La palabra Campo ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Niebla de Miguel De Unamuno
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
La llamada de la selva de Jack London
Amnesia de Amado Nervo
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece campo.
Estadisticas de la palabra campo
La palabra campo es una de las palabras más comunes del idioma Español, estando en la posición 384 según la RAE.
Campo es una palabra muy común y se encuentra en el Top 500 con una frecuencia media de 202.47 veces en cada obra en castellano
El puesto de esta palabra se basa en la frecuencia de aparición de la campo en 150 obras del castellano contandose 30775 apariciones en total.
Más información sobre la palabra Campo en internet
Campo en la RAE.
Campo en Word Reference.
Campo en la wikipedia.
Sinonimos de Campo.

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece campo
La palabra campo puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 224
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Allí se arrodilló, se echó sobre el vientre, para espiar por entre las cañas, como un beduíno al acecho, y, pasados algunos minutos, volvió a correr, perdiéndose en aquel dédalo de sendas, cada una de las cuales conducía a una barraca, a un campo donde se encorvaban los hombres haciendo brillar en el aire su azadón como un relámpago de acero. ...
En la línea 226
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero a lo lejos sonaban voces y llamamientos: la noticia se transmitía a grito pelado de un campo a otro campo, y un estremecimiento de alarma, de extrañeza, de indignación, corría por toda la vega, como si no hubiesen transcurrido los siglos y circulara el aviso de que en la playa acababa de aparecer una galera argelina buscando cargamento de carne blanca. ...
En la línea 226
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero a lo lejos sonaban voces y llamamientos: la noticia se transmitía a grito pelado de un campo a otro campo, y un estremecimiento de alarma, de extrañeza, de indignación, corría por toda la vega, como si no hubiesen transcurrido los siglos y circulara el aviso de que en la playa acababa de aparecer una galera argelina buscando cargamento de carne blanca. ...
En la línea 406
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Ya no sabía con qué objeto había llegado hasta allí, tan lejos de la parte de la huerta donde vivían los suyos, y acabó por dejarse caer en un campo de cáñamo, a orillas del camino. ...
En la línea 14
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Al llegar a Jerez, después de permanecer algunos días en Madrid entre los periodistas y los antiguos compañeros de vida política, que le habían conseguido el indulto sin hacer caso de su resistencia a aceptarlo, Salvatierra se dirigió en busca de los amigos que aún le restaban fieles. Había pasado el domingo en una pequeña viña que tenía cerca de Jerez un corredor de vinos, antiguo compañero de armas del período de la Revolución. Todos los admiradores habían acudido al enterarse del regreso de don Fernando. Llegaban viejos arrumbadores de las bodegas, que de muchachos habían marchado a las órdenes de Salvatierra por las asperezas de la inmediata serranía, disparando su escopeta por la República Federal: jóvenes braceros del campo que adoraban al don Fermín de la segunda época, hablando del reparto de las tierras y de los absurdos irritantes de la propiedad. ...
En la línea 71
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pregúntale a tu padre, que aunque menos viejo que yo, también ha conocido los tiempos de oro. El dinero circulaba en Jerez lo mismo que el aire. Había cosecheros que usaban calañés y vivían en un casucho de las afueras como pobres, alumbrándose con un velón; pero al pagar una cuenta tiraban de un saco que tenían debajo de la mesilla de pino como si fuese un saco de patatas, y ¡eche usté onzas! Los trabajadores de las viñas cobraban de treinta a cuarenta reales de jornal, y se permitían la fantasía de ir al tajo en calesín y con zapatos de charol. Nada de periódicos, ni de soflamas, ni de mítines. Allí donde se reunía la gente sonaba la guitarra, soltándose cada seguidilla y cada martinete que a Dios le temblaban la carne de gusto... Si entonces hubiese aparecido Fernando Salvatierra, el amigote de tu padre, con todas esas cosas de pobres y ricos, de repartos de tierras y rivoluciones, le habrían ofrecido una caña y le hubieran dicho: «Siéntese su mercé en el corro, camará; beba, cante, eche un baile con las mocitas si en ello tiene gusto y no se haga mala sangre pensando en nuestra vida, que no es de las peores»... Pero los ingleses apenas nos beben: el dinero entra con menos frecuencia en Jerez, y se oculta de tal modo el condenado, que nadie lo ve. Los trabajadores de las viñas ganan diez reales y tienen cara de vinagre. Por si han de podar con cuchilla o con tijeras, se matan entre ellos; hay _Mano Negra_ y en la plaza de la cárcel se da garrote a los hombres, lo que no se había visto en Jerez en muchísimos años. El jornalero pincha como un erizo apenas se le habla, y el amo es peor que antes. Ya no se ve a los señores alternando con los pobres en las vendimias, bailando con las muchachas y requebrándolas como un gañán joven. La guardia civil corre el campo como en los tiempos que salían bandidos a las carreteras... ¿Y todo por qué, señor? Por lo que yo digo: porque los ingleses se han aficionado al maldito _whischy_ y no hacen caso del buen _palo cortado_, ni de la _palma_, ni de ninguna otra de las exelencias de esta bendita tierra... Lo que yo digo: dinero, venga dinero: que vuelvan aquí, como en otros tiempos, las libras, las guineas y los chelines ¡y se acabaron las huelgas, y los sermones de Salvatierra y sus partidarios, y los malos gestos de los civiles, y todas las miserias y vergüenzas que ahora vemos!... ...
En la línea 147
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Montenegro vio venir hacia él un airoso jinete en traje de campo. Era un mocetón moreno, vestido como los contrabandistas o los bandidos caballerescos que sólo existen ya en los relatos populares. Al trotar su caballo, movíanse las alas de su chaqueta corta de cordoncillo de Grazalema, con coderas de paño negro ribeteadas de seda y bolsillos de media luna forrados de rojo. El sombrero, de alas grandes y rectas, estaba sostenido por un barbuquejo. Calzaba botines de cuero amarillo con grandes espuelas y las piernas las resguardaba del frío con unos zajones de piel, amplio delantal sujeto con correas. Delante de la silla iba plegada la manta oscura de grueso borlaje; en la grupa las alforjas, y a un lado la escopeta con el doble cañón asomando por debajo de la panza del animal. Cabalgaba elegantemente, con una gallardía árabe, como si hubiese nacido sobre los lomos del corcel y éste y su jinete formasen un solo cuerpo. ...
En la línea 211
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El señor Fermín, para que no le viesen llegar con las manos vacías los parientes pobres que cuidaban de sus pequeñuelos, se dedicó al contrabando. Su compadre Paco el de Algar, que había ido con él en las partidas, conocía el oficio. Entre los dos existía el parentesco de la pila bautismal, el compadrazgo, más sagrado entre la gente del campo que la comunidad de sangre. Fermín era el padrino de Rafaelillo, único hijo del señor Paco, al cual también se le había muerto la mujer durante la época de persecuciones y presidio. ...
En la línea 834
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... D'Artagnan lanzó entonces una mirada inquieta y rápida sobre el campo de batalla. ...
En la línea 1640
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Diez minutos habían bastado a su derrota, y D'Artagnan se había hecho dueño del campo de batalla. ...
En la línea 3453
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¿Dónde encontraré al gobernador?-En su casa de campo. ...
En la línea 3456
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Y seguido de su lacayo, tomó el cam¡no de la casa de campo del gobernador. ...
En la línea 185
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... No será hoy menos irritante para buen número de personas el antipapismo de Borrow; pero es improbable que los españoles descontentos, los no conformistas, rompan a gritar: _¡Al campo, al campo, Don Jorge, a propagar el Evangelio de Inglaterra!_ En el fondo, la preocupación de Borrow es de la misma índole que la de los «idólatras», sus enemigos. ...
En la línea 185
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... No será hoy menos irritante para buen número de personas el antipapismo de Borrow; pero es improbable que los españoles descontentos, los no conformistas, rompan a gritar: _¡Al campo, al campo, Don Jorge, a propagar el Evangelio de Inglaterra!_ En el fondo, la preocupación de Borrow es de la misma índole que la de los «idólatras», sus enemigos. ...
En la línea 202
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Tuvo además Borrow una espléndida visión del campo, y lo sintió e interpretó de un modo enteramente moderno. ...
En la línea 280
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Casi lo mismo puede decirse de sus partidarios españoles, al menos de los que se lanzaron al campo por su causa. ...
En la línea 96
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. ...
En la línea 128
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. ...
En la línea 129
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y, puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. ...
En la línea 132
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo y diciendo: -¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salidad tan de mañana, desta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel». ...
En la línea 87
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Durante el resto de mi estancia en Río, viví en una caseta de campo situada en la Bahía de Botafogo. Imposible soñar nada más delicioso que esa residencia de algunas semanas en un país tan admirable. En Inglaterra, todo el que gusta de la Historia Natural tiene una gran ventaja en el sentido de que siempre descubre alguna cosa que le llama la atención; pero en estos climas fértiles que rebosan, digámoslo así, en seres animados, los descubrimientos nuevos que hace a cada instante son tan numerosos que apenas puede avanzar. ...
