Cual es errónea Escuchar o Escucharr?
La palabra correcta es Escuchar. Sin Embargo Escucharr se trata de un error ortográfico.
La falta ortográfica detectada en la palabra escucharr es que se ha eliminado o se ha añadido la letra r a la palabra escuchar
Más información sobre la palabra Escuchar en internet
Escuchar en la RAE.
Escuchar en Word Reference.
Escuchar en la wikipedia.
Sinonimos de Escuchar.
Reglas relacionadas con los errores de r
Las Reglas Ortográficas de la R y la RR
Entre vocales, se escribe r cuando su sonido es suave, y rr, cuando es fuerte aunque sea una palabra derivada o compuesta que en su forma simple lleve r inicial. Por ejemplo: ligeras, horrores, antirreglamentario.
En castellano no es posible usar más de dos r
Mira que burrada ortográfica hemos encontrado con la letra r

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece escuchar
La palabra escuchar puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 944
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... No se serenaba hasta escuchar el ladrido del perro de su barraca, aquel animal feísimo que por antítesis, sin duda, era llamado Lucero, y el cual la recibía en medio del camino con cabriolas, lamiendo sus manos. ...
En la línea 1388
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y como todo esto, en concepto del ventrudo patrón, era una deshonra para su establecimiento, al escuchar las murmuraciones de las comadres volvía a enfurecerse, amenazando con su cuchilla al tímido criado, o increpaba al tío Tomba para que corrigiese al pillete de su nieto. ...
En la línea 889
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero Fermín, al escuchar a su maestro, movía la cabeza con signos negativos. ...
En la línea 1394
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Al contacto de las manos de Luis, pareció despertar aquella carne sumida en el sopor de la embriaguez. Se revolvió el cuerpo adorable, brillaron sus ojos un momento, pugnando por mantenerse abiertos, y algo murmuró la boca ardorosa junto al oído del señorito. Éste creyó escuchar: --Rafaé... Rafaé... ...
En la línea 1580
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Algunas veces levantaba la cabeza y permanecía inmóvil, mirando fijamente a don Pablo Dupont al través de la puerta abierta de su despacho. El principal discutía con don Ramón y otros señores, ricos cosecheros que llegaban con cierto aire despavorido y se serenaban, acabando por reír, luego de escuchar las vehementes palabras del millonario. ...
En la línea 2686
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... La señora de Guéménée leía, y todo el mundo escuchaba con atención a la lectora, a excepción de la reina que, por el contrario, había provocado aquella lectura a fin de poder seguir el hilo de sus propios pensamientos mientras fingía escuchar. ...
En la línea 3574
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Al escuchar este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven con aire asombrado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y abnegación hubieran venido a un rostro que no indicaba tod¿ via los veinte años. ...
En la línea 4132
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... El viejo leyó tanta franqueza y dolor en el rostro de D'Artagnan que le hizo seña de escuchar y le dijo en voz baja:-Senan las nueve poco más o menos, había oído yo algún ruido en la calle y quería saber qué podía ser, cuando al acercarme a mi puerta me di cuenta de que alguien trataba de entrar. ...
En la línea 6060
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Volvió a escuchar, pero por desgracia el aseo había terminado. ...
En la línea 3072
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Hablan con lentitud y lisura; rara vez, o nunca, se observan en ellos los arranques de elocuencia y de imaginación tan comunes en los demás españoles; tienen además una pronunciación áspera y fuerte, y al oírlos hablar creeríase escuchar a un campesino alemán o inglés que intentara expresarse en el idioma de la Península. ...
En la línea 3313
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Sentado a la puerta, me entretuve en contemplar los bosques de las alturas circunvecinas o el agua del arroyuelo, y en escuchar a la gente que vagaba por allí, hablando en el dialecto del país. ...
En la línea 3509
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Al caer la tarde, vuelven como en los tiempos pasados a las tabernas a comer las tostadas de pan y el queso y a beber la cerveza de Suffolk, y a escuchar los ruidosos cantares y alegres chanzas de los labradores. ...
