La palabra Danza ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece danza.
Estadisticas de la palabra danza
Danza es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 2783 según la RAE.
Danza tienen una frecuencia media de 34.03 veces en cada libro en castellano
Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la danza en 150 obras del castellano contandose 5173 apariciones en total.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Danza
Cómo se escribe danza o dansa?
Algunas Frases de libros en las que aparece danza
La palabra danza puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1366
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y se dejó caer jadeante en una silla, sintiendo que, con la agitación de la danza, comenzaba a rodar todo en torno de ella; la explanada, la gente y hasta la gran torre de Marchamalo. ...
En la línea 1388
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Sonó otra vez la música, reanudaron la danza las parejas, y el señorito volvió al corro. La silla de Mariquita estaba desocupada. Miró en torno y no vio a la joven en toda la plazoleta. ...
En la línea 472
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Aprenderéis el manejo del caballo, esgrima y danza; haréis buenos conocimientos, y de vez en cuando volveréis a verme para decirme cómo os encontráis y si puedo hacer algo por vos. ...
En la línea 2780
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¿Cuál?-Dad un baile; ya sabéis cuánto le gusta a la reina la danza; os prometo que su rencor no resistirá ante semejante tentación. ...
En la línea 4876
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Tras ésta entró otra danza de artificio y de las que llaman habladas. ...
En la línea 4882
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Comenzaba la danza Cupido, y, habiendo hecho dos mudanzas, alzaba los ojos y flechaba el arco contra una doncella que se ponía entre las almenas del castillo, a la cual desta suerte dijo: -Yo soy el dios poderoso en el aire y en la tierra y en el ancho mar undoso, y en cuanto el abismo encierra en su báratro espantoso. ...
En la línea 4894
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pusiéronlos en paz los salvajes, los cuales con mucha presteza volvieron a armar y a encajar las tablas del castillo, y la doncella se encerró en él como de nuevo, y con esto se acabó la danza con gran contento de los que la miraban. ...
En la línea 4897
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Yo apostaré -dijo don Quijote- que debe de ser más amigo de Camacho que de Basilio el tal bachiller o beneficiado, y que debe de tener más de satírico que de vísperas: ¡bien ha encajado en la danza las habilidades de Basilio y las riquezas de Camacho! Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo: -El rey es mi gallo: a Camacho me atengo. ...
En la línea 2708
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... y uno que se llama la danza del emeu durante la cual todos los hombres extienden un brazo imitando la forma del cuello de este pájaro; en otro imita un hombre los movimientos del canguro y se le acerca otro imitando darle una lanzada. ...
En la línea 12574
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Los recuerdos lejanos bullían en el cerebro, como preparándose a bailar la danza macabra del delirio de la agonía. ...
En la línea 14166
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Se viste como las aldeanas del país, canta con ellas en la quintana, se mete en la danza y toca la trompa con maestría. ...
En la línea 14952
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Quintanar y señora esperaban a los de Vetusta en la quinta; y unas veces a pie, otras en coche, se emprendía la marcha, se recorría aquellas aldeas pintorescas, se oían aquellos cánticos, monótonos, pero siempre agradables, dulces y melancólicos de la danza indígena, y se volvía al obscurecer, comiendo avellanas y cantando, entre labriegos y campesinas retozonas, confundidos señores y colonos en una mezcla que enternecía a don Víctor, el cual decía: Vea usted, si se pudieran realizar la igualdad y la fraternidad. ...
En la línea 15042
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Salacia, la hija del mar, sacaba a sus hermanas del océano y no se sabe por qué a las bacantes a bailar en la playa una danza infernal; Ana recordó la impresión que aquella polka había causado en sus sentidos. ...
En la línea 1275
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Cuando acabaron estos bailes de Momo , el cardenal de Valencia pidió permiso a Su Santidad para danzar con su hermana doña Lucrecia la baja y la alta , que era la danza de España más celebrada entonces y todos hubieron gran placer en ella, por ser ambos los más famosos danzarines de Roma, especialmente en bailes hispanomoriscos, muy de moda en aquel tiempo. El primero en admirar a dicha pareja era el Pontífice. Sonreía embelesado, siguiendo los graciosos y elegantes movimientos de sus hijos. ...
