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La palabra desconocida
Cómo se escribe

la palabra desconocida

La palabra Desconocida ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece desconocida.

Estadisticas de la palabra desconocida

Desconocida es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 6505 según la RAE.

Desconocida aparece de media 13.36 veces en cada libro en castellano.

Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la desconocida en las obras de referencia de la RAE contandose 2031 apariciones .

Más información sobre la palabra Desconocida en internet

Desconocida en la RAE.
Desconocida en Word Reference.
Desconocida en la wikipedia.
Sinonimos de Desconocida.


El Español es una gran familia

Algunas Frases de libros en las que aparece desconocida

La palabra desconocida puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 5813
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... No, un interés más material le latigaba la san gre, iba por fin a franquearaquel umbral misterioso, a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de maese Coquenard. ...

En la línea 7346
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -No -dijo Athos-, no bebamos el vino que tiene una fuente desconocida. ...

En la línea 9196
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Winter ha cambiado su estupidez ordinaria por una prudencia desconocida. ...

En la línea 10927
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¿Sabéis por qué?-No, monseñor; porque la única cosa por la que podría ser dete nido es aún desconocida de Su Eminencia. ...

En la línea 775
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Tengo la seguridad de que esa cara no me es desconocida.» «Así es, reverendo padre»—contestó Antonio levantándose y haciendo una profunda reverencia—. ...

En la línea 814
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... La adoración de la Santa Virgen se extiende cada día más por países donde estaba olvidada o era hasta aquí desconocida. ...

En la línea 1225
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... —¿Es su merced el _Caloró_ de Londres?—dijo muy cerca de mí una voz desconocida. ...

En la línea 1624
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Pero, al cabo, hace mucho tiempo, unos cazadores entraron en él casualmente, y, ¿sabe usted lo que encontraron, _caballero_? Encontraron una pequeña nación o tribu de gente desconocida, que hablaba una lengua ignorada y que acaso vivía allí desde la creación del mundo sin tratarse con las otras criaturas humanas, y sin saber de la existencia de otros seres cerca de ellos. ...

En la línea 795
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. ...

En la línea 1812
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Luego, si mal no me acuerdo, proseguía..., si mal no me acuerdo: «el llego y falto de sueño, y el ferido besa a vuestra merced las manos, ingrata y muy desconocida hermosa», y no sé qué decía de salud y de enfermedad que le enviaba, y por aquí iba escurriendo, hasta que acababa en «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura». ...

En la línea 4927
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Llegó, en fin, cansado y sin aliento, y, puesto delante de los desposados, hincando el bastón en el suelo, que tenía el cuento de una punta de acero, mudada la color, puestos los ojos en Quiteria, con voz tremente y ronca, estas razones dijo: -Bien sabes, desconocida Quiteria, que conforme a la santa ley que profesamos, que viviendo yo, tú no puedes tomar esposo; y juntamente no ignoras que, por esperar yo que el tiempo y mi diligencia mejorasen los bienes de mi fortuna, no he querido dejar de guardar el decoro que a tu honra convenía; pero tú, echando a las espaldas todas las obligaciones que debes a mi buen deseo, quieres hacer señor de lo que es mío a otro, cuyas riquezas le sirven no sólo de buena fortuna, sino de bonísima ventura. ...

En la línea 596
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 24 de abril.- Como los antiguos navegantes cuando se aproximaban a una tierra desconocida, examinamos, observamos los menores detalles que pueden indicar un cambio. Experimentamos tanta alegría al encontrar un trozo de árbol aislado o un bloc errático desprendido de la roca primitiva como si viésemos un bosque al cruzar las cumbres de la cordillera. Pero el signo que más promete es una espesa capa de nubes que permanece casi constantemente en un mismo punto. Este signo debía, en efecto, traer consigo grandes promesas, como más tarde hemos podido convencernos de ello; pero, por lo pronto, habíamos tomado las nubes por la cúspide de la montaña misma, y no por masas de vapores condensadas alrededor de su vértice helado. ...

En la línea 1831
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... r los datos, que yo he tomado, es desconocida la hidrofobia en la Tierra de Van-Diemen y en Australia; Burchell no ha oído hablar nunca de esta enfermedad en el cabo de Buena Esperanza, en los cinco años que allí ha, residido ...

En la línea 1945
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... ta enfermedad, muy común en toda la costa del Perú, es desconocida en el interior ...

En la línea 2358
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... vidar todo esto es una ingratitud en un viajero, que si llega a naufragar en alguna costa desconocida debe desear vivamente que las enseñanzas de los misioneros hayan penetrado hasta ella. ...

En la línea 4978
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Petra se presentó como si fuese una desconocida; como si persona tan insignificante debiera de estar borrada de la memoria de personaje tan alto. ...

En la línea 5328
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Allí se ven las fieras del Retiro, el Museo de Pinturas, el Naval, la Armería; nada de teatros ni de bailes que aún son más peligrosos que en Vetusta: correr calles, ver mucha gente desconocida, despearse y a casa. ...

En la línea 7077
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... La dama desconocida, de espalda a la calle, ahora, inclinando la cabeza hacia el interlocutor invisible, hablaba tranquilamente y se defendía como por máquina, con leves manotadas felinas, de unas manos que de vez en cuando intentaban cogerla por los hombros. ...

En la línea 10122
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Y don Álvaro, como si lo estuviera pasando todavía, describía la obscuridad de la noche, las dificultades del escalo, los ladridos del perro, el crujir de la ventana del corredor al saltar el pestillo; y después las quejas de la cama frágil, el gruñir del jergón de gárrulas hojas de mazorca, y la protesta muda, pero enérgica, brutal de la moza, que se defendía a puñadas, a patadas, con los dientes, despertando en él, decía don Álvaro, una lascivia montaraz, desconocida, fuerte, invencible. ...