En la línea 1145
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Alegróles el ruido en gran manera, y, parándose a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de poco ánimo. ...
En la línea 1931
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -«Digo, pues -prosiguió Cardenio-, que, estando todos en la sala, entró el cura de la perroquia, y, tomando a los dos por la mano para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir: ''¿Queréis, señora Luscinda, al señor don Fernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la Santa Madre Iglesia?'', yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a escuchar lo que Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte o la confirmación de mi vida. ...
En la línea 1976
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Llegaron, pues, a ella, y, asiéndola por la mano el cura, prosiguió diciendo: -Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren: señales claras que no deben de ser de poco momento las causas que han disfrazado vuestra belleza en hábito tan indigno, y traídola a tanta soledad como es ésta, en la cual ha sido ventura el hallaros, si no para dar remedio a vuestros males, a lo menos para darles consejo, pues ningún mal puede fatigar tanto, ni llegar tan al estremo de serlo, mientras no acaba la vida, que rehúya de no escuchar siquiera el consejo que con buena intención se le da al que lo padece. ...
En la línea 2621
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... »Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y a ver representar la tragedia de la muerte de su honra; la cual con tan estraños y eficaces afectos la representaron los personajes della, que pareció que se habían transformado en la misma verdad de lo que fingían. ...
En la línea 1453
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... mediatamente se acerca tanto a nosotros un ballenero americano, que oímos la voz del capitán mandar, jurando, a sus marineros que guarden silencio para escuchar si hay escollos. llama el capitán Fitz-Roy con la bocina y le dice que eche el ancla en el punto en que está ...
En la línea 808
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... De Pas no paró la atención en ellas, pero Ripamilán se detuvo, olfateando, y tendió el cuello en actitud de escuchar. ...
En la línea 1379
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Si doña Camila se acercaba a la puerta a escuchar por el ojo de la llave, no oía nada. ...
En la línea 7488
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Qué cosas tan nuevas, o mejor tan antiguas, tan antiguas y tan olvidadas estaba sintiendo! Oh, para él no era nuevo, no, sentir oprimido el pecho al mirar la luna, al escuchar los silencios de la noche; así había él empezado a ponerse enfermucho, allá en los Jesuitas: pero entonces sus anhelos eran vagos y ahora no; ahora anhelaba. ...
En la línea 7688
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Aplicó el oído al agujero de una cerradura, y después de escuchar con atención, rió con lo que llaman en las comedias risa sardónica. ...
En la línea 127
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Ella conocía perfectamente a don Baltasar gracias a las revelaciones de Claudio. El interés que sentimos todos por enterarnos del pasado de la persona amada la había hecho complacerse—durante los reposos de sus noches de voluptuosidad—en escuchar a Borja el relato de su infancia dentro de aquel caserón lleno de libros viejos, en una de las calles más tranquilas de Valencia. ...
En la línea 214
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Claudio sonrió distraídamente. Fingía escuchar con atención a su tío, mientras su pensamiento se iba alejando de él. ¿Qué podían importarle los Borgias?… Tal vez le hubiesen interesado un año antes, cuando estudiaba las andanzas novelescas de don Pedro de Luna; pero ahora vivía en otro mundo y eran distintas sus aficiones e Ideas. ...
En la línea 784
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Ascanio Sforza, convencido de que no reuniría bastantes sufragios para que lo eligiesen Papa empezó a escuchar las tentadoras proposiciones de su amigo Borgia. Este le ofreció, a cambio dé sus votos, el cargo de Vicecanciller, su propio palacio con todos los - muebles y riquezas que tanto admiraba Sforza, y además del castillo de Nepi, el obispado de Erlau, que daba una renta de diez mil ducados, y otros beneficios. ...
En la línea 1653
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Oyó el tiro de la pistola que tenía enfrente, un ruido muy lejano, y apretó el gatillo de la suya; mas no pudo escuchar su detonación. En el mismo instante sintió un golpe en la parte alta de su pierna derecha, una contusión, que hizo recordar la que había sufrido, siendo pequeño, al recibir cierta pedrada en una contienda con otros de su edad. ...
