Cual es errónea Movimientos o Movimientoz?
La palabra correcta es Movimientos. Sin Embargo Movimientoz se trata de un error ortográfico.
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Movimientos en la wikipedia.
Sinonimos de Movimientos.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Movimientos
Cómo se escribe movimientos o movimientoz?
Cómo se escribe movimientos o mobimientos?

la Ortografía es divertida
Reglas relacionadas con los errores de s;z
Las Reglas Ortográficas de la S
Se escribe s al final de las palabras llanas.
Ejemplos: telas, andamos, penas
Excepciones: alférez, cáliz, lápiz
Se escriben con s los vocablos compuestos y derivados de otros que también se escriben con esta letra.
Ejemplos: pesar / pesado, sensible / insensibilidad
Se escribe con s las terminaciones -esa, -isa que signifiquen dignidades u oficios de mujeres.
Ejemplos: princesa, poetisa
Se escriben con s los adjetivos que terminan en -aso, -eso, -oso, -uso.
Ejemplos: escaso, travieso, perezoso, difuso
Se escribe con s las terminaciones -ísimo, -ísima.
Ejemplos: altísimo, grandísima
Se escribe con s la terminación -sión cuando corresponde a una palabra que lleva esa letra, o cuando otra palabra derivada lleva -sor, -sivo, -sible,-eso.
Ejemplos: compresor, compresión, expreso, expresivo, expresión.
Se escribe s en la terminación de algunos adjetivos gentilicios singulares.
Ejemplos: inglés, portugués, francés, danés, irlandés.
Se escriben s con las sílabas iniciales des-, dis-.
Ejemplos: desinterés, discriminación.
Se escribe s en las terminaciones -esto, -esta.
Ejemplos: detesto, orquesta.
Las Reglas Ortográficas de la Z
Se escribe z y no c delante de a, o y u.
Se escriben con z las terminaciones -azo, -aza.
Ejemplos: pedazo, terraza
Se escriben con z los sustantivos derivados que terminan en las voces: -anza, -eza, -ez.
Ejemplos: esperanza, grandeza, honradez
La X y la S
Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras s;z

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece movimientos
La palabra movimientos puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 701
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y el público, no queriendo perder palabra, hombres, mujeres y chicos, estrujábanse contra la verja, retrocediendo algunas veces con violentos movimientos de espaldas para librarse de la asfixia. ...
En la línea 1839
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El padre, siempre silencioso e impasible, recibía las visitas, estrechaba manos, agradecía con movimientos de cabeza los ofrecimientos y las frases de consuelo. ...
En la línea 2228
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Allí estaba el enemigo: ¡a él! Y empezó una carrera loca en el profundo cauce, andando a tientas en la sombra, dejando perdidas las alpargatas en el légamo del lecho, con los pantalones pegados a la carne, tirantes, pesados, dificultando los movimientos, recibiendo en el rostro el bofetón de las cañas tronchadas, los arañazos de las hojas rígidas y cortantes. ...
En la línea 2313
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El herido parecía estar mejor; los chicos, con los ojos enrojecidos por el insomnio, permanecían inmóviles en el corral, sentados sobre el estiércol, siguiendo con atención estúpida todos los movimientos de los animales encerrados allí. ...
En la línea 625
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El cristianismo era una mentira más, desfigurada y explotada por los de arriba para justificar y santificar sus usurpaciones. ¡Justicia, y no Caridad! ¡Bienestar en la tierra para los infelices y que los ricos se reservasen, si la deseaban, la posesión del cielo, abriendo la mano para soltar sus rapiñas terrenales! Los miserables no podían esperar nada de lo alto. Sobre sus cabezas sólo existía un infinito insensible a la desesperación humana: otros mundos que ignoraban la vida de millones de míseros gusanos sobre esta esfera deshonrada por el egoísmo y la violencia. Los hambrientos, los que tenían sed de justicia, sólo debían confiar en ellos mismos. ¡Arriba, aunque fuese para morir! Otros vendrían detrás, que esparcirían la simiente germinadora en los surcos fecundados por su sangre. ¡De pie y en marcha la horda de la miseria, sin más Dios que la rebelión, iluminando su camino la estrella roja, el eterno diablo de las religiones, guía insustituible de todos los grandes movimientos de la humanidad!... ...
En la línea 627
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Juanón y el de Trebujena asentían con movimientos de cabeza. Habían leído confusamente lo que decía Salvatierra, pero en boca de éste les conmovía como una música vibrante de pasión. ...
En la línea 997
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Rafael apenas comió, trastornado por la vecindad de la _Marquesita_. Le atormentaba el contacto de aquel cuerpo hermoso hecho para el amor; el perfume incitante de la carne fresca purificada por una limpieza desconocida en los campos. Ella, en cambio, parecía aspirar con delectación por su naricilla sonrosada y palpitante, el vaho de macho campesino, el olor de cuero, de sudor y de cuadra que se esparcía con los movimientos del arrogante galán. ...
En la línea 1244
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Para Luis, la cuestión era sencillísima. Un poco de caridad; y después religión, mucha religión, y palo al que se desmandase. Con esto se acababa el llamado conflicto social y quedaba todo como una balsa de aceite. ¿Cómo podían quejarse los trabajadores, allí donde existían hombres como su primo y muchos de los presentes (aquí sonrisas agradecidas del auditorio y movimientos de aprobación), que eran caritativos hasta el exceso y no podían presenciar una desgracia sin echar mano al bolsillo y regalar un duro, y hasta dos?... ...
En la línea 7270
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Y con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del ene migo, ayudándose con todos los accidentes del terreno, D'Artagnan llegó hasta el segundo soldado. ...
En la línea 9303
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Todos mis movimientos lentos y embotados atestiguaban que la influencia del narcótico no se había disipado aún por completo. ...
En la línea 5807
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Resolví ir por de pronto a Aranjuez, donde esperaba obtener algunas noticias útiles para regular nuestros movimientos ulteriores; Aranjuez está a corta distancia de la raya de La Mancha, y lo cruza la carretera que lleva a esa provincia. ...
En la línea 1996
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Mas Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse quedo, mirando de hito en hito a la labradora, imaginando quién ella era; la cual, sin advertir en los movimientos de Cardenio, prosiguió su historia, diciendo: -«Y no me hubieron bien visto cuando, según él dijo después, quedó tan preso de mis amores cuanto lo dieron bien a entender sus demostraciones. ...
En la línea 2193
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Ahora te disculpo -dijo don Quijote-, y perdóname el enojo que te he dado, que los primeros movimientos no son en manos de los hombres. ...
En la línea 2971
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Volvióse el cristiano, y tornáronla a bajar y hacer los mesmos movimientos que primero. ...
En la línea 3225
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Todo lo que el cura decía estaba escuchando, algo de allí desviado, el capitán, y notaba todos los movimientos que su hermano hacía; el cual, viendo que ya el cura había llegado al fin de su cuento, dando un grande suspiro y llenándosele los ojos de agua, dijo: -¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que me habéis contado, y cómo me tocan tan en parte que me es forzoso dar muestras dello con estas lágrimas que, contra toda mi discreción y recato, me salen por los ojos! Ese capitán tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como más fuerte y de más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada en la conseja que, a vuestro parecer, le oístes. ...
En la línea 105
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Otra vez salí muy temprano y me fui a la Gavia o montaña del mastelero. El fresco era delicioso, el aire estaba embalsamado; las gotas brillaban aún sobre las hojas de las grandes liliáceas, que sombreaban arroyuelos de agua cristalina. Sentado en un peñón de granito, ¡qué placer sentía en observar los insectos y las aves que volaban en derredor mío! Los pájaros-moscas gustan muchísimo de esos lugares solitarios y sombríos. Al ver a estas avecillas zumbar alrededor de las flores haciendo vibrar sus alas con tanta rapidez que apenas podían distinguirse, acordábame sin querer de las mariposas llamadas esfinges; en efecto, hay la mayor analogía entre sus movimientos y costumbres. ...
