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La palabra rapides
Cómo se escribe

Comó se escribe rapides o rapidez?

Cual es errónea Rapidez o Rapides?

La palabra correcta es Rapidez. Sin Embargo Rapides se trata de un error ortográfico.

El Error ortográfico detectado en el termino rapides es que hay un Intercambio de las letras z;s con respecto la palabra correcta la palabra rapidez

Más información sobre la palabra Rapidez en internet

Rapidez en la RAE.
Rapidez en Word Reference.
Rapidez en la wikipedia.
Sinonimos de Rapidez.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Rapidez

Cómo se escribe rapidez o rrapidez?
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El Español es una gran familia


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Reglas relacionadas con los errores de z;s

Las Reglas Ortográficas de la Z

Se escribe z y no c delante de a, o y u.

Se escriben con z las terminaciones -azo, -aza.

Ejemplos: pedazo, terraza

Se escriben con z los sustantivos derivados que terminan en las voces: -anza, -eza, -ez.

Ejemplos: esperanza, grandeza, honradez

La X y la S

Las Reglas Ortográficas de la S

Se escribe s al final de las palabras llanas.
Ejemplos: telas, andamos, penas
Excepciones: alférez, cáliz, lápiz

Se escriben con s los vocablos compuestos y derivados de otros que también se escriben con esta letra.
Ejemplos: pesar / pesado, sensible / insensibilidad

Se escribe con s las terminaciones -esa, -isa que signifiquen dignidades u oficios de mujeres.
Ejemplos: princesa, poetisa

Se escriben con s los adjetivos que terminan en -aso, -eso, -oso, -uso.
Ejemplos: escaso, travieso, perezoso, difuso

Se escribe con s las terminaciones -ísimo, -ísima.
Ejemplos: altísimo, grandísima

Se escribe con s la terminación -sión cuando corresponde a una palabra que lleva esa letra, o cuando otra palabra derivada lleva -sor, -sivo, -sible,-eso.
Ejemplos: compresor, compresión, expreso, expresivo, expresión.

Se escribe s en la terminación de algunos adjetivos gentilicios singulares.
Ejemplos: inglés, portugués, francés, danés, irlandés.

Se escriben s con las sílabas iniciales des-, dis-.
Ejemplos: desinterés, discriminación.

Se escribe s en las terminaciones -esto, -esta.
Ejemplos: detesto, orquesta.

Algunas Frases de libros en las que aparece rapidez

La palabra rapidez puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 942
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Era una exhalación, una sombra blanca que no llegaba a fijarse, por su rapidez, en los turbios ojos de los parroquianos de Copa. ...

En la línea 2140
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Las mujeres, sabedoras de lo ocurrido gracias a la pasmosa rapidez con que en la huerta se transmiten las noticias, salían al camino para ver de cerca al bravo marido de Pepeta y compadecerlo como a un héroe sacrificado por el interés de todos. ...

En la línea 1513
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --No hay nada de eso--repuso enérgicamente, irguiendo su busto como si fuese a levantarse.--Todo son invenciones tuyas. No hay más, que estoy cansada de noviazgos, que no quiero hombre, que pienso pasarme la vida al lado de padre y de ti. ¿Con quién mejor que con vosotros? ¡Se acabaron los novios! El hermano acogía estas palabras con un gesto de incredulidad. ¡Mentira otra vez! ¿Por qué se cansaba de pronto del hombre al que tanto había querido? ¿Qué causa poderosa había deshecho con tanta rapidez su amor?... ¡Ah Mariquita! Él no era tan bobo que se tragase unas excusas faltas de sentido. ...

En la línea 160
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Ya hemos dicho con qué rapidez percibía D'Artagnan una fisonomía; al primer vistazo compro bó que la mujer era joven y bella. ...

En la línea 1991
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Y con toda la rapidez de sus piernas, algo fatigadas ya sin embargo por las carreras de la jornada, D'Artagnan se dirigió hacia la calle du Vieux-Colombier. ...

En la línea 2033
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Al mismo tiempo y con la rapidez de la centella, el desconocido sacó la suya. ...

En la línea 2369
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... El official se lanzó fuera de la habitación con esa rapidez que ponían de ordinario todos l os servidores del cardenal en obedecerle. ...

En la línea 1281
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Ocurrió que una vez, en tiempo de invierno, nuestra pandilla intentó atravesar un río muy ancho y muy profundo, como muchos otros que hay en _Chim del Corahai_, y el bote volcó con la rapidez de la corriente, y todos se ahogaron menos yo y mi _chabí_, a quien llevaba en el seno. ...

En la línea 1379
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Así lo hice, y en el acto el caballo salió al trote, que paulatinamente fué aumentando en rapidez hasta convertirse en un frenético trote largo; sus remos recobraron toda su agilidad, y meneaba las manos de un modo maravilloso. ...

En la línea 1551
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Crucé el Tajo en una barca; el paso fué un poco difícil por la rapidez de la corriente, engrosada con las últimas lluvias. ...

En la línea 2936
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... No obstante, disponía yo de un arma poderosa, y fué tirar del ronzal con toda mi fuerza, hasta que obligué al caballo a volver ligeramente el cuello, que, por lo rígido, parecía de palo; a pesar de todo, no disminuyó la rapidez de su carrera ni un momento. ...

En la línea 47
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... La más pequeña roca de los mares tropicales sirve de sostén a innumerables clases de plantas marinas, a increíbles cantidades de seres en parte vegetales, en parte animales; encuéntrase también rodeada de gran número de peces. Nuestros marinos, en los barcos de pesca, tenían que luchar constantemente con los tiburones para saber a 3 Mr. Horner y Sir David Brewster describieron (Philosophical Transactions, 1836, pág. 65), una extraña «sustancia artificial parecida al nácar». Esta sustancia se deposita en láminas morenas, tenues, transparentes, admirablemente pulimentadas, con particulares propiedades ópticas, en el interior de un vaso con agua, dentro del cual se hace girar con rapidez un tejido untado primero de liga y después de cal. Esta sustancia es mucho más blanda, más transparente y contiene más materias animales que las incrustaciones naturales de la Ascensión; pero esa es otra prueba de la facilidad con que el carbonato de cal y las materias animales se combinan para formar una sustancia sólida que se parece al nácar. ...

En la línea 76
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Salimos de la costa y penetramos de nuevo en la selva. Los árboles son muy altos; la blancura de su tronco contrasta sobremanera con lo que estamos habituados a ver en Europa. Hojeando las notas tomadas en el momento del viaje, advierto que las plantas parásitas, admirables, pasmosas, llenas todas de flores, me chocaban más que nada, como los objetos más nuevos en medio de esas escenas espléndidas. Al salir del bosque, atravesamos inmensos pastos muy desfigurados por un gran número de enormes hormigueros cónicos que se elevan a cerca de 12 pies de altura. Esos hormigueros hacen asemejarse exactamente esta llanura a los volcanes de barro del Jorullo, tal como los pinta Humboldt. Es de noche cuando llegamos a Engenhado, después de estar diez horas a caballo. Por otra parte, no cesaba yo de sentir la mayor sorpresa al pensar cuántas fatigas pueden soportar esos caballos; también me parece que sanan de sus heridas con más rapidez que los caballos de origen inglés. Los vampiros les causan a menudo grandes sufrimientos, mordiéndoles en la cruz, no tanto a causa de la pérdida de sangre que resulta de la mordedura, como a causa de la inflamación que luego produce el roce de la silla. Sé que en Inglaterra han puesto en duda últimamente la veracidad de este hecho; por tanto, es una buena suerte el haber estado yo presente un día en que se cogió a uno de esos vampiros (Desmodus d'Orbigny, Wat.), en el mismo dorso de un caballo. Vivaqueábamos muy tarde una noche cerca de Coquinho, en Chile, cuando mi criado, adviertiendo que un caballo de los nuestros estaba muy agitado, fue a ver qué ocurría; creyendo distinguir algo encima del lomo del caballo, acercó con rapidez una manu y cogió un vampiro. A la mañana siguiente, la hinchazón y los coágulos de sangre permitían ver dónde había sido mordido el caballo; tres días después hicimos uso de éste, sin que pareciera resentirse ya de la mordedura. ...

En la línea 76
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Salimos de la costa y penetramos de nuevo en la selva. Los árboles son muy altos; la blancura de su tronco contrasta sobremanera con lo que estamos habituados a ver en Europa. Hojeando las notas tomadas en el momento del viaje, advierto que las plantas parásitas, admirables, pasmosas, llenas todas de flores, me chocaban más que nada, como los objetos más nuevos en medio de esas escenas espléndidas. Al salir del bosque, atravesamos inmensos pastos muy desfigurados por un gran número de enormes hormigueros cónicos que se elevan a cerca de 12 pies de altura. Esos hormigueros hacen asemejarse exactamente esta llanura a los volcanes de barro del Jorullo, tal como los pinta Humboldt. Es de noche cuando llegamos a Engenhado, después de estar diez horas a caballo. Por otra parte, no cesaba yo de sentir la mayor sorpresa al pensar cuántas fatigas pueden soportar esos caballos; también me parece que sanan de sus heridas con más rapidez que los caballos de origen inglés. Los vampiros les causan a menudo grandes sufrimientos, mordiéndoles en la cruz, no tanto a causa de la pérdida de sangre que resulta de la mordedura, como a causa de la inflamación que luego produce el roce de la silla. Sé que en Inglaterra han puesto en duda últimamente la veracidad de este hecho; por tanto, es una buena suerte el haber estado yo presente un día en que se cogió a uno de esos vampiros (Desmodus d'Orbigny, Wat.), en el mismo dorso de un caballo. Vivaqueábamos muy tarde una noche cerca de Coquinho, en Chile, cuando mi criado, adviertiendo que un caballo de los nuestros estaba muy agitado, fue a ver qué ocurría; creyendo distinguir algo encima del lomo del caballo, acercó con rapidez una manu y cogió un vampiro. A la mañana siguiente, la hinchazón y los coágulos de sangre permitían ver dónde había sido mordido el caballo; tres días después hicimos uso de éste, sin que pareciera resentirse ya de la mordedura. ...

En la línea 91
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Corté uno de ellos transversalmente en dos partes casi iguales: al cabo de quince días estas dos partes habían adquirido la forma de animales perfectos. Sin embargo, había dividido al animal de tal manera, que una de las mitades contenía los dos orificios inferiores, mientras que, por consiguiente, la otra no tenía ninguno. Veinticinco días después de la operación, no hubiera podido distinguirse la mitad más perfecta de otro ejemplar cualquiera. La talla de la otra había aumentado mucho; y se formaba en la masa parenquimatosa, hacia el extremó posterior, un espacio claro en el cual podían distinguirse con claridad los rudimentos de una boca; sin embargo, no se distinguía aún abertura correspondiente en la superficie interior. Si el calor, que iba aumentando muchísimo conforme nos acercábamos al Ecuador, no hubiese causado la muerte a todos esos individuos, la formación de esta última abertura hubiera completado sin duda al animal. Aunque sea muy conocida esta experiencia, no por eso era menos interesante el asistir a la producción progresiva de todos los órganos esenciales en la simple extremidad de otro animal. Es en extremo difícil conservas estas Planarias, pues en cuanto la cesación de la vida permite obrar a las leyes generales, su cuerpo se transforma en una masa blanda y fluida con una rapidez que no he visto en ningún otro animal. ...

