Cual es errónea Figuras o Fijuras?
								 La palabra correcta es Figuras. Sin Embargo  Fijuras se trata de un error ortográfico.
								
 El Error ortográfico detectado en el termino fijuras es que hay un Intercambio de las letras j;g con respecto la palabra correcta la palabra figuras  
						
						 Más información sobre la palabra Figuras en internet
								 Figuras en la RAE. 
								 Figuras en Word Reference. 
								
								 Figuras en la wikipedia.  
								
								 Sinonimos de Figuras. 
  
								
								                                 
				Algunas Frases de libros en las que aparece figuras
				La palabra figuras puede ser considerada correcta por su aparición en estas  obras maestras de la literatura. 
							  En la línea 1101
   del libro  La Barraca
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... En la cara del rectángulo de piedra fronterizo a la escalera destacábase un bajo relieve con figuras borrosas que era imposible adivinar bajo la capa de enjalbegado. ... 
 
 
							  En la línea 1102
   del libro  La Barraca
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... Debía de ser la virgen rodeada de ángeles: una obra del arte grosero y cándido de la Edad Media: algún voto de los tiempos de la conquista; pero unas generaciones picando la piedra para marcar mejor las figuras borradas por los años, y otras blanqueándola con escrúpulos de bárbara curiosidad, habían dejado la losa de tal modo, que sólo se distinguía un bulto informe de mujer, la reina, que daba su nombre a la fuente; reina de los moros, como forzosamente han de serlo todas en los cuentos del campo. ... 
 
 
							  En la línea 849
   del libro  La Bodega
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... Al salir de las tierras de Dupont y verse en la carretera, los hombres rompieron a hablar. Detuviéronse un instante para fijar su vista en lo alto de la colina, donde se destacaban las figuras de don Pablo y sus empleados, empequeñecidas por la distancia. ... 
 
 
							  En la línea 6892
   del libro  La Biblia en España
 del afamado autor Tomás Borrow y  Manuel Azaña
  ... La forma de sus ojos era muy particular: oblongos más que redondos, como los de las figuras egipcias. ... 
 
 
							  En la línea 3468
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... Sólo Sancho, de todos los presentes, estaba en su mesmo juicio y en su mesma figura; el cual, aunque le faltaba bien poco para tener la mesma enfermedad de su amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas contrahechas figuras; mas no osó descoser su boca, hasta ver en qué paraba aquel asalto y prisión de su amo, el cual tampoco hablaba palabra, atendiendo a ver el paradero de su desgracia; que fue que, trayendo allí la jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente que no se pudieran romper a dos tirones. ... 
 
 
							  En la línea 4201
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... Y desta manera debía de ser el de mi señora cuando tú la viste; sino que la envidia que algún mal encantador debe de tener a mis cosas, todas las que me han de dar gusto trueca y vuelve en diferentes figuras que ellas tienen; y así, temo que, en aquella historia que dicen que anda impresa de mis hazañas, si por ventura ha sido su autor algún sabio mi enemigo, habrá puesto unas cosas por otras, mezclando con una verdad mil mentiras, divertiéndose a contar otras acciones fuera de lo que requiere la continuación de una verdadera historia. ... 
 
 
							  En la línea 4360
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... Responder quería don Quijote a Sancho Panza, pero estorbóselo una carreta que salió al través del camino, cargada de los más diversos y estraños personajes y figuras que pudieron imaginarse. ... 
 
 
							  En la línea 4367
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... Aquel mancebo va de Muerte; el otro, de Ángel; aquella mujer, que es la del autor, va de Reina; el otro, de Soldado; aquél, de Emperador, y yo, de Demonio, y soy una de las principales figuras del auto, porque hago en esta compañía los primeros papeles. ... 
 
 
							  En la línea 3126
   del libro  Viaje de un naturalista alrededor del mundo
 del afamado autor Charles Darwin
  ... Un viaje largo tiene otros muchos motivos de satisfacción de naturaleza más razonable.  mapamundi deja de ser una vana imagen para un viajero y se convierte en cuadro cubierto de las más animadas y diversas figuras ... 
 
 
							  En la línea 331
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... Mas no por esto dejaba el sabio de sacar a relucir la retórica, en que creía, ostentando atrevidas imágenes, figuras de gran energía, entre las que descollaban las más temerarias personificaciones y las epanadiplosis más cadenciosas: hablaban las murallas como libros y solían decir: tiemblan mis cimientos y mis almenas tiemblan; y tal puerta cochera hubo que hizo llorar con sus discursos patéticos; por lo cual solía terminar el artículo del arqueólogo diciendo: En fin, señores de la comisión de obras, sunt lacrimae rerum!. ... 
 
 
							  En la línea 7058
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... En la pared de la casa de enfrente la luz que salía por los balcones interrumpía con grandes rectángulos la sombra, y por aquella claridad descarada y chillona pasaban figuras negras, como dibujos de linterna mágica. ... 
 
 
							  En la línea 8960
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... Salía don Víctor dejando tras sí las puertas abiertas, dando órdenes caprichosas para que se cumplieran en su ausencia; y cuando Ana ya sola, pegada a la chimenea taciturna, de figuras de yeso ahumado, quería volver a su propedéutica piadosa, a los preparativos de vida virtuosa, encontraba anegada en vinagre toda aquella sentimental fábrica de su religiosidad, y calificaba de hipocresía toda su resignación. ... 
 
 
							  En la línea 9114
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... Estaba sentada delante de un escritorio de armario con figuras chinescas, doradas, incrustadas en la madera negra. ... 
 
 
							  En la línea 1390
   del libro  A los pies de Vénus
 del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
  ... En Forli, capital de las tierras de la célebre Catalina Sforza—una de las más trágicas figuras del Renacimiento italiano—, ocurría lo mismo. Entregábase la ciudad a discreción, mientras Catalina corría a encerrarse en la fortaleza, dispuesta a morir entre sus ruinas. ... 
 
 
							  En la línea 1935
   del libro  A los pies de Vénus
 del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
  ... —Me imagino —dijo con entusiasmó— la emoción de Rodrigo de Borja a mediados del año mil cuatrocientos noventa y tres, cuando sólo era Papa unos meses y el Pinturicchio iba trazando sus primeras figuras en los salones que ahora llaman Estancias de los Borgias. Había empezado a difundirse una noticia entre los miles de españoles avecindados en Roma o acudidos a ella para solicitar mercedes del cardenal compatriota recientemente elegido Papa. ... 
 
 
							  En la línea 44
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Esta niña y otras del barrio, bien apañaditas por sus respectivas mamás, peinadas a estilo de maja, con peineta y flores en la cabeza, y sobre los hombros pañuelo de Manila de los que llaman de talle, se reunían en un portal de la calle de Postas para pedir el cuartito para la Cruz de Mayo, el 3 de dicho mes, repicando en una bandeja de plata, junto a una mesilla forrada de damasco rojo. Los dueños de la casa llamada del portal de la Virgen, celebraban aquel día una simpática fiesta y ponían allí, junto al mismo taller de cucharas y molinillos que todavía existe, un altar con la cruz enramada, muchas velas y algunas figuras de nacimiento. A la Virgen, que aún se venera allí, la enramaban también con yerbas olorosas, y el fabricante de cucharas, que era gallego, se ponía la montera y el chaleco encarnado. Las pequeñuelas, si los mayores se descuidaban, rompían la consigna y se echaban a la calle, en reñida competencia con otras chiquillas pedigüeñas, correteando de una acera a otra, deteniendo a los señores que pasaban, y acosándoles hasta obtener el ochavito. Hemos oído contar a la propia Barbarita que para ella no había dicha mayor que pedir para la Cruz de Mayo, y que los caballeros de entonces eran en esto mucho más galantes que los de ahora, pues no desairaban a ninguna niña bien vestidita que se les colgara de los faldones. ... 
 
 
							  En la línea 91
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... En la tienda de Arnaiz, junto a la reja que da a la calle de San Cristóbal, hay actualmente tres sillas de madera curva de Viena, las cuales sucedieron hace años a un banco sin respaldo forrado de hule negro, y este banco tuvo por antecesor a un arcón o caja vacía. Aquélla era la sede de la inmemorial tertulia de la casa. No había tienda sin tertulia, como no podía haberla sin mostrador y santo tutelar. Era esto un servicio suplementario que el comercio prestaba a la sociedad en tiempos en que no existían casinos, pues aunque había sociedades secretas y clubs y cafés más o menos patrióticos, la gran mayoría de los ciudadanos pacíficos no iba a ellos, prefiriendo charlar en las tiendas. Barbarita tiene aún reminiscencias vagas de la tertulia en los tiempos de su niñez. Iba un fraile muy flaco que era el padre Alelí, un señor pequeñito con anteojos, que era el papá de Isabel, algunos militares y otros tipos que se confundían en su mente con las figuras de los dos mandarines. ... 
 
 
							  En la línea 283
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Agradabilísimo día pasaron, viendo el risueño país que a sus ojos se desenvolvía, el caudaloso Ebro, las marismas de su delta, y por fin, la maravilla de la región valenciana, la cual se anunció con grupos de algarrobos, que de todas partes parecían acudir bailando al encuentro del tren. A Jacinta le daban marcos cuando los miraba con fijeza. Ya se acercaban hasta tocar con su copudo follaje la ventanilla; ya se alejaban hacia lo alto de una colina; ya se escondían tras un otero, para reaparecer haciendo pasos y figuras de minueto o jugando al escondite con los palos del telégrafo. ... 
 
 
							  En la línea 308
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... —Gracias, amado pueblo… Pues mira, si te figuras que voy a tener celos, te llevas chasco. Eso quisieras tú para darte tono. No los tengo ni hay para qué. ... 
 
 
							  En la línea 913
   del libro  El príncipe y el mendigo
 del afamado autor Mark Twain
  ... El alto seto le ocultó muy pronto a la vista de la casa; y entonces, bajo la excitación de un terrible espanto, apeló el niño a todas sus fuerzas y se encaminó corriendo a un bosque lejano. No volvió atrás la vista hasta que casi hubo ganado el refugio del bosque, y, entonces, divisó a lo lejos dos figuras. No necesitó más. No se detuvo el rey a examinarlas acuciosamente, sino que siguió corriendo, sin aminorar el paso hasta que estuvo muy adentro en la oscuridad crepuscular del bosque. Entonces se detuvo, persuadido de que estaba ya bastante seguro. Escucho atentamente, pero la calma era profunda y solemne… , y hasta pavorosa y deprimente para el ánimo. Sus oídos en tensión percibían con largos intervalos algunos ruidos, pero tan remotos, tan huecos y tan misteriosos, que no parecían ser verdaderos sonidos, sino sólo espectros gemebundos y plañideros. Así resultaban más pavorosos todavía que el silencio que quebraban. ... 
 
 
							  En la línea 1377
   del libro  El príncipe y el mendigo
 del afamado autor Mark Twain
  ... Una especie de pánico asombrado privó en la asamblea; se levantaron parcialmente de sus asientos y se miraron aturdidos unos a otros, y a las principales figuras de aquella escena, como personas que se preguntaran si estaban despiertas y en su juicio o dormidas y soñando. El Lord Protector estaba tan asombrado como los demás, pero se repuso pronto y exclamó con autoritaria voz: ... 
 
 
							  En la línea 106
   del libro  Niebla
 del afamado autor Miguel De Unamuno
  ... –Pero ¿es que crees que solo tienen quehaceres los agentes de bolsa? La vida es mucho más compleja de lo que tú te figuras. ... 
 
 
							  En la línea 579
   del libro  Niebla
 del afamado autor Miguel De Unamuno
  ... –¡Ay, ay, ay, chico, eso es más complicado de lo que te figuras!… ... 
 
 
							  En la línea 880
   del libro  Niebla
 del afamado autor Miguel De Unamuno
  ... –Tienes razón, sí, tienes razón. Y lo más terrible es, ¿a que no te figuras?, que mi pobre Elena no puede defenderse del sentimiento del ridículo que la asalta. ¡Se siente en ridículo! ... 
 
 
							  En la línea 2103
   del libro  Niebla
 del afamado autor Miguel De Unamuno
  ... El pobre no podía descansar. Pasaban a su vista los páramos castellanos, ya los encinares, ya los pinares; contemplaba las cimas nevadas de las sierras, y viendo hacia atrás, detrás de su cabeza, envueltas en bruma las figuras de los compañeros y compañeras de su vida, sentíase arrastrado a la muerte. ... 
 
 
							  En la línea 2364
   del libro  Veinte mil leguas de viaje submarino
 del afamado autor Julio Verne
  ... Era ya la una de la madrugada. Habíamos llegado a las primeras rampas de la montaña. Pero para abordarlas había que aventurarse por los difíciles senderos de una vasta espesura. Sí, una espesura de árboles muertos, sin hojas, sin savia, árboles mineralizados por la acción del agua y de entre los que sobresalían aquí y allá algunos pinos gigantescos. Era como una hullera aún en pie, manteniéndose por sus raíces sobre el suelo hundido, y cuyos ramajes se dibujaban netamente sobre el techo de las aguas, a la manera de esas figuras recortadas en cartulina negra. Imagínese un bosque del Harz, agarrado a los flancos de una montaña, pero un bosque sumergido. Los senderos estaban llenos de algas y de fucos, entre los que pululaba un mundo de crustáceos. Yo iba escalando las rocas, saltando por encima de los troncos abatidos, rompiendo las lianas marinas que se balanceaban de un árbol a otro, y espantando a los peces que volaban de rama en rama. Excitado, no sentía la fatiga, y seguía a mi guía incansable. ... 
 