En la línea 653
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... A la mañana siguiente de su vuelta de la antigua capital de Blefuscu se presentó con un nuevo regalo para el coloso. Su amigo, el profesor de Física, que apenas si se acordaba ya del accidente maternal de pocos días antes, le había fabricado un aparato para que Gillespie pudiese escuchar considerablemente agrandados los ruidos que resultan ordinarios en la vida de los pigmeos. ...
En la línea 704
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Mientras fingía escuchar el discurso de Flimnap, sus ojos vagaron de un lado a otro examinando los diversos grupos situados sobre la planicie de la mesa. De pronto su atención caprichosa se concentró en el lado donde se aglomeraba la gran masa de sus servidores. ...
En la línea 916
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Aquella tarde, Golbasto, el gran poeta nacional, había salido de su casa apenas noto que las calles empezaban a quedar solitarias. El glorioso cantor solo gustaba de las muchedumbres cuando se reunían para aclamarle y escuchar sus versos. Fuera de estos momentos, encontraba al pueblo estúpido, maloliente y peligroso. ...
En la línea 1041
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Nunca sufrió el pobre Flimnap una tortura igual a la de escuchar a este personaje confundido entre el público y sin poder contestarle. Después de su triunfo en el templo de los rayos negros, se consideraba tan tribuno como el célebre senador; pero aquí no era más que un simple oyente que podía ser encarcelado si osaba alterar con sus interrupciones la calma de la majestuosa asamblea. ...
En la línea 2985
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Esto lo decía en la sala, al ver entrar a Nicolás, cuyos ojos tenían aún señales evidentes de lo bien que había dormido. Al sentir el coloquio, salió la pecadora de su escondite, y acercándose a la puerta de la sala trató de escuchar. Pero tía y sobrino siguieron hablando muy bajito, y nada pudo percibir. Después el clérigo, a instancias de su tía, salió al pasillo, y Fortunata metiose rápidamente en su escondite para esperarle allí. ...
En la línea 3162
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Era sin duda cosa delicada para dicha delante de testigos, y estos eran: Olmedo con Feliciana, el pianista ciego, que en los descansos solía agregarse a aquella plácida tertulia, y una señora jamona, fiel parroquiana del café de nueve a doce. La llamaban doña María de las Nieves, y era una de las figuras más notables que presenta Madrid en la variadísima serie de los tipos de café. Iba algunas veces sola, otras con una mujer de mantón borrego que parecía verdulera acomodada. Llevaba toquilla de color corinto, que se quitaba al sentarse, y al punto se le armaba en la mesa una tertulia de hombres, compuesta de los siguientes personajes: un portero del Colegio de Sordo-Mudos, un empleado del Tribunal de Cuentas, un teniente viejo, de la clase de tropa, retirado del servicio, y dos individuos que tenían puesto de carne y frutas en la plaza de San Ildefonso. En esta sociedad reinaba doña Nieves como en un salón, siendo ella la que pronunciaba las frases maliciosas y chispeantes sobre el suceso del día, y los otros los que las reían. Corríase algunas veces hacia la mesa inmediata, sobre todo a última hora, cuando sus amigos, gente que tenía que madrugar, empezaba a desertar del local. Entonces se formaba una segunda peña. Doña Nieves, bien digerido el café, tomaba chocolate, y acompañábanla Juan Pablo, Feijoo, el pianista ciego, Feliciana, Olmedo y algún otro. El mozo mismo, que había llegado a familiarizarse con aquella sociedad, se agregaba también, tomando asiento a un extremo del corro para escuchar y aplaudir. Doña Nieves era propietaria de algunos puestos del mercado y los arrendaba; por esto, así como por sus muchas relaciones, los diferentes tratos en que andaba y los anticipos que hacía a las placeras, ejercía cierto caciquismo en la plazuela. Se hacía respetar de los guindillas, protegiendo al débil contra el fuerte y los contraventores de las Ordenanzas urbanas contra la tiranía municipal. ...