En la línea 6361
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Los surtidores de abajo eran una orquesta que acompañaba al bullicioso banquete; Pepa y Rosa vestidas de colorines, pero con trajes de buen corte ceñido, airosas, limpias como armiños, sinuosas al andar de faldas sonoras, risueñas, rubia la una, morena como mulata la que tenía nombre de flor, servían con gracia, rapidez, buen humor y acierto, enseñando a los hombres dientes de perlas, inclinándose con las fuentes con coquetona humildad, de modo que, según Ripamilán, aquella buena comida presentada así era miel sobre hojuelas. ...

En la línea 8262
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Don Álvaro sólo observó que el seno se le movía con más rapidez y se levantaba más al respirar. ...

En la línea 8674
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Y don Víctor se puso a atacar con rapidez cartuchos y más cartuchos. ...

En la línea 8871
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Quiso la suerte, y quisieron las buenas relaciones de los suyos, que Quintanar fuera ascendiendo con rapidez, y se vio magistrado y se vio regente de la Audiencia de Granada, a una edad en que todavía se sentía capaz de representar el Alcalde de Zalamea con toda la energía que el papel exige. ...

En la línea 1010
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La vida de Carlos VIII en Nápoles resultaba un final digno de la guerra de la fornicación. Allí se desarrollaron las fiestas más suntuosas y las mayores aventuras libertinas. Ni el rey ni sus capitanes parecían acordarse ya de la promesa de guerrear contra los infieles. El ejército se iba empequeñeciendo con alarmante rapidez a causa de los excesos venéreos v las enfermedades. Todo Nápoles era una orgía. Además, estos vencedores sin combate maltrataban a los napolitanos, le mismo que habían hecho en los otros países, robándolos individualmente e imponiéndoles fuertes contribuciones. ...

En la línea 1380
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Recordaba Claudio cómo algunos autores franceses habían comparado la rapidez de movimientos del joven conquistador papal con las campañas que debía realizar sobre el mismo suelo de Italia, tres siglos después, otro caudillo de sus mismos años llamado Bonaparte. ...

En la línea 1735
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Hasta en la rapidez de esta retirada guardó César las apariencias majestuosas y la dignidad que no le abandonaron nunca. Doce alabarderos lo llevaban en hombros sobre una camilla cubierta de brocado carmesí. Detrás de él venía su caballo de batalla con caparazón de terciopelo negro, bordadas en oro sus armas ducales y sostenido de las riendas por un paje. ...

En la línea 325
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Esto fue contagioso, pues inmediatamente estornudaron también las hermosas muchachas de la Guardia, los pajes de los abanicos, los conductores de las literas de honor, y, como si las ondas del aire transmitiesen la epidemia con la rapidez de un huracán, estornudaron igualmente todos los diputados y senadores de las tribunas, así como los altos personajes del estrado del gobierno. Finalmente, el sexo débil de las galerías superiores se unió al estornudo general, cubriéndose con los velos para ocultar las muecas a que le obligaba este gesto. ...

En la línea 397
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... ¡Las cosas que hizo Eulame en poco tiempo! Jamás se conoció en nuestra historia una actividad como la suya. El pueblo no pudo creer que fuese un hombre igual a los demás, y le tuvo por hijo de los dioses. Hasta la industria del país la modificó radicalmente en pocos meses. Implantó entre nosotros todos los progresos mecánicos que había visto en el mundo de los colosos. Nuestros ingenieros, que hasta entonces habían marchado a ciegas, moviéndose siempre dentro del mismo circulo, luego de escuchar las lecciones de Eulame vieron nuevos caminos abiertos ante sus ojos, y se lanzaron por ellos, haciendo descubrimientos con una rapidez vertiginosa, inventando casi instantáneamente lo que había costado tal vez largos años de meditación en el país de los gigantes. ...

En la línea 415
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Nunca se realizaron inventos con tan asombrosa rapidez; pero todos ellos servían fatalmente para agrandar el arte de las matanzas. La ciencia se había hecho servidora de la guerra; los laboratorios temblaban de patriótico regocijo cuando un descubrimiento proporcionaba la seguridad de poder exterminar mayor número de hombres. Las fábricas mas potentes eran las de materiales para la guerra. Todos los países rivalizaban en una carrera loca, buscando adelantarse los unos a los otros en los medios de destrucción. Los hombres se mataban sobre la tierra y sobre el mar, y hasta en el último momento llegaron a exterminarse en las silenciosas alturas de la atmósfera. ...

En la línea 433
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Indudablemente serían así las que vio a través de los ventanales del palacio imperial el primer Hombre-Montaña que vino a nuestro país. Pero el progreso, que transformó fulminantemente en los tiempos de Eulame la vida de los hombres, también cambió con no menos rapidez la mentalidad de las mujeres. Leyeron, salieron a la calle, se interesaron por los asuntos públicos, frecuentaron las universidades. Las que eran pobres quisieron ganar su vida y no deberla a la gratitud amorosa de un hombre, considerando el trabajo como un medio de libertad e independencia. No vieron ya un misterio en los estudios científicos, que habían sido patrimonio hasta entonces de los hombres, y se asociaron lentamente para una acción común todavía no bien determinada. ...

En la línea 1785
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Y siguió relatando con rapidez aquella página fea, deseando concluirla pronto. Lo del señorito Santa Cruz, siendo tan desastroso, lo refería con prolijidad y aun con cierta amarga complacencia; pero lo de Juárez el negro salía de sus labios como una confesión forzada o testimonio ante tribunales, de esos que van quemando la boca a medida que salen. ¡Cuánto le pesó ponerse en manos de aquel hombre! Era un perdido, un charrán, una mala persona. Hubiérase resistido a seguirle, si no le empujaran a ello los parientes con quienes vivía, los cuales no tenían maldita gana de mantenerle el pico. Pronto vio que todo lo que ofrecía Juárez el negro era conversación. No ganaba un cuarto; con el mundo entero armaba camorra, y todo el veneno que iba amasando en su maldecida alma, por la mala suerte, lo descargaba sobre su querida… En fin, vida más arrastrada no la había pasado ella nunca ni esperaba volverla a pasar… Con el dinero que Juanito Santa Cruz les dio, cuando estuvieron en Madrid y se murió el niñito, hubiera podido el muy bestia de Juárez arreglar su comercio; pero ¿qué hizo? Beber y más beber. El vinazo y el aguardientazo le remataron. Una mañana despertó ella oyéndole dar unos grandes gruñidos… así como si le estuvieran apretando el tragadero. ¿Qué era? Que se estaba muriendo. Saltó espantada de la cama, y llamó a los vecinos. No hubo tiempo de suministrarle y sólo le cogió la Unción. Esto pasaba en Lérida. A los dos días, vendió sus cuatro trastos y con los cuartos que pudo juntar plantose en Barcelona. Había hecho juramento de no volver a tratar con animales. Libertad, libertad y libertad era lo que le pedían el cuerpo y el alma. ...

En la línea 3385
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —No, no; recíbele todo lo que quieras—dijo él variando de táctica con la rapidez del genio—. Si, como dices, es una persona formal, podría ser que te conviniera cultivar su amistad. ...

En la línea 3428
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... En el resto de aquel aciago día, dicho se está que la pobre señora de Rubín se entregó a las mayores extravagancias, pues tal nombre merecen sin duda actos como no querer comer, estar llorando a moco y baba tres horas seguidas, encender la luz cuando aún era día claro, apagarla después que fue noche por gusto de la oscuridad, y decir mil disparates en alta voz, lo mismo que si delirara. La criada intentó tranquilizarla; pero los consuelos verbales la irritaban más. A eso de las nueve, la dolorida se levantó con resolución del sofá en que se había echado, y a tientas, porque el gabinete estaba oscurísimo, buscó su mantón. «Ya verán, ya verán» murmuraba en su agitación epiléptica; y a tientas buscó también las botas y se las puso. Pañuelo a la cabeza, mantón bien recogido sobre los hombros, y a la calle… Salió con rapidez y determinación, como quien sabe a dónde va y obedece a uno de esos formidables impulsos en línea recta que conducen a toda acción terminante. Ni tiempo dio a que Dorotea pudiera detenerla, porque cuando esta la vio, ya estaba abriendo la puerta y salía como una saeta. ...

En la línea 3591
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Y los síntomas de decadencia aumentaban con rapidez aterradora. Dos días después notó Feijoo que no oía bien. El sonido se le escapaba, como si el mundo todo con su bulla y las palabras de los hombres se hubieran ido más lejos. Fortunata tenía que gritar para que él se enterase de lo que decía. A lo penoso de esta situación uníase lo que tiene de ridículo. Verdad que aún andaba al paso de costumbre; pero el cansancio era mayor que antes, y cuando subía escaleras, el aliento le faltaba. Mirábase al espejo por las mañanas, y en aquella consulta infalible notaba fláccidas y amarillentas sus mejillas, antes lozanas; la frente se apergaminaba, y tenía los ojos enrojecidos y llorones. Al ponerse las botas, la rodilla derecha le dolía como si le metieran por la choquezuela una aguja caliente, y siempre que se inclinaba, un músculo de la espalda, cuyo nombre no sabía él, producíale molestia lacerante, que fuera terrible si no pasara pronto… «¡Qué bajón tan grande, compañero—se decía—, pero qué bajón! Y esto va a escape. Ya se ve. La locurilla me ha cogido ya con los huesos duros y con muchas Navidades encima… Pero francamente, este bajoncito no me lo esperaba yo todavía… ». ...

En la línea 664
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Toman dos bambúes partidos por mitad; en la superficie convexa de uno de ellos se hace un corte, y luego con el otro bambú se frota la parte interior, primero lentamente y después con mayor rapidez. El polvillo que se desprende se inflama y cae sobre un poco de yesca de fibras que se tiene preparada. La operación es fácil y rápida. ...

En la línea 1033
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... El velero pasaba entonces por delante de la embocadura de la bahía, con la rapidez de una flecha. ...

En la línea 1085
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Sandokán cargó la carabina y echó a andar por el sendero con tal rapidez que el portugués apenas podía seguirlo. ...

En la línea 1546
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Frente a los piratas estaban dos formidables enemigos. No demostraban intención de atacar a los hombres, porque se dirigían con rapidez uno contra otro como si quisieran medir sus fuerzas. Uno era una espléndida pantera de la Sonda; el otro, un orangután temible por sus fuerzas prodigiosas y su ferocidad. ...

En la línea 33
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... A mi llegada a Nueva York, el problema estaba más candente que nunca. La hipótesis del islote flotante, del escollo inaprehensible, sostenida por algunas personas poco competentes, había quedado abandonada ya. Porque, en efecto, ¿cómo hubiera podido un escollo desplazarse con tan prodigiosa rapidez sin una máquina en su interior? Esa rapidez en sus desplazamientos es lo que hizo asimismo rechazar la existencia de un casco flotante, del enorme resto de un naufragio. ...

