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La palabra trankilos
Cómo se escribe

Comó se escribe trankilos o tranquilos?

Cual es errónea Tranquilos o Trankilos?

La palabra correcta es Tranquilos. Sin Embargo Trankilos se trata de un error ortográfico.

El Error ortográfico detectado en el termino trankilos es que hay un Intercambio de las letras k;q con respecto la palabra correcta la palabra tranquilos

Más información sobre la palabra Tranquilos en internet

Tranquilos en la RAE.
Tranquilos en Word Reference.
Tranquilos en la wikipedia.
Sinonimos de Tranquilos.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Tranquilos

Cómo se escribe tranquilos o trankilos?
Cómo se escribe tranquilos o trranquilos?
Cómo se escribe tranquilos o tranquiloz?


El Español es una gran familia

Reglas relacionadas con los errores de k;q

Las Reglas Ortográficas de la K

Regla 1.- K La letra K es muy escasa en castellano y solo aparece dos tipos de palabras, en los vocablos con prefijo de kilo-

Ejemplos: kilómetro kilogramo kilotón kilohertzio ...

Regla 2.- K La otra fuente de palabras que usan k son los prestamos linguisticos de otros idiomas como

por ejemplo en káiser kárate kurdo

Regla 3.- K En general el sonido K (de queso o camino) se transcribe con c ante las vocales 'a', 'o', 'u' y con qu ante 'e' o 'i'

carne coche cuello queso quince

Las Reglas Ortográficas de la Q

Regla 1.- Regla general La letra Q es poco usada en castellano y siempre va acompañada de que o qui, aunque la u no se pronuncia

La mayorias de las palabras que usan k son los prestamos linguisticos de otros idiomas

Ejemplos de palabras con Que :

aeroparque anaquel arique arqueología arquero arquetipo arranque asquerosidad ataque aunque banqueta banquete bosque cheque desembarque desemboque desempaque desenfoque desmarque dique disloque embarque empaque enfoque estanque maqueta quebrar queja quemadura quemar querer querubín queso.

Excepciones casi todas prestamos extranjeros: bróker búnker cricket hacker hockey karaoke kelvin kendo keniata marketing sketch.

Ejemplos de palabras con Qui : adquirir adquisición alquilar alquimia anarquista aniquilación aniquilar arquitectura esquimal quiebra quietud quijada química quince quincena quincuagésima
Excepciones: aikido bikini kilo kilobyte kilocaloría kilociclo kilogramo kilohercio kilolitro kilometraje kilometrar kilómetro kilovatio kilovoltio kimono kindergarten kiosco kiwi overbooking parking ranking vikingo.

Regla 2.- Plurales de cLos plurales de las palabras de origen extranjero que terminan en c. Ejemplos:

frac – fraques cuello vivac – vivaques clac – claques

Regla 3 .- Doble grafía Existen palabras que tienen doble grafía se escriben con K, pero se pueden usar tambien la Q dos grafías. Ejemplos: kiosco – quioscov fakir – faquir kimono – quimono kilogramo – quilogramo.


Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras k;q

Algunas Frases de libros en las que aparece tranquilos

La palabra tranquilos puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1255
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El señorito conocía el medio de terminar esta anarquía. Al gobierno tocaba gran parte de culpa. A aquellas horas, habiéndose iniciado la huelga, debía tener en Jerez un batallón, un ejército, si era preciso, y cañones, muchos cañones. Y se quejaba amargamente del descuido de los de arriba, como si el ejército de España tuviese por única misión guardar a los ricos de Jerez para que viviesen tranquilos, y equivaliese a una felonía el no llenar calles y campos de pantalones rojos y brillantes bayonetas, apenas los viñadores mostraban cierto descontento. ...

En la línea 3306
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Además, estad tranquilos, no todos llegaremos a Londres. ...

En la línea 3321
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¡Pues bien, tendréis distracciones, señores, estad tranquilos! -dijo D'Artagnan. ...

