La palabra Criada ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Niebla de Miguel De Unamuno
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece criada.
Estadisticas de la palabra criada
Criada es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 9964 según la RAE.
Criada aparece de media 7.8 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la criada en las obras de referencia de la RAE contandose 1186 apariciones .
Errores Ortográficos típicos con la palabra Criada
Cómo se escribe criada o crriada?
Cómo se escribe criada o sriada?
Más información sobre la palabra Criada en internet
Criada en la RAE.
Criada en Word Reference.
Criada en la wikipedia.
Sinonimos de Criada.

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece criada
La palabra criada puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 5863
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Tras la sopa, la criada trajo una gallina hervida; magnificiencia que hizo dilatar los párpados de los invitados de tal forma que parecían a punto de romperse. ...
En la línea 5870
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... La señora Coquenard atrajo la fuente para sí, separó hábilmente las dos grandes patas negras, que puso en el plato de su marido; cortó el cuello, que se puso, dejando a un lado la cabeza, para ella; cortó el ala para Porthos y devolvió a la criada que acababa de traerlo el animal, que volvió casi intacto, y que había desaparecido antes de que el mosquetero tuviera tiempo de examinar las variaciones que el de sencanto pone en los rostros, según los caracteres ytemperamentos de quienes lo experimentan. ...
En la línea 6109
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Pero hoy debo creer en el exceso de vuestras bondades por que no sólo vuestra carta, sino vuestra criada también, me ase gura que tengo la dicha de ser amado por vos. ...
En la línea 6295
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Como D'Artagnan había presumido, Milady, al recibir la carta, le había dicho todo a su criada en el delirio de su alegría; luego, como recompensa por la forma de haber hecho el encargo esta vez, le había dado una bolsa. ...
En la línea 4285
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Al instante llegó la criada del _alcalde_ con una canasta que puso en la cocina, y preparó una cena excelente para el amigo de su amo. ...
En la línea 4777
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Regañó a su mujer porque hablaba con la criada delante de nosotros de asuntos de la casa. ...
En la línea 2653
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... ¡Pues no se piense; que, por los huesos de mi padre y por el siglo de mi madre, si no me lo han de pagar un cuarto sobre otro, o no me llamaría yo como me llamo ni sería hija de quien soy! Estas y otras razones tales decía la ventera con grande enojo, y ayudábala su buena criada Maritornes. ...
En la línea 2688
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Todo esto ha dicho una criada de Camila, que anoche la halló el gobernador descolgándose con una sábana por las ventanas de la casa de Anselmo. ...
En la línea 3284
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -¡Ay señora! -dijo doña Clara-, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es tan principal y tan rico que le parecerá que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuanto más esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre, no lo haré por cuanto hay en el mundo. ...
En la línea 3288
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio; solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes, su criada, las cuales, como ya sabían el humor de que pecaba don Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, determinaron las dos de hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar un poco el tiempo oyéndole sus disparates. ...
En la línea 1875
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Doña Anuncia no cocinaba, pero iba a la compra con la criada y traía lo mejor de lo más barato. ...
En la línea 3529
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Su primer amor había sido una criada que tenía su dormitorio en lo que hoy era despensa. ...
En la línea 4025
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Mi criada tiene a su molinero que le dice al oído palabras que le encienden el rostro; aquí oigo carcajadas del placer que causan emociones para mí desconocidas. ...
En la línea 4037
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Eran los celucos! ¡Así miraban los celos! Era una belleza infernal, sin duda, la de aquellos ojos, ¡pero qué fuerte, qué humana! Dejaron ama y criada por fin el boulevard y entraron en la calle del Comercio. ...
En la línea 166
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El paso de esta situación fraternal a la de amantes no le parecía al joven Santa Cruz cosa fácil. Él, que tan atrevido era lejos del hogar paterno, sentíase acobardado delante de aquella flor criada en su propia casa, y tenía por imposible que las cunitas de ambos, reunidas, se convirtieran en tálamo. Mas para todo hay remedio menos para la muerte, y Juanito vio con asombro, a poco de intentar la metamorfosis, que las dificultades se desleían como la sal en el agua; que lo que a él le parecía montaña era como la palma de la mano, y que el tránsito de la fraternidad al enamoramiento se hacía como una seda. La primita, haciéndose también la sorprendida en los primeros momentos y aun la vergonzosa, dijo también que aquello debía pensarse. Hay motivos para creer que Barbarita se lo había hecho pensar ya. Sea lo que quiera, ello es que a los cuatro días de romperse el hielo ya no había que enseñarles nada de noviazgo. Creeríase que no habían hecho en su vida otra cosa más que estar picoteando todo el santo día. El país y el ambiente eran propicios a esta vida nueva. Rocas formidables, olas, playa con caracolitos, praderas verdes, setos, callejas llenas de arbustos, helechos y líquenes, veredas cuyo término no se sabía, caseríos rústicos que al caer de la tarde despedían de sus abollados techos humaredas azules, celajes grises, rayos de sol dorando la arena, velas de pescadores cruzando la inmensidad del mar, ya azul, ya verdoso, terso un día, otro aborregado, un vapor en el horizonte tiznando el cielo con su humo, un aguacero en la montaña y otros accidentes de aquel admirable fondo poético, favorecían a los amantes, dándoles a cada momento un ejemplo nuevo para aquella gran ley de la Naturaleza que estaban cumpliendo. ...
En la línea 807
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Al día siguiente, el Delfín estaba poco más o menos lo mismo. Por la mañana, mientras Barbarita y Plácido andaban por esas calles de tienda en tienda, entregados al deleite de las compras precursoras de Navidad, Jacinta salió acompañada de Guillermina. Había dejado a su esposo con Villalonga, después de enjaretarle la mentirilla de que iba a la Virgen de la Paloma a oír una misa que había prometido. El atavío de las dos damas era tan distinto, que parecían ama y criada. Jacinta se puso su abrigo, sayo o pardessus color de pasa, y Guillermina llevaba el traje modestísimo de costumbre. ...
En la línea 962
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Díjole la Delfina que deseaba hablarle, y él la invitó con toda la cortesía de que era capaz a pasar a su habitación. Ama y criada se pusieron en marcha hacia el 17, que era la vivienda de Izquierdo. ...
En la línea 974
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Cuentan Jacinta y su criada que al verse dentro de la reducida, inmunda y desamparada celda, y al observar que el llamado Platón cerraba la puerta, les entró un miedo tan grande que a entrambas se les ocurrió salir a la ventanilla a pedir socorro. Miró la señora de soslayo a la criada, por ver si esta mostraba entereza de ánimo; pero Rafaela estaba más muerta que viva. «Este bandido—pensó Jacinta—, nos va a retorcer el pescuezo sin dejarnos chistar». Algo se tranquilizaba oyendo muy cerca el guitarreo y el rum rum de la multitud que rodeaba a los dos ciegos. Izquierdo les ofreció las dos sillas que en la estancia había, y él se sentó sobre un baúl, poniendo al Pituso sobre sus rodillas. ...
En la línea 331
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Sí; hay que hacer entrar en razón a esta mozuela. Ella no es mala, sabe usted, pero caprichosa… Luego, ¡fue criada con tanto mimo!… Cuando sobrevino aquella terrible catástrofe de mi pobre hermano… ...
En la línea 342
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... La tía de Eugenia era asturiana y tenía una criada, asturiana también, a la que reñía en bable. ...
En la línea 398
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Y luego a la criada, al presentarse: ...
En la línea 545
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Era, en efecto, una gloriosa cabellera la de aquella criada de servicio, que con su cesta al brazo cruzaba en aquel momento con él. Y se volvió tras ella. La luz parecía anidar en el oro de aquellos cabellos, y como si estos pugnaran por soltarse de su trenzado y esparcirse al aire fresco y claro. Y bajo la cabellera un rostro todo él sonrisa. ...
En la línea 415
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... La señora Joe hacía, de vez en cuando, cortos viajes con el tío Pumblechook los días de mercado, a fin de ayudarle en la compra de los artículos de uso doméstico y en todos aquellos objetos caseros que requerían la opinión de una mujer. El tío Pumblechook era soltero y no tenía ninguna confianza en su criada. El día en que con Joe tuvimos la conversación reseñada, era de mercado y la señora Joe había salido en una de estas expediciones. ...
