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La palabra vacilarr
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Comó se escribe vacilarr o vacilar?

Cual es errónea Vacilar o Vacilarr?

La palabra correcta es Vacilar. Sin Embargo Vacilarr se trata de un error ortográfico.

La falta ortográfica detectada en la palabra vacilarr es que se ha eliminado o se ha añadido la letra r a la palabra vacilar

Más información sobre la palabra Vacilar en internet

Vacilar en la RAE.
Vacilar en Word Reference.
Vacilar en la wikipedia.
Sinonimos de Vacilar.


la Ortografía es divertida


El Español es una gran familia

Reglas relacionadas con los errores de r

Las Reglas Ortográficas de la R y la RR

Entre vocales, se escribe r cuando su sonido es suave, y rr, cuando es fuerte aunque sea una palabra derivada o compuesta que en su forma simple lleve r inicial. Por ejemplo: ligeras, horrores, antirreglamentario.

En castellano no es posible usar más de dos r


Mira que burrada ortográfica hemos encontrado con la letra r

Algunas Frases de libros en las que aparece vacilar

La palabra vacilar puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 828
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --_Qui fecit coelum et terram_--contestó Dupont sin vacilar, recordando las palabras cuidadosamente aprendidas. ...

En la línea 4958
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Sin embargo, si necesitara usted alguna vez con urgencia _de mes soins_, llámeme sin vacilar, y en el acto me despediré de mi nuevo amo, si todavía estoy con él, e iré a buscarle a usted. ...

En la línea 5421
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Sin vacilar un momento, cogí a mi señorito por los hombros, y empujándole hacia la puerta, le despedí como merecía. ...

En la línea 6297
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Pero no vaya a creerse ni por un momento que mi intención es negar que entre los andaluces haya individuos estimables y excelentes: uno descubrí yo a quien sin vacilar proclamo como el carácter más extraordinario que he conocido; pero no era un retoño de una familia noble, ni «portador de suaves vestidos», ni personaje lustroso y perfumado, ni uno de los _románticos_ que vagaban por las calles de Sevilla adoptando actitudes lánguidas, con largas melenas negras que, en rizos exuberantes, les llegaban hasta los hombros, sino uno de aquellos a quienes los orgullosos y duros de corazón llaman la hez del populacho; un hombre miserable, sin casa, sin dinero, harapiento, destrozado. ...

En la línea 16893
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera. ...

En la línea 2021
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Esta revelación hizo vacilar un momento la ira de doña Lupe. ¡Era económica!… El joven sacó la hucha, y mostrándola a su tía, reveló el suceso como la cosa más natural del mundo, reproduciéndolo a lo vivo. «Mire usted, cogí la hucha vieja, después de traer esta, que es enteramente igual. Machaqué la llena; cogí el oro y la plata y pasé a esta el cobre, añadiendo dos pesetas en cuartos para que pesara lo mismo… ¿Quiere usted verlo?». ...

En la línea 2402
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La impresión moral que recibió la samaritana era tan compleja, que ella misma no se daba cuenta de lo que sentía. Indudablemente su natural rudo y apasionado la llevó en el primer momento a la envidia. Aquella mujer le había quitado lo suyo, lo que, a su parecer, le pertenecía de derecho. Pero a este sentimiento mezclábase con extraña amalgama otro muy distinto y más acentuado. Era un deseo ardentísimo de parecerse a Jacinta, de ser como ella, de tener su aire, su aquel de dulzura y señorío. Porque de cuantas damas vio aquel día, ninguna le pareció a Fortunata tan señora como la de Santa Cruz, ninguna tenía tan impresa en el rostro y en los ademanes la decencia. De modo que si le propusieran a la prójima, en aquel momento, transmigrar al cuerpo de otra persona, sin vacilar y a ojos cerrados habría dicho que quería ser Jacinta. ...