En la línea 2386
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La monja que más empeñadamente abogaba porque se las dejase zarandearse un ratito era Sor Marcela, que por su cojera y su facha parecía incapaz de apreciar el sentimiento estético de la danza. Pero la mujer aquella con su aplastada cara japonesa, sabía mucho del mundo y de las pasiones humanas, tenía el corazón rebosando tolerancia y caridad, y sostenía esta tesis: que la privación absoluta de los apetitos alimentados por la costumbre más o menos viciosa, es el peor de los remedios, por engendrar la desesperación, y que para curar añejos defectos es conveniente permitirlos de vez en cuando con mucha medida. ...
En la línea 3313
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... «Señora, no me la nombre. A poco de salir de las Micaelas, parecía algo enmendada. Volvió a correr pañuelos de Manila y algunas prendas; estaba en buena conformidad; pero ya la tenemos otra vez en danza con el maldito vicio. Anteanoche la recogieron tiesa en la calle de la Comadre… ¡Qué vergüenza… !». ...
En la línea 1368
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Hemos visto que este conjunto de damas está sembrado de diamantes, y vemos también que constituye un maravilloso espectáculo, pero… , ahora estamos a punto de asombrarnos de verdad. Cerca de las nueve, de pronto se rasgan las nubes y una saeta de luz de sol hiende la tibia atmósfera y recorre lentamente las filas de damas, y cada, fila que toca se enciende con un delumbrante esplendor de fuegos multicolores, y a nosotros nos hormiguean hasta las puntas de los dedos con el estremecimiento eléctrico que nos atraviesa por la sorpresa y la belleza del espectáculo. Ahora un enviado especial de algún lejano rincón del Oriente entra con el cuerpo de embajadores extranjeros; cruza aquella barra de luz de sol, y nosotros retenemos el aliento, tan subyugante es el fulgor que irradia y centellea a su alrededor, pues está cubierto de piedras preciosas de pies a cabeza, y al más ligero movimiento derrama en tomo suyo una radiante danza de luces. ...
En la línea 2033
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pasaron algunas semanas sin que ocurriese cambio alguno. Esperábamos noticias de Wemmick, pero éste no daba señales de vida. Si no le hubiese conocido más que en el despacho de Little Britain y no hubiera gozado del privilegio de ser un concurrente familiar al castillo, podría haber llegado a dudar de él; pero como le conocía muy bien, no llegué a sentir tal recelo. Mis asuntos particulares empezaron a tomar muy feo aspecto, y más de uno de mis acreedores me dirigió apremiantes peticiones de dinero. Yo mismo llegué a conocer la falta de dinero (quiero decir, de dinero disponible en mi bolsillo), y, así, no tuve más remedio que convertir en numerario algunas joyas que poseía. Estaba resuelto a considerar que sería una especie de fraude indigno el aceptar más dinero de mi 182 protector, dadas las circunstancias y en vista de la incertidumbre de mis pensamientos y de mis planes. Por consiguiente, valiéndome de Herbert, le mandé la cartera, a la que no había tocado, para que él mismo la guardase, y experimenté cierta satisfacción, aunque no sé si legítima o no, por el hecho de no haberme aprovechado de su generosidad a partir del momento en que se dio a conocer. A medida que pasaba el tiempo, empecé a tener la seguridad de que Estella se habría casado ya. Temeroso de recibir la confirmación de esta sospecha, aunque no tenía la convicción, evité la lectura de los periódicos y rogué a Herbert, después de confiarle las circunstancias de nuestra última entrevista, que no volviese a hablarme de ella. Ignoro por qué atesoré aquel jirón de esperanza que se habían de llevar los vientos. E1 que esto lea, ¿no se considerará culpable de haber hecho lo mismo el año anterior, el mes pasado o la semana última? Llevaba una vida muy triste y desdichada, y mi preocupación dominante, que se sobreponía a todas las demás, como un alto pico que dominara a una cordillera, jamás desaparecía de mi vista. Sin embargo, no hubo nuevas causas de temor. A veces, no obstante, me despertaba por las noches, aterrorizado y seguro de que lo habían prendido; otras, cuando estaba levantado, esperaba ansioso los pasos de Herbert al llegar a casa, temiendo que lo