En la línea 3626
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Ya estamos tranquilos por ese lado -dijo Buckingham, volvién dose hacia D'Artagnan -. ...

En la línea 5384
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Los cuatro amigos, más tranquilos desde entonces por su futuro, hicieron honor a la comida, cuyas sobras fueron abandonadas a los se ñores Mosquetón, Bazin, Planchet y Grimaud. ...

En la línea 5571
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... En la Iglesia no es costumbre montar a caballo; preferimos las mulas: son animales más tranquilos. ...

En la línea 707
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Pasamos la noche cerca del punto de unión del estrecho de Ponsonby con el canal del Beagle. Una reducida familia de fueguenses, tranquilos e inofensivos, habita la pequeña ansa donde hemos desembarcado; enseguida vienen a unirse con nosotros alrededor de nuestro fuego. Aunque todos estábamos bien vestidos y a pesar de hallarnos cerca de la lumbre, estábamos muy lejos de sentir calor; y sin embargo, estos salvajes, completamente desnudos y mucho más distantes que nosotros de las brasas, sudaban a chorros, con gran sorpresa nuestra, lo confieso. De todas maneras parecían muy contentos de hallarse cerca de nosotros, y aprendieron de memoria la letra de una canción de los marineros; pero siempre cantaban algo retrasados, produciendo un efecto muy extraño. ...

En la línea 2275
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... s taitianos comprenden hoy muy bien el valor del dinero y lo prefieren a los antiguos trajes y a otros objetos; sin embargo las diferentes clases de monedas inglesas o españolas les estorban y preocupan: no están tranquilos hasta que se les cambian las pequeñas en duros o en dollars ...

En la línea 2843
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Los primeros viajeros pensaban que los animales construían el coral edificando instintivamente grandes círculos, de modo que pudiesen habitar tranquilos la parte interior; pero esta explicación está tan lejos de la verdad, que los pólipos ordinarios, cuyo trabajo en el lado exterior asegura la existencia misma del arrecife, no pueden vivir dentro, donde florecen otras especies que fabrican ramas delicadas ...

En la línea 2955
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... tos hombres, por lo común, muy tranquilos, se portan muy bien; su conducta, su limpieza, la fiel observancia de su extraña religión, todo concurre a hacer de ellos una clase muy distinta a la de nuestros miserables penados en Nueva Gales del Sur. ...

En la línea 5912
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Había una mesa en cada esquina, y alrededor de todas curas y legos que hablaban, gesticulaban, iban y venían, insistían en pedir algo con temor de un desaire; los empleados, más tranquilos, fumaban o escribían, contestaban con monosílabos, y a veces no contestaban. ...

En la línea 7841
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Al más filósofo vetustense se le ocurría que no somos nada, que muchos de sus conciudadanos que se paseaban tan tranquilos, estarían el año que viene con los otros; cualquiera menos él. ...

En la línea 10337
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Don Álvaro clavó los ojos en el rostro de Ana con audacia y ella levantó los suyos, grandes, suaves, tranquilos y miró sin miedo al seductor, a la tentación de años y años. ...

En la línea 13991
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ella, sorprendida, sin sacudir la pereza corresponde con tibias caricias, y a poco, ambos fatigados, soñolientos, encontrando en la molicie de mojarse inmóviles, inflados, mayor voluptuosidad que en los devaneos, vuelven a su quietismo, tranquilos, sin rencores, sin engaño, sin quejarse de la mutua displicencia. ...

En la línea 1456
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - Esto no es extraordinario, gentleman. También creo que en el mundo de los Hombres-Montañas las gentes dan su sangre y mueren por intereses completamente opuestos a sus propios intereses. Los pobres, vestidos con un uniforme, pelean por conservar a los ricos su riqueza; los soldados, cuando terminan las guerras, viven en la miseria, mientras los que se quedaron tranquilos en sus casas se reparten las cosas conquistadas; las mujeres ignorantes apoyan a los hombres que se oponen a las reivindicaciones del sexo femenino. Así son los absurdos de la vida. ...