 
							  En la línea 2019
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... Afortunadamente, tuve que tomar precauciones para lograr en la medida de lo posible la seguridad de mi temible huésped; porque como esta idea me impulsara a obrar en cuanto desperté, dejó a los demás pensamientos a cierta distancia y rodeados de alguna confusión. Era evidente la imposibilidad de mantenerlo oculto en mis habitaciones. No se podía hacer, y tan sólo la tentativa engendraría las sospechas de un modo inevitable. Es verdad que ya no tenía a mi servicio al Vengador, pero me cuidaba una vieja muy vehemente, ayudada por un saco de harapos al que llamaba «su sobrina», y mantener una habitación secreta para ellas sería el mejor modo de excitar su curiosidad y sus chismes. Ambas tenían los ojos muy débiles, cosa que yo atribuía a su costumbre crónica de mirar por los agujeros de las cerraduras, y siempre estaban al lado de uno cuando no se las necesitaba para nada; en realidad, ésta era la única cualidad digna de confianza que tenían, sin contar, naturalmente, que eran incapaces de cometer el más pequeño hurto. Y para que aquellas dos personas no sospechasen ningún misterio, resolví anunciar por la mañana que mi tío había llegado inesperadamente del campo. Decidí esta línea de conducta mientras, en la oscuridad, me esforzaba en encender una luz. Y como no encontrase los medios de conseguir mi propósito, no tuve más remedio que salir en busca del sereno para que me ayudase con su linterna. Cuando me disponía a bajar por la oscura escalera, tropecé con algo que resultó ser un hombre acurrucado en un rincón. Como no contestase cuando le pregunté qué hacía allí, sino que, silenciosamente, evitó mi contacto, eché a correr hacia la habitación del portero para rogar al sereno que acudiese en seguida, y cuando subíamos la escalera le di cuenta del incidente. El viento era tan feroz como siempre, y no nos atrevimos a poner en peligro la luz de farol tratando de encender otra vez las luces de la escalera, sino que hicimos una exploración por ésta de arriba abajo, aunque no pudimos encontrar a nadie. Entonces se me ocurrió la posibilidad de que aquel hombre se hubiese metido en mis habitaciones. Así, encendiendo una bujía en el farol del sereno y dejando a éste ante la puerta, examiné con el mayor cuidado las habitaciones, incluso la en que dormía mi temido huésped, pero todo estaba tranquilo y no había nadie más en aquellas estancias. Me causó viva ansiedad la idea de que precisamente en aquella noche hubiese habido un espía en la escalera, y, con objeto de ver si podía encontrar una explicación plausible, interrogué al sereno mientras le daba un vaso de aguardiente, a fin de averiguar si había abierto la puerta a cualquier caballero que hubiese cenado fuera. Me contestó que sí y que durante la cena abrió la puerta a tres. Uno de ellos vivía en Fountain 156 Court, y los otros dos, en el Callejón. Añadió que los había visto entrar a todos en sus respectivas viviendas. Además, el otro huésped que quedaba, y que vivía en la casa de la que mis habitaciones formaban parte, había pasado algunas semanas en el campo y con toda seguridad no regresó aquella noche, porque al subir la escalera pudimos ver su puerta cerrada con candado. - Ha sido la noche tan mala, caballero - dijo el sereno al devolverme el vaso vacío, - que muy pocos se han presentado para que les abriese la puerta. Aparte de los tres caballeros que he citado, no he visto a nadie más desde las once de la noche. Entonces, un desconocido preguntó por usted. Ya sé - contesté -. Era mi tío. ¿Le ha visto usted, caballero? - Sí. - ¿Y también a la persona que le acompañaba? - ¿La persona que le acompañaba? - repetí. - Me pareció que iba con él - replicó el sereno. - Esa persona se detuvo cuando el primero lo hizo para preguntarme, y luego siguió su mismo camino. - ¿Y cómo era esa persona? El sereno no se había fijado mucho. Le pareció que era un obrero y, según creía recordar, vestía un traje de color pardo y una capa oscura. E1 sereno descubrió algo más que yo acerca del particular, lo cual era muy natural, pero, por otra parte, yo tenía mis razones para conceder importancia al asunto. En cuanto me libré de él, cosa que creí conveniente hacer sin prolongar mis explicaciones, me sentí turbado por aquellas dos circunstancias que se presentaban unidas a mi consideración. Así como separadas ofrecían una solución inocente, pues se podía creer, por ejemplo, que se trataba de alguno que volviera de cenar y que se extravió luego en la escalera, quedándose dormido, o que mi visitante trajera a alguien consigo para enseñarle el camino, las dos circunstancias juntas tenían un aspecto muy feo y capaz de asustar a quien, como yo, las últimas horas le inclinaban a sentir desconfianza y miedo. Volví a encender el fuego, que ardió con pálida llama en aquella hora de la mañana, y me quedé adormecido ante él. Me parecía haber pasado así la noche entera cuando las campanas dieron las seis. Como aún quedaba una hora y media hasta que apareciera la luz del día, volví a dormirme. A veces me despertaba inquieto, sintiendo en mis oídos prolijas conversaciones acerca de nada; otras, me sobresaltaban los rugidos del viento en la chimenea, hasta que por fin caí en un profundo sueño, del que me despertó, sobresaltado, el amanecer. Hasta entonces nunca había podido hacerme cargo de mi propia situación, mas, a pesar de lo ocurrido, tampoco me era posible hacerlo ahora. No tenía fuerzas para reflexionar. Me sentía anonadado y desgraciado, pero de un modo incoherente. En cuanto a formar algún plan para lo futuro, no me habría sido más fácil que formar un elefante. Cuando abrí los postigos y miré hacia el exterior, a la mañana tempestuosa y húmeda, todo de color plomizo, y cuando recorrí todas las habitaciones y me senté tembloroso ante el fuego, esperé la aparición de mi lavandera. Me dije que era muy desgraciado, mas apenas sabía por qué o por cuánto tiempo lo había sido, e ignoraba también el día de la semana en que me hallaba y hasta quién era el autor de mi desgracia. Por fin entraron la vieja y su sobrina, la última con una cabeza que apenas se podía distinguir de su empolvada escoba, y mostraron cierta sorpresa al verme ante el fuego. Les dije que mi tío había llegado por la noche y que a la sazón estaba dormido; además, les di las instrucciones necesarias para que, de acuerdo con ello, preparasen el desayuno. Luego me lavé y me vestí mientras ellas quitaban el polvo alrededor de mí, y así, en una especie de sueño o como si anduviera dormido, volví a verme sentado ante el fuego y esperando que él viniese a tomar el desayuno. Lentamente se abrió su puerta y salió. No podía resolverme a mirarle, pero lo hice, y entonces me pareció que tenía mucho peor aspecto a la luz del día. - Todavía no sé - le dije mientras él se sentaba en la mesa - qué nombre debo darle. He dicho que era usted mi tío. - Perfectamente, querido Pip; llámame tío. - Sin duda, a bordo, debió de hacerse llamar usted por algún nombre supuesto. - Sí, querido Pip. Tomé el nombre de Provis. - ¿Quiere usted conservar ese nombre? - Sí, querido Pip. Es tan bueno como cualquiera, a no ser que tú prefieras otro más de tu gusto. - ¿Cuál es su apellido verdadero? - le pregunté en voz muy baja. - Magwitch - contestó en el mismo tono. - Y mi nombre de pila es Abel. - ¿Y qué oficio le enseñaron? - El de golfo, querido Pip. 157 Hablaba en serio y usó la palabra como si, verdaderamente, indicase alguna profesión. - Cuando llegó usted al Temple, anoche… - dije yo, preguntándome si, en realidad, ello había ocurrido la noche anterior, pues me parecía que había pasado mucho tiempo. - Sí, querido Pip. - … cuando llegó usted a la puerta y preguntó al sereno el camino de mi casa, ¿vio si le acompañaba alguien? - No, querido Pip. Estaba solo. - Pues parece que había alguien más. - En tal caso, no me fijé - dijo, dudando. - Ten en cuenta que no conocía el lugar. Pero, ahora que recuerdo, me parece que conmigo entró otra persona. - ¿Es usted conocido en Londres? - Espero que no - contestó moviendo el cuello de un modo que me desagradó. - ¿Y era usted conocido en Londres en otros tiempos? - No, querido Pip. Casi siempre viví en provincias. - ¿Fue usted… juzgado… en Londres? - ¿En qué ocasión? - preguntó, dirigiéndome una rápida mirada. - La última vez. Movió afirmativamente la cabeza y añadió: - Entonces fue cuando conocí a Jaggers. Él me defendía. Estuve a punto de preguntarle por qué causa le habían juzgado, pero él sacó un cuchillo, hizo con él una especie de rúbrica en el aire y me dijo: - Todo lo que he hecho ha sido ya pagado. Y, dichas estas palabras, empezó a comer. Lo hacía con un hambre extraordinaria que me resultaba muy fastidiosa. Y todos sus actos eran groseros, ruidosos y voraces. Desde que le vi comer en los marjales, había perdido algunos dientes y muelas y, al llevarse el alimento a la boca, ladeaba la cabeza, para ponerlo entre sus muelas más fuertes, lo cual le daba el aspecto de perro viejo y hambriento. Si yo hubiese tenido algún apetito al empezar, me habría desaparecido en el acto, pues sentía por aquel hombre extraordinaria repulsión, aversión invencible, y, así, me quedé mirando tristemente el mantel. - Soy gran comedor, querido Pip - dijo como cortés apología al terminar el desayuno. - Pero siempre he sido así. Si mi constitución no me hubiese hecho tan voraz, talvez mis penalidades hubieran sido menores. Además, necesito fumar. Cuando me alquilé por primera vez como pastor, en el otro lado del mundo, estoy seguro de que me habría vuelto loco de tristeza si no hubiese podido fumar. Hablando así se levantó y, llevándose la mano al pecho, sacó una pipa negra y corta y un puñado de tabaco negro de inferior calidad. Después de llenar la pipa volvió a guardarse el tabaco sobrante, como si su bolsillo fuese un cajón. Tomó con las tenazas una brasa del fuego y con ella encendió la pipa. Hecho esto, se volvió de espaldas al fuego y repitió su ademán favorito de tenderme las dos manos para estrechar las mías. -Éste-dijo levantando y bajando mis manos mientras chupaba la pipa, - éste es el caballero que yo he hecho. Un verdadero caballero. No sabes cuán feliz soy al mirarte, Pip. Todo lo que deseo es permanecer a tu lado y mirarte de vez en cuando, querido Pip. Libré mis manos lo antes que pude, y comprendí que ya empezaba a darme cuenta de mi verdadera situación. Mientras oía su ronca voz y miraba su calva cabeza, en cuyos lados crecía el cabello de color gris, me dije que estaba encadenado y con pesadas cadenas. - No podría ver a mi caballero andar por la calle entre el fango. En sus botas no ha de haber la menor mancha de barro. Mi caballero ha de tener caballos, Pip. Caballos de tiro y de silla, no sólo para ti, sino también para tu criado. ¿Acaso los colonos tendrán sus caballos (y hasta de buena raza) y no los tendrá mi caballero de Londres? No, no. Les demostraremos que podemos hacer lo mismo que ellos, ¿no es verdad, Pip? Sacó entonces de su bolsillo una abultada cartera, de la que rebosaban los papeles, y la tiró sobre la mesa. - Aquí hay algo que gastar, querido Pip. Todo eso es tuyo. Todo lo que yo he ganado no me pertenece, sino que es tuyo. No tengas el menor reparo en gastarlo. Hay mucho más en el lugar de donde ha salido eso. Yo he venido a mi país para ver a mi caballero gastar el dinero como a tal. Esto es lo que me dará el mayor placer de mi vida. Lo que más me gustará será ver cómo lo gastas. Y achica a todo el mundo - dijo levantándose, mirando alrededor de la estancia y haciendo chasquear sus dedos. - Achícalos a todos, desde 158 el juez que se adorna con su peluca hasta el colono que con sus caballos levanta el polvo de las carreteras. Quiero demostrarles que mi caballero vale más que todos ellos. - Espere - dije, asustado y asqueado; - deseo hablar con usted. Quiero convenir con usted lo que debe hacerse. Ante todo, deseo saber cómo podemos alejar de usted todo peligro, cuánto tiempo va a estar conmigo y qué proyectos tiene. - Mira, Pip - dijo posando su mano en mi brazo, con tono alterado y en voz baja, - ante todo, escúchame. Hace un momento me olvidé de mí mismo. Todo lo que te dije era algo ridículo, eso es, ridículo. Ahora, Pip, no te acuerdes de lo que te he dicho. No volveré a hablarte de esa manera. -Ante todo - continué, muy alarmado, - ¿qué precauciones pueden tomarse para evitar que le reconozcan y le prendan? - No, querido Pip - dijo en el mismo tono, - lo primero no es eso. Lo primero es lo primero. No he pasado tantos años haciendo de ti un caballero para que no sepa ahora lo que se le debe. Mira, Pip, me he enternecido, eso es. Olvídalo, muchacho. Una sensación de triste comicidad me hizo prorrumpir en una forzada carcajada al contestar: - Ya lo he olvidado. Por Dios, hágame el favor de no insistir acerca de ello. - Sí, pero mira - repitió -. No he venido para enternecerte. Ahora, continúa, querido muchacho. Decías… - ¿Cómo habré de protegerle a usted del peligro a que se expone? - Mira, querido Pip, el peligro no es tan grande como te figuras. Según me dijeron, no es tan grave como parece. Conocen mi secreto Jaggers, Wemmick y tú. ¿Quién más estará enterado? - ¿No hay probabilidades de que le reconozcan a usted por la calle? - pregunté. - En realidad, pocas personas me reconocerían – replicó. - Además, como ya puedes comprender, no tengo la intención de anunciar en los periódicos que A. M. ha vuelto de Botany Bay. Han pasado muchos años, y ¿a quién le puede interesar mi captura? Y sigue fijándote, Pip. Aunque el peligro hubiera sido cincuenta veces mayor, yo habría hecho este viaje para verte, de la misma manera que ahora. - ¿Y cuánto tiempo piensa usted estar aquí? - ¿Cuánto tiempo? - preguntó quitándose de la boca su negra pipa y mirándome -. No pienso volver. He venido para quedarme. - ¿Dónde va usted a vivir? - preguntó -. ¿Qué haremos con usted? ¿En dónde estará seguro? - Querido Pip – replicó, - se pueden comprar patillas postizas, puedo empolvarme el cabello y ponerme anteojos, así como un traje negro de calzón corto y cosas por el estilo. Otros han encontrado la seguridad de esta manera, y lo que hicieron los demás puedo hacerlo yo. Y en cuanto a dónde iré a vivir y cómo, te ruego que me des tu opinión. - Veo que ahora lo toma usted con mucha tranquilidad - le dije, - pero anoche parecía estar algo asustado al decirme que su aventura le ponía en peligro de muerte. - Y sigo diciendo lo mismo, con toda seguridad - replicó poniéndose de nuevo la pipa en la boca. - Equivale a la muerte con una cuerda al cuello, en plena calle y no lejos de aquí. Has de comprender muy bien eso, porque es una cosa muy seria y conviene que te des cuenta. Pero ¿qué remedio, si la cosa ya está hecha? Aquí me tienes. Y el intentar ahora el regreso sería tan peligroso como quedarme, y aun tal vez peor. Además, Pip, estoy aquí porque tenía empeño en vivir a tu lado, y lo deseé años y años. Y en cuanto a mi osadía, ten en cuenta que ya soy gallo viejo y que en mi vida he hecho muchas cosas atrevidas desde que me salieron las plumas; de manera que no me da ningún reparo posarme sobre un espantajo. Si me aguarda la muerte, no hay manera de evitarlo. Que venga si quiere y le daremos la cara, pero no hay que pensar en ella antes de que se presente. Y ahora déjame que contemple otra vez a mi caballero. Una vez más me cogió ambas manos y me examinó con la expresión del que contempla un objeto que posee, fumando, mientras tanto, con la mayor complacencia. Me pareció lo mejor buscarle un alojamiento tranquilo y no muy apartado, del que pudiera tomar posesión al regreso de Herbert, a quien esperaba al cabo de dos o tres días. Inevitablemente, debía confiarse el secreto a mi amigo, aunque no fuese más que por el alivio que había de causarme el hecho de compartirlo con él. Pero eso no fue tan del gusto del señor Provis (resolví llamarle por este nombre), que reservó su decisión de confiar su identidad a Herbert hasta haberle visto y formado favorable opinión de él según su fisonomía. - Y aun entonces, querido Pip - dijo sacando un pequeño, grasiento y negro Testamento de su bolsillo -, aun entonces, será preciso que me preste juramento. El asegurar que mi terrible protector llevara consigo aquel librito negro por el mundo tan sólo con objeto de hacer jurar sobre él a la gente en los casos de apuro, sería afirmar una cosa que nunca llegué a averiguar, aunque sí me consta que jamás vi que lo usara de otra manera. El libro parecía haber sido robado a un 159 tribunal de justicia, y tal vez el conocimiento que tenía de sus antecedentes, combinado con sus experiencias en este sentido, le daban cierta confianza en sus cualidades, como si tuviese una especie de sortilegio legal. En el modo como se lo sacó del bolsillo la primera vez, recordé cómo me había hecho jurar fidelidad en el cementerio, muchos años atrás, y que, según me manifestó la noche anterior, solía jurar a solas sus resoluciones. Como entonces llevaba un traje propio para la navegación, aunque muy mal hecho y sucio, con el cual parecía que se dedicara a la venta de loros o de tabaco antillano, empezamos por tratar del traje que le convendría llevar. Él tenía una fe extraordinaria en las virtudes de los trajes de calzón corto como disfraz, y se proponía vestirse de un modo que le diera aspecto de deán o de dentista. Con grandes dificultades pude convencerle de que le convenía llevar un traje propio de un granjero en buena posición; y convinimos en que se cortara el cabello corto y se lo empolvara ligeramente. Por último, y teniendo en cuenta que aún no le habían visto la lavandera ni su sobrina, debería permanecer invisible hasta que se hubiese llevado a cabo su cambio de traje. Parece que el tomar estas precauciones había de ser cosa sencilla; pero, en mi estado de ánimo y dado lo apurado que yo estaba, empleamos ambos tanto tiempo, que la discusión duró hasta las dos o las tres de la tarde. É1 debía permanecer encerrado en su habitación durante mi ausencia, y por ninguna causa ni razón abriría la puerta. Sabía que en la calle de Essex había una casa de huéspedes respetable, cuya parte posterior daba al Temple, y que se hallaba al alcance de la voz desde mis propias ventanas. Por eso me dirigí en seguida a dicha casa, y tuve la buena fortuna de poder tomar el segundo piso para mi tío, el señor Provis. Luego recorrí algunas tiendas, para hacer las compras necesarias a fin de cambiar su aspecto. Una vez hecho todo eso, me dirigí por mi cuenta a Little Britain. E1 señor Jaggers estaba sentado ante su mesa, pero, al verme entrar, se puso en pie inmediatamente y se situó junto al fuego. - Ahora, Pip – dijo, - sea usted prudente. - Lo seré, señor - le contesté. Porque mientras me dirigía a su despacho reflexioné muy bien acerca de lo que le diría. - No se fíe usted de sí mismo, y mucho menos de otra persona. Ya me entiende usted… , de ninguna otra persona. No me diga nada; no necesito saber nada; no soy curioso. Naturalmente, comprendí que estaba enterado de la llegada de aquel hombre. -Tan sólo deseo, señor Jaggers – dije, - cerciorarme de que es verdad lo que me han dicho. No tengo la esperanza de que sea mentira, pero, por lo menos, puedo comprobarlo. El señor Jaggers hizo un movimiento de afirmación con la cabeza. - ¿Le han dicho o le han informado? - me preguntó con la cabeza ladeada y sin mirarme, pero fijando sus ojos en el suelo con la mayor atención. - Si le han dicho, eso significa una comunicación verbal. Y ya comprende que eso no es posible que ocurra con un hombre que está en Nueva Gales del Sur. - Diré que me han informado, señor Jaggers. - Bien. - Pues he sido informado por una persona llamada Abel Magwitch de que él es el bienhechor que durante tanto tiempo ha sido desconocido para mí. - Es decir, ¿el hombre de Nueva Gales del Sur? - ¿Él solamente? - pregunté. - Él solamente - contestó el señor Jaggers. - No soy tan poco razonable, caballero - le dije, - para hacerle a usted responsable de todas mis equivocaciones y de mis conclusiones erróneas; pero yo siempre me imaginé que sería la señorita Havisham. - Como dice usted muy bien, Pip - replicó el señor Jaggers volviendo fríamente su mirada hacia mí y mordiéndose su dedo índice, - yo no soy responsable de eso. -Y, sin embargo, ¡parecía tan verosímil, caballero! - exclamé con desaliento. - No había la más pequeña evidencia, Pip - contestó el señor Jaggers meneando la cabeza y recogiéndose los faldones de la levita. - Acostúmbrese a no considerar nada por su aspecto, sino por su evidencia. No hay regla mejor que ésta. - Nada más tengo que decir - repliqué dando un suspiro y después de quedarme un momento silencioso. - He comprobado los informes recibidos, y ya no hay más que añadir. - Puesto que Magwitch, de Nueva Gales del Sur, se ha dado a conocer - dijo el señor Jaggers, - ya comprenderá usted, Pip, cuánta ha sido la exactitud con que, en mis comunicaciones con usted, me he 160 atenido a los hechos estrictos. Nunca me he separado lo más mínimo de la estricta línea de los hechos. ¿Está usted persuadido de eso? - Por completo, caballero. - Ya comuniqué a Magwitch, en Nueva Gales del Sur, la primera vez que me escribió desde Nueva Gales del Sur, que no debía esperar que yo me desviara lo más mínimo de la estricta línea de los hechos. También le advertí otra cosa. En su carta parecía aludir de un modo vago a su propósito aún lejano de verle a usted en Inglaterra. Le avisé de que no quería saber una palabra más acerca de eso; que no había la menor probabilidad de obtener un perdón; que había sido desterrado por el término de su vida natural, y que al presentarse en este país cometería un acto de audacia que lo pondría en situación de ser castigado con la pena más grave de las leyes. Di a Magwitch este aviso - añadió el señor Jaggers mirándome con fijeza, - se lo escribí a Nueva Gales del Sur. Y no hay duda de que ajustó su conducta de acuerdo con mi advertencia. -Sin duda - dije. - He sido informado por Wemmick - prosiguió el señor Jaggers, mirándome con la misma fijeza - de que recibió una carta fechada en Portsmouth, procedente de un colono llamado Purvis o… - 0 Provis - corregí. - 0 Provis… Gracias, Pip. Tal vez es Provis. Quizás usted sabe que es Provis. - Sí - contesté. - Usted sabe que es Provis. Una carta fechada en Portsmouth, procedente de un colono llamado Provis, pidiendo detalles acerca de la dirección de usted, con destino a Magwitch. Wemmick le mandó los detalles necesarios, según tengo entendido, a vuelta de correo. Probablemente, por medio de ese Provis ha recibido usted la explicación de Magwitch… , de Nueva Gales del Sur. - En efecto, me he enterado por medio de ese Provis - contesté. - Buenos días, Pip - dijo entonces el señor Jaggers ofreciéndome la mano. - Me alegro mucho de haberle visto. Cuando escriba usted a Magwitch, a Nueva Gales del Sur, o cuando comunique usted por mediacion de Provis, tenga la bondad de mencionar que los detalles y comprobantes de nuestra larga cuenta les serán mandados a usted juntamente con el saldo; porque todavía queda un saldo a su favor. Buenos días, Pip. Nos estrechamos la mano, y él siguió mirándome con fijeza mientras le fue posible. Me dirigí a la puerta, y él continuó con los ojos dirigidos a mí, en tanto que las dos horribles mascarillas parecían esforzarse en abrir los párpados y en proferir con sus hinchadas gargantas la frase: «¡Oh, qué hombre!». Wemmick no estaba, pero aunque se hubiese hallado en su puesto, nada podría haber hecho por mí. Me apresuré a regresar al Temple, en donde encontré al terrible Provis bebiendo agua con ron y fumando apaciblemente en su pipa. Al día siguiente llegaron a casa las prendas y demás cosas que encargara, y él se lo puso todo. Pero lo que se iba poniendo le daba peor aspecto (o, por lo menos, eso me pareció) que cuando había llegado. A mi juicio, había algo en él completamente imposible de disfrazar. Cuanto más y mejor le vestía, más se parecía al asustado fugitivo de los marjales. Eso, en mi recelosa fantasía, debíase sin duda alguna a que su rostro y sus maneras me eran cada vez más familiares; pero me pareció también que arrastraba una de sus piernas, como si en ella llevase aún el pesado grillete, de manera que a mí me parecía un presidiario de pies a cabeza y en todos sus detalles. Además, se notaba la influencia de su solitaria vida en la cabaña cuando hizo de pastor, y le daba un aspecto salvaje que ningún disfraz podía disimular; también la vida infame que llevara entre los hombres había dejado su sello en él, y, como remate, se advertía su convencimiento de que a la sazón vivía oculto y en peligro de ser perseguido. Tanto si estaba sentado como de pie, y tanto si bebia como si comía o permanecía pensativo, con los hombros encogidos, según era peculiar en él; o cuando sacaba su cuchillo de puño de asta y lo limpiaba en el pantalón antes de cortar los manjares; o si se llevaba a los labios los vasos de cristal fino como si fuesen bastos cazos; o si mordía un cantero de pan, o lo mojaba en la salsa, dándole varias vueltas en el plato, secándose luego los dedos en él antes de tragárselo… , en todos esos detalles y en otros muchos que ocurrían a cada minuto del día, siempre seguía siendo el presidiario, el convicto, el condenado. Había mostrado el mayor empeño en empolvarse el cabello, cosa en la cual consentí después de hacerle desistir del calzón corto. Pero el efecto que producían los polvos en sus cabellos no puedo compararlo a nada más que al que causaría el colorete en un cadáver. Era tan desagradable en él aquel fingimiento, que se desistió de los polvos en cuanto se hizo la prueba, y nos limitamos a que llevase cortado al rape su cabello gris. No puedo expresar con palabras las sensaciones que yo experimentaba acerca del misterio en que para mí estaba envuelto aquel hombre. Cuando se quedaba dormido por la tarde, con sus nudosas manos agarradas 161 a los brazos de su sillón y con la calva y hendida cabeza caída sobre el pecho, me quedaba mirándole, preguntándome qué habría hecho y acusándole mentalmente de todos los crímenes imaginables, hasta que me sentía inclinado a levantarme y huir de él. Y cada hora que pasaba aumentaba de tal manera mi aborrecimiento hacia él que, según creo, habría acabado por obedecer a este impulso en las primeras agonías que pasé de esta suerte, a pesar de cuanto había hecho por mí y del peligro que corría, a no ser porque Herbert estaría muy pronto de regreso. Una vez salté de la cama por la noche y hasta empecé a vestirme apresuradamente con mis peores ropas, con el propósito de abandonarle allí con todo lo que yo poseía y alistarme para la India como soldado raso. Dudo que un fantasma hubiera sido más terrible para mí, en aquellas solitarias habitaciones, durante las largas veladas y no más cortas noches, mientras rugía el viento y la lluvia caía sobre la casa. Un fantasma no habría podido ser cogido y ahorcado por mi causa, y la consideración de que él podía serlo y el miedo de que acabase así no contribuían, ciertamente, a disminuir mis terrores. Cuando no estaba dormido o entretenido en un complicado solitario con una raída baraja que poseía - juego que hasta entonces no había visto jamás y cuyos éxitos registraba clavando su cuchillo en la mesa, - me rogaba que le leyera alguna cosa. -Algo en idioma extranjero, querido Pip-decía. Y mientras yo obedecía, aunque él no entendía una sola palabra, se quedaba sentado ante el fuego, con expresión propia de un expositor, y yo le veía a través de los dedos de la mano con que protegía mi rostro de la luz, como si quisiera llamar la atención de los muebles para que se fijasen en mi instrucción. Aquel sabio de la leyenda que se vio perseguido por la fea figura que hizo impíamente no era más desgraciado que yo, perseguido por el ser que me había hecho, y a medida que aumentaba mi repulsión, más me admiraba él y más me quería. He escrito esto como si tal situación hubiese durado un año, pero no se prolongó más de cinco días. Como esperaba a cada momento la llegada de Herbert, no me atrevía a salir, exceptuando después de anochecer, cuando sacaba a Provis a que tomase un poco el aire. Por fin, una noche, después de haber cenado y cuando yo me había adormecido, derrengado, porque pasaba muy malas noches, agitado por toda suerte de pesadillas, me desperté al oír los agradables pasos de mi amigo en la escalera. Provis, que también se había dormido, se estremeció al oír el ruido que hice, y en un momento vi brillar en su mano la hoja de su cuchillo. - ¡No se alarme! ¡Es Herbert! - dije. Y, en efecto, pocos instantes después penetró Herbert en la estancia, excitado y reanimado por las seiscientas millas que acababa de recorrer en Francia. - Haendel, mi querido amigo, ¿cómo estás? Parece como si hubiese estado un año ausente. Tal vez ha sido así, porque estás muy pálido y flaco. Haendel, mi… Pero… , perdon… A1 ver a Provis se interrumpió en sus saludos y en sus apretones de mano. Éste le miraba con la mayor atención y se guardaba lentamente su cuchillo, en tanto que se metía la otra mano en el bolsillo, sin duda en busca de otra cosa. - Herbert, querido amigo - dije yo cerrando las dobles puertas mientras mi compañero miraba muy asombrado -. Este señor… ha venido a visitarme. - Todo va bien, querido Pip - exclamó Provis adelantándose y llevando en la mano su librito negro. Luego, dirigiéndose a Herbert, le dijo: - Tome usted este libro con la mano derecha. ¡Así Dios le mate si dice usted nada a nadie! ¡Bese el libro! - Haz lo que te dice, Herbert - dije. Mi amigo, mirándome con amistosa alarma y extraordinario asombro, hizo lo que Provis le pedia, y este le estrechó la mano inmediatamente, diciendo: -Ahora ya ha jurado usted. Y nunca crea nada de lo que yo le diga si Pip no hace de usted un verdadero caballero. ... 
 