En la línea 228
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... nariz muy abiertas, resoplando con fuerza, en la misma superficie del agua, semejando una piara inmensa de animales anfibios. Cuando las tropas van de expedición, se alimentan exclusivamente de carne de yegua, lo cual les da una gran facilidad de movimientos. En efecto, a los caballos puede hacérseles atravesar grandísimas distancias en estas llanuras; me han asegurado que un caballo sin carga puede recorrer varios días seguidos 100 millas diarias. ...
En la línea 574
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... En este continente meridional todo se verifica en gran escala. Desde el río de la Plata hasta la Tierra del Fuego, una distancia de 1.200 millas (1.930 kilómetros) se han levantado las tierras en masa (y en Patagonia a una altura de 300 a 400 pies) durante el período de las conchas marinas actuales. Las conchas antiguas que quedaron en la superficie de la llanura levantada conservan todavía en parte sus colores, aun estando expuesta a la acción de la atmósfera. Ocho largos períodos de reposo al menos, han interrumpido este movimiento de elevación; durante estos períodos ha arrastrado el mar las tierras profundamente y formando a niveles sucesivos largas líneas de cantiles o escarpaduras, que separan las diferentes planicies que se elevan unas tras otras como las gradas de una escalera gigantesca. El movimiento de elevación y la irrupción del mar durante los períodos de reposo se han verificado con mucha igualdad en inmensas extensiones de costa; me ha sorprendido mucho observar, en efecto, que las planicies se encontraban a alturas casi iguales, en puntos muy distantes entre sí. La llanura más baja se encuentra a 90 pies sobre el nivel del mar, y la más alta, a corta distancia de la costa, a 950 pies sobre dicho nivel. De esta última planicie no quedan más que algunos restos bajo la forma de colinas de vértices planos, cubiertos de cantos rodados. La llanura más alta, en las orillas del Santa Cruz alcanza una elevación de 3.000 pies sobre el nivel del mar al pie de la cordillera. He dicho que en el período de las conchas marinas actuales se había elevado la Patagonia de 300 a 400 pies; y puedo añadir que desde la época en que las montañas de hielo transportaban piedras, ha llegado la elevación hasta 1.500 pies. Por lo demás, estos movimientos de elevación no han afectado sólo a la Patagonia. ...
En la línea 610
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Muchas veces, hallándome tendido en el suelo en medio de estas llanuras he visto buitres surcar los aires a inmensa altura. Cuando el país es llano, no creo que un hombre a pie o a caballo pueda abarcar con la vista claramente un espacio de más de 15 grados sobre el horizonte. Siendo esto así y cerniéndose el buitre a una altura de 3.000 a 4.000 pies, se encontrará a una distancia de más de dos millas inglesas (3k.22) en línea recta antes de hallarse dentro del campo visual del observador. ¿No es muy natural que en estas condiciones escape a la vista? ¿No puede suceder que cuando un cazador persigue y mata un animal cualquiera, en un valle solitario, uno de estos pájaros, de vista penetrante, siga desde lejos sus menores movimientos? ¿No podrá también su manera de volar, cuando desciende, indicar a toda la familia de los buitres, que hay una presa a la vista? Cuando los cóndores describen círculos y círculos alrededor de un punto cualquiera, su vuelo es admirable. No recuerdo haberles visto nunca batir alas, sino cuando se levantan del suelo. En los alrededores de Lima he observado muchos por espacio de cerca de media hora, sin separar la vista ni un instante; describían inmensos círculos subiendo y bajando sin dar un solo aletazo. Cuando pasaban a corta distancia sobre mi cabeza los veía oblicuamente y podía distinguir la silueta de las grandes plumas en que termina cada ala; si esas plumas hubieran sido agitadas por el más leve movimiento se habrían confundido una con otra; pero se destacaban muy distintas en el azul del cielo. Con mucha frecuencia mueve el pájaro la cabeza y el cuello como ejerciendo un gran esfuerzo; las alas extendidas parece que constituyen la palanca sobre que actúan los movimientos del cuello, del cuerpo y de la cola. Si el pájaro quiere bajar, pliega un instante las alas, y en cuanto las extiende de nuevo, modificando el plano de inclinación, la fuerza adquirida por el rápido descenso parece hacerle remontar con el movimiento continuo, uniforme, de una cometa. Cuando el pájaro se cierne en el aire su movimiento circular debe ser bastante rápido como para que la acción de la superficie inclinada de su cuerpo sobre la atmósfera pueda contrabalancear el peso. La fuerza necesaria para continuar el movimiento de un cuerpo que se agita en el aire en un plano horizontal no puede ser muy grande, porque el rozamiento es insignificante y eso es todo lo que el pájaro necesita. Podemos admitir que los movimientos del cuello y del cuerpo del cóndor bastan para obtener este resultado. Sea como quiera, es un espectáculo verdaderamente admirable, sublime, ver un pájaro tan grande cernerse horas y horas por encima de las montañas y valles sin mover apenas las alas. ...
En la línea 1434
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Querían verla, desmenuzar sus gestos, sus movimientos para ver si se le conocía en algo. ...
En la línea 2011
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Al ventilar semejante negocio, el tipo de la trotaconventos de salón, que sólo se diferencia de las otras en que no hace ruido, asomaba a la figura de aquellas solteronas, como anuncio de vejez de bruja; la chimenea arrojaba a la pared las sombras contrahechas de aquellas señoritas, y los movimientos de la llama y los gestos de ellas producían en la sombra un embrión de aquelarre. ...
En la línea 4865
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... La palidez era de un tono suave, delicado, que hacía muy buen contraste con el negro de andrina de los ojos grandes, soñadores, de movimientos bruscos; unos ojos que parecía que hacían gimnasia, obligados día y noche a las contorsiones místicas de una piedad maquinal, mitad postiza y falsificada. ...
En la línea 4918
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Desde allí veía, distraído, los movimientos rápidos de la falda negra de Teresina, que apretaba las piernas contra la cama para hacer fuerza al manejar los pesados colchones. ...
En la línea 882
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Esbelta y graciosa de jovencita, redondeábase luego de formas, sin perder la elegante ligereza de sus movimientos. Había algo en ella de blando, revelador de una voluntad floja y sin iniciativa. Era de pocos nervios, incapaz de resistirse al Destino, dejándose llevar por él, buscando solamente las alegrías momentáneas, sin energía para ir más allá de los goces de su vanidad, mostrándose en toda ocasión un instrumento dócil de su familia. —No heredó la energía de los Borgias, pero si el talento. Ella y César fueron los hijos de Alejandro más inteligentes. Vivía esclava de su propio medio, haciendo lo mismo que las personas que la rodeaban. Mientras existió su padre mostrose aficionada a los asuntos políticos y hasta gobernó tierras de la Iglesia en ausencia del Pontífice. Al morir Alejandro y quedar en Ferrara como esposa del príncipe Alfonso de Este, vigoroso soldado, la hija del Papa fue la perla de las esposas, la triunfante princesa, la santa madona Lucrecia. El poeta Ariosto cantaba sus virtudes, el pintor Tíciano la admiraba al tratarla en su Corte… Es una esposa que sólo piensa en sus hijos, en el gobierno de su palacio y sobrelleva resignada y afable las infidelidades de un marido rudo, que en el fondo la adora. ...