En la línea 6062
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Guillermina sentía tanto asombro como lástima ante las demostraciones de aquel buen hombre que con tanta franqueza se expresaba. Poco a poco fue tomando el dolor de Segismundo acentos más tranquilos, y sentado a la cabecera del lecho mortuorio, habló con la santa de un asunto que necesariamente y por la fuerza de la realidad se imponía. ...

En la línea 1183
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Al sentir unos lametones en la mano exclamó: «Ah, ¿ya estás aquí, Orfeo? Tú como no hablas no mientes, y hasta creo que no te equivocas, que no te mientes. Aunque, como animal doméstico que eres, algo se te habrá pegado del hombre… No hacemos más que mentir y darnos importancia. La palabra se hizo para exagerar nuestras sensaciones a impresiones todas… acaso para creerlas. La palabra y todo género de expresión convencional, como el beso y el abrazo… No hacemos sino representar cada uno su papel. ¡Todos personas, todos caretas, todos cómicos! Nadie sufre ni goza lo que dice y expresa y acaso cree que goza y sufre; si no, no se podría vivir. En el fondo estamos tan tranquilos. Como yo ahora aquí, representando a solas mi comedia, hecho actor y espectador a la vez. No mata más que el dolor físico. La única verdad es el hombre fisiológico, el que no habla, el que no miente … » ...

En la línea 1720
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Intenté continuar la lectura del libro de Sirr, pero sin poder hacer otra cosa que hojearlo maquinalmente. Veía entre las líneas las formidables mandilbulas abiertas de los escualos. En aquel momento, entraron Conseil y el canadiense. Venían tranquilos e incluso alegres. No sabían lo que les esperaba. ...

En la línea 2603
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Se trataba entonces de procurar carne fresca a mi tripulación. Aquí sería matar por matar. Ya sé que es éste un privilegio reservado al hombre, pero yo no admito estos pasatiempos mortíferos. Es una acción condenable la que cometen los de su oficio, señor Land, al destruir a estos seres buenos e inofensivos que son las ballenas, tanto la austral como la franca. Ya han despoblado toda la bahía de Baffin y acabarán aniquilando una clase de animales útiles. Deje, pues, tranquilos a estos desgraciados cetáceos, que bastante tienen ya con sus enemigos naturales, los cachalotes, los espadones y los sierra. ...

En la línea 2897
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Comprendí lo que había ocurrido. El Nautilus acababa de ponerse en marcha a gran velocidad, y los destellos tranquilos de las murallas de hielo se habían tornado en rayas de fuego, en las que se confundían los fulgores de las miríadas de diamantes. Impulsado por su hélice, el Nautilus viajaba en un joyero de relámpagos. ...