En la línea 1713
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El señor Pocket se manifestó satisfecho de verme y expresó la esperanza de no haberme sido antipático. 89 - Porque en realidad - añadió mientras su hijo sonreía - no soy un personaje alarmante. Era un hombre de juvenil aspecto, a pesar de sus perplejidades y de su cabello gris, y sus maneras parecían nuy naturales. Uso la palabra «naturales» en el sentido de que carecían de afectación; había algo cómico en su aspecto de aturdimiento, y habría resultado evidentemente ridículo si él no se hubiese dado cuenta de tal cosa. Cuando hubo hablado conmigo un poco, dijo a su esposa, contrayendo con ansiedad las cejas, que eran negras y muy pobladas: - Supongo, Belinda, que ya has saludado al señor Pip. Ella levantó los ojos de su libro y contestó: - Sí. Luego me sonrió distraídamente y me preguntó si me gustaba el sabor del agua de azahar. Como aquella pregunta no tenía relación cercana o remota con nada de lo que se había dicho, creí que me la habria dirigido sin darse cuenta de lo que decía. A las pocas horas observé, y lo mencionaré en seguida, que la señora Pocket era hija única de un hidalgo ya fallecido, que llegó a serlo de un modo accidental, del cual ella pensaba que habría sido nombrado baronet de no oponerse alguien tenazmente por motivos absolutamente personales, los cuales han desaparecido de mi memoria, si es que alguna vez estuvieron en ella - tal vez el soberano, el primer ministro, el lord canciller, el arzobispo de Canterbury o algún otro, - y, en virtud de esa supuesta oposición, se creyó igual a todos los nobles de la tierra. Creo que se armó caballero a sí mismo por haber maltratado la gramática inglesa con la punta de la pluma en una desesperada solicitud, caligrafiada en una hoja de pergamino, con ocasión de ponerse la primera piedra de algún monumento y por haber entregado a algún personaje real la paleta o el mortero. Pero, sea lo que fuere, había ordenado que la señora Pocket fuese criada desde la cuna como quien, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, debía casarse con un título y a quien había que guardar de que adquiriese conocimientos plebeyos o domésticos. Tan magnífica guardia se estableció en torno a la señorita, gracias a su juicioso padre, que creció adquiriendo cualidades altamente ornamentales pero, al mismo tiempo, por completo inútiles. Con un carácter tan felizmente formado, al florecer su primera juventud encontró al señor Pocket, el cual también estaba en la flor de la suya y en la indecisión entre alcanzar el puesto de lord canciller en la Cámara de los Lores, o tocarse con una mitra. Como el hacer una u otra cosa era sencillamente una cuestión de tiempo y tanto él como la señora Pocket habían agarrado al tiempo por los cabellos (cuando, a juzgar por su longitud, habría sido oportuno cortárselos), se casaron sin el consentimiento del juicioso padre de ella. Este buen señor, que no tenía nada más que retener o que otorgar que su propia bendición, les entregó cariñosamente esta dote después de corta lucha, e informó al señor Pocket de que su hija era «un tesoro para un príncipe». El señor Pocket empleó aquel tesoro del modo habitual desde que el mundo es mundo, y se supone que no le proporcionó intereses muy crecidos. A pesar de eso, la señora Pocket era, en general, objeto de respetuosa compasión por el hecho de que no se hubiese casado con un título, en tanto que a su marido se le dirigían indulgentes reproches por el hecho de no haber obtenido ninguno. El señor Pocket me llevó al interior de la casa y me mostró la habitación que me estaba destinada, la cual era agradable y estaba amueblada de tal manera que podría usarla cómodamente como saloncito particular. Luego llamó a las puertas de dos habitaciones similares y me presentó a sus ocupantes, llamados Drummle y Startop. El primero, que era un joven de aspecto avejentado y perteneciente a un pesado estilo arquitectónico, estaba silbando. Startop, que en apariencia contaba menos años, estaba ocupado en leer y en sostenerse la cabeza, como si temiera hallarse en peligro de que le estallara por haber recibido excesiva carga de conocimientos. Tanto el señor como la señora Pocket tenían tan evidente aspecto de hallarse en las manos de otra persona, que llegué a preguntarme quién estaría en posesión de la casa y les permitiría vivir en ella, hasta que pude descubrir que tal poder desconocido pertenecía a los criados. El sistema parecía bastante agradable, tal vez en vista de que evitaba preocupaciones; pero parecía deber ser caro, porque los criados consideraban como una obligación para consigo mismos comer y beber bien y recibir a sus amigos en la parte baja de la casa. Servían generosamente la mesa de los señores Pocket, pero, sin embargo, siempre me pareció que habría sido preferible alojarse en la cocina, en el supuesto de que el huésped que tal hiciera fuese capaz de defenderse a sí mismo, porque antes de que hubiese pasado allí una semana, una señora de la vecindad, con quien la familia sostenía relaciones de amistad, escribió que había visto a Millers abofeteando al pequeño. Eso dio un gran disgusto a la señora Pocket, quien, entre lágrimas, dijo que le parecía extraordinario que los vecinos no pudieran contentarse con cuidar de sus asuntos propios. Gradualmente averigüé, y en gran parte por boca de Herbert, que el señor Pocket se había educado en Harrow y en Cambridge, en donde logró distinguirse; pero que cuando hubo logrado la felicidad de casarse 90 con la señora Pocket, en edad muy temprana todavía, había abandonado sus esperanzas para emplearse como profesor particular. Después de haber sacado punta a muchos cerebros obtusos-y es muy curioso observar la coincidencia de que cuando los padres de los alumnos tenían influencia, siempre prometían al profesor ayudarle a conquistar un alto puesto, pero en cuanto había terminado la enseñanza de sus hijos, con rara unanimidad se olvidaban de su promesa -, se cansó de trabajo tan mal pagado y se dirigió a Londres. Allí, después de tener que abandonar esperanzas más elevadas, dio cursos a varias personas a quienes faltó la oportunidad de instruirse antes o que no habían estudiado a su tiempo, y afiló de nuevo a otros muchos para ocasiones especiales, y luego dedicó su atención al trabajo de hacer recopilaciones y correcciones literarias, y gracias a lo que así obtenía, añadidos a algunos modestos recursos que poseía, continuaba manteniendo la casa que pude ver. El señor y la señora Pocket tenía una vecina parecida a un sapo; una señora viuda, de un carácter tan altamente simpático que estaba de acuerdo con todo el mundo, bendecía a todo el mundo y dirigía sonrisas o derramaba lágrimas acerca de todo el mundo, según fueran las circunstancias. Se llamaba señora Coiler, y yo tuve el honor de llevarla del brazo hasta el comedor el día de mi instalación. En la escalera me dio a entender que para la señora Pocket había sido un rudo golpe el hecho de que el pobre señor Pocket se viera reducido a la necesidad de tomar alumnos en su casa. Eso, desde luego, no se refería a mí, según dijo con acento tierno y lleno de confianza (hacía menos de cinco minutos que me la habían presentado) , pues si todos hubiesen sido como yo, la cosa habría cambiado por completo. - Pero la querida señora Pocket - dijo la señora Coiler -, después de su primer desencanto (no porque ese simpatico señor Pocket mereciera el menor reproche acerca del particular), necesita tanto lujo y tanta elegancia… - Sí, señora - me apresuré a contestar, interrumpiéndola, pues temía que se echara a llorar. - Y tiene unos sentimientos tan aristocráticos… - Sí, señora - le dije de nuevo y con la misma intención. - … Y es muy duro - acabó de decir la señora Coiler - que el señor Pocket se vea obligado a ocupar su tiempo y su atención en otros menesteres, en vez de dedicarlos a su esposa. No pude dejar de pensar que habría sido mucho más duro que el tiempo y la atención del carnicero no se hubieran podido dedicar a la señora Pocket; pero no dije nada, pues, en realidad, tenía bastante que hacer observando disimuladamente las maneras de mis compañeros de mesa. Llegó a mi conocimiento, por las palabras que se cruzaron entre la señora Pocket y Drummle, en tanto que prestaba la mayor atención a mi cuchillo y tenedor, a la cuchara, a los vasos y a otros instrumentos