En la línea 130
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Al cabo de media hora se le ocurrió de pronto que el príncipe llevaba mucho tiempo ausente, y al instante comenzó a sentirse solo. Pronto se dio a escuchar anheloso y cesó de entretenerse con las preciosas cosas que lo rodeaban. Se incomodó, luego se sintió desazonado e inquieto. Si apareciera alguien y lo sorprendiera con las ropas del príncipe, sin que éste se hallara presenté para dar explicaciones, ¿no lo ahorcarían primero, para averiguar después lo ocurrido? Había oído decir que los grandes eran muy estrictos con las cosas pequeñas. Sus temores fueron creciendo más y más; al fin abrió temblando la puerta de la antecámara, resuelto a huir en busca del príncipe, y, con él, de protección y libertad. Seis magníficos caballeros de servicio y dos jóvenes pajes de elevada condición, vestidos como mariposas, se pusieron en pie al punto y le hicieran grandes reverencias. El niño retrocedió velozmente y cerró la puerta diciéndose: ...
En la línea 561
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Iba Tom a decir algo referente a la conveniencia de empezar por el pago de las deudas del difunto rey antes de despilfarrar todo aquel dinero, pero un oportuno apretón del previsor Hertford en su brazo le evitó tal locura; y el niño dio su asenso real sin comentario alguno, mas no sin cierto disgusto que mostró su rostro. Mientras reflexionaba sobre la facilidad con que estaba haciendo milagros extraños y sorprendentes, cruzó por su cabeza una idea feliz. Por que no hacer a su madre duquesa de Offal Court y darle Estado. Pero al momento borró esta idea un triste pensamiento. Él no era más que, rey de nombre, pues aquellos graves veteranos grandes nobles eran sus amos. Como para ellos su madre no era sino creación de una mente enferma, no harían más que escuchar su proyecto con incredulidad y en seguida mandarían por el médico. ...
En la línea 916
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... ¡Cuál fue su gozo cuándo al fin vio el destello de una luz! Acercóse a ella cautelosamente, paso a paso, para mirar en torno y escuchar. La luz procedía de un hueco de ventana sin vidrios en una desvencijada choza. El niño oyó una voz y sintió ganas de correr y esconderse, pero cambió al momento de opinión, ya que, sin lugar á dudas, aquella voz estaba rezando. Deslizóse el rey hasta la ventana, se puso de puntillas y echó una mirada al interior de la choza. La habitación era pequeña y su suelo de tierra apisonada por el uso. En un rincón se veía un lecho de juncos y una o dos mantas hechas jirones; cerca de él un cubo, una taza, una jofaina, y algunos cacharros y sartenes. Había un banco angosto y un escabel de tres patas; en la chimenea quedaba el rescoldo de un fuego de leña. Ante una hornacina, iluminada por una sola vela, se hallaba arrodillado un hombre de edad, a cuyo lado, en una caja vieja de madera, estaban un libro abierto y una calavera. El hombre, que era de cuerpo grande y huesudo, y de pelo y barba largos y blancos como la nieve, se cubría con unas pieles de cordero que le llegaban de la garganta a las rodillas. ...
En la línea 949
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... No recibió respuesta. El viejo se inclinó para escudriñar el sereno semblante del niño y escuchar su calmada respiración. ...
En la línea 168
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Indiqué la dirección por donde la niebla había envuelto al otro, y él miró hacia allí por un instante. Pero como un loco se inclinó sobre la hierba húmeda para limar su hierro y sin hacer caso de mí ni tampoco de su propia pierna, en la que había una antigua escoriación que en aquel momento sangraba; sin embargo, él trataba su pierna con tanta rudeza como si no tuviese más sensibilidad que la misma lima. De nuevo volví a sentir miedo de él al ver como trabajaba con aquella apresurada furia, y también temí estar fuera de mi casa por más tiempo. Le dije que tenía que marcharme, pero él pareció no oírme, de manera que creí preferible alejarme silenciosamente. La última vez que le vi tenía la cabeza inclinada sobre la rodilla y trabajaba con el mayor ahínco en romper su hierro, murmurando impacientes imprecaciones dirigidas a éste y a la pierna. Más adelante me detuve a escuchar entre la niebla, y todavía pude oír el roce de la lima que seguía trabajando. ...