En la línea 1039
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Quedó Claudio indeciso ante las insinuaciones de su antiguo tutor. En realidad, no había hablado jamás de casamiento con Estela. Como se tuteaban desde niños y existía entre ellos una confianza de camaradas, podían conversar de todo, cual si sus destinos tuvieran una finalidad común, pero sin concretar nunca el carácter de tales destinos. Se miraban sonrientes se estrechaban las manos, tenían en sus palabras y movimientos una confianza igual a la de los muchachos que se entregan juntos a sus juegos; mas nunca habían hablado concretamente de amor. ¡Notaba él tal distancia entre sus conversaciones con Estela y otras desarrolladas en un hermoso jardín frente al Mediterráneo!… ...
En la línea 1044
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Hombre imaginativo, acostumbrado a concentrar voluntades y deseos en la última idea aceptada, apreció Claudio su casamiento como una dicha un poco monótona dulce y pálida, semejante a uno de esos días de bruma ligeramente enrojecida por el sol, en que personas y cosas parecen acolchadas fluidamente, dando a los movimientos una sensación de blandura silenciosa y elástica. ...
En la línea 1275
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Cuando acabaron estos bailes de Momo , el cardenal de Valencia pidió permiso a Su Santidad para danzar con su hermana doña Lucrecia la baja y la alta , que era la danza de España más celebrada entonces y todos hubieron gran placer en ella, por ser ambos los más famosos danzarines de Roma, especialmente en bailes hispanomoriscos, muy de moda en aquel tiempo. El primero en admirar a dicha pareja era el Pontífice. Sonreía embelesado, siguiendo los graciosos y elegantes movimientos de sus hijos. ...
En la línea 181
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Todos estos soldados eran de aventajada estatura y sueltos movimientos. Se adivinaba en ellos una fuerza nerviosa, desarrollada por incesantes ejercicios. Paro, a pesar de su gimnástica esbeltez de efebos vigorosos, la blusa muy ceñida al talle por el cinturón de la espada y los pantalones estrechamente ajustados delataban las suaves curvas de su sexo. Iban armados con lanzas, arcos y espadas, lo que hizo que Gillespie se formase una triste idea de los progresos de este país, que tanto parecían enorgullecer a la profesora de inglés. ...
En la línea 235
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los tripulantes de las máquinas voladoras se unieron a esta ovación haciendo evolucionar sus quiméricas bestias en torno del rostro de Gillespie. Pasaban tan cerca, que este tuvo que echar atrás su cabeza por dos veces, temiendo que le cortase la nariz una de aquellas alas escamosas con sus puntas agudas como cuchillos. Las muchachas del casquete dorado y larga pluma saludaban con risas los movimientos inquietos del gigante. Pero una orden venida de abajo acabo con estos juegos, restableciendo el silencio. Todavía la traductora rugió su última orden, antes de partir. ...
En la línea 1261
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Pero la turbia luz del crepúsculo no le permitía reconocerlo. Además, los movimientos de sus brazos indicaban un afán de ser levantado hasta el rostro del gigante para poder hablarle con toda confianza. Gillespie lo coloco sobre la palma de su diestra y lo fue elevando hasta cerca de sus ojos. ...
En la línea 1586
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Con acento de rencor, como si el gigante tuviese la culpa de la herida recibida por su amada, Ra-Ra fue explicándole todo lo ocurrido desde que salió de la cárcel. Al caer en el fondo del bolsillo oyó gemidos dolorosos, viendo a continuación como la dulce Popito chorreaba sangre. Una de las muchas flechas dirigidas contra el Hombre-Montaña, al clavarse en el paño de la chaqueta, la había alcanzado con su punta. Ra-Ra trepó inmediatamente a la abertura para advertir al gigante; pero este, en vez de escucharle, lo golpeó con uno de sus dedos, haciéndole caer de nuevo sobre el cuerpo de la joven herida. Asi habían permanecido los dos mucho tiempo, sufriendo el más horrible de los suplicios encerrados en aquella bolsa agitada continuamente por los movimientos que hizo el coloso para defenderse de la máquina voladora, para desamarrar la barca, para inundar la artilleria de los pigmeos y para batirse al fin con los dos buques enemigos. ...
En la línea 2864
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El joven farmacéutico tenía momentos de horrible tristeza, y cavilaba mucho. De tal estado pasó a la observación, desarrollándosele esta facultad de un modo pasmoso. Siempre que estaba en casa, no quitaba los ojos de su mujer, estudiándole los movimientos, las miradas, los pasos y hasta el respirar. Cuando comían, le examinaba la manera de comer; cuando estaban en el lecho, la manera de dormir. ...
En la línea 3078
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Como todo esto que cuento se refiere al año 74, natural es que en el café se hablara principalmente de la guerra civil. En aquel año ocurrieron sucesos y lances muy notables, como el sitio de Bilbao, la muerte de Concha, y por fin, el pronunciamiento de Sagunto. Raro era el día que no echaban los periódicos un extraordinario anunciando batallas, desembarcos de armas, movimientos de tropas, cambios de generales y otras cosas que por lo común daban pie a inacabables comentarios. ...
En la línea 3695
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Fortunata dudaba que esto fuera así. La partida que ella le había jugado a Maxi era demasiado serrana para que este la olvidara por lo que dicen los libros. Al otro día entró el simpático amigo más alegre y excitado. Su proyecto llegó a dominarle de tal modo, que no sabía pensar en otra cosa, y de la mañana a la noche estaba dando vueltas al tema. Había mejorado mucho su salud y al mismo tiempo no ponía tanto cuidado como antes en el adorno de su persona. Desde que tomara con tanto cariño las funciones paternales, se había dejado toda la barba, usaba hongo y una gran bufanda alrededor del cuello. Salía a sus diligencias en coche simón por horas. Cuando la prójima le vio entrar aquel día con el sombrero echado hacia atrás, los ojos chispeantes, los movimientos ágiles, comprendió que las noticias eran buenas. «Con estos alegrones—dijo él abrazándola—, se rejuvenece uno. Chulita, otro abrazo, otro. Vengo de hablar con la mismísima doña Lupe la de los Pavos». Fortunata se asustó sólo de oír el nombre de su tía política. ...
En la línea 3788
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Fortunata había comprendido. Hacía signos afirmativos con la cabeza, y cruzadas las manos sobre una de sus rodillas, imprimía a su cuerpo movimientos de balancín o remadera. ...
En la línea 1355
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Diciendo esto, el duque esparció un puñado de monedas a diestra y siniestra, y luego se retiró a su sitio. El fingido rey hizo maquinalmente lo que le sugerían. Su sonrisa era forzada, pero pocos ojos estuvieron lo bastante cerca o fueron lo bastante perspicaces para descubrirlo. Los movimientos de su empenachada cabeza al saludar a sus súbditos eran llenos de gracia y gentileza; las dádivas que su mano prodigaba eran regiamente generosas; así se desvaneció la ansiedad del pueblo y las aclamaciones volvieron a estallar con la poderosa intensidad de antes. ...
En la línea 317
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... El lord le hizo una seña para que se acostara y salió. Sandokán sentía que la emoción volvía a apoderarse de él con más fuerza. El corazón le latía con violencia y su cuerpo temblaba, sacudido por extraños movimientos nerviosos. ...
En la línea 187
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... No era yo el menos atento a bordo, sin que me incitara a ello el atractivo del dinero. Concedía tan sólo algunos minutos a las comidas y algunas horas al sueño para, indiferente al sol o a la lluvia, pasar todo mi tiempo sobre el puente. Unas veces inclinado sobre la batayola del castillo y otras apoyado en el coronamiento de popa, yo devoraba con ávida mirada la espumosa estela que blanqueaba el mar hasta el límite de la mirada. ¡Cuántas veces compartí la emoción del estado mayor y de la tripulación cuando una caprichosa ballena elevaba su oscuro lomo sobre las olas! Cuando eso sucedía, se poblaba el puente de la fragata en un instante. Las escotillas vomitaban un torrente de marineros y oficiales, que, sobrecogidos de emoción, observaban los movimientos del cetáceo. Yo miraba, miraba hasta agotar mi retina y quedarme ciego, lo que le hacía decirme a Conseil, siempre flemático, en tono sereno: ...