hiciera con mayor apresuramiento y viniese a darme una mala noticia. A excepción de eso y de otros imaginarios sobresaltos por el estilo, pasó el tiempo como siempre. Condenado a la inacción y a un estado constante de dudas y de temor, solía pasear a remo en mi bote, y esperaba, esperaba, del mejor modo que podía. A veces, la marea me impedía remontar el río y pasar el Puente de Londres; en tales casos solía dejar el bote cerca de la Aduana, para que me lo llevaran luego al lugar en que acostumbraba dejarlo amarrado. No me sabía mal hacer tal cosa, pues ello me servía para que, tanto yo como mi bote, fuésemos conocidos por la gente que vivía o trabajaba a orillas del río. Y de ello resultaron dos encuentros que voy a referir. Una tarde de las últimas del mes de febrero desembarqué al oscurecer. Aprovechando la bajamar, había llegado hasta Greenwich y volví con la marea. El día había sido claro y luminoso, pero a la puesta del sol se levantó la niebla, lo cual me obligó a avanzar con mucho cuidado por entre los barcos. Tanto a la ida como a la vuelta observé la misma señal tranquilizadora en las ventanas de Provis. Todo marchaba bien. La tarde era desagradable y yo tenía frío, por lo cual me dije que, a fin de entrar en calor, iría a cenar inmediatamente; y como después de cenar tendría que pasar algunas tristes horas solo, antes de ir a la cama, pensé que lo mejor sería ir luego al teatro. El coliseo en que el señor Wopsle alcanzara su discutible triunfo estaba en la vecindad del río (hoy ya no existe), y resolví ir allí. Estaba ya enterado de que el señor Wops1e no logró su empeño de resucitar el drama, sino que, por el contrario, había contribuido mucho a su decadencia. En los programas del teatro se le había citado con mucha frecuencia e ignominiosamente como un negro fiel, en compañía de una niña de noble cuna y un mico. Herbert le vio representando un voraz tártaro, de cómicas propensiones, con un rostro de rojo ladrillo y un infamante gorro lleno de campanillas. Cené en un establecimiento que Herbert y yo llamábamos «el bodegón geográfico» porque había mapas del mundo en todos los jarros para la cerveza, en cada medio metro de los manteles y en los cuchillos (debiéndose advertir que, hasta ahora, apenas hay un bodegón en los dominios del lord mayor que no sea geográfico), y pasé bastante rato medio dormido sobre las migas de pan del mantel, mirando las luces de gas y caldeándome en aquella atmósfera, densa por la abundancia de concurrentes. Mas por fin me desperté del todo y salí en dirección al teatro. Allí encontré a un virtuoso contramaestre, al servicio de Su Majestad, hombre excelente, que para mí no tenía más defecto que el de llevar los calzones demasiado apretados en algunos sitios y sobrado flojos en otros, que tenía la costumbre de dar puñetazos en los sombreros para meterlos hasta los ojos de quienes los llevaban, aunque, por otra parte, era muy generoso y valiente y no quería oír hablar de que nadie pagase contribuciones, a pesar de ser muy patriota. En el bolsillo llevaba un saco de dinero, semejante a un budín envuelto en un mantel, y, valiéndose de tal riqueza, se casó, con regocijo general, con una joven que ya tenía su ajuar; todos los habitantes de Portsmouth (que sumaban nueve, según el último censo) se habían dirigido a la playa para frotarse las manos muy satisfechos y para estrechar las de los demás, cantando luego alegremente. Sin embargo, cierto peón bastante negro, que no quería hacer nada de lo que los demás le proponían, y cuyo corazón, según el contramaestre, era tan oscuro como su cara, propuso a otros dos compañeros crear toda clase de dificultades a la humanidad, cosa que lograron tan completamente (la familia del peón gozaba de mucha influencia política), que fue necesaria casi la mitad de la representación para poner las cosas en claro, y solamente se consiguió gracias a un honrado tendero que llevaba un sombrero blanco, botines negros y nariz roja, el cual, armado de unas parrillas, se metió en la caja de un reloj y desde allí escuchaba cuanto sucedía, salía y asestaba un parrillazo a todos aquellos a quienes no podía refutar lo que acababan de 183 decir. Esto fue causa de que el señor Wopsle, de quien hasta entonces no se había oído hablar, apareciese con una estrella y una jarretera, como ministro