La palabra Novedad ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
Memoria De Las Islas Filipinas. de Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Niebla de Miguel De Unamuno
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece novedad.
Estadisticas de la palabra novedad
Novedad es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 3929 según la RAE.
Novedad tienen una frecuencia media de 23.63 veces en cada libro en castellano
Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la novedad en 150 obras del castellano contandose 3592 apariciones en total.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Novedad
Cómo se escribe novedad o nobedad?
Más información sobre la palabra Novedad en internet
Novedad en la RAE.
Novedad en Word Reference.
Novedad en la wikipedia.
Sinonimos de Novedad.

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece novedad
La palabra novedad puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1547
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Comió toda la familia, y era tal la fiebre de la novedad, el entusiasmo por la adquisición, que varias veces Batistet y los pequeños escaparon de la mesa para ir a echar una mirada al establo, como si temiesen que al caballo le hubieran salido alas y ya no estuviese allí. ...
En la línea 293
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... ' En todas las provincias de las Islas circula muy poca moneda, y en algunas ni aun la necesaria para que los naturales puedan cubrir las cargas del gobierno; y de ahí ha provenido la necesidad de conmutar el pago del tributo de dinero á especie, juntamente con los informes ventajosos á su propio provecho que los alcaldes darian de palabra ó por escrito para esta novedad. ...
En la línea 375
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Entre ellos se hallará que en Agosto de 1797 se espidió un decreto en Manila previniendo no se hiciese novedad alguna en el particular; y posteriormente en distintas épocas se repitió lo propio; pero mas principalmente en 1819 se acordó por aquel gobierno, despues de oidos los señores fiscal y asesor, y el voto consultivo de la junta superior de hacienda, cesase desde luego la innovacion que se habia hecho de conducir al correo la correspondencia que de paises estranjeros y en buques de la misma clase y nacionales llegaba á las Islas, observándose la práctica hasta alli seguida, como se previno en el superior decreto de 16 de Agosto de 1797: todo conforme lo solicitado por varios vecinos de Manila y vocales del consulado. ...
En la línea 378
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Tambien merece traerse á este lugar el informe del consulado de Manila de 5 de Febrero de 1833, en el cual se indican »las graves dificultades que traia y presentaba la novedad dicha, y de que nacerian nuevos perjuicios reales al comercio por el gravámen que se le impone, y poco menos que seguro el estravío de sus contestaciones á la correspondencia que recibiesen. ...
En la línea 410
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... y del voto consultivo de la junta de real hacienda, últimamente mandó en 24 de Abril de 1819 que cesase desde luego la novedad intentada, sin hacer mérito de la devolucion de los portes, por no ser estensiva á ello la solicitud de aquellos fieles habitantes, dignos de toda consideracion y aprecio. ...
En la línea 382
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... La mayor parte del camino corre por escarpados cerros, a veces peligrosos para las cabalgaduras; no obstante, llegué a mi destino sin novedad. ...
En la línea 880
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Para llegar a ella, tenía que rehacer hasta Monte Moro el camino ya recorrido en mi excursión a Evora; por tanto, poca diversión podía prometerme de la novedad de los sitios. ...
En la línea 908
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Hicimos nuestro camino sin novedad, ni tropezamos con ladrones, ni vimos ser viviente hasta llegar a Pegões; desde este punto hasta Vendas Novas, tuvimos la misma suerte. ...
En la línea 2135
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Reparadas las averías del barco, subimos de nuevo a bordo, y en dos días llegamos sin novedad a Cádiz. ...
En la línea 3185
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Que trata de lo que más sucedió en la venta y de otras muchas cosas dignas de saberse Calló, en diciendo esto, el cautivo, a quien don Fernando dijo: -Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado este estraño suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y estrañeza del mesmo caso. ...
En la línea 5213
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y, por hora, baste esto, y vámonos a ver el retablo del buen maese Pedro, que para mí tengo que debe de tener alguna novedad. ...
En la línea 5821
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... La cola, o falda, o como llamarla quisieren, era de tres puntas, las cuales se sustentaban en las manos de tres pajes, asimesmo vestidos de luto, haciendo una vistosa y matemática figura con aquellos tres ángulos acutos que las tres puntas formaban, por lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron que por ella se debía llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos la condesa de las Tres Faldas; y así dice Benengeli que fue verdad, y que de su propio apellido se llama la condesa Lobuna, a causa que se criaban en su condado muchos lobos, y que si como eran lobos fueran zorras, la llamaran la condesa Zorruna, por ser costumbre en aquellas partes tomar los señores la denominación de sus nombres de la cosa o cosas en que más sus estados abundan; empero esta condesa, por favorecer la novedad de su falda, dejó el Lobuna y tomó el Trifaldi. ...
En la línea 6773
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Llegado, pues, el temeroso día, y habiendo mandado el duque que delante de la plaza del castillo se hiciese un espacioso cadahalso, donde estuviesen los jueces del campo y las dueñas, madre y hija, demandantes, había acudido de todos los lugares y aldeas circunvecinas infinita gente, a ver la novedad de aquella batalla; que nunca otra tal no habían visto, ni oído decir en aquella tierra los que vivían ni los que habían muerto. ...
En la línea 3053
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Llegamos el día 1.0 de agosto y permanecemos allí cuatro días, durante los cuales doy largos paseos. satisface mucho ver que no es sólo el sentimiento de la novedad el que me ha hecho admirar la naturaleza tropical; pero debe mencionarse el número y la sencillez de los elementos de esta naturaleza, para prueba de cuán insignificantes circunstancias bastan, reunidas, para constituir lo que puede llamarse belleza en toda la extensión de la palabra. ...
En la línea 3134
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... rschel, tiene en sí todo hombre. novedad de los objetos, la posibilidad de los éxitos, comunican al joven sabio doble actividad. ...
En la línea 30
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Luego se vio que no era peligro ni sistema, ni siquiera novedad, pues todo lo esencial del Naturalismo lo teníamos en casa desde tiempos remotos, y antiguos y modernos conocían ya la soberana ley de ajustar las ficciones del arte a la realidad de la naturaleza y del alma, representando cosas y personas, caracteres y lugares como Dios los ha hecho. ...
En la línea 31
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Era tan sólo novedad la exaltación del principio, y un cierto desprecio de los resortes imaginativos y de la psicología espaciada y ensoñadora. ...
En la línea 1203
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... No había novedad. ...
En la línea 3106
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Creía Paco que así hablaba la filosofía de última novedad, que él estimaba excelente para tales aplicaciones, aunque, como buen conservador, no la quería en las Universidades. ...
En la línea 403
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Contemplaba remozados por el atractivo de la novedad al solemne embajador en Roma don Arístides Bustamante, a su cuñada doña Nati, al majestuoso Enciso de las Casas, «primer diplomático-artista de la América del Sur». ...
En la línea 489
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Creyendo conocerlo en su justo valor, dejaba sin eco las burlas de muchos que acudían a sus fiestas y tomaban asiento a su mesa, para ridiculizar luego su fervorosa actividad literaria. Guardaba, con las páginas sin cortar, todos los libros impresos en grueso papel que le había regalado Enciso, con pomposas dedicatorias, llamándole eminentísimo poeta. No le interesaba conocer por segunda vez particularidades del Renacimiento italiano leídas en su adolescencia; pero declaraba sinceramente a este diplomático gratuito, ansioso de honores, una excelente persona, amable, tolerante, con afición al estudio y gran respeto a la inteligencia ajena, condiciones que lo colocaban por encima de la mayor parte de sus amigos y parásitos, vulgares de gustos, cobardes ante la novedad, con un pensamiento rutinario. ...