En la línea 318
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -¡Socorro! ¡Socorro! -grité, mientras nadaba desesperadamente hacia el Abraham Lincoln, embarazado por mis ropas que, pegadas a mi cuerpo por el agua, paralizaban mis movimientos. Me iba abajo… Me ahogaba. ...
En la línea 341
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Débil posibilidad, pero ¡la esperanza está tan fuertemente enraizada en el corazón del hombre! Además, éramos dos. Y, por último, puedo afirmar, por improbable que esto parezca, que aunque tratara de destruir en mí toda ilusión, aunque me esforzara por desesperar, no podía conseguirlo. La colisión de la fragata y del cetáceo se había producido hacia las once de la noche. Calculé, pues, que debíamos nadar durante unas ocho horas hasta la salida del sol. Operación rigurosamente practicable con nuestro sistema de relevos. El mar, bastante bonancible, nos fatigaba poco. A veces trataba yo de penetrar con la mirada las espesas tinieblas que tan sólo rompía la fosforescencia provocada por nuestros movimientos. Miraba esas ondas luminosas que se deshacían en mis manos y cuya capa espejeante formaba como una película de tonalidades lívidas. Se hubiera dicho que estábamos sumergidos en un baño de mercurio. ...
En la línea 348
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Suspendidos por un instante nuestros movimientos, escuchamos. Y quizá fuera uno de esos zumbidos que en el oído produce la sangre congestionada, pero me pareció que un grito había respondido al de Conseil. ...
En la línea 793
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... También oí los ratones que hacían ruido por detrás de las planchas de madera de los arrimaderos, como si la misma noticia hubiese despertado su interés. Pero las cucarachas no se dieron cuenta de la agitación y se agrupaban en torno del hogar con movimientos pausados, como si fuesen cortas de vista y de oído débil y no se hallasen en buenas relaciones de amistad unas con otras. ...
En la línea 1788
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... modo mucho más agradable. De figura, movimientos y comprensión macizos y pesados - en la perezosa ...
En la línea 1981
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... esforzándose en utilizar el auxilio del viejo, a quien dirigía repetidos movimientos de cabeza, con la mayor ...
En la línea 1998
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Después de reflexionar profundamente acerca del asunto, mientras, a la mañana siguiente, me vestía en E1 Jabalí , resolví decir a mi tutor que abrigaba dudas de que Orlick fuese el hombre apropiado para ocupar un cargo de confianza en casa de la señorita Havisham. - Desde luego, Pip, no es el hombre apropiado - dijo mi tutor, muy convencido de la verdad de estas palabras, - porque el hombre que ocupa un lugar de confianza nunca es el más indicado. Parecía muy satisfecho de enterarse de que aquel empleo especial no lo ocupase, excepcionalmente, el hombre apropiado, y muy complacido escuchó las noticias que le di acerca de Orlick. - Muy bien, Pip - observó en cuanto hube terminado -. Voy a ir inmediatamente a despedir a nuestro amigo. Algo alarmado al enterarme de que quería obrar con tanta rapidez, le aconsejé esperar un poco, y hasta le indiqué la posibilidad de que le resultase difícil tratar con nuestro amigo. - ¡Oh, no, no se mostrará difícil! - aseguró mi tutor, doblando, confiado, su pañuelo de seda-. Me gustaría ver cómo podrá contradecir mis argumentos. Como debíamos regresar juntos a Londres en la diligencia del mediodía y yo me desayuné tan aterrorizado a causa de Pumblechook que apenas podía sostener mi taza, esto me dio la oportunidad de decirle que deseaba dar un paseo y que seguiría la carretera de Londres mientras él estuviese ocupado, y que me hiciera el favor de avisar al cochero de que subiría a la diligencia en el lugar en que me encontrasen. Así pude alejarme de EL Jabalí Azul inmediatamente después de haber terminado el desayuno. Y dando una vuelta de un par de millas hacia el campo y por la parte posterior del establecimiento de Pumblechook, salí otra vez a la calle Alta, un poco más allá de aquel peligro, y me sentí, relativamente , en seguridad. Me resultaba muy agradable hallarme de nuevo en la tranquila y vieja ciudad, sin que me violentase encontrarme con alguien que al reconocerme se quedase asombrado. Incluso uno o dos tenderos salieron de sus tiendas y dieron algunos pasos en la calle ante mí, con objeto de volverse, de pronto, como si se hubiesen olvidado algo, y cruzar por mi lado para contemplarme. En tales ocasiones, ignoro quién de los dos, si ellos o yo, fingíamos peor; ellos por no fingir bien, y yo por pretender que no me daba cuenta. Sin embargo, mi posición era muy distinguida, y aquello no me resultaba molesto, hasta que el destino me puso en el camino del desvergonzado aprendiz de Trabb. Mirando a lo largo de la calle y en cierto punto de mi camino, divisé al aprendiz de Trabb atándose a sí mismo con una bolsa vacía de color azul. Persuadido de que lo mejor sería mirarle serenamente, fingiendo no reconocerle, lo cual, por otra parte, bastaría tal vez para contenerle e impedirle hacer alguna de sus trastadas, avancé con expresión indiferente, y ya me felicitaba por mi propio éxito, cuando, de pronto, empezaron a temblar las rodillas del aprendiz de Trabb, se le erizó el cabello, se le cayó la gorra y se puso a temblar de pies a cabeza, tambaleándose por el centro de la calle y gritando a los transeúntes: - ¡Socorro! ¡Sostenedme! ¡Tengo mucho miedo! Fingía hallarse en el paroxismo del terror y de la contrición a causa de la dignidad de mi porte. Cuando pasé por su lado le castañeteaban los dientes y, con todas las muestras de extremada humillación, se postró en el polvo. Tal escena me resultó muy molesta, pero aún no era nada para lo que me esperaba. No había andado doscientos pasos, cuando, con gran terror, asombro e indignación por mi parte, vi que se me acercaba otra vez el aprendiz de Trabb. Salía de una callejuela estrecha. Llevaba colgada sobre el hombro la bolsa azul y en sus ojos se advertían inocentes intenciones, en tanto que su porte indicaba su alegre propósito de dirigirse a casa de Trabb. Sobresaltado, advirtió mi presencia y sufrió un ataque tan fuerte como el anterior; 117 pero aquella vez sus movimientos fueron rotativos y se tambaleó dando vueltas alrededor de mí, con las rodillas más temblorosas que nunca y las manos levantadas, como si me pidiese compasión. Sus sufrimientos fueron contemplados con el mayor gozo por numerosos espectadores, y yo me quedé confuso a más no poder. No había avanzado mucho, descendiendo por la calle, cuando, al hallarme frente al correo, volví a ver al chico de Trabb que salía de otro callejón. Aquella vez, sin embargo, estaba completamente cambiado. Llevaba la bolsa azul de la misma manera como yo mi abrigo, y se pavoneaba a lo largo de la acera, yendo hacia mí, pero por el lado opuesto de la calle y seguido por un grupo de amigachos suyos a quienes decía de vez en cuando, haciendo un ademán: - ¿No lo habéis visto? Es imposible expresar con palabras la burla y la ironía del aprendiz de Trabb, cuando, al pasar por mi lado, se alzó el cuello de la camisa, se echó el cabello a un lado de la cabeza, puso un brazo en jarras, se sonrió con expresión de bobería, retorciendo los codos y el cuerpo, y repitiendo a sus compañeros: - ¿No lo habéis visto? ¿No lo habéis visto? Inmediatamente, sus amigos empezaron a gritarme y a correr tras de mí