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La palabra nuebos
Cómo se escribe

Comó se escribe nuebos o nuevos?

Cual es errónea Nuevos o Nuebos?

La palabra correcta es Nuevos. Sin Embargo Nuebos se trata de un error ortográfico.

El Error ortográfico detectado en el termino nuebos es que hay un Intercambio de las letras v;b con respecto la palabra correcta la palabra nuevos

Más información sobre la palabra Nuevos en internet

Nuevos en la RAE.
Nuevos en Word Reference.
Nuevos en la wikipedia.
Sinonimos de Nuevos.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Nuevos

Cómo se escribe nuevos o nuevoz?
Cómo se escribe nuevos o nuebos?


la Ortografía es divertida


El Español es una gran familia

Reglas relacionadas con los errores de v;b

Las Reglas Ortográficas de la V

Regla 1 de la V Se escriben con v el presente de indicativo, subjuntivo e imperativo del verbo ir, así como el pretérito perfecto simple y el pretérito imperfecto de subjuntivo de los verbos tener, estar, andar y sus derivados. Por ejemplo: estuviera o estuviese.

Regla 2 de la V Se escriben con v los adjetivos que terminan en -ava, -ave, -avo, -eva, -eve, -evo, -iva, -ivo.

Por ejemplo: octava, grave, bravo, nueva, leve, longevo, cautiva, primitivo.

Regla 3 de la V Detrás de d y de b también se escribe v. Por ejemplo: advertencia, subvención.

Regla 4 de la V Las palabras que empiezan por di- se escriben con v.

Por ejemplo: divertir, división.

Excepciones: dibujo y sus derivados.

Regla 5 de la V Detrás de n se escribe v. Por ejemplo: enviar, invento.

Las Reglas Ortográficas de la B

Regla 1 de la B

Detrás de m se escribe siempre b.

Por ejemplo:

sombrío
temblando
asombroso.

Regla 2 de la B

Se escriben con b las palabras que empiezan con las sílabas bu-, bur- y bus-.

Por ejemplo: bujía, burbuja, busqué.

Regla 3 de la B

Se escribe b a continuación de la sílaba al- de inicio de palabra.

Por ejemplo: albanés, albergar.

Excepciones: Álvaro, alvéolo.

Regla 4 de la B

Las palabras que terminan en -bundo o -bunda y -bilidad se escriben con b.

Por ejemplo: vagabundo, nauseabundo, amabilidad, sociabilidad.

Excepciones: movilidad y civilidad.

Regla 5 de la B

Se escriben con b las terminaciones del pretérito imperfecto de indicativo de los verbos de la primera conjugación y también el pretérito imperfecto de indicativo del verbo ir.

Ejemplos: desplazaban, iba, faltaba, estaba, llegaba, miraba, observaban, levantaba, etc.

Regla 6 de la B

Se escriben con b, en todos sus tiempos, los verbos deber, beber, caber, haber y saber.

Regla 7 de la B

Se escribe con b los verbos acabados en -buir y en -bir. Por ejemplo: contribuir, imbuir, subir, recibir, etc.

Excepciones: hervir, servir y vivir, y sus derivados.


Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras v;b

Algunas Frases de libros en las que aparece nuevos

La palabra nuevos puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 475
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Vigiló mucho el labrador, presintiendo una emboscada; pero de nada le sirvió su cautela, pues una tarde en que regresaba solo a su casa, cuando aún no había terminado la roturación de sus nuevos campos, le largaron dos escopetazos sin que viese al agresor, y salió milagrosamente ileso del puñado de postas que pasó junto a sus orejas. ...

En la línea 1243
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... ¡Qué explosión de cólera la de don Joaquín! Lo que más le irritaba era la afición de los muchachos a llamarse por los apodos de sus padres y aun a fabricarlos nuevos. ...

En la línea 1569
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Al poco rato, nuevos gritos sacaron a Batiste de su doloroso estupor. ...

En la línea 136
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Dupont abría sus ojos desmesuradamente para expresar el asombro y la repugnancia que le inspiraban los nuevos rebeldes. ...

En la línea 243
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El señor Fermín extrañábase de la indignación con que la hermana del marqués acogía sus originalidades. ¡Un hombre así, no debía morirse nunca!... Pero, al fin, murió. Murió cuando no le quedaba nada que gastar; cuando los salones de su casa no tenían un mueble; cuando su cuñado Dupont se negó de veras a hacerle nuevos préstamos, ofreciéndole en su casa todo lo que quisiera, cuanto vino desease, pero sin la menor cantidad de dinero. ...

En la línea 343
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Este alejamiento de Jerez permitió a Dupont realizar sus ensueños sobre Marchamalo. Echó abajo el antiguo caserón y construyó lagares nuevos, una hermosa casa para su familia, una capilla espaciosa y rica como un templo, y un torreón cuadrado, con puntiagudas almenas, dominando el oleaje de colinas cubiertas de cepas, que formaban el gran dominio de Marchamalo. Todo era nuevo y sólido, construido con gran derroche de dinero. Únicamente dejó Dupont en pie la casa de los viñadores, para que la finca no perdiese por completo su carácter tradicional, conservando la cocina ennegrecida por el humo de muchos años, en la que dormían los jornaleros en torno del _fogaril_, sobre una esterilla de enea, única cama que les proporcionaba el señor. ...

En la línea 593
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y hablaba del régimen de terror que reducía al silencio toda la campiña. La ciudad rica, odiada por los siervos del campo, velaba sobre ellos con un gesto cruel e inexorable para ocultar el miedo que les tenía. Los amos poníanse en guardia a la menor conmoción. Bastaba que se reuniesen con cierto misterio unos cuantos jornaleros en un hato, en un rancho de la campiña, para que al momento sonasen los ricos el toque de alarma en los periódicos de toda España, y llegaran nuevos soldados a Jerez, y la guardia civil corriera el campo amenazando a todo el que no estaba conforme con lo exiguo del jornal y la miseria de la alimentación. _¡La Mano Negra!_ ¡Siempre aquel fantasma, agrandado por la exuberante imaginación andaluza, que los ricos cuidaban de conservar vivo y en pie para moverlo así que los gañanes formulaban la más insignificante petición!... ...

En la línea 869
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Si todavía no soy mosquetero -dijo a sus nuevos amigos al franquear la puerta del palacio del señor deTréville-, al menos ya soy aprendiz, ¿no es verdad?Capítulo VISu majestad el rey Luis XlllEl suceso hizo mucho ruido. ...

En la línea 1180
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Hacía cortar para Mosquetón jubones de sus vestidos viejos y de sus capas de repuesto, y gracias a un sastre muy inte ligente que le ponía sus pingajos como nuevos dándoles la vuel ta, y de cuya mujer se sospechaba que quería hacer descender a Porthos de sus costumbres aristocráticas, Mosquetón hacía muy buena fi gura detrás de su amo. ...

En la línea 1227
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Por más esfuerzos que hizo, D'Artagnan no pudo saber más sobre sus tres nuevos amigos. ...

En la línea 3644
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Imposible, milord, sólo yo puedo realizarlos para que no se vea la diferencia entre los nuevos y los viejos. ...

En la línea 180
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Agréguese á esto que luego que vaca un empleo se provee en la Península, las mas veces sin atencion á escala, méritos y servicios, y cualquiera conocerá el disgusto que esto debe causar, y lo mal servidos que están los empleos, hasta que el tiempo y la esperiencia enseñó á los nuevos agraciados lo que ignoraban cuando alli fueron. ...

En la línea 215
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Se queja, pues, con razon de que en ese acto abandonado á los aforadores, hay mas bien falta de imparcialidad y de buena fe, que de intelijencia, y de consiguiente se remediarian los abusos en el recibo de la hoja del tabaco, nombrándose cada año, y en el momento de la necesidad, nuevos empleados de otra esfera, que por espresa comision pasen de Manila á las provincias al reconocimiento y recibo de la hoja, y cuya ilustracion é intelijencia pueda descubrir y destruir todas las artes y manejos que se empleasen en estos casos, y economizarse los sueldos de trecientos pesos anuales que se dan á los titulados alumnos de aforadores, creados pocos años hace con el fin de que instruyéndose en el cargo de aforadores, sirvan al caso á la renta cuando sea necesario; pero esta medida sola no llena el objeto en la forma establecida, porque viven entre los cosecheros, están con ellos en estrechas relaciones, y no puede de este modo conseguirse el fin de procurar evitar fraudes; ademas de que pueden economizarse los pesos que se invierten en sus sueldos. ...

En la línea 240
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Mas en lugar de ocuparse en tan importante asunto, y dar á la renta la estension que debe tener para su fomento, no hace mucho se la recargó con nuevos empleados y sueldos, elevándola á un rango en sus gastos que jamás tuvo, y que aun no era necesario los tuviese. ...

En la línea 320
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... En cuanto al aumento ó disminucion de estipendios, nada puede decirse con datos fijos, ó sin temor de padecer equivocaciones que pueden ser de trascendencia: únicamente advertiré que los párrocos que son destinados á misiones, que es á formar pueblos nuevos, atrayendo y catequizando á los indios infieles que en varios puntos de las Islas existen, están escasamente dotados, y si no fuese por los ausilios de otros relijiosos y sus amigos ó bienhechores, difícilmente podrian subsistir, y con todo eso aun tienen que dedicar muchos dias para preparar y cultivar un pedazo de terreno, formando un poco de siembra de arroz para facilitarse el pan para el año, y dedicarse á la caza de venados, para hacerlos cecina ó salon, que en el pais llaman tapa, y por este medio comen alguna carne, pues son muchas las estrecheces que pasan y no es fácil remediárselas. ...

En la línea 1875
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... El más inteligente de los nuevos ministros era, con mucho, Galiano, a quien me presentaron poco después de mi llegada a Madrid. ...

En la línea 2531
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... A todas horas llegaban bandadas de fugitivos aterrorizados, que referían nuevos desastres y miserias; lo único que me sorprendía era que el enemigo no se presentase, y con la toma de Madrid, que estaba casi a merced suya, no pusiese fin a la guerra de una vez. ...

En la línea 3406
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Pero el ministerio cambió, caballero, y los nuevos ministros, que no eran amigos de su merced, le quitaron el empleo. ...

En la línea 3998
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Entonces, con nuevos brincos y cabriolas, echó a andar con paso rápido, deteniéndose a veces en una _choza_ con el propósito de adquirir informes, supongo yo, aunque apenas entendí una palabra de la jerga en que él y sus interlocutores hablaban. ...

En la línea 754
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... El rugir del león, del lobo fiero el temeroso aullido, el silbo horrendo de escamosa serpiente, el espantable baladro de algún monstruo, el agorero graznar de la corneja, y el estruendo del viento contrastado en mar instable; del ya vencido toro el implacable bramido, y de la viuda tortolilla el sentible arrullar; el triste canto del envidiado búho, con el llanto de toda la infernal negra cuadrilla, salgan con la doliente ánima fuera, mezclados en un son, de tal manera que se confundan los sentidos todos, pues la pena cruel que en mí se halla para contalla pide nuevos modos. ...

En la línea 1174
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -De la misma manera que yo lo cuento -respondió Sancho-, se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que haga usos nuevos. ...

En la línea 1747
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que me dará mucha lástima y no podré dejar de llorar; y tengo tal la cabeza, del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que yo vea algunas locuras, hágalas vestido, breves y las que le vinieren más a cuento. ...

En la línea 1983
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y, tornándole a hacer nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos para que lo prometido cumpliese, ella, sin hacerse más de rogar, calzándose con toda honestidad y recogiendo sus cabellos, se acomodó en el asiento de una piedra, y, puestos los tres alrededor della, haciéndose fuerza por detener algunas lágrimas que a los ojos se le venían, con voz reposada y clara, comenzó la historia de su vida desta manera: -«En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que le hace uno de los que llaman grandes en España. ...

En la línea 87
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Durante el resto de mi estancia en Río, viví en una caseta de campo situada en la Bahía de Botafogo. Imposible soñar nada más delicioso que esa residencia de algunas semanas en un país tan admirable. En Inglaterra, todo el que gusta de la Historia Natural tiene una gran ventaja en el sentido de que siempre descubre alguna cosa que le llama la atención; pero en estos climas fértiles que rebosan, digámoslo así, en seres animados, los descubrimientos nuevos que hace a cada instante son tan numerosos que apenas puede avanzar. ...

En la línea 426
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Llegamos por la mañana temprano a Santa Fe. Me llena de asombro el ver el grandísimo cambio de clima producido por una diferencia de 30 de latitud, nada más, entre esta ciudad y Buenos Aires. Todo lo evidencia: la manera de vestir y el color de los habitantes, el mayor tamaño de los árboles, la multitud de nuevos cactus y otras plantas, y sobre todo el número de aves. En una hora he visto media docena de aves que nunca vi en Buenos Aires. Si se atiende a que no hay fronteras naturales entre las dos ciudades y a que el carácter del país es casi exactamente el mismo, la diferencia es mucho mayor de lo que pudiera creerse. ...