 
							  En la línea 2047
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... Era uno de aquellos días de marzo en que el sol brilla esplendoroso y el viento es frío, de manera que a la luz del sol parece ser verano, e invierno en la sombra. Todos llevábamos nuestros gruesos chaquetones de lana, y yo tomé un maletín. De todo cuanto poseía en la tierra, no me llevé más que lo que podía caber en él. Ignoraba por completo a dónde iría, que haría o cuándo regresaría, aunque tampoco me preocupaba mucho todo eso, pues lo que más me importaba era la salvación de Provis. Tan sólo en una ocasión, al volverme para mirar la puerta de mi casa, me pregunté en qué distintas circunstancias regresaría a aquellas habitaciones, en caso de que llegara a hacerlo. Nos quedamos unos momentos en el desembarcadero del Temple, como si no nos decidiésemos a embarcarnos. Como es natural, yo había tenido buen cuidado de que la lancha estuviese preparada y todo en orden. Después de fingir un poco de indecisión, que no pudo advertir nadie más que las tres o cuatro personas «anfibias» que solían rondar por aquel desembarcadero, nos embarcamos y empezamos a avanzar. Herbert iba en la proa y yo cuidaba del timón. Era entonces casi la pleamar y un poco más de las ocho y media. Nuestro plan era el siguiente: como la marea empezaba a bajar a las nueve y no volvería a subir hasta las tres, nos proponíamos seguir paseando y navegar contra ella hasta el oscurecer. Entonces nos hallaríamos más abajo de Gravesend, entre Kent y Essex, en donde el río es ancho y está solitario y donde habita muy poca gente en sus orillas. Allí encontraríamos alguna taberna poco frecuentada en donde poder descansar toda la noche. E1 barco que debía dirigirse a Hamburgo y el que partiría para Rotterdam saldrían hacia las nueve de la mañana del jueves. Conocíamos exactamente la hora en que pasarían por delante de nosotros, y haríamos señas al primero que se presentase; de manera que si, por una razón cualquiera, el primero no nos tomaba a bordo, tendríamos aún otra probabilidad. Conocíamos perfectamente las características de forma y color de cada uno de estos barcos. Era tan grande el alivio de estar ya dispuestos a realizar nuestro propósito, que me pareció mentira el estado en que me hallara tan pocas horas antes. El aire fresco, la luz del sol, el movimiento del río, parecido a un camino que avanzara con nosotros, que simpatizara con nosotros, que nos animara y hasta que nos diera aliento, me infundió una nueva esperanza. Me lamentaba de ser tan poco útil a bordo de la lancha; pero había pocos remeros mejores que mis dos amigos y remaban con un vigor y una maestría que habían de seguir empleando durante todo el día. 208 En aquella época, el tráfico del Támesis estaba muy lejos de parecerse al actual, aunque los botes y las lanchas eran más numerosos que ahora. Tal vez había tantas barcazas, barcos de vela carboneros y barcos de cabotaje como ahora; pero los vapores no eran ni la décima o la vigésima parte de los que hay en la actualidad. A pesar de lo temprano de la hora, abundaban los botes de remos que iban de una parte a otra y multitud de barcazas que bajaban con la marea; la navegación por el río y por entre los puentes en una lancha era una cosa mucho más fácil y corriente entonces que ahora, y avanzábamos rápidamente por entre una multitud le pequeñas embarcaciones. Pasamos en breve más allá del viejo puente de Londres, y dejamos atrás el viejo mercado de Billingsgate, con sus viveros de ostras y sus holandeses, así como también la Torre Blanca y la Puerta del Traidor, y pronto nos hallamos entre las filas de grandes embarcaciones. Acá y acullá estaban los vapores de Leith, de Aberdeen y de Glasgow, cargando y descargando mercancías, y desde nuestra lancha nos parecían altísimos al pasar por su lado; había, a veintenas, barcos de carbón, con las máquinas que sacaban a cubierta el carbón de la cala y que por la borda pasaba a las barcazas; allí, sujeto por sus amarras, estaba el vapor que saldría al día siguiente para Rotterdam, en el que nos fijamos muy bien, y también vimos al que saldría con dirección a Hamburgo, y hasta cruzamos por debajo de su bauprés. Entonces, sentado en la popa, pude ver, con el corazón palpitante, el embarcadero cercano a la casa de Provis. - ¿Está allí? — preguntó Herbert. -Aún no. - Perfectamente. Sus instrucciones son de no salir hasta que nos haya visto. ¿Puedes distinguir su señal? - Desde aquí no muy bien, pero me parece que la veo ya. ¡Ahora la veo! Avante! ¡Despacio, Herbert! ¡Alto los remos! Tocamos ligeramente el embarcadero por un instante. Provis entró a bordo y salimos de nuevo. Llevaba una especie de capa propia para la navegación y un maletín de tela negra. Su aspecto era tan parecido al de un piloto del río como yo habría podido desear. - ¡Querido Pip! - dijo poniéndome la mano sobre el hombro mientras se sentaba -. ¡Fiel Pip mío! Has estado muy acertado, mi querido Pip. Gracias, muchas gracias. Nuevamente empezamos a avanzar por entre las hileras de barcos de todas clases, evitando las oxidadas cadenas, los deshilachados cables de cáñamo o las movedizas boyas, desviándonos de los cestos rotos, que se hundían en el agua, dejando a un lado los flotantes desechos de carbón y todo eso, pasando a veces por delante de la esculpida cabeza, en los mascarones de proa, de John de Sunderland, que parecía dirigir una alocución a los vientos (como suelen hacer muchos Johns), o de Betsy de Yarmouth, con su firme ostentación pectoral y sus llamativos ojos proyectándose lo menos dos pulgadas más allá de su cabeza; circulábamos por entre el ruido de los martillazos que resonaban en los talleres de construcciones navales, oyendo el chirrido de las sierras que cortaban tablones de madera, máquinas desconocidas que trabajaban en cosas ignoradas, bombas que agotaban el agua de las sentinas de algunos barcos, cabrestantes que funcionaban, barcos que se dirigían a la mar e ininteligibles marineros que dirigían toda suerte de maldiciones, desde las bordas de sus barcos, a los tripulantes de las barcazas, que les contestaban con no menor energía. Y así seguimos navegando hasta llegar a donde el río estaba ya despejado, lugar en el que habrían podido navegar perfectamente los barquichuelos de los niños, pues el agua ya no estaba removida por el tráfico y las festoneadas velas habrían tomado perfectamente el viento. En el embarcadero donde recogimos a Provis, y a partir de aquel momento, yo había estado observando, incansable, si alguien nos vigilaba o si éramos sospechosos. No vi a nadie. Hasta entonces, con toda certeza, no habíamos sido ni éramos perseguidos por ningún bote. Pero, de haber descubierto alguno que nos infundiese recelos, habríamos atracado en seguida a la orilla, obligándole a seguir adelante, o a declarar abiertamente sus hostiles propósitos. Mas no ocurrió nada de eso y seguimos nuestro camino sin la menor señal de que nadie quisiera molestarnos. Mi protegido iba, como ya he dicho, envuelto en su capa, y su aspecto no desentonaba de la excursión. Y lo más notable era (aunque la agitada y desdichada vida que llevara tal vez le había acostumbrado a ello) que, de todos nosotros, él parecía el menos asustado. No estaba indiferente, pues me dijo que esperaba vivir lo bastante para ver cómo su caballero llegaba a ser uno de los mejores de un país extranjero; no estaba dispuesto a mostrarse pasivo o resignado, según me pareció entender; pero no tenía noción de que pudiera amenazarnos ningún peligro. Cuando había llegado, le hizo frente; pero era preciso tenerlo delante para que se preocupase por él. - Si supieras, querido Pip - me dijo, - lo que es para mí el sentarme al lado de mi querido muchacho y fumar, al mismo tiempo, mi pipa, después de haber estado día tras día encerrado entre cuatro paredes,ten por seguro que me envidiarías. Pero tú no sabes lo que es esto. 209 - Me parece que conozco las delicias de la libertad - le contesté. - ¡Ah! - exclamó moviendo la cabeza con grave expresión. - Pero no lo sabes tan bien como yo. Para eso sería preciso que te hubieses pasado una buena parte de la vida encerrado, y así podrías sentir lo que yo siento. Pero no quiero enternecerme. Entonces consideré una incongruencia que, obedeciendo a una idea fija, hubiese llegado a poner en peligro su libertad y su misma vida. Pero me dije que tal vez la libertad sin un poco de peligro era algo demasiado distinto de los hábitos de su vida y que quizá no representaba para él lo mismo que para otro hombre. No andaba yo muy equivocado, porque, después de fumar en silencio unos momentos. me dijo: - Mira, querido Pip, cuando yo estaba allí, en el otro lado del mundo, siempre miraba en esta dirección; y estaba seguro de poder venir, porque me estaba haciendo muy rico. Todos conocían a Magwitch, y Magwitch podía ir y venir, y nadie se preocupaba por él. Aquí no se contentarían tan fácilmente, y es de creer que darían algo por cogerme si supieran dónde estoy. - Si todo va bien - le dije, - dentro de pocas horas estará usted libre y a salvo. - Bien - dijo después de suspirar, - así lo espero. - ¿Y tu piensa también? Metió la mano en el agua, por encima de la borda de la lancha, y con la expresión suave que ya conocía dijo, sonriendo: - Me parece que también lo pienso así, querido Pip. Espero que podremos vivir mejor y con mayor comodidad que hasta ahora. De todas maneras, resulta muy agradable dar un paseo por el agua, y esto me hizo pensar, hace un momento, que es tan desconocido para nosotros lo que nos espera dentro de pocas horas como el fondo de este mismo río que nos sostiene. Y así como no podemos contener el avance de las mareas, tampoco podemos impedir lo que haya de suceder. El agua ha corrido a través de mis dedos y ya no quedan más que algunas gotas - añadió levantando y mostrándome su mano. -Pues, a juzgar por su rostro, podría creer que está usted un poco desaléntado - dije. - Nada de eso, querido Pip. Lo que pasa es que este paseo me resulta muy agradable, y el choque del agua en la proa de la lancha me parece casi una canción de domingo. Además, es posible que ya me esté haciendo un poco viejo. Volvió a ponerse la pipa en la boca con la mayor calma, y se quedó tan contento y satisfecho como si ya estuviésemos lejos de Inglaterra. Sin embargo, obedecía a la menor indicación, como si hubiera sentido un terror constante, porque cuando nos acercamos a la orilla para comprar algunas botellas de cerveza y él se disponía a desembarcar también, yo le indiqué que estaba más seguro dentro de la lancha. - ¿Lo crees así, querido Pip? - preguntó. Y sin ninguna resistencia volvió a sentarse en la lancha. A lo largo del cauce del río, el aire era muy frío, pero el día era magnífico y la luz del sol muy alegre. La marea bajaba con la mayor rapidez y fuerza, y yo tuve mucho cuidado de no perder en lo posible el impulso que podía darnos, y gracias también al esfuerzo de los remeros avanzamos bastante. Por grados imperceptibles, a medida que bajaba la marea, perdíamos de vista los bosques y las colinas y nos acercábamos a las fangosas orillas, pero aún nos acompañaba el reflujo cuando estábamos ya más allá de Gravesend. Como nuestro fugitivo iba envuelto en su capa, yo, de propósito, pasé a uno o dos largos del bote de la Aduana flotante, y así nos alejamos de la violenta corriente del centro del río, a lo largo de dos barcos de emigrantes, pasando también por debajo de un gran transporte de tropas, en cuyo alcázar de proa había unos soldados que nos miraron al pasar. Pronto disminuyó el reflujo y se ladearon todos los barcos que estaban anclados, hasta que dieron una vuelta completa. Entonces todas las embarcaciones que querían aprovechar la nueva marea para llegar al Pool empezaron a congregarse alrededor de nosotros en tanto nos acercábamos a la orilla, para sufrir menos la influencia de la marea, aunque procurando no acercarnos a los bajos ni a los bancos de lodo. Nuestros remeros estaban tan descansados, pues varias veces dejaron que la lancha fuese arrastrada por la marea, abandonando los remos, que les bastó un reposo de un cuarto de hora. Tomamos tierra saltando por algunas piedras resbaladizas; luego comimos y bebimos lo que teníamos, y exploramos los alrededores. Aquel lugar se parecía mucho a mis propios marjales, pues era llano y monótono y el horizonte estaba muy confuso. Allí el río daba numerosas vueltas y revueltas, agitando las boyas flotantes, que tampoco cesaban de girar, aunque todo lo demás parecía estar absolutamente inmóvil. Entonces la flota de barcos había doblado ya la curva que teníamos más cercana, y la última barcaza verde, cargada de paja, con una vela de color pardo, iba detrás de todos los demás. Algunos lanchones, cuya forma era semejante a la primitivá y ruda imitación que de un bote pudiera hacer un niño, permanecían quietos entre el fango; había un faro de ladrillos para señalar la presencia de un bajo; por doquier veíanse estacas hundidas en el fango, piedras 210 cubiertas de lodo, rojas señales en los bajos y también otras para indicar las mareas, así como un antiguo desembarcadero y una casa sin tejado. Todo aquello salía del barro, estaba medio cubierto de él, y alrededor de nosotros no se veía más que barro y desolación. Volvimos a embarcarnos y seguimos el camino que nos fue posible. Ahora ya resultaba más duro el remar, pero tanto Herbert como Startop perseveraron en sus esfuerzos y siguieron remando, incansables, hasta que se puso el sol. Entonces el río nos había levantado un poquito y podíamos divisar perfectamente las orillas. El sol, al ponerse, era rojizo y se acercaba ya al nivel de la orilla, difundiendo rojos resplandores que muy rápidamente se convertían en sombras; había allí el marjal solitario, y más allá algunas tierras altas, entre las cuales y nosotros parecía como si no existiera vida de ninguna clase, salvo alguna que otra triste gaviota que revoloteaba a cierta distancia. La noche cerraba aprisa, y como la luna estaba ya en cuarto menguante, no salía temprano. Por eso celebramos consejo, muy corto, porque sin duda lo que teníamos que hacer era ocultarnos en alguna solitaria taberna que encontrásemos. Así continuamos, hablando poco, por espacio de cuatro o cinco millas y sumidos en angustioso tedio. Hacía mucho frío, y un barco carbonero que vino hacia nosotros con los fuegos encendidos nos ofreció la visión de un hogar cómodo. A la sazón, la noche ya era negra, y así continuaría hasta la mañana, y la poca luz que nos alumbraba, más semejaba proceder del río que del cielo, porque cuando los remos se hundían en el agua parecían golpear las estrellas que en ella se reflejaban. En aquellos tristes momentos, todos, sin duda alguna, sentíamos el temor de que nos siguieran. A la hora de la marea, el agua golpeaba contra la orilla a intervalos regulares, y, cada vez que llegaba a nuestros oídos uno de esos ruidos, alguno de nosotros se sobresaltaba y miraba en aquella dirección. La fuerza de la corriente había abierto en la orilla pequeñas caletas, que a nosotros nos llenaban de recelo y nos hacían mirarlas con la mayor aprensión. Algunas veces, en la lancha se oía la pregunta: «¿Qué es esa ondulación del agua?» O bien otro observaba en voz baja: «¿No es un bote aquello?» Y luego nos quedábamos en silencio absoluto y con mucha impaciencia nos decíamos que los remos hacían mucho ruido en los toletes. Por fin descubrimos una luz y un tejado, y poco después avanzábamos hacia un camino hecho pacientemente con piedras recogidas de la orilla. Dejando a los demás en la lancha, salté a tierra y me cercioré de que la luz partía de una taberna. Era un lugar bastante sucio, y me atrevo a decir que no desconocido por los contrabandistas; pero en la cocina ardía un alegre fuego, tenían huevos y tocino para comer y varios licores para beber. También había varias habitaciones con dos camas «tal como estaban», según dijo el dueño. En la casa no había nadie más que el huésped, su mujer y un muchacho de color gris, el «Jack» del lugar, y que parecía estar tan cubierto de légamo y sucio como si él mismo hubiese sido una señal de la marea baja. Con la ayuda que me ofreció aquel individuo regresé a la lancha y desembarcaron todos. Nos llevamos los remos, el timón, el bichero y otras cosas por el estilo, y varamos la embarcación para la noche. Comimos muy bien ante el fuego de la cocina y luego nos encaminamos a nuestros respectivos dormitorios. Herbert y Startop habían de ocupar uno de ellos, y mi protector y yo, el otro. Observamos que en aquellas estancias el aire había sido excluido con tanto cuidado como si fuera algo fatal para la vida, y había más ropa sucia y cajas de cartón debajo de las camas de lo que, según imaginaba, habría podido poseer una familia. Mas, a pesar de todo, nos dimos por satisfechos, porque habría sido imposible encontrar un lugar más solitario que aquél. Mientras nos calentábamos ante el fuego, después de cenar, el «Jack», que estaba sentado en un rincón y que llevaba puestas un par de botas hinchadas - que nos estuvo mostrando mientras nosotros comíamos el tocino y los huevos, como interesantes reliquias que dos días antes quitara de los pies de un marinero ahogado al que la marea dejó en la orilla, - me preguntó si habíamos visto una lancha de cuatro remos que remontaba el río con la marea. Cuando le dije que no, contestó que tal vez habría vuelto a descender por el río, pero añadió que al desatracar frente a la taberna había remontado la corriente. - Lo habrá pensado mej or - añadió el «Jack» - y habrá vuelto a bajar el río. - ¿Dices que era una lancha de cuatro remos? - pregunté. - Sí. Y además de los remeros iban dos personas sentadas. - ¿Desembarcaron aquí? - Vinieron a llenar de cerveza una jarra de dos galones. Y a fe que me habría gustado envenenarles la cerveza. - ¿Por qué? - Yo sé lo que me digo - replicó el «Jack». Hablaba con voz gangosa, como si el légamo le hubiese entrado en la garganta. 