En la línea 139
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Pasamos la primera noche en una casita de campo aislada. Noto allí bien pronto que poseo dos o tres objetos (y sobre todo una brújula de bolsillo) que producen el más extraordinario asombro. En todas las casas me piden que enseñe la brújula e indique en un mapa la dirección de diferentes ciudades. Produce la más intensa admiración el que yo, un extranjero, pueda indicar el camino (porque camino y dirección son dos voces sinónimas en este país llano), para dirigirse a tal o cual punto donde jamás estuve. En una casa, una mujer joven y enferma en cama, hace que me rueguen ir a enseñarla la famosa brújula. Si grande es su sorpresa, aún es mayor la mía al ver tanta ignorancia entre gentes dueñas de miles de cabezas de ganado y de estancias de grandísima extensión. Sólo puede explicarse esta ignorancia por la escasez de visitas de forasteros en este remoto rincón. Me preguntan si es la tierra o el sol quien se mueve, si en el norte hace más calor o más frío, dónde está España y otra multitud de cosas por el estilo. Casi todos los habitantes tienen una vaga idea de que Inglaterra, Londres y América del Norte son tres nombres diferentes de un mismo lugar; los más instruidos saben que Londres y la América del Norte son países separados, aunque muy cerca uno de otro, y que Inglaterra ¡es una gran ciudad que está en Londres! Llevaba conmigo algunas cerillas químicas, y las encendía con los dientes. No tenía límites el asombro, a la vista de un hombre que producía fuego con los dientes; así es que acostumbraba a reunirse toda la familia para presenciar ese espectáculo. Un día me ofrecieron un peso por una sola cerilla. En el pueblecillo de Las Minas me vieron jabonarme, lo cual dio margen a comentarios sin cuento; uno de los principales negociantes me interrogó con cuidado acerca de esta práctica tan singular; preguntóme también por qué a bordo llevábamos barba, pues había oído decir a nuestro guía que entonces gastábamos barba. ...
En la línea 181
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Me he fijado mucho en un pájaro burlón (Mimus orpheus), llamado calandria por los habitantes; este ave deja oír un canto superior al de todas las demás aves del país, y también es casi la única de la América del Sur a quien he visto encaramarse para cantar. Puede compararse este canto al de la silvia o curruca, sólo que es más potente; algunas notas duras y muy altas se mezclan con un gorjeo muy agradable. No se le oye en primavera; durante las otras estaciones dista mucho de ser armonioso su penetrante grito. Cerca de Maldonado estas aves son muy atrevidas y muy poco ariscas; visitan en gran número- las casas de campo para arrancar pedazos a la carne colgada en las paredes o en postes; si otra ave, sea cual fuere, se aproxima a ellas para tomar parte en el festín, las calandrias la expulsan enseguida. Otra especie, próxima aliada de ésta (Mimus patagónica, de D'Orbigny), que habita en las inmensas llanuras desiertas de la Patagonia, es mucho más salvaje, y tiene un tono de voz un poco diferente. Paréceme curioso mencionar (lo cual prueba la importancia de las más ligeras diferencias entre las costumbres) que, habiendo visto esta segunda especie, y no juzgándola sino desde este punto de vista, creí que era diferente de la especie habitante en las cercanías de Maldonado. Habiendo adquirido luego un ejemplar, y comparado ambas especies sin gran esmero, pareciéronme tan absolutamente semejantes que cambié de opinión. Pues bien, Mr. Gould sostiene que son dos especies distintas, conclusión que concuerda con la leve diferencia de hábitos que Mr. Gould no conocía, sin embargo. ...
En la línea 182
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... No citaré más que otras dos aves muy comunes y muy nobles por sus costumbres. Puede considerarse al Saurophagus sulphuratus como el tipo de la gran tribu americana de los papamoscas. Por su conformación se asemeja mucho al verdadero alcotán, pero por sus costumbres puede comparársele a muchas aves. Le he observado con frecuencia estando yo de caza en el campo, cerniéndose ya encima de un sitio, ya sobre otro sitio. Cuando está suspenso así en el aire, a cierta distancia se le puede tomar fácilmente por uno de los miembros de la familia de las aves de rapiña; pero se deja caer con mucha menos fuerza y rapidez que el halcón. Otras veces, el saurófago frecuenta las cercanías del agua; Permanece allí quieto como un martínpescador, y pesca los pececillos que cometen la imprudencia de acercarse demasiado a la orilla. A menudo se guardan estas aves enjauladas o en los corrales de las granjas; en este caso, se les cortan las alas. Se domestican muy pronto, y es muy divertido observar sus maneras cómicas, las cuales se parecen mucho a las de la urraca común, según me han dicho. Cuando vuelan, avanzan por medio de una serie de ondulaciones, porque el peso de su cabeza y de su pico es demasiado grande, si con el de su cuerpo se compara. Por la noche, el saurófago se encarama sobre un matorral, casi siempre al borde del camino; y repite continuamente, sin modificarlo nunca, un grito agudo y bastante agradable, que se parece un poco a palabras articuladas. Los españoles creen reconocer éstas: «bien te veo», y por eso le han dado este nombre. ...
En la línea 68
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Los que leyeron La Regenta cuando se publicó, léanla de nuevo ahora; los que la desconocen, hagan con ella conocimiento, y unos y otros verán que nunca ha tenido este libro atmósfera de oportunidad como la que al presente le da nuestro estado social, repetición de las luchas de antaño, traídas del campo de las creencias vigorosas al de las conciencias desmayadas y de las intenciones escondidas. ...
En la línea 292
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Y mientras no sólo a los conventos, y a los palacios, sino también a los árboles se les dejaba campo abierto para alargarse y ensancharse como querían, los míseros plebeyos que a fuerza de pobres no habían podido huir los codazos del egoísmo noble o regular, vivían hacinados en casas de tierra que el municipio obligaba a tapar con una capa de cal; y era de ver cómo aquellas casuchas, apiñadas, se enchufaban, y saltaban unas sobre otras, y se metían los tejados por los ojos, o sean las ventanas. ...
En la línea 1350
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Aconsejaron los médicos aires del campo y del mar para la niña y el aya escribió a don Carlos que un su amigo, Iriarte, el que le había recomendado a doña Camila, vendía en una provincia del Norte, limítrofe de Vetusta, una casa de campo en un pueblecillo pintoresco, puerto de mar y saludable a todos los vientos. ...
En la línea 1350
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Aconsejaron los médicos aires del campo y del mar para la niña y el aya escribió a don Carlos que un su amigo, Iriarte, el que le había recomendado a doña Camila, vendía en una provincia del Norte, limítrofe de Vetusta, una casa de campo en un pueblecillo pintoresco, puerto de mar y saludable a todos los vientos. ...
En la línea 315
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Una epidemia se había desarrollado sobre el enorme campo de batalla por la 'corrupción de los montones de cadáveres. El heroico Hunyades murió de ella cuando sólo habían transcurrido algunas semanas desde su triunfo y poco después perecía igualmente su compañero de armas San Juan de Capistrano. ...
En la línea 655
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La desaparición de Pedro Riario dejó campo libre a las ambiciones de su primo Juliano de la Rovere. Además, éste pudo robustecer su influencia entre los cardenales aseglarados sin obstáculo alguno, por hallarse Rodrigo de Borja fuera de Roma. ...
En la línea 995
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Acompañó el cardenal de Valencia al rey hasta su casa, retirándose luego a la que le habían destinado Una guardia de honor velaba en torno a 'su persona como representante del Pontífice, aunque en realidad su misión era la de vigilarle. Al cerrar la noche, César huyó de su alojamiento por una puerta trasera, vestido de caballerizo. Atravesó las calles a pie, sin darse prisa, para no llamar la atención; salió al campo, y en la Vía Apia, lejos de las últimas casas de la ciudad, un hombre surgió de un grupo de árboles para ir a su encuentro, llevando de la rienda un caballo magnífico. Era un hidalgo de Velletri que César Borgia había conocido durante su permanencia en Marino el año anterior, cumpliendo una misión del Papa. Admirable jinete, saltó el cardenal sobre el fogoso corcel y a todo galope volvió a la ciudad Eterna, entrando en ella antes que apuntase el día, ...
En la línea 1020
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Aunque consiguió ponerse en salvo, tuvo que dejar en manos del enemigo todos los bagajes de su ejército, así como el botín robado en Nápoles. Hasta los objetos personales del monarca quedaron abandonados en el campo de batalla, especialmente una colección de pinturas representando a todas las beldades conocidas por Carlos VIII en Italia. ...
En la línea 205
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Numerosos enanos, que por sus trajes parecían hombres de campo y en realidad eran mujeres, silbaron y agitaron sus cayados para ordenar y agrupar a estos animales. ...
En la línea 486
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... 'Mañana, maniobras', ordena el jefe. Y al día siguiente salen al campo las tropas a disparar flechas y tirar lanzazos al aire; marchan larguísimas jornadas, duermen a la intemperie sobre el duro suelo, pasan ríos a nado, comen mal, y al fin, toda esta hermosa juventud vuelve abrumada de cansancio, pero sana de pensamiento y curada por algunos meses de su inquieta y misteriosa enfermedad. Nosotros, gentleman, sostenemos un ejército por exigencias de la moral: para que no se perturben las abstinencias virtuosas que debe guardar la juventud. ...