En la línea 33
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... A mi llegada a Nueva York, el problema estaba más candente que nunca. La hipótesis del islote flotante, del escollo inaprehensible, sostenida por algunas personas poco competentes, había quedado abandonada ya. Porque, en efecto, ¿cómo hubiera podido un escollo desplazarse con tan prodigiosa rapidez sin una máquina en su interior? Esa rapidez en sus desplazamientos es lo que hizo asimismo rechazar la existencia de un casco flotante, del enorme resto de un naufragio. ...

En la línea 119
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Al recibo de la orden, transmitida a la sala de máquinas por medio de aparatos de aire comprimido, los maquinistas accionaron la rueda motriz. Silbó el vapor al precipitarse por las correderas entreabiertas, y gimieron los largos pistones horizontales al impeler a las bielas del árbol. Las palas de la hélice batieron las aguas con una creciente rapidez y el Abraham Lincoln avanzó majestuosamente en medio de un centenar de ferry boats y de tenders cargados de espectadores, que lo escoltaban. ...

En la línea 183
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... La fragata corrió a lo largo de la costa sudeste de América con una prodigiosa rapidez. El 3 de julio nos hallábamos a la entrada del estrecho de Magallanes, a la altura del cabo de las Vírgenes. Pero el comandante Farragut no quiso adentrarse en ese paso sinuoso y maniobró para doblar el cabo de Hornos, decisión que mereció la unánime aprobación de lo tripulación, ante la improbabilidad de encontrar al narval en ese angosto estrecho. Fueron muchos los marineros que opinaban que el monstruo no podía pasar por él, que «era demasiado grande para eso». ...

En la línea 409
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pero Joe me dio su definición con mucha mayor rapidez de la que yo hubiera supuesto y me impidió seguir preguntando acerca del particular, contestando, muy resuelto: ...

En la línea 1990
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Ocurrió, según me anunciara Wemmick, que se me presentó muy pronto la oportunidad de comparar la morada de mi tutor con la de su cajero y empleado. Mi tutor estaba en su despacho, lavándose las manos con su jabón perfumado, cuando yo entré en la oficina a mi regreso de Walworth; él me llamó en seguida y me hizo la invitacion, para mí mismo y para mis amigos, que Wemmick me había preparado a recibir. - Sin cumplido alguno – dijo. - No hay necesidad de vestirse de etiqueta, y podremos convenir, por ejemplo, el día de mañana. Yo le pregunté adónde tendría que dirigirme, porque no tenía la menor idea acerca de dónde vivía, y creo que, siguiendo su costumbre de no confesar nada, me dijo: - Venga usted aquí y le llevaré a casa conmigo. Aprovecho esta oportunidad para observar que, después de recibir a sus clientes, se lavaba las manos, como si fuese un cirujano o un dentista. Tenía el lavabo en su despacho, dispuesto ya para el caso, y que olía a jabón perfumado como si fuese una tienda de perfumista. En la parte interior de la puerta tenía una toalla puesta sobre un rodillo, y después de lavarse las manos se las secaba con aquélla, cosa que hacía siempre que volvía del tribunal o despedía a un diente. Cuando mis amigos y yo acudimos al día siguiente a su despacho, a las seis de la tarde, parecía haber estado ocupado en un caso mucho más importante que de costumbre, porque le encontramos con la cabeza metida en el lavabo y lavándose no solamente las manos, sino también la cara y la garganta. Y cuando hubo terminado eso y una vez se secó con la toalla, se limpió las uñas con un cortaplumas antes de ponerse la chaqueta. Cuando salimos a la calle encontramos, como de costumbre, algunas personas que esperaban allí y que con la mayor ansiedad deseaban hablarle; pero debió de asustarlas la atmósfera perfumada del jabón que le rodeaba, porque aquel día abandonaron su tentativa. Mientras nos dirigíamos hacia el Oeste, fue reconocido por varias personas entre la multítud, pero siempre que eso ocurría me hablaba en voz más alta y fingía no reconocer a nadie ni fijarse en que los demás le reconociesen. 100 Nos llevó así a la calle Gerrard, en Soho, y a una casa situada en el lado meridional de la calle. El edificio tenía aspecto majestuoso, pero habría necesitado una buena capa de pintura y que le limpiasen el polvo de las ventanas. Saco la llave, abrió la puerta y entramos en un vestíbulo de piedra, desnudo, oscuro y poco usado. Subimos por una escalera, también oscura y de color pardo, y así llegamos a una serie de tres habitaciones, del mismo color, en el primer piso. En los arrimaderos de las paredes estaban esculpidas algunas guirnaldas, y mientras nuestro anfitrión nos daba la bienvenida, aquellas guirnaldas me produjeron extraña impresión. La cena estaba servida en la mejor de aquellas estancias; la segunda era su guardarropa, y la tercera, el dormitorio. Nos dijo que poseía toda la casa, pero que raras veces utilizaba más habitaciones que las que veíamos. La mesa estaba muy bien puesta, aunque en ella no había nada de plata, y al lado de su silla habia un torno muy grande, en el que se veía una gran variedad de botellas y frascos, así como también cuatro platos de fruta para postre. Yo observé que él lo tenía todo al alcance de la mano y lo distribuía por sí mismo. En la estancia había una librería, y por los lomos de los libros me di cuenta de que todos ellos trataban de pruebas judiciales, de leyes criminales, de biografías criminales, de juicios, de actas del Parlamento y de cosas semejantes. Los muebles eran sólidos y buenos, asi como la cadena de su reloj. Pero todo tenía cierto aspecto oficial, y no se veía nada puramente decorativo. En un rincón había una mesita que contenía bastantes papeles y una lámpara con pantalla; de manera que, sin duda alguna, mi tutor se llevaba consigo la oficina a su propia casa y se pasaba algunas veladas trabajando. Como él apenas había visto a mis tres compañeros hasta entonces, porque por la calle fuimos los dos de lado, se quedó junto a la chimenea y, después de tirar del cordón de la campanilla, los examinó atentamente. Y con gran sorpresa mía, pareció interesarse mucho y también casi exclusivamente por Drummle. -Pip-dijo poniéndome su enorme mano sobre el hombro y llevándome hacia la ventana -. No conozco a ninguno de ellos. ¿Quién es esa araña? - ¿Qué araña? - pregunté yo. - Ese muchacho moteado, macizo y huraño. - Es Bentley Drummle - repliqué -. Ese otro que tiene el rostro más delicado se llama Startop. Sin hacer el menor caso de aquel que tenía la cara más delicada, me dijo: - ¿Se llama Bentley Drummle? Me gusta su aspecto. Inmediatamente empezó a hablar con él. Y, sin hacer caso de sus respuestas reticentes, continuó, sin duda con el propósito de obligarle a hablar. Yo estaba mirando a los dos, cuando entre ellos y yo se interpuso la criada que traía el primer plato. Era una mujer que tendría unos cuarenta años, según supuse, aunque tal vez era más joven. Tenía alta estatura, una figura flexible y ágil, el rostro extremadamente palido, con ojos marchitos y grandes y un pelo desordenado y abundante. Ignoro si, a causa de alguna afección cardíaca, tenía siempre los labios entreabiertos como si jadease y su rostro mostraba una expresión curiosa, como de confusión; pero sí sé que dos noches antes estuve en el teatro a ver Macbeth y que el rostro de aquella mujer me parecía agitado por todas las malas pasiones, como los rostros que vi salir del caldero de las brujas. Dejó la fuente y tocó en el brazo a mi tutor para avisarle de que la cena estaba dispuesta; luego se alejo. Nos sentamos alrededor de la mesa, y mi tutor puso a su lado a Drummle, y a Startop al otro. El plato que la criada dejó en la mesa era de un excelente pescado, y luego nos sirvieron carnero muy bien guisado y, finalmente, un ave exquisita. Las salsas, los vinos y todos cuantos complementos necesitábamos eran de la mejor calidad y nos los entregaba nuestro anfitrión tomándolos del torno; y cuando habían dado la vuelta a la mesa los volvía a poner en su sitio. De la misma manera nos entregaba los platos limpios, los cuchillos y los tenedores para cada servicio, y los que estaban sucios los echaba a un cesto que estaba en el suelo y a su lado. No apareció ningún otro criado más que aquella mujer, la cual entraba todos los platos, y siempre me pareció ver en ella un rostro semejante al que saliera del caldero de las brujas. Años más tarde logré reproducir el rostro de aquella mujer haciendo pasar el de una persona, que no se le parecía por otra cosa más que por el cabello, por detrás de un cuenco de alcohol encendido, en una habitación oscura. Inclinado a fijarme cuanto me fue posible en la criada, tanto por su curioso aspecto como por las palabras de Wemmick, observé que siempre que estaba en el comedor no separaba los ojos de mi tutor y que retiraba apresuradamente las manos de cualquier plato que pusiera delante de él, vacilando, como si temiese que la llamara cuando estaba cerca, para decirle alguna cosa. Me pareció observar que él se daba cuenta de eso, pero que quería tenerla sumida en la ansiedad. 101 La cena transcurrió alegremente, y a pesar de que mi tutor parecía seguir la conversación y no iniciarla, vi que nos obligaba a exteriorizar los puntos más débiles de nuestro carácter. En cuanto a mí mismo, por ejemplo, me vi de pronto expresando mi inclinación a derrochar dinero, a proteger a Herbert y a vanagloriarme de mi espléndido porvenir, eso antes de darme cuenta de que hubiese abierto los labios. Lo mismo les ocurrió a los demás, pero a nadie en mayor grado que a Drummle, cuyas inclinaciones a burlarse de un modo huraño y receloso de todos los demás quedaron de manifiesto antes de que hubiesen retirado el plato del pescado. No fue entonces, sino cuando llegó la hora de tomar el queso, cuando nuestra conversación se refirió a nuestras proezas en el remo, y entonces Drummle recibió algunas burlas por su costumbre de seguirnos en su bote. Él informó a nuestro anfitrión de que prefería seguirnos en vez de gozar de nuestra compañía, que en cuanto a habilidad se consideraba nuestro maestro y que con respecto a fuerza era capaz de vencernos a los dos. De un modo invisible, mi tutor le daba cuerda para que mostrase su ferocidad al tratar de aquel hecho sin importancia; y él desnudó su brazo y lo contrajo varias veces para enseñar sus músculos, y nosotros le imitamos del modo más ridículo. Mientras tanto, la criada iba quitando la mesa; mi tutor, sin hacer caso de ella y hasta volviéndole el rostro, estaba recostado en su sillón, mordiéndose el lado de su dedo índice y demostrando un interés hacia Drummle que para mí era completamente inexplicable. De pronto, con su enorme mano, cogió la de la criada, como si fuese un cepo, en el momento en que ella se inclinaba sobre la mesa. Y él hizo aquel movimiento con tanta rapidez y tanta seguridad, que todos interrumpimos nuestra estúpida competencia. - Hablando de fuerza - dijo el señor Jaggers - ahora voy a mostrarles un buen puño. Molly, enséñanos el puño. La mano presa de ella estaba sobre la mesa, pero había ocultado la otra llevándola hacia la espalda - Señor - dijo en voz baja y con ojos fijos y suplican tes -. No lo haga. - Voy a mostrarles un puño - repitió el señor Jaggers, decidido a ello -. Molly, enséñanos el puño. - ¡Señor, por favor! - murmuró ella. - Molly - repitió el señor Jaggers sin mirarla y dirigiendo obstinadamente los ojos al otro lado de la estancia -. Muéstranos los dos puños. En seguida. Le cogió la mano y puso el puño de la criada sobre la mesa. Ella sacó la otra mano y la puso al lado de la primera. Entonces pudimos ver que la última estaba muy desfigurada, atravesada por profundas cicatrices. Cuando adelantó las manos para que las pudiésemos ver, apartó los ojos del señor Jaggers y los fijó, vigilante, en cada uno de nosotros. - Aquí hay fuerza - observó el señor Jaggers señalando los ligamentos con su dedo índice. - Pocos hombres tienen los puños tan fuertes como esta mujer. Es notable la fuerza que hay en estas manos. He tenido ocasión de observar muchas de ellas, pero jamás vi otras tan fuertes como éstas, ya de hombre o de mujer. Mientras decía estas palabras, con acento de indiferencia, ella continuó mirándonos sucesivamente a todos. Cuando mi tutor dejó de ocuparse en sus manos, ella le miró otra vez. - Está bien, Molly - dijo el señor Jaggers moviendo ligeramente la cabeza hacia ella -. Ya has sido admirada y puedes marcharte. La criada retiró sus manos y salió de la estancia, en tanto que el señor Jaggers, tomando un frasco del torno, llenó su vaso e hizo circular el vino. - Alas nueve y media, señores – dijo, - nos separaremos. Procuren, mientras tanto, pasarlo bien. Estoy muy contento de verles en mi casa. Señor Drummle, bebo a su salud. Si eso tuvo por objeto que Drummle diese a entender de un modo más completo su carácter, hay que confesar que logró el éxito. Triunfante y huraño, Drummle mostró otra vez en cuán poco nos tenía a los demás, y sus palabras llegaron a ser tan ofensivas que resultaron ya por fin intolerables. Pero el señor Jaggers le observaba con el mismo interés extraño, y en cuanto a Drummle, parecía hacer más agradable el vino que se bebía aquél. Nuestra juvenil falta de discreción hizo que bebiésemos demasiado y que habláramos excesivamente. Nos enojamos bastante ante una burla de Drummle acerca de que gastábamos demasiado dinero. Eso me hizo observar, con más celo que discreción, que no debía de haber dicho eso, pues me constaba que Startop le había prestado dinero en mi presencia, cosa de una semana antes. - ¿Y eso qué importa? - contestó Drummle -. Se pagará religiosamente. - No quiero decir que deje usted de hacerlo - añadí -; pero eso habría debido bastarle para contener su lengua antes de hablar de nosotros y de nuestro dinero; me parece. - ¿Le parece? - exclamó Drummle -. ¡Dios mío! 102 - Y casi estoy seguro - dije, deseando mostrarme severo - de que no sería usted capaz de prestarnos dinero si lo necesitásemos. - Tiene usted razón - replicó Drummle -: no prestaría ni siquiera seis peniques a ninguno de ustedes. Ni a ustedes ni a nadie. - Es mejor pedir prestado, creo. - ¿Usted cree? - repitió Drummle -. ¡Dios mío! Estas palabras agravaban aún el asunto, y muy especialmente me descontentó el observar que no podía vencer su impertinente torpeza, de modo que, sin hacer caso de los esfuerzos de Herbert, que quería contenerme, añadí: - Ya que hablamos de esto, señor Drummle, voy a repetirle lo que pasó entre Herbert y yo cuando usted pidió prestado ese dinero. - No me importa saber lo que pasó entre ustedes dos - gruñó Drummle. Y me parece que añadió en voz más baja, pero no menos malhumorada, que tanto yo como Herbert podíamos ir al demonio. - Se lo diré a pesar de todo - añadí -, tanto si quiere oírlo como no. Dijimos que mientras usted se metía en el bolsillo el dinero, muy contento de que se lo hubiese prestado, parecía que también le divirtiera extraordinariamente el hecho de que Startop hubiese sido tan débil para facilitárselo. Drummle se sentó, riéndose en nuestra cara, con las manos en los bolsillos y encogidos sus redondos hombros, dando a entender claramente que aquello era la verdad pura y que nos despreció a todos por tontos. Entonces Startop se dirigió a él, aunque con mayor amabilidad que yo, y le exhortó para que se mostrase un poco más cortés. Como Startop era un muchacho afable y alegre, en tanto que Drummle era el reverso de la medalla, por eso el último siempre estaba dispuesto a recibir mal al primero, como si le dirigieran una afrenta personal. Entonces replicó con voz ronca y torpe, y Startop trató de abandonar la discusión, pronunciando unas palabras en broma que nos hicieron reír a todos. Y más resentido por aquel pequeño éxito que por otra cosa cualquiera, Drummle, sin previa amenaza ni aviso, sacó las manos de los bolsillos, dejó caer sus hombros, profirió una blasfemia y, tomando un vaso grande, lo habría arrojado a la cabeza de su adversario, de no habérselo impedido, con la mayor habilidad, nuestro anfitrión, en el momento en que tenía la mano levantada con la intención dicha. - Caballeros - dijo el señor Jaggers poniendo sobre la mesa el vaso y tirando, por medio de la cadena de oro, del reloj de repetición -, siento mucho anunciarles que son las nueve y media. A1 oír esta indicación, todos nos levantamos para marcharnos. Antes de llegar a la puerta de la calle, Startop llamaba alegremente a Drummle «querido amigo», como si no hubiese ocurrido nada. Pero el «querido amigo» estaba tan lejos de corresponder a estas amables palabras, que ni siquiera quiso regresar a Hammersmith siguiendo la misma acera que su compañero; y como Herbert y yo nos quedamos en la ciudad, les vimos alejarse por la calle, siguiendo cada uno de ellos su propia acera; Startop iba delante, y Drummle le seguía guareciéndose en la sombra de las casas, como si también en aquel momento lo siguiese en su bote. Como la puerta no estaba cerrada todavía, dejé solo a Herbert por un momento y volví a subir la escalera para dirigir unas palabras a mi tutor. Le encontré en su guardarropa, rodeado de su colección de calzado y muy ocupado en lavarse las manos, sin duda a causa de nuestra partida. Le dije que había subido otra vez para expresarle mi sentimiento de que hubiese ocurrido algo desagradable, y que esperaba no me echaría a mí toda la culpa. - ¡Bah! - exclamó mientras se mojaba la cara y hablando a través de las gotas de agua. - No vale la pena, Pip. A pesar de todo, me gusta esa araña. Volvió el rostro hacia mí y se sacudía la cabeza, secándose al mismo tiempo y resoplando con fuerza. - Me contenta mucho que a usted le guste, señor - dije -; pero a mí no me gusta nada. - No, no - asintió mi tutor. - Procure no tener nada que ver con él y apártese de ese muchacho todo lo que le sea posible. Pero a mí me gusta, Pip. Por lo menos, es sincero. Y si yo fuese un adivino… Y descubriendo el rostro, que hasta entonces la toalla ocultara, sorprendióle una mirada. - Pero como no soy adivino… - añadió secándose con la toalla las dos orejas.- Ya sabe usted que no lo soy, ¿verdad? Buenas noches, Pip. - Buenas noches, señor. Cosa de un mes después de aquella noche terminó el tiempo que el motejado de araña había de pasar con el señor Pocket, y con gran contento de todos, a excepción de la señora Pocket, se marchó a su casa, a incorporarse a su familia. ...