En la línea 570
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Moviéndose en pequeños escenarios, eran, sin embargo, para Borja loa mayores hombres de acción que mencionaba la Historia. Todos morían jóvenes, como si, pasados los treinta años, no pudiendo ya reservarles la vida ninguna novedad, se marchasen de ella voluntariamente. ...
En la línea 808
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —No hay que olvidar, además, la Invasión que sufrió Roma de parientes y compatriotas de los Borgias. Llegaban muchos valencianos sin más título que el de ser de la misma tierra que Alejandro, y mayor número de españoles de otras regiones de la Península enardecidos por la novedad de ver un Papa compatriota de ellos. Fue a modo de una nube de langosta que se posó sobre el Vaticano, sus dependencias y propiedades. La marcha a Roma en tiempo de Calixto Tercero resultada insignificante en comparación con la que inició el triunfo de Alejandro Sexto. ...
En la línea 163
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Gillespie se mostró sorprendido por las últimas palabras. Sus ojos, que hasta entonces habían vagado sobre la enana muchedumbre, atraídos por la diversa novedad del espectáculo, se concentraron en el profesor, teniendo que hacer un esfuerzo para distinguir todos los detalles de su minúscula persona. ...
En la línea 350
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El presidente del Consejo llamó al lector del inventario para pedirle sus papeles, examinándolos. Todos los objetos que aun no habían sido vistos resultaban semejantes a los otros y carecían de novedad. Se pusieron de pie los altos señores del gobierno, y cada uno de ellos, llevando detrás a una niña-paje encargada de sostener la cola de su manto, fue en busca de su correspondiente litera. Redoblaron los tambores, sonaron las trompetas y la banda de música, mientras volvía a formarse el majestuoso cortejo, saliendo del patio en el mismo orden que había entrado. ...
En la línea 804
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Pasó la noche inquieto por esta novedad, despertándose con frecuencia, y apenas hubo empezado a apuntar el alba salió de la Galería, encontrándose con que el profesor Flimnap le aguardaba ya acompañado por dos individuos mas del “Comité de recibimiento del Hombre-Montaña”. Un destacamento de amazonas armadas con arcos llenaba tres vehículos enormes, sin duda para recordar al gigante que no era mas que un prisionero. ...
En la línea 1387
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Sin embargo, al despertar ocho horas después los habitantes de la ciudad, ni uno sólo se acordó del poeta célebre ni del Padre de los Maestros. Un suceso inaudito llenaba las páginas de los periódicos, y tal era su novedad, que paralizó la vida corriente, aglomerando a todos los habitantes en las plazas y calles céntricas. Un temblor de tierra, la erupción de un nuevo volcán, un gran naufragio o una catástrofe aérea no hubiesen acaparado tanto la atención. Lo que ocurría era aun más extraordinario. ...
En la línea 1356
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Volvieron a la casa a las diez y media, porque Barbarita quería enterarse de cómo había pasado su hijo la noche, y entonces fue cuando Jacinta reveló lo del Pituso a su mamá política, quedándose esta tan sorprendida como poco entusiasmada, según antes se ha dicho. Sin cuidado ya con respecto a Juan, que estaba aquel día mucho mejor, doña Bárbara volvió a echarse a la calle con su escudero y canciller. Aún faltaban algunas cosillas, la mayor parte de ellas para regalar a deudos y amigos de la familia. Del pensamiento de la gran señora no se apartaba lo que su nuera le había dicho. ¿Qué casta de nieto era aquel? Porque la cosa era grave… ¡Un hijo del Delfín! ¿Sería verdad? Virgen Santísima, ¡qué novedad tan estupenda! ¡Un nietecito por detrás de la Iglesia! ¡Ah!, las resultas de los devaneos de marras… Ella se lo temía… Pero ¿y si todo era hechura de la imaginación exaltada de Jacinta y de su angelical corazón? Nada, nada, aquella misma noche al acostarse, le había de contar todo a Baldomero. ...
En la línea 1765
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Quedó convenido entre Fortunata y su protector tomar un cuarto que estaba desalquilado en la misma casa. Rubín insistió mucho en la modestia y baratura de los muebles que se habían de poner, porque… (para que se vea si era juicioso) «conviene empezar por poco». Después se vería, y el humilde hogar iría creciendo y embelleciéndose gradualmente. Aceptaba ella todo sin entusiasmo ni ilusión alguna, más bien por probar. Maximiliano le era poco simpático; pero en sus palabras y en sus acciones había visto desde el primer momento la persona decente, novedad grande para ella. Vivir con una persona decente despertaba un poco su curiosidad. Dos días estuvo ocupada en instalarse. Los muebles se los alquiló una vecina que había levantado casa, y Rubín atendió a todo con tal tino, que Fortunata se pasmaba de sus admirables dotes administrativas, pues no tenía ni idea remota de aquel ingenioso modo de defender una peseta, ni sabía cómo se recorta un gasto para reducirlo de seis a cinco, con otras artes financieras que el excelente chico había aprendido de doña Lupe. ...
En la línea 1945
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —No hay novedad, a Dios gracias. Doña Lupe esperaba aquel día noticia de un asunto que le interesaba mucho. Como siempre se ponía en lo peor para que las desgracias no la cogieran desprevenida, pensó, al ver entrar a su agente, que le traía malas nuevas. Temió preguntarle. La cara de militar adulterado no expresaba más que un interés decidido por la familia. Al fin Torquemada, que no gustaba de perder el tiempo, dijo a su amiga: ...
En la línea 2043
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Hallábase doña Lupe, en el fondo de su alma, inclinada a la transacción lenta que imponían las circunstancias; mas no quiso dar su brazo a torcer ni dejar de mostrar una inflexibilidad prudente, hasta tanto que viniese Juan Pablo y hablaran tía y sobrino de la inaudita novedad que había en la familia. Una mañana, cuando Maximiliano estaba aún en la cama no bien dormido ni despierto, sintió ruido en la escalera y en los pasillos. Oyó primero patadas y gritos de mozos que subían baúles, después la voz de su hermano Juan Pablo; y lo mismo fue oírla, que sentir renovado en su alma aquel pícaro miedo que parecía vencido. ...
En la línea 1466
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Muy lejos de buscar con cualquier novedad arlequinesca un efímero renombre de relumbrón cimentado sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos trabajos literarios tenía en proyecto, a la perfección que en lo humano cabe y a no salirse, sobre todo, de los linderos de la sensatez y del buen gusto. No quería desafinar para hacerse oír, sino reforzar con su voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfonía genuinamente nacional y castiza. ...
En la línea 1387
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Transcurrió la noche sin novedad. La sola vista del monstruo encallado er la bahía debía atemorizar a los papúes, pues las escotillas que habían permanecido abiertas les ofrecían un fácil acceso a su interior. ...
En la línea 2724
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... La novedad de la situación nos retuvo a Conseil y a mí durante una buena parte de la noche ante el observatorio del salón. La irradiación eléctrica del fanal iluminaba el mar, que aparecía desierto. Los peces no permanecían en aquellas aguas prisioneras, en las que no hallaban más que un paso para ir del océano Antártico al mar libre del Polo. Nuestra marcha era rápida y así se hacía sentir en los estremecimientos del largo casco de acero. ...