En la línea 637
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Pero el mundo se aburre de un modo mortal. No ocurre nada, nadie sueña, nadie aspira a cosas imposibles, nadie comete imprudencias. La vida se extiende ante los ojos como un inmenso campo de plantas alimenticias, en el que no hay una flor que resulte inútil ni un pájaro que deje de ser comestible. ...
En la línea 801
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El recreo más inmediato será mañana. Usted necesita el aire del campo, dar un paseo digno de sus piernas, y el gobierno me ha autorizado para que le lleve al parque secular, donde nuestros antiguos emperadores se dedicaban a la caza durante sus veraneos. Tres días de viaje echaban aquellos déspotas en sus pesadas carretas para llegar a dicha selva, poblada de toda clase de animales feroces. Ahora, con nuestros vehículos automóviles, vamos en tres horas, y usted, gentleman, tal vez haga el camino en menos tiempo. ...
En la línea 177
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El tiempo se pasa sin sentir para los que están en éxtasis y para los enamorados. Ni Jacinta ni su esposo apreciaban bien el curso de las fugaces horas. Ella, principalmente, tenía que pensar un poco para averiguar si tal día era el tercero o el cuarto de tan feliz existencia. Pero aunque no sepa apreciar bien la sucesión de los días, el amor aspira a dominar en el tiempo como en todo, y cuando se siente victorioso en lo presente, anhela hacerse dueño de lo pasado, indagando los sucesos para ver si le son favorables, ya que no puede destruirlos y hacerlos mentira. Fuerte en la conciencia de su triunfo presente, Jacinta empezó a sentir el desconsuelo de no someter también el pasado de su marido, haciéndose dueña de cuanto este había sentido y pensado antes de casarse. Como de aquella acción pretérita sólo tenía leves indicios, despertáronse en ella curiosidades que la inquietaban. Con los mutuos cariños crecía la confianza, que empieza por ser inocente y va adquiriendo poco a poco la libertad de indagar y el valor de las revelaciones. Santa Cruz no estaba en el caso de que le mortificara la curiosidad, porque Jacinta era la pureza misma. Ni siquiera había tenido un novio de estos que no hacen más que mirar y poner la cara afligida. Ella sí que tenía campo vastísimo en que ejercer su espíritu crítico. Manos a la obra. No debe haber secretos entre los esposos. Esta es la primera ley que promulga la curiosidad antes de ponerse a oficiar de inquisidora. ...
En la línea 264
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —El pueblo no conoce la dignidad. Sólo le mueven sus pasiones o el interés. Como Villalonga y yo teníamos dinero largo para juergas y cañas, unos y otros tomaron el gusto a nuestros bolsillos, y pronto llegó un día en que allí no se hacía más que beber, palmotear, tocar la guitarra, venga de ahí, comer magras. Era una orgía continua. En la tienda no se vendía; en ninguna de las dos casas se trabajaba. El día que no había comida de campo había cena en la casa hasta la madrugada. La vecindad estaba escandalizada. La policía rondaba. Villalonga y yo como dos insensatos… ...
En la línea 268
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Y no paraba aquí la observadora. En aquella excursión por el campo instructivo de la industria, su generoso corazón se desbordaba en sentimientos filantrópicos, y su claro juicio sabía mirar cara a cara los problemas sociales. «No puedes figurarte—decía a su marido, al salir de un taller—, cuánta lástima me dan esas infelices muchachas que están aquí ganando un triste jornal, con el cual no sacan ni para vestirse. No tienen educación, son como máquinas, y se vuelven tan tontas… más que tontería debe de ser aburrimiento… se vuelven tan tontas digo, que en cuanto se les presenta un pillo cualquiera se dejan seducir… Y no es maldad; es que llega un momento en que dicen: 'Vale más ser mujer mala que máquina buena'». ...
En la línea 286
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Lo que yo digo—expresó Jacinta riendo—Mucha poesía, mucha cosa bonita y nueva; pero poco que comer. Te lo confieso, marido de mi alma; tengo un hambre de mil demonios. La madrugada y este fresco del campo, me han abierto el apetito de par en par. ...
En la línea 407
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Los hombres nacidos y educados en el puente encontraban la vida de un tedio insoportable en cualquier otro sitio. La historia nos dice de uno de estos hombres que abandonó el puente a los sesenta y un años y se retiró al campo; pero no fue más que para ponerse, nervioso y dar vueltas en la cama; no podía conciliar el sueño, pues la profunda calma rústica era penosa, horrible y opresiva. Cuando por fin se hartó de ella, volvió corriendo a su antigua lar, hecho un espectro,demacrado y huraño, y se dio sosegadamente al descanso y a los sueños agradables bajo la adormecedora música de las agitadas aguas y el estrépito y el bullicio y la algazara del Puente de Londres. ...
En la línea 777
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –Londres es mejor que el campo y más seguro desde hace unos años, porque las leyes son muy duras y se ponen en práctica con todo rigor. Si no me hubiera ocurrido ese accidente, me habría quedado. Había resuelto no volver a aventurarme por la campiña, pero el 'accidente' ha dado al traste con todo. ...
En la línea 863
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Vino la noche, glacial y encapotada, y aún seguía vagando el pobre monarca, con los pies doloridos. Se veía obligado a moverse sin cesar, porque cada vez que se sentaba a descansar un momento el frío le penetraba hasta los huesos. Todas sus sensaciones, mientras andaba en la solemne oscuridad y la solitud sin fin de la noche, eran nuevas y extrañas para él. A trechos oía voces que se aproximaban, pasaban y se desvanecían en el silencio; como no veía, de los cuerpos a quienes pertenecían, más que un bulto informe y móvil, todo aquello tenía algo de espectral y pavoroso que le hacía estremecerse. Divisaba, a veces, el parpadeo de una luz, siempre muy lejana, se diría que casi en otro mundo. Si oía el cencerrillo de una oveja era vago, distante y confuso. Los ahogados mugidos del rebaño llegaban hasta él con el viento de la noche, cadencias que se deseanecían en desolados sanes. De cuando en cuando escuchaba el desgarrado aullido de un perro a través del invisible espacio del campo y del bosque. Todos los sonidos eran remotos y hacían pensar al reyecito que toda vida y toda actividad estaban muy lejanas de su persona, y que se hallaba, abandonado y sin amigos en meio de una soledad inconmensurable. ...
En la línea 1011
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Una vez más, el rey Fu-Fu I anduvo con los vagabundos y los forajidos como blanco de sus groseras burlas y de sus torpes ultrajes, y a veces víctima del despecho de Canty y de Hugo, cuando el jefe volvía la espalda. No le detestaban más que Hugo y Canty. Algunos de los demás le querían, y todos admiraban su valor y su ánimo. Durante dos o tres días, Hugo, a cuyo cargo y custodia se hallaba el rey, hizo tortuosamente cuanto pudo para molestar al niño, y de noche, durante las orgías acostumbradas, divirtió a los reunidos haciéndole pequeñas perrerías, siempre como por casualidad. Dos veces pisó los pies del rey, como sin querer, y el rey, según convenía a su realeza, despectivamente, fingió no darse cuenta de ello; pero a la tercera vez que Hugo se permitió la misma broma, Eduardo lo derribó al suelo de un garrotazo, con inmenso júbilo de la tribu. Hugo, lleno de ira y de vergüenza, dio un salto, tomó a su vez un garrote y se lanzó con furia contra su pequeño adversario. Al momento se formó un ruedo en torno de los gladiadores y comenzaron las apuestas y los vítores. Pero el pobre Hugo estaba de mala suerte. Su torpe e inadecuada esgrima no podía servirle de nada frente a un brazo que había sido educado por los primeros maestros de Europa con las paradas, ataques y toda clase de estocadas y cintarazos. El reyecito, alerta pero con graciosa soltura, desviaba y paraba la espesa lluvia de golpes con tal facilidad y precisión que tenía admirados a los espectadores; y de cuando en cuando, no bien sus expertos ojos descubrían la ocasión, caía un golpe como un relámpago en la cabeza de Hugo, con lo cual la tormenta de aplausos y risas que despertaba era cosa de maravilla. Al cabo de quince minutos, Hugo, apaleado, contuso y blanco de un implacable bombardeo de burlas, abandonó el campo, y el ileso héroe de la lucha fue acogido y subido en hombros de la alegre chusma hasta el lugar de honor, al lado del jefe, donde con gran ceremonia fue coronado Rey de los Gallos de Pelea, declarándose al mismo tiempo solemnemente cancelado y abolido su anterior título de menos monta, y dictándose un decreto de destierro de la cuadrilla contra todo el que en adelante lo insultase. ...
