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La palabra lejano
Cómo se escribe

la palabra lejano

La palabra Lejano ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Niebla de Miguel De Unamuno
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece lejano.

Estadisticas de la palabra lejano

Lejano es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 4622 según la RAE.

Lejano tienen una frecuencia media de 19.72 veces en cada libro en castellano

Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la lejano en 150 obras del castellano contandose 2997 apariciones en total.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Lejano

Cómo se escribe lejano o legano?

Más información sobre la palabra Lejano en internet

Lejano en la RAE.
Lejano en Word Reference.
Lejano en la wikipedia.
Sinonimos de Lejano.


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece lejano

La palabra lejano puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 835
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En el fondo, sobre las oscuras montañas, coloreábanse las nubes con resplandor de lejano incendio; por la parte del mar temblaban en el infinito las primeras estrellas; ladraban los perros tristemente; con el canto monótono de ranas y grillos confundíase el chirrido de carros invisibles alejándose por todos los caminos de la inmensa llanura. ...

En la línea 1546
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Decididamente, gustaba a todos este nuevo individuo de la familia, que hocicaba el pesebre con extrañeza, como si encontrase en él algún lejano olor de compañero muerto. ...

En la línea 1582
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En la vega, que azuleaba bajo el crepúsculo, no se oía más que un ruido lejano de carros, el susurro de los cañaverales y los gritos con que se llamaban de una barraca a otra. ...

En la línea 1842
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Por la puerta abierta y lóbrega llegaba como un lejano susurro la respiración cansada de la familia, todos caídos, como muertos de la batalla con el dolor. ...

En la línea 336
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Esta vida de embriaguez, estrépito, pelea y caricias alcohólicas que había entrevisto de niña en lo casa paterna, atraíala con fuerza ancestral, entregándose a ella sin remordimiento, como si continuase una tradición de familia. En sus excursiones nocturnas, cogida del brazo del galán rústico que disfrutaba de su momentáneo apasionamiento, se encontraba con Luis Dupont y su cortejo de gente alegre. Llamábanse primos por su lejano parentesco, se embriagaban juntos, y Luis afirmaba su resolución de ir a tiros con todo el que no confesase que la _Marquesita_ era «la mujer más barbiana de la tierra». Pero a pesar de los abandonos de Lola, que permitían al calavera apreciar sus secretos físicos, y de que más de una vez la acompañó hasta su casa por las desiertas calles, haciendo esfuerzos por contener sus arrebatos de histérica que la impulsaban al escándalo, nunca sus relaciones pasaron de una intimidad amistosa. Luis sentía ciertos entorpecimientos en el deseo y dejaba para más adelante la fácil empresa, como si le cohibiese el recuerdo del período de la infancia que habían pasado juntos. ...

En la línea 375
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La comida transcurría en medio del solemne silencio del campo, que parecía colarse en el cortijo por el abierto portón. Los gorriones piaban en los tejados; las gallinas cocleaban en el patio, picoteando, con las plumas erizadas, los intersticios del pavimento de guijarros. De la gran cuadra llegaban los relinchos de los caballos sementales y los rebuznos de los garañones, acompañados de pataleos y bufidos de gula satisfecha ante el pesebre lleno. De vez en cuando, un conejo asomaba a la puerta del tugurio sus orejas desmayadas, huyendo con medroso trote a la más leve voz, temblándole el rabillo sobre las posaderas sedosas, y de las lejanas pocilgas llegaban ronquidos de fiera, revelando una lucha de empellones de grasa y mordiscos traidores en torno de los barreños de bazofia. Cuando cesaban estos rumores de vida, tornaba a extenderse con religiosa majestad el silencio del campo, rasgado tenuemente por el arrullo de las palomas o el lejano campanilleo de una recua, deslizándose por la carretera que cortaba la inmensidad de tierras amarillas, como un río de polvo. ...

En la línea 489
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Hablaba de los misterios reproductores de aquella cuadra, con la naturalidad de la gente campesina, tímida y ruborosa en las relaciones humanas y franca hasta el impudor al hablar de las aproximaciones de las bestias. Y como si las palabras del viejo trajesen a las dilatadas narices de los caballos un lejano perfume de la deseada primavera, comenzaron a relinchar, a dar saltos, a morderse, a estremecer sus vientres con agitaciones de péndulo, a resbalar las patas delanteras sobre las grupas más cercanas, haciendo esfuerzos por libertar sus cabezas amarradas a las anillas. Unos cuantos varazos repartidos a ciegas por _Zarandilla_ hicieron cesar el estruendo de coces y relinchos, y las bestias tornaron a alinearse ante los pesebres, exhalando los últimos restos de su agitación con bufidos y temblores. ...

En la línea 1215
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --Tal vez esta creencia equivale a una cobardía: tú no puedes comprenderme, _Alcaparrón_. Pero, ¡ay! ¡la Muerte! ¡la incógnita, que nos espía y nos sigue, burlándose de nuestras soberbias y nuestras satisfacciones!... Yo la desprecio, me río de ella, la espero sin miedo para descansar de una vez: y como yo, muchísimos. Pero los hombres amamos, y el amor nos hace temblar por los que nos rodean: troncha nuestras energías, nos hace caer de bruces, cobardes y trémulos ante esa bruja, inventando mil mentiras, para consolarnos de sus crímenes. ¡Ay, si no amásemos!... ¡qué animal tan valeroso y temerario sería el hombre! El carro, en su marcha traqueteante, había dejado atrás al gitano y a Salvatierra, que se detenían para hablar. Ya no le veían. Les servía de guía su lejano chirrido y el plañir de la familia, que marchaba a la zaga, acometiendo de nuevo la canturía de su dolor. ...

En la línea 3165
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Al relámpago siguió el estampido de un trueno, no menos terrible, pero lejano, sordo y profundo; las montañas recogieron su sonido y lo repitieron llevándolo de cumbre en cumbre, hasta que se perdió en el espacio sin límites. ...

En la línea 4406
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Vimos muy pocas viviendas humanas; con todo, el viaje fué placentero, gracias al esplendente sol, que alegraba con sus rayos los agrestes yermos y brillaba en la superficie del lejano mar, dormido en apacible calma. ...

En la línea 5950
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Me contestó que estaba muy ocupado en las faenas de la labranza; para llenar su puesto, empero, me envió un labriego viejo, llamado Victoriano López, lejano pariente suyo. ...

En la línea 6936
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Las tinieblas envolvían ya por completo tierra y mar; ningún ruido se oía, salvo, de vez en cuando, el lejano ladrido de un perro en la costa, o alguna quejumbrosa canción genovesa, que se alzaba de una barca próxima. ...

En la línea 412
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 28 de septiembre.- Atravesamos el pueblecillo de Luxán, donde se pasa el río por un puente de madera, lujo nunca visto en este país. También cruzamos Areco. Las llanuras parecen absolutamente niveladas; pero no es así, pues el horizonte está más lejano en algunos puntos. ...

En la línea 3085
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... davía hoy, cuando oigo un lamento lejano me acuerdo de que el pasar por delante de una casa de Pernambuco oí quejarse; en el acto se me representó en la imaginación, y así era en efecto, que atormentaban a un pobre esclavo; pero al mismo tiempo comprendí que no podía intervenir. Río Janeiro vivía yo en frente de casa de una señora vieja que tenía tornillos para estrujarles los dedos a sus esclavas. vivido también en una casa en la que un joven mulato era sin cesar insultado, perseguido y apaleado con una rabia que no se emplearía contra el animal más ínfimo. día he visto, antes que pudiese interponerme, dar a un niño de seis o siete años tres porrazos en la cabeza con el mango de un látigo, por haberme traído un vaso que no estaba limpio; el padre del chico presenció este verdadero tormento y bajó la cabeza sin atreverse a proferir ni una palabra ...

En la línea 223
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. ...

En la línea 241
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Así son las perspectivas de la esperanza, pensaba el Magistral; cuanto más nos acercamos al término de nuestra ambición, más distante parece el objeto deseado, porque no está en lo porvenir, sino en lo pasado; lo que vemos delante es un espejo que refleja el cuadro soñador que se queda atrás, en el lejano día del sueño. ...

En la línea 2023
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Pero ¿el amor? ¿era aquello el amor? No, eso estaba en un porvenir lejano todavía. ...