211 - Se figura - dijo el dueño, que era un hombre de aspecto meditabundo, con ojos de color pálido y que parecía tener mucha confianza en su «Jack», - se figura que eran lo que no eran. - Yo ya sé por qué hablo - observó el «Jack». - ¿Te figuras que eran aduaneros? - preguntó el dueño. - Sí - contestó el «Jack». - Pues te engañas. - ¿Que me engaño? Como para expresar el profundo significado de su respuesta y la absoluta confianza que tenía en su propia opinión, el «Jack» se quitó una de las botas hinchadas, la miró, quitó algunas piedrecillas que tenía dentro golpeando en el suelo y volvió a ponérsela. Hizo todo eso como si estuviese tan convencido de que tenía razón que no podía hacer otra cosa. - Si es así, ¿qué han hecho con sus botones, «Jack»? - preguntó el dueño, con cierta indecisión. - ¿Que qué han hecho con sus botones? – replicó. - Pues los habrán tirado por la borda o se los habrán tragado. ¿Que qué han hecho con sus botones? - No seas desvergonzado, «Jack» - le dijo el dueño, regañándole de un modo melancólico. -Los aduaneros, bastante saben lo que han de hacer con sus botones - dijo el «Jack» repitiendo la última palabra con el mayor desprecio - cuando esos botones les resultan molestos. Una lancha de cuatro remos y dos pasajeros no se pasa el día dando vueltas por el río, arriba y abajo, subiendo con una marea y bajando con la otra, si no está ocupada por los aduaneros. Dicho esto, salió con expresión de desdén, y como el dueño ya no tenía a su lado a nadie que le inspirase confianza, consideró imposible seguir tratando del asunto. Este diálogo nos puso en el mayor cuidado, y a mí más que a nadie. El viento soplaba tristemente alrededor de la casa y la marea golpeaba contra la orilla; todo eso me dio la impresión de que ya estábamos cogidos. Una lancha de cuatro remos que navegara de un modo tan particular, hasta el punto de llamar la atención, era algo alarmante que no podía olvidar en manera alguna. Cuando hube inducido a Provis a que fuese a acostarse, salí con mis dos compañeros (pues ya Startop estaba enterado de todo) y celebramos otro consejo, para saber si nos quedaríamos en aquella casa hasta poco antes de pasar el buque, cosa que ocurriría hacia la una de la tarde siguiente, o bien si saldríamos por la mañana muy temprano. Esto fue lo que discutimos. Nos pareció mejor continuar donde estábamos hasta una hora antes del paso del buque y luego navegar por el camino que había de seguir, cosa que podríamos hacer fácilmente aprovechando la marea. Después de convenir eso, regresamos a la casa y nos acostamos. Me eché en la cama sin desnudarme por completo y dormí bien por espacio de algunas horas. Al despertar se había levantado el viento, y la muestra de la taberna (que consistía en un buque) rechinaba y daba bandazos que me sobresaltaron. Me levanté sin hacer ruido, porque mi compañero dormía profundamente, y miré a través de los vidrios de la ventana. Vi el camino al cual habíamos llevado nuestra lancha, y en cuanto mis ojos se hubieron acostumbrado a la incierta luz reinante, pues la luna estaba cubierta de nubes, divisé dos hombres que examinaban nuestra embarcación. Pasaron por debajo de la ventana, sin mirar a otra cosa alguna, y no se dirigieron al desembarcadero, que según pude ver estaba desierto, sino que echaron a andar por el marjal, en dirección al Norte. Mi primer impulso fue llamar a Herbert y mostrarle los dos hombres que se alejaban, pero, reflexionando antes de ir a su habitación, que estaba en la parte trasera de la casa e inmediata a la mía, me dije que tanto él como Startop habían tenido un día muy duro y que debían de estar muy fatigados, y por eso me abstuve. Volviendo a la ventana, pude ver a los dos hombres que se alejaban por el marjal. Pero, a la poca luz que hábía pronto los perdí de vista, y, como tenía mucho frío, me eché en la cama para reflexionar acerca de aquello, aunque muy pronto me quedé dormido. Nos levantamos temprano. Mientras los cuatro íbamos de una parte a otra, antes de tomar el desayuno, me pareció mejor referir lo que había visto. También entonces nuestro fugitivo pareció ser el que menos se alarmó entre todos los demás. Era muy posible, dijo, que aquellos dos hombres perteneciesen a la Aduana y que no sospechasen de nosotros. Yo traté de convencerme de que era así, y, en efecto, podía ser eso muy probablemente. Sin embargo, propuse que él y yo nos encaminásemos hasta un punto lejano que se divisaba desde donde estábamos y que la lancha fuera a buscarnos allí, o tan cerca como fuese posible, alrededor del mediodía. Habiéndose considerado que eso era una buena precaución, poco después de desayunarnos salimos él y yo, sin decir una palabra en la taberna. Mientras andábamos, mi compañero iba fumando su pipa y de vez en cuando me cogía por el hombro. Cualquiera habría podido imaginarse que yo era quien estaba en peligro y que él trataba de darme ánimos. Hablamos muy poco. Cuando ya estábamos cerca del sitio indicado, le rogué que se quedara en un lugar 212 abrigado mientras yo me adelantaba para hacer un reconocimiento, porque aquella misma fue la dirección que tomaron los dos hombres la noche anterior. Él obedeció y avancé solo. Por allí no se veía ningún bote ni descubrí que se acercase alguno, así como tampoco huellas o señales de que nadie se hubiese embarcado en aquel lugar. Sin embargo, como la marea estaba alta, tal vez sus huellas estuvieran ocultas por el agua. Cuando él asomó la cabeza por su escondrijo y vio que yo le hacía señas con mi sombrero para que se acercase, vino a reunirse conmigo y allí esperamos, a veces echados en el suelo y envueltos en nuestras capas y otras dando cortos paseos para recobrar el calor, hasta que por fin vimos llegar nuestra lancha. Sin dificultad alguna nos embarcamos y fuimos a tomar el camino que había de seguir el vapor. Entonces faltaban diez minutos para la una, y empezamos a estar atentos para descubrir el humo de la chimenea. Pero era la una y media antes de que lo divisáramos, y poco después vimos otra humareda que venía detrás. Puesto que los dos buques se acercaban rápidamente, preparé los dos maletines y aproveché los instantes para despedirme de Herbert y de Startop. Nos estrechamos cordialmente las manos y tanto los ojos de Herbert como los míos no estaban secos, cuando de pronto vi una lancha de cuatro remos que se alejaba de la orilla, un poco más allá de donde nosotros estábamos, y que empezaba a seguir la misma dirección que nosotros. Entre nosotros y el buque quedaba una faja de tierra debida a una curva del río, pero pronto vimos que aquél se acercaba rápidamente. Indiqué a Herbert y a Startop que se mantuvieran ante la marea, a fin de que se diesen cuenta los del buque de que los estábamos aguardando, y recomendé a Provis que se quedara tranquilamente sentado y quieto, envuelto en su capa. Él me contestó alegremente: - Puedes confiar en mí, Pip. Y se quedó sentado, tan inmóvil como si fuera una estatua. Mientras tanto, la lancha de cuatro remos, que era gobernada con la mayor habilidad, había cruzado la corriente por delante de nosotros, nos dejó avanzar a su lado y seguimos navegando de conserva. Dejando el espacio suficiente para el manejo de los remos, se mantenía a nuestro costado, quedándose inmóvil en cuanto nosotros nos deteníamos, o dando uno o dos golpes de remo cuando nosotros los dábamos. Uno de los dos pasajeros sostenía las cuerdas del timón y nos miraba con mucha atención, como asimismo lo hacían los remeros; el otro pasajero estaba tan envuelto en la capa como el mismo Provis, y de pronto pareció como si diese algunas instrucciones al timonel, mientras nos miraba. En ninguna de las dos embarcaciones se pronunció una sola palabra. Startop, después de algunos minutos de observación, pudo darse cuenta de cuál era el primer barco que se acercaba, y en voz baja se limitó a decirme: «Hamburgo». El buque se acercaba muy rápidamente a nosotros, y a cada momento oíamos con mayor claridad el ruido de su hélice. Estaba ya muy cerca, cuando los de la lancha nos llamaron. Yo contesté. - Les acompaña un desterrado de por vida que ha quebrantado su destierro - dijo el que sostenía las cuerdas del timón. - Es ese que va envuelto en la capa. Se llama Abel Magwitch, conocido también por Provis. Ordeno que ese hombre se dé preso y a ustedes que me ayuden a su prisión. Al mismo tiempo, sin que, en apariencia, diese orden alguna a su tripulación, la lancha se dirigió hacia nosotros. Manejaron un momento los remos, los recogieron luego y corrieron hacia nosotros y se agarraron a nuestra borda antes de que nos diésemos cuenta de lo que hacían. Eso ocasionó la mayor confusión a bordo del vapor, y oí como nos llamaban, así como la orden de parar la hélice. Me di cuenta de que se hacía eso, pero el buque se acercaba a nosotros de un modo irresistible. Al mismo tiempo vi que el timonel de la lancha ponía la mano en el hombro de su preso; que las dos embarcaciones empezaban a dar vueltas impulsadas por la fuerza de la marea, y que todos los que estaban a bordo del buque se dirigían apresuradamente a la proa. También, en el mismo instante, observé que el preso se ponía en pie y, echando a un lado al que lo prendiera, se arrojaba contra el otro pasajero que había permanecido sentado y que, al descubrirse el rostro, mostró ser el del otro presidiario que conociera tantos años atrás. Noté que aquel rostro retrocedía lleno de pálido terror que jamás olvidaré, y oí un gran grito a bordo del vapor, así como una caída al agua, al mismo tiempo que sentía hundirse nuestra lancha bajo mis pies. Por un instante me pareció estar luchando con un millar de presas de molino y otros tantos relámpagos; pasado aquel instante, fui subido a bordo de la lancha. Herbert estaba ya allí, pero nuestra embarcación había desaparecido, así como también los dos presidiarios. Entre los gritos que resonaban a bordo del buque, el furioso resoplido de su vapor, la marcha del mismo barco y la nuestra misma, todo eso me impidió al principio distinguir el cielo del agua, o una orilla de otra; pero la tripulación de la lancha enderezó prontamente su marcha gracias a unos vigorosos golpes de remo, después de lo cual volvieron a izarlos mirando silenciosamente hacia popa. Pronto se vio un objeto negro en aquella dirección y que, impulsado por la marea, se dirigía hacia nosotros. Nadie pronunció una sola 213 palabra, pero el timonel levantó la mano y todos los demás hicieron esfuerzos para impedir que la lancha se moviese. Cuando aquel bulto se acercó vi que era Magwitch que nadaba, pero no con libertad de movimientos. Fue subido a bordo, y en el acto le pusieron unas esposas en las manos y en los tobillos. Los remeros mantuvieron quieta la lancha, y de nuevo todos empezaron a vigilar el agua con intensas miradas. Pero entonces llegó el vapor de Rotterdam, y como, en apariencia, no se había dado cuenta de lo ocurrido, avanzaba a toda velocidad. No se tardó en hacerle las indicaciones necesarias, de manera que los dos vapores quedaron inmóviles a poca distancia, en tanto que nosotros nos levantábamos y nos hundíamos impulsados por las revueltas aguas. Siguieron observando el agua hasta que estuvo tranquila y hasta mucho después de haberse alejado los dos vapores; pero todos comprendían que ya era inútil esperar y vigilar. Por fin se desistió de continuar allí, y la lancha se dirigió a la orilla, hacia la taberna que dejáramos poco antes, en donde nos recibieron con no pequeña sorpresa. Allí pude procurar algunas pequeñas comodidades a Magwitch, pues ya no sería conocido en adelante por Provis, que había recibido una grave herida en el pecho y un corte profundo en la cabeza. Me dijo que se figuraba haber ido a parar debajo de la quilla del vapor y que al levantar la cabeza se hirió. La lesión del pecho, que dificultaba extraordinariamente su respiración, creía habérsela causado contra el costado de la lancha. Añadió que no pretendía decir lo que pudo o no hacer a Compeyson, pero que en el momento de ponerle encima la mano para identificarle, el miserable retrocedió con tanta fuerza que no tan sólo se cayó él al agua, sino que arrastró a su enemigo en su caída, y que la violenta salida de él (Magwitch) de nuestra lancha y el esfuerzo que hizo su aprehensor para mantenerle en ella fueron la causa del naufragio de nuestra embarcación. Me dijo en voz baja que los dos se habían hundido, ferozmente abrazados uno a otro, y que hubo una lucha dentro del agua; que él pudo libertarse, le dio un golpe y luego se alejó a nado. No he tenido nunca razón alguna para dudar de la verdad de lo que me dijo. El oficial que guiaba la lancha hizo la misma relación de la caída al agua de los dos. Cuando pedí permiso al oficial para cambiar el traje mojado del preso, comprándole cuantas prendas pudiera hallar en la taberna, me lo concedió sin inconveniente, aunque observando que tenía que hacerse cargo de cuantas cosas llevase el preso consigo. Así, pues, la cartera que antes estuviera en mis manos pasó a las del oficial. Además, me permitió acompañar al preso a Londres, pero negó este favor a mis dos amigos. E1 «Jack» de la Taberna del Buque quedó enterado del lugar en que se había ahogado el expresidiario y se encargó de buscar su cadáver en los lugares en que más fácilmente podía ir a parar a la orilla. Pareció interesarse mucho más en el asunto cuando se hubo enterado de que el cadáver llevaba medias. Tal vez, para vestirse de pies a cabeza, necesitaba, más o menos, una docena de ahogados, y quizás ésta era la razón de que los diferentes artículos de su traje estuviesen en distintas fases de destrucción. Permanecimos en la taberna hasta que volvió la marea, y entonces Magwitch fue llevado nuevamente a la lancha y obligado a acomodarse en ella. Herbert y Startop tuvieron que dirigirse a Londres por tierra, lo mas pronto que les fue posible. Nuestra despedida fue muy triste, y cuando me senté al lado de Magwitch comprendí que aquél era mi lugar en adelante y mientras él viviese. Había desaparecido ya por completo toda la repugnancia que me inspirara, y en el hombre perseguido, herido y anonadado que tenía su mano entre las mías tan sólo vi a un ser que había querido ser mi bienhechor y que me demostró el mayor afecto, gratitud y generosidad y con la mayor constancia por espacio de numerosos años. Tan sólo vi en él a un hombre mucho mejor de lo que yo había sido para Joe. Su respiración se hizo más difícil y dolorosa a medida que avanzó la noche, y muchas veces el desgraciado no podía contener un gemido de dolor. Traté de hacerle descansar en el brazo que tenía útil y en una posición cómoda, pero era doloroso pensar que yo no podía lamentar en mi corazón el hecho de que estuviese mal herido, ya que era mucho mejor que muriese por esta causa. No podía dudar que existirían bastantes personas capaces y deseosas de identificarle. Aquel hombre había sido presentado en su peor aspecto cuando fue juzgado; quebrantó la prisión; fue juzgado de nuevo, y por fin había regresado del destierro que se le impusiera por vida y fue la causa de la muerte del hombre que originó su captura. Cuando nos volvíamos hacia el sol poniente que el día anterior dejamos a nuestra espalda, y mientras la corriente de nuestras esperanzas parecía retroceder, le dije cuánto lamentaba que hubiese venido a Inglaterra tan sólo por mi causa. - Querido Pip - me contestó -. Estoy muy satisfecho de haber corrido esta aventura. He podido ver a mi muchacho, que en adelante podrá ser un caballero aun sin mi auxilio. 214 No. Pensé acerca de ello mientras me sentaba a su lado. No. Aparte de mis propias inclinaciones, comprendí entonces el significado de las palabras de Wemmick, porque después de ser preso, sus posesiones irían a parar a la Corona. - Mira, querido Pip – dijo. - Es mucho mejor, para un caballero, que no se sepa que me perteneces. Tan sólo te ruego que vengas a verme de vez en cuando, como vas a ver a Wemmick. Siéntate a mi lado cuando te sea posible, y no pido nada más que eso. - Si me lo permiten, no me moveré nunca de su lado. ¡Quiera Dios que pueda ser tan fiel para usted como usted lo ha sido para mí! Mientras sostenía su mano sentí que temblaba entre las mías, y cuando volvió el rostro a un lado oí de nuevo aquel mismo sonido raro en su garganta, aunque ahora muy suavizado, como todo lo demás en él. Fue muy conveniente que tratara de este punto, porque eso me hizo recordar algo que, de otro modo, no se me habría ocurrido hasta que fuese demasiado tarde: que él no debía conocer cómo habían desaparecido sus esperanzas de enriquecerme. ... 
 