En la línea 1330
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Joe y Biddy se mostraron amables y cariñosos cuando les hablé de nuestra próxima separación, pero tan sólo se refirieron a ella cuando yo lo hice. Después de desayunar, Joe sacó mi contrato de aprendizaje del armario del salón y ambos lo echamos al fuego, lo cual me dío la sensación de que ya estaba libre. Con esta novedad de mi emancipación fui a la iglesia con Joe, y pensé que si el sacerdote lo hubiese sabido todo, no habría leído el pasaje referente al hombre rico y al reino de los cielos. Después de comer, temprano, salí solo a dar un paseo, proponiéndome despedirme cuanto antes de los marjales. Cuando pasaba junto a la iglesia, sentí (como me ocurrió durante el servicio religioso por la mañana) una compasión sublime hacia los pobres seres destinados a ir allí un domingo tras otro, durante toda su vida, para acabar por yacer oscuramente entre los verdes terraplenes. Me prometí hacer algo por ellos un día u otro, y formé el plan de ofrecerles una comida de carne asada, plum-pudding, un litro de cerveza y cuatro litros de condescendencia en beneficio de todos los habitantes del pueblo. Antes había pensado muchas veces y con un sentimiento parecido a la vergüenza en las relaciones que sostuve con el fugitivo a quien vi cojear por aquellas tumbas. Éstas eran mis ideas en aquel domingo, pues el lugar me recordaba a aquel pobre desgraciado vestido de harapos y tembloroso, con su grillete de presidiario y su traje de tal. Mi único consuelo era decirme que aquello había ocurrido mucho tiempo atrás, que sin duda habría sido llevado a mucha distancia y que, además, estaba muerto para mí, sin contar con la posibilidad de que realmente hubiese fallecido. ...
En la línea 2031
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Habían dado las ocho de la noche antes de que me rodease el aire impregnado, y no desagradablemente, del olor del serrín y de las virutas de los constructores navales y de las motonerías de la orilla del río. Toda aquella parte contigua al río me era por completo desconocida. Bajé por la orilla de la corriente y observé que el lugar que buscaba no se hallaba donde yo creía y que no era fácil de encontrar. Poco importa el detallar las veces que me extravié entre las naves que se reparaban y los viejos cascos a punto de ser desguazados, ni tampoco el cieno y los restos de toda clase que pisé, depositados en la orilla por la marea, ni cuántos astilleros vi, o cuántas áncoras, ya desechadas, mordían ciegamente la tierra, o los montones de maderas viejas y de trozos de cascos, cuerdas y motones que se ofrecieron a mi vista. Después de acercarme varias veces a mi destino y de pasar de largo otras, llegué inesperadamente a Mill Pond Bank. Era un lugar muy fresco y ventilado, en donde el viento procedente del río tenía espacio para revolverse a su sabor; había allí dos o tres árboles, el esqueleto de un molino de viento y una serie de armazones de madera que en la distancia parecían otros tantos rastrillos viejos que hubiesen perdido la mayor parte de sus dientes. Buscando, entre las pocas que se ofrecían a mi vista, una casa que tuviese la fachada de madera y tres pisos con ventanas salientes (y no miradores, que es otra cosa distinta), miré la placa de la puerta, y en ella leí el nombre de la señora Whimple. Como éste era el que buscaba, llamé, y apareció una mujer de aspecto agradable y próspero. Pronto fue sustituida por Herbert, quien silenciosamente me llevó a la sala y cerró la puerta. Me resultaba muy raro ver aquel rostro amigo y tan familiar, que parecía hallarse en su casa, en un barrio y una vivienda completamente desconocidos para mí, y me sorprendí mirándole de la misma manera como miraba el armarito de un rincón, lleno de piezas de cristal y de porcelana; los caracoles y las conchas de la chimenea; los grabados iluminados que se veían en las paredes, representando la muerte del capitán Cook, una lancha y Su Majestad el rey Jorge III, en la terraza de Windsor, con su peluca, propia de un cochero de lujo, pantalones cortos de piel y botas altas. -Todo va bien, Haendel - dijo Herbert. - Él está completamente satisfecho, aunque muy deseoso de verte. Mi prometida se halla con su padre, y, si esperas a que baje, te la presentaré y luego iremos arriba. Ése… es su padre. Habían llegado a mis oídos unos alarmantes ruidos, procedentes del piso superior, y tal vez Herbert vio el asombro que eso me causara. - Temo que ese hombre sea un bandido - dijo Herbert sonriendo, - pero nunca le he visto. ¿No hueles a ron? Está bebiendo continuamente. - ¿Ron? 179 - Sí - contestó Herbert, - y ya puedes suponer lo que eso le alivia la gota. Tiene el mayor empeño en guardar en su habitación todas las provisiones, y luego las entrega a los demás, según se necesitan. Las guarda en unos estantes que tiene en la cabecera de la cama y las pesa cuidadosamente. Su habitación debe de parecer una tienda de ultramarinos. Mientras hablaba así, aumentó el rumor de los rugidos, que parecieron ya un aullido ronco, hasta que se debilitó y murió. - Naturalmente, las consecuencias están a la vista - dijo Herbert. - Tiene el queso de Gloucester a su disposición y lo come en abundantes cantidades. Eso le hace aumentar los dolores de gota de la mano y de otras partes de su cuerpo. Tal vez en aquel momento el enfermo se hizo daño, porque profirió otro furioso rugido. - Para la señora Whimple, el tener un huésped como el señor Provis es, verdaderamente, un favor del cielo, porque pocas personas resistirían este ruido. Es un lugar curioso, Haendel, ¿no es verdad? Así era, realmente; pero resultaba más notable el orden y la limpieza que reinaban por todas partes. - La señora Whimple - replicó Herbert cuando le hice notar eso - es una ama de casa excelente, y en verdad no sé lo que haría Clara sin su ayuda maternal. Clara no tiene madre, Haendel, ni ningún otro pariente en la tierra que el viejo Gruñón. - Seguramente no es éste su nombre, Herbert. - No - contestó mi amigo, - es el que yo le doy. Se llama Barley. Es una bendición para el hijo de mis padres el amar a una muchacha que no tiene parientes y que, por lo tanto, no puede molestar a nadie hablándole de su familia. Herbert me había informado en otras ocasiones, y ahora me lo recordó, que conoció a Clara cuando ésta completaba su educación en una escuela de Hammersmith, y que al ser llamada a su casa para cuidar a su padre, los dos jóvenes confiaron su afecto a la maternal señora Whimple, quien los protegió y reglamentó sus relaciones con extraordinaria bondad y la mayor discreción. Todos estaban convencidos de la imposibilidad de confiar al señor Barley nada de carácter sentimental, pues no se hallaba en condiciones de tomar en consideración otras cosas más psicológicas que la gota, el ron y los víveres almacenados en su estancia. Mientras hablábamos así en voz baja, en tanto que el rugido sostenido del viejo Barley hacía vibrar la viga que cruzaba el techo, se abrió la puerta de la estancia y apareció, llevando un cesto en la mano, una muchacha como de veinte años, muy linda, esbelta y de ojos negros. Herbert le quitó el cesto con la mayor ternura y, ruborizándose, me la presentó. Realmente era una muchacha encantadora, y podría haber pasado por un hada reducida al cautiverio y a quien el terrible ogro Barley hubese dedicado a su servicio. - Mira - dijo Herbert mostrándome el cesto con compasiva y tierna sonrisa, después de hablar un poco. - Aquí está la cena de la pobre Clara, que cada noche le entrega su padre. Hay aquí su porción de pan y un poquito de queso, además de su parte de ron… , que me bebo yo. Éste es el desayuno del señor Barley, que mañana por la mañana habrá que servir guisado. Dos chuletas de carnero, tres patatas, algunos guisantes, un poco de harina, dos onzas de mantequilla, un poco de sal y además