En la línea 5591
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El Obispo hablaba con una voz de trueno lejano, sumido en la sombra del púlpito; sólo se veía de él, de vez en cuando, un reflejo morado y una mano que se extendía sobre el auditorio. ...

En la línea 811
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Sus relaciones con la Vannoza no eran ya más que un lejano recuerdo, atestiguado por la existencia de cuatro hijos: Juan, César, Lucrecia y Jofre. Estos amoríos con la buena moza del Transtevere habían empezado al regreso de su legación en España. Cuando el cardenal Borja tenía cincuenta y dos años, ella contaba ya cuarenta, no inspirando ningún deseo al poderoso personaje. Además, esta romana, no menos fecunda que ardiente, al abandonarla el cardenal, tomó un segundo marido, letrado intrigante, sin ningún escrúpulo sobre el pasado de su mujer. ...

En la línea 1123
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Luego sintió de pronto todo el peso de aquella reprobación que le circundaba, y fingiendo interés por los cuadros y estatuas de los varios salones, fue pasando de una obra a otra; hasta llegar a la puerta del más lejano de aquéllos… , y huyó. ...

En la línea 1653
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Oyó el tiro de la pistola que tenía enfrente, un ruido muy lejano, y apretó el gatillo de la suya; mas no pudo escuchar su detonación. En el mismo instante sintió un golpe en la parte alta de su pierna derecha, una contusión, que hizo recordar la que había sufrido, siendo pequeño, al recibir cierta pedrada en una contienda con otros de su edad. ...

En la línea 1872
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Y parecía vibrar en su voz un lejano eco de aquella envidia mansa, de aquel tranquilo despecho con que había comentado siempre las historias amorosas de la bella argentina, tan admirada por él. ...

En la línea 1339
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Ya no podía fijar el joven la fecha del movimiento insurreccional contra la República de las mujeres. Todos los preparativos estaban terminados y las órdenes transmitidas a las diferentes ciudades. Solo faltaba que se iniciase el movimiento en un Estado lejano, el más favorable para emplear aquel descubrimiento que debía vencer a los famosos rayos negros. ...

En la línea 1394
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los curiosos ya no reían de la grotesca revolución de los hombres. Lanzaban los periódicos edición tras edición para contar la historia de este suceso, el más inaudito e inesperado desde que las mujeres constituyeron los Estados Unidos de la Felicidad. Los insurgentes de Balmuff se habían lanzado con piedras y palos sobre la Universidad de su capital, apoderándose de ella sin más esfuerzo que repartir unos cuantos garrotazos entre los profesores femeninos y otros empleados de igual sexo que dependían del lejano y omnipotente Momaren. Luego se habían esparcido por el Museo Histórico, apoderándose de los fusiles y cañones que figuraban en sus salas. Precisamente el gobierno de la Confederación, para satisfacer sin gasto alguno la vanidad de las mujeres patriotas de este Estado remoto, había enviado, poco después del triunfo femenil, enormes cantidades del antiguo material de guerra de los hombres, para que con esta ferretería inútil adornasen su palacio universitario. ...

En la línea 4863
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —¿Pero tú… ?—Espera, te contaré—dijo Aurora con cautela, asegurándose de que ningún curioso se destacaba de la tertulia para acecharlas—. Pues este primo Moreno, aunque pariente lejano, y más lejano por ser rico y nosotras pobres, nos visitaba alguna vez… hará de esto trece o catorce años. Mamá le consideraba mucho, y cuando venía a casa le recibía poco menos que en palio. Tuvo mamá en un tiempo la ilusión ¡qué tontería!, de casarme con él. Yo tenía dieciocho años, él treinta y pico. ¿Te vas enterando? ...

En la línea 4863
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —¿Pero tú… ?—Espera, te contaré—dijo Aurora con cautela, asegurándose de que ningún curioso se destacaba de la tertulia para acecharlas—. Pues este primo Moreno, aunque pariente lejano, y más lejano por ser rico y nosotras pobres, nos visitaba alguna vez… hará de esto trece o catorce años. Mamá le consideraba mucho, y cuando venía a casa le recibía poco menos que en palio. Tuvo mamá en un tiempo la ilusión ¡qué tontería!, de casarme con él. Yo tenía dieciocho años, él treinta y pico. ¿Te vas enterando? ...

En la línea 5777
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Las demás personas que en la casa entraron estaban en la sala, sin atreverse a pasar mientras durase aquel animado coloquio de la diabla y la santa, cuyo lejano run run oían. Guillermina pasó a la salita en busca de Ballester, que estaba muy cariacontecido junto a los cristales de la ventana, mirando a la plaza, y le dijo: «Está esa mujer excitadísima, y me temo que se seque… ¿Hay aquí antiespasmódica?». ...

En la línea 6061
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... «¡Ah!, señora—dijo a la fundadora, secándose las lágrimas—; veo que se asombra usted de… de verme llorar así, y de estas demostraciones… Es que yo la quería mucho… era mi amiga… iba a ser mi querida… digo… no, dispense usted, éramos amigos… Usted no la conocía bien; yo sí… Era un ángel… digo, debía serlo, podría serlo; dispense usted, señora, no sé lo que me digo; porque me ha llegado al alma esta desgracia. No la esperaba… Ha sido un descuido. Ella misma, con los disparates que hacía… porque era de estos ángeles que hacen muchos disparates… ¿me entiende usted?… ¡Pobre mujer… tan hermosa y tan buena!… La hemorragia ha provenido sin duda de no haberse verificado la involución… Me lo temía… La salida antes de tiempo, la agitación moral… Añada usted descuidos, falta de asistencia, de vigilancia, y de una autoridad que se le hubiera impuesto. ¡Ah!, si yo hubiera estado aquí. Pero no podía, no podía. Mis obligaciones… ¡Ah!, señora, crea usted que tengo el corazón destrozado, y que tardaré en consolarme de esta pesadumbre… La había tomado yo tanto cariño, que a todas horas la tenía en el pensamiento. Mi destino me ligaba a ella, y hubiéramos sido felices, sí, felices, créalo usted… Nos habríamos ido a otro país, a un país lejano, muy lejano. Con permiso de usted, la voy a besar otra vez. No la había besado nunca. No me atrevía, ni ella lo habría consentido, porque era la persona más honrada y honesta que usted puede imaginar». ...

En la línea 913
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... El alto seto le ocultó muy pronto a la vista de la casa; y entonces, bajo la excitación de un terrible espanto, apeló el niño a todas sus fuerzas y se encaminó corriendo a un bosque lejano. No volvió atrás la vista hasta que casi hubo ganado el refugio del bosque, y, entonces, divisó a lo lejos dos figuras. No necesitó más. No se detuvo el rey a examinarlas acuciosamente, sino que siguió corriendo, sin aminorar el paso hasta que estuvo muy adentro en la oscuridad crepuscular del bosque. Entonces se detuvo, persuadido de que estaba ya bastante seguro. Escucho atentamente, pero la calma era profunda y solemne… , y hasta pavorosa y deprimente para el ánimo. Sus oídos en tensión percibían con largos intervalos algunos ruidos, pero tan remotos, tan huecos y tan misteriosos, que no parecían ser verdaderos sonidos, sino sólo espectros gemebundos y plañideros. Así resultaban más pavorosos todavía que el silencio que quebraban. ...

En la línea 1368
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Hemos visto que este conjunto de damas está sembrado de diamantes, y vemos también que constituye un maravilloso espectáculo, pero… , ahora estamos a punto de asombrarnos de verdad. Cerca de las nueve, de pronto se rasgan las nubes y una saeta de luz de sol hiende la tibia atmósfera y recorre lentamente las filas de damas, y cada, fila que toca se enciende con un delumbrante esplendor de fuegos multicolores, y a nosotros nos hormiguean hasta las puntas de los dedos con el estremecimiento eléctrico que nos atraviesa por la sorpresa y la belleza del espectáculo. Ahora un enviado especial de algún lejano rincón del Oriente entra con el cuerpo de embajadores extranjeros; cruza aquella barra de luz de sol, y nosotros retenemos el aliento, tan subyugante es el fulgor que irradia y centellea a su alrededor, pues está cubierto de piedras preciosas de pies a cabeza, y al más ligero movimiento derrama en tomo suyo una radiante danza de luces. ...

