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La palabra hubieran
Cómo se escribe

la palabra hubieran

La palabra Hubieran ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Memoria De Las Islas Filipinas. de Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
El Señor de Leopoldo Alas «Clarín»
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
La llamada de la selva de Jack London
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece hubieran.

Estadisticas de la palabra hubieran

Hubieran es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 2424 según la RAE.

Hubieran tienen una frecuencia media de 39.43 veces en cada libro en castellano

Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la hubieran en 150 obras del castellano contandose 5994 apariciones en total.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Hubieran

Cómo se escribe hubieran o hubierran?
Cómo se escribe hubieran o huvieran?
Cómo se escribe hubieran o ubieran?


la Ortografía es divertida


El Español es una gran familia

Algunas Frases de libros en las que aparece hubieran

La palabra hubieran puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1136
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Enrojeció, como si estas palabras, rasgándole el corazón, hubieran hecho subir toda la sangre a su cara, y después quedóse blanca, con palidez de muerte. ...

En la línea 1336
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Muchas veces los dos mayores llegaban a su casa sudorosos y llenos de polvo, como si se hubieran revolcado en el camino, con los pantalones rotos y la camisa desgarrada, Eran las señales del combate; el pequeño lo contaba todo, llorando. ...

En la línea 1547
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Comió toda la familia, y era tal la fiebre de la novedad, el entusiasmo por la adquisición, que varias veces Batistet y los pequeños escaparon de la mesa para ir a echar una mirada al establo, como si temiesen que al caballo le hubieran salido alas y ya no estuviese allí. ...

En la línea 1494
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --Una verdadera revolución, hijo. Anda en todo esto un forastero, un muchacho al que llaman el _Madrileño_, que habla de matar a los ricos y repartirse los tesoros de la ciudad. La gente parece loca: todos creen que mañana van a triunfar y que se acaba la miseria. El _Madrileño_ emplea el nombre de Salvatierra, como si obrase por orden suya, y muchos afirman, como si le hubieran visto, que don Fernando está escondido en Jerez y se presentará en el momento de la revolución. ¿Qué sabes tú de esto?... ...

En la línea 1714
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Sólo unos pocos levantaron la cabeza: Los demás siguieron adelante, insensibles a la ridícula agresión, deseando llegar cuanto antes al encuentro de los amigos. Los que eran de la ciudad reconocieron a la _Marquesita_, y al alejarse contestaron sus insultos con palabras tan clásicas como impúdicas. ¡Pero qué _punta_ aquella! De no ir de prisa, la hubieran dado una zurra por debajo de las enaguas... ...

En la línea 1935
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --María de la Lú--murmuró.--Dos palabritas na más. Tú me quieres y yo te quiero. ¿Pa qué pasarnos el resto de la vida rabiando, como unos infelices?... Hasta hace poco, era tan bruto que al verte me hubieran dao tentaciones de matarte. Pero he hablado con don Fernando y me ha convencío con su sabiduría. Esto se acabó. ...

En la línea 396
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... De buena gana habrían es trangulado al señor de Tréville, si en el fondo de todo aquello no hubieran sentido que era el gran amor que les tenía lo que le hacía hablar así. ...

En la línea 1211
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Pero, mi querido señor D'Artagnan, creed que, si las hubiera recibido de otra fuente, o si me hubieran sido confiadas, no ha bría habido confesor más discreto que yo. ...

En la línea 1280
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Lo único que asombraba a D'Artagnan es que sus compañeros no hubieran pensado esto. ...

En la línea 1756
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Ya hemos di cho que los jóvenes caballeros recibían sin vergüenza de su rey: aña-damos que, en aquel tiempo de moral fácil, no tenían tampoco ver güenza con sus amantes, ni de que éstas les dejaran casi siempre pre ciosos y duraderos recuerdos, como si ellas hubieran tratado de conquistar la fragilidad de sus sentimientos con la solidez de sus dones. ...

En la línea 329
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Si el jiro limitado y privilejiado de Manila con Nueva-España no hubiera estado reducido á un comercio meramente pasivo de tránsito ó de transporte, esos establecimientos al paso que se han hecho ricos, ellos mismos hubieran dado á aquel comercio una opulencia verdadera. ...

En la línea 334
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Algunas de esas fundaciones solo pueden disponer de una pequeña parte de ellos para premios terrestres, á otras (y es lo mas jeneral) no les está esto permitido por sus estatutos ó disposiciones de los fundadores, y en este estado de cosas es de necesidad que el Gobierno interponga su autoridad, asi para que los objetos de las fundaciones tengan debido cumplimiento en el modo mas posible, como para que se obtengan ó se dé una conmutacion de jiros, y se empleen esos fondos en beneficio y fomento de la agricultura, industria y fábricas del pais, que ya hubieran recibido de ellos un incremento incalculable si las grandes ventajas y utilidades del comercio de Acapulco, no hubiera llamado tanto la atencion de los fundadores hácia ese destino. ...

En la línea 443
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Al oficial del ramo de correos, á quien deseamos satisfacer, hacemos la justicia de creer que en sus alusiones no habrá sido su ánimo mellar la calificada integridad ni el acierto y pureza de las medidas tomadas por el superior gobierno de aquellas Islas, ni tampoco atacar las aptitudes recomendables y pureza señalada con que los oficiales de su secretaría desempeñan comisiones en bien del servicio público, de sijilo y de mayor interes que la de correos; en cuyo obsequio han hecho servicios que no pueden obscurecerse, porque resultan de testimonios permanentes que deben obrar en la direccion jeneral, en la cual quizá no hubieran visto la restitucion de ciertos fondos, la recaudacion de otros, y la averiguacion de muchos, destinados á objetos estraños á los de su instituto, si la citada comision hubiera estado confiada á otro que no fuese individuo de la secretaria de gobierno, y que no hubiese contado con los antecedentes que habia en ella, y con la decidida y justificada proteccion del Excmo. ...

En la línea 478
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... El individuo, al reconocer a su víctima, le llevó aparte, y con horrendas imprecaciones le intimó que no volvería a ver más su casa si intentaba delatarle; el viejo se estuvo en paz, porque tenía muy poco que ganar y sí mucho que perder haciendo que prendieran al ladrón, ya que no hubieran tardado en soltarlo por falta de pruebas, y entonces era inevitable su venganza si no se adelantaban sus compañeros a tomarla. ...

En la línea 584
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Cuando me pedían pruebas, aducía invariablemente la ignorancia de mis oyentes respecto de las Escrituras, y decía que si sus guías espirituales hubiesen realmente sido ministros del Señor, no hubieran dejado a sus rebaños ignorar su palabra. ...

En la línea 1045
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Unos bandidos hubieran estado fuera de lugar en tan melancólica desolación. ...

En la línea 2016
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... «Adelante, muchachos; preparad las armas, y metedle cuatro balas en la cabeza a ese individuo.» Sin tardanza pusieron a Muñoz junto al muro, le obligaron a arrodillarse, alzaron los soldados los fusiles, y un momento después hubieran enviado al infeliz a la eternidad, si la reina, olvidándose de todo, menos de los sentimientos de su corazón de mujer, no se hubiera adelantado dando un chillido y gritando: «¡Alto, alto! Firmaré...» Al día siguiente de este suceso entraba yo en la Puerta del Sol a eso del mediodía. ...

En la línea 1614
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Levantóse Sancho, y, con la rabia que tenía de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió a tomar la venganza del cabrero, diciéndole que él tenía la culpa de no haberles avisado que a aquel hombre le tomaba a tiempos la locura; que, si esto supieran, hubieran estado sobre aviso para poderse guardar. ...

En la línea 1626
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Sea ansí -dijo Sancho-: hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será; y, comenzando a gozar de ese salvoconduto, digo que ¿qué le iba a vuestra merced en volver tanto por aquella reina Magimasa, o como se llama? O, ¿qué hacía al caso que aquel abad fuese su amigo o no? Que, si vuestra merced pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y las coces, y aun más de seis torniscones. ...

En la línea 1969
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a Luscinda; que después afirmó que sola la belleza de Luscinda podía contender con aquélla. ...

En la línea 2471
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y aun tenía orden Leonela que comiese primero que Camila, y que de su lado jamás se quitase; mas ella, que en otras cosas de su gusto tenía puesto el pensamiento y había menester aquellas horas y aquel lugar para ocuparle en sus contentos, no cumplía todas veces el mandamiento de su señora; antes, los dejaba solos, como si aquello le hubieran mandado. ...