En la línea 480
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Quiero hacer algo en mi vida. Ha llegado el momento de la decisión. ¡Permanecer aquí siempre!… Los verdaderos hombres aman a las mujeres, pero no se dejan dominar por ellas. ¿Qué soy yo?… Tu esclavo. Jaula de oro, mas al fin prisión. No me opongas celos y sospechas, no Inventes sentimientos que no tengo. Si huyo de ti, no es para ir en busca de un nuevo placer. Tan grande ha sido tu amor, que no siento deseos de conocer otro. Es la aspereza de la vida libre lo que me atrae. La fatiga del trabajo representa para mí una felicidad desconocida. Deja que me vaya… Yo volveré, si quieres. Esta separación puede ser única, y luego nuestra vida se reanudará hermosa y tranquila, como tú la describes antes. ...

En la línea 1416
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Claudio veía imaginariamente al padre y al hijo como si hubiesen metido los pies en un inmenso avispero, no pudiendo defenderse de sus enjambres irritados. Un Papa español osaba hacer lo que ninguno de los pontífices nacidos en Italia, restableciendo la autoridad de la Santa Sede, desconocida siempre por los tiranuelos que detentaban las tierras de la Iglesia. Un joven romano, cuya sangre era por mitad española, iba a acabar con todos ellos, acariciando el designio de apoderarse más adelante de Florencia y hasta de los estados que tenia Venecia en la tierra firme, para constituir una Italia única… Y todos los señores grandes o mediocres, así como las repúblicas comerciales, difamaban a estos dos extranjeros triunfantes en Roma. Los libelistas escribían contra los Borgias crónicas monstruosas que empezaban siempre por un se dice. Forjaban epigramas feroces o historias inverosímiles, aceptadas sin obstáculo por las muchedumbres, dispuestas siempre a creer todo lo que causa daño a los poderosos. ...

En la línea 1468
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Una mañana el cadáver de Astor Manfredi apareció flotando sobre las aguas del Tíber con los brazos atados y—según decían algunos, sin poder aducir pruebas—con vestigios del mayor de los ultrajes que puede recibir un hombre. Horas después se encontraban en el río los cadáveres de otros dos jóvenes y el de una mujer desconocida. El Tíber daba estos presentes casi a diario, como testimonio de las bacanales y citas misteriosas de la noche anterior. ...

En la línea 177
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - Usted se ira dando cuenta, Gentleman-Montaña -continuó-, de que ha llegado a un país diferente a todos los que conoce, una nación de verdadera justicia, de verdadera libertad, donde cada uno ocupa el lugar que le corresponde, y la suprema dirección la posee el sexo que más la merece por su inteligencia superior, desconocida y calumniada desde el principio del mundo… . Deje de mirarme a mí unos instantes y examine la muchedumbre que le rodea. Tiene usted permiso para moverse un poco; así hará su estudio con mayor comodidad. Espere a que de mis órdenes. ...

En la línea 310
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Un perfume de jardín que parecía venir de muy lejos empezó a esparcirse por el patio, haciendo olvidar los densos hedores exhalados por las torres plateadas. Las señoras y señoritas de las galerías se agitaron aspirando con deleite esta esencia desconocida. Las mamás hablaban entre ellas, buscando semejanzas y similitudes con los perfumes de moda entre el sexo masculino. Algunas concentraban su atención para poder explicar en el mismo día a los perfumistas de la capital la rara esencia del Hombre-Montaña, y que la fabricasen, costase lo que costase. ...

En la línea 1658
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los ojos de Gillespie, todavía mal abiertos, siguieron la longitud de uno de sus brazos, en busca de las manos, para encontrarlas al fin agarradas a una madera de color de manteca, pulida y brillante. Esta madera afectaba una forma que no era desconocida para Edwin. ...

En la línea 584
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... De vez en cuando estas cavilaciones cesaban, porque Juan sabía arreglarse de modo que su mujer no llegase a cargarse de razón para estar descontenta. Como la herida a que se pone bálsamo fresco, la pena de Jacinta se calmaba. Pero los días y las noches, sin saber cómo, traíanla lentamente otra vez a la misma situación penosa. Y era muy particular; estaba tan tranquila, sin pensar en semejante cosa, y por cualquier incidente, por una palabra sin interés o referencia trivial, le asaltaba la idea como un dardo arrojado de lejos por desconocida mano y que venía a clavársele en el cerebro. Era Jacinta observadora, prudente y sagaz. Los más insignificantes gestos de su esposo, las inflexiones de su voz, todo lo observaba con disimulo, sonriendo cuando más atenta estaba, escondiendo con mil zalamerías su vigilancia, como los naturalistas esconden y disimulan el lente con que examinan el trabajo de las abejas. Sabía hacer preguntas capciosas, verdaderas trampas cubiertas de follaje. ¡Pero bueno era el otro para dejarse coger! ...

En la línea 1754
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... No pudo entretenerse en contar su tesoro, porque entró doña Lupe, dirigiéndose inmediatamente a la cocina. Maximiliano se paseaba en su cuarto esperando que le llamasen a comer, y hacía cálculos mentales sobre aquella desconocida suma que tanto le pesaba. «Mucho debe de ser, pero mucho—calculaba—; porque en tal tiempo eché un dobloncito de cuatro, y en cual tiempo otro. Y cuando tomé la medicina aquella que sabía tan mal, me dio mi tía dos duritos, y cada vez que había que tomar purga un durito o medio durito. Lo que es en monedas de a cinco, puede que pasen de quince». ...