En la línea 2037
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Metiéndome en el bolsillo la nota de la señorita Havisham, a fin de que sirviera de credencial por haber vuelto tan pronto a su casa, en el supuesto de que su humor caprichoso le hiciese demostrar alguna sorpresa al verme, tomé la diligencia del día siguiente. Pero me apeé en la Casa de Medio Camino y allí me desayuné, recorriendo luego a pie el resto del trayecto, porque tenía interés en llegar a la ciudad de modo que nadie se diese cuenta de ello y marcharme de la misma manera. Había desaparecido ya la mejor luz del día cuando pasé a lo largo de los tranquilos patios de la parte trasera de la calle Alta. Los montones de ruinas en donde, en otro tiempo, los monjes tuvieron sus refectorios y sus jardines, y cuyas fuertes murallas se utilizaban ahora como humildes albergues y como establos, estaban casi tan silenciosas como los antiguos monjes en sus tumbas. Las campanas de la catedral tuvieron para mí un sonido más triste y más remoto que nunca, mientras andaba apresuradamente para evitar ser visto; así, los sonidos del antiguo órgano llegaron a mis oídos como fúnebre música; y las cornejas que revoloteaban en torno de la torre gris, deslizándose a veces hacia los árboles, altos y desprovistos de hojas, del jardín del priorato, parecían decirme que aquel lugar estaba cambiado y que Estella se había marchado para siempre. Acudió a abrirme la puerta una mujer ya de edad, a quien había visto otras veces y que pertenecía a la servidumbre que vivía en la casa aneja situada en la parte posterior del patio. En el oscuro corredor estaba la bujía encendida, y, tomándola, subí solo la escalera. La señorita Havisham no estaba en su propia estancia, sino en la más amplia, situada al otro lado del rellano. Mirando al interior desde la puerta, después de llamar en vano, la vi sentada ante el hogar en una silla desvencijada, perdida en la contemplación del fuego, lleno de cenizas. Como otras veces había hecho, entré y me quedé en pie, al lado de la antigua chimenea, para que me viese así que levantara los ojos. Indudablemente, la pobre mujer estaba muy sola, y esto me indujo a compadecerme de ella, a pesar de los dolores que me había causado. Mientras la miraba con lástima y pensaba que yo también había llegado a ser una parte de la desdichada fortuna de aquella casa, sus ojos se fijaron en mí. Los abrió mucho y en voz baja se preguntó: - ¿Será una visión real? - Soy yo: Pip. El señor Jaggers me entregó ayer la nota de usted, y no he perdido tiempo en venir. - Gracias, muchas gracias. Acerqué al fuego otra de las sillas en mal estado y me senté, observando en el rostro de la señorita Havisham una expresión nueva, como si estuviese asustada de mí. - Deseo - dijo - continuar el beneficio de que me hablaste en tu última visita, a fin de demostrarte que no soy de piedra. Aunque tal vez ahora no podrás creer ya que haya algún sentimiento humano en mi corazón. 189 Le dije algunas palabras tranquilizadoras, y ella extendió su temblorosa mano derecha, como si quisiera tocarme; pero la retiró en seguida, antes de que yo comprendiese su intento y determinara el modo de recibirlo. -Al hablar de tu amigo me dijiste que podrías informarme de cómo seríame dado hacer algo útil para él. Algo que a ti mismo te gustaría realizar. - Así es. Algo que a mí me gustaría poder hacer. - ¿Qué es eso? Empecé a explicarle la secreta historia de lo que hice para lograr que Herbert llegara a ser socio de la casa en que trabajaba. No había avanzado mucho en mis explicaciones, cuando me pareció que mi interlocutora se fijaba más en mí que en lo que decía. Y contribuyó a aumentar esta creencia el hecho de que, cuando dejé de hablar, pasaron algunos instantes antes de que me demostrara haber notado que yo guardaba silencio. - ¿Te has interrumpido, acaso - me preguntó, como si, verdaderamente, me tuviese miedo, - porque te soy tan odiosa que ni siquiera te sientes con fuerzas para seguir hablándome? - De ninguna manera - le contesté. - ¿Cómo