En la línea 73
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... «Todo lo que usted quiera, señor», suele contestar. Las primeras veces me apresuraba a dar gracias interiormente a la Providencia, por habernos conducido junto a un hombre tan amable. «¿Podría usted darnos pescado? -¡Oh! no, señor. -¿Y sopa? -No, señor. - ¿Y pan? -¡Oh! no, señor. -¿Y carne seca, tasajo? -¡Oh! no, señor.» Por muy satisfechos teníamos que darnos, si al cabo de dos horas de espera, lográbamos conseguir aves de corral, arroz y farinha. Hasta necesitábamos con frecuencia matar a pedradas a las gallinas que habían de servirnos de cena. Entonces, cuando rendidos de hambre y de cansancio, nos atrevíamos a decir con timidez que nos alegraría mucho el saber si estaba dispuesta la comida, el posadero nos respondía con orgullo (y, por desgracia, eso era lo más cierto de sus respuestas): «La comida estará cuando esté». Si nos hubiéramos atrevido a quejarnos o a insistir, nos hubieran dicho que éramos unos impertinentes y nos hubieran rogado que siguiésemos nuestro camino. ...

En la línea 73
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... «Todo lo que usted quiera, señor», suele contestar. Las primeras veces me apresuraba a dar gracias interiormente a la Providencia, por habernos conducido junto a un hombre tan amable. «¿Podría usted darnos pescado? -¡Oh! no, señor. -¿Y sopa? -No, señor. - ¿Y pan? -¡Oh! no, señor. -¿Y carne seca, tasajo? -¡Oh! no, señor.» Por muy satisfechos teníamos que darnos, si al cabo de dos horas de espera, lográbamos conseguir aves de corral, arroz y farinha. Hasta necesitábamos con frecuencia matar a pedradas a las gallinas que habían de servirnos de cena. Entonces, cuando rendidos de hambre y de cansancio, nos atrevíamos a decir con timidez que nos alegraría mucho el saber si estaba dispuesta la comida, el posadero nos respondía con orgullo (y, por desgracia, eso era lo más cierto de sus respuestas): «La comida estará cuando esté». Si nos hubiéramos atrevido a quejarnos o a insistir, nos hubieran dicho que éramos unos impertinentes y nos hubieran rogado que siguiésemos nuestro camino. ...

En la línea 288
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... me propongo demostrar es que, en lo relativo a la cantidad sólo de los alimentos, los antiguos rinocerontes hubieran podido subsistir en las estepas de la Siberia central (las partes septentrionales probablemente estarían entonces cubiertas por las aguas), admitiendo que esas estepas estuviesen por aquella época en el mismo estado que hoy; de igual modo que los rinocerontes y elefantes actuales subsisten en los karros del África meridional. ...

En la línea 380
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Gran número de aves más pequeñas, como patos, halcones y perdices, habían quedado muertas. Enseñáronme una perdiz cuyo dorso estaba todo negro, como si la hubieran herido con una piedra grande. Un seto de tallos de cardo que rodeaba a la choza estaba casi deshecho; y al sacar uno de los hombres la cabeza para ver qué sucedía, recibió una herida grave; llevaba puesto un vendaje. Me dijeron que la tempestad sólo produjo estragos en una extensión de terreno poco considerable. En efecto, desde nuestro campamento de la noche última habíamos visto una nube muy negra y relámpagos en esa dirección. Es increíble que animales tan fuertes como los ciervos hayan sido muertos de esa manera; pero, por las pruebas que acabo de referir, estoy convencido de que me han contado el hecho sin abultarlo. ...

En la línea 189
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Si los pilletes hubieran osado mirar cara a cara a don Fermín, le hubieran visto, al asomar en el campanario, serio, cejijunto; al notar la presencia de los campaneros levemente turbado, y en seguida sonriente, con una suavidad resbaladiza en la mirada y una bondad estereotipada en los labios. ...

En la línea 544
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El taconeo irrespetuoso de las botas imperiales, color bronce, que enseñaba Obdulia debajo de la falda corta y ajustada; el estrépito de la seda frotando las enaguas; el crujir del almidón de aquellos bajos de nieve y espuma que tal se le antojaban a don Saturno, quien los había visto otras veces; hubieran sido parte a despertar de su sueño de siglos a los reyes allí sepultados, a ser cierto lo que el arqueólogo dijo respecto del descanso eterno de tan respetables señores: —Aquí descansan desde la octava centuria los señores reyes don. ...

En la línea 639
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Entre todos murmuraban de los ausentes, como si ellos no tuvieran defectos, estuvieran en el justo medio de todo y en la vida hubieran de separarse. ...

En la línea 848
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... No hablaba ni palabra; y si Obdulia y Bermúdez hubieran estado menos preocupados con el Renacimiento, hubiesen notado el ceño y la sequedad de la antes amable y cortés señora de pueblo. ...

En la línea 80
del libro El Señor
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Allá lejos —pensaba — no hubiera habido esto; mi cuerpo y mi alma hubieran sido una armonía. ...

En la línea 1364
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Cuando todos estuvieron listos, la mujer levantó un brazo para dar la señal, y los seis elevaron al mismo tiempo el gran hierro de punta aguda. Solo esperaban la voz de su jefe para dejarlo caer; pero antes de que esto ocurriese, una catástrofe los anonadó, como si se hubiesen desatado sobre ellos todas las fuerzas crueles y ciegas de la Naturaleza, como si las montañas que cerraban el horizonte se hubieran desplomado sobre sus cabezas formando una cascada de tierra y de piedras, como si el mar hubiera abandonado su lecho levantando una ola única para barrerlos. ...

En la línea 65
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Mientras estudió la segunda enseñanza en el colegio de Masarnau, donde estaba a media pensión, su mamá le repasaba las lecciones todas las noches, se las metía en el cerebro a puñados y a empujones, como se mete la lana en un cojín. Ved por dónde aquella señora se convirtió en sibila, intérprete de toda la ciencia humana, pues le descifraba al niño los puntos oscuros que en los libros había, y aclaraba todas sus dudas, allá como Dios le daba a entender. Para manifestar hasta dónde llegaba la sabiduría enciclopédica de doña Bárbara, estimulada por el amor materno, baste decir que también le traducía los temas de latín, aunque en su vida había ella sabido palotada de esta lengua. Verdad que era traducción libre, mejor dicho, liberal, casi demagógica. Pero Fedro y Cicerón no se hubieran incomodado si estuvieran oyendo por encima del hombro de la maestra, la cual sacaba inmenso partido de lo poco que el discípulo sabía. También le cultivaba la memoria, descargándosela de fárrago inútil, y le hacía ver claros los problemas de aritmética elemental, valiéndose de garbanzos o judías, pues de otro modo no andaba ella muy a gusto por aquellos derroteros. Para la Historia Natural, solía la maestra llamar en su auxilio al león del Retiro, y únicamente en la Química se quedaban los dos parados, mirándose el uno al otro, concluyendo ella por meterle en la memoria las fórmulas, después de observar que estas cosas no las entienden más que los boticarios, y que todo se reduce a si se pone más o menos cantidad de agua del pozo. Total: que cuando Juan se hizo bachiller en Artes, Barbarita declaraba riendo que con estos teje-manejes se había vuelto, sin saberlo, una doña Beatriz Galindo para latines y una catedrática universal. ...

En la línea 80
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Al ver la estrecha casa, se daba uno a pensar que la ley de impenetrabilidad de los cuerpos fue el pretexto que tomó la muerte para mermar aquel bíblico rebaño. Si los diez y siete chiquillos hubieran vivido, habría sido preciso ponerlos en los balcones como los tiestos, o colgados en jaulas de machos de perdiz. El garrotillo y la escarlatina fueron entresacando aquella mies apretada, y en 1870 no quedaban ya más que nueve. Los dos primeros volaron a poco de nacidos. De tiempo en tiempo se moría uno, ya crecidito, y se aclaraban las filas. En no sé qué año, se murieron tres con intervalo de cuatro meses. Los que rebasaron de los diez años, se iban criando regularmente. ...

En la línea 573
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... En seguida, cebáronse todos con furia en el tema suculento de la partida del Rey, y cada cual exponía sus opiniones con ínfulas de profecía, como si en su vida hubieran hecho otra cosa que vaticinar acertando. Villalonga estaba ya viendo a D. Carlos entrar en Madrid, y el marqués de Casa-Muñoz hablaba de ...

En la línea 1094
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Completamente aturdido, cual si le hubieran descargado una maza sobre el cuello, Izquierdo se sentó sobre la cesta, y esparció sus miradas por el suelo. Rafaela y Jacinta respiraron, pasmadas del valor de su amiga, a quien veían como una criatura sobrenatural. ...

En la línea 149
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... El pobre Tom escuchó el principio de esas palabras lo mejor que le permitió su mente turbada, pero cuando percibieron sus oídos las palabras 'el buen rey', su semblante palideció y sus rodillas dieron en el suelo, como si le hubieran hecho hincarse a viva fuerza. Alzando las manos exclamó: ...