En la línea 1447
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... No hacía frío en absoluto, así que se tendió en el suelo, al socaire de un seto, para descansar y pensar. El sueño no tardó en invadir sus sentidos; el atronar desmayado y lejano de los cañones llegó a sus oídos, se dijo: –Están coronando al nuevo rey –e inmediatamente se quedó dormido. Llevaba más de treinta horas sin dormir ni descansar. No se despertó hasta cerca del mediodía. ...

En la línea 974
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Ahora sólo falta, señora, que convenza a su sobrina de cuáles han sido mis verdaderas intenciones, y que si lo de deshipotecar la casa fue una impertinencia me la perdone. Pero me parece que no es cosa ya de volver atrás. Si ella quiere seré yo padrino de la boda. Y luego emprenderé un largo y lejano viaje. ...

En la línea 1254
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Emprendería el viaje, ¿sí o no? Ya lo había anunciado primero a Rosarito, sin saber bien lo que se decía, por decir algo, o más bien como un pretexto para preguntarle si le acompañaría en él, y luego a doña Ermelinda, para probarle… ¿qué?, ¿qué es lo que pretendió probarle con aquello de que iba a emprender un viaje? ¡Lo que fuese! Mas era el caso que había soltado por dos veces prenda, que había dicho que iba a emprender un viaje largo y lejano y él era hombre de carácter, él era él; ¿tenía que ser hombre de palabra? ...

En la línea 1255
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Los hombres de palabra primero dicen una cosa y después la piensan, y por último la hacen, resulte bien o mal luego de pensada; los hombres de palabra no se rectifican ni se vuelven atrás de lo que una vez han dicho. Y él dijo que iba a emprender un viaje largo y lejano. ...

En la línea 1256
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... ¡Un viaje largo y lejano! ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿cómo?, ¿adónde? ...

En la línea 2206
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Es probable, señor Aronnax, pues desde 1866 han surgido ya ocho pequeños islotes de lava frente al puerto San Nicolás de Palca Kamenni. Es, pues, evidente, que Nea y Palea se reunirán un día no lejano. Si en medio del Pacífico son los infusorios los que forman los continentes, aquí son los fenómenos eruptivos. Mire usted el trabajo que está realizándose bajo el mar. ...

En la línea 558
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Tras el extremo más lejano de la fábrica de cerveza había un lozano jardín con una cerca muy vieja, no tan alta que yo no pudiera asomarme a ella para mirar al otro lado. Me asomé y vi que el lozano jardín pertenecía a la casa y que en él abundaban los hierbajos, por entre los cuales aparecía un sendero, como si alguien tuviese costumbre de pasear por allí. También vi que Estella se alejaba de mí en aquel momento; pero la joven parecía estar en todas partes, porque cuando me dejé vencer por la tentación ofrecida por los barriles y empecé a andar por encima de ellos, también la vi haciendo lo mismo en el extremo opuesto del patio lleno de cascotes. En aquel momento me volvía la espalda y sostenía su bonito cabello castaño extendido, con las dos manos, sin mirar alrededor; de este modo desapareció de mi vista. Así, pues, en la misma fábrica de cerveza con lo cual quiero indicar el edificio grande, alto y enlosado, en el que, en otro tiempo, hicieron la cerveza y donde había aún los utensilios apropiados para el caso , cuando yo entré por vez primera, algo deprimido por su tétrico aspecto y me quedé cerca de la puerta, mirando alrededor de mí, la vi pasar por entre los hornos apagados, subir por una ligera escalera de hierro y salir a una alta galería exterior, cual si se dirigiera hacia el cielo. ...

En la línea 878
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... En secreto, le tuve miedo cuando le vi tan diestro; pero estaba moral y físicamente convencido de que su cabeza, cubierta de cabello de color claro, no tenía nada que hacer junto a mi estómago y que me cabía el derecho de considerarlo impertinente por habérseme presentado de tal modo. Por consiguiente, le seguí, sin decir palabra, a un rincón lejano del jardín, formado por la unión de dos paredes y oculto por algunos escombros. ...