En la línea 2493
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Aletargada profundamente, Mauricia hizo lo que no había podido hacer despierta, y prosiguió la acción interrumpida por una puerta bien cerrada. Faltó el hecho real, pero no la realidad del mismo en la voluntad. Entró, pues, la tarasca en la iglesia y allí pudo andar sin tropiezo, porque la lámpara del altar daba luz bastante para ver el camino. Sin vacilar dirigió sus pasos al altar mayor, diciendo por el camino: «Si no te voy a hacer mal ninguno, Diosecito mío; si voy a llevarte con tu mamá que está ahí fuera llorando por ti y esperando a que yo te saque… ¿Pero qué?… no quieres ir con tu mamaíta… Mira que te está esperando… tan guapetona, tan maja, con aquel manto todito lleno de estrellas y los pies encima del biricornio de la luna… Verás, verás, qué bien te saco yo, monín… Si te quiero mucho; ¿pero no me conoces?… Soy Mauricia la Dura, soy tu amiguita». ...

En la línea 4018
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Volviéndose hacia ella, otra vez le echó Jacinta aquella mirada y aquella sonrisa que la asesinaban. «En ese caso, esperaremos un poco», indicó en voz casi imperceptible, sentándose en una de las sillas de paja. Fortunata no sabía qué hacer. No tuvo valor para marcharse, y se sentó en el sofá. Casi en el mismo instante la Delfina sintiose vacilar en su asiento, porque la silla estaba inválida, y se pasó al sofá. Halláronse las dos juntas, tocando falda con falda. Fortunata, por no mirar a su rival, miraba a la niña, a quien aquella tenía en pie delante de sí, cogiéndola de las manos. Observó la de Rubín el trajecito azul de Adoración, sus botas, todo su decente atavío, y en aquella inspección fisgona que hizo, sus miradas y las de Jacinta se encontraron alguna vez. «¡Oh, si tú supieras al lado de quién estás!» pensaba Fortunata, y aquí su temor se desvanecía un tanto, para dejar revivir la ira. «Si yo te dijera ahora quién soy, padecerías quizás más de lo que yo padezco». Adoración quería decir algo; pero Jacinta le tapaba la boca, y mirando a la de Rubín se sonreía con esa ingenuidad que indica ganas de trabar conversación. Comprendiolo la otra, diciendo para sí: «No, pues yo no he de buscarte la lengua». La niña, aquel dato vivo de la bondad de la Delfina, no podía menos de determinar en Fortunata un pensamiento distinto de los anteriores. Pero sus renovados odios trataban de envenenar la admiración: «¡Oh!, sí, señora—pensaba—. Ya sabemos que tiene usted un sin fin de perfecciones. ¿A qué cacarearlo tanto… ? Poco falta para que lo canten los ciegos. Si estuviéramos como usted, entre personas decentes, y bien casaditas con el hombre que nos gusta, y teniendo todas las necesidades satisfechas, seríamos lo mismo. Sí, señora; yo sería lo que es usted si estuviera donde usted está… Vaya, que el mérito no es tan del otro jueves, ni hay motivo para tanto bombo y platillo. Y si no, venga usted a mi puesto, al puesto que tuve desde que me engañó aquel, y entonces veríamos las perfecciones que nos sacaba la mona esta». ...

En la línea 1387
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... El duque le hizo muchas preguntas acerca de la corte, del difunto rey, del príncipe, de las princesas. El niño las respondió acertadamente y sin vacilar. Describió las habitaciones de gala del palacio, los aposentos del difunto rey y los del Príncipe de Gales. ...

En la línea 636
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Se internó de nuevo en la espesura y se abrió paso con mil precauciones entre la maleza, hasta que se encontró con un torrente de agua negra. Sin vacilar entró en él, lo remontó unos cincuenta metros y llegó al pie de un árbol enorme, al que se subió. ...

En la línea 812
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡No me digas nada, Yáñez! ¡Amo a esa mujer hasta tal extremo, que si me pidiera que renegara de mi nacionalidad para hacerme inglés, lo haría sin vacilar! ¡Siento un fuego que corre por mis venas, que me abrasa! ¡Creo que estoy delirando siempre, que tengo un volcán dentro del pecho, que me vuelve loco! En este estado deplorable me encuentro desde el día que vi a esa muchacha, Yáñez. ...