 
							  En la línea 2053
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... Como estaba abandonado a mí mismo, avisé mi intención de dejar libres las habitaciones que ocupaba en el Temple en cuanto terminase legalmente mi contrato de arrendamiento y que mientras tanto las realquilaría. En seguida puse albaranes en las ventanas, porque como tenía muchas deudas y apenas algún dinero, empecé a alarmarme seriamente acerca del estado de mis asuntos. Mejor debiera escribir que debería haberme alarmado, de tener bastante energía y clara percepción mental para darme cuenta de alguna verdad, aparte del hecho de que me sentía muy enfermo. Los últimos sucesos me habían dado energía bastante para aplazar la enfermedad, pero no para vencerla; luego vi que iba a apoderarse de mí, y poco me importaba lo demás, porque nada me daba cuidado alguno. Durante uno o dos días estuve echado en el sofá, en el suelo… , en cualquier parte, según diese la casualidad de que me cayera en un lugar o en otro. Tenía la cabeza pesada y los miembros doloridos, pero ningún propósito ni ninguna fuerza. Luego llegó una noche que me pareció de extraordinaria duración y que pasé sumido en la ansiedad y el horror; y cuando, por la mañana, traté de sentarme en la cama y reflexionar acerca de todo aquello, vi que era tan incapaz de una cosa como de otra. Ignoro si, en realidad, estuve en Garden Court, en plena noche, buscando la lancha que me figuraba hallaría allí, o si dos o tres veces me di cuenta, aterrado, de que estaba en la escalera y, sin saber cómo, había salido de la cama; otra vez me pareció verme en el momento de encender la lámpara, penetrado de la idea de que él subía la escalera y de que todas las demás luces estaban apagadas; también me molestó bastante una conversación, unas carcajadas y unos gemidos de alguien, y hasta llegué a sospechar que tales gemidos los hubiese proferido yo mismo; en otra ocasión creí ver en algún oscuro rincón de la estancia una estufa de hierro, y me pareció oír una voz que repetidamente decía que la señorita Havisham se estaba consumiendo dentro. Todo eso quise aclararlo conmigo mismo y poner algún orden en mis ideas cuando, aquella mañana, me vi en la cama. Pero entre ellas y yo se interponía el vapor de un horno de cal, desordenándolas por completo, y a través de aquel vapor fue cuando vi a dos hombres que me miraban. - ¿Qué quieren ustedes? - pregunté sobresaltado. - No los conozco. 221 - Perfectamente, señor - replicó uno de ellos inclinándose y tocándome el hombro. - Éste es un asunto que, según creo, podrá usted arreglar en breve; pero, mientras tanto, queda detenido. - ¿A cuánto asciende la deuda? - A ciento veintitrés libras esterlinas, quince chelines y seis peniques. Creo que es la cuenta del joyero. - ¿Qué puedo hacer? - Lo mejor es ir a mi casa - dijo aquel hombre. - Tengo una habitación bastante confortable. Hice algunos esfuerzos para levantarme y vestirme. Cuando me fijé en ellos de nuevo, vi que estaban a alguna distancia de la cama y mirándome. Yo seguía echado. - Ya ven ustedes cuál es mi estado - dije - Si pudiese, los acompañaría, pero en realidad no me es posible. Y si se me llevan, me parece que me moriré en el camino. Tal vez me replicaron, o discutieron el asunto, o trataron de darme ánimos para que me figurase que estaba mejor de lo que yo creía. Pero como en mi memoria sólo están prendidos por tan débil hilo, no sé lo que realmente hicieron, a excepción de que desistieron de llevárseme. Después tuve mucha fiebre y sufrí mucho. Con, frecuencia, perdía la razón, y el tiempo me pareció interminable. Sé que confundí existencias imposibles con mi propia identidad; me figuré ser un ladrillo en la pared de la casa y que deseaba salir del lugar en que me habían colocado los constructores; luego creí ser una barra de acero de una enorme máquina que se movía ruidosamente y giraba como sobre un abismo, y, sin embargo, yo imploraba en mi propia persona que se detuviese la máquina, y la parte que yo constituía en ella se desprendió; en una palabra, pasé por todas esas fases de la enfermedad, según me consta por mis propios recuerdos y según comprendí en aquellos días. Algunas veces luchaba con gente real y verdadera, en la creencia de que eran asesinos; de pronto comprendía que querían hacerme algún bien, y entonces me abandonaba exhausto en sus brazos y dejaba que me tendiesen en la cama. Pero, sobre todo, comprendí que había una tendencia constante en toda aquella gente, pues, cuando yo estaba muy enfermo, me ofrecían toda suerte de extraordinarias transformaciones del rostro humano y se presentaban a mí con tamaño extraordinario; pero sobre todo, repito, observé una decidida tendencia, en todas aquellas personas, a asumir, más pronto o más tarde, el parecido de Joe. En cuanto hubo pasado la fase más peligrosa de mi enfermedad empecé a darme cuenta de que, así como cambiaban todos los demás detalles, este rostro conocido no se transformaba en manera alguna. Cualesquiera que fuesen las variaciones por las que pasara, siempre acababa pareciéndose a Joe. Al abrir los ojos, por la noche, veía a Joe sentado junto a mi cama. Cuando los abría de día, le veía sentado junto a la semicerrada ventana y fumando en su pipa. Cuando pedía una bebida refrescante, la querida mano que me la daba era también la de Joe. Después de beber me reclinaba en mi almohada, y el rostro que me miraba con tanta ternura y esperanza era asimismo el de Joe. Por fin, un día tuve bastante ánimo para preguntar: - ¿Es realmente Joe? - Sí; Joe, querido Pip - me contestó aquella voz tan querida de mis tiempos infantiles. - ¡Oh Joe! ¡Me estás destrozando el corazón! Mírame enojado, Joe. ¡Pégame! Dime que soy un ingrato. No seas tan bu eno conmigo. Eso lo dije porque Joe había apoyado su cabeza en la almohada, a mi lado, y me rodeó el cuello con el brazo, feliz en extremo de que le hubiese conocido. - Cállate, querido Pip - dijo Joe. - Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos. Y cuando estés bien para dar un paseo, ya verás qué alondras cazamos. Dicho esto, Joe se retiró a la ventana y me volvió la espalda mientras se secaba los ojos. Y como mi extrema debilidad me impedía levantarme a ir a su lado, me quedé en la cama murmurando, lleno de remordimientos: - ¡Dios le bendiga! ¡Dios bendiga a este hombre cariñoso y cristiano! Los ojos de Joe estaban enrojecidos cuando le vi otra vez a mi lado; pero entonces le tomé la mano y los dos fuimos muy felices. - ¿Cuánto tiempo hace, querido Joe? - ¿Quieres saber, Pip, cuánto tiempo ha durado tu enfermedad? - Sí, Joe. - Hoy es el último día de mayo. Mañana es primero de junio. - ¿Y has estado siempre aquí, querido Joe? - Casi siempre, Pip. Porque, como dije a Biddy cuando recibimos por carta noticias de tu enfermedad, carta que nos entregó el cartero, el cual, así como antes era soltero, ahora se ha casado, a pesar de que 222 apenas le pagan los paseos que se da y los zapatos que gasta, pero el dinero no le importa gran cosa, porque ante todo deseaba casarse… - ¡Qué agradable me parece oírte, Joe! Pero te he interrumpido en lo que dijiste a Biddy. - Pues fue - dijo Joe - que, como tú estarías entre gente extraña, y como tú y yo siempre hemos sido buenos amigos, una visita en tales momentos sería bien recibida, y Biddy me dijo: «Vaya a su lado sin pérdida de tiempo.» Éstas - añadió Joe con la. mayor solemnidad - fueron las palabras de Biddy: «Vaya usted a su lado sin pérdida de tiempo.» En fin, no te engañaré mucho - añadió Joe después de graves reflexiones - si te digo que las palabras de Biddy fueron: «Sin perder un solo minuto.» Entonces se interrumpió Joe y me informó que no debía hablar mucho y que tenía que tomar un poco de alimento con alguna frecuencia, tanto si me gustaba como si no, pues había de someterme a sus órdenes. Yo le besé la mano y me quedé quieto, en tanto que él se disponía a escribir una carta a Biddy para transmitirle mis cariñosos recuerdos. Sin duda alguna, Biddy había enseñado a escribir a Joe. Mientras yo estaba en la cama mirándole, me hizo llorar de placer al ver el orgullo con que empezaba a escribir la carta. Mi cama, a la que se habían quitado las cortinas, había sido trasladada, mientras yo la ocupaba, a la habitación que se usaba como sala, por ser la mayor y la más ventilada. Habían quitado de allí la alfombra, y la habitación se conservaba fresca y aireada de día y de noche. En mi propio escritorio, que estaba en un rincón lleno de botellitas, Joe se dispuso a realizar su gran trabajo. Para ello escogió una pluma de entre las varias que había, como si se tratase de un cajón lleno de herramientas, y se arremangó los brazos como si se dispusiera a empuñar una palanca de hierro o un martillo de enormes dimensiones. Tuvo necesidad de apoyarse pesadamente en la mesa sobre su codo izquierdo y situar la pierna derecha hacia atrás, antes de que pudiese empezar, y, cuando lo hizo, cada uno de sus rasgos era tan lento que habría tenido tiempo de hacerlos de seis pies de largo, en tanto que cada vez que dirigía la pluma hacia arriba, yo la oía rechinar ruidosamente. Tenía la curiosa ilusión de que el tintero estaba en un lugar en donde realmente no se hallaba, y repetidas veces hundía la pluma en el espacio y, al parecer, quedaba muy satisfecho del resultado. De vez en cuando se veía interrumpido por algún serio problema ortográfico, pero en conjunto avanzaba bastante bien, y en cuanto hubo firmado con su nombre, después de quitar un borrón, trasladándolo a su cabeza por medio de los dedos, se levantó y empezó a dar vueltas cerca de la mesa, observando el resultado de su esfuerzo desde varios puntos de vista, muy satisfecho. Con objeto de no poner a Joe en un apuro si yo hablaba mucho, aun suponiendo que hubiera sido capaz de ello, aplacé mi pregunta acerca de la señorita Havisham hasta el día siguiente. Cuando le pregunté si se había restablecido, movió la cabeza. - ¿Ha muerto, Joe? - Mira, querido Pip - contestó Joe en tono de reprensión y con objeto de darme la noticia poco a poco, - no llegaré a afirmar eso; pero el caso es que no… - ¿Que no vive, Joe? - Esto se acerca mucho a la verdad - contestó Joe. - No vive. - ¿Duró mucho, Joe? - Después de que tú te pusiste malo, duró casi… lo que tú llamarías una semana - dijo Joe, siempre decidido, en obsequio mío, a darme la noticia por grados. - ¿Te has enterado, querido Joe, a quién va a parar su fortuna? - Pues mira, Pip, parece que dispuso de la mayor parte de ella en favor de la señorita Estella. Aunque parece que escribió un codicilo de su propia mano, pocos días antes del accidente, dejando unas cuatro mil libras esterlinas al señor Mateo Pocket. ¿Y por qué te figuras, Pip, que dejó esas cuatro mil libras al señor Pocket? Pues as consecuencia de lo que Pip le dijo acerca de Mateo Pocket. Según me ha informado Biddy, esto es lo que decía el codicilo: «a consecuencia de lo que Pip me dijo acerca de Mateo Pocket». ¡Cuatro mil libras, Pip! Estas palabras me causaron mucha alegría, pues tal legado completaba la única cosa buena que yo había hecho en mi vida. Pregunté entonces a Joe si estaba enterado acerca de los legados que hubieran podido recibir los demás parientes. - La señorita Sara - contestó Joe - recibirá veinticinco libras esterlinas cada año para que se compre píldoras, pues parece que es biliosa. La señorita Georgiana recibirá veinte libras esterlinas. La señora… , ¿cómo se llaman aquellos extraños animales que tienen joroba, Pip? - ¿Camellos? - dije, preguntándome para qué querría saberlo. - Eso es - dijo Joe -. La señora Camello… Comprendí entonces que se refería a la señora Camilla. 223 - Pues la señora Camello recibirá cinco libras esterlinas para que se compre velas, a fin de que no esté a oscuras por las noches cuando se despierte. La exactitud de estos detalles me convenció de que Joe estaba muy bien enterado. - Y ahora - añadió Joe - creo que hoy ya estás bastante fuerte para que te dé otra noticia. El viejo Orlick cometió un robo con fractura en una casa. - ¿De quién? - pregunté. - Realmente se ha convertido en un criminal - dijo Joe, - porque el hogar de un inglés es un castillo y no se debe asaltar los castillos más que en tiempos de guerra. Parece que entró violentamente en casa de un tratante en granos. - ¿Entró, acaso, en la morada del señor Pumblechook? - Eso es, Pip - me contestó Joe -, y le quitaron la gaveta; se quedaron con todo el dinero que hallaron en la casa, se le bebieron el vino y se le comieron todo lo que encontraron, y, no contentos con eso, le abofetearon, le tiraron de la nariz, le ataron al pie de la cama y, para que no gritase, le llenaron la boca con folletos que trataban de jardinería. Pero Pumblechook conoció a Orlick, y éste ha sido encerrado en la cárcel del condado. Así, gradualmente, llegamos al momento en que ya podíamos hablar con toda libertad. Recobré las fuerzas con mucha lentitud, pero avanzaba sin cesar, de manera que cada día estaba mejor que el anterior. Joe permanecía constantemente a mi lado, y yo llegué a figurarme que de nuevo era el pequeño Pip. La ternura y el afecto de Joe estaban tan proporcionados a mis necesidades, que yo no era más que un niño en sus manos. Solía sentarse a mi lado y me hablaba con la antigua confianza que había reinado entre ambos, con la misma sencillez que en los tiempos pasados y del modo protector que había conocido siempre en él, hasta el punto de que llegué a sentir la ilusión de que toda mi vida, a partir de los días pasados en la vieja cocina, no había sido más que una de tantas pesadillas de la fiebre que había desaparecido ya. Hacía en mi obsequio todo lo necesario, a excepción de los trabajos domésticos, para los cuales contrató a una mujer muy decente, después de despedir a la lavandera el mismo día de su llegada. - Te aseguro, Pip - decía Joe para justificar la libertad que se había tomado, - que sorprendí en la cama de repuesto un agujero hecho por ella, como si se tratase de un barril de cerveza, y que había llenado ya un cubo de plumas para venderlas. Luego no hay duda de que también se habría llevado las plumas de tu propia cama, a pesar de que estuvieras tendido en ella, y que más tarde se llevaría el carbón, los platos y hasta los licores. Esperábamos con verdadera ansia el día en que podría salir a dar un paseo, así como en otros tiempos habíamos esperado la ocasión de que yo entrase a ser su aprendiz. Y cuando llegó este día y entró un carruaje abierto en la callejuela, Joe me abrigó muy bien, me levantó en sus brazos y me bajó hasta el coche, en donde me sentó como si aún fuese el niño pequeño e indefenso en quien tan generosamente empleara la riqueza de su espléndida persona. Joe se sentó a mi lado y juntos salimos al campo, en donde se manifestaba ya el verano en los árboles y en las plantas, mientras sus aromas llenaban el aire. Casualmente, aquel día era domingo, y cuando observé la belleza que me rodeaba y pensé en cómo se había transformado y crecido todo y en cómo se habían formado las flores silvestres y afirmado las vocecillas de los pájaros, de día y de noche, sin cesar, bajo el sol y bajo las estrellas, mientras, pobre de mí. estaba tendido, ardiendo y agitándome en mi cama, el recuerdo de haber sido molestado por la fiebre y por la inquietud en mi lecho pareció interrumpir mi paz. Pero cuando oí las campanas del domingo y miré un poco más a la belleza que me rodeaba, comprendí que en mi corazón no había aún bastante gratitud, pues la misma debilidad me impedía incluso la plenitud de este sentimiento, y apoyé la cabeza en el hombro de Joe, como en otros tiempos, cuando me llevaba a la feria o a otra parte cualquiera, y cual si el espectáculo que tenía delante fuese demasiado para mis juveniles sentidos. Me calmé poco después, y entonces empezamos a hablar como solíamos, sentados en la hierba, junto a la Batería. No había el menor cambio en Joe. Era exactamente el mismo ante mis ojos; tan sencillamente fiel y justo como siempre. Cuando estuvimos de regreso me levantó y me condujo con tanta facilidad a través del patio y por la escalera, que evoqué aquella víspera de Navidad, tan llena de acontecimientos, en que me llevó a cuestas por los marjales. Aún no habíamos hecho ninguna alusión a mi cambio de fortuna, y por mi parte ignoraba de qué cosas estaba enterado acerca de la última parte de mi historia. Estaba tan receloso de mí mismo y confiaba tanto en él, que no podía resolverme a tratar de aquello en vista de que él no lo hacía. - ¿Estás enterado, Joe - le pregunté aquella misma noche, después de reflexionarlo bien y mientras él fumaba su pipa junto a la ventana - de quién era mi protector? 224 - Me enteré - contestó Joe - de que no era la señorita Havisham. - ¿Supiste quién era, Joe? - Tengo entendido que fue la persona que mandó a la otra persona que te dio los dos billetes de una libra esterlina en Los Tres Alegres Barqueros, Pip. - Así es. - ¡Asombroso! - exclamó Joe con la mayor placidez. - ¿Sabes que ya murió, Joe? - le pregunté con creciente desconfianza. - ¿Quién? ¿El que mandó los billetes, Pip? - Sí. - Me parece - contestó Joe después de larga meditación y mirando evasivamente hacia el asiento que había junto a la ventana - como si hubiese oído que ocurrió algo en esa dirección. - ¿Oíste hablar algo acerca de sus circunstancias, Joe? - No, Pip. - Si quieres que lo diga, Joe… - empecé, pero él se levantó y se acercó a mi sofá. - Mira, querido Pip - dijo inclinándose sobre mí, - siempre hemos sido buenos amigos, ¿no es verdad? Yo sentí vergüenza de contestarle. -Pues, entonces, muy bien-dijo Joe como si yo hubiese contestado. - Ya estamos de acuerdo, y no hay más que hablar. ¿Para qué tratar de asuntos que entre nosotros son absolutamente innecesarios? Hay asuntos de los que no necesitamos hablar para nada. ¡Dios mío! ¡Y pensar en cuando se enfadaba tu pobre hermana! ¿Te acuerdas de «Thickler»? - Sí, Joe. - Pues mira, querido Pip – dijo. - Hice cuanto pude para que tú y «Thickler» estuvierais separados lo más posible, pero mi facultad de lograrlo no siempre estaba de acuerdo con mis inclinaciones. Porque cuando tu pobre hermana estaba resuelta a pegarte – añadió, - no habría sido nada raro que me pegase a mí también si yo mostrase la menor oposición, y, además, la paliza que habrías recibido hubiera sido seguramente mucho más fuerte. De eso estoy seguro. Ya comprendes que no me habría importado en absoluto el que me tirase de una patilla, ni que me sacudiera una o dos veces, si con ello hubiese podido evitarte todos los golpes. Pero cuando, además de un tirón en las patillas o de algunas sacudidas, yo veía que a ti te pegaba con más fuerza, comprendía la inutilidad de interponerme, y por eso me preguntaba: «¿Dónde está el bien que haces al meterte en eso?» El mal era evidente, pero el bien no podía descubrirlo por ninguna parte. ¿Y te parece que ese hombre obraba bien? - Claro que sí, querido Joe. - Pues bien, querido Pip - añadió él. - Si ese hombre obraba siempre bien, no hay duda de que también hacía bien al abstenerse muchas veces, a pesar de su deseo, de que tú y «Thickler» estuvierais separados lo más posible. Por consiguiente, no hay que tratar de asuntos innecesarios. Biddy se esforzó mucho, antes de mi salida, en convencerme de eso, porque tengo la cabeza muy dura. Y ahora que estamos de acuerdo, no hay que pensar más en ello, sino que lo que nos conviene es que cenes, que bebas un poco de agua con vino y luego que te metas entre sábanas. La delicadeza con que Joe evitó el tratar de aquel asunto y el tacto y la bondad con que Biddy le había preparado para eso me impresionaron extraordinariamente. Pero ignoraba aún si Joe estaba enterado de mi pobreza y de que mis grandes esperanzas se habían desvanecido como nuestras nieblas de los marjales ante los rayos del sol. Otra cosa en Joe que no pude comprender cuando empezó a ser aparente fue la siguiente: a medida que me sentía mejor y más fuerte, Joe parecía no estar tan a gusto conmigo. Durante los días de debilidad y de dependencia entera con respecto a él, mi querido amigo había vuelto a adoptar el antiguo tono con que me trataba y, además de tutearme, se dirigía a mí como cuando yo era chiquillo, y eso era para mis oídos una agradable música. Yo también, por mi parte, había vuelto a las costumbres de mi infancia y le agradecía mucho que me lo permitiese. Pero, imperceptiblemente, Joe empezó a abandonar tales costumbres, y aunque al principio me extrañé de ello, pronto pude comprender que la causa estaba en mí y que mía también era toda la culpa. No hay duda de que yo había dado a Joe motivos para dudar de mi constancia y para pensar que en mi prosperidad me olvidaba de él. Sin duda alguna, el inocente corazón de Joe comprendió de un modo instintivo que, a medida que yo me reponía, más se debilitaba la influencia que sobre mí ejercía, y que valía más que él, por sí mismo, mostrase cierta reserva antes de que yo me alejase. En mi tercera o cuarta salida a los jardines del Temple, apoyado en el brazo de Joe, pude observar en él, y muy claramente, este cambio. Habíamos estado sentados tomando la cálida luz del sol y mirando al río, cuando yo dije, en el momento de levantarnos: 225 - Mira, Joe, ya puedo andar por mí mismo y sin apoyo ajeno. Ahora vas a ver como vuelvo solo a casa. - No debes hacer esfuerzos extraordinarios, Pip - contestó Joe; - pero con mucho gusto veré que es usted capaz, señor. Estas últimas palabras me disgustaron mucho, pero ¿cómo podía reconvenirle por ellas? No pasé de la puerta del jardín y fingí estar más débil de lo que realmente me encontraba, rogando a Joe que me permitiese apoyarme en su brazo. Joe consintió, pero se quedó pensativo. Por mi parte, también lo estaba, y no solamente por el deseo de impedir que se realizase este cambio en Joe, sino por la perplejidad en que me sumían mis pensamientos, que me remordían cruelmente. Me avergonzaba decirle cuál era mi situación y cómo había llegado a ella; pero creo que mi repugnancia en contarle todo eso no era completamente indigna. Sin duda alguna, él querría ayudarme con sus pequeñas economías, y, por mi parte, me decía que no era posible consentírselo. Ambos pasamos aquella velada muy preocupados, pero antes de acostarnos resolví esperar al día siguiente, que era domingo, y con la nueva semana empezaría mi nuevo comportamiento. El lunes por la mañana hablaría a Joe acerca de este cambio, dejaría a un lado el último vestigio de mi reserva y le diría cuáles eran mis pensamientos (advirtiendo al lector que aquel segundo lugar no había llegado aún) y por qué había decidido no ir al lado de Herbert, y de este modo no dudaba de que habría vencido para siempr el cambio que en él notaba. A medida que me mostraba más franco, Joe me imitaba, como si él hubiese llegado a alguna resolución. Pasamos apaciblemente el día del domingo y luego salimos al campo para pasear. - No sabes lo que me alegro de haber estado enfermo, Joe - le dije. - Querido Pip, casi ya estás bien. Ya está usted bien, caballero. - Esta temporada la recordaré toda la vida, Joe. - Lo mismo me ocurre a mí, señor - contestó Joe. - Hemos pasado juntos un tiempo muy agradable, Joe, y, por mi parte, no puedo olvidarlo. En otra época pasamos un tiempo juntos, que yo había olvidado últimamente; pero te aseguro que no olvidaré esta última temporada. -Pip-dijo Joe, algo turbado en apariencia.- No sabes cuántas alondras ha habido. Mi querido señor, lo que haya ocurrido entre nosotros… ha ocurrido. Por la noche, en cuanto me hube acostado, Joe vino a mi cuarto, como había hecho durante toda mi convalecencia. Me preguntó si tenía la seguridad de estar tan bien como la mañana anterior. - Sí, Joe. Casi completamente igual. - ¿Estás cada día más fuerte, querido Pip? - Sí, Joe, me voy reforzando cada vez más. Joe dio con su enorme mano algunas palmadas cariñosas sobre la sábana que me cubría el hombro y con voz que me pareció ronca dijo: - Buenas noches. Cuando me levanté a la mañana siguiente, descansado y vigoroso, estaba ya resuelto a decírselo todo a Joe sin más demora. Le hablaría antes de desayunar. Me proponía vestirme en seguida y dirigirme a su cuarto para darle una sorpresa, porque aquél era el primer día en que me levanté temprano. Me dirigí a su habitación, pero observé que no estaba allí, y no solamente no estaba él, sino que también había desaparecido su baúl. Apresuradamente me dirigí hacia la mesa en que solíamos desayunarnos, y en ella encontré una nota escrita, cuyo breve contenido era éste: «Deseando no molestarte, me he marchado porque ya estás completamente bien, querido Pip, y te encontrarás mejor cuando estés solo. »Joe P. S.: Siempre somos buenos amigos». Unido a la carta había el recibo por la deuda y las costas en virtud de lo cual habían querido detenerme. Hasta aquel momento, yo me había figurado que mi acreedor había retirado o suspendido la demanda en espera de mi total restablecimiento, pero jamás me imaginé que Joe la hubiese pagado. Así era, en efecto, y el recibo estaba extendido a su nombre. ¿Qué podia hacer yo, pues, sino seguirle a la vieja y querida fragua y allí hablarle con el corazón en la mano y expresarle mi arrepentimiento, para luego aliviar mi corazón y mi mente de aquella segunda 226 condición que había empezado siendo algo vago en mis propias ideas, hasta que se convirtió en un propósito decidido? Lo cual era que iría ante Biddy, que le mostraría cuán humilde y arrepentido volvía a su lado; le diría cómo había perdido todas mis esperanzas y le recordaría nuestras antiguas confidencias en la época feliz de mi vida. Luego le diría: «Biddy, creo que alguna vez me quisiste, cuando mi errante corazón, a pesar de que se alejaba de ti, se sentía más tranquilo y mejor contigo que en compañía de otra persona cualquiera. Si ahora me quieres tan sólo la mitad de entonces, si puedes aceptarme con todas mis faltas y todas mis desilusiones, si puedes recibirme como a un niño a quien se ha perdonado, y en realidad, Biddy, estoy tan apesadumbrado como si lo fuese, y necesito tanto una voz cariñosa y una mano acariciadora como si todavía fuese pequeño, si todo eso puede ser, creo que ahora soy algo más digno de ti que en otro tiempo, no mucho, desde luego, pero sí algo. Y, además, Biddy, tú has de decir si me dedico a trabajar en la fragua con Joe o si busco otras ocupaciones en esta región o me marcho a un país distante, en donde me espera una oportunidad que desprecié al serme ofrecida, hasta que conociera tu respuesta. Y ahora, querida Biddy, si me dices que podrás ir a través del mundo de mi brazo, harás que ese mundo sea más benigno para conmigo y que yo sea mejor para con él, mientras yo lucharé para convertirlo en lo que tú mereces». Tal era mi propósito. Después de tres días, durante los cuales adelantó algo mi restablecimiento, fui a mi pueblo para ponerlo en ejecución. Y no hay que decir con cuánta prisa me encaminé allá. ... 
 