En la línea 2002
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Un día, mientras estaba ocupado con mis libros y en compañía del señor Pocket, recibí una carta por correo, cuyo aspecto exterior me puso tembloroso, porque, a pesar de que no reconocí el carácter de letra del sobrescrito, adiviné qué mano la había trazado. No tenía encabezamiento alguno, como «Querido señor Pip», «Querido Pip», «Muy señor mío» o algo por el estilo, sino que empezaba así: «Iré a Londres pasado mañana, y llegaré en la diligencia del mediodía. Creo que se convino que usted saldría a recibirme. Por lo menos, ésta es la impresión de la señorita Havisham, y le escribo obedeciendo sus indicaciones. Ella le manda su saludo. Su afectísima, Estella.» De haber tenido tiempo, probablemente habría encargado varios trajes nuevos para semejante ocasión; pero como no lo tenía, me fue preciso contentarme con los que ya poseía. Perdí inmediatamente el apetito, y hasta que llegó el día solemne no gocé de descanso ni de tranquilidad. Pero su llegada no me trajo nada de eso, porque entonces estuve peor que nunca, y empecé a rondar el despacho de la diligencia de la calle Wood, Cheapside, antes de que el vehículo pudiera haber salido de E1 Jabalí Azul de nuestra ciudad. A pesar de que estaba perfectamente enterado de todo, no me atrevía a perder de vista el despacho por más de cinco minutos; y había ya pasado media hora, siguiendo esta conducta poco razonable, de la guardia de cuatro o cinco horas que me esperaba, cuando se presentó ante mí el señor Wemmick. - ¡Hola, señor Pip! - exclamó -. ¿Cómo está usted? Jamás me habría figurado que rondase usted por aquí. Le expliqué que esperaba a cierta persona que había de llegar en la diligencia, y luego le pregunté por su padre y por el castillo. - Ambos están muy bien, muchas gracias - dij o Wemmick-, y especialmente mi padre. Está muy bien. Pronto cumplirá los ochenta y dos años. Tenía la intención de disparar ochenta y dos cañonazos en tal día, pero temo que se quejarán los vecinos y que el cañón no pudiese resistir la presión. Sin embargo, ésta no es conversación propia de Londres. ¿Adónde se figura usted que voy ahora? - A su oficina - contesté, en vista de que, al parecer, iba en aquella dirección. - A otro lugar vecino - replicó Wemmick. - Voy a Newgate. En estos momentos estamos ocupados en un caso de robo en casa de un banquero, y vengo de visitar el lugar del suceso. Ahora he de ir a cambiar unas palabras con nuestro cliente. - ¿Fue su cliente el que cometió el robo? - pregunté. - ¡No, caramba! - contestó secamente Wemmick -. Pero le acusan de ello. Lo mismo nos podría suceder a usted o a mí. Cualquiera de los dos podría ser acusado de eso. - Lo más probable es que no nos acusen a ninguno de los dos - observé. - ¡Bien! - dijo Wemmick tocándome el pecho con el dedo índice -. Es usted muy listo, señor Pip. ¿Le gustaría hacer una visita a Newgate? ¿Tiene tiempo para eso? Tenía tanto tiempo disponible, que la proposición fue para mí un alivio, a pesar de que no se conciliaba con mi deseo latente de vigilar la oficina de la diligencia. Murmurando algunas palabras para advertirle que 124 iría a enterarme de si tenía tiempo para acompañarle, entré en la oficina y por el empleado averigüé con la mayor precisión y poniendo a prueba su paciencia el momento en que debía llegar la diligencia, en el supuesto de que no hubiese el menor retraso, cosa que yo conocía de antemano con tanta precisión como él mismo. Luego fui a reunirme con el señor Wemmick y, fingiendo sorpresa al consultar mi reloj, en vista de los datos obtenidos, acepté su oferta. En pocos minutos llegamos a Newgate y atravesando la casa del guarda, en cuyas paredes colgaban algunos grillos entre los reglamentos de la cárcel, penetramos en el recinto de ésta. En aquel tiempo, las cárceles estaban muy abandonadas y lejano aún el período de exagerada reacción, subsiguiente a todos los errores públicos, que, en suma, es su mayor y más largo castigo. Así, los criminales no estaban mejor alojados y alimentados que los soldados (eso sin hablar de los pobres), y rara vez incendiaban sus cárceles con la comprensible excusa de mejorar el olor de su sopa. Cuando Wemmick y yo llegamos allí, era la hora de visita; un tabernero hacía sus rondas llevando cerveza que le compraban los presos a través de las rejas. Los encarcelados hablaban con los amigos que habían ido a visitarlos, y la escena era sucia, desagradable, desordenada y deprimente. Me sorprendió ver que Wemmick circulaba por entre los presos como un jardinero por entre sus plantas. Se me ocurrió esta idea al observar que miraba a un tallo crecido durante la noche anterior y le decía: - ¡Cómo, capitán Tom! ¿Está usted aquí? ¿De veras? - Luego añadió -: ¿Está Pico Negro detrás de la cisterna? Durante los dos meses últimos no le esperaba a usted. ¿Cómo se encuentra? Luego se detenía ante las rejas y escuchaba con la mayor atención las ansiosas palabras que murmuraban los presos, siempre aisladamente. Wemmick, con la boca parecida a un buzón, inmóvil durante la conferencia, miraba a sus interlocutores como si se fijara en los adelantos que habían hecho desde la última vez que los observó y calculase la época en que florecían, con ocasión de ser juzgados. Era muy popular, y observé que corría a su cargo el departamento familiar de los negocios del señor Jaggers, aunque algo de la condición de éste parecía rodearle, impidiendo la aproximación más allá de ciertos límites. Expresaba su reconocimiento de cada cliente sucesivo por medio de un movimiento de la cabeza y por el modo de ajustarse más cómodamente el sombrero con ambas manos. Luego cerraba un poco el buzón y se metía las manos en los bolsillos. En uno o dos casos se originó una dificultad con referencia al aumento de los honorarios, y entonces Wemmick, retirándose cuanto le era posible de la insuficiente cantidad de dinero que le ofrecían, replicaba: - Es inútil, amigo. Yo no soy más que un subordinado. No puedo tomar eso. Haga el favor de no tratar así a un subordinado. Si no puede usted reunir la cantidad debida, amigo, es mejor que se dirija a un principal; en la profesión hay muchos principales, según ya sabe, y lo que no basta para uno puede ser suficiente para otro; ésta es mi recomendación, hablando como subordinado. No se esfuerce en hablar en vano. ¿Para qué? ¿A quién le toca ahora? Así atravesamos el invernáculo de Wemmick, hasta que él se volvió hacia mí, diciéndome: - Fíjese en el hombre a quien voy a dar la mano. Lo habría hecho aun sin esta advertencia, porque hasta entonces no había dado la mano a nadie. Tan pronto como acabó de hablar, un hombre de aspecto majestuoso y muy erguido (a quien me parece ver cuando escribo estas líneas), que llevaba una chaqueta usada de color de aceituna y cuyo rostro estaba cubierto de extraña palidez que se extendía sobre el rojo de su cutis, en tanto que los ojos le bailaban de un lado a otro, aun cuando se esforzaba en prestarles fijeza, se acercó a una esquina de la reja y se llevó la mano al sombrero, cubierto de una capa grasa, como si fuese caldo helado, haciendo un saludo militar algo jocoso. -Buenos días, coronel - dijo Wemmick -. ¿Cómo está usted, coronel? - Muy bien, señor Wemmick. - Se hizo todo lo que fue posible, pero las pruebas eran abrumadoras, coronel. - Sí, eran tremendas. Pero no importa. - No, no - replicó fríamente Wemmick, - a usted no le importa. - Luego, volviéndose hacia mí, me dijo -: Este hombre sirvió a Su Majestad. Estuvo en la guerra y compró su licencia. - ¿De veras? - pregunté. Aquel hombre clavó en mí sus ojos y luego miró alrededor de mí. Hecho esto, se pasó la mano por los labios y se echó a reír. - Me parece, caballero, que el lunes próximo ya no tendré ninguna preocupación - dijo a Wemmick. - Es posible - replicó mi amigo, - pero no se sabe nada exactamente. - Me satisface mucho tener la oportunidad de despedirme de usted, señor Wemmick-dijo el preso sacando la mano por entre los hierros de la reja. 125 - Muchas gracias - contestó Wemmick estrechándosela -. Lo mismo digo, coronel. - Si lo que llevaba conmigo cuando me prendieron hubiese sido legítimo, señor Wemmick - dijo el preso, poco inclinado, al parecer, a soltar la mano de mi amigo, - entonces le habría rogado el favor de llevar otra sortija como prueba de gratitud por sus atenciones. - Le doy las gracias por la intención - contestó Wemmick -. Y, ahora que recuerdo, me parece que usted era aficionado a criar palomas de raza. - El preso miró hacia el cielo. - Tengo entendido que poseía usted una cría muy notable de palomas mensajeras. ¿No podría encargar a alguno de sus amigos que me llevase un par a mi casa, siempre en el supuesto de que no pueda usted utilizarlas de otro modo? - Así se hará, caballero. - Muy bien - dijo Wemmick. - Las cuidaré perfectamente. Buenas tardes, coronel. - ¡Adiós! Se estrecharon nuevamente las manos, y cuando nos alejábamos, Wemmick me dijo: - Es un monedero falso y un obrero habilísimo. Hoy comunicarán la sentencia al jefe de la prisión, y con toda seguridad será ejecutado el lunes. Sin embargo, como usted ve, un par de palomas es algo de valor y fácilmente transportable. Dicho esto, miró hacia atrás a hizo una seña, moviendo la cabeza, a aquella planta suya que estaba a punto de morir, y luego miró alrededor, mientras salíamos de la prisión, como si estuviese reflexionando qué otro tiesto podría poner en el mismo lugar. Cuando salimos de la cárcel atravesando la portería, observé que hasta los mismos carceleros no concedían menor importancia a mi tutor que los propios presos de cuyos asuntos se encargaba. - Oiga, señor Wemmick - dijo el carcelero que nos acompañaba, en el momento en que estábamos entre dos puertas claveteadas, una de las cuales cerró cuidadosamente antes de abrir la otra -. ¿Qué va a hacer el señor Jaggers con este asesino de Waterside? ¿Va a considerar el asunto como homicidio o de otra manera? - ¿Por qué no se lo pregunta usted a él? - replicó Wemmick. - ¡Oh, pronto lo dice usted! - replicó el carcelero. - Así son todos aquí, señor Pip - observó Wemmick volviéndose hacia mí mientras se abría el buzón de su boca. - No tienen reparo alguno en preguntarme a mí, el subordinado, pero nunca les sorprenderá usted dirigiendo pregunta alguna a mi principal. - ¿Acaso este joven caballero es uno de los aprendices de su oficina? - preguntó el carcelero haciendo una mueca al oír la expresión del señor Wemmick. - ¿Ya vuelve usted? - exclamó Wemmick. - Ya se lo dije - añadió volviéndose a mí. - Antes de que la primera pregunta haya podido ser contestada, ya me hace otra. ¿Y qué? Supongamos que el señor Pip pertenece a nuestra oficina. ¿Qué hay con eso? - Pues que, en tal caso - replicó el carcelero haciendo otra mueca, - ya sabrá cómo es el señor Jaggers. - ¡ Vaya! - exclamó Wemmick dando un golpecito en son de broma al carcelero. - Cuando se ve usted ante mi principal se queda tan mudo como sus propias llaves. Déjenos salir, viejo zorro, o, de lo contrario, haré que presente una denuncia contra usted por detención ilegal. E1 carcelero se echó a reír, nos dio los buenos días y se quedó riéndose a través del ventanillo, hasta que llegamos a los escalones de la calle. - Mire usted, señor Pip - dijo Wemmick con acento grave y tomándome confidencialmente el brazo para hablarme al oído-. Lo mejor que hace el señor Jaggers es no descender nunca de la alta situación en que se ha colocado. Este coronel no se atreve a despedirse de él, como tampoco el carcelero a preguntarle sus intenciones con respecto a un caso cualquiera. Así, sin descender de la altura en que se halla, hace salir a su subordinado. ¿Comprende usted? Y de este modo se apodera del cuerpo y del alma de todos. Yo me quedé muy impresionado, y no por vez primera, acerca de la sutileza de mi tutor. Y, para confesar la verdad, deseé de todo corazón, y tampoco por vez primera, haber tenido otro tutor de inteligencia y de habilidades más corrientes. El señor Wemmick y yo nos despedimos ante la oficina de Little Britain, en donde estaban congregados, como de costumbre, varios solicitantes que esperaban ver al señor Jaggers; yo volví a mi guardia ante la oficina de la diligencia, teniendo por delante tres horas por lo menos. Pasé todo este tiempo reflexionando en lo extraño que resultaba el hecho de que siempre tuviera que relacionarse con mi vida la cárcel y el crimen; que en mi infancia, y en nuestros solitarios marjales, me vi ante el crimen por primera vez en mi vida, y que reapareció en otras dos ocasiones, presentándose como una mancha que se hubiese debilitado, pero no desaparecido del todo; que tal vez de igual modo iba a impedirme la fortuna y hasta el mismo porvenir. Mientras así estaba reflexionando, pensé en la hermosa y joven Estella, orgullosa y refinada, que venía hacia mí, y con el mayor aborrecimiento me fijé en el contraste que había entre la prisión ,y ella 126 misma. Deseé entonces que Wemmick no me hubiese encontrado, o que yo no hubiera estado dispuesto a acompañarle, para que aquel día, entre todos los del año, no me rodeara la influencia de Newgate en mi aliento y en mi traje. Mientras iba de un lado a otro me sacudí el polvo de la prisión, que había quedado en mis pies, y también me cepillé con la mano el traje y hasta me esforcé en vaciar por completo mis pulmones. Tan contaminado me sentía al recordar quién estaba a punto de llegar, que cuando la diligencia apareció por fin, aún no me veía libre de la mancilla del invernáculo del señor Wemmick. Entonces vi asomar a una ventanilla de la diligencia el rostro de Estella, la cual, inmediatamente, me saludó con la mano. ¿Qué sería aquella indescriptible sombra que de nuevo pasó por mi imaginación en aquel instante? ...

