí mismo… ! Pero ¡qué vergüenza hacer una cosa así! ¡Se le ocurre a uno cada estupidez… !» ...

En la línea 639
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Vi al príncipe y al explorador alemán al final de la avenida. Se habían quedado rezagados y tomaron pronto otra dirección. ...

En la línea 761
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Todas estas consideraciones vinieron a mi mente cuando entré en mi pequeña habitación en el último piso, después de haberme despedido de la abuela. Todo esto me preocupaba mucho, y aunque pudiese adivinar desde aquel momento los principales hilos que tramaban ante mis ojos los actores, no conocía yo, sin embargo, todos los secretos del juego. Paulina no me había testimoniado jamás una confianza completa. Algunas veces, como contra su voluntad, me había abierto su corazón; sin embargo, notaba que, a menudo, y casi siempre después de las confidencias, procuraba ridiculizar todo lo que había dicho o deliberadamente le daba un falso aspecto. ¡Disimulaba tantas cosas! En todo caso, presentía que se aproximaba el final de todo este lío. Otro empujón… y todo quedaría aclarado y resuelto. ...

En la línea 1127
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Casi al final de la avenida el miedo me invadió de pronto. ¿Si me asesinasen y desvalijasen? A cada paso aumentaba mi temor. Casi corría. De pronto, al extremo de la avenida, nuestro hotel, espléndidamente iluminado, resplandeció en bloque: “¡Loado sea Dios! —me dije—. ¡Ya he llegado!” Corrí hasta mi habitación y abrí bruscamente la puerta. Paulina estaba allí, sentada en el diván, ante una luz encendida, las manos juntas. ...

En la línea 1253
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pasé en aquella ciudad poco más de tres semanas, al final de las cuales no quedaba nada de mis cien mil francos. ...

En la línea 958
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... - Esto es lo que ha pasado, señor alcalde. Parece que vivía en las cercanías de Ailly-le-Haut-Clocher un hombrecillo a quien llaman el viejo Champmathieu. Era muy pobre, no llamaba la atención porque nadie sabe cómo viven esas gentes. Este otoño, Champmathieu fue detenido por un robo de manzanas, con escalamiento de pared. Tenía todavía las ramas en la mano cuando fue sorprendido, y lo llevaron a la cárcel. Hasta aquí no había más que un asunto correccional. Pero ya veréis algo que es providencial. Como el recinto carcelario estaba en mal estado, el juez dispuso que se le trasladara a la cárcel provincial de Arras. Había allí un reo llamado Brevet, que estaba preso no sé por qué, y que por buena conducta desempeñaba el cargo de calabocero. Apenas entró Champmathieu, Brevet gritó: '¡Caramba! Yo conozco a este hombre, es un ex forzado. Estuvimos juntos en la cárcel de Tolón hace veinte años. Se llama Jean Valjean'. Champmathieu negaba, pero se hacen indagaciones, y al final se descubre que Champmathieu hace unos treinta años fue podador en Faverolles. Ahora bien, antes de ir a presidio por robo consumado, ¿qué era Jean Valjean? Podador. ¿Dónde? En Faverolles. Otro hecho: el apellido de la madre de Valjean era Mathieu. Nada más natural que al salir de presidio tratara de tomar el apellido de su madre para ocultarse y cambiara su nombre por el de Jean Mathieu. Pasó después a Auvernia; la pronunciación de allí cambia Jean por Chan y se le llama Chan Mathieu; y así nuestro hombre se transforma en Champmathieu. Se hacen averiguaciones en Faverolles; la familia Valjean ha desaparecido. Esas gentes, cuando no son lodo, son polvo. Se piden informes a Tolón, donde quedan dos presidiarios condenados a cadena perpetua, Cochepaille y Chenildieu, que conocieron a Jean Valjean. Se les hace venir y se les pone delante del supuesto Champmathieu, y no dudan un instante. Para ellos, igual que para Brevet, ése es Jean Valjean. Y ese mismo día envié yo mi denuncia a París, y me respondieron que había perdido el juicio, que Jean Valjean estaba en Arras en poder de la justicia. ¡Ya comprenderéis mi asombro! El juez de instrucción me llamó, me presentó a Champmathieu… ...