En la línea 725
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 6 de febrero.- Hemos llegado a Woollya, y se queja tanto Matthews de la conducta de los fueguenses, que el capitán se decide a volverlo a bordo del Beagle; más tarde lo dejamos en Nueva-Zelanda, donde su hermano era misionero. En cuanto nos separamos comenzaron los indígenas a despojarlo de todo lo que tenía; todos los días llegaban nuevos grupos de fueguenses; York y Jemmy habían perdido muchas cosas y Matthews todo lo que no había tenido la precaución de enterrar. Se creía que los indígenas habían roto o desgarrado todo cuanto habían cogido, distribuyéndose los pedazos. Matthews estaba destrozado de cansancio; de día y de noche le rodeaban los indígenas, haciendo, para que no durmiese, un ruido horrible junto a su cabeza. Un día le mandó a un viejo que se marchase de su choza, pero volvió a poco con una piedra tremenda en la mano. Otro día acudió un pelotón armado de piedras y palos y Matthews tuvo que aplacarlos a fuerza de regalos. Otros quisieron despojarlo de las ropas y pelarlo enteramente. Creo que llegamos a tiempo justo de salvarle la vida. Los parientes de Jemmy habían sido lo bastante vanos y lo bastante locos para enseñarles a sus vecinos de otras tribus todo lo que habían adquirido y para decirles cómo se lo habían proporcionado. Bien triste era tener que dejar a nuestros tres fueguenses en medio de sus salvajes compatriotas, pero como ellos no sentían ningún temor, este pensamiento nos servía de gran consuelo. York, hombre fuerte y resuelto, estaba casi seguro de salir sano y salvo, lo mismo que Fuegía, su mujer, de las emboscadas que pudieran tenderle. ...

En la línea 765
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Encuéntranse formaciones extraordinariamente delicadas, unas habitadas por pólipos sencillos parecidos a la Hydra, otras por especies mejor organizadas o por magníficos abscidios compuestos. También se encuentran adheridos a estas conchas patelliformes algunos Trocos, varios moluscos desnudos y otros bivalvos. Innumerables crustáceos frecuentan las distintas partes de la planta. Cuando se sacuden las grandes raíces enmarañadas de estas algas, se ven caer muchísimos pececillos, conchas, jibias, escarabajos de muchos géneros, huevos de mar, estrellas de mar, magníficos holuthurios, planerias y animales de mil formas diversas. Cada vez que he examinado una rama de esta planta he descubierto animales nuevos de las más curiosas formas. En Chile, donde no crecen tan bien, no se encuentran en ellas conchas, ni zoófitos, ni crustáceos; pero no les faltan algunos flustros y abscidios que pertenecen, sin embargo, a diferente especie que los de la Tierra del Fuego, lo cual prueba que la planta tiene habitación más extensa que sus moradores. No puedo comparar estos grandes bosques acuáticos del hemisferio meridional más que a los terrestres de las regiones intertropicales. Seguramente la destrucción de un bosque en cualquier país, no entrañaría con mucho la muerte de tantas especies animales como la desaparición del macrocystis. Entre las hojas de esta planta viven muchísimas especies de peces que en ninguna otra parte podrían encontrar abrigo y alimento, y si éstos desapareciesen, los cormoranes y demás pájaros pescadores, las nutrias, las focas, las marsoplas perecerían también muy pronto; por último, el salvaje fueguense, el miserable dueño de este miserable país, redoblaría sus festines de caníbal, disminuiría en número y dejaría tal vez de existir. ...

En la línea 525
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cerca de la puerta había algunos cuadros nuevos que eran copias no mal entendidas de pintores célebres. ...

En la línea 685
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... le manda ahora los vestidos que deja, y como los deja nuevos y tiene tantos y tan ricos. ...

En la línea 1472
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Le quedaban la biblioteca, que había mejorado, y los amigos, nuevos, por supuesto. ...

En la línea 2455
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Los socios antiguos no hacían caso, ni levantaban los ojos; los nuevos, espantados, miraban al techo y a las paredes esperando ver desmoronarse el edificio. ...

En la línea 173
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Cada personaje quería ser un semidiós. Al levantarse nuevos templos se mezclaban imágenes y atributos paganos con los símbolos del cristianismo. Estos humanistas, adoradores furiosos del mundo antiguo, se deslizaban con dulzura por la pendiente de la herejía, llegando a la más absoluta incredulidad. ...

En la línea 309
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Capistrano y Carvajal, que se habían presentado a los húngaros con c las manos vacías, sin más auxilio que las palabras ardorosas de su Pontífice, (consiguieron improvisar un ejército, Pareció éste ridículo a los verdaderos hombres de guerra comparado con el de los turcos, que era tenido por toda Europa como Invencible. Hunyades organizó a su costa siete mil húngaros, y Capistrano y Carvajal le dieron como fuerza auxiliar una muchedumbre abigarrada, enardecida por sus predicaciones, compuesta de artesanos, labriegos, frailes, eremitas y estudiantes, armados casi todos con guadañas, venablos y horquillas. Muchos de los nuevos cruzados eran aventureros que iban en busca de botín; pero los más acudían a la pelea con el deseo de morir, ganando el cielo. Varios grupos de lansquenetes alemanes y guerreros polacos dieron cierta consistencia militar a esta masa confusa y mal armada, conducida por el fraile Capistrano. ...

En la línea 329
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... — De algo hemos de hablar, ¿no te parece?… Vámonos al jardín. Luego me acompañarás a Niza y te daré ciertas revistas que guardo en mi equipaje: artículos que he escrito sobre los Borjas, y que tal vez te parecerán interesantes: todos son documentos nuevos encontrados por mí. Nadie conoce a esta familia como yo. Quiero que sepas algunas cosas más de ella. ...

En la línea 412
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Le parecían organizados los placeres casi lo mismo que en los tiempos prehistóricos, faltos de una dirección racional y previsora, admitiendo todos los humanos como dogma indiscutible la fijeza eterna de las pasiones verdaderas ; y precisamente si éstas alegran nuestra vida es porque se renuevan, gracias al deseo de nuevos cambios que nos acompañan hasta la muerte. ...

En la línea 43
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Varias familias de Nueva Zelanda tomaron pasaje para ir a Sidney o a Melbourne. El joven americano evitaba toda amistad con los compañeros de viaje. Prefería la melancolía de sus recuerdos, entregándose a ellos ya que no le era posible el placer de la lectura. Durante la larga travesía había leído todos los volúmenes que llevaba con el y los de la biblioteca del buque, que por cierto no eran nuevos ni abundantes. ...

En la línea 125
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Mientras permanecía inmóvil fue examinando lo que le rodeaba. La muchedumbre era cada vez más numerosa en torno de su cuerpo y en las profundidades del bosque. El zumbido de sus palabras y sus gritos iba en aumento. Se presentía la llegada incesante de nuevos grupos. Por entre los cuatro aeroplanos inmóviles al extremo de sus cables volaban otros completamente libres, que se complacían en pasar y repasar sobre la nariz del prisionero. Eran dragones rojos y verdes, serpientes de enroscada cola, peces de lomo redondo, todos con alas, con escamas de diversos colores y con ojos enormes. Gillespie adivinó que eran las luciérnagas que en la noche anterior lanzaban mangas de luz por sus faros, ahora extinguidos. ...

En la línea 287
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Escapó Flimnap por unos pasillos poco frecuentados, temiendo tropezarse con los periodistas, que iban a la zaga de él desde el día anterior pidiéndole noticias frescas. Dos diarios de la capital, siempre en escándalos a rivalidad, publicaban cada tres horas una edición con detalles nuevos sobre el Hombre-Montaña y sus costumbres, poniendo en boca del pobre sabio mentiras y disparates que le hacían rugir de indignación. Uno de los diarios defendía la conveniencia de respetar la vida del gigante, y esto había bastado para que la publicación contraria exigiese su muerte inmediata, por creer que la voracidad tremenda de tal huésped acabaría por sumir al país en la escasez, siendo causa de que miles y miles de compatriotas pereciesen de hambre. ...

En la línea 311
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Luego entraron mas siervos desnudos llevando a brazo nuevos objetos. Seis de ellos sostenían como un peso abrumador el libro de notas cuyas hojas había traducido Flimnap. Después otros atletas pasaron, rodando sobre el suelo, lo mismo que si fuesen toneles, varios discos de metal, grandes, chatos y exactamente redondos, encontrados en los bolsillos del gigante. ...

En la línea 28
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... No significaban tales rutinas terquedad y falta de luces. Por el contrario, la clara inteligencia del segundo Santa Cruz y su conocimiento de los negocios, sugeríanle la idea de que cada hombre pertenece a su época y a su esfera propias, y que dentro de ellas debe exclusivamente actuar. Demasiado comprendió que el comercio iba a sufrir profunda transformación, y que no era él el llamado a dirigirlo por los nuevos y más anchos caminos que se le abrían. Por eso, y porque ansiaba retirarse y descansar, traspasó su establecimiento a los Chicos que habían sido deudos y dependientes suyos durante veinte años. Ambos eran trabajadores y muy inteligentes. Alternaban en sus viajes al extranjero para buscar y traer las novedades, alma del tráfico de telas. La concurrencia crecía cada año, y era forzoso apelar al reclamo, recibir y expedir viajantes, mimar al público, contemporizar y abrir cuentas largas a los parroquianos, y singularmente a las parroquianas. Como los Chicos habían abarcado también el comercio de lanillas, merinos, telas ligeras para vestidos de señora, pañolería, confecciones y otros artículos de uso femenino, y además abrieron tienda al por menor y al vareo, tuvieron que pasar por el inconveniente de las morosidades e insolvencias que tanto quebrantan al comercio. Afortunadamente para ellos, la casa tenía un crédito inmenso. ...

En la línea 72
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El establecimiento de Gumersindo Arnaiz se vio amenazado de ruina, porque las tres o cuatro casas cuya especialidad era como una herencia o traspaso de la Compañía de Filipinas, no podían seguir monopolizando la pañolería y demás artes chinescas. Madrid se inundaba de género a precio más bajo que el de las facturas de D. Bonifacio Arnaiz, y era preciso realizar de cualquier modo. Para compensar las pérdidas de la quemazón, urgía plantear otro negocio, buscar nuevos caminos, y aquí fue donde lució sus altas dotes Isabel Cordero, esposa de Gumersindo, que tenía más pesquis que este. Sin saber pelotada de Geografía, comprendía que había un Singapore y un istmo de Suez. ...

En la línea 93
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La tienda se transformaba; pero la tertulia era siempre la misma en el curso lento de los años. Unos habladores se iban y venían otros. No sabemos a qué época fija se referirían estos párrafos sueltos que al vuelo cogía Barbarita cuando, ya casada, entraba en la tienda a descansar un ratito, de vuelta de paseo o de compras: «¡Qué hermosotes iban esta mañana los del tercero de fusileros con sus pompones nuevos!»… «El Duque ha oído misa hoy en las Calatravas. Iba con Linaje y con San Miguel»… ...

En la línea 170
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Faltábale tiempo a la buena señora para dar parte a sus amigas del feliz suceso; no sabía hablar de otra cosa, y aunque desmadejada ya y sin fuerzas a causa del trabajo y de los alumbramientos, cobraba nuevos bríos para entregarse con delirante actividad a los preparativos de boda, al equipo y demás cosas. ¡Qué proyectos hacía, qué cosas inventaba, qué previsión la suya! Pero en medio de su inmensa tarea, no cesaba de tener corazonadas pesimistas, y exclamaba con tristeza: «¡Si me parece mentira!… ¡Si yo no he de verlo!… ». Y este presentimiento, por ser de cosa mala, vino a cumplirse al cabo, porque la alegría inquieta fue como una combustión oculta que devoró la poca vida que allí quedaba. Una mañana de los últimos días de Diciembre, Isabel Cordero, hallándose en el comedor de su casa, cayó redonda al suelo como herida de un rayo. Acometida de violentísimo ataque cerebral, falleció aquella misma noche, rodeada de su marido y de sus consternados y amantes hijos. No recobró el conocimiento después del ataque, no dijo esta boca es mía, ni se quejó. Su muerte fue de esas que vulgarmente se comparan a la de un pajarito. Decían los vecinos y amigos que había reventado de gusto. Aquella gran mujer, heroína y mártir del deber, autora de diez y siete españoles, se embriagó de felicidad sólo con el olor de ella, y sucumbió a su primera embriaguez. En su muerte la perseguían las fechas célebres, como la habían perseguido en sus partos, cual si la historia la rondara deseando tener algo que ver con ella. Isabel Cordero y D. Juan Prim expiraron con pocas horas de diferencia. ...

En la línea 535
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –Te conozco. Eres un muchacho bueno y todo lo mereces. Terminaron tus desazones, porque ha llegado la hora de tu recompensa. Cava aquí cada siete días y siempre encontrarás el mismo tesoro: doce peniques nuevos y brillantes. No se lo digas a nadie y guarda el secreto. ...

En la línea 1343
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Este primoroso y llamativo espectáculo entusiasmó tanto al regocijado pueblo, que las aclamaciones ahogaron por completo la vocecita del niño cuya misión era explicar la cosa en runas laudatorias. Pero Tom Canty no lo lamentó, porque aquel leal alboroto era para él música más dulce que cualquier poesía, no importa de qué calidad fuera. Cundo quiera que Tom volvía su joven y feliz semblante, el pueblo reconocía la exactitud del parecido de su efigie con él mismo, la contraparte de carne y hueso, y estallaban nuevos torbellinos de aplausos. ...