En la línea 288
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El sargento y los hombres que estaban a su lado hablaban en voz baja cuando Joe y yo llegamos a ellos. Después de escuchar un momento, Joe, que era buen juez en la materia, y el señor Wopsle, que lo era malo, convinieron en lo mismo. El sargento, hombre resuelto, ordenó que nadie contestase a aquel grito, pero que, en cambio, se cambiase de dirección y que todos los soldados se dirigieran hacia allá, corriendo cuanto pudiesen. Por eso nos volvimos hacia la derecha, adonde quedaba el Este, y Joe echó a correr tan aprisa que tuve que agarrarme para no caer. ...
En la línea 1467
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... - Esto es precisamente lo que les recomendé no hacer -dijo el señor Jaggers-. ¡Han pensado ustedes! Ya pienso yo por ustedes, y esto ha de bastarles. Si los necesito, ya sé dónde puedo hallarlos; no quiero que vengan a mi encuentro. No, no quiero escuchar una palabra más. ...
En la línea 2013
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pareciéndome que el domingo era el mejor día para escuchar las opiniones del señor Wemmick en Walworth, dediqué el siguiente domingo por la tarde a hacer una peregrinación al castillo. Al llegar ante las murallas almenadas observé que ondeaba la bandera inglesa y que el puente estaba levantado, pero, sin amilanarme por aquella muestra de desconfianza y de resistencia, llamé a la puerta y fui pacíficamente admitido por el anciano. -Mi hijo, caballero-dijo el viejo después de levantar el puente, - ya se figuraba que usted vendría y me dejó el encargo de que volvería pronto de su paseo. Mi hijo pasea con mucha regularidad. Es hombre de hábitos muy ordenados en todo. 140 Yo incliné la cabeza hacia el anciano caballero, de la misma manera que pudiera haber hecho Wemmick, y luego entramos y nos sentamos ante el fuego. - Indudablemente, caballero - dijo el anciano con su voz aguda, mientras se calentaba las manos ante la llama, - conoció usted a mi hijo en su oficina, ¿no es verdad? - Yo moví la cabeza afirmativamente. - ¡Ah! - añadió el viejo-. He oído decir que mi hijo es un hombre notable en los negocios. ¿No es cierto? - Yo afirmé con un enérgico movimiento de cabeza. - Sí, así me lo han dicho. Tengo entendido que se dedica a asuntos jurídicos. - Yo volví a afirmar con más fuerza. - Y lo que más me sorprende en mi hijo - continuó el anciano - es que no recibió educación adecuada para las leyes, sino para la tonelería. Deseoso de saber qué informes había recibido el anciano caballero acerca de la reputación del señor Jaggers, con toda mi fuerza le grité este nombre junto al oído, y me dejó muy confuso al advertir que se echaba a reír de buena gana y me contestaba alegremente: - Sin duda alguna, no; tiene usted razón. Y todavía no tengo la menor idea de lo que quería decirme o qué broma entendió él que le comunicaba. Como no podía permanecer allí indefinidamente moviendo con energía la cabeza y sin tratar de interesarle de algún modo, le grité una pregunta encaminada a saber si también sus ocupaciones se habían dedicado a la tonelería. Y a fuerza de repetir varias veces esta palabra y de golpear el pecho del anciano para dársela a entender, conseguí que por fin me comprendiese. - No - dijo mi interlocutor -. Me dediqué al almacenaje. Primero, allá - añadió señalando hacia la chimenea, aunque creo que quería indicar Liverpool, - y luego, aquí, en la City de Londres. Sin embargo, como tuve una enfermedad… , porque soy de oído muy duro, caballero… Yo, con mi pantomima, expresé el mayor asombro. - Sí, tengo el oído muy duro; y cuando se apoderó de mí esta enfermedad, mi hijo se dedicó a los asuntos jurídicos. Me tomó a su cargo y, poquito a poco, fue construyendo esta posesión tan hermosa y