En la línea 110
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Con la aurora boreal vibrando fríamente en el cielo o con las estrellas brincando su gélida danza y la tierra aterida bajo el manto nevado, aquel canto de los huskies parecía ser un desafío a la vida, pero en ese tono menor, entre larguísimos aullidos quejumbrosos, era más bien una súplica, una queja manifiesta por el duro trabajo de existir. Era una canción antigua, tan antigua como la raza misma, una de las primeras canciones de un mundo más joven, de un tiempo en que todas las canciones eran tristes. El sufrimiento de innumerables generaciones impregnaba aquel lamento que tan extrañamente conmovía a Buck. Cuando aullaba y gruñía, lo hacía con el dolor de vivir de sus remotos antepasados salvajes, y con el mismo miedo y misterio del frío y la oscuridad que fueron antaño su miedo y su misterio. Y esa conmoción de su ser marcaba el final del proceso que lo había hecho retroceder a través de épocas enteras de calor y cobijo hasta los crudos orígenes de la vida en la era del aullido. ...

En la línea 124
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Ya no había esperanza para él. La misericordia era algo reservado a climas más benignos. Buck, inexorable, maniobró para emprender el ataque final. El círculo se había apretado hasta tal punto que él podía sentir la respiración de los huskies. Los veía, más allá de Spitz y a cada lado, medio agazapados para dar el salto y con los ojos fijos en el otro. Hubo un momento de pausa. Todos los animales permanecían inmóviles, como petrificados. Únicamente Spitz se estremecía y se erizaba oscilando hacia adelante y hacia atrás, con un horrible gruñido amenazador, como para ahuyentar con él la muerte inminente. Entonces Buck atacó y reculó enseguida; pero con el primer salto los hombros chocaron de lleno. El oscuro círculo se convirtió sobre la nieve iluminada por la luna en un denso y único punto en el que Spitz desapareció. Buck observaba la escena de pie. Era el orgulloso vencedor, la primitiva bestia dominante que ha descubierto la satisfacción en la destrucción de su presa. ...

En la línea 149
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... El viaje estableció un récord. En los catorce días que duró hicieron un promedio de setenta kilómetros diarios. Durante tres días, Perrault y François provocaron el entusiasmo en toda la calle principal de Skaguay y fueron abrumados con invitaciones a beber; por su parte, el equipo fue durante mucho tiempo el centro de atención de una multitud de admirados buscadores de oro y conductores de trineo. Después, tres o cuatro facinerosos que aspiraban a «limpiar» la ciudad fueron acribillados a balazos y el interés público se volvió hacia otros ídolos. Después llegaron órdenes oficiales. François llamó a Buck, lo abrazó, y lloró sobre él. Era el final. Como otros hombres, antes y después, François y Perrault se apartaron para siempre de la vida de Buck. ...

En la línea 204
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... El primero en caer fue Dub. Pobre ladrón inepto como era, al que siempre pescaban y castigaban, había sido, con todo, un fiel trabajador. La paletilla que tenía dislocada, sin cuidados ni descanso, fue de mal en peor, hasta que finalmente Hal lo liquidó de un disparo con su pesado revólver Colt. Hay un dicho de la región que afirma que, con la ración de un perro esquimal, uno foráneo se muere de hambre, de modo que, con la mitad de la ración de uno, los seis extranjeros al mando de Buck no podían hacer otra cosa que morirse. El terranova fue el primero, seguido por los tres pelicortos de muestra; los dos mestizos se aferraron con más fuerza a la vida, pero al final también cayeron. ...