En la línea 2433
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Despidiéronse muy gozosos, y Fortunata se retiró con la mente hecha a aquel orden de ideas. ¡Un hogar honrado y tranquilo!… ¡Si era lo que ella había deseado toda su vida!… ¡Si jamás tuvo afición al lujo ni a la vida de aparato y perdición!… ¡Si su gusto fue siempre la oscuridad y la paz, y su maldito destino la llevaba a la publicidad y a la inquietud!… ¡Si ella había soñado siempre con verse rodeada de un corro chiquito de personas queridas, y vivir como Dios manda, queriendo bien a los suyos y bien querida de ellos, pasando la vida sin afanes!… ¡Si fue lanzada a la vida mala por despecho y contra su voluntad, y no le gustaba, no señor, no le gustaba!… Después de pensar mucho en esto hizo examen de conciencia, y se preguntó qué había obtenido de la religión en aquella casa. Si en lo tocante a prendarse de las guapezas del alma había adelantado poco, en otro orden algo iba ganando. Gozaba de cierta paz espiritual, desconocida para ella en épocas anteriores, paz que sólo turbaba Mauricia arrojando en sus oídos una maligna frase. Y no fue esto la única conquista, pues también prendió en ella la idea de la resignación y el convencimiento de que debemos tomar las cosas de la vida como vienen, recibir con alegría lo que se nos da, y no aspirar a la realización cumplida y total de nuestros deseos. Esto se lo decía aquella misma claridad esencial, aquella idea blanca que salía de la custodia. Lo malo era que en aquellas largas horas, a veces aburridas, que pasaba de rodillas ante el Sacramento, la faz envuelta en un gran velo al modo de mosquitero, la pecadora solía fijarse más en la custodia, marco y continente de la sagrada forma, que en la forma misma, por las asociaciones de ideas que aquella joya despertaba en su mente. ...

En la línea 2782
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Se hubiera ido así… sabe Dios hasta dónde. Miraba todo con la curiosidad alborozada que las cosas más insignificantes inspiran a la persona salida de un largo cautiverio. Su pensamiento se gallardeaba en aquella dulce libertad, recreándose con sus propias ideas. ¡Qué bonita, verbi gracia, era la vida sin cuidados, al lado de personas que la quieren a una y a quien una quiere… ! Fijose en las casas del barrio de las Virtudes, pues las habitaciones de los pobres le inspiraban siempre cariñoso interés. Las mujeres mal vestidas que salían a las puertas y los chicos derrotados y sucios que jugaban en la calle atraían sus miradas, porque la existencia tranquila, aunque fuese oscura y con estrecheces, le causaba envidia. Semejante vida no podía ser para ella, porque estaba fuera de su centro natural, Había nacido para menestrala; no le importaba trabajar como el obispo con tal de poseer lo que por suyo tenía. Pero alguien la sacó de aquel su primer molde para lanzarla a vida distinta; después la trajeron y la llevaron diferentes manos. Y por fin, otras manos empeñáronse en convertirla en señora. La ponían en un convento para moldearla de nuevo, después la casaban… y tira y dale. Figurábase ser una muñeca viva, con la cual jugaba una entidad invisible, desconocida, y a la cual no sabía dar nombre. ...

En la línea 288
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Se sintió agitado por una emoción desconocida para él. Algo muy dulce conmovió el corazón de aquel hombre, ese corazón de acero, siempre cerrado hasta para las emociones más violentas. ...

En la línea 2184
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¿Quién habla del Tigre? —preguntó la voz. Sandokán se estremeció y un relámpago de alegría brilló en sus ojos. Aquella voz no le era desconocida. ...

En la línea 2281
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... No había vuelto a ver al capitán desde nuestra visita a la isla de Santorin. ¿Me pondría el azar en su presencia antes de nuestra partida? Lo deseaba y lo temía a la vez. Me puse a la escucha de todo ruido procedente de su camarote, contiguo al mío, pero no oí nada. Su camarote debía estar vacío. Se me ocurrió pensar entonces si se hallaría a bordo el extraño personaje. Desde aquella noche en que la canoa había abandonado al Nautilus en una misteriosa expedición, mis ideas sobre él se habían modificado ligeramente. Después de aquello, pensaba que el capitán Nemo, dijera lo que dijese, debía haber conservado con la tierra algunas relaciones. ¿Sería cierto que no abandonaba nunca el Nautilus? Habían pasado semanas enteras sin que yo le viera. ¿Qué hacía durante ese tiempo? Mientras yo le había creído presa de un acceso de misantropía, ¿no habría estado realizando, lejos de allí, alguna acción secreta cuya naturaleza me era totalmente desconocida? ...

En la línea 2549
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Nunca, señor. únicamente en los mares boreales, tanto en el estrecho de Bering como en el de Davis. -Entonces, la ballena austral le es desconocida. La que ha pescado usted hasta ahora es la ballena franca que nunca se arriesgaría a atravesar las aguas cálidas del ecuador. ...

En la línea 519
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Eso de asomarme a la oscuridad de un misterioso corredor de una casa desconocida, llamando a gritos a la burlona joven, a Estella, que tal vez no estaría visible ni me contestaría, me daba la impresión de que el gritar su nombre equivaldría a tomarme una libertad extraordinaria, y me resultaba casi tan violento como empezar a jugar en cuanto me lo mandasen. Pero la joven contestó por fin, y, semejante a una estrella efectiva, apareció su bujía, a lo lejos, en el corredor. ...