En la línea 1352
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Nuevos encantos se revelaban a cada vuelta; nuevos prodigios, nuevas maravillas aparecían a la vista; los encerrados estruendos de las baterías eran liberados, nuevos raptos brotaban de las gargantas de las expectantes multitudes, pero el rey no daba señales de enterarse, y la voz acusadora que seguía gimiendo en su desconsolado pecho era el único sonido que escuchaba. ...

En la línea 1352
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Nuevos encantos se revelaban a cada vuelta; nuevos prodigios, nuevas maravillas aparecían a la vista; los encerrados estruendos de las baterías eran liberados, nuevos raptos brotaban de las gargantas de las expectantes multitudes, pero el rey no daba señales de enterarse, y la voz acusadora que seguía gimiendo en su desconsolado pecho era el único sonido que escuchaba. ...

En la línea 133
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —Toma, valiente. Siento haber destruido tu junco, que tan bien has sabido defender. Pero con estos diamantes podrás comprar otros diez barcos nuevos. ...

En la línea 223
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Los piratas trabajaron de un modo febril. Pusieron nuevos mástiles, taparon todos los agujeros y renovaron los cordajes. A las diez ya el barco podía volver al mar y afrontar un nuevo combate. ...

En la línea 366
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... En un principio procuró reaccionar contra aquellos latidos de su corazón, nuevos para ella como eran nuevos para Sandokán. Pero fue en vano. Sentía que una fuerza irresistible la empujaba hacia ese hombre; sólo era feliz cuando estaba junto a su lecho calmando los agudos dolores de su herida. ...

En la línea 366
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... En un principio procuró reaccionar contra aquellos latidos de su corazón, nuevos para ella como eran nuevos para Sandokán. Pero fue en vano. Sentía que una fuerza irresistible la empujaba hacia ese hombre; sólo era feliz cuando estaba junto a su lecho calmando los agudos dolores de su herida. ...

En la línea 44
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... »La solución del problema que me ha sido sometido puede revestir la forma del dilema. O bien conocemos todas las variedades de seres que pueblan nuestro planeta o bien no las conocemos. Si no las conocemos todas, si la Naturaleza tiene aún secretos para nosotros en ictiología, nada más aceptable que admitir la existencia de peces o de cetáceos, de especies o incluso de géneros nuevos, de una organización esencialmente adaptada a los grandes fondos, que habitan las capas inaccesibles a la sonda, y a los que un acontecimiento cualquiera, una fantasía, un capricho si se quiere, les lleva a largos intervalos al nivel superior del océano. ...

En la línea 1059
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -En cuanto a los infusorios -continuó diciendo-, en cuanto a esos miles de millones de animálculos, de los que sólo una gota de agua contiene millones y de los que hacen falta unos ochocientos mil para dar un peso de un miligramo, su papel no es menos importante. Absorben las sales marinas, asimilan los elementos sólidos del agua y, verdaderos creadores de continentes calcáreos, fabrican corales y madréporas. Y entonces, la gota de agua, privada de su elemento mineral, se aligera, asciende a la superficie donde absorbe las sales abandonadas por la evaporación, se hace más pesada, redesciende y lleva a los animálculos nuevos elementos para absorber. De ahí, una doble corriente ascendente y descendente, en un movimiento continuo, en el movimiento de la vida. La vida, más intensa que en los continentes, más exuberante, más infinita, triunfante en todas las partes del océano, elemento mortífero para el hombre, se ha dicho, pero elemento vital para miríadas de animales y para mí. ...

En la línea 1095
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -No son nuevos continentes lo que necesita la Tierra, sino hombres nuevos. ...

En la línea 1095
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -No son nuevos continentes lo que necesita la Tierra, sino hombres nuevos. ...

En la línea 413
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... A pesar de los pocos años que yo tenía, a partir de aquella noche sentí nuevos motivos de admiración con respecto a Joe. Desde entonces no sólo éramos iguales como antes, sino que, desde aquella noche, cuando estábamos los dos sentados tranquilamente y yo pensaba en él, experimentaba la sensación de que la imagen de mi amigo estaba ya albergada en mi corazón. ...