En la línea 1478
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... ¡Así diera la Providencia a España muchos Antolines Sánchez Paparrigópulos! Con ellos, haciéndonos todos dueños de nuestro tradicional peculio, podríamos sacarle pingües rendimientos, Paparrigópulos aspiraba –y aspire, pues aún vive y sigue preparando sus trabajos– a introducir la reja de su arado crítico, aunque sólo sea un centímetro más que los aradores que le habían precedido en su campo, para que la mies crezca, merced a nuevos jugos, más lozana y granen mejor las espigas y la harina sea más rice y comamos los españoles mejor pan espiritual y más barato. ...
En la línea 2215
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El Mediterráneo, el mar azul por excelencia, el «gran mar» de los hebreos, el «mar» de los griegos, el mare nostrum de los romanos; bordeado de naranjos, de áloes, de cactos, de pinos marítimos; embalsamado por el perfume de los mirtos; rodeado de montañas; saturado de un aire puro y transparente, pero incesantemente agitado por los fuegos telúricos, es un verdadero campo de batalla en el que Neptuno y Plutón se disputan todavía el imperio del mundo. En él, en sus aguas y en sus orillas, dijo Michelet, el hombre se revigoriza en uno de los más poderosos climas de la Tierra. Pero apenas me fue dada la oportunidad de observar la belleza de esta cuenca de dos millones de kilómetros cuadrados de superficie. Tampoco pude contar con los conocimientos personales del capitán Nemo, pues el enigmático personaje no apareció ni una sola vez en el salón durante una travesía efectuada a gran velocidad. Estimo en unas seiscientas leguas el camino recorrido por el Nautilus bajo la superficie del Mediterráneo y en un tiempo de cuarenta y ocho horas. Habíamos abandonado los parajes de Grecia en la mañana del 16 de febrero y al salir el sol el 18 ya habíamos atravesado el estrecho de Gibraltar. ...
En la línea 2251
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Todos estos navíos habían naufragado o por colisiones entre ellos o por choques con escollos de granito. Había allí algunos que se habían ido a pique, y que, con su arboladura enhiesta y sus aparejos intactos, parecían estar fondeados en una inmensa rada, esperando el momento de zarpar. Cuando pasaba entre ellos el Nautilus, iluminándolos con su luz eléctrica, parecía que esos navíos fueran a saludarle con su pabellón y darle su número de orden. Pero sólo el silencio y la muerte reinaban en ese campo de catástrofes. ...
En la línea 2282
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Estas y otras muchas ideas me asaltaron a la vez. En la extraña situación en que me hallaba, el campo de conjeturas era infinito. Sentía yo un malestar insoportable. La espera me parecía eterna. Las horas pasaban demasiado lentamente para mi impaciencia. ...
En la línea 2333
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Relaté entonces al canadiense los hechos de la víspera, y lo hice con la secreta esperanza de disuadirle de su idea de abandonar al capitán. Pero mi relato no tuvo otro resultado que el de llevarle a lamentar enérgicamente no haber podido hacer por su cuenta un paseo por el campo de batalla de Vigo. ...
En la línea 1405
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... - No, mi querido amigo - dijo en cuanto hubo recobrado bastante el aliento para poder hablar -. No será así, si puedo evitarlo. Esta ocasión no puede pasar sin esta muestra de afecto por su parte. ¿Me será permitido, como viejo amigo y como persona que le desea toda suerte de dichas… ? Nos estrechamos la mano por centésima vez por lo menos, y luego él ordenó, muy indignado, a un joven carretero que pasaba por mi lado que se apartase de mi camino. Me dio su bendición y se quedó agitando la mano hasta que yo hube pasado más allá de la revuelta del camino; entonces me dirigí a un campo, y antes de proseguir mi marcha hacia casa eché un sueñecito bajo unos matorrales. Pocos efectos tenía que llevarme a Londres, pues la mayor parte de los que poseía no estaban de acuerdo con mi nueva posición. Pero aquella misma tarde empecé a arreglar mi equipaje y me llevé muchas cosas, aunque estaba persuadido de que no las necesitaría al día siguiente; sin embargo, todo lo hice para dar a entender que no había un momento que perder. ...
En la línea 1535
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... -¡Ah!-dijo éste sin comprenderme-, este lugar le recuerda el campo. Lo mismo me pasa a mí. ...
En la línea 1541
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... - ¡Dios mío! - exclamó -. Lo siento muchísimo, pero me dijeron que llegaba un coche desde su pueblo a cosa de mediodía, y me figuré que vendría usted en él. El hecho es que acabo de salir por su causa, no porque eso sea una excusa, sino porque me dije que a su llegada del campo le gustaría poder tomar un poco de fruta después de comer, y por eso fui al mercado de Covent Garden para comprarla buena. ...
En la línea 1996
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Muy temprano, por la mañana, me levanté y salí. Aún no era tiempo de ir a casa de la señorita Havisham, y por eso di un paseo por el campo, en la dirección de la casa de ésta, que no era, desde luego, la correspondiente a la vivienda de Joe; allí podría ir al día siguiente, y, mientras tanto, pensaba en mi protectora y elaboraba brillantes cuadros de sus planes acerca de mí. La señorita Havisham había adoptado a Estella, y casi puede decirse que también me adoptó a mí, de modo que, sin duda alguna, su intención era criarnos juntos. Me reservaba el cometido de restaurar la triste casa, de admitir la entrada del sol en sus oscuras habitaciones, de poner en marcha los relojes, de encender el fuego en la chimenea y de quitar las telarañas y destruir todos los insectos; en una palabra: realizar los brillantes actos del joven caballero de los poemas, para casarse luego con la princesa. Cuando pasaba ante ella me detuve para mirar la casa; sus muros de ladrillo rojo, sus ventanas atrancadas y el verde acebo agarrado a las chimeneas, con sus raíces y sus tendones, como si fuesen viejos brazos sarmentosos, hacían 110 de todo aquello un misterio tranquilo, cuyo héroe era yo. Estella era la inspiración y el corazón de la aventura, desde luego. Pero aunque hubiese adquirido tan fuerte dominio en mí, aunque mi fantasía y mi esperanza reposaran en ella, a pesar de que su influencia en mi vida infantil y en mi carácter había sido todopoderosa, ni siquiera en aquella romántica mañana pude dotarla de otros atributos que los que realmente poseia. Menciono esto aquí con un propósito definido, porque es el hilo por el cual se podrá seguirme en mi mísero laberinto. De acuerdo con mi experiencia, las nociones convencionales de un enamorado no pueden ser ciertas siempre. La incalificable verdad es que cuando amaba a Estella con amor de hombre, la amaba sólo y sencillamente por considerarla irresistible. Y, de una vez para siempre, diré también que, para mi desgracia, comprendía muchas veces, si no siempre, que la amaba contra toda razón, contra toda promesa, contra toda paz y esperanza y contra la felicidad y el desencanto que pudiera haber en ello. Y, de una vez para siempre, diré también que no por eso la quería menos y que ello no tenía más influencia en contenerme que si yo hubiese creído devotamente que ella era la cumbre de la humana perfección. Dispuse mi paseo de manera que llegué a la puerta de la casa a la hora acostumbrada en otros tiempos. Cuando hube tirado del cordón de la campana con temblorosa mano, me volví de espaldas a la puerta, mientras trataba de recobrar el aliento y calmar moderadamente los latidos de mi corazón. Oí como se abría la puerta lateral de la casa y los pasos que atravesaban el patio; pero fingí no darme cuenta de ello, ni siquiera en el momento en que la puerta giró sobre sus oxidados goznes. Mas por fin me tocaron en el hombro, y yo, como sobresaltado, me volví. Y tuve entonces mayor sobresalto al verme cara a cara con un hombre sencillamente vestido de gris. Era el último a quien podía esperar ver ocupando el lugar de portero en la puerta de la casa de la señorita Havisham. - ¡Orlick! - ¡Ah, joven amigo! No solamente usted ha cambiado. Pero entre, entre. Es contrario a mis órdenes tener la puerta abierta. Entré y él cerró con llave, guardándosela luego. - Sí - dijo dando media vuelta mientras me precedía en algunos pasos cuando nos dirigíamos a la casa -. Aquí estoy. - ¿Y cómo ha venido usted aquí? - Pues muy sencillamente - replicó -: andando con mis piernas. Al mismo tiempo me traje mi caja en una carretilla. - ¿Y para qué bueno está usted aquí? - Supongo que no estoy para nada malo. Yo no estaba seguro de tanto. Tuve tiempo de pensar en mi respuesta mientras él levantaba con lentitud su pesada mirada desde el suelo, hacia mis piernas y mis brazos, para fijarse en mi rostro. - ¿De modo que ha dejado usted la fragua? - pregunté. - ¿Le