En la línea 2015
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Si aquella antigua casa inmediata al Green, en Richmond, llega algún día a ser visitada por los duendes, indudablemente- lo será por mi fantasma. ¡Cuántas y cuántas noches y días, el inquieto espíritu que me animaba frecuentaba la casa en que vivía Estella! Cualquiera que fuese el sitio en que se hallaba mi cuerpo, mi espíritu iba siempre errante y rondando aquella casa. La señora con quien Estella vivía, la señora Brandley, era viuda y tenía una hija de algunos años más que Estella. La madre tenía juvenil aspecto, y la muchacha, en cambio, parecía vieja; la tez de la madre era sonrosada, y la de su hija, amarillenta; la madre no pensaba más que en frivolidades, y la hija, en asuntos teológicos. Disfrutaban de lo que se llama una buena posición, y visitaban y eran visitadas por numerosas personas. Muy pequeña, en caso de que existiera, era la identidad de sentimientos que había entre ella y Estella, pero en el ánimo de todos existía la convicción de que aquellas dos señoras eran necesarias a la protegida de la señorita Havisham y que ella también era, a su vez, necesaria a aquéllas. La señora Brandley había sido amiga de la señorita Havisham antes de que ésta empezase a llevar su retirada vida. En la casa de la señora Brandley, y también fuera de ella, sufrí toda clase y todo grado de penas y torturas que Estella pudo causarme. La naturaleza de mis reláciones con ella, que me situaban en términos de familiaridad, aunque sin gozar de su favor, era la causa de mi desgracia. Se valía de mí para molestar a otros admiradores y utilizaba la familiaridad existente entre los dos para darme continuos desaires en la devoción que yo le demostraba. De haber sido yo su secretario, su administrador, su hermanastro o un pariente pobre; si hubiese sido un hermano menor o me hubiesen destinado a casarme con ella, no me habría sentido con esperanzas más inciertas cuando estaba a su lado. El privilegio de llamarla por su nombre y de oírla que me llamaba por el mío era, en tales circunstancias, una agravación de mis penas; y así como supongo que ello casi enloquecía a sus restantes admiradores, estoy seguro, en cambio, de que me enloquecía a mí. Sus admiradores eran innumerables, aunque es posible que mis celos convirtiesen en admirador a cualquier persona que se acercase a ella; pero aun sin esto, eran muchos más de los que yo habría querido. Con frecuencia la veía en Richmond, así como también en la ciudad, y solía ir bastante a menudo a casa de los Brandley para llevarla al río; se daban meriendas, fiestas; asistíamos al teatro, a la ópera, a los conciertos, a las reuniones y a diversiones de toda suerte. Yo la solicitaba constantemente, y de ello no resultaban más que penalidades sin cuento para mí. En su compañía jamás gocé de una sola hora de felicidad, y, sin embargo, durante las veinticuatro horas del día no pensaba más que en tenerla a mi lado hasta la hora de mi muerte. Durante toda aquella época de relación constante, y que duró según se verá, un espacio de tiempo que entonces me pareció muy largo, ella tenía la costumbre de dar a entender que nuestro trato era obligado para ambos. Otras veces parecía contenerse para no dirigirme la palabra en cualquiera de los tonos que me resultaban desagradables, y en tales casos me expresaba su compasión. -Pip, Pip - me dijo una tarde después de contenerse cuando nos sentábamos junto a una ventana de la casa de Richmond. - ¿No se dará usted nunca por avisado? - ¿De qué? - Acerca de mí. - ¿Quiere usted decir que debo darme por avisado a fin de no dejarme atraer por usted? 144 - ¿Acaso le he dicho eso? Si no sabe a lo que me refiero será porque usted es ciego. Yo podía haberle contestado que, por lo general, se considera que el amor es ciego; pero como jamás podía expresarme con libertad, y ésta no era la menor de mis penas, me dije que sería poco generoso por mi parte el asediarla, toda vez que ella no tenía más remedio que obedecer a la señorita Havisham. Mi temor era siempre que tal conocimiento, por su parte, me pusiera en situación desventajosa ante su orgullo y me convirtiese en el objeto de una lucha rebelde en su pecho. - Sea como sea – dije, - hasta ahora no he recibido ningún aviso, porque esta vez me escribió usted para que viniera a verla. - Eso es verdad - contestó Estella con una sonrisa fría e indiferente que siempre me dejaba helado. Después de mirar al crepúsculo exterior por espacio de unos momentos, continuó diciendo: - Ha llegado la ocasión de que la señorita Havisham desea que vaya a pasar un día a Satis. Usted tendrá que llevarme allí y, si quiere, acompañarme también al regreso. Ella preferirá que no viaje sola y no le gusta que me haga acompañar por la doncella, porque siente el mayor horror por los chismes de esa gente. ¿Puede usted acompañarme? - ¿Que si puedo, Estella? - De eso infiero que no tiene ningún inconveniente. En tal caso, prepárese para pasado mañana. Ha de pagar de mi bolsa todos los gastos. ¿Se entera bien de esta condición? - La obedeceré - dije. Ésta fue toda la preparación que recibí acerca de aquella visita o de otras semejantes. La señorita Havisham no me escribía nunca; ni siquiera vi jamás su carácter de letra. Salimos al día subsiguiente y encontramos a la señorita Havisham en la habitación en donde la vi por primera vez, y creo inútil añadir que no había habido el menor cambio en aquella casa. Mostrábase más terriblemente encariñada con Estella que la última vez en que las vi juntas; repito adrede esta palabra porque en la energía de sus miradas y de sus abrazos había algo positivamente terrible. Empezó a hablar de la belleza de Estella; se refirió a sus palabras, a sus gestos, y, temblándole los dedos, se quedó mirándola, como si quisiera devorar a la hermosa joven a quien había criado. Desviando sus ojos de Estella, me miró con tanta intensidad, que no pareció sino que quisiera escudriñar en mi corazón y examinar sus heridas. - ¿Cómo te trata, Pip, cómo te trata? - me preguntó de nuevo con avidez propia de una bruja,incluso en presencia de Estella. Pero cuando nos sentamos por la noche ante su vacilante fuego, se portó de un modo fantástico; porque entonces, después de pasar el brazo de Estella por el suyo propio y de cogerle la mano, la hizo hablar, a fuerza de referirse a lo que Estella le había contado en sus cartas, recordando los nombres y las condiciones de los hombres a quienes había fascinado. Y mientras la señorita Havisham insistía sobre eso con la intensidad de una mente mortalmente herida, mantenía la otra mano apoyada en su bastón y la barbilla en la mano, en tanto que sus brillantes ojos me contemplaban como pudieran hacerlo los de un espectro. A pesar de lo desgraciado que me hacía y de lo amargo que me parecía el sentido de mi dependencia y hasta de degradación que en mí despertó, vi en esto que Estella estaba destinada a poner en práctica la venganza de la señorita Havisham contra los hombres y que no me sería otorgada hasta que lo hubiese hecho durante cierto tiempo. En aquello me pareció ver también una razón para que, anticipadamente, estuviera destinada a mí. Mandándola a ella para atraer, ridiculizar y burlar a los hombres, la señorita Havisham sentía la maliciosa seguridad de que ella misma estaba fuera del alcance de todos los admiradores y de que todos los que tomaran parte en aquel juego estaban ya seguros de perder. Comprendí también que yo, asimismo, debía ser atormentado, por una perversión de sus sentimientos, aun cuando me estuviera reservado el premio. Todo aquello me daba a entender la razón de que, por espacio de tanto tiempo, hubiera sido rechazado, así como el motivo de que mi tutor pareciera poco decidido a enterarse de aquel plan. En una palabra, por todo lo que se ofrecía a mis miradas, vi a la señorita Havisham tal como la había contemplado siempre, y advertí la precisa sombra de la oscurecida y malsana casa en que su vida habíase ocultado de la luz del sol. Las bujías que alumbraban aquella estancia ardían en unos candelabros fijos en la pared. Estaban a cierta altura del suelo y tenían el especial brillo de la luz artificial en una atmósfera pocas veces renovada. Mientras yo miraba las luces y el débil resplandor que producían, y mientras contemplaba también los relojes parados y los blanqueados objetos del traje nupcial que estaban sobre la mesa y en el suelo, así como el terrible rostro, de expresión fantástica, cuya sombra proyectaba, muy aumentada, en la pared y el techo el fuego del hogar, vi en todo aquello la escena que mi mente me había recordado tantas veces. Mis pensamientos se fijaron en la gran habitación inmediata, más allá del rellano de la escalera en donde se 145 hallaba la gran mesa, y me pareció verlos escritos, entre las telarañas del centro de la mesa, por las arañas que se encaramaban al mantel, por la misma fuga de los ratones, cuando amparaban sus apresurados y pequeños corazones detrás de los arrimaderos, y por los tanteos y las paradas de los escarabajos que había por el suelo. Con ocasión de aquella visita ocurrió que, de pronto, surgió una desagradable discusión entre Estella y la señorita Havisham. Era aquélla la primera vez que las vi expresar sentimientos opuestos. Estábamos sentados ante el fuego, según ya he descrito, y la señorita Havisham tenía aún el brazo de Estella pasado por el suyo propio y continuaba cogiendo la mano de la joven, cuando ésta empezó a desprenderse poco a poco. Antes de eso había demostrado ya cierta impaciencia orgullosa, y de mala gana soportó el feroz cariño, aunque sin aceptarlo ni corresponder a él. - ¿Cómo? - exclamó la señorita Havisham dirigiéndole una centelleante mirada -. ¿Estás cansada de mí? - No; tan