En la línea 727
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Y me llevó a otra parte desconocida de la casa. ...

En la línea 1110
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Corríamos demasiado para continuar la conversación, y no nos detuvimos hasta llegar a nuestra cocina. Estaba llena de gente. Podría decir que se había reunido allí el pueblo entero, parte del cual ocupaba el patio. Había también un cirujano, Joe y un grupo de mujeres, todos inclinados hacia el suelo y en el centro de la cocina. Los curiosos retrocedieron en cuanto me presenté yo, y así pude ver a mi hermana tendida, sin sentido y sin movimiento, en el entarimado del suelo, donde fue derribada por un tremendo golpe en la parte posterior de la cabeza, asestado por una mano desconocida, mientras ella estaba vuelta hacia el fuego. Y así la pobre quedó condenada a no encolerizarse ya más mientras fuese esposa de Joe. ...

En la línea 2031
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Habían dado las ocho de la noche antes de que me rodease el aire impregnado, y no desagradablemente, del olor del serrín y de las virutas de los constructores navales y de las motonerías de la orilla del río. Toda aquella parte contigua al río me era por completo desconocida. Bajé por la orilla de la corriente y observé que el lugar que buscaba no se hallaba donde yo creía y que no era fácil de encontrar. Poco importa el detallar las veces que me extravié entre las naves que se reparaban y los viejos cascos a punto de ser desguazados, ni tampoco el cieno y los restos de toda clase que pisé, depositados en la orilla por la marea, ni cuántos astilleros vi, o cuántas áncoras, ya desechadas, mordían ciegamente la tierra, o los montones de maderas viejas y de trozos de cascos, cuerdas y motones que se ofrecieron a mi vista. Después de acercarme varias veces a mi destino y de pasar de largo otras, llegué inesperadamente a Mill Pond Bank. Era un lugar muy fresco y ventilado, en donde el viento procedente del río tenía espacio para revolverse a su sabor; había allí dos o tres árboles, el esqueleto de un molino de viento y una serie de armazones de madera que en la distancia parecían otros tantos rastrillos viejos que hubiesen perdido la mayor parte de sus dientes. Buscando, entre las pocas que se ofrecían a mi vista, una casa que tuviese la fachada de madera y tres pisos con ventanas salientes (y no miradores, que es otra cosa distinta), miré la placa de la puerta, y en ella leí el nombre de la señora Whimple. Como éste era el que buscaba, llamé, y apareció una mujer de aspecto agradable y próspero. Pronto fue sustituida por Herbert, quien silenciosamente me llevó a la sala y cerró la puerta. Me resultaba muy raro ver aquel rostro amigo y tan familiar, que parecía hallarse en su casa, en un barrio y una vivienda completamente desconocidos para mí, y me sorprendí mirándole de la misma manera como miraba el armarito de un rincón, lleno de piezas de cristal y de porcelana; los caracoles y las conchas de la chimenea; los grabados iluminados que se veían en las paredes, representando la muerte del capitán Cook, una lancha y Su Majestad el rey Jorge III, en la terraza de Windsor, con su peluca, propia de un cochero de lujo, pantalones cortos de piel y botas altas. -Todo va bien, Haendel - dijo Herbert. - Él está completamente satisfecho, aunque muy deseoso de verte. Mi prometida se halla con su padre, y, si esperas a que baje, te la presentaré y luego iremos arriba. Ése… es su padre. Habían llegado a mis oídos unos alarmantes ruidos, procedentes del piso superior, y tal vez Herbert vio el asombro que eso me causara. - Temo que ese hombre sea un bandido - dijo Herbert sonriendo, - pero nunca le he visto. ¿No hueles a ron? Está bebiendo continuamente. - ¿Ron? 179 - Sí - contestó Herbert, - y ya puedes suponer lo que eso le alivia la gota. Tiene el mayor empeño en guardar en su habitación todas las provisiones, y luego las entrega a los demás, según se necesitan. Las guarda en unos estantes que tiene en la cabecera de la cama y las pesa cuidadosamente. Su habitación debe de parecer una tienda de ultramarinos. Mientras hablaba así, aumentó el rumor de los rugidos, que parecieron ya un aullido ronco, hasta que se debilitó y murió. - Naturalmente, las consecuencias están a la vista - dijo Herbert. - Tiene el queso de Gloucester a su disposición y lo come en abundantes cantidades. Eso le hace aumentar los dolores de gota de la mano y de otras partes de su cuerpo. Tal vez en aquel momento el enfermo se hizo daño, porque profirió otro furioso rugido. - Para la señora Whimple, el tener un huésped como el señor Provis es, verdaderamente, un favor del cielo, porque pocas personas resistirían este ruido. Es un lugar curioso, Haendel, ¿no es verdad? Así era, realmente; pero resultaba más notable el orden y la limpieza que reinaban por todas partes. - La señora Whimple - replicó Herbert cuando le hice notar eso - es una ama de casa excelente, y en verdad no sé lo que haría Clara sin su ayuda maternal. Clara no tiene madre, Haendel, ni ningún otro pariente en la tierra que el viejo Gruñón. - Seguramente no es éste su nombre, Herbert. - No - contestó mi amigo, - es el que yo le doy. Se llama Barley. Es una bendición para el hijo de mis padres el amar a una muchacha que no tiene parientes y que, por lo tanto, no puede molestar a nadie hablándole de su familia. Herbert me había informado en otras ocasiones, y ahora me lo recordó, que conoció a Clara cuando ésta completaba su educación en una escuela de Hammersmith, y que al ser llamada a su casa para cuidar a su padre, los dos jóvenes confiaron su afecto a la maternal señora Whimple, quien los protegió y reglamentó sus relaciones con extraordinaria bondad y la mayor discreción. Todos estaban convencidos de la imposibilidad de confiar al señor Barley nada de carácter sentimental, pues no se hallaba en condiciones de tomar en consideración otras cosas más psicológicas que la gota, el ron y los víveres almacenados en su estancia. Mientras hablábamos así en voz baja, en tanto que el rugido sostenido del viejo Barley hacía vibrar la viga que cruzaba el techo, se abrió la puerta de la estancia y apareció, llevando un cesto en la mano, una muchacha como de veinte años, muy linda, esbelta y de ojos negros. Herbert le quitó el cesto con la mayor ternura y, ruborizándose, me la presentó. Realmente era una muchacha encantadora, y podría haber pasado por un hada reducida al cautiverio y a quien el terrible ogro Barley hubese dedicado a su servicio. - Mira - dijo Herbert mostrándome el cesto con compasiva y tierna sonrisa, después de hablar un poco. - Aquí está la cena de la pobre Clara, que cada noche le entrega su padre. Hay aquí su porción de pan y un poquito de queso, además de su parte de ron… , que me bebo yo. Éste es el desayuno del señor Barley, que mañana por la mañana habrá que servir guisado. Dos chuletas de carnero, tres patatas, algunos guisantes, un poco de harina, dos onzas de mantequilla, un poco de sal y además toda esa pimienta negra. Hay que guisárselo todo junto, para servirlo caliente. No hay duda de que todo eso es excelente para la gota. Había tanta naturalidad y encanto en Clara mientras miraba aquellas provisiones que Herbert nombraba una tras otra, y parecía tan confiada, amante e inocente al prestarse modestamente a que Herbert la rodeara con su brazo; mostrábase tan cariñosa y tan necesitada de protección, que ni a cambio de todo el dinero que contenía la cartera que aún no había abierto, no me hubiese sentido capaz de deshacer aquellas relaciones entre ambos, en el supuesto de que eso me fuera posible. Contemplaba a la joven con placer y con admiración, cuando, de pronto, el rezongo que resonaba en el piso superior se convirtió en un rugido feroz. Al mismo tiempo resonaron algunos golpes en el techo, como si un gigante que tuviese una pierna de palo golpeara furiosamente el suelo con ella, en su deseo de llegar hasta nosotros. Al oírlo, Clara dijo a Herbert: - Papá me necesita. Y salió de la estancia. - Ya veo que te asusta - dijo Herbert. - ¿Qué te parece que quiere ahora, Haendel? - Lo ignoro – contesté. - ¿Algo que beber? - Precisamente - repuso, satisfecho como si yo acabara de adivinar una cosa extraordinaria. - Tiene el grog ya preparado en un recipiente y encima de la mesa. Espera un momento y oirás como Clara lo incorpora para que beba. ¡Ahora! - Resonó otro rugido, que terminó con mayor violencia. - Ahora - añadió Herbert fijándose en el silencio que siguió - está bebiendo. Y en este momento - añadió al notar que el gruñido resonaba de nuevo en la viga - ya se ha tendido otra vez. 180 Clara regresó en breve, y Herbert me acompañó hacia arriba a ver a nuestro protegido. Cuando pasábamos por delante de la puerta del señor Barley, oímos que murmuraba algo con voz ronca, cuyo tono disminuía y aumentaba como el viento. Y sin cesar decía lo que voy a copiar, aunque he de advertir que he sustituido con bendiciones otras palabras que eran precisamente todo lo contrario. - ¡Hola! ¡Benditos sean mis ojos, aquí está el viejo Bill Barley! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, benditos sean mis ojos! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, tendido en la cama y sin poder moverse, bendito sea Dios! ¡Tendido de espaldas como un lenguado muerto! ¡Así está el viejo Bill Barley, bendito sea Dios! ¡Hola! Según me comunicó Herbert, el viejo se consolaba así día y noche. También, a veces, de día, se distraía mirando al río por medio de un anteojo convenientemente colocado para usarlo desde la cama. Encontré cómodamente instalado a Provis en sus dos habitaciones de la parte alta de la casa, frescas y ventiladas, y desde las cuales no se oía tanto el escándalo producido por el señor Barley. No parecía estar alarmado en lo más mínimo, pero me llamó la atención que, en apariencia, estuviese más suave, aunque me habría sido imposible explicar el porqué ni cómo lo pude notar. Gracias a las reflexiones que pude hacer durante aquel día de descanso, decidí no decirle una sola palabra de Compeyson, pues temía que, llevado por su animosidad hacia aquel hombre, pudiera sentirse inclinado a buscarle y buscar así su propia perdición. Por eso, en cuanto los tres estuvimos sentados ante el fuego, le pregunté si tenía confianza en los consejos y en los informes de Wemmick. - ¡Ya lo creo, muchacho! - contestó con acento de convicción. - Jaggers lo sabe muy bien. - Pues en tal caso, le diré que he hablado con Wemmick – dije, - y he venido para transmitirle a usted los informes y consejos que me ha dado. Lo hice con la mayor exactitud, aunque con la reserva mencionada; le dije lo que Wemmick había oído en la prisión de Newgate (aunque ignoraba si por boca de algunos presos o de los oficiales de la cárcel), que se sospechaba de él y que se vigilaron mis habitaciones. Le transmití el encargo de Wemmick de no dejarse ver por algún tiempo, y también le di cuenta de su recomendación de que yo viviese alejado de él. Asimismo, le referí lo que me dijera mi amigo acerca de su marcha al extranjero. Añadí que, naturalmente, cuando llegase la ocasión favorable, yo le acompañaría, o le seguiría de cerca, según nos aconsejara Wemmick. No aludí ni remotamente al hecho de lo que podría ocurrir luego; por otra parte, yo no lo sabía aún, y no me habría gustado hablar de ello, dada la peligrosa situación en que se hallaba por mi culpa. En cuanto a cambiar mi modo de vivir, aumentando mis gastos, le hice comprender que tal cosa, en las desagradables circunstancias en que nos hallábamos, no solamente sería ridícula, sino tal vez peligrosa. No pudo negarme eso, y en realidad se portó de un modo muy razonable. Su regreso era una aventura, según dijo, y siempre supo a lo que se exponía. Nada haría para comprometerse, y añadió que temía muy poco por su seguridad, gracias al buen auxilio que le prestábamos. Herbert, que se había quedado mirando al fuego y sumido en sus reflexiones, dijo entonces algo que se le había ocurrido en vista de los consejos de Wemmick y que tal vez fuese conveniente llevar a cabo. - Tanto Haendel como yo somos buenos remeros, y los dos podríamos llevarle por el río en cuanto llegue la ocasión favorable. Entonces no alquilaremos ningún bote y tampoco tomaremos remeros; eso nos evitará posibles recelos y sospechas, y creo que debemos evitarlas en cuanto podamos. Nada importa que la estación no sea favorable. Creo que sería prudente que tú compraras un bote y lo tuvieras amarrado en el desembarcadero del Temple. De vez en cuando daríamos algunos paseos por el río, y una vez la gente se haya acostumbrado a vernos, ya nadie hará caso de nosotros. Podemos dar veinte o cincuenta paseos, y así nada de particular habrá en el paseo vigesimoprimero o quincuagesimoprimero, aunque entonces nos acompañe otra persona. Me gustó el plan, y, en cuanto a Provis, se entusiasmó. Convinimos en ponerlo en práctica y en que Provis no daría muestras de reconocernos cuantas veces nos viese, pero que, en cambio, correría la cortina de la ventana que daba al Este siempre que nos hubiese visto y no hubiera ninguna novedad. Terminada ya nuestra conferencia y convenido todo, me levanté para marcharme, haciendo a Herbert la observación de que era preferible que no regresáramos juntos a casa, sino que yo le precediera media hora. - No le dejo aquí con gusto - dije a Provis, - aunque no dudo de que está más seguro en esta casa que cerca de la mía. ¡Adios! - Querido Pip - dijo estrechándome las manos. - No sé cuándo nos veremos de nuevo y no me gusta decir «¡Adiós!» Digamos, pues, «¡Buenas noches!» - ¡Buenas noches! Herbert nos servirá de lazo de union, y, cuando llegue la ocasión oportuna, tenga usted la seguridad de que estaré dispuesto. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches! Creímos mejor que no se moviera de sus habitaciones, y le dejamos en el rellano que había ante la puerta, sosteniendo una luz para alumbrarnos mientras bajábamos la escalera. Mirando hacia atrás, pensé en la 181 primera noche, cuando llegó a mi casa; en aquella ocasión, nuestras posiciones respectivas eran inversas, y entonces poco pude sospechar que llegaría la ocasión en que mi corazón estaría lleno de ansiedad y de preocupaciones al separarme de él, como me ocurría en aquel momento. El viejo Barley estaba gruñendo y blasfemando cuando pasamos ante su puerta. En apariencia, no había cesado de hacerlo ni se disponía a guardar silencio. Cuando llegamos al pie de la escalera, pregunté a Herbert si había conservado el nombre de Provis o lo cambió por otro. Me replicó que lo había hecho así y que el inquilino se llamaba ahora señor Campbell. Añadió que todo cuanto se sabía acerca de él en la casa era que dicho señor Campbell le había sido recomendado y que él, Herbert, tenía el mayor interés en que estuviera bien alojado y cómodo para llevar una vida retirada. Por eso en cuanto llegamos a la sala en donde estaban sentadas trabajando la señora Whimple y Clara, nada dije de mi interés por el señor Campbell, sino que me callé acerca del particular. Cuando me hube despedido de la hermosa y amable muchacha de ojos negros, así como de la maternal señora que había amparado con honesta simpatía un amor juvenil y verdadero, aquella casa y aquel lugar me parecieron muy diferentes. Por viejo que fuese el enfurecido Barley y aunque blasfemase como una cuadrilla de bandidos, había en aquella casa suficiente bondad, juventud, amor y esperanza para compensarlo. Y luego, pensando en Estella y en nuestra despedida, me encaminé tristemente a mi casa. En el Temple, todo seguía tan tranquilo como de costumbre. Las ventanas de las habitaciones de aquel lado, últimamente ocupadas por Provis, estaban oscuras y silenciosas, y en Garden Court no había ningún holgazán. Pasé más allá de la fuente dos o tres veces, antes de descender los escalones que había en el camino de mis habitaciones, pero vi que estaba completamente solo. Herbert, que fue a verme a mi cama al llegar, pues ya me había acostado en seguida, fatigado como estaba mental y corporalmente, había hecho la misma observación. Después abrió una ventana, miró al exterior a la luz de la luna y me dijo que la calle estaba tan solemnemente desierta como la nave de cualquier catedral a la misma hora. Al día siguiente me ocupé en adquirir el bote. Pronto quedó comprado, y lo llevaron junto a los escalones del desembarcadero del Temple, quedando en un lugar adonde yo podía llegar en uno o dos minutos desde mi casa. Luego me embarqué como para practicarme en el remo; a veces iba solo y otras en compañía de Herbert. Con frecuencia salíamos a pasear por el río con lluvia, con frío y con cellisca, pero nadie se fijaba ya en mí después de haberme visto algunas veces. Primero solíamos pasear por la parte alta del Puente de Blackfriars; pero a medida que cambiaban las horas de la marea, empecé a dirigirme hacia el Puente de Londres, que en aquella época era tenido por «el viejo Puente de Londres». y, en ciertos estados de la marea, había allí una corriente que le daba muy mala reputación. Pero pronto empecé a saber cómo había que pasar aquel puente, después de haberlo visto hacer, y así, en breve, pude navegar por entre los barcos anclados en el Pool y más abajo, hacia Erith. La primera vez que pasamos por delante de la casa de Provis me acompañaba Herbert. Ambos íbamos remando, y tanto a la ida como a la vuelta vimos que se bajaban las cortinas de las ventanas que daban al Este. Herbert iba allá, por lo menos, tres veces por semana, y nunca me comunicó cosa alguna alarmante. Sin embargo, estaba persuadido de que aún existía la causa para sentir inquietud, y yo no podía desechar la sensación de que me vigilaban. Una sensación semejante se convierte para uno en una idea fija y molesta, y habría sido difícil precisar de cuántas personas sospechaba que me vigilaban. En una palabra, que estaba lleno de temores con respecto al atrevido que vivía oculto. Algunas veces, Herbert me había dicho que le resultaba agradable asomarse a una de nuestras ventanas cuando se retiraba la marea, pensando que se dirigía hacia el lugar en que vivía Clara, llevando consigo infinidad de cosas. Pero no pensaba que también se dirigía hacia el lugar en que vivía Magwitch y que cada una de las manchas negras que hubiese en su superficie podía ser uno de sus perseguidores, que silenciosa, rápida y seguramente iba a apoderarse de él. ...