hasta que atravesé el puente, como gallina perseguida y dando a entender que me conocieron cuando yo era herrero. Ése fue el coronamiento de mi desgracia de aquel día, que me hizo salir de la ciudad como si. por decirlo así, hubiese sido arrojado por ella, hasta que estuve en el campo. Pero, de no resolverme entonces a quitar la vida al aprendiz de Trabb, en realidad no podía hacer otra cosa sino aguantarme. Hubiera sido fútil y degradante el luchar contra él en la calle o tratar de obtener de él otra satisfacción inferior a la misma sangre de su corazón. Además, era un muchacho a quien ningún hombre había podido golpear; más parecía una invulnerable y traviesa serpiente que, al ser acorralada, lograba huir por entre las piernas de su enemigo y aullando al mismo tiempo en son de burla. Sin embargo, al día siguiente escribí al señor Trabb para decirle que el señor Pip se vería en la precisión de interrumpir todo trato con quien de tal manera olvidaba sus deberes para con la sociedad teniendo a sus órdenes a un muchacho que excitaba el desprecio en toda mente respetable. La diligencia que llevaba al señor Jaggers llegó a su debido tiempo; volví a ocupar mi asiento y llegué salvo a Londres, aunque no entero, porque me había abandonado mi corazón. Tan pronto como llegué me apresuré a mandar a Joe un bacalao y una caja de ostras, en carácter de desagravio, como reparación por no haber ido yo mismo, y luego me dirigí a la Posada de Barnard. Encontré a Herbert comiendo unos fiambres y muy satisfecho de verme regresar. Después de mandar al Vengador al café para que trajesen algo más que comer, comprendí que aquella misma tarde debía abrir mi corazón a mi amigo y compañero. Como era imposible hacer ninguna confidencia mientras el Vengador estuviese en el vestíbulo, el cual no podía ser considerado más que como una antecámara del agujero de la cerradura, le mandé al teatro. Difícil sería dar una prueba más de mi esclavitud con respecto a aquel muchacho que esta constante preocupación de buscarle algo que hacer. Y a veces me veía tan apurado, que le mandaba a la esquina de Hyde Park para saber qué hora era. Después de comer nos sentamos apoyando los pies en el guardafuegos. Entonces dije a Herbert: - Mi querido amigo, tengo que decirte algo muy reservado. - Mi querido Haendel - dij o él, a su vez, - aprecio y respeto tu confianza. - Es con respecto a mí mismo, Herbert – añadí, - y también se refiere a otra persona. Herbert cruzó los pies, miró al fuego con la cabeza ladeada y, en vista de que transcurrían unos instantes sin que yo empezase a hablar, me miró. -Herbert - dije poniéndole una mano en la rodilla. - Amo, mejor dicho, adoro a Estella. En vez de asombrarse, Herbert replicó, como si fuese la cosa más natural del mundo: - Perfectamente. ¿Qué más? - ¡Cómo, Herbert! ¿Esto es lo que me contestas? - Sí, ¿y qué más? - repitió Herbert. - Desde luego, ya estaba enterado de eso. - ¿Cómo lo sabías? - pregunté. - ¿Que como lo sé, Haendel? Pues por ti mismo. -Nunca te dije tal cosa. - ¿Que nunca me lo has dicho? Cuando te cortas el pelo, tampoco vienes a contármelo, pero tengo sentidos que me permiten observarlo. Siempre la has adorado, o, por lo menos, desde que yo te conozco. Cuando viniste aquí, te trajiste tu adoración para ella al mismo tiempo que tu equipaje. No hay necesidad de que me lo digas, porque me lo has estado refiriendo constantemente durante todo el día. Cuando me 118 referiste tu historia, del modo más claro me diste a entender que habías estado adorándola desde el momento en que la viste, es decir, cuando aún eras muy joven. - Muy bien - contesté, pensando que aquello era algo nuevo, aunque no desagradable.- Nunca he dejado de adorarla. Ella ha regresado convertida en una hermosa y elegante señorita. Ayer la vi. Y si antes la adoraba, ahora la adoro doblemente. - F'elizmente para ti, Haendel - dijo Herbert, - has sido escogido y destinado a ella. Sin que nos metamos en terreno prohibido, podemos aventurarnos a decir que no puede existir duda alguna entre nosotros con respecto a este hecho. ¿Tienes ya alguna sospecha sobre cuáles son las ideas de Estella acerca de tu adoración? Moví tristemente la cabeza. -¡Oh!-exclamé-. ¡Está a millares de millas lejos de mí! - Paciencia, mi querido Haendel. Hay que dar tiempo al tiempo. ¿Tienes algo más que comunicarme? - Me avergüenza decirlo – repliqué, - y, sin embargo, no es peor decirlo que pensarlo. Tú me consideras un muchacho de suerte y, en realidad, lo soy. Ayer, como quien dice, no era más que un aprendiz de herrero; pero hoy, ¿quién podrá decir lo que soy? - Digamos que eres un buen muchacho, si no encuentras la frase - replicó Herbert sonriendo y golpeando con su mano el dorso de la mía. - Un buen muchacho, impetuoso e indeciso, atrevido y tímido, pronto en la acción y en el ensueño: toda esta mezcla hay de ti. Me detuve un momento para reflexionar acerca de si, verdaderamente, había tal mezcla en mi carácter. En conjunto, no me pareció acertado el análisis, pero no creí necesario discutir acerca de ello. - Cuando me pregunto lo que pueda ser hoy, Herbert - continué -, me refiero a mis pensamientos. Tú dices que soy un muchacho afortunado. Estoy persuadido de que no he hecho nada para elevarme en la vida y que la fortuna por sí sola me ha levantado. Esto, naturalmente, es tener suerte. Y, sin embargo, cuando pienso en Estella… - Y también cuando no piensas - me interrumpió Herbert mirando al fuego, cosa que me pareció bondadosa por su parte. - Entonces, mi querido Herbert, no puedo decirte cuán incierto y supeditado me siento y cuán expuesto a centenares de contingencias. Sin entrar en el terreno prohibido, como tú dijiste hace un momento, puedo añadir que todas mis esperanzas dependen de la constancia de una persona (aunque no la nombre). Y aun en el mejor caso, resulta incierto y desagradable el saber tan sólo y de un modo tan vago cuáles son estas esperanzas. A1 decir eso alivié mi mente de lo que siempre había estado en ella, en mayor o menor grado, aunque, sin duda alguna, con mayor intensidad desde el día anterior. - Me parece, Haendel - contestó Herbert con su acento esperanzado y alegre, - que en el desaliento de esa tierna pasión miramos el pelo del caballo regalado con una lente de aumento. También me parece que al concentrar nuestra atención en el examen, descuidamos por completo una de las mejores cualidades del animal. ¿No me dijiste que tu tutor, el señor Jaggers, te comunicó desde el primer momento que no tan sólo tendrías grandes esperanzas? Y aunque él no te lo hubiera dicho así, a pesar de que esta suposición es muy aventurada, ¿puedes creer que, entre todos los hombres de Londres, el señor Jaggers es capaz de sostener tales relaciones contigo si no estuviese seguro del terreno que pisa? Contesté que me era imposible negar la verosimilitud de semejante suposición. Dije eso, como suele verse en muchos casos, cual si fuese una concesión que de mala gana hacía a la verdad y a la justicia, como si, en realidad, me hubiese gustado poder negarlo. - Indudablemente, éste es un argumento poderoso - dij o Herbert, - y me parece que no podrías encontrar otro mejor. Por lo demás, no tienes otro recurso que el de conformarte durante el tiempo que estés bajo la tutoría del señor Jaggers, así como éste ha de esperar el que le háya fijado su cliente. Antes de que hayas cumplido los veintiún años no podrás enterarte con detalles de este asunto, y entonces tal vez te darán más noticias acerca del particular. De todos modos, cada día te aproximas a ello, porque por fin no tendrás más remedio que llegar. - ¡Qué animoso y esperanzado eres! - dije admirando, agradecido, sus optimistas ideas. - No tengo más remedio que ser así - contestó Herbert, - porque casi no poseo otra cosa. He de confesar, sin embargo, que el buen sentido que me alabas no me pertenece, en realidad, sino que es de mi padre. La única observación que le oí hacer con respecto a tu historia fue definitiva: «Sin duda se trata de un asunto serio, porque, de lo contrario, no habría intervenido el señor Jaggers.» Y ahora, antes que decir otra cosa acerca de mi padre o del hijo de mi padre, corresponderé a tu confianza con la mía propia y por un momento seré muy antipático para ti, es decir, positivamente repulsivo. 