suicidas, que Drummle, cuyo nombre de pila era Bentley, era entonces el heredero segundo de un título de baronet. Además, resultó que el libro que viera en mano de la señora Pocket, en el jardín, trataba de títulos de nobleza, y que ella conocía la fecha exacta en que su abuelito habría llegado a ser citado en tal libro, en el caso de haber estado en situación de merecerlo. Drummle hablaba muy poco, pero, en sus taciturnas costumbres (pues me pareció ser un individuo malhumorado), parecía hacerlo como si fuese uno de los elegidos, y reconocía en la señora Pocket su carácter de mujer y de hermana. Nadie, a excepción de ellos mismos y de la señora Coiler, parecida a un sapo, mostraba el menor interés en aquella conversación, y hasta me pareció que era molesta para Herbert; pero prometía durar mucho cuando llegó el criado, para dar cuenta de una desgracia doméstica. En efecto, parecía que la cocinera había perdido la carne de buey. Con el mayor asombro por mi parte, vi entonces que el señor Pocket, sin duda con objeto de desahogarse, hacía una cosa que me pareció extraordinaria, pero que no causó impresión alguna en nadie más y a la que me acostumbré rápidamente, como todos. Dejó a un lado el tenedor y el cuchillo de trinchar, pues estaba ocupado en ello en aquel momento; se llevó las manos al desordenado cabello, y pareció hacer extraordinarios esfuerzos para levantarse a sí mismo de aquella manera. Cuando lo hubo intentado, y en vista de que no lo conseguía, reanudó tranquilamente la ocupación a que antes estuviera dedicado. La señora Coiler cambió entonces de conversación y empezó a lisonjearme. Eso me gustó por unos momentos, pero cargó tanto la mano en mis alabanzas que muy pronto dejó de agradarme. Su modo serpentino de acercarse a mí, mientras fingía estar muy interesada por los amigos y los lugares que había dejado, tenía todo lo desagradable de los ofidios; y cuando, como por casualidad, se dirigió a Startop (que le dirigía muy pocas palabras) o a Drummle (que aún le decía menos), yo casi les envidié el sitio que ocupaban al otro lado de la mesa. Después de comer hicieron entrar a los niños, y la señora Coiler empezó a comentar, admirada, la belleza de sus ojos, de sus narices o de sus piernas, sistema excelente para mejorarlos mentalmente. Eran cuatro 91 niñas y dos niños de corta edad, además del pequeño, que podría haber pertenecido a cualquier sexo, y el que estaba a punto de sucederle, que aún no formaba parte de ninguno. Los hicieron entrar Flopson y Millers, como si hubiesen sido dos oficiales comisionados para alistar niños y se hubiesen apoderado de aquéllos; en tanto que la señora Pocket miraba a aquellos niños, que debían de haber sido nobles, como si pensara en que ya había tenido el placer de pasarles revista antes, aunque no supiera exactamente qué podría hacer con ellos. -Mire - dijo Flopson -, déme el tenedor, señora, y tome al pequeño. No lo coja así, porque le pondrá la cabeza debajo de la mesa. Así aconsejada, la señora Pocket cogió al pequeño de otra manera y logró ponerle la cabeza encima de la mesa; lo cual fue anunciado a todos por medio de un fuerte coscorrón. - ¡Dios mío! ¡Devuélvamelo, señora! - dijo Flopson -. Señorita Juana, venga a mecer al pequeño. Una de las niñas, una cosa insignificante que parecía haber tomado a su cargo algo que correspondía a los demás, abandonó su sitio, cerca de mí, y empezó a mecer al pequeño hasta que cesó de llorar y se echó a reír. Luego todos los niños empezaron a reír, y el señor Pocket (quien, mientras tanto, había tratado dos veces de levantarse a sí mismo cogiéndose del pelo) también se rió, en lo que le imitamos los demás, muy contentos. Flopson, doblando con fuerza las articulaciones del pequeño como si fuese una muñeca holandesa, lo dejó sano y salvo en el regazo de la señora Pocket y le dio el cascanueces para jugar, advirtiendo, al mismo tiempo, a la señora Pocket que no convenía el contacto de los extremos de tal instrumento con los ojos del niño, y encargando, además, a la señorita Juana que lo vigilase. Entonces las dos amas salieron del comedor y en la escalera tuvieron un altercado con el disoluto criado que sirvió la comida y que, evidentemente, había perdido la mitad de sus botones en la mesa de juego. Me quedé molesto al ver que la señora Pocket empeñaba una discusión con Drummle acerca de dos baronías, mientras se comía una naranja cortada a rajas y bañada de azúcar y vino, y olvidando, mientras tanto, al pequeño que tenía en el regazo, el cual hacía las cosas más extraordinarias con el cascanueces. Por fin, la señorita Juana, advirtiendo que peligraba la pequeña cabeza, dejó su sitio sin hacer ruido y, valiéndose de pequeños engaños, le quitó la peligrosa arma. La señora Pocket terminaba en aquel momento de comerse la naranja y, pareciéndole mal aquello, dijo a Juana: - ¡Tonta! ¿Por qué vienes a quitarle el cascanueces? ¡Ve a sentarte inmediatamente! - Mamá querida - ceceó la niñita -, el pequeño podía haberse sacado los ojos. - ¿Cómo te atreves a decirme eso? - replicó la señora Pocket-. ¡Ve a sentarte inmediatamente en tu sitio! - Belinda - le dijo su esposo desde el otro extremo de la mesa -. ¿Cómo eres tan poco razonable? Juana ha intervenido tan sólo para proteger al pequeño. - No quiero que se meta nadie en estas cosas - dijo la señora Pocket-. Me sorprende mucho, Mateo, que me expongas a recibir la afrenta de que alguien se inmiscuya en esto. - ¡Dios mío! - exclamó el señor Pocket, en un estallido de terrible desesperación -. ¿Acaso los niños han de matarse con los cascanueces, sin que nadie pueda salvarlos de la muerte? - No quiero que Juana se meta en esto - dijo la señora Pocket, dirigiendo una majestuosa mirada a aquella inocente y pequeña defensora de su hermanito -. Me parece, Juana, que conozco perfectamente la posición de mi pobre abuelito. El señor Pocket se llevó otra vez las manos al cabello, y aquella vez consiguió, realmente, levantarse algunas pulgadas. - ¡Oídme, dioses! - exclamó, desesperado -. ¡Los pobres pequeñuelos se han de matar con los cascanueces a causa de la posición de los pobres abuelitos de la gente! Luego se dejó caer de nuevo y se quedó silencioso. Mientras tenía lugar esta escena, todos mirábamos muy confusos el mantel. Sucedió una pausa, durante la cual el honrado e indomable pequeño dio una serie de saltos y gritos en dirección a Juana, que me pareció el único individuo de la familia (dejando a un lado a los criados) a quien conocía de un modo indudable. - Señor Drummle - dijo la señora Pocket -, ¿quiere hacer el favor de llamar a Flopson? Juana, desobediente niña, ve a sentarte. Ahora, pequeñín, ven con mamá. El pequeño, que era la misma esencia del honor, contestó con toda su alma. Se dobló al revés sobre el brazo de la señora Pocket, exhibió a los circunstantes sus zapatitos de ganchillo y sus muslos llenos de hoyuelos, en vez de mostrarles su rostro, y tuvieron que llevárselo en plena rebelión. Y por fin alcanzó su objeto, porque pocos minutos más tarde lo vi a través de la ventana en brazos de Juana. 92 Sucedió que los cinco niños restantes se quedaron ante la mesa, sin duda porque Flopson tenía un quehacer particular y a nadie más le correspondía cuidar de ellos. Entonces fue cuando pude enterarme de sus relaciones con su padre, gracias a la siguiente escena: E1 señor Pocket, cuya perplejidad normal parecía haber aumentado y con el cabello más desordenado que nunca, los miró por espacio de algunos minutos, como si no pudiese comprender la razón de que todos comiesen y se alojasen en aquel establecimiento y por qué la Naturaleza no los había mandado a otra casa. Luego, con acento propio de misionero, les dirigió algunas preguntas, como, por ejemplo, por qué el pequeño Joe tenía aquel agujero en su babero, a lo que el niño contestó que Flopson iba a remendárselo en cuanto tuviese tiempo; por qué la pequeña Fanny tenía aquel panadizo, y la niña contestó que Millers le pondría un emplasto si no se olvidaba. Luego se derritió en cariño paternal y les dio un chelín a cada uno, diciéndoles que se fuesen a jugar; y en cuanto se hubieron alejado, después de hacer un gran esfuerzo para levantarse agarrándose por el cabello, abandonó el inútil intento. Por la tarde había concurso de remo en el río. Como tanto Drummle como Startop tenían un bote cada uno, resolví tripular uno yo solo y vencerlos. Yo sobresalía en muchos ejercicios propios de los aldeanos, pero como estaba convencido de que carecía de elegancia y de estilo para remar en el Támesis -eso sin hablar de otras aguas, - resolví tomar lecciones del ganador de una regata que pasaba remando ante nuestro embarcadero y a quien me presentaron mis nuevos amigos. Esta autoridad práctica me dejó muy confuso diciéndome que tenía el brazo propio de un herrero. Si hubiese sabido cuán a punto estuvo de perder el discípulo a causa de aquel cumplido, no hay duda de que no me lo habría dirigido. Nos esperaba la cena cuando por la noche llegamos a casa, y creo que lo habríamos pasado bien a no ser por un suceso doméstico algo desagradable. El señor Pocket estaba de buen humor, cuando llegó una criada diciéndole: - Si me hace usted el favor, señor, quisiera hablar con usted. - ¿Hablar con su amo? - exclamó la señora Pocket, cuya dignidad se despertó de nuevo -. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa? Vaya usted y hable con Flopson. O hable conmigo… otro rato cualquiera. - Con perdón de usted, señora - replicó la criada -, necesito hablar cuanto antes y al señor. Por consiguiente, el señor Pocket salió de la estancia y nosotros procuramos entretenernos lo mejor que nos fue posible hasta que regresó. - ¡Ocurre algo muy gracioso, Belinda! - dijo el señor Pocket, con cara que demostraba su disgusto y su desesperación -. La cocinera está tendida en el suelo de la cocina, borracha perdida, con un gran paquete de mantequilla fresca que ha cogido de la despensa para venderla como grasa. La señora Pocket demostró inmediatamente una amable emoción y dijo: - Eso es cosa de esa odiosa Sofía. - ¿Qué quieres decir, Belinda? - preguntó el señor Pocket. - Sofía te lo ha dicho - contestó la señora Pocket -. ¿Acaso no la he visto con mis propios ojos y no la he oído por mí misma cuando llegó con la pretensión de hablar contigo? -Pero ¿no te acuerdas de que me ha llevado abajo, Belinda? - replicó el señor Pocket -. ¿No sabes que me ha mostrado a esa borracha y también el paquete de mantequilla? - ¿La defiendes, Mateo, después de su conducta? - le preguntó su esposa. El señor Poocket se limitó a emitir un gemido de dolor - ¿Acaso la nieta de mi abuelo no es nadie en esta casa? - exclamó la señora Pocket. - Además, la cocinera ha sido siempre una mujer seria y respetuosa, y en cuanto me conoció dijo con la mayor sinceridad que estaba segura de que yo había nacido para duquesa. Había un sofá al lado del señor Pocket, y éste se dejó caer en él con la actitud de un gladiador moribundo. Y sin abandonarla, cuando creyó llegada la ocasión de que le dejase para irme a la cama, me dijo con voz cavernosa: - Buenas noches, señor Pip. ...
En la línea 1713
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El señor Pocket se manifestó satisfecho de verme y expresó la esperanza de no haberme sido antipático. 89 - Porque en realidad - añadió mientras su hijo sonreía - no soy un personaje alarmante. Era un hombre de juvenil aspecto, a pesar de sus perplejidades y de su cabello gris, y sus maneras parecían nuy naturales. Uso la palabra «naturales» en el sentido de que carecían de afectación; había algo cómico en su aspecto de aturdimiento, y habría resultado evidentemente ridículo si él no se hubiese dado cuenta de tal cosa. Cuando hubo hablado conmigo un poco, dijo a su esposa, contrayendo con ansiedad las cejas, que eran negras y muy pobladas: - Supongo, Belinda, que ya has saludado al señor Pip. Ella levantó los ojos de su libro y contestó: - Sí. Luego me sonrió distraídamente y me preguntó si me gustaba el sabor del agua de azahar. Como aquella pregunta no tenía relación cercana o remota con nada de lo que se había dicho, creí que me la habria dirigido sin darse cuenta de lo que decía. A las pocas horas observé, y lo mencionaré en seguida, que la señora Pocket era hija única de un hidalgo ya fallecido, que llegó a serlo de un modo accidental, del cual ella pensaba que habría sido nombrado baronet de no oponerse alguien tenazmente por motivos absolutamente personales, los cuales han desaparecido de mi memoria, si es que alguna vez estuvieron en ella - tal vez el soberano, el primer ministro, el lord canciller, el arzobispo de Canterbury o algún otro, - y, en virtud de esa supuesta oposición, se creyó igual a todos los nobles de la tierra. Creo que se armó caballero a sí mismo por haber maltratado la gramática inglesa con la punta de la pluma en una desesperada solicitud, caligrafiada en una hoja de pergamino, con ocasión de ponerse la primera piedra de algún monumento y por haber entregado a algún personaje real la paleta o el mortero. Pero, sea lo que fuere, había ordenado que la señora Pocket fuese criada desde la cuna como quien, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, debía casarse con un título y a quien había que guardar de que adquiriese conocimientos plebeyos o domésticos. Tan magnífica guardia se estableció en torno a la señorita, gracias a su juicioso padre, que creció adquiriendo cualidades altamente ornamentales pero, al mismo tiempo, por completo inútiles. Con un carácter tan felizmente formado, al florecer su primera juventud encontró al señor Pocket, el cual también estaba en la flor de la suya y en la indecisión entre alcanzar el puesto de lord canciller en la Cámara de los Lores, o tocarse con una mitra. Como el hacer una u otra cosa era sencillamente una cuestión de tiempo y tanto él como la señora Pocket habían agarrado al tiempo por los cabellos (cuando, a juzgar por su longitud, habría sido oportuno cortárselos), se casaron sin el consentimiento del juicioso padre de ella. Este buen señor, que no tenía nada más que retener o que otorgar que su propia bendición, les entregó cariñosamente esta dote después de corta lucha, e informó al señor Pocket de que su hija era «un tesoro para un príncipe». El señor Pocket empleó aquel tesoro del modo habitual desde que el mundo es mundo, y se supone que no le proporcionó intereses muy crecidos. A pesar de eso, la señora Pocket era, en general, objeto de respetuosa compasión por el hecho de que no se hubiese casado con un título, en tanto que a su marido se le dirigían indulgentes reproches por el hecho de no haber obtenido ninguno. El señor Pocket me llevó al interior de la casa y me mostró la habitación que me estaba destinada, la cual era agradable y estaba amueblada de tal manera que podría usarla cómodamente como saloncito particular. Luego llamó a las puertas de dos habitaciones similares y me presentó a sus ocupantes, llamados Drummle y Startop. El primero, que era un joven de aspecto avejentado y perteneciente a un pesado estilo arquitectónico, estaba silbando. Startop, que en apariencia contaba menos años, estaba ocupado en leer y en sostenerse la cabeza, como si temiera hallarse en peligro de que le estallara por haber recibido excesiva carga de conocimientos. Tanto el señor como la señora Pocket tenían tan evidente aspecto de hallarse en las manos de otra persona, que llegué a preguntarme quién estaría en posesión de la casa y les permitiría vivir en ella, hasta que pude descubrir que tal poder desconocido pertenecía a los criados. El sistema parecía bastante agradable, tal vez en vista de que evitaba preocupaciones; pero parecía deber ser caro, porque los criados consideraban como una obligación para consigo mismos comer y beber bien y recibir a sus amigos en la parte baja de la casa. Servían generosamente la mesa de los señores Pocket, pero, sin embargo, siempre me pareció que habría sido preferible alojarse en la cocina, en el supuesto de que el huésped que tal hiciera fuese capaz de defenderse a sí mismo, porque antes de que hubiese pasado allí una semana, una señora de la vecindad, con quien la familia sostenía relaciones de amistad, escribió que había visto a Millers abofeteando al pequeño. Eso dio un gran disgusto a la señora Pocket, quien, entre lágrimas, dijo que le parecía extraordinario que los vecinos no pudieran contentarse con cuidar de sus asuntos propios. Gradualmente averigüé, y en gran parte por boca de Herbert, que el señor Pocket se había educado en Harrow y en Cambridge, en donde logró distinguirse; pero que cuando hubo logrado la felicidad de casarse 90 con la señora Pocket, en edad muy temprana todavía, había abandonado sus esperanzas para emplearse como profesor particular. Después de haber sacado punta