En la línea 375
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Trajeron una enorme copa; el barquero, asiéndola por una de sus asas y con su otra mano sosteniendo el extremo de una servilleta imaginaria; se lo presentó a Canty de manera cumplida y tradicional Este tuvo que asir el asa contraria con una de sus manos y quitar la tapa con la otra, conforme a la antigua costumbre,[6] lo cual dejó un segundo las manos libres al príncipe, desde luego. No perdió el tiempo, sino que se sumergió entre el bosque de piernas que lo rodeaba y desapareció. Un momento después no habría sido mas difícil de hallar, bajo aquel agitado mar de vida, si sus oleadas hubieran sido las del Atlántico y el niño una moneda perdida. ...

En la línea 605
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Dijole que los lores del consejo, temiendo que algún informe exagerado de la deteriorada salud del rey pudiera haberse filtrado y divulgado, consideraban prudente y mejor que Su Majestad comenzara a comer en público al cabo de uno o dos días, pues su tez sana y su buen porte, y su andar firme, ayudado por un reposo de su talante y buenas maneras y por la gracia de sus gestos, tranquilizaría el sentir general, en caso de que se hubieran difundido graves rumores, mejor que cualquier otra cosa que pudiera discurrirse. ...

En la línea 738
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Hizo Tom una buena comida, aunque se daba cuenta de que centenares de ojos seguían cada bocado hasta sus labios y le miraban mientras lo comía, con un interés que no habría sido mas intenso si se hubiera tratado de un mortífero explosivo y hubieran esperado que volara el rey lanzando sus miembros por el recinto. Cuidaba Tom de no apresurarse y también cuidaba de no hacer nada por sí mismo, sino de esperar a que el funcionario competente se arrodillara ante él y lo hiciera. Salió del paso sin un error: ¡impecable y preciado triunfo! ...

En la línea 136
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Y antes de que el capitán y sus marineros hubieran podido rehacerse de su aturdimiento y de su terror, Sandokán y los piratas volvieron a bajar a sus naves. ...

En la línea 156
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡Labuán! —repitió el pirata, respirando como si le hubieran quitado un gran peso del corazón. ...

En la línea 542
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Volvió a subir la escalera sin que los soldados lo hubieran visto y entró de nuevo al saloncito con el kriss en la mano. ...

En la línea 600
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Volvió a subir la escalera sin que los soldados lo hubieran visto y entró de nuevo al saloncito con el kriss en la mano. ...

En la línea 16
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El accidente había ocurrido hacia las cinco de la mañana, cuando comenzaba a despuntar el día. Los oficiales de guardia se precipitaron hacia popa y escrutaron el mar con la mayor atención, sin ver otra cosa que un fuerte remolino a unos tres cables de distancia del barco, como si las capas líquidas hubieran sido violentamente batidas. Se tomaron con exactitud las coordenadas del lugar y el Moravian continuó su rumbo sin averías aparentes. ¿Había chocado con una roca submarina o había sido golpeado por un objeto residual, enorme, de un naufragio? No pudo saberse, pero al examinar el buque en el dique carenero se observó que una parte de la quilla había quedado destrozada. ...

En la línea 143
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Se equivoca, señor profesor. Pase aún que el vulgo crea en cometas extraordinarios que atraviesan el espacio o en la existencia de monstruos antediluvianos que habitan el interior del globo, pero ni el astrónomo ni el geólogo admitirán tales quimeras. Lo mismo ocurre con el ballenero. He perseguido a muchos cetáceos, he arponeado un buen número de ellos, he matado a muchos, pero por potentes y bien armados que estuviesen, ni sus colas ni sus defensas hubieran podido abrir las planchas metálicas de un vapor. ...

En la línea 204
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Permítame el señor decirle que en ningún momento he contado con esa prima, y que aunque se hubieran ofrecido cien mil dólares no por eso se hubiera visto más pobre el gobierno de la Unión. ...

En la línea 873
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Decididamente, entre los dos, Ned y Conseil, hubieran constituido un brillante naturalista. No se había equivocado el canadiense. Un grupo de balistes, de cuerpo comprimido, de piel granulada, armados de un aguijón en el dorso, evolucionaban en torno al Nautilus, agitando las cuatro hileras de punzantes y erizadas espinas que llevan a ambos lados de la cola. Nada más admirable que la pigmentación de su piel, gris por arriba y blanca por debajo, con manchas doradas que centelleaban entre los oscuros remolinos del agua. Entre ellos, se movían ondulantemente las rayas, como banderas al viento. Con gran alegría por mi parte, vi entre ellas esa raya china, amarillenta por arriba y rosácea por abajo, provista de tres aguijones tras el ojo; una especie rara y de dudosa identificación en la época de Lacepède, quien únicamente pudo verla en un álbum de dibujos japonés. ...

En la línea 920
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Tal vez habría dado cuenta a Joe del joven y pálido caballero si no me hubiese visto obligado previamente a contar las mentiras que ya conoce el lector. En las circunstancias en que me hallaba, me dije que Joe no podría considerar al joven pálido como pasajero apropiado para meterlo en el coche tapizado de terciopelo negro; por consiguiente, no dije nada de él. Además era cada día mayor la repugnancia que me inspiraba la posibilidad de que se hablase de la señorita Havisham y de Estella, sensación que ya tuve el primer día. No tenía confianza completa en nadie más que en Biddy, y por eso a ella se lo referí todo. Por qué me pareció natural obrar así y por qué Biddy sentía el mayor interés en cuanto le refería con cosas que no comprendí entonces, aunque me parece comprenderlas ahora. Mientras tanto, en la cocina de mi casa se celebraban consejos que agravaban de un modo insoportable la exaltada situación de mi ánimo. El estúpido de Pumblechook solía ir por las noches con el único objeto de discutir con mi hermana acerca de mis esperanzas, y, realmente, creo, y en la hora presente con menos contrición de la que debería sentir, que si mis manos hubieran podido quitar un tornillo de la rueda de su carruaje, lo habrían hecho sin duda alguna. Aquel hombre miserable era tan estúpido que no podía discutir mis esperanzas sin tenerme delante de él, como si fuese para operar en mi cuerpo, y solía sacarme del taburete en que estaba sentado, agarrándome casi siempre por el cuello y poniéndome delante del fuego, como si tuviera que ser asado. Entonces empezaba diciendo: ...