En la línea 1329
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Abrió la portezuela de hierro, encendió otro pedazo de yesca y entró en la inmensa estufa, estornudando con sonoridad. Sandokán lo siguió sin vacilar. ...

En la línea 2588
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Mil años -respondió el canadiense, sin vacilar. ...

En la línea 3418
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Iban a dar las diez. Había llegado el momento de abandonar mi camarote y de ir a reunirme con mis compañeros. No debía vacilar, aunque el capitán Nemo se irguiera ante mí. ...

En la línea 2033
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pasaron algunas semanas sin que ocurriese cambio alguno. Esperábamos noticias de Wemmick, pero éste no daba señales de vida. Si no le hubiese conocido más que en el despacho de Little Britain y no hubiera gozado del privilegio de ser un concurrente familiar al castillo, podría haber llegado a dudar de él; pero como le conocía muy bien, no llegué a sentir tal recelo. Mis asuntos particulares empezaron a tomar muy feo aspecto, y más de uno de mis acreedores me dirigió apremiantes peticiones de dinero. Yo mismo llegué a conocer la falta de dinero (quiero decir, de dinero disponible en mi bolsillo), y, así, no tuve más remedio que convertir en numerario algunas joyas que poseía. Estaba resuelto a considerar que sería una especie de fraude indigno el aceptar más dinero de mi 182 protector, dadas las circunstancias y en vista de la incertidumbre de mis pensamientos y de mis planes. Por consiguiente, valiéndome de Herbert, le mandé la cartera, a la que no había tocado, para que él mismo la guardase, y experimenté cierta satisfacción, aunque no sé si legítima o no, por el hecho de no haberme aprovechado de su generosidad a partir del momento en que se dio a conocer. A medida que pasaba el tiempo, empecé a tener la seguridad de que Estella se habría casado ya. Temeroso de recibir la confirmación de esta sospecha, aunque no tenía la convicción, evité la lectura de los periódicos y rogué a Herbert, después de confiarle las circunstancias de nuestra última entrevista, que no volviese a hablarme de ella. Ignoro por qué atesoré aquel jirón de esperanza que se habían de llevar los vientos. E1 que esto lea, ¿no se considerará culpable de haber hecho lo mismo el año anterior, el mes pasado o la semana última? Llevaba una vida muy triste y desdichada, y mi preocupación dominante, que se sobreponía a todas las demás, como un alto pico que dominara a una cordillera, jamás desaparecía de mi vista. Sin embargo, no hubo nuevas causas de temor. A veces, no obstante, me despertaba por las noches, aterrorizado y seguro de que lo habían prendido; otras, cuando estaba levantado, esperaba ansioso los pasos de Herbert al llegar a casa, temiendo que lo hiciera con mayor apresuramiento y viniese a darme una mala noticia. A excepción de eso y de otros imaginarios sobresaltos por el estilo, pasó el tiempo como siempre. Condenado a la inacción y a un estado constante de dudas y de temor, solía pasear a remo en mi bote, y esperaba, esperaba, del mejor modo que podía. A veces, la marea me impedía remontar el río y pasar el Puente de Londres; en tales casos solía dejar el bote cerca de la Aduana, para que me lo llevaran luego al lugar en que acostumbraba dejarlo amarrado. No me sabía mal hacer tal cosa, pues ello me servía para que, tanto yo como mi bote, fuésemos conocidos por la gente que vivía o trabajaba a orillas del río. Y de ello resultaron dos encuentros que voy a referir. Una tarde de las últimas del mes de febrero desembarqué al oscurecer. Aprovechando la bajamar, había llegado hasta Greenwich y volví con la marea. El día había sido claro y luminoso, pero a la puesta del sol se levantó la niebla, lo cual me obligó a avanzar con mucho cuidado por entre los barcos. Tanto a la ida como a la vuelta observé la misma señal tranquilizadora en las ventanas de Provis. Todo marchaba bien. La tarde era desagradable y yo tenía frío, por lo cual me dije que, a fin de entrar en calor, iría a cenar inmediatamente; y como después de cenar tendría que pasar algunas tristes horas solo, antes de ir a la cama, pensé que lo mejor sería ir luego al teatro. El coliseo en que el señor Wopsle alcanzara su discutible triunfo estaba en la vecindad del río (hoy ya no existe), y resolví ir allí. Estaba ya enterado de que el señor Wops1e no logró su empeño de resucitar el drama, sino que, por el contrario, había contribuido mucho a su decadencia. En los programas del teatro se le había citado con mucha frecuencia e ignominiosamente como un negro fiel, en compañía de una niña de noble cuna y un mico. Herbert le vio representando un voraz tártaro, de cómicas propensiones, con un rostro de rojo ladrillo y un infamante gorro lleno de campanillas. Cené en un establecimiento que Herbert y yo llamábamos «el bodegón geográfico» porque había mapas del mundo en todos los jarros para la cerveza, en cada medio metro de los manteles y en los cuchillos (debiéndose advertir que, hasta ahora, apenas hay un bodegón en los dominios del lord mayor que no sea geográfico), y pasé bastante rato medio dormido sobre las migas de pan del mantel, mirando las luces de gas y caldeándome en aquella