a muchos cerebros obtusos-y es muy curioso observar la coincidencia de que cuando los padres de los alumnos tenían influencia, siempre prometían al profesor ayudarle a conquistar un alto puesto, pero en cuanto había terminado la enseñanza de sus hijos, con rara unanimidad se olvidaban de su promesa -, se cansó de trabajo tan mal pagado y se dirigió a Londres. Allí, después de tener que abandonar esperanzas más elevadas, dio cursos a varias personas a quienes faltó la oportunidad de instruirse antes o que no habían estudiado a su tiempo, y afiló de nuevo a otros muchos para ocasiones especiales, y luego dedicó su atención al trabajo de hacer recopilaciones y correcciones literarias, y gracias a lo que así obtenía, añadidos a algunos modestos recursos que poseía, continuaba manteniendo la casa que pude ver. El señor y la señora Pocket tenía una vecina parecida a un sapo; una señora viuda, de un carácter tan altamente simpático que estaba de acuerdo con todo el mundo, bendecía a todo el mundo y dirigía sonrisas o derramaba lágrimas acerca de todo el mundo, según fueran las circunstancias. Se llamaba señora Coiler, y yo tuve el honor de llevarla del brazo hasta el comedor el día de mi instalación. En la escalera me dio a entender que para la señora Pocket había sido un rudo golpe el hecho de que el pobre señor Pocket se viera reducido a la necesidad de tomar alumnos en su casa. Eso, desde luego, no se refería a mí, según dijo con acento tierno y lleno de confianza (hacía menos de cinco minutos que me la habían presentado) , pues si todos hubiesen sido como yo, la cosa habría cambiado por completo. - Pero la querida señora Pocket - dijo la señora Coiler -, después de su primer desencanto (no porque ese simpatico señor Pocket mereciera el menor reproche acerca del particular), necesita tanto lujo y tanta elegancia… - Sí, señora - me apresuré a contestar, interrumpiéndola, pues temía que se echara a llorar. - Y tiene unos sentimientos tan aristocráticos… - Sí, señora - le dije de nuevo y con la misma intención. - … Y es muy duro - acabó de decir la señora Coiler - que el señor Pocket se vea obligado a ocupar su tiempo y su atención en otros menesteres, en vez de dedicarlos a su esposa. No pude dejar de pensar que habría sido mucho más duro que el tiempo y la atención del carnicero no se hubieran podido dedicar a la señora Pocket; pero no dije nada, pues, en realidad, tenía bastante que hacer observando disimuladamente las maneras de mis compañeros de mesa. Llegó a mi conocimiento, por las palabras que se cruzaron entre la señora Pocket y Drummle, en tanto que prestaba la mayor atención a mi cuchillo y tenedor, a la cuchara, a los vasos y a otros instrumentos suicidas, que Drummle, cuyo nombre de pila era Bentley, era entonces el heredero segundo de un título de baronet. Además, resultó que el libro que viera en mano de la señora Pocket, en el jardín, trataba de títulos de nobleza, y que ella conocía la fecha exacta en que su abuelito habría llegado a ser citado en tal libro, en el caso de haber estado en situación de merecerlo. Drummle hablaba muy poco, pero, en sus taciturnas costumbres (pues me pareció ser un individuo malhumorado), parecía hacerlo como si fuese uno de los elegidos, y reconocía en la señora Pocket su carácter de mujer y de hermana. Nadie, a excepción de ellos mismos y de la señora Coiler, parecida a un sapo, mostraba el menor interés en aquella conversación, y hasta me pareció que era molesta para Herbert; pero prometía durar mucho cuando llegó el criado, para dar cuenta de una desgracia doméstica. En efecto, parecía que la cocinera había perdido la carne de buey. Con el mayor asombro por mi parte, vi entonces que el señor Pocket, sin duda con objeto de desahogarse, hacía una cosa que me pareció extraordinaria, pero que no causó impresión alguna en nadie más y a la que me acostumbré rápidamente, como todos. Dejó a un lado el tenedor y el cuchillo de trinchar, pues estaba ocupado en ello en aquel momento; se llevó las manos al desordenado cabello, y pareció hacer extraordinarios esfuerzos para levantarse a sí mismo de aquella manera. Cuando lo hubo intentado, y en vista de que no lo conseguía, reanudó tranquilamente la ocupación a que antes estuviera dedicado. La señora Coiler cambió entonces de conversación y empezó a lisonjearme. Eso me gustó por unos momentos, pero cargó tanto la mano en mis alabanzas que muy pronto dejó de agradarme. Su modo serpentino de acercarse a mí, mientras fingía estar muy interesada por los amigos y los lugares que había dejado, tenía todo lo desagradable de los ofidios; y cuando, como por casualidad, se dirigió a Startop (que le dirigía muy pocas palabras) o a Drummle (que aún le decía menos), yo casi les envidié el sitio que ocupaban al otro lado de la mesa. Después de comer hicieron entrar a los niños, y la señora Coiler empezó a comentar, admirada, la belleza de sus ojos, de sus narices o de sus piernas, sistema excelente para mejorarlos mentalmente. Eran cuatro 91 niñas y dos niños de corta edad, además del pequeño, que podría haber pertenecido a cualquier sexo, y el que estaba a punto de sucederle, que aún no formaba parte de ninguno. Los hicieron entrar Flopson y Millers, como si hubiesen sido dos oficiales comisionados para alistar niños y se hubiesen apoderado de aquéllos; en tanto que la señora Pocket miraba a aquellos niños, que debían de haber sido nobles, como si pensara en que ya había tenido el placer de pasarles revista antes, aunque no supiera exactamente qué podría hacer con ellos. -Mire - dijo Flopson -, déme el tenedor, señora, y tome al pequeño. No lo coja así, porque le pondrá la cabeza debajo de la mesa. Así aconsejada, la señora Pocket cogió al pequeño de otra manera y logró ponerle la cabeza encima de la mesa; lo cual fue anunciado a todos por medio de un fuerte coscorrón. - ¡Dios mío! ¡Devuélvamelo, señora! - dijo Flopson -. Señorita Juana, venga a mecer al pequeño. Una de las niñas, una cosa insignificante que parecía haber tomado a su cargo algo que correspondía a los demás, abandonó su sitio, cerca de mí, y empezó a mecer al pequeño hasta que cesó de llorar y se echó a reír. Luego todos los niños empezaron a reír, y el señor Pocket (quien, mientras tanto, había tratado dos veces de levantarse a sí mismo cogiéndose del pelo) también se rió, en lo que le imitamos los demás, muy contentos. Flopson, doblando con fuerza las articulaciones del pequeño como si fuese una muñeca holandesa, lo dejó sano y salvo en el regazo de la señora Pocket y le dio el cascanueces para jugar, advirtiendo, al mismo tiempo, a la señora Pocket que no convenía el contacto de los extremos de tal instrumento con los ojos del niño, y encargando, además, a la señorita Juana que lo vigilase. Entonces las dos amas salieron del comedor y en la escalera tuvieron un altercado con el disoluto criado que sirvió la comida y que, evidentemente, había perdido la mitad de sus botones en la mesa de juego. Me quedé molesto al ver que la señora Pocket empeñaba una discusión con Drummle acerca de dos baronías, mientras se comía una naranja cortada a rajas y bañada de azúcar y vino, y olvidando, mientras tanto, al pequeño que tenía en el regazo, el cual hacía las cosas más extraordinarias con el cascanueces. Por fin, la señorita Juana, advirtiendo que peligraba la pequeña cabeza, dejó su sitio sin hacer ruido y, valiéndose de pequeños engaños, le quitó la peligrosa arma. La señora Pocket terminaba en aquel momento de comerse la naranja y, pareciéndole mal aquello, dijo a Juana: - ¡Tonta! ¿Por qué vienes a quitarle el cascanueces? ¡Ve a sentarte inmediatamente! - Mamá querida - ceceó la niñita -, el pequeño podía haberse sacado los ojos. - ¿Cómo te atreves a decirme eso? - replicó la señora Pocket-. ¡Ve a sentarte inmediatamente en tu sitio! - Belinda - le dijo su esposo desde el otro extremo de la mesa -. ¿Cómo eres tan poco razonable? Juana ha intervenido tan sólo para proteger al pequeño. - No quiero que se meta nadie en estas cosas - dijo la señora Pocket-. Me sorprende mucho, Mateo, que me expongas a recibir la afrenta de que alguien se inmiscuya en esto. - ¡Dios mío! - exclamó el señor Pocket, en un estallido de terrible desesperación -. ¿Acaso los niños han de matarse con los cascanueces, sin que nadie pueda salvarlos de la muerte? - No quiero que Juana se meta en esto - dijo la señora Pocket, dirigiendo