plenipotenciario del Almirantazgo, para decir que los intrigantes serían encarcelados inmediatamente y que se disponía a honrar al contramaestre con la bandera inglesa, como ligero reconocimiento de sus servicios públicos. El contramaestre, conmovido por primera vez, se secó, respetuoso, los ojos con la bandera, y luego, recobrando su ánimo y dirigiendo al señor Wopsle el tratamiento de Su Honor, solicitó la merced de darle el brazo. El señor Wopsle le concedió su brazo con graciosa dignidad, e inmediatamente fue empujado a un rincón lleno de polvo, mientras los demás bailaban una danza de marineros; y desde aquel rincón, observando al público con disgustada mirada, me descubrió. La segunda pieza era la pantomima cómica de Navidad, en cuya primera escena me supo mal reconocer al señor Wopsle, que llevaba unas medias rojas de estambre; su rostro tenía un resplandor fosfórico, y a guisa de cabello llevaba un fleco rojo de cortina. Estaba ocupado en la fabricación de barrenos en una mina, y demostró la mayor cobardía cuando su gigantesco patrono llegó, hablando con voz ronca, para cenar. Mas no tardó en presentarse en circunstancias más dignas; el Genio del Amor Juvenil tenía necesidad de auxilio -a causa de la brutalidad de un ignorante granjero que se oponía a que su hija se casara con el elegido de su corazón, para lo cual dejó caer sobre el pretendiente un saco de harina desde la ventana del primer piso, - y por esta razón llamó a un encantador muy sentencioso; el cual, llegando de los antípodas con la mayor ligereza, después de un viaje en apariencia bastante violento, resultó ser el señor Wopsle, que llevaba una especie de corona a guisa de sombrero y un volumen nigromántico bajo el brazo. Y como la ocupación de aquel hechicero en la tierra no era otra que la de atender a lo que le decían, a las canciones que le cantaban y a los bailes que daban en su honor, eso sin contar los fuegos artificiales de varios colores que le tributaban, disponía de mucho tiempo. Y observé, muy sorprendido, que lo empleaba en mirar con la mayor fijeza hacia mí, cosa que me causó extraordinario asombro. Había algo tan notable en la atención, cada vez mayor, de la mirada del señor Wopsle y parecía preocuparle tanto lo que veía, que por más que lo procuré me fue imposible adivinar la causa que tanto le intrigaba. Aún seguía pensando en eso cuando, una hora más tarde, salí del teatro y lo encontré esperándome junto a la puerta. - ¿Cómo está usted? - le pregunté, estrechándole la mano, cuando ya estábamos en la calle. - Ya me di cuenta de que me había visto. - ¿Que le vi, señor Pip? – replicó. - Sí, es verdad, le vi. Pero ¿quién era el que estaba con usted? - ¿Quién era? - Es muy extraño - añadió el señor Wopsle, cuya mirada manifestó la misma perplejidad que antes, - y, sin embargo, juraría… Alarmado, rogué al señor Wopsle que se explicara. - No sé si le vi en el primer momento, gracias a que estaba con usted - añadió el señor Wopsle con la misma expresión vaga y pensativa. - No puedo asegurarlo, pero… Involuntariamente miré alrededor, como solía hacer por las noches cuando me dirigía a mi casa, porque aquellas misteriosas palabras me dieron un escalofrío. - ¡Oh! Ya no debe de estar por aquí-observó el señor Wopsle. - Salió antes que yo. Le vi cuando se marchaba. Como tenía razones para estar receloso, incluso llegué a sospechar del pobre actor. Creí que sería una argucia para hacerme confesar algo. Por eso le miré mientras andaba a mi lado; pero no dije nada. -Me produjo la impresión ridícula de que iba con usted, señor Pip, hasta que me di cuenta de que usted no sospechaba siquiera su presencia. Él estaba sentado a su espalda, como si fuese un fantasma. Volví a sentir un escalofrío, pero estaba resuelto a no hablar, pues con sus palabras tal vez quería hacerme decir algo referente a Provis. Desde luego, estaba completamente seguro de que éste no se hallaba en el teatro… - Ya comprendo que le extrañan mis palabras, señor Pip. Es evidente que está usted asombrado. Pero ¡es tan raro! Apenas creerá usted lo que voy a decirle, y yo mismo no lo creería si me lo dijera usted. - ¿De veras? -Sin duda alguna. ¿Se acuerda usted, señor Pip, de que un día de Navidad, hace ya muchos años, cuando usted era niño todavía, yo comí en casa de Gargery, y que, al terminar la comida, llegaron