En la línea 1992
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... «Mi querido señor Pip: Escribo por indicación del señor Gargery, a fin de comunicarle que está a punto de salir para Londres en compañía del señor Wopsle y que le sería muy agradable tener la ocasión de verle a usted. Irá al Hotel Barnard el martes por la mañana, a las nueve, y en caso de que esta hora no le sea cómoda, haga el favor de dejarlo dicho. Su pobre hermana está exactamente igual que cuando usted se marchó. Todas las noches hablamos de usted en la cocina, tratando de imaginarnos lo que usted hace y dice. Y si le parece que nos tomamos excesiva libertad, perdónenos por el cariño de sus antiguos días de pobreza. Nada más tengo que decirle, querido señor Pip, y quedo de usted su siempre agradecida y afectuosa servidora, Biddy» «P. S.: Él desea de un modo especial que escriba mencionando las alondras. Dice que usted ya lo comprenderá. Así lo espero, y creo que le será agradable verle, aunque ahora sea un caballero, porque usted siempre tuvo buen corazón y él es un hombre muy bueno y muy digno. Se lo he leído todo, a excepción de la última frase, y él repite su deseo de que le mencione otra vez las alondras.» Recibí esta carta por el correo el lunes por la mañana, de manera que la visita de Joe debería tener lugar al día siguiente. Y ahora debo confesar exactamente con qué sensaciones esperaba la llegada de Joe. No con placer alguno, aunque con él estuviese ligado por tantos lazos; no, sino con bastante perplejidad, cierta mortificación y alguna molestia. Si hubiese podido alejarle pagando algo, seguramente hubiese dedicado a eso algún dinero. De todos modos, me consolaba bastante la idea de que iría a visitarme a la Posada de Barnard y no a Hammersmith, y que, por consiguiente, Bentley Drummle no podría verle. Poco me importaba que le viesen Herbert o su padre, pues a ambos los respetaba; pero me habría sabido muy mal que le conociese Drummle, porque a éste le despreciaba. Así, ocurre que, durante toda la vida, nuestras peores debilidades y bajezas se cometen a causa de las personas a quienes más despreciamos. Yo había empezado a decorar sin tregua las habitaciones que ocupaba en la posada, de un modo en realidad innecesario y poco apropiado, sin contar con lo caras que resultaban aquellas luchas con Barnard. Entonces, las habitaciones eran ya muy distintas de como las encontré, y yo gozaba del honor de ocupar algunas páginas enteras en los libros de contabilidad de un tapicero vecino. últimamente había empezado a gastar con tanta prisa, que hasta incluso tomé un criadito, al cual le hacía poner polainas, y casi habría podido decirse de mí que me convertí en su esclavo; porque en cuanto hube convertido aquel monstruo (el muchacho procedía de los desechos de la familia de mi lavandera) y le vestí con una chaqueta azul, un chaleco de color canario, corbata blanca, pantalones de color crema y las botas altas antes mencionadas, observé que tenía muy poco que hacer y, en cambio, mucho que comer, y estas dos horribles necesidades me amargaban la existencia. Ordené a aquel fantasma vengador que estuviera en su puesto a las ocho de la mañana del martes, en el vestíbulo (el cual tenía dos pies cuadrados, según me demostraba lo que me cargaron por una alfombra), y Herbert me aconsejó preparar algunas cosas para el desayuno, creyendo que serían del gusto de Joe. Y aunque me sentí sinceramente agradecido a él por mostrarse tan interesado y considerado, abrigaba el extraño recelo de que si Joe hubiera venido para ver a Herbert, éste no se habría manifestado tan satisfecho de la visita. A pesar de todo, me dirigí a la ciudad el lunes por la noche, para estar dispuesto a recibir a Joe; me levanté temprano por la mañana y procuré que la salita y la mesa del almuerzo tuviesen su aspecto más espléndido. Por desgracia, lloviznaba aquella mañana, y ni un ángel hubiera sido capaz de disimular el hecho de que el edificio Barnard derramaba lágrimas mezcladas con hollín por la parte exterior de la ventana, como si fuese algún débil gigante deshollinador. A medida que se acercaba la hora sentía mayor deseo de escapar, pero el Vengador, en cumplimiento de las órdenes recibidas, estaba en el vestíbulo, y pronto oí a Joe por la escalera. Conocí que era él por sus desmañados pasos al subir los escalones, pues sus zapatos de ceremonia le estaban siempre muy grandes, y también por el tiempo que empleó en leer los nombres que encontraba ante las puertas de los otros pisos en el curso del ascenso. Cuando por fin se detuvo ante la parte exterior de nuestra puerta, pude oír su dedo al seguir las letras pintadas de mi nombre, y luego, con la mayor claridad, percibí su respiración en el agujero de la llave. Por fin rascó ligeramente la puerta, y Pepper, pues tal era el nombre del muchacho vengador, anunció «el señor Gargeryr». Creí que éste no acabaría de limpiarse los pies en el limpiabarros y que tendría necesidad de salir para sacarlo en vilo de la alfombra; mas por fin entró. - ¡Joe! ¿Cómo estás, Joe? - ¡Pip! ¿Cómo está usted, Pip? 104 Mientras su bondadoso y honrado rostro resplandecía, dejó el sombrero en el suelo entre nosotros, me cogió las dos manos y empezó a levantarlas y a bajarlas como si yo hubiese sido una bomba de último modelo. - Tengo el mayor gusto en verte, Joe. Dame tu sombrero. Pero Joe, levantándolo cuidadosamente con ambas manos, como si fuese un nido de pájaros con huevos dentro, no quiso oír hablar siquiera de separarse de aquel objeto de su propiedad y persistió en permanecer en pie y hablando sobre el sombrero, de un modo muy incómodo. - ¡Cuánto ha crecido usted! - observó Joe.- Además, ha engordado y tiene un aspecto muy distinguido. - El buen Joe hizo una pausa antes de descubrir esta última palabra y luego añadió -: Seguramente honra usted a su rey y a su país. - Y tú, Joe, parece que estás muy bien. - Gracias a Dios - replicó Joe. - estoy perfectamente. Y su hermana no está peor que antes. Biddy se porta muy bien y es siempre amable y cariñosa. Y todos los amigos están bien y en el mismo sitio, a excepción de Wopsle, que ha sufrido un cambio. Mientras hablaba así, y sin dejar de sostener con ambas manos el sombrero, Joe dirigía miradas circulares por la estancia, y también sobre la tela floreada de mi bata. - ¿Un cambio, Joe? - Sí - dijo Joe bajando la voz -. Ha dejado la iglesia y va a dedicarse al teatro. Y con el deseo de ser cómico, se ha venido a Londres conmigo. Y desea - añadió Joe poniéndose por un momento el nido de pájaros debajo de su brazo izquierdo y metiendo la mano derecha para sacar un huevo - que si esto no resulta molesto para usted, admita este papel. Tomé lo que Joe me daba y vi que era el arrugado programa de un teatrito que anunciaba la primera aparición, en aquella misma semana, del «celebrado aficionado provincial de fama extraordinaria, cuya única actuación en el teatro nacional ha causado la mayor sensación en los círculos dramáticos locales». - ¿Estuviste en esa representación, Joe? - pregunté. - Sí - contestó Joe con énfasis y solemnidad. - ¿Causó sensación? - Sí - dijo Joe. - Sí. Hubo, sin duda, una gran cantidad de pieles de naranja, particularmente cuando apareció el fantasma. Pero he de decirle, caballero, que no me pareció muy bien ni conveniente para que un hombre trabaje a gusto el verse interrumpido constantemente por el público, que no cesaba de decir «amén» cuando él estaba hablando con el fantasma. Un hombre puede haber servido en la iglesia y tener luego una desgracia - añadió Joe en tono sensible, - pero no hay razón para recordárselo en una ocasión como aquélla. Y, además, caballero, si el fantasma del padre de uno no merece atención, ¿quién la merecerá, caballero? Y más todavía cuando el pobre estaba ocupado en sostenerse el sombrero de luto, que era tan pequeño que hasta el mismo peso de las plumas se lo hacía caer de la cabeza. En aquel momento, el rostro de Joe tuvo la misma expresión que si hubiese visto un fantasma, y eso me dio a entender que Herbert acababa de entrar en la estancia. Así, pues, los presenté uno a otro, y el joven Pocket le ofreció la mano, pero Joe retrocedió un paso y siguió agarrando el nido de pájaros. - Soy su servidor, caballero - dijo Joe -, y espero que tanto usted como el señor Pip… - En aquel momento, sus ojos se fijaron en el Vengador, que ponía algunas tostadas en la mesa, y demostró con tanta claridad la intención de convertir al muchacho en uno de nuestros compañeros, que yo fruncí el ceño, dejándole más confuso aún, - espero que estén ustedes bien, aunque vivan en un lugar tan cerrado. Tal vez sea ésta una buena posada, de acuerdo con las opiniones de Londres - añadió Joe en tono confidencial, - y me parece que debe de ser así; pero, por mi parte, no tendría aquí ningún cerdo en caso de que deseara cebarlo y que su carne tuviese buen sabor. Después de dirigir esta «halagüeña» observación hacia los méritos de nuestra vivienda y en vista de que mostraba la tendencia de llamarme «caballero», Joe fue invitado a sentarse a la mesa, pero antes miró alrededor por la estancia, en busca de un