En la línea 1713
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El señor Pocket se manifestó satisfecho de verme y expresó la esperanza de no haberme sido antipático. 89 - Porque en realidad - añadió mientras su hijo sonreía - no soy un personaje alarmante. Era un hombre de juvenil aspecto, a pesar de sus perplejidades y de su cabello gris, y sus maneras parecían nuy naturales. Uso la palabra «naturales» en el sentido de que carecían de afectación; había algo cómico en su aspecto de aturdimiento, y habría resultado evidentemente ridículo si él no se hubiese dado cuenta de tal cosa. Cuando hubo hablado conmigo un poco, dijo a su esposa, contrayendo con ansiedad las cejas, que eran negras y muy pobladas: - Supongo, Belinda, que ya has saludado al señor Pip. Ella levantó los ojos de su libro y contestó: - Sí. Luego me sonrió distraídamente y me preguntó si me gustaba el sabor del agua de azahar. Como aquella pregunta no tenía relación cercana o remota con nada de lo que se había dicho, creí que me la habria dirigido sin darse cuenta de lo que decía. A las pocas horas observé, y lo mencionaré en seguida, que la señora Pocket era hija única de un hidalgo ya fallecido, que llegó a serlo de un modo accidental, del cual ella pensaba que habría sido nombrado baronet de no oponerse alguien tenazmente por motivos absolutamente personales, los cuales han desaparecido de mi memoria, si es que alguna vez estuvieron en ella - tal vez el soberano, el primer ministro, el lord canciller, el arzobispo de Canterbury o algún otro, - y, en virtud de esa supuesta oposición, se creyó igual a todos los nobles de la tierra. Creo que se armó caballero a sí mismo por haber maltratado la gramática inglesa con la punta de la pluma en una desesperada solicitud, caligrafiada en una hoja de pergamino, con ocasión de ponerse la primera piedra de algún monumento y por haber entregado a algún personaje real la paleta o el mortero. Pero, sea lo que fuere, había ordenado que la señora Pocket fuese criada desde la cuna como quien, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, debía casarse con un título y a quien había que guardar de que adquiriese conocimientos plebeyos o domésticos. Tan magnífica guardia se estableció en torno a la señorita, gracias a su juicioso padre, que creció adquiriendo cualidades altamente ornamentales pero, al mismo tiempo, por completo inútiles. Con un carácter tan felizmente formado, al florecer su primera juventud encontró al señor Pocket, el cual también estaba en la flor de la suya y en la indecisión entre alcanzar el puesto de lord canciller en la Cámara de los Lores, o tocarse con una mitra. Como el hacer una u otra cosa era sencillamente una cuestión de tiempo y tanto él como la señora Pocket habían agarrado al tiempo por los cabellos (cuando, a juzgar por su longitud, habría sido oportuno cortárselos), se casaron sin el consentimiento del juicioso padre de ella. Este buen señor, que no tenía nada más que retener o que otorgar que su propia bendición, les entregó cariñosamente esta dote después de corta lucha, e informó al señor Pocket de que su hija era «un tesoro para un príncipe». El señor Pocket empleó aquel tesoro del modo habitual desde que el mundo es mundo, y se supone que no le proporcionó intereses muy crecidos. A pesar de eso, la señora Pocket era, en general, objeto de respetuosa compasión por el hecho de que no se hubiese casado con un título, en tanto que a su marido se le dirigían indulgentes reproches por el hecho de no haber obtenido ninguno. El señor Pocket me llevó al interior de la casa y me mostró la habitación que me estaba destinada, la cual era agradable y estaba amueblada de tal manera que podría usarla cómodamente como saloncito particular. Luego llamó a las puertas de dos habitaciones similares y me presentó a sus ocupantes, llamados Drummle y Startop. El primero, que era un joven de aspecto avejentado y perteneciente a un pesado estilo arquitectónico, estaba silbando. Startop, que en apariencia contaba menos años, estaba ocupado en leer y en sostenerse la cabeza, como si temiera hallarse en peligro de que le estallara por haber recibido excesiva carga de conocimientos. Tanto el señor como la señora Pocket tenían tan evidente aspecto de hallarse en las manos de otra persona, que llegué a preguntarme quién estaría en posesión de la casa y les permitiría vivir en ella, hasta que pude descubrir que tal poder desconocido pertenecía a los criados. El sistema parecía bastante agradable, tal vez en vista de que evitaba preocupaciones; pero parecía deber ser caro, porque los criados consideraban como una obligación para consigo mismos comer y beber bien y recibir a sus amigos en la parte baja de la casa. Servían generosamente la mesa de los señores Pocket, pero, sin embargo, siempre me pareció que habría sido preferible alojarse en la cocina, en el supuesto de que el huésped que tal hiciera fuese capaz de defenderse a sí mismo, porque antes de que hubiese pasado allí una semana, una señora de la vecindad, con quien la familia sostenía relaciones de amistad, escribió que había visto a Millers abofeteando al pequeño. Eso dio un gran disgusto a la señora Pocket, quien, entre lágrimas, dijo que le parecía extraordinario que los vecinos no pudieran contentarse con cuidar de sus asuntos propios. Gradualmente averigüé, y en gran parte por boca de Herbert, que el señor Pocket se había educado en Harrow y en Cambridge, en donde logró distinguirse; pero que cuando hubo logrado la felicidad de casarse 90 con la señora Pocket, en edad muy temprana todavía, había abandonado sus esperanzas para emplearse como profesor particular. Después de haber sacado punta a muchos cerebros obtusos-y es muy curioso observar la coincidencia de que cuando los padres de los alumnos tenían influencia, siempre prometían al profesor ayudarle a conquistar un alto puesto, pero en cuanto había terminado la enseñanza de sus hijos, con rara unanimidad se olvidaban de su promesa -, se cansó de trabajo tan mal pagado y se dirigió a Londres. Allí, después de tener que abandonar esperanzas más elevadas, dio cursos a varias personas a quienes faltó la oportunidad de instruirse antes o que no habían estudiado a su tiempo, y afiló de nuevo a otros muchos para ocasiones especiales, y luego dedicó su atención al trabajo de hacer recopilaciones y correcciones literarias, y gracias a lo que así obtenía, añadidos a algunos modestos recursos que poseía, continuaba manteniendo la casa que pude ver. El señor y la señora Pocket tenía una vecina parecida a un sapo; una señora viuda, de un carácter tan altamente simpático que estaba de acuerdo con todo el mundo, bendecía a todo el mundo y dirigía sonrisas o derramaba lágrimas acerca de todo el mundo, según fueran las circunstancias. Se llamaba señora Coiler, y yo tuve el honor de llevarla del brazo hasta el comedor el día de mi instalación. En la escalera me dio a entender que para la señora Pocket había sido un rudo golpe el hecho de que el pobre señor Pocket se viera reducido a la necesidad de tomar alumnos en su casa. Eso, desde luego, no se refería a mí, según dijo con acento tierno y lleno de confianza (hacía menos de cinco minutos que me la habían presentado) , pues si todos hubiesen sido como yo, la cosa habría cambiado por completo. - Pero la querida señora Pocket - dijo la señora Coiler -, después de su primer desencanto (no porque ese simpatico señor Pocket mereciera el menor reproche acerca del particular), necesita tanto lujo y tanta elegancia… - Sí, señora - me apresuré a contestar, interrumpiéndola, pues temía que se echara a llorar. - Y tiene unos sentimientos tan aristocráticos… - Sí, señora - le dije de nuevo y con la misma intención. - … Y es muy duro - acabó de decir la señora Coiler - que el señor Pocket se vea obligado a ocupar su tiempo y su atención en otros menesteres, en vez de dedicarlos a su esposa. No pude dejar de pensar que habría sido mucho más duro que el tiempo y la atención del carnicero no se hubieran podido dedicar a la señora Pocket; pero no dije nada, pues, en realidad, tenía bastante que hacer observando disimuladamente las maneras de mis compañeros de mesa. Llegó a mi conocimiento, por las palabras que se cruzaron entre la señora Pocket y Drummle, en tanto que prestaba la mayor atención a mi cuchillo y tenedor, a la cuchara, a los vasos y a otros instrumentos suicidas, que Drummle, cuyo nombre de pila era Bentley, era entonces el heredero segundo de un título de baronet. Además, resultó que el libro que viera en mano de la señora Pocket, en el jardín, trataba de títulos de nobleza, y que ella conocía la fecha exacta en que su abuelito habría llegado a ser citado en tal libro, en el caso de haber estado en situación de merecerlo. Drummle hablaba muy poco, pero, en sus taciturnas costumbres (pues me pareció ser un individuo malhumorado), parecía hacerlo como si fuese uno de los elegidos, y reconocía en la señora Pocket su carácter de mujer y de hermana. Nadie, a excepción de ellos mismos y de la señora Coiler, parecida a un sapo, mostraba el menor interés en aquella conversación, y hasta me pareció que era molesta para Herbert; pero prometía durar mucho cuando llegó el criado, para dar cuenta de una desgracia doméstica. En efecto, parecía que la cocinera había perdido la carne de buey. Con el mayor asombro por mi parte, vi entonces que el señor Pocket, sin duda con objeto de desahogarse, hacía una cosa que me pareció extraordinaria, pero que no causó impresión alguna en nadie más y a la que me acostumbré rápidamente, como todos. Dejó a un lado el tenedor y el cuchillo de trinchar, pues estaba ocupado en ello en aquel momento; se llevó las manos al desordenado cabello, y pareció hacer