En la línea 1713
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El señor Pocket se manifestó satisfecho de verme y expresó la esperanza de no haberme sido antipático. 89 - Porque en realidad - añadió mientras su hijo sonreía - no soy un personaje alarmante. Era un hombre de juvenil aspecto, a pesar de sus perplejidades y de su cabello gris, y sus maneras parecían nuy naturales. Uso la palabra «naturales» en el sentido de que carecían de afectación; había algo cómico en su aspecto de aturdimiento, y habría resultado evidentemente ridículo si él no se hubiese dado cuenta de tal cosa. Cuando hubo hablado conmigo un poco, dijo a su esposa, contrayendo con ansiedad las cejas, que eran negras y muy pobladas: - Supongo, Belinda, que ya has saludado al señor Pip. Ella levantó los ojos de su libro y contestó: - Sí. Luego me sonrió distraídamente y me preguntó si me gustaba el sabor del agua de azahar. Como aquella pregunta no tenía relación cercana o remota con nada de lo que se había dicho, creí que me la habria dirigido sin darse cuenta de lo que decía. A las pocas horas observé, y lo mencionaré en seguida, que la señora Pocket era hija única de un hidalgo ya fallecido, que llegó a serlo de un modo accidental, del cual ella pensaba que habría sido nombrado baronet de no oponerse alguien tenazmente por motivos absolutamente personales, los cuales han desaparecido de mi memoria, si es que alguna vez estuvieron en ella - tal vez el soberano, el primer ministro, el lord canciller, el arzobispo de Canterbury o algún otro, - y, en virtud de esa supuesta oposición, se creyó igual a todos los nobles de la tierra. Creo que se armó caballero a sí mismo por haber maltratado la gramática inglesa con la punta de la pluma en una desesperada solicitud, caligrafiada en una hoja de pergamino, con ocasión de ponerse la primera piedra de algún monumento y por haber entregado a algún personaje real la paleta o el mortero. Pero, sea lo que fuere, había ordenado que la señora Pocket fuese criada desde la cuna como quien, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, debía casarse con un título y a quien había que guardar de que adquiriese conocimientos plebeyos o domésticos. Tan magnífica guardia se estableció en torno a la señorita, gracias a su juicioso padre, que creció adquiriendo cualidades altamente ornamentales pero, al mismo tiempo, por completo inútiles. Con un carácter tan felizmente formado, al florecer su primera juventud encontró al señor Pocket, el cual también estaba en la flor de la suya y en la indecisión entre alcanzar el puesto de lord canciller en la Cámara de los Lores, o tocarse con una mitra. Como el hacer una u otra cosa era sencillamente una cuestión de tiempo y tanto él como la señora Pocket habían agarrado al tiempo por los cabellos (cuando, a juzgar por su longitud, habría sido oportuno cortárselos), se casaron sin el consentimiento del juicioso padre de ella. Este buen señor, que no tenía nada más que retener o que otorgar que su propia bendición, les entregó cariñosamente esta dote después de corta lucha, e informó al señor Pocket de que su hija era «un tesoro para un príncipe». El señor Pocket empleó aquel tesoro del modo habitual desde que el mundo es mundo, y se supone que no le proporcionó intereses muy crecidos. A pesar de eso, la señora Pocket era, en general, objeto de respetuosa compasión por el hecho de que no se hubiese casado con un título, en tanto que a su marido se le dirigían indulgentes reproches por el hecho de no haber obtenido ninguno. El señor Pocket me llevó al interior de la casa y me mostró la habitación que me estaba destinada, la cual era agradable y estaba amueblada de tal manera que podría usarla cómodamente como saloncito particular. Luego llamó a las puertas de dos habitaciones similares y me presentó a sus ocupantes, llamados Drummle y Startop. El primero, que era un joven de aspecto avejentado y perteneciente a un pesado estilo arquitectónico, estaba silbando. Startop, que en apariencia contaba menos años, estaba ocupado en leer y en sostenerse la cabeza, como si temiera hallarse en peligro de que le estallara por haber recibido excesiva carga de conocimientos. Tanto el señor como la señora Pocket tenían tan evidente aspecto de hallarse en las manos de otra persona, que llegué a preguntarme quién estaría en posesión de la casa y les permitiría vivir en ella, hasta que pude descubrir que tal poder desconocido pertenecía a los criados. El sistema parecía bastante agradable, tal vez en vista de que evitaba preocupaciones; pero parecía deber ser caro, porque los criados consideraban como una obligación para consigo mismos comer y beber bien y recibir a sus amigos en la parte baja de la casa. Servían generosamente la mesa de los señores Pocket, pero, sin embargo, siempre me pareció que habría sido preferible alojarse en la cocina, en el supuesto de que el huésped que tal hiciera fuese capaz de defenderse a sí mismo, porque antes de que hubiese pasado allí una semana, una señora de la vecindad, con quien la familia sostenía relaciones de amistad, escribió que había visto a Millers abofeteando al pequeño. Eso dio un gran disgusto a la señora Pocket, quien, entre lágrimas, dijo que le parecía extraordinario que los vecinos no pudieran contentarse con cuidar de sus asuntos propios. Gradualmente averigüé, y en gran parte por boca de Herbert, que el señor Pocket se había educado en Harrow y en Cambridge, en donde logró distinguirse; pero que cuando hubo logrado la felicidad de casarse 90 con la señora Pocket, en edad muy temprana todavía, había abandonado sus esperanzas para emplearse como profesor particular. Después de haber sacado punta a muchos cerebros obtusos-y es muy curioso observar la coincidencia de que cuando los padres de los alumnos tenían influencia, siempre prometían al profesor ayudarle a conquistar un alto puesto, pero en cuanto había terminado la enseñanza de sus hijos, con rara unanimidad se olvidaban de su promesa -, se cansó de trabajo tan mal pagado y se dirigió a Londres. Allí, después de tener que abandonar esperanzas más elevadas, dio cursos a varias personas a quienes faltó la oportunidad de instruirse antes o que no habían estudiado a su tiempo, y afiló de nuevo a otros muchos para ocasiones especiales, y luego dedicó su atención al trabajo de hacer recopilaciones y correcciones literarias, y gracias a lo que así obtenía, añadidos a algunos modestos recursos que poseía, continuaba manteniendo la casa que pude ver. El señor y la señora Pocket tenía una vecina parecida a un sapo; una señora viuda, de un carácter tan altamente simpático que estaba de acuerdo con todo el mundo, bendecía a todo el mundo y dirigía sonrisas o derramaba lágrimas acerca de todo el mundo, según fueran las circunstancias. Se llamaba señora Coiler, y yo tuve el honor de llevarla del brazo hasta el comedor el día de mi instalación. En la escalera me dio a entender que para la señora Pocket había sido un rudo golpe el hecho de que el pobre señor Pocket se viera reducido a la necesidad de tomar alumnos en su casa. Eso, desde luego, no se refería a mí, según dijo con acento tierno y lleno de confianza (hacía menos de cinco minutos que me la habían presentado) , pues si todos hubiesen sido como yo, la cosa habría cambiado por completo. - Pero la querida señora Pocket - dijo la señora Coiler -, después de su primer desencanto (no porque ese simpatico señor Pocket mereciera el menor reproche acerca del particular), necesita tanto lujo y tanta elegancia… - Sí, señora - me apresuré a contestar, interrumpiéndola, pues temía que se echara a llorar. - Y tiene unos sentimientos tan aristocráticos… - Sí, señora - le dije de nuevo y con la misma intención. - … Y es muy duro - acabó de decir la señora Coiler - que el señor Pocket se vea obligado a ocupar su tiempo y su atención en otros menesteres, en vez de dedicarlos a su esposa. No pude dejar de pensar que habría sido mucho más duro que el tiempo y la atención del carnicero no se hubieran podido dedicar a la señora Pocket; pero no dije nada, pues, en realidad, tenía bastante que hacer observando disimuladamente las maneras de mis compañeros de mesa. Llegó a mi conocimiento, por las palabras que se cruzaron entre la señora Pocket y Drummle, en tanto que prestaba la mayor atención a mi cuchillo y tenedor, a la cuchara, a los vasos y a otros instrumentos suicidas, que Drummle, cuyo nombre de pila era Bentley, era entonces el heredero segundo de un título de baronet. Además, resultó que el libro que viera en mano de la señora Pocket, en el jardín, trataba de títulos de nobleza, y que ella conocía la fecha exacta en que su abuelito habría llegado a ser citado en tal libro, en el caso de haber estado en situación de merecerlo. Drummle hablaba muy poco, pero, en sus taciturnas costumbres (pues me pareció ser un individuo malhumorado), parecía hacerlo como si fuese uno de los elegidos, y reconocía en la señora Pocket su carácter de mujer y de hermana. Nadie, a excepción de ellos mismos y de la señora Coiler, parecida a un sapo, mostraba el menor interés en aquella conversación, y hasta me pareció que era molesta para Herbert; pero prometía durar mucho cuando llegó el criado, para dar cuenta de una desgracia doméstica. En efecto, parecía que la cocinera había perdido la carne de buey. Con el mayor asombro por mi parte, vi entonces que el señor Pocket, sin duda con objeto de desahogarse, hacía una cosa que me pareció extraordinaria, pero que no causó impresión alguna en nadie más y a la que me acostumbré rápidamente, como todos. Dejó a un lado el tenedor y el cuchillo de trinchar, pues estaba ocupado en ello en aquel momento; se llevó las manos al desordenado cabello, y pareció hacer extraordinarios esfuerzos para levantarse a sí mismo de aquella manera. Cuando lo hubo intentado, y en vista de que no lo conseguía, reanudó tranquilamente la ocupación a que antes estuviera dedicado. La señora Coiler cambió entonces de conversación y empezó a lisonjearme. Eso me gustó por unos momentos, pero cargó tanto la mano en mis alabanzas que muy pronto dejó de agradarme. Su modo serpentino de acercarse a mí, mientras fingía estar muy interesada por los amigos y los lugares que había dejado, tenía todo lo desagradable de los ofidios; y cuando, como por casualidad, se dirigió a Startop (que le dirigía muy pocas palabras) o a Drummle (que aún le decía menos), yo casi les envidié el sitio que ocupaban al otro lado de la mesa. Después de comer hicieron entrar a los niños, y la señora Coiler empezó a comentar, admirada, la belleza de sus ojos, de sus narices o de sus piernas, sistema excelente para mejorarlos mentalmente. Eran cuatro 91 niñas y dos niños de corta edad, además del pequeño, que podría haber pertenecido a cualquier sexo, y el que estaba a punto de sucederle, que aún no formaba parte de ninguno. Los hicieron entrar Flopson y Millers, como si hubiesen sido dos oficiales comisionados para alistar niños y se hubiesen apoderado de aquéllos; en tanto que la señora Pocket miraba a aquellos niños, que debían de haber sido nobles, como si pensara en que ya había tenido el placer de pasarles revista antes, aunque no supiera exactamente qué podría hacer con ellos. -Mire - dijo Flopson -, déme el tenedor, señora, y tome al pequeño. No lo coja así, porque le pondrá la cabeza debajo de la mesa. Así aconsejada, la señora Pocket cogió al pequeño de otra manera y logró ponerle la cabeza encima de la mesa; lo cual fue anunciado a todos por medio de un fuerte coscorrón. - ¡Dios mío! ¡Devuélvamelo, señora! - dijo Flopson -. Señorita Juana, venga a mecer al pequeño. Una de las niñas, una cosa insignificante que parecía haber tomado a su cargo algo que correspondía a los demás, abandonó su sitio, cerca de mí, y empezó a mecer al pequeño hasta que cesó de llorar y se echó a reír. Luego todos los niños empezaron a reír, y el señor Pocket (quien, mientras tanto, había tratado dos veces de levantarse a sí mismo cogiéndose del pelo) también se rió, en lo que le imitamos los demás, muy contentos. Flopson, doblando con fuerza las articulaciones del pequeño como si fuese una muñeca holandesa, lo dejó sano y salvo en el regazo de la señora Pocket y le dio el cascanueces para jugar, advirtiendo, al mismo tiempo, a la señora Pocket que no convenía el contacto de los extremos de tal instrumento con los ojos del niño, y encargando, además, a la señorita Juana que lo vigilase. Entonces las dos amas salieron del comedor y en la escalera tuvieron un altercado con el disoluto criado que sirvió la comida y que, evidentemente, había perdido la mitad de sus botones en la mesa de juego. Me quedé molesto al ver que la señora Pocket empeñaba una discusión con Drummle acerca de dos baronías, mientras se comía una naranja cortada a rajas y bañada de azúcar y vino, y olvidando, mientras tanto, al pequeño que tenía en el regazo, el cual hacía las cosas más extraordinarias con el cascanueces. Por fin, la señorita Juana, advirtiendo que peligraba la pequeña cabeza, dejó su sitio sin hacer ruido y, valiéndose de pequeños engaños, le quitó la peligrosa arma. La señora Pocket terminaba en aquel momento de comerse la naranja y, pareciéndole mal aquello, dijo a Juana: - ¡Tonta! ¿Por qué vienes a quitarle el cascanueces? ¡Ve a sentarte inmediatamente! - Mamá querida - ceceó la niñita -, el pequeño podía haberse sacado los ojos. - ¿Cómo te atreves a decirme eso? - replicó la señora Pocket-. ¡Ve a sentarte inmediatamente en tu sitio! - Belinda - le dijo su esposo desde el otro extremo de la mesa -. ¿Cómo eres tan poco razonable? Juana ha intervenido tan sólo para proteger al pequeño. - No quiero que se meta nadie en estas cosas - dijo la señora Pocket-. Me sorprende mucho, Mateo, que me expongas a recibir la afrenta de que alguien se inmiscuya en esto. - ¡Dios mío! - exclamó el señor Pocket, en un estallido de terrible desesperación -. ¿Acaso los niños han de matarse con los cascanueces, sin que nadie pueda salvarlos de la muerte? - No quiero que Juana se meta en esto - dijo la señora Pocket, dirigiendo una majestuosa mirada a aquella inocente y pequeña defensora de su hermanito -. Me parece, Juana, que conozco perfectamente la posición de mi pobre abuelito. El señor Pocket se llevó otra vez las manos al cabello, y aquella vez consiguió, realmente, levantarse algunas pulgadas. - ¡Oídme, dioses! - exclamó, desesperado -. ¡Los pobres pequeñuelos se han de matar con los cascanueces a causa de la posición de los pobres abuelitos de la gente! Luego se dejó caer de nuevo y se quedó silencioso. Mientras tenía lugar esta escena, todos mirábamos muy confusos el mantel. Sucedió una pausa, durante la cual el honrado e indomable pequeño dio una serie de saltos y gritos en dirección a Juana, que me pareció el único individuo de la familia (dejando a un lado a los criados) a quien conocía de un modo indudable. - Señor Drummle - dijo la señora Pocket -, ¿quiere hacer el favor de llamar a Flopson? Juana, desobediente niña, ve a sentarte. Ahora, pequeñín, ven con mamá. El pequeño, que era la misma esencia del honor, contestó con toda su alma. Se dobló al revés sobre el brazo de la señora Pocket, exhibió a los circunstantes sus zapatitos de ganchillo y sus muslos llenos de hoyuelos, en vez de mostrarles su rostro, y tuvieron que llevárselo en plena rebelión. Y por fin alcanzó su objeto, porque pocos minutos más tarde lo vi a través de la ventana en brazos de Juana. 92 Sucedió que los cinco niños restantes se quedaron ante la mesa, sin duda porque Flopson tenía un quehacer particular y a nadie más le correspondía cuidar de ellos. Entonces fue cuando pude enterarme de sus relaciones con su padre, gracias a la siguiente escena: E1 señor Pocket, cuya perplejidad normal parecía haber aumentado y con el cabello más desordenado que nunca, los miró por espacio de algunos minutos, como si no pudiese comprender la razón de que todos comiesen y se alojasen en aquel establecimiento y por qué la Naturaleza no los había mandado a otra casa. Luego, con acento propio de misionero, les dirigió algunas preguntas, como, por ejemplo, por qué el pequeño Joe tenía aquel agujero en su babero, a lo que el niño contestó que Flopson iba a remendárselo en cuanto tuviese tiempo; por qué la pequeña Fanny tenía aquel panadizo, y la niña contestó que Millers le pondría un emplasto si no se olvidaba. Luego se derritió en cariño paternal y les dio un chelín a cada uno, diciéndoles que se fuesen a jugar; y en cuanto se hubieron alejado, después de hacer un gran esfuerzo para levantarse agarrándose por el cabello, abandonó el inútil intento. Por la tarde había concurso de remo en el río. Como tanto Drummle como Startop tenían un bote cada uno, resolví tripular uno yo solo y vencerlos. Yo sobresalía en muchos ejercicios propios de los aldeanos, pero como estaba convencido de que carecía de elegancia y de estilo para remar en el Támesis -eso sin hablar de otras aguas, - resolví tomar lecciones del ganador de una regata que pasaba remando ante nuestro embarcadero y a quien me presentaron mis nuevos amigos. Esta autoridad práctica me dejó muy confuso diciéndome que tenía el brazo propio de un herrero. Si hubiese sabido cuán a punto estuvo de perder el discípulo a causa de aquel cumplido, no hay duda de que no me lo habría dirigido. Nos esperaba la cena cuando por la noche llegamos a casa, y creo que lo habríamos pasado bien a no ser por un suceso doméstico algo desagradable. El señor Pocket estaba de buen humor, cuando llegó una criada diciéndole: - Si me hace usted el favor, señor, quisiera hablar con usted. - ¿Hablar con su amo? - exclamó la señora Pocket, cuya dignidad se despertó de nuevo -. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa? Vaya usted y hable con Flopson. O hable conmigo… otro rato cualquiera. - Con perdón de usted, señora - replicó la criada -, necesito hablar cuanto antes y al señor. Por consiguiente, el señor Pocket salió de la estancia y nosotros procuramos entretenernos lo mejor que nos fue posible hasta que regresó. - ¡Ocurre algo muy gracioso, Belinda! - dijo el señor Pocket, con cara que demostraba su disgusto y su desesperación -. La cocinera está tendida en el suelo de la cocina, borracha perdida, con un gran paquete de mantequilla fresca que ha cogido de la despensa para venderla como grasa. La señora Pocket demostró inmediatamente una amable emoción y dijo: - Eso es cosa de esa odiosa Sofía. - ¿Qué quieres decir, Belinda? - preguntó el señor Pocket. - Sofía te lo ha dicho - contestó la señora Pocket -. ¿Acaso no la he visto con mis propios ojos y no la he oído por mí misma cuando llegó con la pretensión de hablar contigo? -Pero ¿no te acuerdas de que me ha llevado abajo, Belinda? - replicó el señor Pocket -. ¿No sabes que me ha mostrado a esa borracha y también el paquete de mantequilla? - ¿La defiendes, Mateo, después de su conducta? - le preguntó su esposa. El señor Poocket se limitó a emitir un gemido de dolor - ¿Acaso la nieta de mi abuelo no es nadie en esta casa? - exclamó la señora Pocket. - Además, la cocinera ha sido siempre una mujer seria y respetuosa, y en cuanto me conoció dijo con la mayor sinceridad que estaba segura de que yo había nacido para duquesa. Había un sofá al lado del señor Pocket, y éste se dejó caer en él con la actitud de un gladiador moribundo. Y sin abandonarla, cuando creyó llegada la ocasión de que le dejase para irme a la cama, me dijo con voz cavernosa: - Buenas noches, señor Pip. ...