lugar apropiado en que dejar el sombrero, como si solamente pudiera hallarlo en muy pocos objetos raros, hasta que, por último, lo dejó en la esquina extrema de la chimenea, desde donde el sombrero se cayó varias veces durante el curso del almuerzo. - ¿Quiere usted té o café, señor Gargery? - preguntó Herbert, que siempre presidía la mesa por las mañanas. - Muchas gracias, caballero - contestó Joe, envarado de pies a cabeza. - Tomaré lo que a usted le guste más. - ¿Qué le parece el café? 105 - Muchas gracias, caballero - contestó Joe, evidentemente desencantado por la proposición. - Ya que es usted tan amable para elegir el café, no tengo deseo de contradecir su opinión. Pero ¿no le parece a usted que es poco propio para comer algo? - Pues entonces tome usted té - dijo Herbert, sirviéndoselo. En aquel momento, el sombrero de Joe se cayó de la chimenea, y él se levantó de la silla y, después de cogerlo, volvió a dejarlo exactamente en el mismo sitio, como si fuese un detalle de excelente educación el hecho de que tuviera que caerse muy pronto. - ¿Cuándo llegó usted a Londres, señor Gargery? - ¿Era ayer tarde? - se preguntó Joe después de toser al amparo de su mano, como si hubiese cogido la tos ferina desde que llegó. - Pero no, no era ayer. Sí, sí, ayer. Era ayer tarde - añadió con tono que expresaba su seguridad, su satisfacción y su estricta exactitud. - ¿Ha visto usted algo en Londres? - ¡Oh, sí, señor! - contestó Joe -. Yo y Wopsle nos dirigirnos inmediatamente a visitar los almacenes de la fábrica de betún. Pero nos pareció que no eran iguales como los dibujos de los anuncios clavados en las puertas de las tiendas. Me parece - añadió Joe para explicar mejor su idea - que los dibujaron demasiado arquitecturalísimamente. Creo que Joe habría prolongado aún esta palabra, que para mí era muy expresiva e indicadora de alguna arquitectura que conozco, a no ser porque en aquel momento su atención fue providencialmente atraída por su sombrero, que rebotaba en el suelo. En realidad, aquella prenda exigía toda su atención constante y una rapidez de vista y de manos muy semejante a la que es necesaria para cuidar de un portillo. Él hacía las cosas más extraordinarias para recogerlo y demostraba en ello la mayor habilidad; tan pronto se precipitaba hacia él y lo cogía cuando empezaba a caer, como se apoderaba de él en el momento en que estaba suspendido en el aire. Luego trataba de dejarlo en otros lugares de la estancia, y a veces pretendio colgarlo de alguno de los dibujos de papel de la pared, antes de convencerse de que era mejor acabar de una vez con aquella molestia. Por último lo metió en el cubo para el agua sucia, en donde yo me tomé la libertad de poner las manos en él. En cuanto al cuello de la camisa y al de su chaqueta, eran cosas que dejaban en la mayor perplejidad y a la vez insolubles misterios. ¿Por qué un hombre habria de atormentarse en tal medida antes de persuadirse de que estaba vestido del todo? ¿Por qué supondría Joe necesario purificarse por medio del sufrimiento, al vestir su traje dominguero? Entonces cayó en un inexplicable estado de meditación, mientras sostenía el tenedor entre el plato y la boca; sus ojos se sintieron atraídos hacia extrañas direcciones; de vez en cuando le sobrecogían fuertes accesos de tos, y estaba sentado a tal distancia de la mesa, que le caía mucho más de lo que se comía, aunque luego aseguraba que no era así, y por eso sentí la mayor satisfacción cuando Herbert nos dejó para dirigirse a la ciudad. Yo no tenía el buen sentido suficiente ni tampoco bastante buenos sentimientos para comprender que la culpa de todo era mía y que si yo me hubiese mostrado más afable y a mis anchas con Joe, éste me habria demostrado también menor envaramiento y afectación en sus modales. Estaba impaciente por su causa y muy irritado con él; y en esta situación, me agobió más con sus palabras. - ¿Estamos solos, caballero? - empezó a decir. - Joe - le interrumpí con aspereza, - ¿cómo te atreves a llamarme «caballero»? Me miró un momento con expresión de leve reproche y, a pesar de lo absurdo de su corbata y de sus cuellos, observé en su mirada cierta dignidad. - Si estamos los dos solos - continuó Joe -, y como no tengo la intención ni la posibilidad de permanecer aquí muchos minutos, he de terminar, aunque mejor diría que debo empezar, mencionando lo que me ha obligado a gozar de este honor. Porque si no fuese - añadió Joe con su antiguo acento de lúcida exposición, - si no fuese porque mi único deseo es serle útil, no habría tenido el honor de comer en compañía de caballeros ni de frecuentar su trato. Estaba tan poco dispuesto a observar otra vez su mirada, que no le dirigí observación alguna acerca del tono de sus palabras. - Pues bien, caballero - prosiguió Joe -. La cosa ocurrió así. Estaba en Los Tres Barqueros la otra noche, Pip - siempre que se dirigía a mí afectuosamente me llamaba «Pip», y cuando volvía a recobrar su tono cortés, me daba el tratamiento de «caballero», - y de pronto llegó el señor Pumblechook en su carruaje. Y ese individuo - añadió Joe siguiendo una nueva dirección en sus ideas, - a veces me peina a contrapelo, diciendo por todas partes que él era el amigo de la infancia de usted, que siempre le consideró como su preferido compañero de juego. - Eso es una tontería. Ya sabes, Joe, que éste eras tú. 106 - También lo creo yo por completo, Pip - dijo Joe meneando ligeramente la cabeza, - aunque eso tenga ahora poca importancia, caballero. En fin, Pip, ese mismo individuo, que se ha vuelto fanfarrón, se acercó a mí en Los Tres Barqueros (a donde voy a fumar una pipa y a tomar un litro de cerveza para refrescarme, a veces, y a descansar de mi trabajo, caballero, pero nunca abuso) y me dijo: «Joe, la señorita Havisham desea hablar contigo.» - ¿La señorita Havisham, Joe? -Deseaba, según me dijo Pumblechook, hablar conmigo - aclaró Joe, sentándose y mirando al techo. - ¿Y qué más, Joe? Continúa. - Al día siguiente, caballero - prosiguió Joe, mirándome como si yo estuviese a gran distancia, - después de limpiarme convenientemente, fui a ver a la señorita A. — ¿La señorita A, Joe? ¿Quieres decir la señorita Havisham? - Eso es, caballero - replicó Joe con formalidad legal, como si estuviese dictando su testamento -. La señorita A, llamada también Havisham. En cuanto me vio me dijo lo siguiente: «Señor Gargery: ¿sostiene usted correspondencia con el señor Pip?» Y como yo había recibido una carta de usted, pude contestar: «Sí, señorita.» (Cuando me casé con su hermana, caballero, dije «sí», y cuando contesté a su amiga, Pip, también le dije «sí»). «¿Quiere usted decirle, pues, que Estella ha vuelto a casa y que tendría mucho gusto en verle?», añadió. Sentí que me ardía el rostro mientras miraba a Joe. Supongo que una causa remota de semejante ardor pudo ser mi convicción de que, de haber conocido el objeto de su visita, le habría recibido bastante mejor. - Cuando llegué a casa - continuó Joe - y pedí a Biddy que le escribiese esa noticia, se negó, diciendo: «Estoy segura de que le gustará más que se lo diga usted de palabra. Ahora es época de vacaciones, y a usted también le agradará verle. Por consiguiente, vaya a Londres.» Y ahora ya he terminado, caballero - dijo Joe levantándose de su asiento, - y, además, Pip, le deseo que siga prosperando y alcance cada vez una posición mejor. - Pero ¿te vas ahora, Joe? - Sí, me voy - contestó. - Pero ¿no volverás a comer? - No - replicó. Nuestros ojos se encontraron, y el tratamiento de «caballero» desapareció de aquel corazón viril mientras me daba la mano. -Pip, querido amigo, la vida está compuesta de muchas despedidas unidas una a otra, y un hombre es herrero, otro es platero, otro joyero y otro broncista. Entre éstos han de presentarse las naturales divisiones, que es preciso aceptar según vengan. Si en algo ha habido falta, ésta es mía por completo. Usted y yo no somos dos personas que podamos estar juntas en Londres ni en otra parte alguna, aunque particularmente nos conozcamos y nos entendamos como buenos amigos. No es que yo sea orgulloso, sino que quiero cumplir con mi deber, y nunca más me verá usted con este traje que no me corresponde. Yo no debo salir de la fragua, de la cocina ni de los engranajes. Estoy seguro de que cuando me vea usted con mi traje de faena, empuñando un martillo y con la pipa en la boca, no encontrará usted ninguna falta en mí, suponiendo que desee usted it a verme a través de la ventana de la fragua, cuando Joe, el herrero, se halle junto al yunque, cubierto con el delantal, casi quemado y aplicándose en su antiguo trabajo. Yo soy bastante torpe, pero comprendo las cosas. Y por eso ahora me despido y le digo: querido Pip, que Dios le bendiga. No me había equivocado al figurarme que aquel hombre estaba animado por sencilla dignidad. El corte de su traje le convenía tan poco mientras pronunciaba aquellas palabras como cuando emprendiera su camino hacia el cielo. Me tocó cariñosamente la frente y salió. Tan pronto como me hube recobrado bastante, salí tras él y le busqué en las calles cercanas, pero ya no pude encontrarle. ...