una majestuosa mirada a aquella inocente y pequeña defensora de su hermanito -. Me parece, Juana, que conozco perfectamente la posición de mi pobre abuelito. El señor Pocket se llevó otra vez las manos al cabello, y aquella vez consiguió, realmente, levantarse algunas pulgadas. - ¡Oídme, dioses! - exclamó, desesperado -. ¡Los pobres pequeñuelos se han de matar con los cascanueces a causa de la posición de los pobres abuelitos de la gente! Luego se dejó caer de nuevo y se quedó silencioso. Mientras tenía lugar esta escena, todos mirábamos muy confusos el mantel. Sucedió una pausa, durante la cual el honrado e indomable pequeño dio una serie de saltos y gritos en dirección a Juana, que me pareció el único individuo de la familia (dejando a un lado a los criados) a quien conocía de un modo indudable. - Señor Drummle - dijo la señora Pocket -, ¿quiere hacer el favor de llamar a Flopson? Juana, desobediente niña, ve a sentarte. Ahora, pequeñín, ven con mamá. El pequeño, que era la misma esencia del honor, contestó con toda su alma. Se dobló al revés sobre el brazo de la señora Pocket, exhibió a los circunstantes sus zapatitos de ganchillo y sus muslos llenos de hoyuelos, en vez de mostrarles su rostro, y tuvieron que llevárselo en plena rebelión. Y por fin alcanzó su objeto, porque pocos minutos más tarde lo vi a través de la ventana en brazos de Juana. 92 Sucedió que los cinco niños restantes se quedaron ante la mesa, sin duda porque Flopson tenía un quehacer particular y a nadie más le correspondía cuidar de ellos. Entonces fue cuando pude enterarme de sus relaciones con su padre, gracias a la siguiente escena: E1 señor Pocket, cuya perplejidad normal parecía haber aumentado y con el cabello más desordenado que nunca, los miró por espacio de algunos minutos, como si no pudiese comprender la razón de que todos comiesen y se alojasen en aquel establecimiento y por qué la Naturaleza no los había mandado a otra casa. Luego, con acento propio de misionero, les dirigió algunas preguntas, como, por ejemplo, por qué el pequeño Joe tenía aquel agujero en su babero, a lo que el niño contestó que Flopson iba a remendárselo en cuanto tuviese tiempo; por qué la pequeña Fanny tenía aquel panadizo, y la niña contestó que Millers le pondría un emplasto si no se olvidaba. Luego se derritió en cariño paternal y les dio un chelín a cada uno, diciéndoles que se fuesen a jugar; y en cuanto se hubieron alejado, después de hacer un gran esfuerzo para levantarse agarrándose por el cabello, abandonó el inútil intento. Por la tarde había concurso de remo en el río. Como tanto Drummle como Startop tenían un bote cada uno, resolví tripular uno yo solo y vencerlos. Yo sobresalía en muchos ejercicios propios de los aldeanos, pero como estaba convencido de que carecía de elegancia y de estilo para remar en el Támesis -eso sin hablar de otras aguas, - resolví tomar lecciones del ganador de una regata que pasaba remando ante nuestro embarcadero y a quien me presentaron mis nuevos amigos. Esta autoridad práctica me dejó muy confuso diciéndome que tenía el brazo propio de un herrero. Si hubiese sabido cuán a punto estuvo de perder el discípulo a causa de aquel cumplido, no hay duda de que no me lo habría dirigido. Nos esperaba la cena cuando por la noche llegamos a casa, y creo que lo habríamos pasado bien a no ser por un suceso doméstico algo desagradable. El señor Pocket estaba de buen humor, cuando llegó una criada diciéndole: - Si me hace usted el favor, señor, quisiera hablar con usted. - ¿Hablar con su amo? - exclamó la señora Pocket, cuya dignidad se despertó de nuevo -. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa? Vaya usted y hable con Flopson. O hable conmigo… otro rato cualquiera. - Con perdón de usted, señora - replicó la criada -, necesito hablar cuanto antes y al señor. Por consiguiente, el señor Pocket salió de la estancia y nosotros procuramos entretenernos lo mejor que nos fue posible hasta que regresó. - ¡Ocurre algo muy gracioso, Belinda! - dijo el señor Pocket, con cara que demostraba su disgusto y su desesperación -. La cocinera está tendida en el suelo de la cocina, borracha perdida, con un gran paquete de mantequilla fresca que ha cogido de la despensa para venderla como grasa. La señora Pocket demostró inmediatamente una amable emoción y dijo: - Eso es cosa de esa odiosa Sofía. - ¿Qué quieres decir, Belinda? - preguntó el señor Pocket. - Sofía te lo ha dicho - contestó la señora Pocket -. ¿Acaso no la he visto con mis propios ojos y no la he oído por mí misma cuando llegó con la pretensión de hablar contigo? -Pero ¿no te acuerdas de que me ha llevado abajo, Belinda? - replicó el señor Pocket -. ¿No sabes que me ha mostrado a esa borracha y también el paquete de mantequilla? - ¿La defiendes, Mateo, después de su conducta? - le preguntó su esposa. El señor Poocket se limitó a emitir un gemido de dolor - ¿Acaso la nieta de mi abuelo no es nadie en esta casa? - exclamó la señora Pocket. - Además, la cocinera ha sido siempre una mujer seria y respetuosa, y en cuanto me conoció dijo con la mayor sinceridad que estaba segura de que yo había nacido para duquesa. Había un sofá al lado del señor Pocket, y éste se dejó caer en él con la actitud de un gladiador moribundo. Y sin abandonarla, cuando creyó llegada la ocasión de que le dejase para irme a la cama, me dijo con voz cavernosa: - Buenas noches, señor Pip. ...
En la línea 1713
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El señor Pocket se manifestó satisfecho de verme y expresó la esperanza de no haberme sido antipático. 89 - Porque en realidad - añadió mientras su hijo sonreía - no soy un personaje alarmante. Era un hombre de juvenil aspecto, a pesar de sus perplejidades y de su cabello gris, y sus maneras parecían nuy naturales. Uso la palabra «naturales» en el sentido de que carecían de afectación; había algo cómico en su aspecto de aturdimiento, y habría resultado evidentemente ridículo si él no se hubiese dado cuenta de tal cosa. Cuando hubo hablado conmigo un poco, dijo a su esposa, contrayendo con ansiedad las cejas, que eran negras y muy pobladas: - Supongo, Belinda, que ya has saludado al señor Pip. Ella levantó los ojos de su libro y contestó: - Sí. Luego me sonrió distraídamente y me preguntó si me gustaba el sabor del agua de azahar. Como aquella pregunta no tenía relación cercana o remota con nada de lo que se había dicho, creí que me la habria dirigido sin darse cuenta de lo que decía. A las pocas horas observé, y lo mencionaré en seguida, que la señora Pocket era hija única de un hidalgo ya fallecido, que llegó a serlo de un modo accidental, del cual ella pensaba que habría sido nombrado baronet de no oponerse alguien tenazmente por motivos absolutamente personales, los cuales han desaparecido de mi memoria, si es que alguna vez estuvieron en ella - tal vez el soberano, el primer ministro, el lord canciller, el arzobispo de Canterbury o algún otro, - y, en virtud de esa supuesta oposición, se creyó igual a todos los nobles de la tierra. Creo que se armó caballero a sí mismo por haber maltratado la gramática inglesa con la punta de la pluma en una desesperada solicitud, caligrafiada en una hoja de pergamino, con ocasión de ponerse la primera piedra de algún monumento y por haber entregado a algún personaje real la paleta o el mortero. Pero, sea lo que fuere, había ordenado que la señora Pocket fuese criada desde la cuna como quien, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, debía casarse con un título y a quien había que guardar de que adquiriese conocimientos plebeyos o domésticos. Tan magnífica guardia se estableció en torno a la señorita, gracias a su juicioso padre, que creció adquiriendo cualidades altamente ornamentales pero, al mismo tiempo, por completo inútiles. Con un carácter tan felizmente formado, al florecer su primera juventud encontró al señor Pocket, el cual también estaba en la flor de la suya y en la indecisión entre alcanzar el puesto de lord canciller en la Cámara de los Lores, o tocarse con una mitra. Como el hacer una u otra cosa era sencillamente una cuestión de tiempo y tanto él como la señora Pocket habían agarrado al tiempo por los cabellos (cuando, a juzgar por su longitud, habría sido oportuno cortárselos), se casaron sin el consentimiento del juicioso padre de ella. Este buen señor, que no tenía nada más que retener