toda esa pimienta negra. Hay que guisárselo todo junto, para servirlo caliente. No hay duda de que todo eso es excelente para la gota. Había tanta naturalidad y encanto en Clara mientras miraba aquellas provisiones que Herbert nombraba una tras otra, y parecía tan confiada, amante e inocente al prestarse modestamente a que Herbert la rodeara con su brazo; mostrábase tan cariñosa y tan necesitada de protección, que ni a cambio de todo el dinero que contenía la cartera que aún no había abierto, no me hubiese sentido capaz de deshacer aquellas relaciones entre ambos, en el supuesto de que eso me fuera posible. Contemplaba a la joven con placer y con admiración, cuando, de pronto, el rezongo que resonaba en el piso superior se convirtió en un rugido feroz. Al mismo tiempo resonaron algunos golpes en el techo, como si un gigante que tuviese una pierna de palo golpeara furiosamente el suelo con ella, en su deseo de llegar hasta nosotros. Al oírlo, Clara dijo a Herbert: - Papá me necesita. Y salió de la estancia. - Ya veo que te asusta - dijo Herbert. - ¿Qué te parece que quiere ahora, Haendel? - Lo ignoro – contesté. - ¿Algo que beber? - Precisamente - repuso, satisfecho como si yo acabara de adivinar una cosa extraordinaria. - Tiene el grog ya preparado en un recipiente y encima de la mesa. Espera un momento y oirás como Clara lo incorpora para que beba. ¡Ahora! - Resonó otro rugido, que terminó con mayor violencia. - Ahora - añadió Herbert fijándose en el silencio que siguió - está bebiendo. Y en este momento - añadió al notar que el gruñido resonaba de nuevo en la viga - ya se ha tendido otra vez. 180 Clara regresó en breve, y Herbert me acompañó hacia arriba a ver a nuestro protegido. Cuando pasábamos por delante de la puerta del señor Barley, oímos que murmuraba algo con voz ronca, cuyo tono disminuía y aumentaba como el viento. Y sin cesar decía lo que voy a copiar, aunque he de advertir que he sustituido con bendiciones otras palabras que eran precisamente todo lo contrario. - ¡Hola! ¡Benditos sean mis ojos, aquí está el viejo Bill Barley! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, benditos sean mis ojos! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, tendido en la cama y sin poder moverse, bendito sea Dios! ¡Tendido de espaldas como un lenguado muerto! ¡Así está el viejo Bill Barley, bendito sea Dios! ¡Hola! Según me comunicó Herbert, el viejo se consolaba así día y noche. También, a veces, de día, se distraía mirando al río por medio de un anteojo convenientemente colocado para usarlo desde la cama. Encontré cómodamente instalado a Provis en sus dos habitaciones de la parte alta de la casa, frescas y ventiladas, y desde las cuales no se oía tanto el escándalo producido por el señor Barley. No parecía estar alarmado en lo más mínimo, pero me llamó la atención que, en apariencia, estuviese más suave, aunque me habría sido imposible explicar el porqué ni cómo lo pude notar. Gracias a las reflexiones que pude hacer durante aquel día de descanso, decidí no decirle una sola palabra de Compeyson, pues temía que, llevado por su animosidad hacia aquel hombre, pudiera sentirse inclinado a buscarle y buscar así su propia perdición. Por eso, en cuanto los tres estuvimos sentados ante el fuego, le pregunté si tenía confianza en los consejos y en los informes de Wemmick. - ¡Ya lo creo, muchacho! - contestó con acento de convicción. - Jaggers lo sabe muy bien. - Pues en tal caso, le diré que he hablado con Wemmick – dije, - y he venido para transmitirle a usted los informes y consejos que me ha dado. Lo hice con la mayor exactitud, aunque con la reserva mencionada; le dije lo que Wemmick había oído en la prisión de Newgate (aunque ignoraba si por boca de algunos presos o de los oficiales de la cárcel), que se sospechaba de él y que se vigilaron mis habitaciones. Le transmití el encargo de Wemmick de no dejarse ver por algún tiempo, y también le di cuenta de su recomendación de que yo viviese alejado de él. Asimismo, le referí lo que me dijera mi amigo acerca de su marcha al extranjero. Añadí que, naturalmente, cuando llegase la ocasión favorable, yo le acompañaría, o le seguiría de cerca, según nos aconsejara Wemmick. No aludí ni remotamente al hecho de lo que podría ocurrir luego; por otra parte, yo no lo sabía aún, y no me habría gustado hablar de ello, dada la peligrosa situación en que se hallaba por mi culpa. En cuanto a cambiar mi modo de vivir, aumentando mis gastos, le hice comprender que tal cosa, en las desagradables circunstancias en que nos hallábamos, no solamente sería ridícula, sino tal vez peligrosa. No pudo negarme eso, y en realidad se portó de un modo muy razonable. Su regreso era una aventura, según dijo, y siempre supo a lo que se exponía. Nada haría para comprometerse, y añadió que temía muy poco por su seguridad, gracias al buen auxilio que le prestábamos. Herbert, que se había quedado mirando al fuego y sumido en sus reflexiones, dijo entonces algo que se le había ocurrido en vista de los consejos de Wemmick y que tal vez fuese conveniente llevar a cabo. - Tanto Haendel como yo somos buenos remeros, y los dos podríamos llevarle por el río en cuanto llegue la ocasión favorable. Entonces no alquilaremos ningún bote y tampoco tomaremos remeros; eso nos evitará posibles recelos y sospechas, y creo que debemos evitarlas en cuanto podamos. Nada importa que la estación no sea favorable. Creo que sería prudente que tú compraras un bote y lo tuvieras amarrado en el desembarcadero del Temple. De vez en cuando daríamos algunos paseos por el río, y una vez la gente se haya acostumbrado a vernos, ya nadie hará caso de nosotros. Podemos dar veinte o cincuenta paseos, y así nada de particular habrá en el paseo vigesimoprimero o quincuagesimoprimero, aunque entonces nos acompañe otra persona. Me gustó el plan, y, en cuanto a Provis, se entusiasmó. Convinimos en ponerlo en práctica y en que Provis no daría muestras de reconocernos cuantas veces nos viese, pero que, en cambio, correría la cortina de la ventana que daba al Este siempre que nos hubiese visto y no hubiera ninguna novedad. Terminada ya nuestra conferencia y convenido todo, me levanté para marcharme, haciendo a Herbert la observación de que era preferible que no regresáramos juntos a casa, sino que yo le precediera media hora. - No le dejo aquí con gusto - dije a Provis, - aunque no dudo de que está más seguro en esta casa que cerca de la mía. ¡Adios! - Querido Pip - dijo estrechándome las manos. - No sé cuándo nos veremos de nuevo y no me gusta decir «¡Adiós!» Digamos, pues, «¡Buenas noches!» - ¡Buenas noches! Herbert nos servirá de lazo de union, y, cuando llegue la ocasión oportuna, tenga usted la seguridad de que estaré dispuesto. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches! Creímos mejor que no se moviera de sus habitaciones, y le dejamos en el rellano que había ante la puerta, sosteniendo una luz para alumbrarnos mientras bajábamos la escalera. Mirando hacia atrás, pensé en la 181 primera noche, cuando llegó a mi casa; en aquella ocasión, nuestras posiciones respectivas eran inversas, y entonces poco pude sospechar que llegaría la ocasión en que mi corazón estaría lleno de ansiedad y de preocupaciones al separarme de él, como me ocurría en aquel momento. El viejo Barley estaba gruñendo y blasfemando cuando pasamos ante su puerta. En apariencia, no había cesado de hacerlo ni se disponía a guardar silencio. Cuando llegamos al pie de la escalera, pregunté a Herbert si había conservado el nombre de Provis o lo cambió por otro. Me replicó que lo había hecho así y que el inquilino se llamaba ahora señor Campbell. Añadió que todo cuanto se sabía acerca de él en la casa era que dicho señor Campbell le había sido recomendado y que él, Herbert, tenía el mayor interés en que estuviera bien alojado y cómodo para llevar una vida retirada. Por eso en cuanto llegamos a la sala en donde estaban sentadas trabajando la señora Whimple y Clara, nada dije de mi interés por el señor Campbell, sino que me callé acerca del particular. Cuando me hube despedido de la hermosa y amable muchacha de ojos negros, así como de la maternal señora que había amparado con honesta simpatía un amor juvenil y verdadero, aquella casa y aquel lugar me parecieron muy diferentes. Por viejo que fuese el enfurecido Barley y aunque blasfemase como una cuadrilla de bandidos, había en aquella casa suficiente bondad, juventud, amor y esperanza para compensarlo. Y luego, pensando en Estella y en nuestra despedida, me encaminé tristemente a mi casa. En el Temple, todo seguía tan tranquilo como de costumbre. Las ventanas de las habitaciones de aquel lado, últimamente ocupadas por Provis, estaban oscuras y silenciosas, y en Garden Court no había ningún holgazán. Pasé más allá de la fuente dos o tres veces, antes de descender los escalones que había en el camino de mis habitaciones, pero vi que estaba completamente solo. Herbert, que fue a verme a mi cama al llegar, pues ya me había acostado en seguida, fatigado como estaba mental y corporalmente, había hecho la misma observación. Después abrió una ventana, miró al exterior a la luz de la luna y me dijo que la calle estaba tan solemnemente desierta como la nave de cualquier catedral a la misma hora. Al día siguiente me ocupé en adquirir el bote. Pronto quedó comprado, y lo llevaron junto a los escalones del desembarcadero del Temple, quedando en un lugar adonde yo podía llegar en uno o dos minutos desde mi casa. Luego me embarqué como para practicarme en el remo; a veces iba solo y otras en compañía de Herbert. Con frecuencia salíamos a pasear por el río con lluvia, con frío y con cellisca, pero nadie se fijaba ya en mí después de haberme visto algunas veces. Primero solíamos pasear por la parte alta del Puente de Blackfriars; pero a medida que cambiaban las horas de la marea, empecé a dirigirme hacia el Puente de Londres, que en aquella época era tenido por «el viejo Puente de Londres». y, en ciertos estados de la marea, había allí una corriente que le daba muy mala reputación. Pero pronto empecé a saber cómo había que pasar aquel puente, después de haberlo visto hacer, y así, en breve, pude navegar por entre los barcos anclados en el Pool y más abajo, hacia Erith. La primera vez que pasamos por delante de la casa de Provis me acompañaba Herbert. Ambos íbamos remando, y tanto a la ida como a la vuelta vimos que se bajaban las cortinas de las ventanas que daban al Este. Herbert iba allá, por lo menos, tres veces por semana, y nunca me comunicó cosa alguna alarmante. Sin embargo, estaba persuadido de que aún existía la causa para sentir inquietud, y yo no podía desechar la sensación de que me vigilaban. Una sensación semejante se convierte para uno en una idea fija y molesta, y habría sido difícil precisar de cuántas personas sospechaba que me vigilaban. En una palabra, que estaba lleno de temores con respecto al atrevido que vivía oculto. Algunas veces, Herbert me había dicho que le resultaba agradable asomarse a una de nuestras ventanas cuando se retiraba la marea, pensando que se dirigía hacia el lugar en que vivía Clara, llevando consigo infinidad de cosas. Pero no pensaba que también se dirigía hacia el lugar en que vivía Magwitch y que cada una de las manchas negras que hubiese en su superficie podía ser uno de sus perseguidores, que silenciosa, rápida y seguramente iba a apoderarse de él. ...
En la línea 2037
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Metiéndome en el bolsillo la nota de la señorita Havisham, a fin de que sirviera de credencial por haber vuelto tan pronto a su casa, en el supuesto de que su humor caprichoso le hiciese demostrar alguna sorpresa al verme, tomé la diligencia del día siguiente. Pero me apeé en la Casa de Medio Camino y allí me desayuné, recorriendo luego a pie el resto del trayecto, porque tenía interés en llegar a la ciudad de modo que nadie se diese cuenta de ello y marcharme de la misma manera. Había desaparecido ya la mejor luz del día cuando pasé a lo largo de los tranquilos patios de la parte trasera de la calle Alta. Los montones de ruinas en donde, en otro tiempo, los monjes tuvieron sus refectorios y sus jardines, y cuyas fuertes murallas se utilizaban ahora como humildes albergues y como establos, estaban casi tan silenciosas como los antiguos monjes en sus tumbas. Las campanas de la catedral tuvieron para mí un sonido más triste y más remoto que nunca, mientras andaba apresuradamente para evitar ser visto; así, los sonidos del antiguo órgano llegaron a mis oídos como fúnebre música; y las cornejas que revoloteaban en torno de la torre gris, deslizándose a veces hacia los árboles, altos y desprovistos de hojas, del jardín del priorato, parecían decirme que aquel lugar estaba cambiado y que Estella se había marchado para siempre. Acudió a abrirme la puerta una mujer ya de edad, a quien había visto otras veces y que pertenecía a la servidumbre que vivía en la casa aneja situada en la parte posterior del patio. En el oscuro corredor estaba la bujía encendida, y, tomándola, subí solo la escalera. La señorita Havisham no estaba en su propia estancia, sino en la más amplia, situada al otro lado del rellano. Mirando al interior desde la puerta, después de llamar en vano, la vi sentada ante el hogar en una silla desvencijada, perdida en la contemplación del fuego, lleno de cenizas. Como otras veces había hecho, entré y me quedé en pie, al lado de la antigua chimenea, para que me viese así que levantara los ojos. Indudablemente, la pobre mujer estaba muy sola, y esto me indujo a compadecerme de ella, a pesar de los dolores que me había causado. Mientras la miraba con lástima y pensaba que yo también había llegado a ser una parte de la desdichada fortuna de aquella casa, sus ojos se fijaron en mí. Los abrió mucho y en voz baja se preguntó: - ¿Será una visión real? - Soy yo: Pip. El señor Jaggers me entregó ayer la nota de usted, y no he perdido tiempo en venir. - Gracias, muchas gracias. Acerqué al fuego otra de las sillas en mal estado y me senté, observando en el rostro de la señorita Havisham una expresión nueva, como si estuviese asustada de mí. - Deseo - dijo - continuar el beneficio de que me hablaste en tu última visita, a fin de demostrarte que no soy de piedra. Aunque tal vez ahora no podrás creer ya que haya algún sentimiento humano en mi corazón. 189 Le dije algunas palabras tranquilizadoras, y ella extendió su temblorosa mano derecha, como si quisiera tocarme; pero la retiró en seguida, antes de que yo comprendiese su intento y determinara el modo de recibirlo. -Al hablar de tu amigo me dijiste que podrías informarme de cómo seríame dado hacer algo útil para él. Algo que a ti mismo te gustaría realizar. - Así es. Algo que a mí me gustaría poder hacer. - ¿Qué es eso? Empecé a explicarle la secreta historia de lo que hice para lograr que Herbert llegara a ser socio de la casa en que trabajaba. No había avanzado mucho en mis explicaciones, cuando me pareció que mi interlocutora se fijaba más en mí que en lo que decía. Y contribuyó a aumentar esta creencia el hecho de que, cuando dejé de hablar, pasaron algunos instantes antes de que me demostrara haber notado que yo guardaba silencio. - ¿Te has interrumpido, acaso - me preguntó, como si, verdaderamente, me tuviese miedo, - porque te soy tan odiosa que ni siquiera te sientes con fuerzas para seguir hablándome? - De ninguna manera - le contesté. - ¿Cómo puede usted imaginarlo siquiera, señorita Havisham? Me interrumpí por creer que no prestaba usted atención a mis palabras. - Tal vez no - contestó, llevándose una mano a la cabeza. - Vuelve a empezar, y yo miraré hacia otro lado. Vamos a ver: refiéreme todo eso. Apoyó la mano en su bastón con