parece que esto tiene aspecto de fragua? -me contestó Orlick mirando alrededor con aire de ofensa -. ¿Cree usted que tiene aspecto de tal? Yo le pregunté cuánto tiempo hacía que dejó la fragua de Gargery. - Son aquí los días tan parecidos uno a otro - contestó -, que no podría contestarle sin calcularlo antes. De todos modos, puedo decirle que vine aquí algún tiempo después de la marcha de usted. - Pues yo podría decirle la fecha, Orlick. - ¡Ah! - exclamó secamente -. Es que, desde entonces, usted ha podido aprender. Hablando así habíamos llegado a la casa, en donde vi que su habitación estaba situada junto a la puerta de servicio y cuya ventana daba al patio. En sus pequeñas dimensiones, no era muy distinta aquella habitación de la que en París se destina usualmente al portero. En las paredes estaban colgadas algunas llaves, y a ellas añadió la de la puerta exterior; su cama, cubierta por una colcha hecha con retazos de toda clase de tela, estaba en un hueco interior que formaba la misma estancia. El conjunto tenía un aspecto desaliñado, confinado y triste, semejante a la jaula destinada a un lirón humano, en tanto que él aparecía macizo y oscuro en la sombra del rincón inmediato a la ventana y muy parecido al lirón humano para quien la habitación estaba preparada, como así era en efecto. - Jamás había visto esta habitación - observé -, aunque antes aquí no había portero alguno. - No - contestó él -. Hasta que se vio que la planta baja carecía de protección y se creyó que era peligroso vivir así, en vista de que con alguna frecuencia hay fugas de presidiarios. Entonces me recomendaron a la casa como hombre capaz de devolver a cualquiera las mismas intenciones que traiga, y yo acepté. Es mucho más fácil que mover los fuelles y dar martillazos. Ya estoy cansado de aquello. 111 Mis ojos sorprendieron un arma de fuego y un bastón con anillos de bronce que había sobre la chimenea, y la mirada de Orlick siguió la mía. - Muy bien - dije yo, poco deseoso de continuar aquella conversación -. ¿Debo subir para ver a la señorita Havisham? - Que me maten si lo sé - replicó desperezándose y luego sacudiéndose a sí mismo -. Mis instrucciones han terminado ya, joven amigo. Yo, por mi parte, me limitaré a dar un martillazo en esta campana, y usted seguirá el corredor hasta que encuentre a alguien. - Creo que me esperan. - Lo ignoro por completo - replicó. En vista de eso, me dirigí hacia el largo corredor que en otros tiempos pisé con mis gruesos zapatos, y él hizo resonar su campana. A1 extremo del corredor, mientras aún vibraba la campana, encontré a Sara Pocket, la cual parecía entonces haber adquirido, por mi culpa y de un modo definitivo, una coloración verde y amarilla en su rostro. - ¡Oh! - exclamó -. ¿Es usted, señor Pip? - Sí, señorita Pocket. Y tengo la satisfacción de decirle que tanto el señor Pocket como su familia están muy bien. - ¿Son más juiciosos? - preguntó Sara meneando tristemente la cabeza -. Mejor sería que gozasen de más juicio en vez de buena salud. ¡Ah, Mateo, Mateo!… Usted ya conoce el camino, caballero. Lo conocía bastante, porque muchas veces había subido la escalera a oscuras. Ascendí entonces por ella con un calzado más ligero que en otro tiempo y llamé del modo acostumbrado en la puerta de la estancia de la señorita Havisham. - Es la llamada de Pip - oí que decía inmediatamente -. Entra, Pip. Estaba en su sillón, cerca de la vieja mesa, vistiendo el mismo traje antiguo y con ambas manos cruzadas sobre su bastón, la barbilla apoyada en ellas y los ojos fijos en el suelo. Sentada cerca de ella, teniendo en la mano el zapato blanco que nunca había usado y con la cabeza inclinada mientras lo miraba, estaba una elegante dama a quien nunca había visto. - Entra, Pip - murmuró la señorita Havisham sin levantar los ojos ni mirar alrededor-. Entra, Pip. ¿Cómo estás, Pip? ¿De modo que me besas la mano como si fuese una reina? ¿Qué… ? Me miró de pronto, moviendo únicamente sus ojos y repitió en tono que a la vez era jocoso y triste: - ¿Qué… ? - Me he enterado, señorita Havisham - dije yo sin ocurrírseme otra cosa -, que fue usted tan bondadosa como para desear que viniese a verla. Y por eso me he apresurado a obedecerla. - ¿Y qué… ? La señora a quien nunca había visto levantó los ojos y me miró burlonamente; entonces vi que sus ojos eran los de Estella. Pero estaba tan cambiada y era tan hermosa y tan mujer, y de tal modo era admirable por los adelantos que había hecho, que, a mi vez, me pareció no haber logrado ninguno. Me figuré, mientras la miraba, que yo, de un modo irremediable, volvía a convertirme en el muchacho rudo y ordinario de otros tiempos. ¡Qué intensa fue la sensación de distancia y de disparidad que se apoderó de mí y de la inaccesibilidad en que parecía hallarse ella! Me dio su mano, y yo tartamudeé algunas palabras, tratando de expresar el placer que tenía al verla de nuevo, y también di a entender que hacía mucho tiempo que esperaba tan agradable ocasión. - ¿La encuentras muy cambiada, Pip? - preguntó la señorita Havisham con su mirada ansiosa y golpeando con el bastón una silla que había entre las dos, para indicarme que me sentara en ella. -Al entrar, señorita Havisham, no creí, a juzgar por el rostro o por la figura, que fuese Estella; pero ahora, y a pesar de su cambio, reconozco perfectamente su figura y su rostro anteriores. - Supongo que no vas a decir que Estella es vieja - replicó la señorita Havisham -. Acuérdate de que era orgullosa e insultante y que deseabas alejarte de ella. ¿Te acuerdas? Yo, muy confuso, contesté que de eso hacía mucho tiempo, que no sabía entonces lo que me decía y otras cosas por el estilo. Estella sonrió con perfecta compostura y dijo que no tenía duda alguna de que yo entonces estaba en lo cierto, pues ella había sido siempre muy desagradable para mí. - ¿Y a él le encuentras cambiado? - le preguntó la señorita Havisham. - Mucho - contestó Estella mirándome. - ¿Te parece menos rudo y menos ordinario? -preguntó la señorita Havisham jugando con el cabello de Estella. Ésta se echó a reír, miró el zapato que tenía en la mano, se rió de nuevo, me miró y dejó el zapato. Seguía tratándome como a un muchacho, pero continuaba atrayéndome. 112 Estábamos los tres sentados en la triste estancia y entre las antiguas y extrañas influencias que tanto me habían impresionado. Entonces supe que Estella acababa de llegar de Francia y que estaba a punto de dirigirse a Londres. Tan orgullosa y testaruda como antes, había logrado unir de tal modo estas cualidades a su propia belleza, que era por completo imposible y fuera de razón, o por lo menos me lo pareció así, de separarlas de su hermosura. En realidad, no se podía disociar su presencia de todos aquellos malditos deseos de dinero y de nobleza que me asediaron durante mi infancia, de todas aquellas mal reguladas aspiraciones que me hicieron avergonzarme de mi hogar y de Joe, ni de todas aquellas visiones que me ofrecieron la imagen de su rostro en las llamas de la fragua, o entre las chispas que el martillo arrancaba al hierro candente sobre el yunque, o en la oscuridad de la noche, cuando sentía la impresión de que asomaba su rostro a la ventana de la fragua, para huir en seguida. En una palabra: me era imposible separarla, en el pasado o en el presente, de la razón más profunda de mi propia vida. Se convino que yo permanecería allí durante el resto del día y que a la noche regresaría al hotel, y a Londres a la mañana siguiente. En cuanto hubimos conversado un rato, la señorita Havisham nos mandó a pasear por el abandonado jardín, y al regresar me dijo que la llevase de un lado a otro en su sillón de ruedas, como otras veces lo había hecho. Así, Estella y yo salimos al jardín por la puerta que me dio paso antes de tener el encuentro con el joven caballero pálido, o sea con Herbert. Yo temblaba espiritualmente y adoraba incluso el borde del vestido de mi compañera, la cual, muy serena y decidida a no adorar el borde de mi traje, salió conmigo, y en cuanto llegamos al lugar de la pelea con Herbert se detuvo y dijo: - Sin duda me porté de un modo raro aquel día, cuando me escondí para presenciar la pelea. Pero no puedo negar que lo hice y que me divertí mucho. - Ya me recompensó usted bien. - ¿De veras? - replicó, como si no se acordase -. Si la memoria no me es infiel, sentía mucha antipatía hacia su adversario, porque me supo muy mal que lo trajeran aquí para molestarme con su presencia. - Pues ahora, él y yo somos muy amigos - dije. - ¿De veras? Ahora me parece recordar que usted recibe lecciones de su padre. - Así es. De mala gana admití este hecho, que me daba muy poca importancia, y así pude observar que ella volvía a tratarme casi como a un muchacho. - A partir del cambio de su fortuna y de sus esperanzas, ha cambiado también usted de compañeros - observó Estella. - Naturalmente - dije. - Y necesariamente - añadió ella con altanería -. Lo que fue antaño una buena compañía para usted, sería