En la línea 1998
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Después de reflexionar profundamente acerca del asunto, mientras, a la mañana siguiente, me vestía en E1 Jabalí , resolví decir a mi tutor que abrigaba dudas de que Orlick fuese el hombre apropiado para ocupar un cargo de confianza en casa de la señorita Havisham. - Desde luego, Pip, no es el hombre apropiado - dijo mi tutor, muy convencido de la verdad de estas palabras, - porque el hombre que ocupa un lugar de confianza nunca es el más indicado. Parecía muy satisfecho de enterarse de que aquel empleo especial no lo ocupase, excepcionalmente, el hombre apropiado, y muy complacido escuchó las noticias que le di acerca de Orlick. - Muy bien, Pip - observó en cuanto hube terminado -. Voy a ir inmediatamente a despedir a nuestro amigo. Algo alarmado al enterarme de que quería obrar con tanta rapidez, le aconsejé esperar un poco, y hasta le indiqué la posibilidad de que le resultase difícil tratar con nuestro amigo. - ¡Oh, no, no se mostrará difícil! - aseguró mi tutor, doblando, confiado, su pañuelo de seda-. Me gustaría ver cómo podrá contradecir mis argumentos. Como debíamos regresar juntos a Londres en la diligencia del mediodía y yo me desayuné tan aterrorizado a causa de Pumblechook que apenas podía sostener mi taza, esto me dio la oportunidad de decirle que deseaba dar un paseo y que seguiría la carretera de Londres mientras él estuviese ocupado, y que me hiciera el favor de avisar al cochero de que subiría a la diligencia en el lugar en que me encontrasen. Así pude alejarme de EL Jabalí Azul inmediatamente después de haber terminado el desayuno. Y dando una vuelta de un par de millas hacia el campo y por la parte posterior del establecimiento de Pumblechook, salí otra vez a la calle Alta, un poco más allá de aquel peligro, y me sentí, relativamente , en seguridad. Me resultaba muy agradable hallarme de nuevo en la tranquila y vieja ciudad, sin que me violentase encontrarme con alguien que al reconocerme se quedase asombrado. Incluso uno o dos tenderos salieron de sus tiendas y dieron algunos pasos en la calle ante mí, con objeto de volverse, de pronto, como si se hubiesen olvidado algo, y cruzar por mi lado para contemplarme. En tales ocasiones, ignoro quién de los dos, si ellos o yo, fingíamos peor; ellos por no fingir bien, y yo por pretender que no me daba cuenta. Sin embargo, mi posición era muy distinguida, y aquello no me resultaba molesto, hasta que el destino me puso en el camino del desvergonzado aprendiz de Trabb. Mirando a lo largo de la calle y en cierto punto de mi camino, divisé al aprendiz de Trabb atándose a sí mismo con una bolsa vacía de color azul. Persuadido de que lo mejor sería mirarle serenamente, fingiendo no reconocerle, lo cual, por otra parte, bastaría tal vez para contenerle e impedirle hacer alguna de sus trastadas, avancé con expresión indiferente, y ya me felicitaba por mi propio éxito, cuando, de pronto, empezaron a temblar las rodillas del aprendiz de Trabb, se le erizó el cabello, se le cayó la gorra y se puso a temblar de pies a cabeza, tambaleándose por el centro de la calle y gritando a los transeúntes: - ¡Socorro! ¡Sostenedme! ¡Tengo mucho miedo! Fingía hallarse en el paroxismo del terror y de la contrición a causa de la dignidad de mi porte. Cuando pasé por su lado le castañeteaban los dientes y, con todas las muestras de extremada humillación, se postró en el polvo. Tal escena me resultó muy molesta, pero aún no era nada para lo que me esperaba. No había andado doscientos pasos, cuando, con gran terror, asombro e indignación por mi parte, vi que se me acercaba otra vez el aprendiz de Trabb. Salía de una callejuela estrecha. Llevaba colgada sobre el hombro la bolsa azul y en sus ojos se advertían inocentes intenciones, en tanto que su porte indicaba su alegre propósito de dirigirse a casa de Trabb. Sobresaltado, advirtió mi presencia y sufrió un ataque tan fuerte como el anterior; 117 pero aquella vez sus movimientos fueron rotativos y se tambaleó dando vueltas alrededor de mí, con las rodillas más temblorosas que nunca y las manos levantadas, como si me pidiese compasión. Sus sufrimientos fueron contemplados con el mayor gozo por numerosos espectadores, y yo me quedé confuso a más no poder. No había avanzado mucho, descendiendo por la calle, cuando, al hallarme frente al correo, volví a ver al chico de Trabb que salía de otro callejón. Aquella vez, sin embargo, estaba completamente cambiado. Llevaba la bolsa azul de la misma manera como yo mi abrigo, y se pavoneaba a lo largo de la acera, yendo hacia mí, pero por el lado opuesto de la calle y seguido por un grupo de amigachos suyos a quienes decía de vez en cuando, haciendo un ademán: - ¿No lo habéis visto? Es imposible expresar con palabras la burla y la ironía del aprendiz de Trabb, cuando, al pasar por mi lado, se alzó el cuello de la camisa, se echó el cabello a un lado de la cabeza, puso un brazo en jarras, se sonrió con expresión de bobería, retorciendo los codos y el cuerpo, y repitiendo a sus compañeros: - ¿No lo habéis visto? ¿No lo habéis visto? Inmediatamente, sus amigos empezaron a gritarme y a correr tras de mí hasta que atravesé el puente, como gallina perseguida y dando a entender que me conocieron cuando yo era herrero. Ése fue el coronamiento de mi desgracia de aquel día, que me hizo salir de la ciudad como si. por decirlo así, hubiese sido arrojado por ella, hasta que estuve en el campo. Pero, de no resolverme entonces a quitar la vida al aprendiz de Trabb, en realidad no podía hacer otra cosa sino aguantarme. Hubiera sido fútil y degradante el luchar contra él en la calle o tratar de obtener de él otra satisfacción inferior a la misma sangre de su corazón. Además, era un muchacho a quien ningún hombre había podido golpear; más parecía una invulnerable y traviesa serpiente que, al ser acorralada, lograba huir por entre las piernas de su enemigo y aullando al mismo tiempo en son de burla. Sin embargo, al día siguiente escribí al señor Trabb para decirle que el señor Pip se vería en la precisión de interrumpir todo trato con quien de tal manera olvidaba sus deberes para con la sociedad teniendo a sus órdenes a un muchacho que excitaba el desprecio en toda mente respetable. La diligencia que llevaba al señor Jaggers llegó a su debido tiempo; volví a ocupar mi asiento y llegué salvo a Londres, aunque no entero, porque me había abandonado mi corazón. Tan pronto como llegué me apresuré a mandar a Joe un bacalao y una caja de ostras, en carácter de desagravio, como reparación por no haber ido yo mismo, y luego me dirigí a la Posada de Barnard. Encontré a Herbert comiendo unos fiambres y muy satisfecho de verme regresar. Después de mandar al Vengador al café para que trajesen algo más que comer, comprendí que aquella misma tarde debía abrir mi corazón a mi amigo y compañero. Como era imposible hacer ninguna confidencia mientras el Vengador estuviese en el vestíbulo, el cual no podía ser considerado más que como una antecámara del agujero de la cerradura, le mandé al teatro. Difícil sería dar una prueba más de mi esclavitud con respecto a aquel muchacho que esta constante preocupación de buscarle algo que hacer. Y a veces me veía tan apurado, que le mandaba a la esquina de Hyde Park para saber qué hora era. Después de comer nos sentamos apoyando los pies en el guardafuegos. Entonces dije a Herbert: - Mi querido amigo, tengo que decirte algo muy reservado. - Mi querido Haendel - dij o él, a su vez, - aprecio y respeto tu confianza. - Es con respecto a mí mismo, Herbert – añadí, - y también se refiere a otra persona. Herbert cruzó los pies, miró al fuego con la cabeza ladeada y, en vista de que transcurrían unos instantes sin que yo empezase a hablar, me miró. -Herbert - dije poniéndole una mano en la rodilla. - Amo, mejor dicho, adoro a Estella. En vez de asombrarse, Herbert replicó, como si fuese la cosa más natural del mundo: - Perfectamente. ¿Qué más? - ¡Cómo, Herbert! ¿Esto es lo que me contestas? - Sí, ¿y qué más? - repitió Herbert. - Desde luego, ya estaba enterado de eso. - ¿Cómo lo sabías? - pregunté. - ¿Que como lo sé, Haendel? Pues por ti mismo. -Nunca te dije tal cosa. - ¿Que nunca me lo has dicho? Cuando te cortas el pelo, tampoco vienes a contármelo, pero tengo sentidos que me permiten observarlo. Siempre la has adorado, o, por lo menos, desde que yo te conozco. Cuando viniste aquí, te trajiste tu adoración para ella al mismo tiempo que tu equipaje. No hay necesidad de que me lo digas, porque me lo has estado refiriendo constantemente durante todo el día. Cuando me 118 referiste tu historia, del modo más claro me diste a entender que habías estado adorándola desde el momento en que la viste, es decir, cuando aún eras muy joven. - Muy bien - contesté, pensando que aquello era algo nuevo, aunque no desagradable.- Nunca he dejado de adorarla. Ella ha regresado convertida en una hermosa y elegante señorita. Ayer la vi. Y si antes la adoraba, ahora la adoro doblemente. - F'elizmente para ti, Haendel - dijo Herbert, - has sido escogido y destinado a ella. Sin que nos metamos en terreno prohibido, podemos aventurarnos a decir que no puede existir duda alguna entre nosotros con respecto a este hecho. ¿Tienes ya alguna sospecha sobre cuáles son las ideas de Estella acerca de tu adoración? Moví tristemente la cabeza. -¡Oh!