En la línea 4883
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof pasó en el hospital el final de la cuaresma y la primera semana de pascua. Al recobrar la salud se acordó de las visiones que había tenido durante el delirio de la fiebre. Creyó ver el mundo entero asolado por una epidemia espantosa y sin precedentes, que se había declarado en el fondo de Asia y se había abatido sobre Europa. Todos habían de perecer, excepto algunos elegidos. Triquinas microscópicas de una especie desconocida se introducían en el organismo humano. Pero estos corpúsculos eran espíritus dotados de inteligencia y de voluntad. Las personas afectadas perdían la razón al punto. Sin embargo ‑cosa extraña‑, jamás los hombres se habían creído tan inteligentes, tan seguros de estar en posesión de la verdad; nunca habían demostrado tal confianza en la infalibilidad de sus juicios, de sus teorías científicas, de sus principios morales. Aldeas, ciudades, naciones enteras se contaminaban y perdían el juicio. De todos se apoderaba una mortal desazón y todos se sentían incapaces de comprenderse unos a otros. Cada uno creía ser el único poseedor de la verdad y miraban con piadoso desdén a sus semejantes. Todos, al contemplar a sus semejantes, se golpeaban el pecho, se retorcían las manos, lloraban… No se ponían de acuerdo sobre las sanciones que había que imponer, sobre el bien y el mal, sobre a quién había que condenar y a quién absolver. Se reunían y formaban enormes ejércitos para lanzarse unos contra otros, pero, apenas llegaban al campo de batalla, las tropas se dividían, se rompían las formaciones y los hombres se estrangulaban y devoraban unos a otros. ...