sólo cansada de mí misma - replicó Estella desprendiendo su brazo y acercándose hacia la gran chimenea, donde se quedó mirando el fuego. - Di la verdad de una vez, ingrata - exclamó la señorita Havisham con acento apasionado y golpeando el suelo con su bastón -. ¿Estás cansada de mí? Estella la miró con perfecta compostura y de nuevo dirigió los ojos al fuego. Su graciosa figura y su hermoso rostro expresaban una contenida indiferencia con respecto al ardor de su interlocutora, que era casi cruel. - Eres de piedra - exclamó la señorita Havisham. - Tienes el corazón de hielo. - ¿Cómo es posible - replicó Estella, siempre indiferente, mientras se inclinaba sobre la chimenea y moviendo los ojos tan sólo - que me reproche usted el ser fría? ¡Usted! - ¿No lo eres? - contestó, irritada, la señorita Havisham. - Debería usted saber - dijo Estella - que soy tal como usted me ha hecho. A usted le corresponde toda alabanza y todo reproche. A usted se deberá el éxito o el fracaso. En una palabra, usted es la que me ha hecho tal como soy. - ¡Oh, miradla! ¡Miradla! - exclamó la señorita Havisham con amargo acento-. ¡Miradla tan dura y tan ingrata en el mismo hogar en que fue criada! ¡Aquí fue donde la tomé para ampararla en mi desgraciado pecho, que aún sangraba de sus heridas, y aquí también donde le dediqué muchos años y mucha ternura! - Por lo menos, yo no tenía voz ni voto en eso - dijo Estella -, porque cuando ello ocurrió apenas si podía hablar y andar. No podía hacer nada más. Pero ¿qué esperaba usted de mí? Ha sido usted muy buena conmigo y se lo debo todo. ¿Qué quiere ahora? - Amor - contestó la otra. - Ya lo tiene usted. - No - contestó la señorita Havisham. - Es usted mi madre adoptiva - replicó Estella sin abandonar su graciosa actitud y sin levantar la voz como hacía su interlocutora, es decir, sin dejarse arrastrar por la cólera o por la ternura. - Es usted mi madre adoptiva, y ya he dicho que se lo debo todo. Cuanto poseo, le pertenece libremente. Cuanto me ha dado, podrá recobrarlo así que lo ordene. Después de eso, ya no tengo nada. ¿Y ahora me pide que le devuelva lo que jamás me dio? Mi gratitud y mi deber no pueden hacer imposibles. - ¿Que no te amé nunca? - exclamó la señorita Havisham volviéndose dolorida hacia mí -. ¿Que no le dediqué mi ardiente amor, siempre lleno de celos y de dolor? ¿Es posible que ahora me hable así? Estoy viendo que va a llamarme loca. - ¿Cómo podría hacerlo - replicó Estella - y cómo podría creerla a usted loca, entre todas las demás personas? ¿Acaso existe alguien que, como yo, conozca tan bien los decididos propósitos de usted? ¿Acaso alguien sabe mejor que yo la extremada memoria que usted tiene? ¿Yo, que me he sentado ante este mismo hogar, en el taburetito que ahora está al lado de usted, aprendiendo sus lecciones y levantando los ojos para ver su rostro, cuando éste tenía extraña expresión y me asustaba? -Pronto lo has olvidado - exclamó la señorita Havisham con acento de queja-. Pronto has olvidado aquellos tiempos. - No, no los he olvidado - contestó Estella -, sino, al contrario, su recuerdo es para mí un tesoro. ¿Cuándo pudo usted observar que yo no haya seguido sus enseñanzas? ¿Cuándo ha visto que no hiciera caso de sus lecciones? ¿Cuándo ha podido advertir que admitiera en mi pecho algo que usted excluyera? Por lo menos, sea justa conmigo. - ¡Qué orgullosa, qué orgullosa! - dijo la señorita Havisham con triste acento echando su gris cabello hacia atrás con ambas manos. 146 - ¿Quién me enseñó a ser orgullosa? - replicó Estella. - ¿Quién me alabó cuando yo aprendí mis lecciones? - ¡Qué dura de corazón! - añadió la señorita Havisham repitiendo el ademán anterior. - ¿Quién me enseñó a ser insensible? - contestó Estella. - ¡Pero orgullosa y dura para mí… ! - La señorita Havisham gritó estas palabras mientras extendía los brazos. - ¡Estella! ¡Estella! ¡Estella! ¡Eres dura y orgullosa para mí! La joven la miró un momento con apacible extrañeza, pero no demostró inquietarse por aquellas palabras. Y un momento después volvió a mirar el fuego. - No puedo comprender - dijo levantando los ojos después de corto silencio - por qué es usted tan poco razonable cuando vuelvo a verla después de una separación. Jamás he olvidado sus errores y las causas que los motivaron. Nunca le he sido infiel a usted ni a sus enseñanzas. Jamás he dado pruebas de ninguna debilidad de que pueda arrepentirme. - ¿Sería, acaso, debilidad corresponder a mi amor? - exclamó la señorita Havisham -. Pero sí, sí, ella lo creería así. - Empiezo a creer - dijo Estella como hablando consigo misma, después de otro momento de extrañeza por su parte - que ya entiendo cómo ha ocurrido todo esto. Si usted hubiera educado a su hija adoptiva en el oscuro retiro de estas habitaciones, sin darle a entender que existe la luz del sol, y luego, con algún objeto, hubiese deseado que ella comprendiera lo que era esa luz y conociera todo lo relacionado con ella, entonces usted se habria disgustado y encolerizado. La señorita Havisham, con la cabeza entre las manos, estaba sentada y profería un leve quejido, al mismo tiempo que se mecía ligeramente sobre su asiento, pero no contestó. - O bien - continuó Estella, - lo que es más probable, si usted la hubiese enseñado, desde que empezó a apuntar su inteligencia, que en el mundo existe algo como la luz del sol, pero que ella había de ser su enemiga y su destructora, razón por la cual debería evitarla siempre, porque así como la marchitó a usted la marchitaría también a ella; si usted hubiese obrado así, y luego, con un objeto determinado, deseara que aceptase naturalmente la luz del día y ella no pudiera hacerlo, tal vez se habría usted enojado y encolerizado. La señorita Havisham estaba escuchando o, por lo menos, me pareció así, porque no podía verle el rostro, pero tampoco dio respuesta alguna. - Así, pues - siguió Estella -, debe tomárseme como he sido hecha. El éxito no es mío; el fracaso, tampoco, y los dos juntos me han hecho tal como soy. La señorita Havisham se había sentado en el suelo, aunque yo no sé cómo lo hizo, entre las mustias reliquias nupciales diseminadas por él. Aproveché aquel momento, que había esperado desde un principio, para abandonar la estancia después de llamar la atención de Estella hacia la anciana con un movimiento de mi mano. Cuando salí, Estella seguía en pie ante la gran chimenea, del mismo modo que antes. El gris cabello de la señorita Havisham estaba esparcido por el suelo, entre las demás ruinas nupciales, y el espectáculo resultaba doloroso, Con deprimido corazón me fui a pasear a la luz de las estrellas durante una hora, más o menos, recorriendo el patio y la fábrica de cerveza, así como también el abandonado jardín. Cuando por fin recobré ánimo bastante para volver a la estancia, encontré a Estella sentada en las rodillas de la señorita Havisham, remendando una de aquellas antiguas prendas de ropa que ya se caían a pedazos y que he recordado muchas veces al contemplar los andrajos de los viejos estandartes colgados en los muros de las catedrales. Más tarde, Estella y yo jugamos a los naipes, como en otros tiempos, aunque con la diferencia de que ahora los dos éramos hábiles y practicábamos juegos franceses. Así transcurrió la velada, y por fin fui a acostarme. Lo hice en la construcción separada que había al otro lado del patio. Era la primera vez que dormía en la casa Satis, y el sueño se negaba a cerrar mis ojos. Me asediaban un millar de señoritas Havisham. Ella parecía estar situada al lado de la almohada, sobre ésta misma, en la cabecera del lecho, a los pies, detrás de la puerta medio abierta del tocador, en el mismo tocador, en la habitación que estaba encima de mí y hasta en el tejado y en todas partes. Por último, en vista de la lentitud con que transcurría la noche, hacia las dos de la madrugada me sentí incapaz de continuar allí y me levanté. Me vestí y salí a través del patio, en dirección al largo corredor de piedra, deseoso de salir al patio exterior y pasear allí un poco para tranquilizar mi mente. Pero apenas estuve en el corredor apagué la bujía, pues vi que la señorita Havisham pasaba a poca distancia, con aspecto espectral y sollozando levemente. La seguí a distancia y vi que subía la escalera. Llevaba en la mano una bujía sin palmatoria que, probablemente, tomó de uno de los 147 candelabros de su propia estancia, y a su luz no parecía cosa de este mundo. Me quedé en la parte inferior de la escalera y sentí el olor peculiar del aire confinado de la sala del festín, aunque sin ver que ella abriese la puerta; luego oí cómo entraba allí y que se dirigía a su propia estancia para volver a la sala del festín, pero siempre profiriendo su leve sollozo. Poco después, y en las tinieblas más profundas, traté de salir para volver a mi habitación; pero no pude lograrlo hasta que los primeros resplandores de la aurora me dejaron ver dónde ponía mis manos. Durante todo aquel intervalo, cada vez que llegaba a la parte inferior de la escalera oía los pasos de la señorita Havisham, veía pasar el resplandor de la bujía que llevaba y oía su incesante y débil sollozo. Al día siguiente, antes de marcharnos, no pude notar que se reprodujera en lo más mínimo la disensión entre ella y Estella, ni tampoco se repitió en ninguna ocasión similar, y, por lo menos, recuerdo cuatro visitas. Tampoco cambiaron en modo alguno las maneras de la señorita Havisham con respecto a Estella, a excepción de que me pareció advertir cierto temor confundido con sus características anteriores. Es imposible volver esta hoja de mi vida sin estampar en ella el nombre de Bentley Drummle; de poder hacerlo, lo suprimiría con gusto. En cierta ocasión, cuando los Pinzones celebraban una reunión solemne, y cuando se brindó