elegante. Pero, volviendo a lo que usted dijo - prosiguió el anciano echándose a reír alegremente otra vez, - le contesto que, sin duda alguna, no. Tiene usted razón. Yo me extrañaba modestamente acerca de lo que él habría podido entender, que tanto le divertía, cuando me sobresaltó un repentino ruidito en la pared, a un lado de la chimenea, y el observar que se abría una puertecita de madera en cuya parte interior estaba pintado el nombre de «John». El anciano, siguiendo la dirección de mi mirada, exclamó triunfante: -Mi hijo acaba de llegar a casa. Y ambos salimos en dirección al puente levadizo. Valía cualquier cosa el ver a Wemmick saludándome desde el otro lado de la zanja, a pesar de que habríamos podido darnos la mano con la mayor facilidad a través de ella. El anciano, muy satisfecho, bajaba el puente levadizo, y me guardé de ofrecerle mi ayuda al advertir el gozo que ello le proporcionaba. Por eso me quedé quieto hasta que Wemmick hubo atravesado la plancha y me presentó a la señorita Skiffins, que entonces le acompañaba. La señorita Skiffins parecía ser de madera, y, como su compañero, pertenecía sin duda alguna al servicio de correos. Tal vez tendría dos o tres años menos que Wemmick, y en seguida observé que también gustaba de llevar objetos de valor, fácilmente transportables. El corte de su blusa desde la cintura para arriba, tanto por delante como por detrás, hacía que su figura fuese muy semejante a la cometa de un muchacho; además, llevaba una falda de color anaranjado y guantes de un tono verde intenso. Pero parecía buena mujer y demostraba tener muchas consideraciones al anciano. No tardé mucho en descubrir que concurría con frecuencia al castillo, porque al entrar en él, mientras yo cumplimentaba a Wemmick por su ingenioso sistema de anunciarse al anciano, me rogó que fijara mi atención por un momento en el otro lado de la chimenea y desapareció. Poco después se oyó otro ruido semejante al que me había sobresaltado y se abrió otra puertecilla en la cual estaba pintado el nombre de la señorita Skiffins. Entonces ésta cerró la puertecilla que acababa de abrirse y apareció de nuevo el nombre de John; luego aparecieron los dos a la vez, y finalmente ambas puertecillas quedaron cerradas. En cuanto regresó Wemmick de hacer funcionar aquellos avisos mecánicos, le expresé la admiración que me había causado, y él contestó: -Ya comprenderá usted que eso es, a la vez, agradable y divertido para el anciano. Y además, caballero, hay un detalle muy importante, y es que a pesar de la mucha gente que atraviesa esta puerta, el secreto de este mecanismo no lo conoce nadie más que mi padre, la señorita Skiffins y yo. - Y todo lo hizo el señor Wemmick - añadió la señorita Skiffins -. Él inventó el aparatito y lo construyó con sus manos. Mientras la señorita Skiffins se quitaba el gorro (aunque conservó los guantes verdes durante toda la noche, como señal exterior de que había visita), Wemmick me invitó a dar una vuelta por la posesión, a fin 141 de contemplar el aspecto de la isla durante el invierno. Figurándome que lo hacía con objeto de darme la oportunidad de conocer sus opiniones de Walworth, aproveché la circunstancia tan pronto como hubimos salido del castillo. Como había reflexionado cuidadosamente acerca del particular, empecé a tratar del asunto como si fuese completamente nuevo para él. Informé a Wemmick de que quería hacer algo en favor de Herbert Pocket, refiriéndole, de paso, nuestro primer encuentro y nuestra pelea. También le di cuenta de la casa de Herbert y de su carácter, y mencioné que no tenía otros medios de subsistencia que los que podía proporcionarle su padre, inciertos y nada puntuales. Aludí a las ventajas que me proporcionó su trato, cuando yo tenía la natural tosquedad y el desconocimiento de la