En la línea 2002
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Un día, mientras estaba ocupado con mis libros y en compañía del señor Pocket, recibí una carta por correo, cuyo aspecto exterior me puso tembloroso, porque, a pesar de que no reconocí el carácter de letra del sobrescrito, adiviné qué mano la había trazado. No tenía encabezamiento alguno, como «Querido señor Pip», «Querido Pip», «Muy señor mío» o algo por el estilo, sino que empezaba así: «Iré a Londres pasado mañana, y llegaré en la diligencia del mediodía. Creo que se convino que usted saldría a recibirme. Por lo menos, ésta es la impresión de la señorita Havisham, y le escribo obedeciendo sus indicaciones. Ella le manda su saludo. Su afectísima, Estella.» De haber tenido tiempo, probablemente habría encargado varios trajes nuevos para semejante ocasión; pero como no lo tenía, me fue preciso contentarme con los que ya poseía. Perdí inmediatamente el apetito, y hasta que llegó el día solemne no gocé de descanso ni de tranquilidad. Pero su llegada no me trajo nada de eso, porque entonces estuve peor que nunca, y empecé a rondar el despacho de la diligencia de la calle Wood, Cheapside, antes de que el vehículo pudiera haber salido de E1 Jabalí Azul de nuestra ciudad. A pesar de que estaba perfectamente enterado de todo, no me atrevía a perder de vista el despacho por más de cinco minutos; y había ya pasado media hora, siguiendo esta conducta poco razonable, de la guardia de cuatro o cinco horas que me esperaba, cuando se presentó ante mí el señor Wemmick. - ¡Hola, señor Pip! - exclamó -. ¿Cómo está usted? Jamás me habría figurado que rondase usted por aquí. Le expliqué que esperaba a cierta persona que había de llegar en la diligencia, y luego le pregunté por su padre y por el castillo. - Ambos están muy bien, muchas gracias - dij o Wemmick-, y especialmente mi padre. Está muy bien. Pronto cumplirá los ochenta y dos años. Tenía la intención de disparar ochenta y dos cañonazos en tal día, pero temo que se quejarán los vecinos y que el cañón no pudiese resistir la presión. Sin embargo, ésta no es conversación propia de Londres. ¿Adónde se figura usted que voy ahora? - A su oficina - contesté, en vista de que, al parecer, iba en aquella dirección. - A otro lugar vecino - replicó Wemmick. - Voy a Newgate. En estos momentos estamos ocupados en un caso de robo en casa de un banquero, y vengo de visitar el lugar del suceso. Ahora he de ir a cambiar unas palabras con nuestro cliente. - ¿Fue su cliente el que cometió el robo? - pregunté. - ¡No, caramba! - contestó secamente Wemmick -. Pero le acusan de ello. Lo mismo nos podría suceder a usted o a mí. Cualquiera de los dos podría ser acusado de eso. - Lo más probable es que no nos acusen a ninguno de los dos - observé. - ¡Bien! - dijo Wemmick tocándome el pecho con el dedo índice -. Es usted muy listo, señor Pip. ¿Le gustaría hacer una visita a Newgate? ¿Tiene tiempo para eso? Tenía tanto tiempo disponible, que la proposición fue para mí un alivio, a pesar de que no se conciliaba con mi deseo latente de vigilar la oficina de la diligencia. Murmurando algunas palabras para advertirle que 124 iría a enterarme de si tenía tiempo para acompañarle, entré en la oficina y por el empleado averigüé con la mayor precisión y poniendo a prueba su paciencia el momento en que debía llegar la diligencia, en el supuesto de que no hubiese el menor retraso, cosa que yo conocía de antemano con tanta precisión como él mismo. Luego fui a reunirme con el señor Wemmick y, fingiendo sorpresa al consultar mi reloj, en vista de los datos obtenidos, acepté su oferta. En pocos minutos llegamos a Newgate y atravesando la casa del guarda, en cuyas paredes colgaban algunos grillos entre los reglamentos de la cárcel, penetramos en el recinto de ésta. En aquel tiempo, las cárceles estaban muy abandonadas y lejano aún el período de exagerada reacción, subsiguiente a todos los errores públicos, que, en suma, es su mayor y más largo castigo. Así, los criminales no estaban mejor alojados y alimentados que los soldados (eso sin hablar de los pobres), y rara vez incendiaban sus cárceles con la comprensible excusa de mejorar el olor de su sopa. Cuando Wemmick y yo llegamos allí, era la hora de visita; un tabernero hacía sus rondas llevando cerveza que le compraban los presos a través de las rejas. Los encarcelados hablaban con los amigos que habían ido a visitarlos, y la escena era sucia, desagradable, desordenada y deprimente. Me sorprendió ver que Wemmick circulaba por entre los presos como un jardinero por entre sus plantas. Se me ocurrió esta idea al observar que miraba a un tallo crecido durante la noche anterior y le decía: - ¡Cómo, capitán Tom! ¿Está usted aquí? ¿De veras? - Luego añadió -: ¿Está Pico Negro detrás de la cisterna? Durante los dos meses últimos no le esperaba a usted. ¿Cómo se encuentra? Luego se detenía ante las rejas y escuchaba con la mayor atención las ansiosas palabras que murmuraban los presos, siempre aisladamente. Wemmick, con la boca parecida a un buzón, inmóvil durante la conferencia, miraba a sus interlocutores como si se fijara en los adelantos que habían hecho desde la última vez que los observó y calculase la época en que florecían, con ocasión de ser juzgados. Era muy popular, y observé que corría a su cargo el departamento familiar de los negocios del señor Jaggers, aunque algo de la condición de éste parecía rodearle, impidiendo la aproximación más allá de ciertos límites. Expresaba su reconocimiento de cada cliente sucesivo por medio de un movimiento de la cabeza y por el modo de ajustarse más cómodamente el sombrero con ambas manos. Luego cerraba un poco el buzón y se metía las manos en los bolsillos. En uno o dos casos se originó una dificultad con referencia al aumento de los honorarios, y entonces Wemmick, retirándose cuanto le era posible de la insuficiente cantidad de dinero que le ofrecían, replicaba: - Es inútil, amigo. Yo no soy más que un subordinado. No puedo tomar eso. Haga el favor de no tratar así a un subordinado. Si no puede usted reunir la cantidad debida, amigo, es mejor que se dirija a un principal; en la profesión hay muchos principales, según ya sabe, y lo que no basta para uno puede ser suficiente para otro; ésta es mi recomendación, hablando como subordinado. No se esfuerce en hablar en vano. ¿Para qué? ¿A quién le toca ahora? Así atravesamos el invernáculo de Wemmick, hasta que él se volvió hacia mí, diciéndome: - Fíjese en el hombre a quien voy a dar la mano. Lo habría hecho aun sin esta advertencia, porque hasta entonces no había dado la mano a nadie. Tan pronto como acabó de hablar, un hombre de aspecto majestuoso y muy erguido (a quien me parece ver cuando escribo estas líneas), que llevaba una chaqueta usada de color de aceituna y cuyo rostro estaba cubierto de extraña palidez que se extendía sobre el rojo de su cutis, en tanto que los ojos le bailaban de un lado a otro, aun cuando se esforzaba en prestarles fijeza, se acercó a una esquina de la reja y se llevó la mano al sombrero, cubierto de una capa grasa, como si fuese caldo helado, haciendo un saludo militar algo jocoso. -Buenos días, coronel - dijo Wemmick -. ¿Cómo está usted, coronel? - Muy bien, señor Wemmick. - Se hizo todo lo que fue posible, pero las pruebas eran abrumadoras, coronel. - Sí, eran tremendas. Pero no importa. - No, no - replicó fríamente Wemmick, - a usted no le importa. - Luego, volviéndose hacia mí, me dijo -: Este hombre sirvió a Su Majestad. Estuvo en la guerra y compró su licencia. - ¿De veras? - pregunté. Aquel hombre clavó en mí sus ojos y luego miró alrededor de mí. Hecho esto, se pasó la mano por los labios y se echó a reír. - Me parece, caballero, que el lunes próximo ya no tendré ninguna preocupación - dijo a Wemmick. - Es posible - replicó mi amigo, - pero no se sabe nada exactamente. - Me satisface mucho tener la oportunidad de despedirme de usted, señor Wemmick-dijo el preso sacando la mano por entre los hierros de la reja. 125 - Muchas gracias - contestó Wemmick estrechándosela -. Lo mismo digo, coronel. - Si lo que llevaba conmigo cuando me prendieron hubiese sido legítimo, señor Wemmick - dijo el preso, poco inclinado, al parecer, a soltar la mano de mi amigo, - entonces le habría rogado el favor de llevar otra sortija como prueba de gratitud por sus atenciones. - Le doy las gracias por la intención - contestó Wemmick -. Y, ahora que recuerdo, me parece que usted era aficionado a criar palomas de raza. - El preso miró hacia el cielo. - Tengo entendido que poseía usted una cría muy notable de palomas mensajeras. ¿No podría encargar a alguno de sus amigos que me llevase un par a mi casa, siempre en el supuesto de que no pueda usted utilizarlas de otro modo? - Así se hará, caballero. - Muy bien - dijo Wemmick. - Las cuidaré perfectamente. Buenas tardes, coronel. - ¡Adiós! Se estrecharon nuevamente las manos, y cuando nos alejábamos, Wemmick me dijo: - Es un monedero falso y un obrero habilísimo. Hoy comunicarán la sentencia al jefe de la prisión, y con toda seguridad será ejecutado el lunes. Sin embargo, como usted ve, un par de palomas es algo de valor y fácilmente transportable. Dicho esto, miró hacia atrás a hizo una seña, moviendo la cabeza, a aquella planta suya que estaba a punto de morir, y luego miró alrededor, mientras salíamos de la prisión, como si estuviese reflexionando qué otro tiesto podría poner en el mismo lugar. Cuando salimos de la cárcel atravesando la portería, observé que hasta los mismos carceleros no concedían menor importancia a mi tutor que los propios presos de cuyos asuntos se encargaba. - Oiga, señor Wemmick - dijo el carcelero que nos acompañaba, en el momento en que estábamos entre dos puertas claveteadas, una de las cuales cerró cuidadosamente antes de abrir la otra -. ¿Qué va a hacer el señor Jaggers con este asesino de Waterside? ¿Va a considerar el asunto como homicidio o de otra manera? - ¿Por qué no se lo pregunta usted a él? - replicó Wemmick. - ¡Oh, pronto lo dice usted! - replicó el carcelero. - Así son todos aquí, señor Pip - observó Wemmick volviéndose hacia mí mientras se abría el buzón de su boca. - No tienen reparo alguno en preguntarme a mí, el subordinado, pero nunca les sorprenderá usted dirigiendo pregunta alguna a mi principal. - ¿Acaso este joven caballero es uno de los aprendices de su oficina? - preguntó el carcelero haciendo una mueca al oír la expresión del señor Wemmick. - ¿Ya vuelve usted? - exclamó Wemmick. - Ya se lo dije - añadió volviéndose a mí. - Antes de que la primera pregunta haya podido ser contestada, ya me hace otra. ¿Y qué? Supongamos que el señor Pip pertenece a nuestra oficina. ¿Qué hay con eso? - Pues que, en tal caso - replicó el carcelero haciendo otra mueca, - ya sabrá cómo es el señor Jaggers. - ¡ Vaya! - exclamó Wemmick dando un golpecito en son de broma al carcelero. - Cuando se ve usted ante mi principal se queda tan mudo como sus propias llaves. Déjenos salir, viejo zorro, o, de lo contrario, haré que presente una denuncia contra usted por detención ilegal. E1 carcelero se echó a reír, nos dio los buenos días y se quedó riéndose a través del ventanillo, hasta que llegamos a los escalones de la calle. - Mire usted, señor Pip - dijo Wemmick con acento grave y tomándome confidencialmente el brazo para hablarme al oído-. Lo mejor que hace el señor Jaggers es no descender nunca de la alta situación en que se ha colocado. Este coronel no se atreve a despedirse de él, como tampoco el carcelero a preguntarle sus intenciones con respecto a un caso cualquiera. Así, sin descender de la altura en que se halla, hace salir a su subordinado. ¿Comprende usted? Y de este modo se apodera del cuerpo y del alma de todos. Yo me quedé muy impresionado, y no por vez primera, acerca de la sutileza de mi tutor. Y, para confesar la verdad, deseé de todo corazón, y tampoco por vez primera, haber tenido otro tutor de inteligencia y de habilidades más corrientes. El señor Wemmick y yo nos despedimos ante la oficina de Little Britain, en donde estaban congregados, como de costumbre, varios solicitantes que esperaban ver al señor Jaggers; yo volví a mi guardia ante la oficina de la diligencia, teniendo por delante tres horas por lo menos. Pasé todo este tiempo reflexionando en lo extraño que resultaba el hecho de que siempre tuviera que relacionarse con mi vida la cárcel y el crimen; que en mi infancia, y en nuestros solitarios marjales, me vi ante el crimen por primera vez en mi vida, y que reapareció en otras dos ocasiones, presentándose como una mancha que se hubiese debilitado, pero no desaparecido del todo; que tal vez de igual modo iba a impedirme la fortuna y hasta el mismo porvenir. Mientras así estaba reflexionando, pensé en la hermosa y joven Estella, orgullosa y refinada, que venía hacia mí, y con el mayor aborrecimiento me fijé en el contraste que había entre la prisión ,y ella 126 misma. Deseé entonces que Wemmick no me hubiese encontrado, o que yo no hubiera estado dispuesto a acompañarle, para que aquel día, entre todos los del año, no me rodeara la influencia de Newgate en mi aliento y en mi traje. Mientras iba de un lado a otro me sacudí el polvo de la prisión, que había quedado en mis pies, y también me cepillé con la mano el traje y hasta me esforcé en vaciar por completo mis pulmones. Tan contaminado me sentía al recordar quién estaba a punto de llegar, que cuando la diligencia apareció por fin, aún no me veía libre de la mancilla del invernáculo del señor Wemmick. Entonces vi asomar a una ventanilla de la diligencia el rostro de Estella, la cual, inmediatamente, me saludó con la mano. ¿Qué sería aquella indescriptible sombra que de nuevo pasó por mi imaginación en aquel instante? ...