-exclamé-. ¡Está a millares de millas lejos de mí! - Paciencia, mi querido Haendel. Hay que dar tiempo al tiempo. ¿Tienes algo más que comunicarme? - Me avergüenza decirlo – repliqué, - y, sin embargo, no es peor decirlo que pensarlo. Tú me consideras un muchacho de suerte y, en realidad, lo soy. Ayer, como quien dice, no era más que un aprendiz de herrero; pero hoy, ¿quién podrá decir lo que soy? - Digamos que eres un buen muchacho, si no encuentras la frase - replicó Herbert sonriendo y golpeando con su mano el dorso de la mía. - Un buen muchacho, impetuoso e indeciso, atrevido y tímido, pronto en la acción y en el ensueño: toda esta mezcla hay de ti. Me detuve un momento para reflexionar acerca de si, verdaderamente, había tal mezcla en mi carácter. En conjunto, no me pareció acertado el análisis, pero no creí necesario discutir acerca de ello. - Cuando me pregunto lo que pueda ser hoy, Herbert - continué -, me refiero a mis pensamientos. Tú dices que soy un muchacho afortunado. Estoy persuadido de que no he hecho nada para elevarme en la vida y que la fortuna por sí sola me ha levantado. Esto, naturalmente, es tener suerte. Y, sin embargo, cuando pienso en Estella… - Y también cuando no piensas - me interrumpió Herbert mirando al fuego, cosa que me pareció bondadosa por su parte. - Entonces, mi querido Herbert, no puedo decirte cuán incierto y supeditado me siento y cuán expuesto a centenares de contingencias. Sin entrar en el terreno prohibido, como tú dijiste hace un momento, puedo añadir que todas mis esperanzas dependen de la constancia de una persona (aunque no la nombre). Y aun en el mejor caso, resulta incierto y desagradable el saber tan sólo y de un modo tan vago cuáles son estas esperanzas. A1 decir eso alivié mi mente de lo que siempre había estado en ella, en mayor o menor grado, aunque, sin duda alguna, con mayor intensidad desde el día anterior. - Me parece, Haendel - contestó Herbert con su acento esperanzado y alegre, - que en el desaliento de esa tierna pasión miramos el pelo del caballo regalado con una lente de aumento. También me parece que al concentrar nuestra atención en el examen, descuidamos por completo una de las mejores cualidades del animal. ¿No me dijiste que tu tutor, el señor Jaggers, te comunicó desde el primer momento que no tan sólo tendrías grandes esperanzas? Y aunque él no te lo hubiera dicho así, a pesar de que esta suposición es muy aventurada, ¿puedes creer que, entre todos los hombres de Londres, el señor Jaggers es capaz de sostener tales relaciones contigo si no estuviese seguro del terreno que pisa? Contesté que me era imposible negar la verosimilitud de semejante suposición. Dije eso, como suele verse en muchos casos, cual si fuese una concesión que de mala gana hacía a la verdad y a la justicia, como si, en realidad, me hubiese gustado poder negarlo. - Indudablemente, éste es un argumento poderoso - dij o Herbert, - y me parece que no podrías encontrar otro mejor. Por lo demás, no tienes otro recurso que el de conformarte durante el tiempo que estés bajo la tutoría del señor Jaggers, así como éste ha de esperar el que le háya fijado su cliente. Antes de que hayas cumplido los veintiún años no podrás enterarte con detalles de este asunto, y entonces tal vez te darán más noticias acerca del particular. De todos modos, cada día te aproximas a ello, porque por fin no tendrás más remedio que llegar. - ¡Qué animoso y esperanzado eres! - dije admirando, agradecido, sus optimistas ideas. - No tengo más remedio que ser así - contestó Herbert, - porque casi no poseo otra cosa. He de confesar, sin embargo, que el buen sentido que me alabas no me pertenece, en realidad, sino que es de mi padre. La única observación que le oí hacer con respecto a tu historia fue definitiva: «Sin duda se trata de un asunto serio, porque, de lo contrario, no habría intervenido el señor Jaggers.» Y ahora, antes que decir otra cosa acerca de mi padre o del hijo de mi padre, corresponderé a tu confianza con la mía propia y por un momento seré muy antipático para ti, es decir, positivamente repulsivo. 119 - ¡Oh, no, no lo lograrás! - exclamé. - Sí que lo conseguiré - replicó -. ¡A la una, a las dos y a las tres! Voy a ello. Mi querido amigo Haendel - añadió, y aunque hablaba en tono ligero lo hacía, sin embargo, muy en serio. - He estado reflexionando desde que empezamos a hablar y a partir del momento en que apoyamos los pies en el guardafuegos, y estoy seguro de que Estella no forma parte de tu herencia, porque, como recordarás, tu tutor jamás se ha referido a ella. ¿Tengo razón, a juzgar por lo que me has dicho, al creer que él nunca se refirió a Estella, directa o indirectamente, en ningún sentido? ¿Ni siquiera insinuó, por ejemplo, que tu protector tuviese ya un plan formado con respecto a tu casamiento? - Nunca. - Ahora, Haendel, ya no siento, te doy mi palabra, el sabor agrio de estas uvas. Puesto que no estás prometido a ella, ¿no puedes desprenderte de ella? Ya te dije que me mostraría antipático. Volví la cabeza y pareció que soplaba en mi corazón con extraordinaria violencia algo semejante a los vientos de los marjales que procedían del mar, y experimenté una sensación parecida a la que sentí la mañana en que abandoné la fragua, cuando la niebla se levantaba solemnemente y cuando apoyé la mano en el poste indicador del pueblo. Por unos momentos reinó el silencio entre nosotros. - Sí; pero mi querido Haendel - continuó Herbert como si hubiésemos estado hablando en vez de permanecer silenciosos, - el hecho de que esta pasión esté tan fuertemente arraigada en el corazón de un muchacho a quien la Naturaleza y las circunstancias han hecho tan romántico la convierten en algo muy serio. Piensa en la educación de Estella y piensa también en la señorita Havisham. Recuerda lo que es ella, y aquí es donde te pareceré repulsivo y abominable. Todo eso no puede conducirte más que a la desgracia. - Lo sé, Herbert - contesté con la cabeza vuelta -, pero no puedo remediarlo. - ¿No te es posible olvidarla? - Completamente imposible. - ¿No puedes intentarlo siquiera? - De ninguna manera. - Pues bien - replicó Herbert poniéndose en pie alegremente, como si hubiese estado dormido, y empezando a reanimar el fuego -. Ahora trataré de hacerme agradable otra vez. Dio una vuelta por la estancia, levantó las cortinas, puso las sillas en su lugar, ordenó los libros que estaban diseminados por la habitación, miró al vestíbulo, examinó el interior del buzón, cerró la puerta y volvió a sentarse ante el fuego. Y cuando lo hizo empezó a frotarse la pierna izquierda con ambas manos. - Me disponía a decirte unas palabras, Haendel, con respecto a mi padre y al hijo de mi padre. Me parece que apenas necesita observar el hijo de mi padre que la situación doméstica de éste no es muy brillante. - Siempre hay allí abundancia, Herbert - dije yo, con deseo de alentarle. - ¡Oh, sí! Lo mismo dice el basurero, muy satisfecho, y también el dueño de la tienda de objetos navales de la callejuela trasera. Y hablando en serio, Haendel, porque el asunto lo es bastante, conoces la situación tan bien como yo. Supongo que reinó la abundancia en mi casa cuando mi padre no había abandonado sus asuntos. Pero si hubo abundancia, ya no la hay ahora. ¿No te parece haber observado en tu propia región que los hijos de los matrimonios mal avenidos son siempre muy aficionados a casarse cuanto antes? Ésta era una pregunta tan singular, que en contestación le pregunté: - ¿Es así? - Lo ignoro, y por eso te lo pregunto - dijo Herbert; - y ello porque éste es el caso nuestro. Mi pobre hermana Carlota, que nació inmediatamente después de mí y murió antes de los catorce años, era un ejemplo muy notable. La pequeña Juanita es igual. En su deseo de establecerse matrimonialmente, cualquiera podría suponer que ha pasado su corta existencia en la contemplación perpetua de la felicidad doméstica. El pequeño Alick, a pesar de que aún va vestido de niño, ya se ha puesto de acuerdo para unirse con una personita conveniente que vive en Kew. Y, en realidad, me figuro que todos estamos prometidos, a excepción del pequeño. - ¿De modo que también lo estás tú? - pregunté. - Sí - contestó Herbert, - pero esto es un secreto. Le aseguré que lo guardaría y le rogué que me diese más detalles. Había hablado con tanta comprensión acerca de mi propia debilidad, que deseaba conocer algo acerca de su fuerza. - ¿Puedes decirme cómo se llama? - pregunté. - Clara - dijo Herbert. - ¿Vive en Londres? - Sí. Tal vez debo mencionar - añadió Herbert, que se había quedado muy desanimado desde que empezamos a hablar de tan interesante asunto - que está por debajo de las tontas preocupaciones de mi 120 madre acerca de la posición social. Su padre se dedicó a aprovisionar de vituallas los barcos de pasajeros. Creo que era una especie de sobrecargo. - ¿Y ahora qué es? - pregunté. - Tiene una enfermedad crónica - contestó Herbert. - ¿Y vive… ? - En el primer piso - contestó Herbert. Eso no era lo que yo quería preguntar, porque quise referirme a sus medios de subsistencia -. Yo nunca le he visto - continuó Herbert -, porque desde que conocí a Clara, siempre permanece en su habitación del piso superior. Pero le he oído constantemente. Hace mucho ruido y grita y golpea el suelo con algún instrumento espantoso. Al mirarme se echó a reír de buena gana, y, por un momento, Herbert recobró su alegre carácter. - ¿Y no esperas verle? - pregunté. - ¡Oh, sí, constantemente! - contestó Herbert -. Porque cada vez que le oigo me figuro que se caerá a través del techo. No sé cómo resisten las vigas. Después de reírse otra vez con excelente humor, recobró su tristeza y me dijo que en cuanto empezase a ganar un capital se proponía casarse con aquella joven. Y añadió, muy convencido y desalentado: - Pero no es posible casarse, según se comprende, en tanto que uno ha de observar alrededor de sí. Mientras contemplábamos el fuego y yo pensaba en lo difícil que era algunas veces el conquistar un capital, me metía las manos en los bolsillos. En uno de ellos me llamó la atención un papel doblado que encontré, y al abrirlo vi que era el prospecto que me entregó Joe, referente al célebre aficionado provincial de fama extraordinaria. - ¡Dios mío! - exclamé involuntariamente y en voz alta -. Me había olvidado que era para esta noche. Eso cambió en un momento el asunto de nuestra conversación, y apresuradamente resolvimos asistir a tal representación. Por eso, en cuanto hube resuelto consolar y proteger a Herbert en aquel asunto que tanto importaba a su corazón, valiéndome de todos los medios practicables e impracticables, y cuando Herbert me hubo dicho que su novia me conocía de referencia y que me presentaría a ella, nos estrechamos cordialmente las manos para sellar nuestra mutua confianza, apagamos las bujías, arreglamos el fuego, cerramos la puerta y salimos en busca del señor Wopsle y de Dinamarca. ...