puede usted imaginarlo siquiera, señorita Havisham? Me interrumpí por creer que no prestaba usted atención a mis palabras. - Tal vez no - contestó, llevándose una mano a la cabeza. - Vuelve a empezar, y yo miraré hacia otro lado. Vamos a ver: refiéreme todo eso. Apoyó la mano en su bastón con aquella resoluta acción que le era habitual y miró al fuego con expresión demostrativa de que se obligaba a escuchar. Continué mi explicación y le dije que había abrigado la esperanza de terminar el asunto por mis propios medios, pero que ahora había fracasado en eso. Esta parte de mi explicación, según le recordé, envolvía otros asuntos que no podía detallar, porque formaban parte de los secretos de otro. - Muy bien - dijo moviendo la cabeza en señal de asentimiento, pero sin mirarme. - ¿Y qué cantidad se necesita para completar el asunto? - Novecientas libras. - Si te doy esa cantidad para el objeto expresado, ¿guardarás mi secreto como has guardado el tuyo? -Con la misma fidelidad. - ¿Y estarás más tranquilo acerca del particular? - Mucho más. - ¿Eres muy desgraciado ahora? Me hizo esta pregunta sin mirarme tampoco, pero en un tono de simpatía que no le era habitual. No pude contestar en seguida porque me faltó la voz, y, mientras tanto, ella puso el brazo izquierdo a través del puño de su bastón y descansó la cabeza en él. - Estoy lejos de ser feliz, señorita Havisham, pero tengo otras causas de intranquilidad además de las que usted conoce. Son los secretos a que me he referido. Después de unos momentos levantó la cabeza y de nuevo miró al fuego. - Te portas con mucha nobleza al decirme que tienes otras causas de infelicidad. ¿Es cierto? - Demasiado cierto. - ¿Y no podría servirte a ti, Pip, así como sirvo a tu amigo? ¿No puedo hacer nada en tu obsequio? - Nada. Le agradezco la pregunta. Y mucho más todavía el tono con que me la ha hecho. Pero no puede usted hacer nada. Se levantó entonces de su asiento y buscó con la mirada algo con que escribir. Allí no había nada apropiado, y por esto tomó de su bolsillo unas tabletas de marfil montadas en oro mate y escribió en una de ellas con un lapicero de oro, también mate, que colgaba de su cuello. - ¿Continúas en términos amistosos con el señor Jaggers? - Sí, señora. Ayer noche cené con él. - Esto es una autorización para él a fin de que te pague este dinero, que quedará a tu discreción, para que lo emplees en beneficio de tu amigo. Aquí no tengo dinero alguno; pero si crees mejor que el señor Jaggers no se entere para nada de este asunto, te lo mandaré. - Muchas gracias, señorita Havisham. No tengo ningún inconveniente en recibir esta suma de manos del señor Jaggers. Me leyó lo que acababa de escribir, que era expresivo y claro y evidentemente encaminado a librarme de toda sospecha de que quisiera aprovecharme de aquella suma. Tomé las tabletas de su mano, que estaba temblorosa y que tembló más aún cuando quitó la cadena que sujetaba el lapicero y me la puso en la mano. Hizo todo esto sin mirarme. 190 - En la primera hoja está mi nombre. Si alguna vez puedes escribir debajo de él «la perdono», aunque sea mucho después de que mi corazón se haya convertido en polvo, te ruego que lo hagas. - ¡Oh señorita Havisham! – exclamé. - Puedo hacerlo ahora mismo. Todos hemos incurrido en tristes equivocaciones; mi vida ha sido ciega e inútil, y necesito tanto, a mi vez, el perdón y la compasión ajenos, que no puedo mostrarme severo con usted. Volvió por vez primera su rostro hacia el mío, y con el mayor asombro por mi parte y hasta con el mayor terror, se arrodilló ante mí, levantando las manos plegadas de un modo semejante al que sin duda empleó cuando su pobre corazón era tierno e inocente, para implorar al cielo acompañada de su madre. El verla, con su cabello blanco y su pálido rostro, arrodillada a mis pies, hizo estremecer todo mi cuerpo. Traté de levantarla y tendí los brazos más cerca, y, apoyando en ellos la cabeza, se echó a llorar. Jamás hasta entonces la había visto derramar lágrimas, y, creyendo que el llanto podría hacerle bien, me incliné hacia ella sin decirle una palabra. Y en aquel momento, la señorita Havisham no estaba ya arrodillada, sino casi tendida en el suelo. - ¡Oh! - exclamó, desesperada. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - Si se refiere usted, señorita Havisham, a lo que haya podido hacer contra mí, permítame que le conteste: muy poco. Yo la habría amado en cualquier circunstancia. ¿Está casada? - Sí. Esta pregunta era completamente inútil, porque la nueva desolación que se advertía en aquella casa ya me había informado acerca del particular. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - repitió, retorciéndose las manos y mesándose el blanco cabello. Y volvió a lamentar-: ¡Qué he hecho! No sabía qué contestar ni cómo consolarla. De sobra me constaba que había obrado muy mal, animada por su violento resentimiento, por su burlado amor y su orgullo herido, al adoptar a una niña impresionable para moldearla de acuerdo con sus sentimientos. Pero era preciso recordar que al sustraerse a la luz del día había abandonado infinitamente mucho más. A1 encerrarse se había apartado a sí misma de mil influencias naturales y consoladoras; su mente, en la soledad, había enfermado, como no podía menos de ocurrir al sustraerse de las intenciones de su Hacedor. Y me era imposible mirarla sin sentir compasión, pues advertía que estaba muy castigada al haberse convertido en una ruina, por no tener ningún lugar en la tierra en que había nacido; por la vanidad del dolor, que había sido su principal manía, como la vanidad de la penitencia, del remordimiento y de la indignidad, así como otras monstruosas vanidades que han sido otras tantas maldiciones en este mundo. - Hasta que hablaste con ella en tu visita anterior y hasta que vi en ti, como si fuese un espejo, lo que yo misma sintiera en otros tiempos, no supe lo que había hecho. ¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho! Y repitió esta exclamación infinitas veces. - Señorita Havisham - le dije en cuanto guardó silencio. - Puede usted alejarme de su mente y de su conciencia. Pero en cuanto a Estella, es un caso diferente, y si alguna vez puede usted deshacer lo que hizo al imponer silencio a todos sus tiernos sentimientos, será mucho mejor dedicarse a ello que a lamentar el pasado, aunque fuese durante cien años enteros. - Sí, sí, ya lo sé, pero, querido Pip… - y su tono me demostraba el tierno afecto femenino que por mí sentía. - Querido Pip, créeme cuando te digo que no me propuse más que evitarle mi propia desgracia. Al principio no me proponía nada más. - Así lo creo también - le contesté. - Pero cuando creció, haciendo prever que sería muy hermosa, gradualmente hice más y obré peor; y con mis alabanzas y lisonjas, con mis joyas y mis lecciones, con mi persona ante ella, le robé su corazón para sustituirlo por un trozo de hielo. - Mejor habría sido - no pude menos que exclamar -dejarle su propio corazón, aunque quedara destrozado o herido. Entonces la señorita Havisham me miró, tal vez sin verme, y de nuevo volvió a preguntarme qué había hecho. - Si conocieras la historia entera - dijo luego, - me tendrías más compasión y me comprenderías mejor. - Señorita Havisham - contesté con tanta delicadeza como me fue posible. - Desde que abandoné esta región creo conocer su historia entera. Siempre me ha inspirado mucha compasión, y espero haberla comprendido, dándome cuenta de su influencia. ¿Cree usted que lo que ha pasado entre nosotros me dará la libertad de hacerle una pregunta acerca de Estella? No la Estella de ahora, sino la que era cuando llegó aquí. 191 La señorita Havisham estaba sentada en el suelo, con los brazos apoyados en la silla y la cabeza descansando en ellos. Me miró cara a cara cuando le dije esto, y contestó: - Habla. - ¿De quién era hija Estella? Movió negativamente la cabeza. - ¿No lo sabe usted? Hizo otro movimiento negativo. - ¿Pero la trajo el señor Jaggers o la mandó? -La trajo él mismo. - ¿Quiere usted referirme la razón de su venida? - Hacía ya mucho tiempo