o que otorgar que su propia bendición, les entregó cariñosamente esta dote después de corta lucha, e informó al señor Pocket de que su hija era «un tesoro para un príncipe». El señor Pocket empleó aquel tesoro del modo habitual desde que el mundo es mundo, y se supone que no le proporcionó intereses muy crecidos. A pesar de eso, la señora Pocket era, en general, objeto de respetuosa compasión por el hecho de que no se hubiese casado con un título, en tanto que a su marido se le dirigían indulgentes reproches por el hecho de no haber obtenido ninguno. El señor Pocket me llevó al interior de la casa y me mostró la habitación que me estaba destinada, la cual era agradable y estaba amueblada de tal manera que podría usarla cómodamente como saloncito particular. Luego llamó a las puertas de dos habitaciones similares y me presentó a sus ocupantes, llamados Drummle y Startop. El primero, que era un joven de aspecto avejentado y perteneciente a un pesado estilo arquitectónico, estaba silbando. Startop, que en apariencia contaba menos años, estaba ocupado en leer y en sostenerse la cabeza, como si temiera hallarse en peligro de que le estallara por haber recibido excesiva carga de conocimientos. Tanto el señor como la señora Pocket tenían tan evidente aspecto de hallarse en las manos de otra persona, que llegué a preguntarme quién estaría en posesión de la casa y les permitiría vivir en ella, hasta que pude descubrir que tal poder desconocido pertenecía a los criados. El sistema parecía bastante agradable, tal vez en vista de que evitaba preocupaciones; pero parecía deber ser caro, porque los criados consideraban como una obligación para consigo mismos comer y beber bien y recibir a sus amigos en la parte baja de la casa. Servían generosamente la mesa de los señores Pocket, pero, sin embargo, siempre me pareció que habría sido preferible alojarse en la cocina, en el supuesto de que el huésped que tal hiciera fuese capaz de defenderse a sí mismo, porque antes de que hubiese pasado allí una semana, una señora de la vecindad, con quien la familia sostenía relaciones de amistad, escribió que había visto a Millers abofeteando al pequeño. Eso dio un gran disgusto a la señora Pocket, quien, entre lágrimas, dijo que le parecía extraordinario que los vecinos no pudieran contentarse con cuidar de sus asuntos propios. Gradualmente averigüé, y en gran parte por boca de Herbert, que el señor Pocket se había educado en Harrow y en Cambridge, en donde logró distinguirse; pero que cuando hubo logrado la felicidad de casarse 90 con la señora Pocket, en edad muy temprana todavía, había abandonado sus esperanzas para emplearse como profesor particular. Después de haber sacado punta a muchos cerebros obtusos-y es muy curioso observar la coincidencia de que cuando los padres de los alumnos tenían influencia, siempre prometían al profesor ayudarle a conquistar un alto puesto, pero en cuanto había terminado la enseñanza de sus hijos, con rara unanimidad se olvidaban de su promesa -, se cansó de trabajo tan mal pagado y se dirigió a Londres. Allí, después de tener que abandonar esperanzas más elevadas, dio cursos a varias personas a quienes faltó la oportunidad de instruirse antes o que no habían estudiado a su tiempo, y afiló de nuevo a otros muchos para ocasiones especiales, y luego dedicó su atención al trabajo de hacer recopilaciones y correcciones literarias, y gracias a lo que así obtenía, añadidos a algunos modestos recursos que poseía, continuaba manteniendo la casa que pude ver. El señor y la señora Pocket tenía una vecina parecida a un sapo; una señora viuda, de un carácter tan altamente simpático que estaba de acuerdo con todo el mundo, bendecía a todo el mundo y dirigía sonrisas o derramaba lágrimas acerca de todo el mundo, según fueran las circunstancias. Se llamaba señora Coiler, y yo tuve el honor de llevarla del brazo hasta el comedor el día de mi instalación. En la escalera me dio a entender que para la señora Pocket había sido un rudo golpe el hecho de que el pobre señor Pocket se viera reducido a la necesidad de tomar alumnos en su casa. Eso, desde luego, no se refería a mí, según dijo con acento tierno y lleno de confianza (hacía menos de cinco minutos que me la habían presentado) , pues si todos hubiesen sido como yo, la cosa habría cambiado por completo. - Pero la querida señora Pocket - dijo la señora Coiler -, después de su primer desencanto (no porque ese simpatico señor Pocket mereciera el menor reproche acerca del particular), necesita tanto lujo y tanta elegancia… - Sí, señora - me apresuré a contestar, interrumpiéndola, pues temía que se echara a llorar. - Y tiene unos sentimientos tan aristocráticos… - Sí, señora - le dije de nuevo y con la misma intención. - … Y es muy duro - acabó de decir la señora Coiler - que el señor Pocket se vea obligado a ocupar su tiempo y su atención en otros menesteres, en vez de dedicarlos a su esposa. No pude dejar de pensar que habría sido mucho más duro que el tiempo y la atención del carnicero no se hubieran podido dedicar a la señora Pocket; pero no dije nada, pues, en realidad, tenía bastante que hacer observando disimuladamente las maneras de mis compañeros de mesa. Llegó a mi conocimiento, por las palabras que se cruzaron entre la señora Pocket y Drummle, en tanto que prestaba la mayor atención a mi cuchillo y tenedor, a la cuchara, a los vasos y a otros instrumentos suicidas, que Drummle, cuyo nombre de pila era Bentley, era entonces el heredero segundo de un título de baronet. Además, resultó que el libro que viera en mano de la señora Pocket, en el jardín, trataba de títulos de nobleza, y que ella conocía la fecha exacta en que su abuelito habría llegado a ser citado en tal libro, en el caso de haber estado en situación de merecerlo. Drummle hablaba muy poco, pero, en sus taciturnas costumbres (pues me pareció ser un individuo malhumorado), parecía hacerlo como si fuese uno de los elegidos, y reconocía en la señora Pocket su carácter de mujer y de hermana. Nadie, a excepción de ellos mismos y de la señora Coiler, parecida a un sapo, mostraba el menor interés en aquella conversación, y hasta me pareció que era molesta para Herbert; pero prometía durar mucho cuando llegó el criado, para dar cuenta de una desgracia doméstica. En efecto, parecía que la cocinera había perdido la carne de buey. Con el mayor asombro por mi parte, vi entonces que el señor Pocket, sin duda con objeto de desahogarse, hacía una cosa que me pareció extraordinaria, pero que no causó impresión alguna en nadie más y a la que me acostumbré rápidamente, como todos. Dejó a un lado el tenedor y el cuchillo de trinchar, pues estaba ocupado en ello en aquel momento; se llevó las manos al desordenado cabello, y pareció hacer extraordinarios esfuerzos para levantarse a sí mismo de aquella manera. Cuando lo hubo intentado, y en vista de que no lo conseguía, reanudó tranquilamente la ocupación a que antes estuviera dedicado. La señora Coiler cambió entonces de conversación y empezó a lisonjearme. Eso me gustó por unos momentos, pero cargó tanto la mano en mis alabanzas que muy pronto dejó de agradarme. Su modo serpentino de acercarse a mí, mientras fingía estar muy interesada por los amigos y los lugares que había dejado, tenía todo lo desagradable de los ofidios; y cuando, como por casualidad, se dirigió a Startop (que le dirigía muy pocas palabras) o a Drummle (que aún le decía menos), yo casi les envidié el sitio que ocupaban al otro lado de la mesa. Después de comer hicieron entrar a los niños, y la señora Coiler empezó a comentar, admirada, la belleza de sus ojos, de sus narices o de sus piernas, sistema excelente para mejorarlos mentalmente. Eran cuatro 91 niñas y dos niños de corta edad, además del pequeño, que podría haber pertenecido a cualquier sexo, y el que estaba a punto de sucederle, que aún no formaba parte de ninguno. Los hicieron entrar Flopson y Millers, como si hubiesen sido dos oficiales comisionados para alistar niños y se hubiesen apoderado de aquéllos; en tanto que la señora Pocket miraba a aquellos niños, que debían de haber sido nobles, como si pensara en que ya había tenido el placer de pasarles revista antes, aunque no supiera exactamente qué podría hacer con ellos. -Mire - dijo Flopson -, déme el tenedor, señora, y tome al pequeño. No lo coja así, porque le pondrá la cabeza debajo de la mesa. Así