En la línea 933
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Se levantó aterrado y se sentó en el diván, trastornado por el horror y el miedo. Pero los golpes, los lamentos, las invectivas eran cada vez más violentos. De súbito, con profundo asombro, reconoció la voz de su patrona. La viuda lanzaba ayes y alaridos. Las palabras salían de su boca anhelantes; debía de suplicar que no le pegasen más, pues seguían golpeándola brutalmente. Esto sucedía en la escalera. La voz del verdugo no era sino un ronquido furioso; hablaba con la misma rapidez, y sus palabras, presurosas y ahogadas, eran igualmente ininteligibles. ...

En la línea 2194
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando acababa de protestar de la calumnia de Lujine contra él y de recordar que el día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que ella misma se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que no había pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala conducta es del dominio público». Todos estos pensamientos cruzaron su mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al mirar atentamente a aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada, que se compadeció de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolución. ...

En la línea 3182
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Se vigilaban mutuamente, pero, apenas se cruzaban sus miradas, las desviaban con la rapidez del relámpago. ...

En la línea 3339
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo? ...

En la línea 145
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... El comportamiento general del equipo mejoró con rapidez. Recuperó la antigua solidaridad y una vez más los perros corrieron al mismo ritmo. En Rink Rapids se incorporaron dos huskies nativos, Teek y Koona; y la celeridad con que Buck los dominó dejó sin aliento a François. ...

En la línea 159
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Cuando el trineo arrancó, Dave se puso a correr por la nieve blanda que flanqueaba el sendero batido, empezó a darle dentelladas a Sol-leks, a embestirlo para que cayera sobre la nieve blanda de otro lado, y a intentar meterse entre Sol-leks y el trineo, gruñendo y aullando sin parar de dolor y consternación. El mestizo intentó alejarlo con el látigo; pero Dave no hizo caso del cinto urticante y al hombre le habría partido el alma golpearle con más fuerza. El perro se negó a correr obediente detrás del trineo, donde le habría sido más fácil, y continuó marchando con dificultad a un lado, por la nieve blanda, hasta que ya no pudo más. Entonces cayó y quedó postrado donde había caído, aullando de un modo lúgubre mientras la larga caravana de trineos corría con rapidez. ...

En la línea 308
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Al parecer, el rasgo más común de aquel mundo era el miedo. Observando al hombre dormido junto al fuego, con la cabeza entre las rodillas res guardada por las manos entrelazadas, Buck lo veía agitarse y despertar con frecuencia sobresaltado, lanzar una mirada temerosa a la oscuridad y entonces echar más leña a la hoguera. Si iban por la orilla de un mar, donde el hombre recogía moluscos y se los comía al momento, los dos lo hacían con la mirada alerta ante un peligro oculto, listos para correr como el viento al menor atisbo. Por el bosque avanzaban sin ruido, Buck pegado a los talones del hombre velludo, atentos y vigilantes los dos, tensas las orejas y temblorosas las aletas de la nariz, pues el oído y el olfato del hombre eran tan agudos como los de Buck. El hombre era capaz de trepar a los árboles y desplazarse con la misma rapidez que por el suelo, columpiándose de rama en rama, separadas a veces por más de tres metros, soltándose y volviéndose a agarrar, sin caer nunca ni errar jamás el asidero. En realidad parecía estar tan a sus anchas entre los árboles como en tierra, y a Buck le venían a la memoria noches de vigilia al pie de un árbol, donde, encaramado a una rama, dormía el hombre velludo. ...

En la línea 342
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Eso bastó para que la manada entera atacase, precipitándose y obstruyéndose el camino en su ansia por derribar a la presa. La rapidez y agilidad pasmosas de Buck le fueron de gran provecho. Girando sobre las patas traseras, dando mordiscos y dentelladas, estaba en todas partes al mismo tiempo, presentando un frente inquebrantable por la rapidez con que giraba y se cubría los flancos. Pero, para evitar que se colocasen detrás, se vio obligado a retroceder más allá de la laguna y por el cauce del riachuelo hasta dar contra un elevado talud de grava. Se fue desplazando gradualmente hasta llegar a un entrante del talud que los mineros habían excavado en ángulo recto, y allí se guareció, protegido por tres lados y teniendo que ocuparse únicamente del frente. ...

En la línea 396
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Al subir ellos al tren, caía la tarde y el sol descendía con la rapidez propia de los crepúsculos del otoño. Cerraron las ventanillas de un lado, y los rayos del Poniente vinieron a reflejarse un instante en el techo del departamento, retirándose después como niños que acaban de hacer alguna jugarreta. Las montañas se ennegrecían, los celajes más remotos eran de color de brasa; luego se apagaban unos tras otros como una rosa de fuego que fuese soltando sus pétalos encendidos. Languideció la conversación entre Artegui y Lucía, y ambos se quedaron silenciosos y mustios, él con su acostumbrado aspecto de fatiga, ella sumida en profundo recogimiento, dominada por la melancolía del anochecer. Crecía la sombra, y de uno de los vagones, venciendo el ruido de la lenta marcha del tren, brotaba un coro apasionado y triste en lengua extraña, un zortzico, entonado a plena voz, por multitud de jóvenes vacos, que, juntos, iban a Bayona. A veces una cascada de notas irónicas y risueñas cortaba el canto, después la estrofa volvía, tierna, honda, cual un gemido, elevándose hasta los cielos, negros ya como la tinta. Lucía escuchaba, y el convoy, despacioso, hacía el bajo, sosteniendo con su trepidación grave, las voces de los cantores. ...

En la línea 442
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Volviose Lucía con la rapidez de un muñeco de resorte, y batiendo palmas, gritó como una loca: ...

En la línea 467
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Los viajeros almorzaron con rapidez y salieron para la estación de Assurghur, después de haber costeado el río Tapty, que desagua en el golfo de Caniboya, cerca de Surate. ...

En la línea 658
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Entretanto, el elefante, guiado con mucha seguridad por el parsi, corría con rapidez por la selva todavía oscura. Una hora después de haber dejado la pagoda de Pillaji, se lanzaba al través de una inmensa llanura. A las siete se hizo alto. La joven seguía en una postración completa. El guía le hizo beber algunos tragos de agua y de brandy, pero la influencia embriagante que pesaba sobre ella debía prolongarse todavía por algún tiempo. ...

En la línea 794
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... El desarrollo panorámico de las islas era soberbio. Inmensos bosques de palmeras asiáticas, arecas, bambúes, moscadas, tecks, mimosas gigantescas, helechos arborescentes cubrían el primer plano del país, perfilándose atrás los elegantes contornos de las montañas. Sobre la costa pululaban a millares esas preciosas salanganas, cuyos nidos comestibles son un manjar muy apetitoso en el Celeste Imperio. Pero todo este espectáculo variado, ofrecido a las miradas por el grupo de las Andaman, paso pronto, y el 'Rangoon' se dirigió con rapidez hacia el estrecho de Malaca, que debía darle acceso a los mares de la China. ...

En la línea 1361
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... En 1862 fue cuando, a pesar de la oposición de los diputados del Sur, que querían una línea más meridional, se fijó el trazado del ferrocarril entre los 41 y 42 grados de latitud. El presidente Lincoin, de tan sentida memoria, fijó, por sí mismo, en el Estado de Nebraska, la ciudad de Omaha, como cabeza de línea del nuevo camino. Los trabajos comenzaron en seguida, y se prosiguieron con esa actividad americana, que no es papelera ni oficinesca. La rapidez de la mano de obra no debía, en modo alguno, perjudicar la buena ejecución del camino. En el llano se avanzaba a razón de milla y media por día. Una locomotora, rodando sobre los raíles de la víspera, traía los del día siguiente y corría sobre ellos a medida que se iban colocando. ...

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