completamente inapropiada. Dudo mucho de que en mi conciencia hubiese todavía la intención de ir a visitar a Joe, pero estas palabras me la quitaron por completo. - ¿Y no tenía usted idea, en aquellos tiempos, de la buena fortuna que le esperaba? - dijo Estella moviendo ligeramente la mano, como para significar la época de mi lucha con Herbert. - Ni remotamente. Ofrecía un contraste, que yo sentí muy bien, el aire de seguridad y de superioridad con que ella andaba a mi lado y el de incertidumbre y sumisión con que yo la acompañaba. Y me habría irritado mucho más de lo que me molestó, de no haber estado convencido de que se me había sacado de mi baja esfera para reservarme a ella. El jardín, gracias a lo descuidado que estaba, tenía tal frondosidad que apenas se podía andar por él; de manera que, después de haber dado un par de vueltas o tres, llegamos otra vez al patio de la fábrica de cerveza. Le indiqué el lugar en donde la había visto andar por encima de los barriles, el primer día de mi visita a la casa, y ella, dirigiendo una fría y descuidada mirada en aquella dirección, me preguntó: - ¿De veras? Le recordé el lugar por el que saliera de la casa para darme de comer y de beber, y ella contestó: - No me acuerdo. - ¿No se acuerda usted tampoco de que me hizo llorar? - pregunté. - No - dijo meneando la cabeza y mirando alrededor. Estoy convencido de que aquella falta de memoria con respecto a tales detalles me hicieron llorar interiormente, que es el llanto más triste de todos. - Es preciso que usted sepa - dijo Estella, con acento de condescendencia, propio de una joven hermosa y brillante - que no tengo corazón, siempre y cuando eso se relacione con mi memoria. 113 Yo pronuncié algunas palabras, tomándome la libertad de dudar de lo que acababa de decir. Estaba seguro de que su belleza habría sido imposible careciendo de corazón. - ¡Oh!, sí lo tengo, y sería posible atravesármelo con un puñal o de un balazo - contestó Estella -, y, naturalmente, él cesaría de latir y yo de existir. Pero ya sabe usted a lo que me refiero. Aquí no tengo ninguna bondad, ninguna simpatía, ningún sentimiento ni ninguna de esas tonterías. ¿Qué veía en mi mente mientras ella estaba inmóvil, a mi lado, y mirándome con la mayor atención? ¿Algo que hubiese visto en la señorita Havisham? No. En algunas de sus miradas y gestos había cierto parecido con la señorita Havisham, parecido que a veces adquieren los niños con respecto a las personas mayores con las que han sostenido frecuente trato o con los que han vivido encerrados. Esto, cuando ha pasado ya la infancia, produce unas semejanzas casuales y muy notables entre la expresión de dos rostros que, por lo demás, son completamente distintos. Y, sin embargo, no podía hallar en Estella nada que me recordase a la señorita Havisham. La miré otra vez y, a pesar de que ella continuaba con los ojos fijos en mí, desapareció por completo mi ilusión. ¿Qué sería? - Hablo en serio - dijo Estella sin arrugar la frente, que era muy tersa, y sin que tampoco se ensombreciese su rostro-. Y si hemos de pasar mucho rato juntos, es mejor que se convenza de ello en seguida. No - añadió imperiosamente al observar que yo abría los labios -. No he dedicado a nadie mi ternura. Jamás he sentido tal cosa. Un momento después estábamos en la fábrica de cerveza, abandonada desde hacía tanto tiempo, y ella señaló la alta galería por donde la vi pasar el primer día, diciéndome que recordaba haber estado allí y haberme visto mientras yo la contemplaba asustado. Mientras mis ojos observaban su blanca mano, volví a sentir la misma débil impresión, que no podía recordar sobre el brazo, e instantáneamente aquel fantasma volvió a pasar y se alejó. ¿Qué sería? - ¿Qué ocurre? - preguntó Estella -. ¿Se ha asustado usted otra vez? -Me asustaría en realidad si creyese lo que acaba de decir - repliqué, tratando de olvidarlo. - ¿De modo que no lo cree usted? Muy bien. De todos modos, recuerde que se lo he dicho. La señorita Havisham querrá verle pronto en su antiguo puesto, aunque yo creo que eso podría dejarse ahora a un lado, con otras cosas ya antiguas. Vamos a dar otra vuelta por el jardín, y luego entre en la casa. Venga. Hoy no derramará usted lágrimas por mi crueldad; será mi paje y me prestará su hombro. Su bonito traje habíase arrastrado por el suelo. Recogió la cola de la falda con una mano y con la otra se apoyó ligeramente en mi hombro mientras andábamos. Dimos dos o tres vueltas más por el abandonado jardín, que me pareció haber florecido para mí, y si los hierbajos verdes y amarillos que crecían en las resquebrajaduras de la antigua cerca hubiesen sido las flores más preciosas del mundo, no los hubiera recordado con más cariño. Entre nosotros no había discrepancia de edad que pudiera justificar su alejamiento de mí; teníamos casi los mismos años, aunque, naturalmente, ella parecía ser mayor que yo; pero la aparente inaccesibilidad que le daban su belleza y sus modales me atormentaba en medio de mis delicias y aun en la seguridad que sentía yo de que nuestra protectora nos había elegido uno para otro. ¡Pobre de mí! Por fin volvimos a la casa, y allí me enteré con la mayor sorpresa de que mi tutor acababa de llegar para ver a la señorita Havisham, a fin de tratar de negocios, y que estaría de regreso a la hora de comer. Los antiguos candeleros de la estancia en que había la mesa del festín quedaron encendidos mientras nosotros estábamos en el jardín y la señorita Havisham continuaba sentada en su silla y esperándome. Cuando empujé su sillón de ruedas y dimos algunas vueltas lentas en torno de los restos de la fiesta nupcial, me pareció haber vuelto a los tiempos pasados. Pero en la fúnebre estancia, con aquella figura sepulcral sentada en el sillón que fijaba los ojos en ella, Estella parecía más radiante y hermosa que antes y yo estaba sumido en extraño embeleso. Pasó el tiempo y se acercó la hora de la comida; entonces Estella nos dejó para prepararla. La señorita Havisham y yo nos habíamos detenido cerca del centro de la larga mesa, y ella, con uno de sus pálidos brazos extendido, apoyó la cerrada mano en el amarillento mantel. Y cuando Estella miraba hacia atrás, antes de salir, la señorita Havisham le besó la mano con tal voraz intensidad que me pareció terrible. Entonces, en cuanto Estella se hubo marchado y nos quedamos solos, ella se volvió a mí y, en voz tan baja que parecía un murmullo, dijo: - ¿La encuentras hermosa, graciosa y crecida? ¿No la admiras? - Todos los que la vean la admirarán, señorita Havisham. 114 Ella me rodeó el cuello con un brazo y, acercando mi cabeza a la suya, mientras estaba sentada en el sillón, exclamó: - ¡Ámala, ámala, ámala! ¿Cómo te trata? Antes de que pudiera contestar, aun suponiendo que hubiese sido capaz de contestar a tan difícil pregunta, ella repitió: - ¡Ámala, ámala, ámala! Si se te muestra favorable, ámala. Si te hiere, ámala. Si te destroza el corazón, y a medida que crezca en años y sea más fuerte te lo deja más destrozado, a pesar de ello, ¡ámala, ámala, ámala! Jamás había visto yo tal ímpetu apasionado como el que ella empleó al pronunciar tales palabras. Sentí en torno de mi cuello los músculos de su flaco brazo, agitado por la vehemencia que la poseía. - Escúchame, Pip. La adopté para que fuese amada. La crié y la eduqué para que la amasen. E hice que llegara a ser como es para que pudieran amarla. ¡Ámala! Pronunció esta palabra repetidas veces, y no había duda acerca de su intención; pero si hubiese repetido del mismo modo la palabra «odio» en vez de «amor», o bien «desesperación», «venganza» o «trágica muerte», no habría podido sonar en sus labios de un modo más semejante a una maldición. - Y ahora voy a decirte - añadió con el rnismo murmullo vehemente y apasionado -, voy a decirte lo que es un amor verdadero. Es una devoción ciega que para nada tiene en cuenta la propia humillación, la absoluta sumisión, la confianza y la fe, contra uno mismo y contra el mundo entero, y que entrega el propio corazón y la propia alma al que los destroza… , como hice yo. Cuando dijo esto, añadió un grito tan desesperado, que me creí obligado a cogerla por la cintura, porque se levantó en el sillón, cubierta por la mortaja de su traje, y golpeó el aire como si quisiera haberse arrojado a sí misma contra la pared y caer muerta. Todo esto ocurrió en pocos segundos. Cuando volví a dejarla en su sillón, sentí un aroma que me era muy conocido, y al volverme vi a mi tutor en la estancia. Siempre llevaba consigo, y creo no haberlo mencionado todavía, un pañuelo de bolsillo de rica seda y de enormes dimensiones, que le era sumamente útil en su profesión. Muchas veces le he visto dejar aterrorizado a un cliente o a un testigo limitándose a desdoblar ceremoniosamente su pañuelo, como si se dispusiera a sonarse, pero luego hacía una pausa, como persuadido de que no tenía tiempo de ello antes de que el testigo o el cliente confesaran de plano, y así ocurría que, del