119 - ¡Oh, no, no lo lograrás! - exclamé. - Sí que lo conseguiré - replicó -. ¡A la una, a las dos y a las tres! Voy a ello. Mi querido amigo Haendel - añadió, y aunque hablaba en tono ligero lo hacía, sin embargo, muy en serio. - He estado reflexionando desde que empezamos a hablar y a partir del momento en que apoyamos los pies en el guardafuegos, y estoy seguro de que Estella no forma parte de tu herencia, porque, como recordarás, tu tutor jamás se ha referido a ella. ¿Tengo razón, a juzgar por lo que me has dicho, al creer que él nunca se refirió a Estella, directa o indirectamente, en ningún sentido? ¿Ni siquiera insinuó, por ejemplo, que tu protector tuviese ya un plan formado con respecto a tu casamiento? - Nunca. - Ahora, Haendel, ya no siento, te doy mi palabra, el sabor agrio de estas uvas. Puesto que no estás prometido a ella, ¿no puedes desprenderte de ella? Ya te dije que me mostraría antipático. Volví la cabeza y pareció que soplaba en mi corazón con extraordinaria violencia algo semejante a los vientos de los marjales que procedían del mar, y experimenté una sensación parecida a la que sentí la mañana en que abandoné la fragua, cuando la niebla se levantaba solemnemente y cuando apoyé la mano en el poste indicador del pueblo. Por unos momentos reinó el silencio entre nosotros. - Sí; pero mi querido Haendel - continuó Herbert como si hubiésemos estado hablando en vez de permanecer silenciosos, - el hecho de que esta pasión esté tan fuertemente arraigada en el corazón de un muchacho a quien la Naturaleza y las circunstancias han hecho tan romántico la convierten en algo muy serio. Piensa en la educación de Estella y piensa también en la señorita Havisham. Recuerda lo que es ella, y aquí es donde te pareceré repulsivo y abominable. Todo eso no puede conducirte más que a la desgracia. - Lo sé, Herbert - contesté con la cabeza vuelta -, pero no puedo remediarlo. - ¿No te es posible olvidarla? - Completamente imposible. - ¿No puedes intentarlo siquiera? - De ninguna manera. - Pues bien - replicó Herbert poniéndose en pie alegremente, como si hubiese estado dormido, y empezando a reanimar el fuego -. Ahora trataré de hacerme agradable otra vez. Dio una vuelta por la estancia, levantó las cortinas, puso las sillas en su lugar, ordenó los libros que estaban diseminados por la habitación, miró al vestíbulo, examinó el interior del buzón, cerró la puerta y volvió a sentarse ante el fuego. Y cuando lo hizo empezó a frotarse la pierna izquierda con ambas manos. - Me disponía a decirte unas palabras, Haendel, con respecto a mi padre y al hijo de mi padre. Me parece que apenas necesita observar el hijo de mi padre que la situación doméstica de éste no es muy brillante. - Siempre hay allí abundancia, Herbert - dije yo, con deseo de alentarle. - ¡Oh, sí! Lo mismo dice el basurero, muy satisfecho, y también el dueño de la tienda de objetos navales de la callejuela trasera. Y hablando en serio, Haendel, porque el asunto lo es bastante, conoces la situación tan bien como yo. Supongo que reinó la abundancia en mi casa cuando mi padre no había abandonado sus asuntos. Pero si hubo abundancia, ya no la hay ahora. ¿No te parece haber observado en tu propia región que los hijos de los matrimonios mal avenidos son siempre muy aficionados a casarse cuanto antes? Ésta era una pregunta tan singular, que en contestación le pregunté: - ¿Es así? - Lo ignoro, y por eso te lo pregunto - dijo Herbert; - y ello porque éste es el caso nuestro. Mi pobre hermana Carlota, que nació inmediatamente después de mí y murió antes de los catorce años, era un ejemplo muy notable. La pequeña Juanita es igual. En su deseo de establecerse matrimonialmente, cualquiera podría suponer que ha pasado su corta existencia en la contemplación perpetua de la felicidad doméstica. El pequeño Alick, a pesar de que aún va vestido de niño, ya se ha puesto de acuerdo para unirse con una personita conveniente que vive en Kew. Y, en realidad, me figuro que todos estamos prometidos, a excepción del pequeño. - ¿De modo que también lo estás tú? - pregunté. - Sí - contestó Herbert, - pero esto es un secreto. Le aseguré que lo guardaría y le rogué que me diese más detalles. Había hablado con tanta comprensión acerca de mi propia debilidad, que deseaba conocer algo acerca de su fuerza. - ¿Puedes decirme cómo se llama? - pregunté. - Clara - dijo Herbert. - ¿Vive en Londres? - Sí. Tal vez debo mencionar - añadió Herbert, que se había quedado muy desanimado desde que empezamos a hablar de tan interesante asunto - que está por debajo de las tontas preocupaciones de mi 120 madre acerca de la posición social. Su padre se dedicó a aprovisionar de vituallas los barcos de pasajeros. Creo que era una especie de sobrecargo. - ¿Y ahora qué es? - pregunté. - Tiene una enfermedad crónica - contestó Herbert. - ¿Y vive… ? - En el primer piso - contestó Herbert. Eso no era lo que yo quería preguntar, porque quise referirme a sus medios de subsistencia -. Yo nunca le he visto - continuó Herbert -, porque desde que conocí a Clara, siempre permanece en su habitación del piso superior. Pero le he oído constantemente. Hace mucho ruido y grita y golpea el suelo con algún instrumento espantoso. Al mirarme se echó a reír de buena gana, y, por un momento, Herbert recobró su alegre carácter. - ¿Y no esperas verle? - pregunté. - ¡Oh, sí, constantemente! - contestó Herbert -. Porque cada vez que le oigo me figuro que se caerá a través del techo. No sé cómo resisten las vigas. Después de reírse otra vez con excelente humor, recobró su tristeza y me dijo que en cuanto empezase a ganar un capital se proponía casarse con aquella joven. Y añadió, muy convencido y desalentado: - Pero no es posible casarse, según se comprende, en tanto que uno ha de observar alrededor de sí. Mientras contemplábamos el fuego y yo pensaba en lo difícil que era algunas veces el conquistar un capital, me metía las manos en los bolsillos. En uno de ellos me llamó la atención un papel doblado que encontré, y al abrirlo vi que era el prospecto que me entregó Joe, referente al célebre aficionado provincial de fama extraordinaria. - ¡Dios mío! - exclamé involuntariamente y en voz alta -. Me había olvidado que era para esta noche. Eso cambió en un momento el asunto de nuestra conversación, y apresuradamente resolvimos asistir a tal representación. Por eso, en cuanto hube resuelto consolar y proteger a Herbert en aquel asunto que tanto importaba a su corazón, valiéndome de todos los medios practicables e impracticables, y cuando Herbert me hubo dicho que su novia me conocía de referencia y que me presentaría a ella, nos estrechamos cordialmente las manos para sellar nuestra mutua confianza, apagamos las bujías, arreglamos el fuego, cerramos la puerta y salimos en busca del señor Wopsle y de Dinamarca. ...