atmósfera, densa por la abundancia de concurrentes. Mas por fin me desperté del todo y salí en dirección al teatro. Allí encontré a un virtuoso contramaestre, al servicio de Su Majestad, hombre excelente, que para mí no tenía más defecto que el de llevar los calzones demasiado apretados en algunos sitios y sobrado flojos en otros, que tenía la costumbre de dar puñetazos en los sombreros para meterlos hasta los ojos de quienes los llevaban, aunque, por otra parte, era muy generoso y valiente y no quería oír hablar de que nadie pagase contribuciones, a pesar de ser muy patriota. En el bolsillo llevaba un saco de dinero, semejante a un budín envuelto en un mantel, y, valiéndose de tal riqueza, se casó, con regocijo general, con una joven que ya tenía su ajuar; todos los habitantes de Portsmouth (que sumaban nueve, según el último censo) se habían dirigido a la playa para frotarse las manos muy satisfechos y para estrechar las de los demás, cantando luego alegremente. Sin embargo, cierto peón bastante negro, que no quería hacer nada de lo que los demás le proponían, y cuyo corazón, según el contramaestre, era tan oscuro como su cara, propuso a otros dos compañeros crear toda clase de dificultades a la humanidad, cosa que lograron tan completamente (la familia del peón gozaba de mucha influencia política), que fue necesaria casi la mitad de la representación para poner las cosas en claro, y solamente se consiguió gracias a un honrado tendero que llevaba un sombrero blanco, botines negros y nariz roja, el cual, armado de unas parrillas, se metió en la caja de un reloj y desde allí escuchaba cuanto sucedía, salía y asestaba un parrillazo a todos aquellos a quienes no podía refutar lo que acababan de 183 decir. Esto fue causa de que el señor Wopsle, de quien hasta entonces no se había oído hablar, apareciese con una estrella y una jarretera, como ministro plenipotenciario del Almirantazgo, para decir que los intrigantes serían encarcelados inmediatamente y que se disponía a honrar al contramaestre con la bandera inglesa, como ligero reconocimiento de sus servicios públicos. El contramaestre, conmovido por primera vez, se secó, respetuoso, los ojos con la bandera, y luego, recobrando su ánimo y dirigiendo al señor Wopsle el tratamiento de Su Honor, solicitó la merced de darle el brazo. El señor Wopsle le concedió su brazo con graciosa dignidad, e inmediatamente fue empujado a un rincón lleno de polvo, mientras los demás bailaban una danza de marineros; y desde aquel rincón, observando al público con disgustada mirada, me descubrió. La segunda pieza era la pantomima cómica de Navidad, en cuya primera escena me supo mal reconocer al señor Wopsle, que llevaba unas medias rojas de estambre; su rostro tenía un resplandor fosfórico, y a guisa de cabello llevaba un fleco rojo de cortina. Estaba ocupado en la fabricación de barrenos en una mina, y demostró la mayor cobardía cuando su gigantesco patrono llegó, hablando con voz ronca, para cenar. Mas no tardó en presentarse en circunstancias más dignas; el Genio del Amor Juvenil tenía necesidad de auxilio -a causa de la brutalidad de un ignorante granjero que se oponía a que su hija se casara con el elegido de su corazón, para lo cual dejó caer sobre el pretendiente un saco de harina desde la ventana del primer piso, - y por esta razón llamó a un encantador muy sentencioso; el cual, llegando de los antípodas con la mayor ligereza, después de un viaje en apariencia bastante violento, resultó ser el señor Wopsle, que llevaba una especie de corona a guisa de sombrero y un volumen nigromántico bajo el brazo. Y como la ocupación de aquel hechicero en la tierra no era otra que la de atender a lo que le decían, a las canciones que le cantaban y a los bailes que daban en su honor, eso sin contar los fuegos artificiales de varios colores que le tributaban, disponía de mucho tiempo. Y observé, muy sorprendido, que lo empleaba en mirar con la mayor fijeza hacia mí, cosa que me causó extraordinario asombro. Había algo tan notable en la atención, cada vez mayor, de la mirada del señor Wopsle y parecía preocuparle tanto lo que veía, que por más que lo procuré me fue imposible adivinar la causa que tanto le intrigaba. Aún seguía pensando en eso cuando, una hora más tarde, salí del teatro y lo encontré esperándome junto a la puerta. - ¿Cómo está usted? - le pregunté, estrechándole la mano, cuando ya estábamos en la calle. - Ya me di cuenta de que me había visto. - ¿Que le vi, señor Pip? – replicó. - Sí, es verdad, le vi. Pero ¿quién era el que estaba con usted? - ¿Quién era? - Es muy extraño - añadió el señor Wopsle, cuya mirada manifestó la misma perplejidad que antes, - y, sin embargo, juraría… Alarmado, rogué al señor Wopsle que se explicara. - No sé si le vi en el primer momento, gracias a que estaba con usted - añadió el señor Wopsle con la misma expresión vaga y pensativa. - No puedo asegurarlo, pero… Involuntariamente miré alrededor, como solía hacer por las noches cuando me dirigía a mi casa, porque aquellas misteriosas palabras me dieron un escalofrío. - ¡Oh! Ya no debe de estar por aquí-observó el señor Wopsle. - Salió antes que yo. Le vi cuando se marchaba. Como tenía razones para estar receloso, incluso llegué a sospechar del pobre