 
							  En la línea 1589
   del libro  Crimen y castigo
 del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
  ... ‑Pues una revista de modas, hijito, es una serie de figuras pintadas. Todas las semanas las reciben del extranjero nuestros sastres. Vienen por correo y sirven para saber cómo hay que vestir a las personas, tanto a las del sexo masculino como a las del sexo femenino. El caso es que son dibujos, ¿entiendes? ... 
 
 
							  En la línea 384
   del libro  Un viaje de novios
 del afamado autor Emilia Pardo Bazán
  ... Lucía se abanicaba con un periódico dispuesto por Artegui en forma de concha, y leves gotitas transparentes de sudor salpicaban su rosada nuca, sus sienes y su barbilla: de cuando en cuando las embebía con el pañuelo: los mechones del cabello, lacios, se pegaban a su frente. Desabrochose el cuello almidonado, se quitó la corbata, que la estrangulaba, y se recostó, dando indicios de gran desmadejamiento, en la esquina. A fin de refrescar un poco el interior, corrió Artegui las cortinillas todas ante los bajos vidrios, y una luz vaga y misteriosa, azulada, un sereno ambiente, formaban allí, algo de gruta submarina, añadiendo a la ilusión el ruido del tren, no muy distinto del mugir del Océano. Insensible al cálido día, Artegui levantaba la cortina un poco, se asomaba, miraba el país, los robledales, la sierra, los valles profundos. Una vez acertó a ver pintoresca romería. Fue rápido y fugaz el cuadro, pero no tanto que no distinguiese a la gente siguiendo el sendero angosto, escapulario al cuello, a pie o en carretas de bueyes, cubiertos con boina roja o azul los hombres, las mujeres tocadas con pañolitos blancos. Parecía el desfile la bajada de los pastores en un Nacimiento; el sol claro, alumbrando plenamente las figuras, les daba la crudeza de tonos de muñecos de barro pintado. Artegui llamó a Lucía, que alzando la cortina a su vez, echó el cuerpo fuera, hasta que una revuelta del camino y la rapidez del tren borraron el cuadro. ... 
 