En la línea 1256
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Era un caballero de cierta edad, movimientos pausados y fisonomía reservada y severa. Se detuvo en el umbral y paseó a su alrededor una mirada de sorpresa que no trataba de disimular y que resultaba un tanto descortés. «¿Dónde me he metido?», parecía preguntarse. Observaba la habitación, estrecha y baja de techo como un camarote, con un gesto de desconfianza y una especie de afectado terror. ...
En la línea 1386
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Apenas se hubo marchado la sirvienta, Raskolnikof se levantó, echó el cerrojo, deshizo el paquete de las prendas de vestir comprado por Rasumikhine y empezó a ponérselas. Aunque parezca extraño, se había serenado de súbito. La frenética excitación que hacía unos momentos le dominaba y el pánico de los últimos días habían desaparecido. Era éste su primer momento de calma, de una calma extraña y repentina. Sus movimientos, seguros y precisos, revelaban una firme resolución. «Hoy, de hoy no pasa», murmuró. ...
En la línea 1904
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Avdotia Romanovna era extraordinariamente hermosa, alta, esbelta, pero sin que esta esbeltez estuviera reñida con el vigor físico. Todos sus movimientos evidenciaban una firmeza que no afectaba lo más mínimo a su gracia femenina. Se parecía a su hermano. Su cabello era de un castaño claro; su tez, pálida, pero no de una palidez enfermiza, sino todo lo contrario; su figura irradiaba lozanía y juventud; su boca, demasiado pequeña y cuyo labio inferior, de un rojo vivo, sobresalía, lo mismo que su mentón, era el único defecto de aquel maravilloso rostro, pero este defecto daba al conjunto de la fisonomía cierta original expresión de energía y arrogancia. Su semblante era, por regla general, más grave que alegre, pero, en compensación, adquiría un encanto incomparable las contadas veces que Dunia sonreía, o reía con una risa despreocupada, juvenil, gozosa… ...
En la línea 3561
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Y se echó a reír a carcajadas, mirando a Raskolnikof e indicando a la patrona con movimientos de cabeza. Parecía muy satisfecha de su ocurrencia. ...
En la línea 239
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Pero, en general, el amor de Buck se expresaba en idolatría. Aunque se volvía loco de contento cuando Thornton lo tocaba o le hablaba, nunca mendigaba cariño. A diferencia de Skeet, que acostumbraba a meter el hocico bajo la mano de Thornton y moverlo con insistencia hasta recibir la caricia, o de Nig, que se acercaba en silencio y ponía la gran cabeza sobre sus rodillas, Buck se conformaba con adorarlo a distancia. Pasaba horas tumbado, alerta, atento, a los pies de Thornton, mirándole el rostro, concentrado en él, estudiándolo, fijándose con profundo interés en cada gesto, en cada movimiento o cambio de expresión. O a veces, tumbado más lejos, a un lado o detrás de Thornton, observaba su silueta y los movimientos de su cuerpo. Y con frecuencia, tal era la comunión en la que vivían, la intensidad -de su mirada hacía que John Thornton volviera la cabeza y se la devolviera sin palabras, con un brillo de amor en los ojos que encendía el corazón de Buck. ...
En la línea 312
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Aunque Buck no había hecho ruido, el lobo interrumpió el aullido para localizar la presencia del intruso. Buck salió al claro con precaución, medio agazapado, con el cuerpo en tensión, el rabo extendido y rígido, pisando con inusitada cautela. Cada uno de sus movimientos era una mezcla de amenaza y de ofrecimiento a la amistad. Era la tregua amenazadora que caracteriza el encuentro entre bestias feroces. Pero el lobo huyó al ver a Buck, que salió precipitadamente tras él, desesperado por alcanzarlo. Lo persiguió a lo largo de un conducto sin salida, el cauce de un riachuelo interrumpido por un amontonamiento de troncos que impedía el paso. El lobo giró sobre sí mismo, apoyándose en las patas traseras como lo había hecho Joe y lo hacían todos los perros esquimales cuando estaban acorralados, gruñendo y erizando el pelaje, entrechocando los dientes en una continua y rápida sucesión de chasquidos. ...
En la línea 320
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... La sed de sangre se hizo en él más fuerte que nunca. Era un depredador, un animal de presa, que se alimentaba de seres vivientes; que solo, sin ayuda, gracias a su fuerza y su destreza, sobrevivía triunfante en un entorno hostil en el que únicamente lo hacían los fuertes. Todo aquello insufló en su ser un gran orgullo, que se extendió como por contagio a su figura. Se hacía patente en todos sus movimientos, era visible en el juego de cada uno de sus músculos, se expresaba elocuentemente en su porte y tornaba incluso más soberbio su espléndido pelaje. De no ser por algunos pelos marrones aislados en el hocico y sobre los ojos, y por el plastrón de pelo blanco que le bajaba por el pecho, habrían podido tomarlo por un lobo gigantesco, más grande. que el más grande de su raza. De su padre el san bernardo había heredado el tamaño y el peso, pero había sido su madre, la pastora escocesa, quien había moldeado esos atributos. El hocico era el largo hocico de un lobo, aunque era más grande que el de cualquier lobo; y su cabeza, bastante ancha, era una cabeza de lobo a escala colosal. Su astucia era la del lobo, una astucia salvaje; su inteligencia, la inteligencia del pastor escocés y el san bernardo; y esta conjunción, añadida a la experiencia adquirida en la más feroz de las escuelas, lo convertían en una criatura tan formidable como las que habitaban la selva. Animal carnívoro cuya dieta consistía sólo en carne, se hallaba en la flor de la vida, en el período culminante de su existencia, y destilaba vigor y virilidad. Cuando Thornton le acariciaba el lomo, el paso de la mano era seguido por un crujiente chasquido, al descargar cada pelo, con el contacto, su magnetismo estático. Cada parte de su mente y de su cuerpo, cada fibra de su tejido nervioso funcionaba con exquisita precisión; y entre todas las partes existía un equilibrio y un ajuste perfecto. A las imágenes, sonidos y situaciones que requerían acción respondía él a la velocidad del relámpago. Por más ágilmente que se moviese un perro esquimal para defenderse o atacar, él podía hacerlo dos veces más rápido. Veía el movimiento o percibía el sonido y respondía en menos tiempo del que otro perro empleaba en percatarse de lo visto u oído. Él percibía, decidía y actuaba en el mismo instante. En rigor, las tres instancias eran consecutivas, pero los intervalos de tiempo entre ellas eran tan infinitesimales que las hacían parecer simultáneas. Sus músculos estaban rebosantes de energía y entraban en acción de modo fulminante, como muelles de acero. La vida fluía a través de él en espléndido torrente, gozoso y desenfrenado, y daba la impresión de que de puro éxtasis acabaría desbordándose y desparramándose con generosidad sobre el mundo. ...
En la línea 337
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Los yeehat estaban bailando en torno a los restos de la choza de ramas cuando oyeron el espantoso rugido y vieron venírseles encima a un animal como nunca habían visto otro igual. Era Buck, furioso ciclón viviente, que se lanzaba contra ellos poseído de frenesí destructivo. Saltó sobre el que más destacaba (era el jefe de los yeehat) y le hizo un amplio desgarrón en la garganta, hasta que la yugular destrozada se convirtió en una fuente de sangre. No se entretuvo en acosar a la víctima, sino que prosiguió mordiendo indiscriminadamente, y al siguiente brinco le desgarró la garganta a un segundo hombre. No había forma de detenerlo. Metido entre ellos, mordía, rasgaba, destrozaba, en un aterrador movimiento continuo que desafiaba las flechas que le arrojaban. De hecho, tan increíblemente rápidos eran sus movimientos y tan amontonados estaban los indios, que eran ellos los que se herían con las flechas unos a otros. Y un cazador joven que lanzó un venablo a Buck en pleno salto, se lo clavó a otro cazador con tanta fuerza, que se le quedó clavado en la espalda. Entonces el pánico se apoderó de los yeehat que escaparon despavoridos al bosque proclamando en la huida el advenimiento del Espíritu del Mal. ...