En la línea 1060
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Mientras de tal suerte espantaban Perico y Miranda el mal humor, a Pilar se le deshacía el pulmón que le restaba, paulatinamente, como se deshace una tabla roída por la carcoma. No empeoraba, porque ya no podía estar peor, y su vivir, más que vida, era agonía lenta, no muy penosa, amargándola solamente unas crisis de tos que traían a la garganta las flemas del pulmón deshecho, amenazando ahogar a la enferma. Estaba allí la vida como el resto de llama en el pábilo consumido casi: el menor movimiento, un poco de aire, bastan para extinguirlo del todo. Se había determinado la afonía parcial y apenas lograba hablar, y sólo en voz muy queda y sorda, como la que pudiese emitir un tambor rehenchido de algodón en rama. Apoderábanse de ella somnolencias tenaces, largas; modorras profundas, en que todo su organismo, sumido en atonía vaga, remedaba y presentía el descanso final de la tumba. Cerrados los ojos, inmóvil el cuerpo, juntos los pies ya como en el ataúd, quedábase horas y horas sobre la cama, sin dar otra señal de vida que la leve y sibilante respiración. Eran las horas meridianas aquellas en que preferentemente la atacaba el sueño comático, y la enfermera, que nada podía hacer sino dejarla reposar, y a quien abrumaba la espesa atmósfera del cuarto, impregnada de emanaciones de medicinas y de vahos de sudor, átomos de aquel ser humano que se deshacía, salía al balconcillo, bajaba las escaleras que conducían al jardín, y aprovechando la sombra del desmedrado plátano, se pasaba allí las horas muertas cosiendo o haciendo crochet. Su labor y dechado consistía en camisitas microscópicas, baberos no mayores, pañales festoneados pulcramente. En faena tan secreta y dulce íbanse sin sentir las tardes; y alguna que otra vez la aguja se escapaba de los ágiles dedos, y el silencio, el retiro, la serenidad del cielo, el murmurio blando de los magros arbolillos, inducían a la laboriosa costurera a algún contemplativo arrobo. El sol lanzaba al través del follaje dardos de oro sobre la arena de las calles; el frío era seco y benigno a aquellas horas; las tres paredes del hotel y de la casa de Artegui formaban una como natural estufa, recogiendo todo el calor solar y arrojándolo sobre el jardín. La verja, que cerraba el cuadrilátero, caía a la calle de Rívoli, y al través de sus hierros se veían pasar, envueltas en las azules neblinas de la tarde, estrechas berlinas, ligeras victorias, landós que corrían al brioso trote de sus preciados troncos, jinetes que de lejos semejaban marionetas y peones que parecían chinescas sombras. En lontananza brillaba a veces el acero de un estribo, el color de un traje o de una librea, el rápido girar de los barnizados rayos de una rueda. Lucía observaba las diferencias de los caballos. Habíalos normandos, poderosos de anca, fuertes de cuello, lucios de piel, pausados en el manoteo, que arrastraban a un tiempo pujante y suavemente las anchas carretelas; habíalos ingleses, cuellilargos, desgarbados y elegantísimos, que trotaban con la precisión de maravillosos autómatas; árabes, de ojos que echaban fuego, fosas nasales impacientes y dilatadas, cascos bruñidos, seca piel y enjutos riñones; españoles, aunque pocos, de opulenta crin, soberbios pechos, lomos anchos y manos corveteadoras y levantiscas. Al ir cayendo el sol se distinguían los coches a lo lejos por la móvil centella de sus faroles; pero confundidos ya colores y formas, cansábanse los ojos de Lucía en seguirlos, y con renovada melancolía se posaban en el mezquino y ético jardín. A veces turbaba su soledad en él, no viajero ni viajera alguna, que los que vienen a París no suelen pasarse la tarde haciendo labor bajo un plátano, sino el mismísimo Sardiola en persona, que so pretexto de acudir con una regadera de agua a las plantas, de arrancar alguna mala hierba, o de igualar un poco la arena con el rodezno, echaba párrafos largos con su meditabunda compatriota. Ello es que nunca les faltó conversación. Los ojos de Lucía no eran menos incansables en preguntar que solícita en responder la lengua de Sardiola. Jamás se describieron con tal lujo de pormenores cosas en rigor muy insignificantes. Lucía estaba ya al corriente de las rarezas, gustos e ideas especiales de Artegui, conociendo su carácter y los hechos de su vida, que nada ofrecían de particular. Acaso maravillará al lector, que tan enterado anduviese Sardiola de lo concerniente a aquel a quien sólo trató breve tiempo; pero es de advertir que el vasco era de un lugar bien próximo al solar de los Arteguis, y familiar amigo de la vieja ama de leche, única que ahora cuidaba de la casa solitaria. En su endiablado dialecto platicaban largo y tendido los dos, y la pobre mujer no sabía sino contar gracias de su criatura, que oía Sardiola tan embelesado como si él también hubiese ejercido el oficio nada varonil de Engracia. Por tal conducto vino Lucía a saber al dedillo los ápices más menudos del genio y condición de Ignacio; su infancia melancólica y callada siempre, su misántropa juventud, y otras muchas cosas relativas a sus padres, familia y hacienda. ¿Será cierto que a veces se complace el Destino en que por extraña manera, por sendas torturosas, se encuentren dos existencias, y se tropiecen a cada paso e influyan la una en la otra, sin causa ni razón para ello? ¿Será verdad que así como hay hilos de simpatía que los enlazan, hay otro hilo oculto en los hechos, que al fin las aproxima en la esfera material y tangible? ...

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