En la línea 2017
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Había cumplido veintitrés años. Ni una sola palabra oí hasta entonces que pudiese iluminarme con respecto al asunto de mis esperanzas, y hacía ya una semana que cumplí mi vigesimotercer aniversario. Un año antes habíamos abandonado la Posada de Barnard y vivíamos en el Temple. Nuestras habitaciones estaban en Garden Court, junto al río. El señor Pocket y yo nos habíamos separado hacía algún tiempo por lo que se refiere a nuestras primeras relaciones, pero continuábamos siendo muy buenos amigos. A pesar de mi incapacidad de dedicarme a nada, lo cual creo que se debía a la intranquilidad que me producía la incertidumbre del origen de mis medios de vida, era muy aficionado a leer, y lo hacía regularmente durante muchas horas cada día. El asunto de Herbert progresaba también, y los míos eran tal como los he descrito al terminar el capítulo anterior. Los negocios habían obligado a Herbert a dirigirse a Marsella. Yo estaba solo, y por esta causa experimentaba una penosa sensación. Desanimado y ansioso, esperando que el día siguiente o la semana próxima me dejarían ver con mayor claridad mi camino, echaba de menos el alegre rostro y el simpático carácter de mi amigo. El tiempo era muy malo; tempestuoso y húmedo, en las calles había una cantidad extraordinaria de barro. Día por día llegaban a Londres espesas y numerosas nubes del Este, como si el Oriente fuese una eternidad de nubes y de viento. Tan furiosas habían sido las acometidas del huracán, que hasta algunos edificios elevados de la capital habían perdido los canalones de sus tejados; en la campiña hubo árboles arrancados, alas de molino rotas, y de la costa llegaban tristes relatos de naufragios y de muertes. Estas acometidas furiosas del viento eran acompañadas por violentas ráfagas de lluvia, y terminaba el día que hasta entonces, según pude ver, había sido el peor de todos. En aquella parte del Temple se han hecho muchas transformaciones a partir de entonces, pues ahora ya no es un barrio tan solitario ni está tan expuesto a las alteraciones del río. Vivíamos en lo alto de la última casa, y los embates del viento que subía por el cauce del río estremecían aquella noche la casa como si fuesen cañonazos o las acometidas del agua contra los rompientes. Cuando la lluvia acompañó al viento y se arrojó contra las ventanas, se me ocurrió la idea, mientras miraba a éstas cuando oscilaban, que podía figurarme vivir en un faro combatido por la tempestad. De vez en cuando, el humo bajaba por la chimenea, como si le resultara molesto salir por la parte superior en una noche como aquélla; y cuando abrí la puerta para mirar a la escalera, observé que las luces de ésta se habían apagado. Luego, haciendo con las manos sombra en torno de mi rostro, para mirar a través de las negras ventanas (pues no había que pensar en abrirlas ni poco ni mucho, en vista de la lluvia y del furioso viento), vi que los faroles del patio también se 150 habían apagado y que los de los puentes y los de las orillas del río oscilaban, próximos a apagarse, así como que los fuegos de carbón encendidos en las barcazas que había en el río eran arrastrados a lo lejos por el viento, como rojas manchas entre la lluvia. Leía con el reloj sobre la mesa, decidido a cerrar mi libro a las once de la noche. Cuando lo hice, las campanas de San Pablo y las de todos los relojes de las iglesias de la City, algunas precediendo y otras acompañando, dieron aquella hora. El sonido fue afeado de un modo curioso por el viento; y yo estaba escuchando y pensando, al mismo tiempo, en cómo el viento asaltaba las campanadas y las desfiguraba, cuando oí pasos en la escalera. Nada importa saber qué ilusión loca me hizo sobresaltar, relacionando aquellos pasos con los de mi difunta hermana. Tal ilusión pasó en un momento. Escuché de nuevo y oí los pasos que se acercaban. Recordando, entonces, que estaban apagadas las luces de la escalera, empuñé mi lámpara, a cuya luz solía leer, y me asomé con ella al hueco de la escalera. Quienquiera que estuviese debajo se detuvo al ver la luz, porque ya no se oyó más ruido. - ¿Hay alguien abajo? - pregunté mirando al mismo tiempo. - Sí - dijo una voz desde la oscuridad inferior. - ¿Qué piso busca usted? - El último. Deseo ver al señor Pip. - Ése es mi nombre. ¿Ocurre algo grave? - Nada de particular - replicó la voz. Y aquel hombre subió. Yo sostenía la lámpara por encima de la baranda de la escalera, y él subió lentamente a su luz. La lámpara tenía una pantalla, con objeto de que alumbrara bien el libro, y el círculo de la luz era muy pequeño, de manera que el que subía estaba un momento iluminado y luego se volvía a sumir en la sombra. En el primer momento que pude ver el rostro observé que me era desconocido, aunque pude advertir que miraba hacia mí como si estuviera satisfecho y conmovido de contemplarme. Moviendo la mano de manera que la luz siguiera el camino de aquel hombre, noté que iba bien vestido, aunque con un traje ordinario, como podría ir un viajero por mar. Su cabeza estaba cubierta por largos cabellos grises, de un tono semejante al hierro, y me dije que su edad sería la de unos sesenta años. Era un hombre musculoso, de fuertes piernas, y su rostro estaba moreno y curtido por la exposición a la intemperie. Cuando subía los dos últimos escalones y la luz de la lámpara nos iluminó a ambos, vi, con estúpido asombro, que me tendía ambas manos. - ¿Qué desea usted? - le pregunté. - ¿Que qué deseo?-repitió haciendo una pausa.- ¡Ah, sí! Si me lo permite, ya le explicaré lo que me trae… - ¿Quiere usted entrar? - Sí - contestó -. Deseo entrar, master. Le dirigí la pregunta con acento poco hospitalario, porque me molestaba la expresión de reconocimiento, alegre y complacido, que había notado en sus ojos. Y me molestaba por creer que él, implícitamente, deseaba que correspondiera a ella. Pero le hice entrar en la habitación que yo acababa de dejar, y después de poner la lámpara sobre la mesa le rogué con toda la amabilidad de que fui capaz que explicara el motivo de su visita. Miró alrededor con expresión muy rara - como si se sorprendiese agradablemente y tuviera alguna parte en las cosas que admiraba, - y luego se quitó una especie de gabán ordinario y también el sombrero. Asimismo, vi que la parte superior de su cabeza estaba hendida y calva y que los grises cabellos no crecían más que en los lados. Pero nada advertí que me explicara su visita. Por el contrario, en aquel momento vi que de nuevo me tendía las manos. - ¿Qué se propone usted? - le pregunté, con la sospecha de que estuviera loco. Dejó de mirarme y lentamente se frotó la cabeza con la mano derecha. - Es muy violento para un hombre - dijo con voz ruda y entrecortada, - después de haber esperado este momento y desde tan lejos… Pero no tiene usted ninguna culpa… Ninguno de nosotros la tiene. Me explicaré en medio minuto. Concédame medio minuto, hágame el favor. Se sentó en una silla ante el fuego y se cubrió la frente con sus morenas manos, surcadas de venas. Le observé con la mayor atención y me aparté ligeramente de él, pero no le reconocí. - ¿Hay alguien más por aquí cerca? - preguntó, volviendo la cabeza para mirar hacia atrás. - Me extraña que me haga usted esa pregunta, desconocido como es para mí y después de presentarse en mi casa a tales horas de la noche. 151 - Es usted un buen muchacho - me dijo moviendo la cabeza hacia mí con muestras de afecto, que a la vez me resultaban incomprensibles e irritantes -. Me alegro mucho de que haya crecido, para convertirse en un muchacho tan atrayente. Pero no me haga prender, porque luego se arrepentiría amargamente de haberlo hecho. Abandoné mentalmente la intención que él acababa de comprender, porque en aquel momento le reconocí. Era imposible identificar un simple rasgo de su rostro, pero a pesar de eso le reconocí. Si el viento y la lluvia se hubiesen llevado lejos aquellos años pasados, y al mismo tiempo todos los sucesos y todos los objetos que hubo en ellos, situándonos a los dos en el cementerio en donde por primera vez nos vimos cara a cara y a distinto nivel, no habría podido conocer a mi presidiario más claramente de lo que le conocía entonces, sentado ante el fuego. No habia necesidad de que se sacara del bolsillo una lima para mostrármela, ni que se quitara el pañuelo que llevaba al cuello para ponérselo en torno de la cabeza, ni que se abrazase a sí mismo y echase a andar a través de la habitación, mirando hacia mí para que le reconociese. Le conocí antes de que ayudase de este modo, aunque un momento antes no había sospechado ni remotamente su identidad. Volvió a donde yo estaba y de nuevo me tendió las manos. Sin saber qué hacer, porque, a fuerza de asombro, había perdido el dominio de mí mismo, le di las mías de mala gana. Él las estrechó cordialmente, se las llevó a los labios, las besó y continuó estrechándolas. - Obraste noblemente, muchacho – dijo. - ¡Noble Pip! Y yo jamás lo he olvidado. Al advertir un cambio en sus maneras, como si hasta se dispusiera a abrazarme, le puse una mano en el pecho y le obligué a alejarse. - Basta – dije. - Apártese. Si usted me está agradecido por lo que hice en mi infancia, espero que podrá demostrarme su gratitud comunicándome que ha cambiado de vida. Si ha venido aquí para darme las gracias, debo decirle que no era necesario. Sin embargo, ya que me ha encontrado, no hay duda de que hay algo bueno en el sentimiento que le ha traído, y por eso no le rechazaré… , pero seguramente comprenderá que yo… Mi atención quedó de tal modo atraída por la singularidad de su mirada fija en mí, que las palabras murieron en mis labios. - Decía usted - observó después de mirarnos en silencio-que seguramente comprenderé… ¿Qué debo comprender? - Que no debo renovar con usted aquella relación casual, y ya muy antigua, en estas circunstancias, que son completamente distintas. Me complazco en creer que se ha arrepentido usted, recobrando el dominio de sí mismo. Se lo digo con el mayor gusto. Y también me alegro, creyendo que merezco su gratitud, de que haya venido a darme las gracias. No obstante, nuestros caminos son muy distintos. Está usted mojado de pies a cabeza y parece muy fatigado. ¿Quiere beber algo antes de marcharse? Había vuelto a ponerse el pañuelo en torno del cuello, aunque sin apretar el nudo, y se quedó mirándome con la mayor atención mordiendo una punta de aquél. - Me parece - me contestó, sin dejar de morder el pañuelo y mirándome fijamente-que beberé antes de marcharme, y por ello también le doy las gracias. En una mesita auxiliar había una bandeja. La puse encima de la mesa inmediata al fuego, y le pregunté qué prefería. Señaló una de las botellas sin mirarla y sin decir una palabra, y yo le serví un poco de agua caliente con ron. Me esforcé en que no me temblara la mano en tanto que le servía, pero su mirada fija en mí mientras se recostaba en su silla, con el extremo del pañuelo entre sus dientes, cosa que hacía tal vez sin darse cuenta, fue causa de que me resultara difícil contener el temblor de la mano. Cuando por fin le serví el vaso, observé con el mayor asombro que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Hasta entonces, yo había permanecido en pie, sin tratar de disimular mi deseo de que se marchara cuanto antes. Pero me ablandé al observar el suavizado aspecto de aquel hombre y sentí el mudo reproche que me dirigía. - Espero - dije sirviéndome apresuradamente algo de beber yo también y acercando una silla a la mesa -, espero que no creerá usted que le he hablado con rudeza. No tenía intención de hacerlo, pero, si así fue, lo lamento mucho. Deseo que sea usted feliz y se encuentre a su gusto. Cuando me llevé el vaso a los labios, él miró sorprendido el extremo de su pañuelo, dejándolo caer al abrir la boca, y luego me tendió la mano. Yo le di la mía, y ambos bebimos. Hecho esto, se pasó la manga de su traje por los ojos y la frente. - ¿Cuál es su profesión? - le pregunté. -He tenido rebaños de ovejas, he sido criador de reses y otros oficios semejantes en el Nuevo Mundo – contestó; - es decir, a muchos millares de millas de aquí y a través del agua tempestuosa. 152 - Espero que habrá usted ganado dinero. - Mucho, muchísimo. Otros que se dedicaban a lo mismo hicieron también bastante dinero, pero nadie tanto como yo. Fui famoso por esta causa. - Me alegro mucho. - Espero que se alegrará usted más todavía, mi querido joven. Sin tratar de averiguar el sentido de tales palabras ni la razón del tono con que fueron pronunciadas, volví mi atención al detalle que acababa de presentarse a mi mente. - ¿Ha visto alguna vez al mensajero que me mandó, después que él hubo cumplido el encargo que usted le diera? - No le he echado la vista encima. No era fácil tampoco que le viese. - Pues él cumplió fielmente el encargo y me entregó dos billetes de una libra esterlina. Entonces yo era un pobre niño, como ya sabe usted, y, para mí, aquella cantidad era casi una pequeña fortuna. Pero, como usted, he progresado desde entonces y va a permitirme que se las devuelva. Podrá usted emplearlas regalándolas a otro muchacho pobre. Hablando así, saqué mi bolsa. Él me observó mientras la dejaba sobre la mesa y la abría, y no apartó sus ojos de mí mientras separaba dos billetes de una libra esterlina de la cantidad que contenía. Los billetes eran limpios y nuevos. Los desplegué y se los ofrecí. Sin dejar de observarme, los puso uno sobre otro, los dobló a lo largo, los retorció, les prendió fuego en la lámpara y dejó caer las cenizas en la bandeja. - ¿Me permitirá usted que le pregunte - dijo entonces con una sonrisa ceñuda o con sonriente ceño - cómo ha progresado usted desde que ambos nos vimos en los marjales? - ¿Cómo? - Sí. Vació su vaso, se levantó y fue a situarse al lado del fuego, apoyando su grande y morena mano en la chimenea. Apoyó un pie en la barra de hierro que había ante el fuego, con objeto de secárselo y calentarlo, y su húmeda bota empezó a humear; pero él no la miraba ni tampoco se fijaba en el fuego, sino que me contemplaba con la mayor atención. Entonces fue cuando empecé a temblar. Cuando se entreabrieron mis labios y formulé algunas palabras que no se pudieron oír, hice fuerza en mí mismo para decirle, aunque no con mucha claridad, que había sido elegido para heredar algunas propiedades. - ¿Me permite usted preguntar qué propiedades son ésas? - No lo sé - respondí tartamudeando. - ¿Y puedo saber de quién son esas propiedades? - añadió. - Lo ignoro - contesté del mismo modo. -Me parece que podría adivinar-dijo el ex presidiario - la cantidad que recibe usted anualmente desde que es mayor de edad. Refiriéndome a la primera cifra, me parece que es un cinco. Mientras me latía el corazón apresurada y desordenadamente, me puse en pie, apoyando la mano en el respaldo de la silla y mirando, muy apurado, a mi interlocutor. - Y con respecto a un tutor – continuó, - indudablemente existía un tutor o algo parecido mientras usted era menor de edad. Es posible que fuese abogado, y me parece que no me equivocaré mucho al afirmar que la primera letra de su nombre es una J. En aquel momento comprendí toda la verdad de mi situación, y sus inconvenientes, peligros, deshonras y consecuencias de todas clases me invadieron en tal multitud, que me senté anonadado y tuve que esforzarme extraordinariamente para continuar respirando. - Supongamos - continuó - que el que comisionó a aquel abogado, cuyo nombre empieza por una J y que muy bien puede ser Jaggers, supongamos que, atravesando el mar, hubiese llegado a Portsmouth y que, desembarcando allí, hubiera deseado venir a hacerle una visita a usted. «¿Y cómo me ha descubierto usted?», se preguntará. Pues bien, escribí desde Portsmouth a una persona de Londres pidiéndole las señas de usted. ¿Y quiere saber cómo se llama esa persona? Pues es un tal Wemmick. Ni para salvar mi vida habría podido pronunciar entonces una sola palabra. Allí estaba con una mano apoyada en un respaldo de la silla y la otra en mi pecho, pareciéndome que me ahogaba. Así miraba yo a mi extraño interlocutor, y tuve que agarrarme con fuerza a la silla al observar que la habitación parecía dar vueltas alrededor de mí. Él me cogió, me llevó al sofá, me tendió sobre los almohadones y se arrodilló a mi lado, acercando el rostro, que ahora recordaba muy bien y que me hacía temblar, hasta ponerlo a muy poca distancia del mío propio. - Sí, Pip, querido muchacho. He hecho de ti un caballero. Soy yo quien ha hecho eso. Aquel día juré que si lograba ganar una guinea, sería para ti. Y, más tarde, cuando empecé a especular y a enriquecerme, me 153 juré que serías rico. Viví sufriendo grandes penalidades para que tú vivieses cómodamente. Trabajé con la mayor energía para que tú no tuvieras que hacerlo. ¡Qué cosas tan raras! ¿Verdad, muchacho? ¿Y crees que te lo digo para que estés agradecido? De ninguna manera. Te lo digo tan sólo para que sepas que aquel perro cuya vida contribuiste a sostener levantó la cabeza a tal altura para poder hacer de ti un caballero. Y, en efecto, Pip, has llegado a ser un caballero. El aborrecimiento que me inspiraba aquel hombre y el temor que sentía hacia él, así como la repugnancia que me obligó a evitar su contacto, no habrían podido ser mayores de haber sido un animal terrible. -Mira, Pip. Soy tu segundo padre. Tú eres mi hijo y todavía más que un hijo. He ahorrado mucho dinero tan sólo para que tú puedas gastarlo. Cuando me alquilaron como pastor y vivía en una cabaña solitaria, sin ver más que las ovejas, hasta que olvidé cómo eran los rostros de los hombres y las mujeres, aun entonces, mentalmente, seguía viendo tu rostro. Muchas veces se me ha caído el cuchillo de las manos en aquella cabaña, cuando comía o cenaba, y entonces me decía: «Aquí está otra vez mi querido muchacho contemplándome mientras como y bebo». Te vi muchas veces, con tanta claridad como el día en que te encontré en los marjales llenos de niebla. «Así Dios me mate - decía con frecuencia, y muchas veces al aire libre, para que me oyese el cielo, - pero si consigo la libertad y la riqueza, voy a hacer un caballero de ese muchacho». Y ahora mira esta vivienda tuya, digna de un lord. ¿Un lord? ¡Ah!, tendrás dinero más que suficiente para hacer apuestas con los lores y para lograr ventajas sobre ellos. En su vehemencia triunfal, y dándose cuenta de que yo había estado a punto de desmayarme, no observó la acogida que presté a sus palabras. Éste fue el único consuelo que tuve. - Mira - continuó, sacándome el reloj del bolsillo y volviendo hacia él una sortija que llevaba mi dedo, mientras yo rehuía su contacto como si hubiese sido una serpiente. - El reloj es de oro, y la sortija, magnífica. Ambas cosas dignas de un caballero. Y fíjate en tu ropa blanca: fina y hermosa. Mira tu traje: mejor no puede encontrarse. Y también tus libros - añadió mirando alrededor, - que llenan todos los estantes, a centenares. Y tú los lees, ¿no es verdad? Me habría gustado encontrarte leyendo al llegar. ¡Ja, ja, ja! Luego me leerás algunos, querido Pip, y si son en algún idioma extranjero que yo no entienda, no por eso me sentiré menos orgulloso. De nuevo llevó mis manos a sus labios, en tanto que la sangre parecía enfriarse en mis venas. - No hay necesidad de que hables, Pip - dijo, volviendo a pasarse la manga por los ojos y la frente, mientras su garganta producía aquel ruido que yo recordaba tan bien. Y lo más horrible de todo era el darme cuenta del afecto con que hablaba. - Lo mejor que puedes hacer es permanecer quieto, querido Pip. Tú no has pensado en nuestro encuentro tanto tiempo como yo. No estabas preparado para eso, como lo estaba yo. Pero sin duda jamás te imaginaste que sería yo. -¡Oh, no, no!-repliqué-. ¡Nunca, nunca! - ¡Pues bien, ya ves que era yo y sin ayuda de nadie! No ha intervenido en el asunto nadie más que yo mismo y el señor Jaggers. - ¿Ninguna otra persona? - pregunté. - No - contestó, sorprendido. - ¿Quién más podía haber intervenido? Pero déjame que te diga, querido Pip, que te has convertido en un hombre muy guapo. Y espero que te habrán conquistado algunos bellos ojos. ¿No hay alguna linda muchacha de la que estés enamorado? - ¡Oh, Estella, Estella! -Pues será tuya, querido hijo, siempre en el supuesto de que el dinero pueda conseguirlo. No porque un caballero como tú, de tan buena figura y tan instruido, no pueda conquistarla por sí mismo; pero el dinero te ayudará. Ahora déjame que acabe lo que te iba diciendo, querido muchacho. De aquella cabaña y del tiempo que pasé haciendo de pastor recibí el primer dinero, pues, al morir, me lo dejó mi amo, que había sido lo mismo que yo, y así logré la libertad y empecé a trabajar por mi cuenta. Y todas las aventuras que emprendía, lo hacía por ti. «Dios bendiga mi empresa - decía al emprenderla -. No es para mí, sino para él.» Y en todo prosperé de un modo maravilloso. Para que te des cuenta, he de añadir que me hice famoso. El dinero que me legaron y las ganancias del primer año lo mandé todo al señor Jaggers, todo para ti. Entonces él fue en tu busca, de acuerdo con las instrucciones que le di por carta. ¡Oh, ojalá no hubiese venido! ¡Pluguiese a Dios que me dejara en la fragua, lejos de ser feliz, pero, sin embargo, dichoso en comparación con mi estado actual! - Y entonces, querido Pip, recibí la recompensa sabiendo secretamente que estaba haciendo de ti un caballero. A veces, los caballos de los colonos me llenaban de polvo cuando yo iba andando. Pero yo me decía: «Estoy haciendo ahora un caballero que será mucho mejor que todos los demás.» Y cuando uno decía a otro: «Hace pocos años era un presidiario y además es un hombre ordinario e ignorante. Sin embargo, tiene mucha suerte», entonces yo pensaba: «Si yo no soy un caballero ni tengo instrucción, por lo 154 menos soy propietario de uno de ellos. Todo lo que vosotros poseéis no es más que ganado y tierras, pero ninguno de vosotros tiene, como yo, un caballero de Londres.» Así me consolaba y así continuaba viviendo, y también de ese modo continué ganando dinero, hasta que me prometí venir un día a ver a mi muchacho y darme a conocer a él en el mismo sitio en que vivía. Me puso la mano en el hombro, y yo me estremecí ante la idea de que, según imaginaba, aquella mano pudiera estar manchada de sangre. - No me fue fácil, Pip, salir de allí, ni tampoco resultaba muy seguro. Pero yo estaba empeñado, y cuanto más difícil resultaba, mayor era mi decisión, porque estaba resuelto a ello. Y por fin lo he hecho. Sí, querido Pip, lo he hecho. Traté de reunir mis ideas, pero estaba aturdido. Me parecía haber prestado mayor atención a los rugidos del viento que a las palabras de mi compañero; pero no me era posible separar la voz de éste de los silbidos de aquél, aunque seguía oyéndolos cuando él permanecía callado. - ¿Dónde me alojarás? - preguntó entonces. - Ya comprenderás, querido Pip, que he de quedarme en alguna parte. - ¿Para dormir? - dije. - Sí, para dormir muchas horas y profundamente – contestó, - porque he pasado meses y meses sacudido y mojado por el agua del mar. -Mi amigo y compañero-dije levantándome del sofáestá ausente; podrá usted disponer de su habitación. - ¿Volverá mañana? - preguntó. - No - contesté yo casi maquinalmente a pesar de mis extraordinarios esfuerzos. - No volverá mañana. - Lo pregunto, querido Pip - dijo en voz baja y apoyando un dedo en mi pecho, - porque es preciso tener la mayor precaución. - ¿Qué quiere usted decir? ¿Precaución? - ¡Ya lo creo! Corro peligro de muerte. - ¿Qué muerte? - Fui deportado de por vida. Y el volver equivale a la muerte. Durante estos últimos años han vuelto muchos que se hallaban en mi caso, y, sin duda alguna, me ahorcarían si me cogiesen. ¡Sólo faltaba eso! Aquel desgraciado, después de cargarme con su oro maldito y con sus cadenas de plata, durante años enteros, arriesgaba la vida para venir a verme, y allí le tenía a mi custodia. Si le hubiese amado en vez de aborrecerle, si me hubiera sentido atraído a él por extraordinaria admiración y afecto, en vez de sentir la mayor repugnancia, no habría sido peor. Por el contrario, habría sido mejor, porque su seguridad sería lo más importante del mundo para mi corazón. Mi primer cuidado fue cerrar los postigos, a fin de que no se pudiese ver la luz desde el exterior, y luego cerrar y atrancar las puertas. Mientras así lo hacía, él estaba sentado a la mesa, bebiendo ron y comiendo bizcochos; yo, al verle entretenido así, creí contemplar de nuevo al presidiario en los marjales mientras comía. Y casi me pareció que pronto se inclinaría hacia su pierna para limar su grillete. Cuando hube entrado en la habitación de Herbert, cerrando toda comunicación entre ella y la escalera, a fin de que no quedase otro paso posible que la habitación en que habíamos estado conversando, pregunté a mi compañero si quería ir a acostarse. Contestó afirmativamente, pero me pidió algunas prendas de mi ropa blanca de caballero para ponérselas por la mañana. Se las entregué y se las dejé dispuestas, y pareció interrumpirse nuevamente el curso de la sangre en mis venas cuando de nuevo me estrechó las manos para desearme una buena noche. Me alejé de él sin saber cómo lo hacía; reanimé el fuego en la estancia en que habíamos permanecido juntos y me senté al lado de la chimenea, temeroso de irme a la cama. Durante una o dos horas estuve tan aturdido que apenas pude pensar; pero cuando lo logré, me di cuenta de lo desgraciado que era y de que la nave en que me embarcara se había destrozado por completo. Era evidente que las intenciones de la señorita Havisham con respecto a mí no eran nada más que un sueño; sin duda alguna, Estella no me estaba destinada; en la casa Satis se me toleraba como algo conveniente, como si fuese una espina para los avarientos parientes, como un modelo dotado de corazón mecánico a fin de que Estella se practicase en mí cuando no había nadie más en quien hacerlo; éstas fueron las primeras ideas que se presentaron a mi mente. Pero el dolor más agudo de todos era el de que, a causa de aquel presidiario, reo de ignorados crímenes y expuesto a ser cogido en mis propias habitaciones para ser ahorcado en Old Bailey, yo había abandonado a Joe. Entonces no habría querido volver al lado de Joe ni al de Biddy por nada del mundo; aunque me figuro que eso se debía a la seguridad que tenía de que mi indigna conducta hacia ellos era más culpable de lo que 155 me había figurado. Ninguna sabiduría en la tierra podría darme ahora el consuelo que habría obtenido de su sencillez y de su fidelidad; pero jamás podría deshacer lo hecho. En cada una de las acometidas del viento y de la lluvia parecíame oír el ruido de los perseguidores. Por dos veces habría jurado que llamaban a la puerta y que al otro lado alguien hablaba en voz baja. Con tales temores, empecé a recordar que había recibido misteriosos avisos de la llegada de aquel hombre. Me imaginé que durante las semanas anteriores vi en las calles algunos rostros que me parecieron muy semejantes al suyo. Díjeme que aquellos parecidos habían sido más numerosos a medida que él se acercaba a Inglaterra, y estaba seguro de que su maligno espíritu me había mandado, de algún modo, aquellos mensajeros, y, en aquella noche tempestuosa, él valía tanto como su palabra y estaba conmigo. Entre estas reflexiones, se me ocurrió la de que, con mis ojos infantiles, le juzgué hombre violento y desesperado; que había oído al otro presidiario asegurar reiteradamente que había querido asesinarle; y yo mismo le vi en el fondo de la zanja, luchando con la mayor fiereza con su compinche. Y tales recuerdos me aterraron, dándome a entender que no era seguro para mí el estar encerrado con él en lo más profundo de aquella noche solitaria y tempestuosa. Y este temor creció de tal manera, que por fin me obligó a tomar una bujía para ir a ver a mi terrible compañero. Éste se había envuelto la cabeza en un pañuelo y su rostro estaba inmóvil y sumido en el sueño. Dormía tranquilamente, aunque en la almohada se veía una pistola. Tranquilizado acerca del particular, puse suavemente la llave en la parte exterior de la puerta y le di la vuelta para cerrar antes de sentarme junto al fuego. Gradualmente me deslicé de mi asiento y al fin me quedé tendido en el suelo. Cuando desperté, sin que durante mi sueño hubiese olvidado mi desgracia, los relojes de las iglesias de la parte oriental de Londres daban las cinco de la madrugada, las bujías se habían consumido, el fuego estaba apagado y el viento y la lluvia intensificaban las espesas tinieblas. ÉSTE ES EL FINAL DE LA SEGUNDA FASE DE LAS ESPERANZAS DE PIP ...