extraordinarios esfuerzos para levantarse a sí mismo de aquella manera. Cuando lo hubo intentado, y en vista de que no lo conseguía, reanudó tranquilamente la ocupación a que antes estuviera dedicado. La señora Coiler cambió entonces de conversación y empezó a lisonjearme. Eso me gustó por unos momentos, pero cargó tanto la mano en mis alabanzas que muy pronto dejó de agradarme. Su modo serpentino de acercarse a mí, mientras fingía estar muy interesada por los amigos y los lugares que había dejado, tenía todo lo desagradable de los ofidios; y cuando, como por casualidad, se dirigió a Startop (que le dirigía muy pocas palabras) o a Drummle (que aún le decía menos), yo casi les envidié el sitio que ocupaban al otro lado de la mesa. Después de comer hicieron entrar a los niños, y la señora Coiler empezó a comentar, admirada, la belleza de sus ojos, de sus narices o de sus piernas, sistema excelente para mejorarlos mentalmente. Eran cuatro 91 niñas y dos niños de corta edad, además del pequeño, que podría haber pertenecido a cualquier sexo, y el que estaba a punto de sucederle, que aún no formaba parte de ninguno. Los hicieron entrar Flopson y Millers, como si hubiesen sido dos oficiales comisionados para alistar niños y se hubiesen apoderado de aquéllos; en tanto que la señora Pocket miraba a aquellos niños, que debían de haber sido nobles, como si pensara en que ya había tenido el placer de pasarles revista antes, aunque no supiera exactamente qué podría hacer con ellos. -Mire - dijo Flopson -, déme el tenedor, señora, y tome al pequeño. No lo coja así, porque le pondrá la cabeza debajo de la mesa. Así aconsejada, la señora Pocket cogió al pequeño de otra manera y logró ponerle la cabeza encima de la mesa; lo cual fue anunciado a todos por medio de un fuerte coscorrón. - ¡Dios mío! ¡Devuélvamelo, señora! - dijo Flopson -. Señorita Juana, venga a mecer al pequeño. Una de las niñas, una cosa insignificante que parecía haber tomado a su cargo algo que correspondía a los demás, abandonó su sitio, cerca de mí, y empezó a mecer al pequeño hasta que cesó de llorar y se echó a reír. Luego todos los niños empezaron a reír, y el señor Pocket (quien, mientras tanto, había tratado dos veces de levantarse a sí mismo cogiéndose del pelo) también se rió, en lo que le imitamos los demás, muy contentos. Flopson, doblando con fuerza las articulaciones del pequeño como si fuese una muñeca holandesa, lo dejó sano y salvo en el regazo de la señora Pocket y le dio el cascanueces para jugar, advirtiendo, al mismo tiempo, a la señora Pocket que no convenía el contacto de los extremos de tal instrumento con los ojos del niño, y encargando, además, a la señorita Juana que lo vigilase. Entonces las dos amas salieron del comedor y en la escalera tuvieron un altercado con el disoluto criado que sirvió la comida y que, evidentemente, había perdido la mitad de sus botones en la mesa de juego. Me quedé molesto al ver que la señora Pocket empeñaba una discusión con Drummle acerca de dos baronías, mientras se comía una naranja cortada a rajas y bañada de azúcar y vino, y olvidando, mientras tanto, al pequeño que tenía en el regazo, el cual hacía las cosas más extraordinarias con el cascanueces. Por fin, la señorita Juana, advirtiendo que peligraba la pequeña cabeza, dejó su sitio sin hacer ruido y, valiéndose de pequeños engaños, le quitó la peligrosa arma. La señora Pocket terminaba en aquel momento de comerse la naranja y, pareciéndole mal aquello, dijo a Juana: - ¡Tonta! ¿Por qué vienes a quitarle el cascanueces? ¡Ve a sentarte inmediatamente! - Mamá querida - ceceó la niñita -, el pequeño podía haberse sacado los ojos. - ¿Cómo te atreves a decirme eso? - replicó la señora Pocket-. ¡Ve a sentarte inmediatamente en tu sitio! - Belinda - le dijo su esposo desde el otro extremo de la mesa -. ¿Cómo eres tan poco razonable? Juana ha intervenido tan sólo para proteger al pequeño. - No quiero que se meta nadie en estas cosas - dijo la señora Pocket-. Me sorprende mucho, Mateo, que me expongas a recibir la afrenta de que alguien se inmiscuya en esto. - ¡Dios mío! - exclamó el señor Pocket, en un estallido de terrible desesperación -. ¿Acaso los niños han de matarse con los cascanueces, sin que nadie pueda salvarlos de la muerte? - No quiero que Juana se meta en esto - dijo la señora Pocket, dirigiendo una majestuosa mirada a aquella inocente y pequeña defensora de su hermanito -. Me parece, Juana, que conozco perfectamente la posición de mi pobre abuelito. El señor Pocket se llevó otra vez las manos al cabello, y aquella vez consiguió, realmente, levantarse algunas pulgadas. - ¡Oídme, dioses! - exclamó, desesperado -. ¡Los pobres pequeñuelos se han de matar con los cascanueces a causa de la posición de los pobres abuelitos de la gente! Luego se dejó caer de nuevo y se quedó silencioso. Mientras tenía lugar esta escena, todos mirábamos muy confusos el mantel. Sucedió una pausa, durante la cual el honrado e indomable pequeño dio una serie de saltos y gritos en dirección a Juana, que me pareció el único individuo de la familia (dejando a un lado a los criados) a quien conocía de un modo indudable. - Señor Drummle - dijo la señora Pocket -, ¿quiere hacer el favor de llamar a Flopson? Juana, desobediente niña, ve a sentarte. Ahora, pequeñín, ven con mamá. El pequeño, que era la misma esencia del honor, contestó con toda su alma. Se dobló al revés sobre el brazo de la señora Pocket, exhibió a los circunstantes sus zapatitos de ganchillo y sus muslos llenos de hoyuelos, en vez de mostrarles su rostro, y tuvieron que llevárselo en plena rebelión. Y por fin alcanzó su objeto, porque pocos minutos más tarde lo vi a través de la ventana en brazos de Juana. 92 Sucedió que los cinco niños restantes se quedaron ante la mesa, sin duda porque Flopson tenía un quehacer particular y a nadie más le correspondía cuidar de ellos. Entonces fue cuando pude enterarme de sus relaciones con su padre, gracias a la siguiente escena: E1 señor Pocket, cuya perplejidad normal parecía haber aumentado y con el cabello más desordenado que nunca, los miró por espacio de algunos minutos, como si no pudiese comprender la razón de que todos comiesen y se alojasen en aquel establecimiento y por qué la Naturaleza no los había mandado a otra casa. Luego, con acento propio de misionero, les dirigió algunas preguntas, como, por ejemplo, por qué el pequeño Joe tenía aquel agujero en su babero, a lo que el niño contestó que Flopson iba a remendárselo en cuanto tuviese tiempo; por qué la pequeña Fanny tenía aquel panadizo, y la niña contestó que Millers le pondría un emplasto si no se olvidaba. Luego se derritió en cariño paternal y les dio un chelín a cada uno, diciéndoles que se fuesen a jugar; y en cuanto se hubieron alejado, después de hacer un gran esfuerzo para levantarse agarrándose por el cabello, abandonó el inútil intento. Por la tarde había concurso de remo en el río. Como tanto Drummle como Startop tenían un bote cada uno, resolví tripular uno yo solo y vencerlos. Yo sobresalía en muchos ejercicios propios de los aldeanos, pero como estaba convencido de que carecía de elegancia y de estilo para remar en el Támesis -eso sin hablar de otras aguas, - resolví tomar lecciones del ganador de una regata que pasaba remando ante nuestro embarcadero y a quien me presentaron mis nuevos amigos. Esta autoridad práctica me dejó muy confuso diciéndome que tenía el brazo propio de un herrero. Si hubiese sabido cuán a punto estuvo de perder el discípulo a causa de aquel cumplido, no hay duda de que no me lo habría dirigido. Nos esperaba la cena cuando por la noche llegamos a casa, y creo que lo habríamos pasado bien a no ser por un suceso doméstico algo desagradable. El señor Pocket estaba de buen humor, cuando llegó una criada diciéndole: - Si me hace usted el favor, señor, quisiera hablar con usted. - ¿Hablar con su amo? - exclamó la señora Pocket, cuya dignidad se despertó de nuevo -. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa? Vaya usted y hable con Flopson. O hable conmigo… otro rato cualquiera. - Con perdón de usted, señora - replicó la criada -, necesito hablar cuanto antes y al señor. Por consiguiente, el señor Pocket salió de la estancia y nosotros procuramos entretenernos lo mejor que nos fue posible hasta que regresó. - ¡Ocurre algo muy gracioso, Belinda! - dijo el señor Pocket, con cara que demostraba su disgusto y su desesperación -. La cocinera está tendida en el suelo de la cocina, borracha perdida, con un gran paquete de mantequilla fresca que ha cogido de la despensa para venderla como grasa. La señora Pocket demostró inmediatamente una amable emoción y dijo: - Eso es cosa de esa odiosa Sofía. - ¿Qué quieres decir, Belinda? - preguntó el señor Pocket. - Sofía te lo ha dicho - contestó la señora Pocket -. ¿Acaso no la he visto con mis propios ojos y no la he oído por mí misma cuando llegó con la pretensión de hablar contigo? -Pero ¿no te acuerdas de que me ha llevado abajo, Belinda? - replicó el señor Pocket -. ¿No sabes que me ha mostrado a esa borracha y también el paquete de mantequilla? - ¿La defiendes, Mateo, después de su conducta? - le preguntó su esposa. El señor Poocket se limitó a emitir un gemido de dolor - ¿Acaso la nieta de mi abuelo no es nadie en esta casa? - exclamó la señora Pocket. - Además, la cocinera ha sido siempre una mujer seria y respetuosa, y en cuanto me conoció dijo con la mayor sinceridad que estaba segura de que yo había nacido para duquesa. Había un sofá al lado del señor Pocket, y éste se dejó caer en él con la actitud de un gladiador moribundo. Y sin abandonarla, cuando creyó llegada la ocasión de que le dejase para irme a la cama, me dijo con voz cavernosa: - Buenas noches, señor Pip. ...