que yo estaba encerrada en estas habitaciones - contestó en voz baja y precavida. - No sé cuánto tiempo hacía, porque, como sabes, los relojes están parados. Entonces le dije que necesitaba una niña para educarla y amarla y para evitarle mi triste suerte. Le vi por vez primera cuando le mandé llamar a fin de que me preparase esta casa y la dejara desocupada para mí, pues leí su nombre en los periódicos antes de que el mundo y yo nos hubiésemos separado. Él me dijo que buscaría una niña huérfana; y una noche la trajo aquí dorrnida y yo la llamé Estella. - ¿Qué edad tenía entonces? - Dos o tres años. Ella no sabe nada, a excepción de que era huérfana y que yo la adopté. Tan convencido estaba yo de que la criada del señor Jaggers era su madre, que no necesitaba ninguna prueba más clara, porque para cualquiera, según me parecía, la relación entre ambas mujeres habría sido absolutamente indudable. ¿Qué podía esperar prolongando aquella entrevista? Había logrado lo que me propuse en favor de Herbert. La señorita Havisham me comunicó todo lo que sabía acerca de Estella, y yo le dije e hice cuanto me fue posible para tranquilizarla. Poco importa cuáles fueron las palabras de nuestra despedida, pero el caso es que nos separamos. Cuando bajé la escalera y llegué al aire libre era la hora del crepúsculo. Llamé a la mujer que me había abierto la puerta para entrar y le dije que no se molestara todavía, porque quería dar un paseo alrededor de la casa antes de marcharme. Tenía el presentimiento de que no volvería nunca más, y experimentaba la sensación de que la moribunda luz del día convenía en gran manera a mi última visión de aquel lugar. Pasando al lado de las ruinas de los barriles, por el lado de los cuales había paseado tanto tiempo atrás y sobre los que había caído la lluvia de infinidad de años, pudriéndolos en muchos sitios y dejando en el suelo marjales en miniatura y pequeños estanques, me dirigí hacia el descuidado jardín. Di una vuelta por él y pasé también por el lugar en que nos peleamos Herbert y yo; luego anduve por los senderos que recorriera en compañía de Estella. Y todo estaba frío, solitario y triste. Encaminándome hacia la fábrica de cerveza para emprender el regreso, levanté el oxidado picaporte de una puertecilla en el extremo del jardín y eché a andar a través de aquel lugar. Dirigíame hacia la puerta opuesta, difícil de abrir entonces, porque la madera se había hinchado con la humedad y las bisagras se caían a pedazos, sin contar con que el umbral estaba lleno de áspero fango. En aquel momento volví la cabeza hacia atrás. Ello fue causa de que se repitiese la ilusión de que veía a la señorita Havisham colgando de una viga. Y tan fuerte fue la impresión, que me quedé allí estremecido, antes de darme cuenta de que era una alucinación. Pero inmediatamente me dirigí al lugar en que me había figurado ver un espectáculo tan extraordinario. La tristeza del sitio y de la hora y el terror que me causó aquella ficción, aunque momentánea, me produjo un temor indescriptible cuando llegué, entre las abiertas puertas, a donde una vez me arranqué los cabellos después que Estella me hubo lastimado el corazón. Dirigiéndome al patio delantero, me quedé indeciso entre si llamaría a la mujer para que me dejara salir por la puerta cuya llave tenía, o si primero iría arriba para cerciorarme de que no le ocurría ninguna novedad a la señorita Havisham. Me decidí por lo último y subí. Miré al interior de la estancia en donde la había dejado, y la vi sentada en la desvencijada silla, muy cerca del fuego y dándome la espalda. Cuando ya me retiraba, vi que, de pronto, surgía una gran llamarada. En el mismo momento, la señorita Havisham echó a correr hacia mí gritando y envuelta en llamas que llegaban a gran altura. Yo llevaba puesto un grueso abrigo, y, sobre el brazo, una capa también recia. Sin perder momento, me acerqué a ella y le eché las dos prendas encima; además, tiré del mantel de la mesa con el mismo objeto. Con él arrastré el montón de podredumbre que había en