En la línea 573
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... - Tenéis dos hermosas hijas, señora -dijo de pronto a su lado una mujer desconocida, que tenía en sus brazos a una niña. ...

En la línea 581
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Las criaturas más feroces se sienten desarmadas cuando se acaricia a sus cachorros. La mujer levantó la cabeza al oír las palabras de Fantina y le dio las gracias, e hizo sentar a la desconocida en el escalón de la puerta, a su lado. ...

En la línea 657
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Como se sorprendiera alguien por esto, le respondió: 'Los dos primeros funcionarios del Estado son la nodriza y el maestro de escuela'. Fundó a sus expensas una sala de asilo, cosa hasta entonces desconocida en Francia, y un fondo de subsidio para los trabajadores viejos e impedidos. ...

En la línea 412
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Así que el batir de la puerta hubo anunciado a Lucía que estaba sola del todo, y que sus ojos se fijaron en la habitación desconocida, mal alumbrada por las bujías, desvaneciósele la especie de mareo del viaje; recordó su cuartico de León, sencillo, pero primoroso como una taza de plata, con su pila, sus santos, sus matas de reseda, su costurero y su armario de cedro, monumental y atestado de ropa limpia. Vinósele también a la memoria su padre, Carmela, Rosarito, todo el dulce pasado. Sintiose entonces triste, muy triste; la asaltaron miedos y terrores indefinibles, pero fortísimos; pareciole su situación extraña y peligrosa, preñado de amenazas el presente, obscuro el porvenir. Dejose caer en una butaca y clavó en las luces la mirada fija y vacía de los que se absorben en penosa meditación. ...