En la línea 1987
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... si el castillo, el puente levadizo, la glorieta, el lago, la fuente y el anciano hubieran sido dispersados en el ...

En la línea 2008
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Aquélla era la primera vez que se abría una tumba en el camino de mi vida, y fue extraordinario el efecto que ello me produjo. Día y noche me asaltaba el recuerdo de mi hermana, sentada en su sillón junto al fuego de la cocina. Y el pensar que subsistiese esta última sin mi hermana me resultaba de difícil comprensión. Así como en los últimos tiempos apenas o nunca pensé en ella, a la sazón tenía la extraña idea de que iba a verla por la calle, viniendo hacia mí, o que de pronto llamaria a la puerta. También en mi vivienda, con la cual jamás estuvo mi hermana asociada, parecía reinar la impresión de la muerte y la sugestión perpetua del sonido de su voz, o de alguna peculiaridad de su rostro o de su figura, como si aún viviese y me hubiera visitado allí con frecuencia. Cualesquiera que hubieran podido ser mis esperanzas y mi fortuna, es dudoso que yo recordase a mi hermana con mucha ternura. Pero supongo que siempre puede existir cierto pesar aunque el cariño no sea grande. Bajo su influencia (y quizás ocupando el lugar de un sentimiento más tierno), sentí violenta indignación contra el criminal por cuya causa sufrió tanto aquella pobre mujer, y sin duda alguna, de haber tenido pruebas suficientes, hubiera perseguido vengativamente hasta el último extremo a Orlick o a cualquier otro. Después de escribir a Joe para ofrecerle mis consuelos, y asegurándole que no dejaría de asistir al entierro, pasé aquellos días intermedios en el curioso estado mental que ya he descrito. Salí temprano por la mañana y me detuve en El Jabalí Azul. con tiempo más que suficiente para dirigirme a la fragua. Otra vez corría el verano, y el tiempo era muy agradable mientras fui, paseando, hacia la fragua. Entonces recordé con la mayor precisión la época en que no era mas que un niño indefenso y mi hermana no me mimaba ciertamente. Pero lo recordé con mayor suavidad, que incluso hizo más llevadero el mismo recuerdo de «Tickler». Entonces el aroma de las habas y del trébol insinuaba en mi corazón que llegaría el 133 día en que sería agradable para mi memoria que otros, al pasear a la luz del sol, se sintieran algo emocionados al pensar en mí. Por fin llegué ante la casa, y vi que «Trabb & Co.» habían procedido a preparar el entierro, posesionándose de la casa. Dos personas absurdas y de triste aspecto, cada una de ellas luciendo una muletilla envuelta en un vendaje negro, como si tal instrumento pudiera resultar consolador para alguien, estaban situadas ante la puerta principal de la casa; en una de ellas reconocí a un postillón despedido de El Jabalí Azul por haber metido en un aserradero a una pareja de recién casados que hacían su viaje de novios, a consecuencia de una fenomenal borrachera que sufría y que le obligó a agarrarse con ambos brazos al cuello de su caballo para no caerse. Todos los muchachos del pueblo, y muchas mujeres también, admiraban a aquellos enlutados guardianes, contemplando las cerradas ventanas de la casa y de la fragua; cuando yo llegué, uno de los dos guardianes, el postillón, llamó a la puerta como dando a entender que yo estaba tan agobiado por la pena que ni siquiera me quedaba fuerza para hacerlo con mis propias manos. El otro enlutado guardián, un carpintero que en una ocasión se comió dos gansos por una apuesta, abrió la puerta y me introdujo en la sala de ceremonia. Allí, el señor Trabb había tomado para sí la mejor mesa, provisto de los necesarios permisos, y corría a su cargo una especie de bazar de luto, ayudándose de regular cantidad de alfileres negros. En el momento de mi llegada acababa de poner una gasa en el sombrero de alguien, con los extremos de aquélla anudados y muy largos, y me tendió la mano pidiéndome mi sombrero; pero yo, equivocándome acerca de su intento, le estreché la mano que me tendía con el mayor afecto. El pobre y querido Joe, envuelto en una capita negra atada en el cuello por una gran corbata del mismo color, estaba sentado lejos de todos, en el extremo superior de la habitacion, lugar en donde, como presidente del duelo, le había colocado el señor Trabb. Yo le saludé inclinando la cabeza y le dije: - ¿Cómo estás, querido Joe? - ¡Pip, querido amigo! - me contestó -. Usted la conoció cuando todavía era una espléndida mujer. Luego me estrechó la mano y guardó silencio. Biddy, modestamente vestida con su traje negro, iba de un lado a otro y se mostraba muy servicial y útil. En cuanto le hube dicho algunas palabras, pues la ocasión no permitía una conversación más larga, fui a sentarme cerca de Joe, preguntándome en qué parte de la casa estaría mi hermana. En la sala se percibía el débil olor de pasteles, y miré alrededor de mí en busca de la mesa que contenía el refresco; apenas era visible hasta que uno se había acostumbrado a aquella penumbra. Vi en ella un pastel de manzanas, ya cortado en porciones, y también naranjas, sandwichs, bizcochos y dos jarros, que conocía muy bien como objetos de adorno, pero que jamás vi usar en toda mi vida. Uno de ellos estaba lleno de oporto, y el otro, de jerez. Junto a la mesa distinguí al servil Pumblechook, envuelto en una capa negra y con el lazo de gasa en el sombrero, cuyos extremos eran larguísimos; alternativamente se atracaba de lo lindo y hacía obsequiosos movimientos con objeto de despertar mi atención. En cuanto lo hubo logrado, vino hacia mí, oliendo a jerez y a pastel y, con voz contenida, dijo: - ¿Me será permitido, querido señor… ? Y, en efecto, me estrechó las manos. Entonces distinguí al señor y a la señora Hubble, esta última muy apenada y silenciosa en un rincón. Todos íbamos a acompañar el cadáver y, por lo tanto, antes Trabb debía convertirnos separadamente, a cada uno de nosotros, en ridículos fardos de negras telas. - Le aseguro, Pip - murmuró Joe cuando ya estábamos «formados», según decía el señor Trabb, de dos en dos, en el salón, lo cual parecía una horrible preparación para una triste danza, - le aseguro, caballero, que habría preferido llevarla yo mismo a la iglesia, acompañado de tres o cuatro amigos que me habrían prestado con gusto sus corazones y sus brazos; pero se ha tenido en cuenta lo que dirian los vecinos al verlo, temiendo que se figuraran que eso era una falta de respeto. - ¡Saquen los pañuelos ahora! - gritó el señor Trabb en aquel momento con la mayor seriedad y como si dirigiese el ejercicio de algunos reclutas -. ¡Fuera pañuelos! ¿Estamos? Por consiguiente, todos nos llevamos los pañuelos a la cara, como si nos sangrasen las narices, y salimos de dos en dos. Delante íbamos Joe y yo; nos seguían Biddy y Pumblechook, y, finalmente, iban el señor y la señora Hubble. Los restos de mi pobre hermana fueron sacados por la puerta de la cocina, y como era esencial en la ceremonia del entierro que los seis individuos que transportaban el cadáver anduvieran envueltos en una especie de gualdrapas de terciopelo negro, con un borde blanco, el conjunto parecía un monstruo ciego, provisto de doce piernas humanas, cuyos pies intentaban dirigirse cada uno por su lado, bajo la guía de los dos guardias, o sea del postillón y de su camarada. 134 Sin embargo, la vecindad manifestaba su entera aprobación con respecto a aquella ceremonia y nos admiraron mucho mientras atravesábamos el pueblo. Los aldeanos más jóvenes y vigorosos hacían varias tentativas para dividir el cortejo, y hasta se ponían al acecho para interceptar nuestro camino en los lugares convenientes. En aquellos momentos, los más exaltados entre ellos gritaban con la mayor excitación en cuanto aparecíamos por la esquina inmediata: - ¡Ya están aquí! ¡Ya vienen! Cosa que a nosotros no nos alegraba ni mucho menos. En aquella procesión me molestó mucho el abyecto Pumblechook, quien, aprovechándose de la circunstancia de marchar detrás de mí, insistió durante todo el camino, como prueba de sus delicadas atenciones, en arreglar las gasas que colgaban de mi sombrero y en quitarme las arrugas de la capa. También mis pensamientos se distrajeron mucho al observar el extraordinario orgullo del señor y la señora Hubble, que se vanagloriaban enormemente por el hecho de ser miembros de tan distinguida procesión. Apareció ante nosotros la dilatada extensión de los marjales, y casi en seguida las velas de las embarcaciones que navegaban por el río; entramos en el cementerio, situándonos junto a las tumbas de mis desconocidos padres, «Philip Pirrip, último de su parroquia, y también Georgiana, esposa del anterior». Allí mi hermana fue depositada en paz, en la tierra, mientras las alondras cantaban sobre la tumba y el ligero viento la adornaba con hermosas sombras de nubes y de árboles. Acerca de la conducta del charlatán de Pumblechook mientras esto sucedía, no debo decir más sino que por entero se dedicó a mí y que, incluso cuando se leyeron aquellas nobles frases que recuerdan a la humanidad que no trajo consigo nada al mundo ni tampoco puede llevarse nada de éste, y le advierten, además, que la vida transcurre rápida como una sombra y nunca continua por mucho tiempo