aconsejada, la señora Pocket cogió al pequeño de otra manera y logró ponerle la cabeza encima de la mesa; lo cual fue anunciado a todos por medio de un fuerte coscorrón. - ¡Dios mío! ¡Devuélvamelo, señora! - dijo Flopson -. Señorita Juana, venga a mecer al pequeño. Una de las niñas, una cosa insignificante que parecía haber tomado a su cargo algo que correspondía a los demás, abandonó su sitio, cerca de mí, y empezó a mecer al pequeño hasta que cesó de llorar y se echó a reír. Luego todos los niños empezaron a reír, y el señor Pocket (quien, mientras tanto, había tratado dos veces de levantarse a sí mismo cogiéndose del pelo) también se rió, en lo que le imitamos los demás, muy contentos. Flopson, doblando con fuerza las articulaciones del pequeño como si fuese una muñeca holandesa, lo dejó sano y salvo en el regazo de la señora Pocket y le dio el cascanueces para jugar, advirtiendo, al mismo tiempo, a la señora Pocket que no convenía el contacto de los extremos de tal instrumento con los ojos del niño, y encargando, además, a la señorita Juana que lo vigilase. Entonces las dos amas salieron del comedor y en la escalera tuvieron un altercado con el disoluto criado que sirvió la comida y que, evidentemente, había perdido la mitad de sus botones en la mesa de juego. Me quedé molesto al ver que la señora Pocket empeñaba una discusión con Drummle acerca de dos baronías, mientras se comía una naranja cortada a rajas y bañada de azúcar y vino, y olvidando, mientras tanto, al pequeño que tenía en el regazo, el cual hacía las cosas más extraordinarias con el cascanueces. Por fin, la señorita Juana, advirtiendo que peligraba la pequeña cabeza, dejó su sitio sin hacer ruido y, valiéndose de pequeños engaños, le quitó la peligrosa arma. La señora Pocket terminaba en aquel momento de comerse la naranja y, pareciéndole mal aquello, dijo a Juana: - ¡Tonta! ¿Por qué vienes a quitarle el cascanueces? ¡Ve a sentarte inmediatamente! - Mamá querida - ceceó la niñita -, el pequeño podía haberse sacado los ojos. - ¿Cómo te atreves a decirme eso? - replicó la señora Pocket-. ¡Ve a sentarte inmediatamente en tu sitio! - Belinda - le dijo su esposo desde el otro extremo de la mesa -. ¿Cómo eres tan poco razonable? Juana ha intervenido tan sólo para proteger al pequeño. - No quiero que se meta nadie en estas cosas - dijo la señora Pocket-. Me sorprende mucho, Mateo, que me expongas a recibir la afrenta de que alguien se inmiscuya en esto. - ¡Dios mío! - exclamó el señor Pocket, en un estallido de terrible desesperación -. ¿Acaso los niños han de matarse con los cascanueces, sin que nadie pueda salvarlos de la muerte? - No quiero que Juana se meta en esto - dijo la señora Pocket, dirigiendo una majestuosa mirada a aquella inocente y pequeña defensora de su hermanito -. Me parece, Juana, que conozco perfectamente la posición de mi pobre abuelito. El señor Pocket se llevó otra vez las manos al cabello, y aquella vez consiguió, realmente, levantarse algunas pulgadas. - ¡Oídme, dioses! - exclamó, desesperado -. ¡Los pobres pequeñuelos se han de matar con los cascanueces a causa de la posición de los pobres abuelitos de la gente! Luego se dejó caer de nuevo y se quedó silencioso. Mientras tenía lugar esta escena, todos mirábamos muy confusos el mantel. Sucedió una pausa, durante la cual el honrado e indomable pequeño dio una serie de saltos y gritos en dirección a Juana, que me pareció el único individuo de la familia (dejando a un lado a los criados) a quien conocía de un modo indudable. - Señor Drummle - dijo la señora Pocket -, ¿quiere hacer el favor de llamar a Flopson? Juana, desobediente niña, ve a sentarte. Ahora, pequeñín, ven con mamá. El pequeño, que era la misma esencia del honor, contestó con toda su alma. Se dobló al revés sobre el brazo de la señora Pocket, exhibió a los circunstantes sus zapatitos de ganchillo y sus muslos llenos de hoyuelos, en vez de mostrarles su rostro, y tuvieron que llevárselo en plena rebelión. Y por fin alcanzó su objeto, porque pocos minutos más tarde lo vi a través de la ventana en brazos de Juana. 92 Sucedió que los cinco niños restantes se quedaron ante la mesa, sin duda porque Flopson tenía un quehacer particular y a nadie más le correspondía cuidar de ellos. Entonces fue cuando pude enterarme de sus relaciones con su padre, gracias a la siguiente escena: E1 señor Pocket, cuya perplejidad normal parecía haber aumentado y con el cabello más desordenado que nunca, los miró por espacio de algunos minutos, como si no pudiese comprender la razón de que todos comiesen y se alojasen en aquel establecimiento y por qué la Naturaleza no los había mandado a otra casa. Luego, con acento propio de misionero, les dirigió algunas preguntas, como, por ejemplo, por qué el pequeño Joe tenía aquel agujero en su babero, a lo que el niño contestó que Flopson iba a remendárselo en cuanto tuviese tiempo; por qué la pequeña Fanny tenía aquel panadizo, y la niña contestó que Millers le pondría un emplasto si no se olvidaba. Luego se derritió en cariño paternal y les dio un chelín a cada uno, diciéndoles que se fuesen a jugar; y en cuanto se hubieron alejado, después de hacer un gran esfuerzo para levantarse agarrándose por el cabello, abandonó el inútil intento. Por la tarde había concurso de remo en el río. Como tanto Drummle como Startop tenían un bote cada uno, resolví tripular uno yo solo y vencerlos. Yo sobresalía en muchos ejercicios propios de los aldeanos, pero como estaba convencido de que carecía de elegancia y de estilo para remar en el Támesis -eso sin hablar de otras aguas, - resolví tomar lecciones del ganador de una regata que pasaba remando ante nuestro embarcadero y a quien me presentaron mis nuevos amigos. Esta autoridad práctica me dejó muy confuso diciéndome que tenía el brazo propio de un herrero. Si hubiese sabido cuán a punto estuvo de perder el discípulo a causa de aquel cumplido, no hay duda de que no me lo habría dirigido. Nos esperaba la cena cuando por la noche llegamos a casa, y creo que lo habríamos pasado bien a no ser por un suceso doméstico algo desagradable. El señor Pocket estaba de buen humor, cuando llegó una criada diciéndole: - Si me hace usted el favor, señor, quisiera hablar con usted. - ¿Hablar con su amo? - exclamó la señora Pocket, cuya dignidad se despertó de nuevo -. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa? Vaya usted y hable con Flopson. O hable conmigo… otro rato cualquiera. - Con perdón de usted, señora - replicó la criada -, necesito hablar cuanto antes y al señor. Por consiguiente, el señor Pocket salió de la estancia y nosotros procuramos entretenernos lo mejor que nos fue posible hasta que regresó. - ¡Ocurre algo muy gracioso, Belinda! - dijo el señor Pocket, con cara que demostraba su disgusto y su desesperación -. La cocinera está tendida en el suelo de la cocina, borracha perdida, con un gran paquete de mantequilla fresca que ha cogido de la despensa para venderla como grasa. La señora Pocket demostró inmediatamente una amable emoción y dijo: - Eso es cosa de esa odiosa Sofía. - ¿Qué quieres decir, Belinda? - preguntó el señor Pocket. - Sofía te lo ha dicho - contestó la señora Pocket -. ¿Acaso no la he visto con mis propios ojos y no la he oído por mí misma cuando llegó con la pretensión de hablar contigo? -Pero ¿no te acuerdas de que me ha llevado abajo, Belinda? - replicó el señor Pocket -. ¿No sabes que me ha mostrado a esa borracha y también el paquete de mantequilla? - ¿La defiendes, Mateo, después de su conducta? - le preguntó su esposa. El señor Poocket se limitó a emitir un gemido de dolor - ¿Acaso la nieta de mi abuelo no es nadie en esta casa? - exclamó la señora Pocket. - Además, la cocinera ha sido siempre una mujer seria y respetuosa, y en cuanto me conoció dijo con la mayor sinceridad que estaba segura de que yo había nacido para duquesa. Había un sofá al lado del señor Pocket, y éste se dejó caer en él con la actitud de un gladiador moribundo. Y sin abandonarla, cuando creyó llegada la ocasión de que le dejase para irme a la cama, me dijo con voz cavernosa: - Buenas noches, señor Pip. ...
En la línea 770
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Fantina se ofreció como criada en la localidad, y fue de casa en casa. Nadie la admitió. Tampoco pudo dejar el pueblo, a causa de sus deudas. ...

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