modo más natural del mundo, llegaba la confesión del que se encontraba ante él. Cuando le vi en la estancia, sostenía con las manos el pañuelo de seda y nos estaba mirando. Al encontrar mis ojos, se limitó a decir, después de hacer una ligera pausa: - ¿De veras? Es singular. Y luego usó con maravilloso efecto el pañuelo para el fin a que estaba destinado. La señorita Havisham le había visto al mismo tiempo que yo y, como ocurría a todo el mundo, sentía temor de aquel hombre. Hizo un esfuerzo para tranquilizarse, y luego, tartamudeando, dijo al señor Jaggers que era tan puntual como siempre. - ¿Tan puntual como siempre? - repitió él acercándose a nosotros. Luego, mirándome, añadió: - ¿Cómo está usted, Pip? ¿Quiere que le haga dar una vuelta, señorita Havisham? ¿Una vuelta nada más? ¿De modo que está usted aquí, Pip? Le dije cuándo había llegado y que la señorita Havisham deseaba que fuese para ver a Estella. - ¡Ah! - replicó él -. Es una preciosa señorita. Luego empujó el sillón de la señorita Havisham con una de sus enormes manos y se metió la otra en el bolsillo del pantalón, como si éste contuviera numerosos secretos. - Dígame, Pip - añadió en cuanto se detuvo -. ¿Cuántas veces había usted visto antes a la señorita Estella? - ¿Cuántas veces? - Sí, cuántas. ¿Diez mil, tal vez? - ¡Oh, no, no tantas! - ¿Dos? - Jaggers - intervino la señorita Havisham con gran placer por mi parte-. Deje usted a mi Pip tranquilo y vaya a comer con él. Jaggers obedeció, y ambos nos encaminamos hacia la oscura escalera. Mientras nos dirigíamos hacia las habitaciones aisladas que había al otro lado del enlosado patio de la parte posterior me preguntó cuántas veces había visto comer o beber a la señorita Havisham, y, como de costumbre, me dio a elegir entre una vez y cien. Yo reflexioné un momento y luego contesté: 115 - Nunca. - Ni lo verá nunca, Pip - replicó sonriendo y ceñudo a un tiempo -. Nunca ha querido que la viese nadie comer o beber desde que lleva esta vida. Por las noches va de un lado a otro, y entonces toma lo que encuentra. - Perdóneme - dije -. ¿Puedo hacerle una pregunta, caballero? - Usted puede preguntarme - contestó - y yo puedo declinar la respuesta. Pero, en fin, pregunte. - ¿El apellido de Estella es Havisham, o… ? - me interrumpí, porque no tenía nada que añadir. - ¿O qué? - dijo él. - ¿Es Havisham? - Sí, Havisham. Así llegamos a la mesa, en donde nos esperaban Estella y Sara Pocket. El señor Jaggers ocupó la presidencia, Estella se sentó frente a él y yo me vi cara a cara con mi amiga del rostro verdoso y amarillento. Comimos muy bien y nos sirvió una criada a quien jamás viera hasta entonces, pero la cual, a juzgar por cuanto pude observar, estuvo siempre en aquella casa. Después de comer pusieron una botella de excelente oporto ante mi tutor, que sin duda alguna conocía muy bien la marca, y las dos señoras nos dejaron. Era tanta la reticencia de las palabras del señor Jaggers bajo aquel techo, que jamás vi cosa parecida, ni siquiera en él mismo. Cuidaba, incluso, de sus propias miradas, y apenas dirigió una vez sus ojos al rostro de Estella durante toda la comida. Cuando ella le dirigía la palabra, prestaba la mayor atención y, como es natural, contestaba, pero, por lo que pude ver, no la miraba siquiera. En cambio, ella le miraba frecuentemente, con interés y curiosidad, si no con desconfianza, pero él parecía no darse cuenta de nada. Durante toda la comida se divirtió haciendo que Sara Pocket se pusiera más verde y amarilla que nunca, aludiendo en sus palabras a las grandes esperanzas que yo podía abrigar. Pero entonces tampoco demostró enterarse del efecto que todo eso producía y fingió arrancarme, y en realidad lo hizo, aunque ignoro cómo, estas manifestaciones de mi inocente persona. Cuando él y yo nos quedamos solos, permaneció sentado y con el aire del que reserva sus palabras a consecuencia de los muchos datos que posee, cosa que, realmente, era demasiado para mí. Y como no tenía otra cosa al alcance de su mano, pareció repreguntar al vino que se bebía. Lo sostenía ante la bujía, luego lo probaba, le daba varias vueltas en la boca, se lo tragaba, volvía a mirar otra vez el vaso, olía el oporto, lo cataba, se lo bebía, volvía a llenar el vaso y lo examinaba otra vez, hasta que me puso nervioso, como si yo estuviese convencido de que el vino le decía algo en mi perjuicio. Tres o cuatro veces sentí la débil impresión de que debía iniciar alguna conversación; pero cada vez que él advertía que iba a preguntarle algo, me miraba con el vaso en la mano y paladeaba el vino, como si quisiera hacerme observar que era inútil mi tentativa, porque no podría contestarme. Creo que la señorita Pocket estaba convencida de que el verme tan sólo la ponía en peligro de volverse loca, y tal vez de arrancarse el sombrero, que era muy feo, parecido a un estropajo de muselina, y de desparramar por el suelo los cabellos que seguramente no habían nacido en su cabeza. No apareció cuando más tarde subimos a la habitación de la señorita Havisham y los cuatro jugamos al whist. En el intervalo, la señorita Havisham, obrando de un modo caprichoso, había puesto alguna de las más hermosas joyas que había en el tocador en el cabello de Estella, en su pecho y en sus brazos, y observé que incluso mi tutor la miraba por debajo de sus espesas cejas y las levantaba un poco cuando ante sus ojos vio la hermosura de Estella adornada con tan ricos centelleos de luz y de color. Nada diré del modo y de la extensión con que guardó nuestros triunfos y salió con cartas sin valor al terminar las rondas, antes de que quedase destruida la gloria de nuestros reyes y de nuestras reinas, ni tampoco de mi sensación acerca del modo de mirarnos a cada uno, a la luz de tres fáciles enigmas que él adivinó mucho tiempo atrás. Lo que me causó pena fue la incompatibilidad que había entre su fría presencia y mis sentimientos con respecto a Estella. No porque yo no pudiese hablarle de ella, sino porque sabía que no podría soportar el inevitable rechinar de sus botas en cuanto oyese hablar de Estella y porque, además, no quería que después de hablar de ella fuese a lavarse las manos, como tenía por costumbre. Lo que más me apuraba era que el objeto de mi admiración estuviese a corta distancia de él y que mis sentimientos se hallaran en el mismo lugar en que se encontraba él. Jugamos hasta las nueve de la noche, y entonces se convino que cuando Estella fuese a Londres se me avisaría con anticipación su llegada a fin de que acudiese a recibirla al bajar de la diligencia; luego me despedí de ella, estreché su mano y la dejé. Mi tutor se albergaba en El Jabalí, y ocupaba la habitación inmediata a la mía. En lo más profundo de la noche resonaban en mis oídos las palabras de la señorita Havisham cuando me decía: «¡Amala, ámala, 116 ámala!» Las adapté a mis sentimientos y dije a mi almohada: «¡La amo, la amo, la amo!» centenares de veces. Luego me sentí penetrado de extraordinaria gratitud al pensar que me estuviese destinada, a mí, que en otros tiempos no fui más que un aprendiz de herrero. Entonces pensé que, según temía, ella no debía de estar muy agradecida por aquel destino, y me pregunté cuándo empezaría a interesarse por mí. ¿Cuándo podría despertar su corazón, que ahora estaba mudo y dormido? ¡Ay de mí! Me figuré que éstas eran emociones elevadas y grandiosas. Pero nunca pensé que hubiera nada bajo y mezquino en mi apartamiento de Joe, porque sabía que ella le despreciaría. No había pasado más que un día desde que Joe hizo asomar las lágrimas a mis ojos; pero se habían secado pronto, Dios me perdone, demasiado pronto. ...
En la línea 266
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Aquel bulevar, poco frecuentado siempre, estaba completamente desierto a aquella hora: alrededor de la una de la tarde. Sin embargo, a unos cuantos pasos de allí, en el borde de la calzada, había un hombre que parecía sentir un vivo deseo de acercarse a la muchacha, por un motivo u otro. Sin duda había visto también a la joven antes de que llegara al banco y la había seguido, pero Raskolnikof le había impedido llevar a cabo sus planes. Dirigía al joven miradas furiosas, aunque a hurtadillas, de modo que Raskolnikof no se dio cuenta, y esperaba con impaciencia el momento en que el desharrapado joven le dejara el campo libre. ...
En la línea 334
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof tuvo un sueño horrible. Volvió a verse en el pueblo donde vivió con su familia cuando era niño. Tiene siete años y pasea con su padre por los alrededores de la pequeña población, ya en pleno campo. Está nublado, el calor es bochornoso, el paisaje es exactamente igual al que él conserva en la memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. El panorama del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco en los contornos. Únicamente a lo lejos, en el horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve la mancha oscura de un bosque. ...