actor. Creí que sería una argucia para hacerme confesar algo. Por eso le miré mientras andaba a mi lado; pero no dije nada. -Me produjo la impresión ridícula de que iba con usted, señor Pip, hasta que me di cuenta de que usted no sospechaba siquiera su presencia. Él estaba sentado a su espalda, como si fuese un fantasma. Volví a sentir un escalofrío, pero estaba resuelto a no hablar, pues con sus palabras tal vez quería hacerme decir algo referente a Provis. Desde luego, estaba completamente seguro de que éste no se hallaba en el teatro… - Ya comprendo que le extrañan mis palabras, señor Pip. Es evidente que está usted asombrado. Pero ¡es tan raro! Apenas creerá usted lo que voy a decirle, y yo mismo no lo creería si me lo dijera usted. - ¿De veras? -Sin duda alguna. ¿Se acuerda usted, señor Pip, de que un día de Navidad, hace ya muchos años, cuando usted era niño todavía, yo comí en casa de Gargery, y que, al terminar la comida, llegaron unos soldados para que les recompusieran un par de esposas? - Lo recuerdo muy bien. 184 - ¿Se acuerda usted de que hubo una persecución de dos presidiarios fugitivos? Nosotros nos unimos a los soldados, y Gargery se lo subió a usted sobre los hombros; yo me adelanté en tanto que ustedes me seguían lo mejor que les era posible. ¿Lo recuerda? - Lo recuerdo muy bien. Y, en efecto, me acordaba mejor de lo que él podía figurarse, a excepción de la última frase. - ¿Se acuerda, también, de que llegamos a una zanja, y de que allí había una pelea entre los dos fugitivos, y de que uno de ellos resultó con la cara bastante maltratada por el otro? - Me parece que lo estoy viendo. - ¿Y que los soldados, después de encender las antorchas, pusieron a los dos presidiarios en el centro del pelotón y nosotros fuimos acompañándolos por los negros marjales, mientras las antorchas iluminaban los rostros de los presos… (este detalle tiene mucha importancia), en tanto que más allá del círculo de luz reinaban las tinieblas? - Sí - contesté -. Recuerdo todo eso. - Pues he de añadir, señor Pip, que uno de aquellos dos hombres estaba sentado esta noche detrás de usted. Le vi por encima del hombro de usted. «¡Cuidado!», pensé. Y luego pregunté, en voz alta: - ¿A cuál de los dos le pareció ver? -A1 que había sido maltratado por su compañero-contestó sin vacilar, - y no tendría inconveniente en jurar que era él. Cuanto más pienso en eso, más seguro estoy de que era él. - Es muy curioso - dije con toda la indiferencia que pude fingir, como si la cosa no me importara nada. - Es muy curioso. No puedo exagerar la inquietud que me causó esta conversación ni el terror especial que sentí al enterarme de que Compeyson había estado detrás de mí «como un fantasma». Si había estado lejos de mi mente alguna vez, a partir del momento en que se ocultó Provis era, precisamente, cuando se hallaba a menor distancia de mí, y el pensar que no me había dado cuenta de ello y que estuve tan distraído como para no advertirlo equivalía a haber cerrado una avenida llena de puertas que lo mantenía lejos de mí, para que, de pronto, me lo encontrase al lado. No podía dudar de que estaba en el teatro, puesto que estuve yo también, y de que, por leve que fuese el peligro que nos amenazara, era evidente que existía y que nos rodeaba. Pregunté al señor Wopsle acerca de cuándo entró aquel hombre en la sala, pero no pudo contestarme acerca de eso; me vio, y por encima de mi hombro vio a aquel hombre. Solamente después de contemplarlo por algún tiempo logró identificarlo; pero desde el primer momento lo asoció de un modo vago conmigo mismo, persuadido de que era alguien que se relacionara conmigo durante mi vida en la aldea. Le pregunté cómo iba vestido, y me contestó que con bastante elegancia, de negro, pero que, por lo demás, no tenía nada que llamara la atención. Luego le pregunté si su rostro estaba desfigurado, y me contestó que no, según le parecía. Yo tampoco lo creía, porque a pesar de mis preocupaciones, al mirar alrededor de mí no habría dejado de llamarme la atención un rostro estropeado. Cuando el señor Wopsle me hubo comunicado todo lo que podía recordar o cuanto yo pude averiguar por él, y después de haberle invitado a tomar un pequeño refresco para reponerse de las fatigas de la noche, nos separamos. Entre las doce y la una de la madrugada llegué al Temple, cuyas puertas estaban cerradas. Nadie estaba cerca de mí cuando las atravesé ni cuando llegué a mi casa. Herbert estaba ya en ella, y ante el fuego celebramos un importante consejo. Pero no se podía hacer nada, a excepción de comunicar a Wemmick lo que descubriera aquella noche, recordándole, de paso, que esperábamos sus instrucciones. Y como creí que tal vez le comprometería yendo con demasiada frecuencia al castillo, le informé de todo por carta. La escribí antes de acostarme, salí y la eché al buzón; tampoco aquella vez pude notar que nadie me siguiera ni me vigilara. Herbert y yo estuvimos de acuerdo en que lo único que podíamos hacer era ser muy prudentes. Y lo fuimos más que nunca, en caso de que ello fuese posible, y, por mi parte, nunca me acercaba a la vivienda de Provis más que cuando pasaba en mi bote. Y en tales ocasiones miraba a sus ventanas con la misma indiferencia con que hubiera mirado otra cosa cualquiera. ...