 
							  En la línea 544
   del libro  Un viaje de novios
 del afamado autor Emilia Pardo Bazán
  ... Artegui, risueño y solícito, le ofreció el brazo, pero ella no quiso cogerse. Al llegar a la calle anduvo muy callada, con los ojos bajos, echando de menos la protectora sombra del negro velo de su manto de encaje, que le cubría las mejillas, dándole tan modesto porte, cuando en León cruzaba bajo las bóvedas medio derruidas y llenas de andamiaje de la catedral. La de Bayona le pareció linda como un dije de filigrana; pero no pudo oír en ella tan devotamente la misa: se lo estorbaba la pulcritud esmerada del templo, semejante a caja primorosa; los colores vivos de las figuras neobizantinas pintadas sobre oro en el crucero, o la novedad de aquel coro descubierto, de aquel tabernáculo aislado y sin retablo, el moverse de los reclinatorios, el circular de las alquiladoras de sillas. Parecíale estar en un templo de culto diverso del que ella profesaba. Una Virgen blanca, con filetes de oro en el manto, que presentaba el divino infante en una de las capillas de la nave, la tranquilizó algo. Allí rezó buena porción de salves, deshojó las rosas sangrientas del rosario, los místicos lirios de la letanía. Salió del templo con ligero paso y alegre corazón. Lo primero que vio a la puerta fue a Artegui, contemplando con interés la gótica forma de la portada. ... 
 