unos soldados para que les recompusieran un par de esposas? - Lo recuerdo muy bien. 184 - ¿Se acuerda usted de que hubo una persecución de dos presidiarios fugitivos? Nosotros nos unimos a los soldados, y Gargery se lo subió a usted sobre los hombros; yo me adelanté en tanto que ustedes me seguían lo mejor que les era posible. ¿Lo recuerda? - Lo recuerdo muy bien. Y, en efecto, me acordaba mejor de lo que él podía figurarse, a excepción de la última frase. - ¿Se acuerda, también, de que llegamos a una zanja, y de que allí había una pelea entre los dos fugitivos, y de que uno de ellos resultó con la cara bastante maltratada por el otro? - Me parece que lo estoy viendo. - ¿Y que los soldados, después de encender las antorchas, pusieron a los dos presidiarios en el centro del pelotón y nosotros fuimos acompañándolos por los negros marjales, mientras las antorchas iluminaban los rostros de los presos… (este detalle tiene mucha importancia), en tanto que más allá del círculo de luz reinaban las tinieblas? - Sí - contesté -. Recuerdo todo eso. - Pues he de añadir, señor Pip, que uno de aquellos dos hombres estaba sentado esta noche detrás de usted. Le vi por encima del hombro de usted. «¡Cuidado!», pensé. Y luego pregunté, en voz alta: - ¿A cuál de los dos le pareció ver? -A1 que había sido maltratado por su compañero-contestó sin vacilar, - y no tendría inconveniente en jurar que era él. Cuanto más pienso en eso, más seguro estoy de que era él. - Es muy curioso - dije con toda la indiferencia que pude fingir, como si la cosa no me importara nada. - Es muy curioso. No puedo exagerar la inquietud que me causó esta conversación ni el terror especial que sentí al enterarme de que Compeyson había estado detrás de mí «como un fantasma». Si había estado lejos de mi mente alguna vez, a partir del momento en que se ocultó Provis era, precisamente, cuando se hallaba a menor distancia de mí, y el pensar que no me había dado cuenta de ello y que estuve tan distraído como para no advertirlo equivalía a haber cerrado una avenida llena de puertas que lo mantenía lejos de mí, para que, de pronto, me lo encontrase al lado. No podía dudar de que estaba en el teatro, puesto que estuve yo también, y de que, por leve que fuese el peligro que nos amenazara, era evidente que existía y que nos rodeaba. Pregunté al señor Wopsle acerca de cuándo entró aquel hombre en la sala, pero no pudo contestarme acerca de eso; me vio, y por encima de mi hombro vio a aquel hombre. Solamente después de contemplarlo por algún tiempo logró identificarlo; pero desde el primer momento lo asoció de un modo vago conmigo mismo, persuadido de que era alguien que se relacionara conmigo durante mi vida en la aldea. Le pregunté cómo iba vestido, y me contestó que con bastante elegancia, de negro, pero que, por lo demás, no tenía nada que llamara la atención. Luego le pregunté si su rostro estaba desfigurado, y me contestó que no, según le parecía. Yo tampoco lo creía, porque a pesar de mis preocupaciones, al mirar alrededor de mí no habría dejado de llamarme la atención un rostro estropeado. Cuando el señor Wopsle me hubo comunicado todo lo que podía recordar o cuanto yo pude averiguar por él, y después de haberle invitado a tomar un pequeño refresco para reponerse de las fatigas de la noche, nos separamos. Entre las doce y la una de la madrugada llegué al Temple, cuyas puertas estaban cerradas. Nadie estaba cerca de mí cuando las atravesé ni cuando llegué a mi casa. Herbert estaba ya en ella, y ante el fuego celebramos un importante consejo. Pero no se podía hacer nada, a excepción de comunicar a Wemmick lo que descubriera aquella noche, recordándole, de paso, que esperábamos sus instrucciones. Y como creí que tal vez le comprometería yendo con demasiada frecuencia al castillo, le informé de todo por carta. La escribí antes de acostarme, salí y la eché al buzón; tampoco aquella vez pude notar que nadie me siguiera ni me vigilara. Herbert y yo estuvimos de acuerdo en que lo único que podíamos hacer era ser muy prudentes. Y lo fuimos más que nunca, en caso de que ello fuese posible, y, por mi parte, nunca me acercaba a la vivienda de Provis más que cuando pasaba en mi bote. Y en tales ocasiones miraba a sus ventanas con la misma indiferencia con que hubiera mirado otra cosa cualquiera. ...