En la línea 2659
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiempo. Pertenecíamos a la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y capitalistas. ¿Ha observado usted que aquí, en Rusia, abundan los fulleros entre las personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero estuve encarcelado por deudas. El acreedor era un griego de Nejin. Entonces conocí a Marfa Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó de mi deuda mediante la entrega de treinta mil rublos (yo sólo debía setenta mil), nos unimos en legítimo matrimonio y se me llevó al punto a sus propiedades, donde me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más que yo y me adoraba. En siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera intentado sacudirme el yugo, ella me habría hecho enchiquerar. Sí, no le quepa duda de que lo habría hecho. Las mujeres tienen estas contradicciones. ...
En la línea 2665
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑No, el pagaré no me preocupó en ningún momento ‑dijo Svidrigailof, volviendo al tema interrumpido‑. Permanecía en el campo muy a gusto. Por otra parte, pronto hará un año que Marfa Petrovna, con motivo de mi cumpleaños, me entregó el documento, como regalo, añadiendo a él una importante cantidad… Pues era rica. «Ya ves cuánta es mi confianza en ti, Arcadio Ivanovitch», me dijo. Sí, le aseguro que me lo dijo así. ¿No lo cree? Yo cumplía a la perfección mis deberes de propietario rural. Se me conocía en toda la comarca. Hacía que me enviaran libros. Esto al principio mereció la aprobación de Marfa Petrovna. Después temió que tanta lectura me fatigara. ...
En la línea 216
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... - Me llamo Jean Valjean: soy presidiario. He pasado en presidio diecinueve años. Estoy libre desde hace cuatro días y me dirijo a Pontarlier. Vengo caminando desde Tolón. Hoy anduve doce leguas a pie. Esta tarde, al llegar a esta ciudad, entré en una posada, de la cual me despidieron a causa de mi pasaporte amarillo, que había presentado en la alcaldía, como es preciso hacerlo. Fui a otra posada, y me echaron fuera lo mismo que en la primera. Nadie quiere recibirme. He ido a la cárcel y el carcelero no me abrió. Me metí en una perrera, y el perro me mordió. Parece que sabía quién era yo. Me fui al campo para dormir al cielo raso; pero ni aun eso me fue posible, porque creí que iba a llover y que no habría un buen Dios que impidiera la lluvia; y volví a entrar en la ciudad para buscar en ella el quicio de una puerta. Iba a echarme ahí en la plaza sobre una piedra, cuando una buena mujer me ha señalado vuestra casa, y me ha dicho: llamad ahí. He llamado: ¿Qué casa es ésta? ¿Una posada? Tengo dinero. Ciento nueve francos y quince sueldos que he ganado en presidio con mi trabajo en diecinueve años. Pagaré. Estoy muy cansado y tengo hambre: ¿queréis que me quede? ...
En la línea 288
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... A fines de ese mismo cuarto año, le llegó su turno para la evasión. Sus camaradas lo ayudaron como suele hacerse en aquella triste mansión, y se evadió. Anduvo errante dos días en libertad por el campo, si es ser libre estar perseguido, volver la cabeza a cada instante y al menor ruido, tener miedo de todo, del sendero, de los árboles, del sueño. En la noche del segundo día fue apresado. No había comido ni dormido hacía treinta seis horas. El tribunal lo condenó por este delito a un recargo de tres años. Al sexto año le tocó también el turno para la evasión; por la noche la ronda le encontró oculto bajo la quilla de un buque en construcción; hizo resistencia a los guardias que lo cogieron: evasión y rebelión. Este hecho, previsto por el código especial, fue castigado con un recargo de cinco años, dos de ellos de doble cadena. Al décimo le llegó otra vez su turno, y lo aprovechó; pero no salió mejor librado. Tres años más por esta nueva tentativa. En fin, el año decimotercero, intentó de nuevo su evasión, y fue cogido a las cuatro horas. Tres años más por estas cuatro horas: total diecinueve años. En octubre de 1815 salió en libertad: había entrado al presidio en 1796 por haber roto un vidrio y haber tomado un pan. ...
En la línea 428
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Jean Valjean salió del pueblo como si huyera. Caminó precipitadamente por el campo, tomando los caminos y senderos que se le presentaban, sin notar que a cada momento desandaba lo andado. Así anduvo errante toda la mañana, sin comer y sin tener hambre. ...
En la línea 466
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Calló y esperó. Nadie respondió. El campo estaba desierto y triste. ...
En la línea 315
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Por la otra ladera descendieron a un llano cubierto de grandes extensiones de bosque y numerosas corrientes de agua, y por ellas marcharon a ritmo constante, hora tras hora, con el sol en ascenso y el día cada vez más caluroso. Buck estaba loco de alegría. Sabía que marchando al lado de su hermano selvático hacia el lugar de donde seguramente venía la llamada, estaba por fin respondiendo. Recuerdos de otro tiempo acudían a él vertiginosamente y ya no lo conmovían sombras sino realidades. Corría con libertad en campo abierto, pisaba la tierra virgen y tenía sobre la cabeza el vasto cielo. Había hecho aquello antes, en algún lugar de aquel otro mundo vagamente recordado, y lo volvía a hacer ahora. ...
En la línea 28
del libro Amnesia
del afamado autor Amado Nervo
... La soledad, el apartamiento, exasperaron los nervios de Luisa. Pero yo huía con mis libros a las habitaciones más apartadas del caserón y contemplando a ratos el campo y a ratos con mis autores favoritos, iba pasando el tiempo… ...
En la línea 41
del libro Amnesia
del afamado autor Amado Nervo
... No creía que fuese hacedero en mucho tiempo -en años- que Luisa recobrase la memoria de su pasada existencia, pero en cambio era posible reeducarla para la vida, como a una niña. Cabía enseñarla nociones simples, darla lecciones de cosas, sin fatigar su cerebro; seguir con ella en el campo, en un sitio sano y apartado, un procedimiento análogo al de los Kindergartens. ...
En la línea 66
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Solía Miranda hacer, de pascuas a ramos, tal cual escapatoria a Madrid, y en una de las últimas encontró al Don Fulano del señor Joaquín -a quien llamaremos Colmenar por respetos a su incógnito-, amostazado y furioso con otro Don Zutano que se empeñaba en desbaratarle sus combinaciones todas y en echarle por tierra todas sus hechuras. No había manera de arreglarse con aquel diablo de hombre, que así cortaba y segaba en el granado campo de los adictos colmenaristas. El destino de Miranda, a la sazón, estaba comprometidísimo. Pegó Miranda al escucharlo un brinco en el muelle diván. ...
En la línea 351
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Pues sí, señorito, yo por aquí… Después -dijo recalcando la frase y bajando la voz-, como todo lo mío lo encontré arrasado… la casa hecha cenizas, y el campo perdido… me di a ganar la vida como pude… Y usted, señorito… ¿Sigue usted a Francia? ...
En la línea 572
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -¿No podríamos salir a dar una vuelta por el campo? Me muero por los árboles. ...
En la línea 575
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Salió el carruaje veloz como un dardo, y Lucía cerró los ojos, gozando en no pensar, en sentir las rápidas caricias del viento, que echaba atrás las puntas de su corbata, los undívagos mechones de su cabellera. Pintoresco y ameno, el camino merecía, no obstante, una mirada. Eran cultivadas tierras, casas de placer con picudos techos, parques ingleses de fresco césped y menuda grama, amarillenta ya, como de otoño. Al divisar torcida vereda que, desviándose de la carretera, culebreaba por entre los sembrados, detuvo Artegui con un grito al cochero, y dio a Lucía la mano para que descendiese. Buscó el vasco el abrigo de unas tapias donde parar sin riesgo el sudoroso tronco, y Artegui y Lucía se internaron a pie siguiendo el senderito, ella delante, recobrada su alegría infantil, su gozar inocente en el cansancio del cuerpo. La cautivaba todo, las flores del trébol, que salpicaban de una lluvia de pintas carmesíes el verdinegro campo; las manzanillas tardías y los acianos pálidos en las lindes, las digitales que cogía risueña haciéndolas estallar con las dos manos, los rizados airones del apio, las acogolladas coles, puestas en fila, separada cada fila por un surco, semejante a una trinchera. La tierra, de puro labrada, abonada, removida, tenía no sé qué aspecto de decrepitud. Sus poderosos flancos parecían gemir, sudando una humedad viscosa y tibia, mientras en los linderos incultos, al borde del caminillo, quedaban aún rincones vírgenes, donde a placer crecían las bellas superfluidades campestres, las gramineas vaporosas, las florecillas multicolores, los agudos cardos. ...
En la línea 606
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Muy luego el guía se detuvo en la extremidad de un claro alumbrado por algunas antorchas. El suelo estaba cubierto de grupos de durmientes entorpecidos por la embriaguez. Parecía un campo de batalla sembrado de muertos. Hombres, mujeres, niños, todo allí estaba confundido. Algunos había aquí y acullá que dejaban oír el ronquido de la embriaguez. ...
En la línea 1429
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... La conversacion se suspendió. Mister Fogg se había despertado y miraba el campo por entre el vidrio manchado de nieve. Pero más tarde, y sin ser oído de su amo ni de mistress Aouida, Picaporte dijo al inspector de policía: ...

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