En la línea 207
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Entregábase mientras tanto Miranda a la importante tarea de facturar el equipaje, no escaso, compuesto de dos baúles mundos, una sombrerera y un cajón especial de tela y cuero, a propósito para guardar de arrugas el planchado de sus camisas de vestir. Fuerza fue esperar pacientemente el turno de bultos rotulados A. M., frente al gran mostrador, donde se alineaba respetable fila de maletas, cajas y cajones de toda especie que iban trayendo a hombros los mozos de la estación, agobiados, hinchadas las venas del cuello. Cuando llegaban al mostrador, dábanse prisa a soltar la carga de golpe, con movimientos brutales, haciendo crujir la madera de los baúles y gemir y rechinar los aros de hierro que la afianzan. Al cabo logró Miranda que llegase su vez, y ya con el talón en el bolsillo, saltó del andén a la vía triple buscando su departamento. Costole algún trabajo, y abrió en balde varias puertas antes de dar con él; al abrirlas, solía asomarse una cabeza, y una voz áspera decir: «está lleno.» En otros departamentos vio formas confusas, gente acurrucada en los rincones o tumbada en los cojines. Al fin acertó, reconoció su sitio. ...
En la línea 210
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Al glosar así su dicha, quitábase Miranda el sombrero y buscaba en los bolsillos del sobretodo la gorrilla de viaje roja y negra a cuarterones. Hay movimientos que por instinto nos recuerdan otros, cuando los ejecutamos. El antebrazo de Miranda, al descender, notó un vacío, la falta de algo que antes le estorbaba. Y el dueño del antebrazo, al advertirlo, dio brusco salto, y empezó a mirarse de abajo arriba, y las manos trémulas recorrieron y palparon el pecho y la cintura sin hallar nada; y la boca, impaciente y colérica, soltó en voz ahogada tacos, ternos y votos redondos; y el puño cerrado hirió la desmemoriada frente, como evocando el recuerdo con aquel cachete expresivo: llamado así el recuerdo, acudió por último; al cenar, habíase quitado la cartera, que le molestaba para comer, y puéstola a su lado sobre una silla vacante. Allí debía de estar. Era forzoso recogerla. Pero, ¡y el tren que iba a salir! Ya roncaban las chimeneas, bufando como erizados gatos, y dos o tres silbos agudos preludiaban la marcha. Miranda tuvo un segundo de indecisión. ...
En la línea 294
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Tenía las facciones bien dispuestas, pero encapotadas por unas nubes de melancolía y padecimiento, no del padecimiento físico que destruye el organismo, pega la piel a los huesos, amojama las carnes y empaña o vidria el globo ocular, sino del padecimiento moral, o mejor dicho, intelectual, que sólo hunde algo la ojera, labra la frente, empalidece las sienes y condensa la mirada, comunicando a la vez descuido y abandono a los movimientos del cuerpo. Esto último era lo que en el viajero se notaba más. ...
En la línea 395
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Y redoblaba el arpegio de sus carcajadas, pareciéndole donosísimo incidente el de quedarse sin equipaje alguno. Hallábase, pues, como una criatura que se pierde en la calle, y a la cual recogen por caridad hasta averiguar su domicilio. Aventura completa. Niña como era Lucía, así pudo tomarla a llanto como a risa; tomola a risa, porque estaba alegre, y hasta Hendaya no cesó la ráfaga de buen humor que regocijaba el departamento. En Hendaya prolongó la comida aquel instante de cordialidad perfecta. El elegante comedor de la estación de Hendaya, alhajado con el gusto y esmero especial que despliegan los franceses para obsequiar, atraer y exprimir al parroquiano, convidaba a la intimidad, con sus altos y discretos cortinajes de colores mortecinos su revestimiento de madera obscura, su enorme chimenea de bronce y mármol, su aparador espléndido, que dominaba una pareja de anchos y barrigudos tibores japoneses, rameados de plantas y aves exóticas; fulgurante de argentería Ruolz, y cargado con montones de vajillas de china opaca. Artegui y Lucía eligieron una mesa chica para dos cubiertos, donde podían hablarse frente a frente, en voz baja, por no lanzar el sonido duro y corto de las sílabas españolas entre la sinfonía confusa y ligada de inflexiones francesas que se elevaba de la conversación general en la mesa grande. Hacia Artegui de maestresala y copero, nombraba los platos, escanciaba y trinchaba, previniendo los caprichos pueriles de Lucía, descascarando las almendras, mondando las manzanas y sumergiendo en el bol de cristal tallado lleno de agua, las rubias uvas. En su semblante animado parecía haberse descorrido un velo de niebla y sus movimientos, aunque llenos de calma y aplomo, no eran tan cansados y yertos como antes. ...
En la línea 367
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... ¿Qué hacía Phileas Fogg durante aquel tiempo? ¿Pudiera creerse que siempre inquieto y ansioso se preocupaba de los cambios de viento perjudiciales a la marcha del buque, de los movimientos desordenados del oleaje que podían ocasionar un accidente a la maquina, en fin, de todas las averías posibles que obligando al 'Mongolia' a arribar a algún puerto hubiesen comprometido el viaje? ...
En la línea 450
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Sir Francis Cromarty, alto, rubio, de cincuenta años de edad, que se había distinguido mucho en la guerra de los cipayos, hubiera verdaderamente merecido a calificación de indígena. Desde su joven edad habitaba en India y no había ido sino muy raras veces a su país natal. Era hombre instruido, que de buena gana hubiera dado informes sobre los usos, historia y organización del país indio, si Phileas Fogg hubiese sido hombre capaz de pedirlos. Pero este caballero no pedía nada. No viajaba, sino que estaba escribendo una circunferencia. Era un cuerpo grave recorriendo una órbita alrededor del globo terrestre, según las leyes de la mecánica racional. En aquel momento rectificaba para sus adentros el cálculo de las horas empleadas desde su salida de Londres, y se hubiera dado un restregón de manos, a no ser enemigo de movimientos inútiles. ...
En la línea 788
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Durante los primeros días de la travesía, mistress Aouida contrajo mayor intimidad con Phileas Fogg. En todas ocasiones le manifestaba el más vivo reconocimiento. El flemático gentleman la escuchaba, en apariencia al menos, con la mayor frialdad, sin que una entonación ni un ademán revelasen la más ligera emoción. Cuidaba que nada faltase a la joven. A ciertas horas acudía regularmente, si no a hablar, al menos a escucharla. Cumplía con ella los deberes de urbanidad más estricta, pero con la gracia y la imprevisión de un autómata cuyos movimientos se hubiesen dispuesto para ese fin. Aouida no sabía qué pensar de ello, pero Picaporte le había explicado algo de la excéntrica personalidad de su amo. Le había instruido de la apuesta que le hacía dar la vuelta al mundo. Mistress Aoulda se había sonreído; pero al fin te debía la vida, y su salvador no podía salir perdiendo en que ella lo viese al través de su reconocimiento. ...
En la línea 1136
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Sin embargo, la embarcación era tan ligera, sus velas, de tejido fino, recogían tan bien los movimientos sueltos de la brisa que, con ayuda de la corriente, a las seis, John Bunsby no contaba ya más que diez millas hasta la ría de Shangai, porque esta ciudad esta situada a doce millas de la embocadura. ...
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