En la línea 887
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Todas estas preguntas tenían un sólido fundamento. Lo sabia desde antes de hacérselas. La noche en que había resuelto tirarlo todo al agua había tomado esta decisión sin vacilar, como si hubiese sido imposible obrar de otro modo. Sí, sabía todas estas cosas y recordaba hasta los menores detalles. Sabía que todo había de ocurrir como estaba ocurriendo; lo sabía desde el momento mismo en que había sacado los estuches del arca sobre la cual estaba inclinado… Sí, lo sabía perfectamente. ...

En la línea 1865
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona. Nastasia permanecía en el último escalón, con una luz en la mano. Rasumikhine daba muestras de gran agitación. Media hora antes, cuando acompañaba a Raskolnikof, estaba muy hablador (se daba perfecta cuenta de ello), pero fresco y despejado, a pesar de lo mucho que había bebido. Ahora sentía una especie de exaltación: el vino ingerido parecía actuar de nuevo en él, y con redoblado efecto. Había cogido a las dos mujeres de la mano y les hablaba con una vehemencia y una desenvoltura extraordinarias. Casi a cada palabra, sin duda para mostrarse más convincente, les apretaba la mano hasta hacerles daño, y devoraba a Avdotia Romanovna con los ojos del modo más impúdico. A veces, sin poder soportar el dolor, las dos mujeres libraban sus dedos de la presión de las enormes y huesudas manos; pero él no se daba cuenta y seguía martirizándolas con sus apretones. Si en aquel momento ellas le hubieran pedido que se arrojara de cabeza por la escalera, él lo habría hecho sin discutir ni vacilar. Pulqueria Alejandrovna no dejaba de advertir que Rasumikhine era un hombre algo extravagante y que le apretaba demasiado enérgicamente la mano, pero la actitud y el estado de su hijo la tenían tan trastornada, que no quería prestar atención a los extraños modales de aquel joven que había sido para ella la Providencia en persona. ...