En la línea 1098
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Ni una mancha, ni un boquete; aunque usados, están nuevos. El chaleco hace juego con el pantalón, como exige la moda. Bien mirado, debemos felicitarnos de que estas prendas no sean nuevas, pues así son más suaves, más flexibles… Ahora otra cosa, amigo Rodia. A mi juicio, para abrirse paso en el mundo hay que observar las exigencias de las estaciones. Si uno no pide espárragos en invierno, ahorra unos cuantos rublos. Y lo mismo pasa con la ropa. Estamos en pleno verano: por eso he comprado prendas estivales. Cuando llegue el otoño necesitarás ropa de más abrigo. Por lo tanto, habrás de dejar ésta, que, por otra parte, estará hecha jirones… Bueno, adivina lo que han costado estas prendas. ¿Cuánto te parece? ¡Dos rublos y veinticinco kopeks! Además, no lo olvides, en las mismas condiciones que la gorra: el año próximo te lo cambiarán gratuitamente. El trapero Fediaev no vende de otro modo. Dice que el que va a comprarle una vez no ha de volver jamás, pues lo que compra le dura toda la vida… Ahora vamos con las botas. ¿Qué te parecen? Ya se ve que están usadas, pero durarán todavía lo menos dos meses. Están confeccionadas en el extranjero. Un secretario de la Embajada de Inglaterra se deshizo de ellas la semana pasada en el mercado. Sólo las había llevado seis días, pero necesitaba dinero. He dado por ellas un rublo y medio. No son caras, ¿verdad? ...