sociedad, propios de la vida que llevé durante mi infancia, y le confesé que hasta entonces se lo había pagado bastante mal y que tal vez mi amigo se habría abierto paso con más facilidad sin mí y sin mis esperanzas. Dejé a la señorita Havisham en segundo término y expresé la posibilidad de que yo hubiera perjudicado a mi amigo en sus proyectos, pero que éste poseía un alma generosa y estaba muy por encima de toda desconfianza baja y de cualquier conducta indigna. Por todas estas razones-dije a Wemmick-, y también por ser mi amigo y compañero, a quien quería mucho, deseaba que mi buena fortuna reflejase algunos rayos sobre él y, por consiguiente, buscaba consejo en la experiencia de Wemmick y en su conocimiento de los hombres y de los negocios, para saber cómo podría ayudar con mis recursos, a Herbert, por ejemplo, con un centenar de libras por año, a fin de cultivar en él el optimismo y el buen ánimo y adquirir en su beneficio, de un modo gradual, una participación en algún negocio. En conclusión, rogué a Wemmick tener en cuenta que mi auxilio debería prestarse sin que Herbert lo supiera ni lo sospechara, y que a nadie más que a él tenía en el mundo para que me aconsejara acerca del particular. Posé mi mano sobre el hombro de mi interlocutor y terminé diciendo: - No puedo remediarlo, pero confío en usted. Comprendo que eso le causará alguna molestia, pero la culpa es suya por haberme invitado a venir a su casa. Wemmick se quedó silencioso unos momentos, y luego, como sobresaltándose, dijo: - Pues bien, señor Pip, he de decirle una cosa, y es que eso prueba que es usted una excelente persona. - En tal caso, espero que me ayudará usted a ser bueno - contesté. - ¡Por Dios! - replicó Wemmick meneando la cabeza -. Ése no es mi oficio. - Ni tampoco aquí es donde trabaja usted - repliqué. - Tiene usted razón - dijo -. Ha dado usted en el clavo. Si no me equivoco, señor Pip, creo que lo que usted pretende puede hacerse de un modo gradual. Skiffins, es decir, el hermano de ella, es agente y perito en contabilidad. Iré a verle y trataré de que haga algo en su obsequio. - No sabe cuánto se lo agradezco. - Por el contrario - dijo -, yo le doy las gracias, porque aun cuando aquí hablamos de un modo confidencial y privado, puede decirse que todavía estoy envuelto por algunas de las telarañas de Newgate y eso me ayuda a quitármelas. Después de hablar un poco más acerca del particular regresamos al castillo, en donde encontramos a la señorita Skiffins ocupada en preparar el té. La misión, llena de responsabilidades, de hacer las tostadas, fue delegada en el anciano, y aquel excelente caballero se dedicaba con tanta atención a ello que no parecía sino que estuviese en peligro de que se le derritieran los ojos. La refacción que íbamos a tomar no era nominal, sino una vigorosa realidad. El anciano preparó un montón tan grande de tostadas con manteca, que apenas pude verle por encima de él mientras la manteca hervía lentamente en el pan, situado en un estante de hierro suspendido sobre el fuego, en tanto que la señorita Skiffins hacía tal cantidad de té, que hasta el cerdo, que se hallaba en la parte posterior de la propiedad, pareció excitarse sobremanera y repetidas veces expresó su deseo de participar en la velada. Habíase arriado la bandera y se disparó el cañón en el preciso momento de costumbre. Y yo me sentí tan alejado del mundo exterior como si la zanja tuviese treinta pies de ancho y otros tantos de profundidad. Nada alteraba la tranquilidad del castillo, a no ser el ruidito producido por las puertecillas que ponían al descubierto los nombres de John y de la señorita Skiffins. Y aquellas puertecillas parecían presa de una enfermedad espasmódica, que llegó a molestarme hasta que me acostumbré a ello. A juzgar por la naturaleza metódica