aquella resoluta acción que le era habitual y miró al fuego con expresión demostrativa de que se obligaba a escuchar. Continué mi explicación y le dije que había abrigado la esperanza de terminar el asunto por mis propios medios, pero que ahora había fracasado en eso. Esta parte de mi explicación, según le recordé, envolvía otros asuntos que no podía detallar, porque formaban parte de los secretos de otro. - Muy bien - dijo moviendo la cabeza en señal de asentimiento, pero sin mirarme. - ¿Y qué cantidad se necesita para completar el asunto? - Novecientas libras. - Si te doy esa cantidad para el objeto expresado, ¿guardarás mi secreto como has guardado el tuyo? -Con la misma fidelidad. - ¿Y estarás más tranquilo acerca del particular? - Mucho más. - ¿Eres muy desgraciado ahora? Me hizo esta pregunta sin mirarme tampoco, pero en un tono de simpatía que no le era habitual. No pude contestar en seguida porque me faltó la voz, y, mientras tanto, ella puso el brazo izquierdo a través del puño de su bastón y descansó la cabeza en él. - Estoy lejos de ser feliz, señorita Havisham, pero tengo otras causas de intranquilidad además de las que usted conoce. Son los secretos a que me he referido. Después de unos momentos levantó la cabeza y de nuevo miró al fuego. - Te portas con mucha nobleza al decirme que tienes otras causas de infelicidad. ¿Es cierto? - Demasiado cierto. - ¿Y no podría servirte a ti, Pip, así como sirvo a tu amigo? ¿No puedo hacer nada en tu obsequio? - Nada. Le agradezco la pregunta. Y mucho más todavía el tono con que me la ha hecho. Pero no puede usted hacer nada. Se levantó entonces de su asiento y buscó con la mirada algo con que escribir. Allí no había nada apropiado, y por esto tomó de su bolsillo unas tabletas de marfil montadas en oro mate y escribió en una de ellas con un lapicero de oro, también mate, que colgaba de su cuello. - ¿Continúas en términos amistosos con el señor Jaggers? - Sí, señora. Ayer noche cené con él. - Esto es una autorización para él a fin de que te pague este dinero, que quedará a tu discreción, para que lo emplees en beneficio de tu amigo. Aquí no tengo dinero alguno; pero si crees mejor que el señor Jaggers no se entere para nada de este asunto, te lo mandaré. - Muchas gracias, señorita Havisham. No tengo ningún inconveniente en recibir esta suma de manos del señor Jaggers. Me leyó lo que acababa de escribir, que era expresivo y claro y evidentemente encaminado a librarme de toda sospecha de que quisiera aprovecharme de aquella suma. Tomé las tabletas de su mano, que estaba temblorosa y que tembló más aún cuando quitó la cadena que sujetaba el lapicero y me la puso en la mano. Hizo todo esto sin mirarme. 190 - En la primera hoja está mi nombre. Si alguna vez puedes escribir debajo de él «la perdono», aunque sea mucho después de que mi corazón se haya convertido en polvo, te ruego que lo hagas. - ¡Oh señorita Havisham! – exclamé. - Puedo hacerlo ahora mismo. Todos hemos incurrido en tristes equivocaciones; mi vida ha sido ciega e inútil, y necesito tanto, a mi vez, el perdón y la compasión ajenos, que no puedo mostrarme severo con usted. Volvió por vez primera su rostro hacia el mío, y con el mayor asombro por mi parte y hasta con el mayor terror, se arrodilló ante mí, levantando las manos plegadas de un modo semejante al que sin duda empleó cuando su pobre corazón era tierno e inocente, para implorar al cielo acompañada de su madre. El verla, con su cabello blanco y su pálido rostro, arrodillada a mis pies, hizo estremecer todo mi cuerpo. Traté de levantarla y tendí los brazos más cerca, y, apoyando en ellos la cabeza, se echó a llorar. Jamás hasta entonces la había visto derramar lágrimas, y, creyendo que el llanto podría hacerle bien, me incliné hacia ella sin decirle una palabra. Y en aquel momento, la señorita Havisham no estaba ya arrodillada, sino casi tendida en el suelo. - ¡Oh! - exclamó, desesperada. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - Si se refiere usted, señorita Havisham, a lo que haya podido hacer contra mí, permítame que le conteste: muy poco. Yo la habría amado en cualquier circunstancia. ¿Está casada? - Sí. Esta pregunta era completamente inútil, porque la nueva desolación que se advertía en aquella casa ya me había informado acerca del particular. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - repitió, retorciéndose las manos y mesándose el blanco cabello. Y volvió a lamentar-: ¡Qué he hecho! No sabía qué contestar ni cómo consolarla. De sobra me constaba que había obrado muy mal, animada por su violento resentimiento, por su burlado amor y su orgullo herido, al adoptar a una niña impresionable para moldearla de acuerdo con sus sentimientos. Pero era preciso recordar que al sustraerse a la luz del día había abandonado infinitamente mucho más. A1 encerrarse se había apartado a sí misma de mil influencias naturales y consoladoras; su mente, en la soledad, había enfermado, como no podía menos de ocurrir al sustraerse de las intenciones de su Hacedor. Y me era imposible mirarla sin sentir compasión, pues advertía que estaba muy castigada al haberse convertido en una ruina, por no tener ningún lugar en la tierra en que había nacido; por la vanidad del dolor, que había sido su principal manía, como la vanidad de la penitencia, del remordimiento y de la indignidad, así como otras monstruosas vanidades que han sido otras tantas maldiciones en este mundo. - Hasta que hablaste con ella en tu visita anterior y hasta que vi en ti, como si fuese un espejo, lo que yo misma sintiera en otros tiempos, no supe lo que había hecho. ¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho! Y repitió esta exclamación infinitas veces. - Señorita Havisham - le dije en cuanto guardó silencio. - Puede usted alejarme de su mente y de su conciencia. Pero en cuanto a Estella, es un caso diferente, y si alguna vez puede usted deshacer lo que hizo al imponer silencio a todos sus tiernos sentimientos, será mucho mejor dedicarse a ello que a lamentar el pasado, aunque fuese durante cien años enteros. - Sí, sí, ya lo sé, pero, querido Pip… - y su tono me demostraba el tierno afecto femenino que por mí sentía. - Querido Pip, créeme cuando te digo que no me propuse más que evitarle mi propia desgracia. Al principio no me proponía nada más. - Así lo creo también - le contesté. - Pero cuando creció, haciendo prever que sería muy hermosa, gradualmente hice más y obré peor; y con mis alabanzas y lisonjas, con mis joyas y mis lecciones, con mi persona ante ella, le robé su corazón para sustituirlo por un trozo de hielo. - Mejor habría sido - no pude menos que exclamar -dejarle su propio corazón, aunque quedara destrozado o herido. Entonces la señorita Havisham me miró, tal vez sin verme, y de nuevo volvió a preguntarme qué había hecho. - Si conocieras la historia entera - dijo luego, - me tendrías más compasión y me comprenderías mejor. - Señorita Havisham - contesté con tanta delicadeza como me fue posible. - Desde que abandoné esta región creo conocer su historia entera. Siempre me ha inspirado mucha compasión, y espero haberla comprendido, dándome cuenta de su influencia. ¿Cree usted que lo que ha pasado entre nosotros me dará la libertad de hacerle una pregunta acerca de Estella? No la Estella de ahora, sino la que era cuando llegó aquí. 191 La señorita Havisham estaba sentada en el suelo, con los brazos apoyados en la silla y la cabeza descansando en ellos. Me miró cara a cara cuando le dije esto, y contestó: - Habla. - ¿De quién era hija Estella? Movió negativamente la cabeza. - ¿No lo sabe usted? Hizo otro movimiento negativo. - ¿Pero la trajo el señor Jaggers o la mandó? -La trajo él mismo. - ¿Quiere usted referirme la razón de su venida? - Hacía ya mucho tiempo que yo estaba encerrada en estas habitaciones - contestó en voz baja y precavida. - No sé cuánto tiempo