En la línea 1161
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑No es un sujeto recomendable. También compraba pagarés. ¡Que el diablo se lo lleve! lo que me pone fuera de mí es la rutina, la anticuada e innoble rutina de esa gente. Éste era el momento de renunciar a los viejos procedimientos y seguir nuevos sistemas. Los datos psicológicos bastarían para darles una nueva pista. Pero ellos dicen: «Nos atenemos a los hechos.» Sin embargo, los hechos no son lo único que interesa. El modo de interpretarlos influye en un cincuenta por ciento como mínimo en el éxito de las investigaciones. ...

En la línea 1585
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Los dos obreros eran jóvenes, pero uno mayor que el otro. Estaban pegando en las paredes papeles nuevos, blancos y con florecillas de color malva, para sustituir al empapelado anterior, sucio, amarillento y lleno de desgarrones. Esto desagradó profundamente a Raskolnikof. Miraba los nuevos papeles con gesto hostil: era evidente que aquellos cambios le contrariaban. Al parecer, los empapeladores se habían retrasado. De aquí que se apresurasen a enrollar los restos del papel para volver a sus casas. Sin prestar apenas atención a la entrada de Raskolnikof, siguieron conversando. Él se cruzó de brazos y se dispuso a escucharlos. ...

En la línea 1585
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Los dos obreros eran jóvenes, pero uno mayor que el otro. Estaban pegando en las paredes papeles nuevos, blancos y con florecillas de color malva, para sustituir al empapelado anterior, sucio, amarillento y lleno de desgarrones. Esto desagradó profundamente a Raskolnikof. Miraba los nuevos papeles con gesto hostil: era evidente que aquellos cambios le contrariaban. Al parecer, los empapeladores se habían retrasado. De aquí que se apresurasen a enrollar los restos del papel para volver a sus casas. Sin prestar apenas atención a la entrada de Raskolnikof, siguieron conversando. Él se cruzó de brazos y se dispuso a escucharlos. ...

En la línea 170
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Buck oyó el regateo, vio pasar el dinero de las manos del hombre y a las del agente del gobierno, y se dio cuenta de que el mestizo escocés y los conductores de trineos del correo desaparecían de su vida como había ocurrido con Perrault y François y con los que los habían precedido. Lo que Buck vio en el campamento al que los llevaron los nuevos dueños fue abandono y suciedad, una tienda a medio desmontar, platos sin fregar y un desorden general; vio también a una mujer, a quien los hombres llamaban «Mercedes». Era la mujer de Charles y la hermana de Hal: toda una familia… ...

En la línea 199
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Con los perros nuevos, inservibles y desanimados, y el equipo anterior agotado por cuatro mil quinientos kilómetros de continuo esfuerzo, las perspectivas no eran muy halagüeñas. No obstante, los dos hombres estaban bastante contentos. Y también orgullosos. Con catorce perros, estaban haciendo las cosas a lo grande. Habían visto otros trineos que cruzaban el paso hacia Dawson o que venían de allí, pero ninguno con catorce perros. Hay una razón obvia por la que en los viajes por el Ártico catorce perros no deben tirar de un trineo, y es que en un solo trineo no cabe la comida para catorce perros. Pero Charles y Hal lo ignoraban. Habían hecho un cálculo teórico, a tanto por perro, catorce perros, tantos días, igual a tanto. Mercedes, que había visto el cálculo por encima, había asentido: era todo tan sencillo… ...

En la línea 200
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Avanzada la mañana siguiente, Buck encabezó el largo tiro calle arriba. No había animación alguna en el grupo, ni brío o dinamismo en él y sus compañeros. Partían con un cansancio mortal. Cuatro veces había cubierto Buck el trayecto entre Salt Water y Dawson, y el saber que, harto y cansado, afrontaba una vez más el mismo camino, lo amargaba. Ni él ni ninguno de los demás perros se entregaba de corazón a la tarea. Los perros nuevos eran tímidos y estaban asustados, los veteranos no tenían confianza en sus amos. ...

En la línea 202
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Era inevitable, pues, que acabara escaseando. Pero ellos precipitaron la escasez sobrealimentando a los perros, con lo que aceleraron también el momento en que habrían de darles menos. Los perros nuevos, cuyos jugos gástricos no se habían formado en hambre crónica y por tanto no sabían extraer de lo escaso el máximo partido, tenían un apetito voraz. Y además, cuando los agotados huskies empezaron a tirar poco, Hal decidió que las raciones programadas al principio eran demasiado pequeñas y las duplicó. Y para rematar, Mercedes, viendo que aun con las lágrimas en sus bonitos ojos y la voz temblorosa no lograba convencer a Hal para que les diera un poco más, decidió robar pescado de los sacos para dárselo a los perros a escondidas. Pero lo que Buck y sus compañeros necesitaban no era comida, sino descanso. Y aunque avanzaran con lentitud, la pesada carga que arrastraban socavaba gravemente sus fuerzas. ...

En la línea 165
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... El que conozca un tanto las ciudades de provincia, imaginará fácilmente cuánto comentario, cuánta murmuración declarada o encubierta provocó en León la boda del importante Miranda con la obscura heredera del ex lonjista. Hablose sin tino ni mesura; quién censuraba la vanidad del viejo, que harto al fin de romper chaquetas, quería dar a su hija viso y tono de marquesa (Miranda parecía a no pocas gentes el tipo clásico del marqués). Quién hincaba el diente en el novio, hambrón madrileño, con mucho aparato y sin un ochavo, venido allí a salir de apuros con las onzas del señor Joaquín. Quién describía satíricamente la extraña figura de Lucía la mocetona, cuando estrenase sombrero, sombrilla y cola larga. Mas estos runrunes se estrellaban en la orgullosa satisfacción del señor Joaquín, en la infantil frivolidad de la novia, en la cortés y mundana reserva del novio. Fiel Lucía a su programa de no pensar en la boda misma, pensaba en los accesorios nupciales, y contaba gozosa a sus amigas el viaje proyectado, repitiendo los nombres eufónicos de pueblos que tenía por encantadas regiones; París, Lyón, Marsella, donde las niñas imaginaban que el cielo sería de otro color y luciría el sol de distinto modo que en su villa natal. Miranda, a cuenta de un empréstito que negoció contando satisfacerlo después a expensas del generoso suegro, hizo venir de la corte lindas finezas, un aderezo de brillantes, un cajón atestado de lucidas galas, envío de renombrado sastre de señoras. Mujer al cabo Lucía, y nuevos para ella tales primores, más de una vez, como la Margarita de Fausto, se colgó ante un espejillo los preciosos dijes, complaciéndose en sacudir la cabeza a fin de que fulgurasen los resplandores de los pendientes y las flores de pedrería salpicadas por el obscuro cabello. En esto se solazan las mujeres cuando son niñas, y todavía muchísimo tiempo después de dejar de serlo. Pero Lucía no era niña para siempre. ...

En la línea 295
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Eran todas sus actitudes y ademanes como de hombre rendido y exánime. Algo había descompuesto y roto en aquel noble mecanismo, algún resorte de esos que al saltar interrumpen las funciones de la vida íntima. Hasta en su vestir percibíase la languidez y desaliento que tan a las claras revelaba la fisonomía. No era negligencia, era indiferencia y caimiento de ánimo lo que manifestaba aquel traje obscuro de mezclilla, aquella cadena de oro, impropia para un viaje, aquella corbata atada sin esmero y al caer, aquellos guantes nuevos, de fina piel de Suecia, de color delicado, que no iban a durar limpios ni diez minutos. Faltábale al viajero la elegancia primorosa e inteligente que cuida de los detalles, que hace ciencia del tocador; veíase en él al hombre que es superior a la propia elegancia porque no la ignora, pero la desdeña: grado de cultura por donde se ingresa en una esfera más alta que el buen tono, que al fin y al cabo es categoría social, y quien se eleva por cima del buen tono, eximese también de categorías. Miranda vestía la librea del buen gusto, y por eso, antes de reparar en Miranda, se fijaban las gentes en su ropa, al paso que lo que en Artegui atraía la atención, era Artegui mismo. Ni la irregularidad del vestir encubría, antes bien, patentizaba, la distinción de la persona: cuantas prendas componían su traje eran ricas en su género; inglés el paño, holanda la tela de la camisa, de primera el calzado y guantes. Todo esto lo notó Lucía, más con el instinto que con el entendimiento, porque, inexperta y bisoña, no había llegado aún a dominar la filosofía del traje, en que tan maestras son las mujeres. ...

En la línea 656
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Cesó de suyo el diálogo, y ambos interlocutores miraron el fuego, y aún Artegui le añadió leña, porque menguaba. Crujieron los inflamados tizones, y algunos se abrieron, hendiéndose como la granada madura; saltaron mil chispas, y medio se desmoronó el ígneo edificio bajo el peso de los nuevos materiales. Lamió suavemente la llama el reciente pasto que le ofrecían, y al fin comenzó a clavarle sus lenguas de áspid, arrancando con cada beso ardiente un chasquido de dolor. Aunque no fuese todavía muy remota la hora meridiana, estaba el aposento casi obscuro, tal era al exterior el aguacero y el negror del cielo. ...

En la línea 980
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... A la verdad, infundía tristeza en aquellos días de fin de Octubre, el aspecto de Vichy. No eran sino hojas caídas: el Parque, tan animado siempre, se veía solitario; sólo algunos agüistas tardíos, enfermos de veras, paseaban la acera de asfalto, henchida ayer del roce de ricos trajes y del rumor de alegres conversaciones. Nadie se cuidaba ya de recoger y barrer el amarillo tapiz del follaje, porque Vichy, tan peripuesto y adornado en la estación de aguas, se torna desastrado y desaliñado no bien le vuelven la espalda sus elegantes huéspedes de estío. Toda la villa semejaba una inmensa mudanza: de los chalets, desalquilados ya, desaparecían los adornos y balconadas, para evitar que los pudriesen las lluvias; en las calles se amontonaban la cal, el ladrillo para las obras de albañilería, que nadie osaba emprender en verano por no ensuciar las pulcras avenidas. Las tiendas de objetos de lujo iban cerrándose unas tras otras, y dueños y surtido tomaban el rumbo de Niza, Cannes o cualquiera estación invernal semejante. Algunas quedaban rezagadas todavía, y sus escaparates servían de entretenimiento a Lucía y Pilar, cuando esta última salía a sus despaciosos paseos. Entre ellas se señalaba un almacén de curiosidades, antigüedades y objetos de arte, situado casi frente a la famosa Ninfa, y, por consiguiente, a espaldas del Casino. Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco. Pilar se embobaba especialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con las alhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto de la dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finos esmaltes, de la época de María Antonieta; pero Lucía se enamoró sobre todo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimiento religioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente. Dos Apóstoles, alzado el dedo al cielo en grave actitud se destacaban, fileteados de latón los contornos, sobre dos cristales de colores, arrancados sin duda de la ojiva de algún desmantelado monasterio. En un tríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda, ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios de su Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con ese candor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe. A despecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de la Virgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de su actitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro que la daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades, en el baratillo. Era de marfil también, y todo de una pieza, menos los brazos; y clavado en rica cruz de concha, agonizaba con dolorosa verdad, encogidos músculos y nervios en una contracción suprema. Tres clavos de diamante trucidaban sus manos y pies. Lucía le rezaba todos los días un padrenuestro, y aun solía besar sus rodillas, cuando no la miraba nadie. ...

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