En la línea 2004
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Desde luego, mamá ‑respondió sin vacilar Avdotia Romanovna. ...

En la línea 3853
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑He aquí el asunto. Un día me planteé la cuestión siguiente: «¿Qué habría ocurrido si Napoleón se hubiese encontrado en mi lugar y no hubiera tenido, para tomar impulso en el principio de su carrera, ni Tolón, ni Egipto, ni el paso de los Alpes por el Mont Blanc, sino que, en vez de todas estas brillantes hazañas, sólo hubiera dispuesto de una detestable y vieja usurera, a la que tendría que matar para robarle el dinero… , en provecho de su carrera, entiéndase? ¿Se habría decidido a matarla no teniendo otra alternativa? ¿No se habría detenido al considerar lo poco que este acto tenía de heroico y lo mucho que ofrecía de criminal… ?» Te confieso que estuve mucho tiempo torturándome el cerebro con estas preguntas, y me sentí avergonzado cuando comprendí repentinamente que no sólo no se habría detenido, sino que ni siquiera le habría pasado por el pensamiento la idea de que esta acción pudiera ser poco heroica. Ni siquiera habría comprendido que se pudiera vacilar. Por poco que hubiera sido su convencimiento de que ésta era para él la única salida, habría matado sin el menor escrúpulo. ¿Por qué había de tenerlo yo? Y maté, siguiendo su ejemplo… He aquí exactamente lo que sucedió. Te parece esto irrisorio, ¿verdad? Sí, te lo parece. Y lo más irrisorio es que las cosas ocurrieron exactamente así. ...

Errores Ortográficos típicos con la palabra Vacilar

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Cómo se escribe vacilar o vazilar?
Cómo se escribe vacilar o bacilar?

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