hacía, porque, como sabes, los relojes están parados. Entonces le dije que necesitaba una niña para educarla y amarla y para evitarle mi triste suerte. Le vi por vez primera cuando le mandé llamar a fin de que me preparase esta casa y la dejara desocupada para mí, pues leí su nombre en los periódicos antes de que el mundo y yo nos hubiésemos separado. Él me dijo que buscaría una niña huérfana; y una noche la trajo aquí dorrnida y yo la llamé Estella. - ¿Qué edad tenía entonces? - Dos o tres años. Ella no sabe nada, a excepción de que era huérfana y que yo la adopté. Tan convencido estaba yo de que la criada del señor Jaggers era su madre, que no necesitaba ninguna prueba más clara, porque para cualquiera, según me parecía, la relación entre ambas mujeres habría sido absolutamente indudable. ¿Qué podía esperar prolongando aquella entrevista? Había logrado lo que me propuse en favor de Herbert. La señorita Havisham me comunicó todo lo que sabía acerca de Estella, y yo le dije e hice cuanto me fue posible para tranquilizarla. Poco importa cuáles fueron las palabras de nuestra despedida, pero el caso es que nos separamos. Cuando bajé la escalera y llegué al aire libre era la hora del crepúsculo. Llamé a la mujer que me había abierto la puerta para entrar y le dije que no se molestara todavía, porque quería dar un paseo alrededor de la casa antes de marcharme. Tenía el presentimiento de que no volvería nunca más, y experimentaba la sensación de que la moribunda luz del día convenía en gran manera a mi última visión de aquel lugar. Pasando al lado de las ruinas de los barriles, por el lado de los cuales había paseado tanto tiempo atrás y sobre los que había caído la lluvia de infinidad de años, pudriéndolos en muchos sitios y dejando en el suelo marjales en miniatura y pequeños estanques, me dirigí hacia el descuidado jardín. Di una vuelta por él y pasé también por el lugar en que nos peleamos Herbert y yo; luego anduve por los senderos que recorriera en compañía de Estella. Y todo estaba frío, solitario y triste. Encaminándome hacia la fábrica de cerveza para emprender el regreso, levanté el oxidado picaporte de una puertecilla en el extremo del jardín y eché a andar a través de aquel lugar. Dirigíame hacia la puerta opuesta, difícil de abrir entonces, porque la madera se había hinchado con la humedad y las bisagras se caían a pedazos, sin contar con que el umbral estaba lleno de áspero fango. En aquel momento volví la cabeza hacia atrás. Ello fue causa de que se repitiese la ilusión de que veía a la señorita Havisham colgando de una viga. Y tan fuerte fue la impresión, que me quedé allí estremecido, antes de darme cuenta de que era una alucinación. Pero inmediatamente me dirigí al lugar en que me había figurado ver un espectáculo tan extraordinario. La tristeza del sitio y de la hora y el terror que me causó aquella ficción, aunque momentánea, me produjo un temor indescriptible cuando llegué, entre las abiertas puertas, a donde una vez me arranqué los cabellos después que Estella me hubo lastimado el corazón. Dirigiéndome al patio delantero, me quedé indeciso entre si llamaría a la mujer para que me dejara salir por la puerta cuya llave tenía, o si primero iría arriba para cerciorarme de que no le ocurría ninguna novedad a la señorita Havisham. Me decidí por lo último y subí. Miré al interior de la estancia en donde la había dejado, y la vi sentada en la desvencijada silla, muy cerca del fuego y dándome la espalda. Cuando ya me retiraba, vi que, de pronto, surgía una gran llamarada. En el mismo momento, la señorita Havisham echó a correr hacia mí gritando y envuelta en llamas que llegaban a gran altura. Yo llevaba puesto un grueso abrigo, y, sobre el brazo, una capa también recia. Sin perder momento, me acerqué a ella y le eché las dos prendas encima; además, tiré del mantel de la mesa con el mismo objeto. Con él arrastré el montón de podredumbre que había en el centro y toda suerte de sucias cosas que se escondían allí; ella y yo estábamos en el suelo, luchando como encarnizados enemigos, y cuanto más 192 apretaba mis abrigos y el mantel en torno de ella, más fuertes eran sus gritos y mayores sus esfuerzos por libertarse. De todo eso me di cuenta por el resultado, pero no porque entonces pensara ni notara cosa alguna. Nada supe, a no ser que estábamos en el suelo, junto a la mesa grande, y que en el aire, lleno de humo, flotaban algunos fragmentos de tela aún encendidos y que, poco antes, fueron su marchito traje de novia. Al mirar alrededor de mí vi que corrían apresuradamente por el suelo los escarabajos y las arañas y que, dando gritos de terror, habían acudido a la puerta todos los criados. Yo seguí conteniendo con toda mi fuerza a la señorita Havisham, como si se tratara de un preso que quisiera huir, y llego a dudar de si entonces me di cuenta de quién era o por qué habíamos luchado, por qué ella se vio envuelta en llamas y también por qué éstas habían desaparecido, hasta que vi los fragmentos encendidos de su traje, que ya no revoloteaban, sino que caían alrededor de nosotros convertidos en cenizas. Estaba insensible, y yo temía que la moviesen o la tocasen. Mandamos en busca de socorro y la sostuve hasta que llegó, y, por mi parte, sentí la ilusión, nada razonable, de que si la soltaba surgirían de nuevo las llamas para consumirla. Cuando me levanté al ver que llegaba el cirujano, me asombré notando que mis manos habían recibido graves quemaduras, porque hasta entonces no había sentido el menor dolor. El cirujano examinó a la señorita Havisham y dijo que había recibido graves quemaduras, pero que, por sí mismas, no ponían en peligro su vida. Lo más importante era la impresión nerviosa que había sufrido. Siguiendo las instrucciones del cirujano, le llevaron allí la cama y la pusieron sobre la gran mesa, que resultó muy apropiada para la curación de sus heridas. Cuando la vi otra vez, una hora más tarde, estaba vérdaderamente echada en donde la vi golpear con su bastón diciendo, al mismo tiempo, que allí reposaría un día. Aunque ardió todo su traje, según me dijeron, todavía conservaba su aspecto de novia espectral, pues la habían envuelto hasta el cuello en algodón en rama, y mientras estaba echada, cubierta por una sábana, el recuerdo de algo fantástico que había sido aún flotaba sobre ella. Al preguntar a los criados me enteré de que Estella estaba en París, e hice prometer al cirujano que le escribiría por el siguiente correo. Yo me encargué de avisar a la familia de la señorita Havisham, proponiéndome decírselo tan sólo a Mateo Pocket, al que dejaría en libertad de que hiciera lo que mejor le pareciese con respecto a los demás. Así se lo comuniqué al día siguiente por medio de Herbert, en cuanto estuve de regreso en la capital. Aquella noche hubo un momento en que ella habló Juiciosamente de lo que había sucedido, aunque con terrible vivacidad. Hacia medianoche empezó a desvariar, y a partir de entonces repitió durante largo rato, con voz solemne: « ¡Qué he hecho! » Luego decía: «Cuando llegó no me propuse más que evitarle mi propia desgracia». También añadió: «Toma el lápiz y debajo de mi nombre escribe: «La perdono».» Jamás cambió el orden de estas tres frases, aunque a veces se olvidaba de alguna palabra y, dejando aquel blanco, pasaba a la siguiente. Como no podía hacer nada allí y, por otra parte, tenía acerca de mi casa razones más que suficientes para sentir ansiedad y miedo, que ninguna de las palabras de la señorita Havisham podía alejar de mi mente, decidí aquella misma noche regresar en la primera diligencia, aunque con el propósito de andar una milla más o menos, para subir al vehículo más allá de la ciudad. Por consiguiente, hacia las seis de la mañana me incliné sobre la enferma y toqué sus labios con los míos, precisamente cuando ella decía: «Toma el lápiz y escribe debajo de mi nombre: La perdono.» ...