en esta morada terrena, yo le oí hacer en voz baja una reserva con respecto a un joven caballero que inesperadamente llegó a poseer una gran fortuna. Al regreso tuvo la desvergüenza de expresarme su deseo de que mi hermana se hubiese enterado del gran honor que yo le hacía, añadiendo que tal vez lo habría considerado bien logrado aun a costa de su muerte. Después de eso acabó de beberse todo nuestro jerez, mientras el señor Hubble se bebía el oporto, y los dos hablaron (lo cual, según he observado, es costumbre en estos casos) como si fuesen de otra raza completamente distinta de la de la difunta y notoriamente inmortales. Por fin, Pumblechook se marchó con el señor y la señora Hubble, para pasar la velada hablando del entierro, sin duda alguna, y para decir en Los Tres Alegres Barqueros que él era el iniciador de mi fortuna y el primer bienhechor que tuve en el mundo. En cuanto se hubieron marchado, y asi que Trabb y sus hombres (aunque no su aprendiz, porque le busqué con la mirada) hubieron metido sus disfraces en unos sacos que a prevención llevaban, alejándose a su vez, la casa volvió a adquirir su acostumbrado aspecto. Poco después, Biddy, Joe y yo tomamos algunos fiambres; pero lo hicimos en la sala de respeto y no en la antigua cocina. Joe estaba tan absorto en sus movimientos con el cuchillo, el tenedor, el salero y otros chismes semejantes, que aquello resulto molesto para todos. Pero después de cenar, en cuanto le hice tomar su pipa y en su compañia dimos una vuelta por la fragua, sentándonos luego en el gran bloque de piedra que había en la parte exterior, la cosa marcho mucho mejor. Observé que, después del entierro, Joe se cambió de traje, como si quisiera hacer una componenda entre su traje de las fiestas y el de faena, y en cuanto se hubo puesto este último, el pobre resultó más natural y volvió a adquirir su verdadera personalidad. Le complació mucho mi pregunta de si podría dormir en mi cuartito, cosa que a mí me pareció muy agradable, pues comprendí que había hecho una gran cosa tan sólo con dirigirle aquella petición. En cuanto se espesaron las sombras de la tarde, aproveché una oportunidad para salir al jardín con Biddy a fin de charlar un rato. -Biddy – dije, - creo que habrías podido escribirme acerca de estos tristes acontecimientos. - ¿Lo cree usted así, señor Pip? - replicó Biddy. - En realidad, le habría escrito si se me hubiera ocurrido. - Creo que no te figurarás que quiero mostrarme impertinente si te digo que deberías haberte acordado. - ¿De veras, señor Pip? Su aspecto era tan apacible y estaba tan lleno de compostura y bondad, y parecía tan linda, que no me gustó la idea de hacerla llorar otra vez. Después de mirar un momento sus ojos, inclinados al suelo, mientras andaba a mi lado, abandoné tal idea. - Supongo, querida Biddy, que te será difícil continuar aquí ahora. - ¡Oh, no me es posible, señor Pip! - dijo Biddy con cierto pesar pero con apacible convicción. - He hablado de eso con la señora Hubble, y mañana me voy a su casa. Espero que las dos podremos cuidar un poco al señor Gargery hasta que se haya consolado. - ¿Y cómo vas a vivir, Biddy? Si necesitas algo, di… 135 - ¿Que cómo voy a vivir? - repitió Biddy con momentáneo rubor -. Voy a decírselo, señor Pip. Voy a ver si me dan la plaza de maestra en la nueva escuela que están acabando de construir. Puedo tener la recomendación de todos los vecinos, y espero mostrarme trabajadora y paciente, enseñándome a mí misma mientras enseño a los demás. Ya sabe usted, señor Pip - prosiguió Biddy, sonriendo mientras levantaba los ojos para mirarme el rostro, - ya sabe usted que las nuevas escuelas no son como las antiguas. Aprendí bastante de usted a partir de entonces, y luego he tenido tiempo para mejorar mi instrucción. - Estoy seguro, Biddy, de que siempre mejorarás, cualesquiera que sean las circunstancias. - ¡Ah!, exceptuando en mí el lado malo de la naturaleza humana - murmuró. Tales palabras no eran tanto un reproche como un irresistible pensamiento en voz alta. Pero yo resolví no hacer caso, y por eso anduve un poco más con Biddy, mirando silenciosamente sus ojos, inclinados al suelo. - Aún no conozco detalles de la muerte de mi hermana, Biddy. -Poco hay que decir acerca de esto, ¡pobrecilla! A pesar de que últimamente había mejorado bastante, en vez de empeorar, acababa de pasar cuatro días bastante malos, cuando, una tarde, parecio ponerse mejor, precisamente a la hora del té, y con la mayor claridad dijo: «Joe». Como hacía ya mucho tiempo que no había pronunciado una sola palabra, corrí a la fragua en busca del señor Gargery. La pobre me indicó por señas su deseo de que su esposo se sentase cerca de ella y también que le pusiera los brazos rodeando el cuello de él. Me apresuré a hacerlo, y apoyó la cabeza en el hombro del señor Gargery, al parecer contenta y satisfecha. De nuevo dijo «Joe», y una vez «perdón» y luego «Pip». Y ya no volvió a levantar la cabeza. Una hora más tarde la tendimos en la cama, después de convencernos de que estaba muerta. Biddy lloró, y el jardín envuelto en sombras, la callejuela y las estrellas, que salían entonces, se presentaban borrosos a mis ojos. - ¿Y nunca se supo nada, Biddy? - Nada. - ¿Sabes lo que ha sido de Orlick? - Por el color de su ropa, me inclino a creer que trabaja en las canteras. - Supongo que, en tal caso, lo habrás visto. ¿Por qué miras ahora ese árbol oscuro de la callejuela? - Lo vi ahí la misma noche que ella murió. - ¿Fue ésa la última vez, Biddy? -No. Le he visto ahí desde que entramos en el jardín. Es inútil- añadió Biddy poniéndome la mano sobre el brazo al advertir que yo echaba a correr. - Ya sabe usted que no le engañaría. Hace un minuto que estaba aquí, pero se ha marchado ya. Renació mi indignación al observar que aún la perseguía aquel tunante, hacia el cual experimentaba la misma antipatía de siempre. Se lo dije así, añadiendo que me esforzaría cuanto pudiese, empleando todo el trabajo y todo el dinero que fuese menester, para obligarle a alejarse de la región. Gradualmente, ella me condujo a hablar con mayor calma, y luego me dijo cuánto me quería Joe y que éste jamás se quejaba de nada (no dijo de mí; no tenía necesidad de tal cosa, y yo lo comprendía), sino que siempre cumplía con su deber, en la vida que llevaba, con fuerte mano, apacible lengua y cariñoso corazón. - Verdaderamente, es difícil reprocharle nada – dije. - Mira, Biddy, hablaremos con frecuencia de estas cosas, porque vendré a menudo. No quiero dejar solo al pobre Joe. Biddy no replicó ni una sola palabra. - ¿No me has oído? - pregunté. - Sí, señor Pip. -No me gusta que me llames «señor Pip». Es de muy mal gusto, Biddy. ¿Qué quieres decir con eso? - ¿Que qué quiero decir? - preguntó tímidamente Biddy. - Sí - le dije, muy convencido. - Deseo saber qué quieres decir con eso. - ¿Con eso? - repitió Biddy. - Hazme el favor de contestarme y de no repetir mis palabras. Antes no lo hacías. - ¿Que no lo hacía? - repitió Biddy -. ¡Oh, señor Pip! Creí mejor abandonar aquel asunto. Despues de dar en silencio otra vuelta por el jardín, proseguí diciendo: - Mira, Biddy, he hecho una observación con respecto a la frecuencia con que me propongo venir a ver a Joe. Tú la has recibido con notorio silencio. Haz el favor, Biddy, de decirme el porqué de todo eso. - ¿Y está usted seguro de que vendrá a verle con frecuencia? - preguntó Biddy deteniéndose en el estrecho caminito del jardín y mirándome a la luz de las estrellas con sus claros y honrados ojos. 136 - ¡Dios mío! - exclamé como si a mi pesar me viese obligado a abandonar a Biddy. - No hay la menor duda de que éste es un lado malo de la naturaleza humana. Hazme el favor de no decirme nada más, Biddy, porque esto me disgusta mucho. Y, por esta razón convincente, permanecí a cierta distancia de Biddy durante la cena, y cuando me dirigí a mi cuartito me despedí de ella con tanta majestad como me fue posible en vista de los tristes sucesos de aquel día. Y con la misma frecuencia con que me sentí inquieto durante la noche, cosa que tuvo lugar cada cuarto de hora, reflexioné acerca de la maldad, de la injuria y de la injusticia de que Biddy acababa de hacerme víctima. Tenía que marcharme a primera hora de la mañana. Muy temprano salí y, sin ser visto, miré una de las ventanas de madera de la fragua. Allí permanecí varios minutos, contemplando a Joe, ya dedicado a su trabajo y con el rostro radiante de salud y de fuerza, que lo hacía resplandecer como si sobre él diese el brillante sol de la larga vida que le esperaba. -Adiós, querido Joe. No, no te limpies la mano, ¡por Dios! Dámela ennegrecida como está. Vendré muy pronto y con frecuencia. - Nunca demasiado pronto, caballero - dijo Joe -, y jamás con demasiada frecuencia, Pop. Biddy me esperaba en la puerta de la cocina, con un jarro de leche recién ordeñada y una rebanada de pan. -Biddy - le dije al darle la mano para despedirme -. No estoy enojado, pero sí dolorido. - No, no esté usted dolorido - dijo patéticamente .— Deje que la dolorida sea yo, si he sido poco generosa. Una vez más se levantaba la bruma mientras me alejaba. Y si, como supongo, me permitía ver que yo no volvería y que Biddy estaba en lo cierto, lo único que puedo decir es que tenía razón. ...