En la línea 988
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Sólo a un punto iba Lucía sola: a la iglesia de San Luis. Al pronto, el edificio agradó muy poco a la leonesa, habituada a la majestad de su soberbia basílica. San Luis es mezquina rapsodia ojival, ideada por un arquitecto moderno; por dentro la afea estar pintada de charros colorines; en suma, parece una actriz mundana disfrazada de santa. Pero Lucía halló en el templo una Virgen de Lourdes, que la cautivó sobremanera. Campeaba en una gruta de floridos rosales y crisantemos, y sobre su cabeza decía un rótulo: «Soy la inmaculada Concepción.» Poco sabía Lucía de las apariciones de Bernardita la pastora, ni de los prodigios de la sacra montaña; pero con todo eso la imagen la atraía dulcemente con no sé qué voces misteriosas, que vagaban entre el grato aroma de los tiestos de flores y el titilar de los altos y blancos cirios. La imagen, risueña, sonrosada, candorosa, con ropas flotantes y manto azul, llegaba más al alma de Lucía que las rígidas efigies de la catedral de León, cubiertas de rozagante atavío. Yendo una tarde camino de la iglesia, vio pasar un entierro y lo siguió. Era de una doncella, hija de María. Rompía la marcha el bedel, oficialmente grave, vestido de negro, al cuello una cadena de plata; seguían cuatro niñas, con trajes blancos, tiritando de frío, morados los pómulos, pero muy huecas del importante papel de llevar las cintas. Luego los curas, graves y compuestos en su ademán, alzando de tiempo en tiempo sus voces anchas, que se dilataban en la clara atmósfera. Dentro del carro empenachado de blanco y negro, la caja, cubierta de níveo paño, que constelaban flores de azahar, rosas blancas, piñas de lila a granel, oscilantes a cada vaivén de la carroza. Las hijas de María, compañeras de la difunta, iban casi risueñas, remangando sus faldellines de muselina, por no ensuciarlo en el piso lodoso. El comisario civil, de uniforme, encabezaba el duelo; detrás se extendía una reata de mujeres enlutadas, rodeando a la familia, que mostraba el semblante encendido y abotargados los ojos de llorar. Doblaba tristemente la campana de la iglesia, cuando bajaron la caja y la colocaron sobre el catafalco. Lucía penetró en la nave y se arrodilló piadosamente entre los que lloraban a una muerta para ella desconocida. Oyó con delectación melancólica las preces mortuorias, los rezos entonados en plena y pastosa voz por los sacerdotes. Tenían para ella aquellas incógnitas frases latinas un sentido claro: no entendía las palabras; pero harto se le alcanzaba que eran lamentos, amenazas, quejas, y a trechos suspiros de amor muy tiernos y encendidos. Y entonces, como en el parque, volvía a su mente la idea secreta, el deseo de la muerte, y pensaba entre sí que era más dichosa la difunta, acostada en su ataúd cubierto de flores, tranquila, sin ver ni oír las miserias de este pícaro mundo -que rueda, y rueda, y con tanto rodar no trae nunca un día bueno ni una hora de dicha- que ella viva, obligada a sentir, pensar y obrar. ...

En la línea 1080
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Aquella tarde Lucía bajó como de costumbre al jardín. Pero era tal el cansancio que sentían sus miembros y su espíritu, que recostando en el tronco del plátano la cabeza, quedose dormida. Empezó presto a soñar: y es lo raro del caso que no soñaba hallarse en lugar alguno nuevo ni desconocido, sino en el mismo sitio, en el jardinete; únicamente las caprichosas representaciones del sueño se lo convirtieron de chico y estrecho en enorme. Era el propio jardín, pero visto al través de una colosal lente de aumento. No se distinguía la verja sino a distancia fabulosa, como una hilera de puntos brillantes, allá en el horizonte; y tal aumento de proporciones acrecentaba la tristeza del mezquino jardín, haciéndolo parecer más bien seco y agostado erial. Recorriéndolo, fijaba Lucía la vista en la fachada correspondiente a la casa de Artegui, de una de cuyas ventanas salía una mano pálida que le hacía señas. ¿Era mano de hombre o de mujer? ¿era de vivo, o de cadáver? Lucía lo ignoraba; pero los misteriosos llamamientos de aquella diestra desconocida la atraían cada vez más, y corriendo, corriendo, trataba de acercarse a la casa; pero el erial se prolongaba, detrás de unas calles de arena venían otras, y después de andar horas y horas aún veía delante de sí larguísima hilera de plátanos entecos, cuyo fin no se divisaba, y la casa de Artegui más lejana que nunca. Y la mano hacía señas impacientes y furiosas, semejante a diestra de epiléptico que se agita en el aire: sus cinco dedos eran aspas incesantes en girar, y Lucía, desalentada, jadeante, iba a escape, y a cada plátano sucedía otro, y la casa lejos… lejos… «¡Necia de mi!» exclamaba al fin; «ya que corriendo no llego nunca… volaré.» Dicho y hecho: como se vuela tan aína en sueños, Lucía se empinaba y… ¡pim! al aire de un brinco. ¡Oh placer! ¡oh gloria! el erial quedaba debajo; surcaba la región ambiente, pura, serena, azul, y ya la casa no estaba lejos, y ya se acababan los eternos plátanos, y ya distinguía el cuerpo dueño de la mano… era un cuerpo esbelto sin delgadez, dignamente rematado por una cabeza varonil y melancólica… pero que entonces se sonreía cariñosamente, con expansión infinita… ¡Cómo volaba Lucía! ¡cómo respiraba a placer en la atmósfera serena! ánimo, poco falta… Lucía escuchaba el batir de sus propias alas, porque tenía alas; y el regalado frescor de las plumas le refrigeraba el corazón… Ya estaba cerca de la ventana… ...


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Errores Ortográficos típicos con la palabra Desconocida

Cómo se escribe desconocida o dexonocida?
Cómo se escribe desconocida o dezconocida?
Cómo se escribe desconocida o desconozida?

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