En la línea 1667
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Tal vez no me creas, Polenka ‑decía mientras medía con sus pasos la habitación‑, pero no puedes imaginarte la atmósfera de lujo y magnificencia que habia en casa de mis padres y hasta qué extremo este borracho me ha hundido en la miseria. También a vosotros os perderá. Mi padre tenía en el servicio civil un grado que correspondía al de coronel. Era ya casi gobernador; sólo tenía que dar un paso para llegar a serlo, y todo el mundo le decía: «Nosotros le consideramos ya como nuestro gobernador, Iván Mikhailovitch.» Cuando… ‑empezó a toser‑. ¡Maldita sea! ‑exclamó después de escupir y llevándose al pecho las crispadas manos‑. Pues cuando… Bueno, en el último baile ofrecido por el mariscal de la nobleza, la princesa Bezemelny, al verme… (ella fue la que me bendijo más tarde, en mi matrimonio con tu papá, Polia), pues bien, la princesa preguntó: «¿No es ésa la encantadora muchacha que bailó la danza del chal en la fiesta de clausura del Instituto… ?» Hay que coser esta tela, Polenka. Mira qué boquete. Debiste coger la aguja y zurcirlo como yo te he enseñado, pues si se deja para mañana… ‑de nuevo tosió‑, mañana… ‑volvió a toser‑, ¡mañana el agujero será mayor! ‑gritó, a punto de ahogarse‑. El paje, el príncipe Chtchegolskoi, acababa de llegar de Petersburgo… Había bailado la mazurca conmigo y estaba dispuesto a pedir mi mano al día siguiente. Pero yo, después de darle las gracias en términos expresivos, le dije que mi corazón pertenecía desde hacía tiempo a otro. Este otro era tu padre, Polia. El mío estaba furioso… ¿Ya está? Dame esa camisa. ¿Y las medias… ? Lida ‑dijo dirigiéndose a la niña más pequeña‑, esta noche dormirás sin camisa… Pon con ella las medias: lo lavaremos todo a la vez… ¡Y ese desharrapado, ese borracho, sin llegar! Su camisa está sucia y destrozada… Preferiría lavarlo todo junto, para no fatigarme dos noches seguidas… ¡Señor! ¿Más todavía? ‑exclamó, volviendo a toser y viendo que el vestíbulo estaba lleno de gente y que varias personas entraban en la habitación, transportando una especie de fardo‑. ¿Qué es eso, Señor? ¿Qué traen ahí? ...
En la línea 3591
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Catalina Ivanovna, con alegre entusiasmo, habló de otras mil cosas insignificantes, y de improviso anunció que tan pronto como obtuviera la pensión se retiraría a T***, su ciudad natal, para abrir un centro de enseñanza que se dedicaría a la educación de muchachas nobles. Aún no había hablado de este proyecto a Raskolnikof, y se lo expuso con todo detalle. Como por arte de magia, exhibió aquel diploma de que Marmeladof había hablado a Raskolnikof cuando le contó en una taberna que Catalina Ivanovna, al salir del pensionado, había bailado en presencia del gobernador y de otras personalidades la danza del chal. Podría creerse que Catalina Ivanovna utilizaba este diploma para demostrar su derecho a abrir un pensionado, pero su verdadero fin había sido otro: había pensado utilizarlo para confundir a aquellas provincianas endomingadas en el caso de que hubieran asistido a la comida de funerales, demostrándoles así que ella pertenecía a una de las familias más nobles, que era hija de un coronel y, en fin, que valía mil veces más que todas las advenedizas que en los últimos tiempos se habían multiplicado de un modo exorbitante. ...

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