En la línea 388
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo. ...

En la línea 616
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Pero ¿no comprende? Esto prueba que una de ellas está en la casa. Si hubieran salido las dos, habrían cerrado con llave por fuera; de ningún modo habrían podido echar el cerrojo por dentro… ¿Lo oye, lo oye? Hay que estar en casa para poder echar el cerrojo, ¿no comprende? En fin, que están y no quieren abrir. ...

En la línea 925
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Él tomó la moneda y ellas continuaron su camino. Era una pieza de veinte kopeks. Se comprendía que, al ver su aspecto y su indumentaria, le hubieran tomado por un mendigo. La generosa ofrenda de los veinte kopeks se debía, sin duda, a que el latigazo había despertado la compasión de las dos mujeres. ...

En la línea 1174
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »Hechas estas averiguaciones y sin decir ni una palabra a nadie, reuní cuantos datos me fue posible acerca del asesinato y volví a mi casa sin que mis sospechas se hubieran desvanecido. ...

En la línea 1019
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Y si en tales momentos le hubieran dicho que llegaría un día en que resonaría ese nombre en sus oídos; en que saldría repentinamente de las tinieblas y se erguiría delante de él; en que esa gran luz encendida para disipar el misterio que lo rodeaba resplandecería súbitamente sobre su cabeza, pero le aseguraran que tal nombre no le amenazaría, que semejante luz no produciría sino una oscuridad más espesa, que aquel velo roto aumentaría el misterio, que aquel terremoto consolidaría su edificio; que aquel prodigioso incidente no tendría más resultado, si él quería, que hacer su existencia a la vez más clara y más impenetrable, y que de su confrontación con el fantasma de Jean Valjean el bueno y digno ciudadano señor Magdalena saldría más tranquilo y más respetado que nunca; si alguien le hubiera dicho esto, lo habría tomado como lo más insensato que escuchara jamás. ...

En la línea 79
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Y no sólo aprendía por la experiencia, sino que en él revivían instintos hacía tiempo desaparecidos. Se despojó de la domesticidad de generaciones. Vagos recuerdos ancestrales de los orígenes de la raza, de la época en que las manadas de perros salvajes deambulaban por los bosques primitivos y devoraban sus presas según les daban caza. No le costó aprender a pelear causando un corte profundo con un súbito mordisco de lobo. Así lo habían hecho sus olvidados antepasados. Fueron ellos los que aceleraron en su interior el despertar de hábitos ancestrales, y los viejos ardides que habían impreso en la herencia genética de la raza se convirtieron en los suyos. Los incorporó sin esfuerzo ni asombro, como si hubieran sido suyos desde siempre. Y cuando en las noches frías y serenas apuntaba con el hocico a una estrella y aullaba como un lobo, eran sus antepasados, muertos y convertidos en polvo, los que lo hacían desde los siglos pasados y a través de él. Y las cadencias con que Buck manifestaba su sufrimiento eran las suyas, como suyo era el significado que para ellos tenían la quietud, el frío y la oscuridad de la noche. Como demostración de que la vida es un juego de marionetas, el canto ancestral lo invadió por entero y Buck recobró su ser original; y todo porque en el norte los hombres habían encontrado un metal amarillo, y porque Manuel era un ayudante de jardinero cuyo salario no cubría las necesidades de su mujer ni las de los varios y pequeños duplicados de sí mismo. ...

En la línea 108
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Durante los días que siguieron, a medida que se iban acercando a Dawson, Buck continuó interponiéndose entre Spitz y los transgresores, pero lo hacía con astucia, cuando François no andaba por allí. Con el encubierto amotinamiento de Buck, surgió y fue aumentando una insubordinación general. Dave y Sol-leks permanecieron al margen, pero el resto del tiro iba de mal en peor. Las cosas ya no funcionaban como debían. Se producían peleas y crispaciones continuas. Había siempre un conflicto en gestación, y en su origen estaba Buck. François permanecía atento, pues temía la lucha a muerte que tarde o temprano había de tener lugar entre los dos perros; y más de una noche, el ruido de una riña lo hizo salir de su saco de dormir, temeroso de que fueran Buck y Spitz los que se hubieran enzarzado. ...

En la línea 143
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Pero donde Buck más destacó fue en la forma de establecer las normas y hacerlas cumplir a sus compañeros. A Dave y a Sol-leks no les importó el cambio de liderazgo. No les incumbía. Lo suyo era trabajar duro y esforzarse al máximo. Siempre que no fuera un impedimento para su tarea, no les importaba lo ocurrido. Les habría dado igual que hubieran puesto de jefe a Billie, el contemporizador, con tal de que mantuviera el orden. El resto del equipo, en cambio, que se había vuelto revoltoso durante la última época de Spitz, se sorprendió ahora que Buck restauraba la disciplina. ...

En la línea 169
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Los propios conductores- esperaban confiados un prolongado respiro. Habían hecho dos mil kilómetros con dos días de asueto, y razonablemente y en justicia se merecían un intervalo de descanso. Pero eran tantos los hombres que habían acudido a Klondike y tan numerosas las novias, esposas y demás familiares que no lo habían hecho, que la congestión postal estaba adquiriendo enormes proporciones; y además estaban los despachos oficiales. Nuevas tandas de perros de la bahía de Hudson habrían de reemplazar a los que ya no valían para el camino. Había que desprenderse de estos últimos y, puesto que un perro poco significa frente a un puñado de dólares, el caso era venderlos. Pasaron tres días, en el transcurso de los cuales Buck y sus compañeros descubrieron cuán cansados y debilitados estaban. Después, en la mañana del cuarto día, llegaron de los Estados Unidos dos hombres, que los compraron con arneses incluidos, por cuatro cuartos. Se llamaban Hal y Charles. Charles era de mediana edad, más bien moreno, tenía la mirada miope y acuosa y un mostacho que se retorcía con furia hacia arriba como para compensar la aparente blandura del labio que ocultaba. Hal era un joven de diecinueve o veinte años, con un gran revólver Colt y un cuchillo de caza sujetos al cuerpo por un cinturón provisto de cartuchos. Este cinturón era el elemento más llamativo de su persona. Proclamaba su inmadurez, una absoluta e inefable inmadurez. Los dos hombres estaban manifiestamente fuera de lugar, y el porqué de que semejantes individuos se hubieran aventurado a viajar al norte es parte de un misterio que escapa al entendimiento. ...

En la línea 160
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Por poco se escapó el saco de las manos de Picaporte, como si las veinte mil libras hubieran sido oro y pesado considerablemente. ...

En la línea 859
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Y sin embargo, había en las cercanías- segun expresión de los astrónomos- un astro perturbador que hubiera debido producir algunas alteraciones en el corazón de ese caballero. ¡Pero no! El encanto de Aouida no tenía acción alguna, con gran sorpresa de Picaporte, y las perturbaciones, si existían, hubieran sido más difíciles de calcular que las de Urano, que han ocasionado el descubrimiento de Neptuno. ...

En la línea 888
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... En esta circunstancia debemos convenir en que el azar había singularmente favorecido a Phileas Fogg. Sin la necesidad de reparar sus calderas el 'Camatic' se hubiera marchado el 5 de noviembre, y los viajeros para el Japón hubieran tenido que aguardar durante ocho días la salida del vapor siguiente. Es cierto que mister Fogg estaba veinticuatro horas atrasado, pero este atraso no podía tener para él consecuencias sensibles. ...

En la línea 1196
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Pero era, quizá, temprano, para organizar un concierto, y los difetanti, súbitamente despertados, no hubieran quizá pagado al cantante en moneda con la efigie del mikado. ...

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Hubieran en la RAE.
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