En la línea 187
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Sentáronse a la mesa dispuesta para los viajeros, mesa trivial, sellada por la vulgar promiscuidad que en ella se establecía a todas horas; muy larga y cubierta de hule, y cercada como la gallina de sus polluelos, de otras mesitas chicas, con servicios de té, de café, de chocolate. Las tazas, vueltas boca abajo sobre los platillos, parecían esperar pacientes la mano piadosa que les restituyese su natural postura; los terrones de azúcar empilados en las salvillas de metal, remedaban materiales de construcción, bloques de mármol blanco desbastados para algún palacio liliputiense. Las teteras presentaban su vientre reluciente y las jarras de la leche sacaban el hocico como niños mal criados. La monotonía del prolongado salón abrumaba. Tarifas, mapas y anuncios, pendientes de las paredes, prestaban al lugar no sé qué perfiles de oficina. El fondo de la pieza ocupábalo un alto mostrador atestado de rimeros de platos, de grupos de cristalería recién lavada, de fruteros donde las pirámides de manzanas y peras pardeaban ante el verde fuerte del musgo. En la mesa principal, en dos floreros de azul porcelana, acababan de mustiarse lacias flores, rosas tardías, girasoles inodoros. Iban llegando y ocupando sus puestos los viajeros, contraído de tedio y de sueño el semblante, caladas las gorras de camino hasta las cejas los hombres, rebujadas las mujeres en toquillas de estambre, oculta la gentileza del talle por grises y largos impermeables, descompuesto el peinado, ajados los puños y cuellos. Lucía, risueña, con su ajustado casaquín, natural y sonrosada la color del semblante, descollaba entre todos, y dijérase que la luz amarillenta y cruda de los mecheros de gas se concentraba, proyectándose únicamente sobre su cabeza y dejando en turbia media tinta las de los demás comensales. Les trajeron la comida invariable de los fondines: sopa de hierbas, chuletas esparrilladas, secos alones de pollo, algún pescado recaliente, jamón frío en magrísimas lonjas, queso y frutas. Hizo Miranda poco gasto de manjares, despreciando cuanto le servían, y pidiendo imperativo y en voz bastante alta una botella de Jerez y otra de Burdeos, de que escanció a Lucía, explicándole las cualidades especiales de cada vino. Lucía comió vorazmente, soltando la rienda a su apetito impetuoso de niño en día de asueto. A cada nuevo plato, renovabásele el goce que los estómagos no estragados y hechos a alimentos sencillos hallan en la más leve novedad culinaria. Paladeó el Burdeos, dando con la lengua en el cielo de la boca, y jurando que olía y sabía como las violetas que le traía Vélez de Rada a veces. Miró al trasluz el líquido topacio del Jerez, y cerró los ojos al beberlo, afirmando que le cosquilleaba en la garganta. Pero su gran orgía, su fruto prohibido, fue el café. No acertaremos jamás los mínimos y escrupulosos cronistas del señor Joaquín el Leonés, cuál fuese la razón secreta y potísima que le llevó a vedar siempre a su hija el uso del café, cual si fuese emponzoñada droga o pernicioso filtro: caso tanto más extraño cuanto que ya sabemos la afición desmedida, el amor que al café profesaba nuestro buen colmenarista. Privada Lucía de gustar de la negra infusión, y no ignorante de los tragos que de ella se echaba su padre al cuerpo todos los días, dio en concebir que el tal brebaje era el mismo néctar, la propia ambrosía de los dioses, y sucedíale a veces decir a Rosarito o a Carmela: ...
En la línea 515
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Hará usted -ordenó Ignacio- que al esperar mañana al tren de España, pregunten por monsieur Aurelio Miranda… ¡no se olvide usted! que le digan que madame está aquí en este hotel, sin novedad, y que le aguarda… ¿Entendido? ...
En la línea 517
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Diéronse las buenas noches Lucía y Artegui en el umbral de sus respectivos cuartos. Lucía, al desnudarse, vio sobre la mesa los paquetes de sus compras de ropa blanca. Se mudó con delicia, y acostose creyendo dormir como una bienaventurada, a semejanza de la noche anterior. Mas no gozó de tan regalado reposo, sino de un sueño inquieto y desigual. Acaso la novedad del lecho, su propia blandura, hicieron en Lucía el efecto que suelen hacer en las personas habituadas a la vida monástica, de quienes se puede decir con paradójica exactitud que la comodidad les incomoda. ...
En la línea 544
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Artegui, risueño y solícito, le ofreció el brazo, pero ella no quiso cogerse. Al llegar a la calle anduvo muy callada, con los ojos bajos, echando de menos la protectora sombra del negro velo de su manto de encaje, que le cubría las mejillas, dándole tan modesto porte, cuando en León cruzaba bajo las bóvedas medio derruidas y llenas de andamiaje de la catedral. La de Bayona le pareció linda como un dije de filigrana; pero no pudo oír en ella tan devotamente la misa: se lo estorbaba la pulcritud esmerada del templo, semejante a caja primorosa; los colores vivos de las figuras neobizantinas pintadas sobre oro en el crucero, o la novedad de aquel coro descubierto, de aquel tabernáculo aislado y sin retablo, el moverse de los reclinatorios, el circular de las alquiladoras de sillas. Parecíale estar en un templo de culto diverso del que ella profesaba. Una Virgen blanca, con filetes de oro en el manto, que presentaba el divino infante en una de las capillas de la nave, la tranquilizó algo. Allí rezó buena porción de salves, deshojó las rosas sangrientas del rosario, los místicos lirios de la letanía. Salió del templo con ligero paso y alegre corazón. Lo primero que vio a la puerta fue a Artegui, contemplando con interés la gótica forma de la portada. ...

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