el centro y toda suerte de sucias cosas que se escondían allí; ella y yo estábamos en el suelo, luchando como encarnizados enemigos, y cuanto más 192 apretaba mis abrigos y el mantel en torno de ella, más fuertes eran sus gritos y mayores sus esfuerzos por libertarse. De todo eso me di cuenta por el resultado, pero no porque entonces pensara ni notara cosa alguna. Nada supe, a no ser que estábamos en el suelo, junto a la mesa grande, y que en el aire, lleno de humo, flotaban algunos fragmentos de tela aún encendidos y que, poco antes, fueron su marchito traje de novia. Al mirar alrededor de mí vi que corrían apresuradamente por el suelo los escarabajos y las arañas y que, dando gritos de terror, habían acudido a la puerta todos los criados. Yo seguí conteniendo con toda mi fuerza a la señorita Havisham, como si se tratara de un preso que quisiera huir, y llego a dudar de si entonces me di cuenta de quién era o por qué habíamos luchado, por qué ella se vio envuelta en llamas y también por qué éstas habían desaparecido, hasta que vi los fragmentos encendidos de su traje, que ya no revoloteaban, sino que caían alrededor de nosotros convertidos en cenizas. Estaba insensible, y yo temía que la moviesen o la tocasen. Mandamos en busca de socorro y la sostuve hasta que llegó, y, por mi parte, sentí la ilusión, nada razonable, de que si la soltaba surgirían de nuevo las llamas para consumirla. Cuando me levanté al ver que llegaba el cirujano, me asombré notando que mis manos habían recibido graves quemaduras, porque hasta entonces no había sentido el menor dolor. El cirujano examinó a la señorita Havisham y dijo que había recibido graves quemaduras, pero que, por sí mismas, no ponían en peligro su vida. Lo más importante era la impresión nerviosa que había sufrido. Siguiendo las instrucciones del cirujano, le llevaron allí la cama y la pusieron sobre la gran mesa, que resultó muy apropiada para la curación de sus heridas. Cuando la vi otra vez, una hora más tarde, estaba vérdaderamente echada en donde la vi golpear con su bastón diciendo, al mismo tiempo, que allí reposaría un día. Aunque ardió todo su traje, según me dijeron, todavía conservaba su aspecto de novia espectral, pues la habían envuelto hasta el cuello en algodón en rama, y mientras estaba echada, cubierta por una sábana, el recuerdo de algo fantástico que había sido aún flotaba sobre ella. Al preguntar a los criados me enteré de que Estella estaba en París, e hice prometer al cirujano que le escribiría por el siguiente correo. Yo me encargué de avisar a la familia de la señorita Havisham, proponiéndome decírselo tan sólo a Mateo Pocket, al que dejaría en libertad de que hiciera lo que mejor le pareciese con respecto a los demás. Así se lo comuniqué al día siguiente por medio de Herbert, en cuanto estuve de regreso en la capital. Aquella noche hubo un momento en que ella habló Juiciosamente de lo que había sucedido, aunque con terrible vivacidad. Hacia medianoche empezó a desvariar, y a partir de entonces repitió durante largo rato, con voz solemne: « ¡Qué he hecho! » Luego decía: «Cuando llegó no me propuse más que evitarle mi propia desgracia». También añadió: «Toma el lápiz y debajo de mi nombre escribe: «La perdono».» Jamás cambió el orden de estas tres frases, aunque a veces se olvidaba de alguna palabra y, dejando aquel blanco, pasaba a la siguiente. Como no podía hacer nada allí y, por otra parte, tenía acerca de mi casa razones más que suficientes para sentir ansiedad y miedo, que ninguna de las palabras de la señorita Havisham podía alejar de mi mente, decidí aquella misma noche regresar en la primera diligencia, aunque con el propósito de andar una milla más o menos, para subir al vehículo más allá de la ciudad. Por consiguiente, hacia las seis de la mañana me incliné sobre la enferma y toqué sus labios con los míos, precisamente cuando ella decía: «Toma el lápiz y escribe debajo de mi nombre: La perdono.» ...


la Ortografía es divertida

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