 
							  En la línea 1120
   del libro  Un viaje de novios
 del afamado autor Emilia Pardo Bazán
  ... Y miró hacia todas partes buscando la puerta. La cual estaba en el fondo, frontera a la que al jardín salía, y Lucía alzó el tupido cortinón y puso la trémula mano en el pestillo, saliendo a un corredor casi del todo tenebroso. Quedose sin respirar, y lo que es peor, sin saber adónde se encaminase, y entonces maldijo mil veces de su terquedad en no haber querido visitar antes la casa. De pronto oyó un ruido, unos tropezones sonoros, un choque de vajilla y loza… El ama Engracia fregoteaba sin duda los platos en la cocina. ¿Cómo lo adivinó tan presto Lucía? El entendimiento se aguza en las horas críticas y extraordinarias. Guiada negativamente por el ruido, Lucía siguió andando en dirección opuesta, hacia el extremo del pasillo, en que reinaba el silencio. El piso alfombrado apagaba su andar, y con ambas manos extendidas palpaba las dos murallas buscando una puerta. Al fin, sintió ceder el muro, y, siempre con las manos delante, penetró en una estancia que le pareció chica, y donde al pasar tropezó en varios objetos, entre ellos unas barras de metal que se le figuraron de una cama. De allí pasó a otra habitación mucho mayor, todavía iluminada por un leve resto de luz diurna, que entraba por alta vidriera. Lucía no dudó ni un instante de su acierto: aquella cámara debía de ser la de Artegui. Había estanterías cargadas de volúmenes, preciosas pieles de animales arrojadas al desdén por la alfombra, un diván, una panoplia de ricas armas, algunas figuras anatómicas, enorme mesa escritorio con papeles en desorden, estatuas de tierra cocida y de bronce, y sobre el diván un retrato de mujer, cuyas facciones no se distinguían. Medio desmayada se dejó caer Lucía en el diván, cruzando ambas manos sobre el seno izquierdo, que levantaban los desordenados latidos del corazón, y diciendo en voz alta también: ... 
 
								 
  El Español es una gran familia 
 
								 Reglas relacionadas con los errores de j;g
  
	Las Reglas Ortográficas de La J
  Se escriben con j las palabras que terminan en -aje. Por ejemplo: lenguaje, viaje.
  Se escriben con j los tiempos de los verbos que llevan esta letra en su infinitivo. Por ejemplo:
  viajemos, viajáis (del verbo viajar); trabajábamos, trabajemos (del verbo trabajar).
  Hay una serie de verbos que no tienen g ni j en sus infinitivos y que se escriben en sus tiempos
  verbales con j delante de e y de i. Por ejemplo: dije (infinitivo decir), traje (infinitivo traer).
 
	Las Reglas Ortográficas de la G
  Las palabras que contienen el grupo de letras -gen- se escriben con g.
  Observa los ejemplos: origen, genio, general.
  Excepciones: berenjena, ajeno.
  Se escriben con g o con j las palabras derivadas de otra que lleva g o j.
  Por ejemplo: - de caja formamos: cajón, cajita, cajero...
  - de ligero formamos: ligereza, aligerado, ligerísimo...
  Se escriben con g las palabras terminadas en -ogía, -ógico, -ógica.
  Por ejemplo: neurología, neurológico, neurológica.
  Se escriben con g las palabras que tienen los grupos -agi-, -igi. Por ejemplo: digiere.
  Excepciones: las palabras derivadas de otra que lleva j. Por ejemplo: bajito (derivada de bajo), hijito
  (derivada de hijo).
  Se escriben con g las palabras que empiezan por geo- y legi-, y con j las palabras que empiezan por
  eje-. Por ejemplo: geografía, legión, ejército.
  Excepción: lejía.
  Los verbos cuyos infinitivos terminan en -ger, -gir se escriben con g delante de e y de i en todos sus
  tiempos. Por ejemplo: cogemos, cogiste (del verbo coger); elijes, eligieron (del verbo elegir).
  Excepciones: tejer, destejer, crujir.
								
    Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras j;g   
								 							  
							   
								 
  la Ortografía es divertida  
  							  
							    Errores Ortográficos típicos con la palabra Figuras  
									
				 
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					 Cómo se escribe figuras o figuraz?
  
					 Cómo se escribe figuras o fijuras?
 			
						
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