del modo usual para desear la mayor armonía entre todos, aunque ninguno lo manifestaba a sus çompañeros, el Pinzón que presidía llamó al orden a la «Enramada», puesto que el señor Drummle no había brindado aún por ninguna dama; lo cual le correspondía hacer aquel día, de acuerdo con las solemnes constituciones de la sociedad. Me pareció que me miraba con cierta burla mientras los vasos circulaban por entre la reunión, pero eso no era de extrañar dado el estado de nuestras relaciones anteriores. Cuál no sería, pues, mi sorpresa y mi indignación cuando anunció a los reunidos que iba a brindar por Estella. - ¿Qué Estella? - pregunté. - No le importa nada - replicó Drummle. - ¿Estella qué? - repetí -. Está usted obligado a decir de dónde es esa señora. Y, en efecto, como Pinzón que era, estaba obligado a ello. - Es de Richmond, caballeros - dijo Drummle contestando indirectamente a mi pregunta -, y una belleza sin par. - Mucho sabrá de bellezas sin par ese miserable idiota - murmuré al oído de Herbert. - Yo conozco a esa señorita - dijo éste en cuanto se hubo pronunciado el brindis. - ¿De veras? - preguntó Drummle. - Y yo también - añadí, con el rostro encarnado. - ¿De veras? - repitió Drummle -. ¡Dios mío! Ésta era la única respuesta, exceptuando el tirar vasos o loza, que aquel muchachón era capaz de dar; pero me irritó tanto como si fuese tan ingeniosa como maligna, e inmediatamente me puse en pie, diciendo que era un atrevimiento indigno el brindar por una dama a la que no conocía y de la que nada sabía. Entonces el señor Drummle se levantó, preguntándome qué quería decir. Y yo le dirigí la grave respuesta de que él ya sabía dónde podría encontrarme. Después de esto hubo divididas opiniones entre los Pinzones acerca de si era posible o no terminar el asunto apaciblemente. Y la discusión se empeñó de tal manera que por lo menos otros seis miembros honorables dijeron a otros tantos que ya sabían dónde podrían encontrarlos. Sin embargo, se decidió por fin que la «Enramada» era una especie de tribunal de honor; que si el señor Drummle presentaba una prueba, por pequeña que fuera, de la dama en cuestión, manifestando que había tenido el honor de conocerla, el señor Pip debería presentar sus excusas por la vehemencia de sus palabras, cual corresponde a un caballero y a un Pinzón. Se fijó el día siguiente para presentar tal prueba, pues de lo contrario se habría podido enfriar nuestro honor, y, en efecto, Drummle apareció con una cortés confesión escrita por Estella en la cual decía que tuvo el honor de bailar con él algunas veces. Esto no me dejó más recurso que presentar mis excusas por mi vehemencia y retirar mis palabras de que ya sabía Drummle dónde podría encontrarme. Mientras la «Enramada» discutía acerca del caso, Drummle y yo nos quedamos mirándonos y gruñéndonos uno a otro durante una hora, hasta que al fin se dio por terminado el asunto. Lo refiero ahora ligeramente, pero entonces no tenía para mí tal aspecto, porque no puedo expresar de un modo adecuado el dolor que me produjo la sola idea de que Estella concediese el más pequeño favor a un individuo tan estúpido y desagradable como aquél. Y aun ahora mismo creo que tal sentimiento, por mi parte, se debía tan sólo a la generosidad de mi amor por ella y que eso era lo que me hacía lamentar que se hubiese fijado en aquel imbécil. Indudablemente, yo me habría sentido desgraciado cualquiera que fuese la 148 persona a quien ella hubiese favorecido, pero también es seguro que un individuo más digno me hubiera causado un grado de dolor bastante diferente. Me fue fácil convencerme, y pronto lo averigüé, de que Drummle había empezado a cortejar a Estella y que ella le permitía hacerlo. Hacía ya algún tiempo que no la dejaba ni a sol ni a sombra, y él y yo nos cruzábamos todos los días. Drummle seguía cortejándola con la mayor insistencia y testarudez, y Estella le permitía continuar; a veces le daba alientos, otras parecía rechazarlo, otras lo lisonjeaba, en ocasiones le despreciaba abiertamente y en algunas circunstancias le reconocía con gusto, en tanto que, en otras, apenas parecía recordar quién era. La Araña, como el señor Jaggers le había llamado, estaba acostumbrado a esperar al acecho y tenía la paciencia propia de esos repugnantes animales. Además, tenía una testaruda y estúpida confianza en su dinero y en la grandeza de su familia, lo cual a veces le era beneficioso y equivalía a la concentración de intenciones y a propósitos decididos. Así, la Araña cortejaba con la mayor tozudez a Estella, alejando a otros insectos mucho más brillantes, y con frecuencia abandonaba su escondrijo y se aparecía en el momento más oportuno. En un baile particular que se dio en Richmond, pues en aquella época solían celebrarse esas fiestas, y en el cual Estella consiguió dejar en segundo término a todas las demás bellezas, aquel desvergonzado de Drummle casi no se apartó de su lado, con gran tolerancia por parte de ella, y eso me decidió a hablar a la joven con respecto a él. Aproveché la primera oportunidad, que se presentó cuando Estella esperaba a la señora Brandley para que la acompañara a casa. Entonces, Estella estaba sentada frente a algunas flores y dispuesta ya a salir. Yo me hallaba a su lado, porque solía acompañarla a la ida y a la vuelta de semejantes fiestas. - ¿Está usted cansada, Estella? - Un poco, Pip. - Es natural. - Diga usted que sería más natural que no lo estuviera, porque antes de acostarme he de escribir mi carta acostumbrada a la señorita Havisham. - ¿Para referirle el triunfo de esta noche? - dije yo. - No es muy halagüeño, Estella. - ¿Qué quiere usted decir? Que yo sepa, no he tenido ningún éxito. - Estella - dije -, haga el favor de mirar a aquel sujeto que hay en aquel rincón y que no nos quita los ojos de encima. - ¿Para qué quiere que le mire? - dijo Estella fijando, por el contrario, sus ojos en mí. - ¿Qué hay de notable en aquel sujeto del rincón para que le mire? - Precisamente ésa es la pregunta que quería dirigirle – dije. - Ha estado rondándola toda la noche. -Las polillas y toda suerte de animales desagradables - contestó Estella dirigiéndole una mirada - suelen revolotear en torno de una bujía encendida. ¿Puede evitarlo la bujía? - No - contesté -. Pero ¿no podría evitarlo Estella? - ¡Quién sabe! - contestó -. Tal vez sí. Sí. Todo lo que usted quiera. - Haga el favor de escucharme, Estella. No sabe usted cuánto me apena ver que alienta a un hombre tan despreciado por todo el mundo como Drummle. Ya sabe usted que todos le desprecian. - ¿Y qué? - dijo ella. - Ya sabe usted también que es tan torpe por dentro como por fuera. Es un individuo estúpido, de mal carácter, de bajas inclinaciones y verdaderamente degradado. - ¿Y qué? - repitió. - Ya sabe que no tiene otra cosa más que dinero y una ridícula lista de ascendientes. - ¿Y qué? - volvió a repetir. Y cada vez que pronunciaba estas dos palabras abría más los ojos. Para vencer la dificultad de que me contestara siempre con aquella corta expresión, yo repetí también: - ¿Y qué? Pues eso, precisamente, es lo que me hace desgraciado. De haber creído entonces que favorecía a Drummle con la idea de hacerme desgraciado a mí, habría sentido yo cierta satisfacción; pero, siguiendo el sistema habitual en ella, me alejó de tal manera del asunto, que no pude creer cierta mi sospecha. - Pip - dijo Estella mirando alrededor -. No sea usted tonto ni se deje impresionar por mi conducta. Tal vez esté encaminada a impresionar a otros y quizás ésta sea mi intención. No vale la pena hablar de ello. - Se engaña usted - repliqué -, porque me sabe muy mal que la gente diga que derrama usted sus gracias y sus atractivos en el más despreciable de todos cuantos hay aquí. - Pues a mí no me importa - dij o Estella. - ¡Oh Estella, no sea usted tan orgullosa ni tan inflexible! 149 - ¿De modo que me llama usted orgullosa e inflexible, y hace un momento me reprochaba por fijar mi atención en ese imbécil? - No hay duda de que lo hace usted así - dije con cierto apresuramiento -, porque esta misma noche la he visto sonreírle y mirarle como jamás me ha sonreído ni mirado a mí. ¿Quiere usted, pues - replicó Estella con la mayor seriedad y nada encolerizada -, que le engañe como engaño a los demás? - ¿Acaso le quiere engañar a él, Estella? - No sólo a él, sino también a otros muchos… , a todos, menos a usted… Aquí está la señora Brandley. Ahora no quiero volver a hablar de eso. Y ahora que he dedicado un capítulo al tema que de tal modo llenaba mi corazón y que con tanta frecuencia lo dejaba dolorido, podré proseguir para tratar del acontecimiento que tanta influencia había de tener para mí y para el cual había empezado a prepararme antes de saber que en el mundo existía Estella, en los días en que su inteligencia infantil estaba recibiendo sus primeras distorsiones por parte de la señorita Havisham. En el cuento oriental, la pesada losa que había de caer sobre el majestuoso sepulcro de un conquistador era lentamente sacada de la cantera; el agujero destinado a la cuerda que había de sostenerla se abría a través de leguas de roca; la losa fue lentamente levantada y encajada en el techo; se pasó la cuerda y fue llevada a través de muchas millas de agujero hasta atarla a la enorme silla de hierro. Y después de dejarlo todo dispuesto a fuerza de mucho trabajo, llegó la hora señalada; el sultán se levantó en lo más profundo de la noche, empuñó el hacha que había de servir para separar la cuerda de la anilla de hierro, golpeó con ella y la cuerda se separó, alejándose, y cayó el techo. Así ocurrió en mi caso. Todo el trabajo, próximo o lejano, que tendía al mismo fin, habíase realizado ya. En un momento se dio el golpe, y el tejado de mi castillo se desplomó sobre mí. ...

En la línea 876
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Se dirigió al Neva por la avenida V***. Pero por el camino tuvo otra idea. ¿Por qué ir al Neva? ¿Por qué arrojar los objetos al agua? ¿No era preferible ir a cualquier lugar lejano, a las islas, por ejemplo, buscar un sitio solitario en el interior de un bosque y enterrar las cosas al pie de un árbol, anotando cuidadosamente el lugar donde se hallaba el escondite? Aunque sabía que en aquel momento era incapaz de razonar lógicamente, la idea le pareció sumamente práctica. ...

En la línea 1439
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Sólo había dos o tres clientes tomando el té y, en un departamento algo lejano, un grupo de cuatro personas que bebían champán. Raskolnikof creyó reconocer a Zamiotof entre ellas, pero la distancia le impedía asegurar que fuese él. ...

En la línea 2752
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Le vi por pura casualidad. Sin duda, usted y yo tenemos algo en común… Pero no se agite. No me gusta importunar a nadie. He tenido cuestiones con los jugadores de ventaja y no he molestado jamás al príncipe Svirbey, gran personaje y pariente lejano mío. Incluso he escrito pensamientos sobre la Virgen de Rafael en el álbum de la señora Prilukof. He vivido siete años con Marfa Petrovna sin moverme de su hacienda… Y antaño pasé muchas noches en la casa Viasemsky, de la plaza del Mercado… Además, tal vez suba en el globo de Berg. ...

En la línea 4764
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... El minuto fatídico le parecía lejano. Aún tendría tiempo de pensarlo bien. ...


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