de los movimientos de la señorita Skiffins, sentí la impresión de que iba todos los domingos al castillo para hacer el té; y hasta llegué a sospechar que el broche clásico que llevaba, representando el perfil de una mujer de nariz muy recta y una luna nueva, era un objeto de valor fácilmente transportable y regalado por Wemmick. Nos comimos todas las tostadas y bebimos el té en cantidades proporcionadas, de modo que resultó delicioso el advertir cuán calientes y grasientos nos quedamos al terminar. Especialmente el anciano, podría haber pasado por un jefe viejo de una tribu salvaje, después de untarse de grasa. Tras una corta pausa de 142 descanso, la señorita Skiffins, en ausencia de la criadita, que, al parecer, se retiraba los domingos por la tarde al seno de su familia, lavó las tazas, los platos y las cucharillas como pudiera haberlo hecho una dama aficionada a ello, de modo que no nos causó ninguna sensación repulsiva. Luego volvió a ponerse los guantes mientras los demás nos sentábamos en torno del fuego y Wemmick decía: - Ahora, padre, léanos el periódico. Wemmick me explicó, en tanto que el anciano iba en busca de sus anteojos, que aquello estaba de acuerdo con las costumbres de la casa y que el anciano caballero sentía el mayor placer leyendo en voz alta las noticias del periódico. - Hay que perdonárselo-terminó diciendo Wemmick, - pues el pobre no puede gozar con muchas cosas. ¿No es verdad, padre? - Está bien, John, está bien - replicó el anciano, observando que su hijo le hablaba. - Mientras él lea, hagan de vez en cuando un movimiento de afirmación con la cabeza - recomendó Wemmick -; así le harán tan feliz como un rey. Todos escuchamos, padre. — Está bien, John, está bien - contestó el alegre viejo, en apariencia tan deseoso y tan complacido de leer que ofrecía un espectáculo muy grato. El modo de leer del anciano me recordó las clases de la escuela de la tía abuela del señor Wopsle, pero tenía la agradable particularidad de que la voz parecía pasar a través del agujero de la cerradura. El viejo necesitaba que le acercasen las bujías, y como siempre estaba a punto de poner encima de la llama su propia cabeza o el periódico, era preciso tener tanto cuidado como si se acercase una luz a un depósito de pólvora. Pero Wemmick se mostraba incansable y cariñoso en su vigilancia y así el viejo pudo leer el periódico sin darse cuenta de las infinitas ocasiones en que le salvó de abrasarse. Cada vez que miraba hacia nosotros, todos expresábamos el mayor asombro y extraordinario interés y movíamos enérgicamente la cabeza de arriba abajo hasta que él continuaba la lectura. Wemmick y la señorita Skiffins estaban sentados uno al lado del otro, y como yo permanecía en un rincón lleno de sombra, observé un lento y gradual alargamiento de la boca del señor Wemmick, dándome a entender, con la mayor claridad, que, al mismo tiempo, alargaba despacio y gradualmente su brazo en torno de la cintura de la señorita Skiffins. A su debido tiempo vi que la mano de Wemmick aparecía por el otro lado de su compañera; pero, en aquel momento, la señorita Skiffins le contuvo con el guante verde, le quitó el brazo como si fuese una prenda de vestir y, con la mayor tranquilidad, le obligó a ponerlo sobre la mesa que tenían delante. Las maneras de la señorita Skiffins, mientras hacía todo eso, eran una de las cosas más notables que he visto en la vida, y hasta me pareció que, al obrar de aquel modo, lo hacía abstraída por completo, tal vez maquinalmente. Poquito a poco vi que el brazo de Wemmick volvía a desaparecer y que gradualmente se ocultaba. Después se abría otra vez su boca. Tras un intervalo de ansiedad por mi parte, que me resultaba casi penosa, vi que su mano aparecía en el otro lado de la señorita Skiffins. Inmediatamente, ésta le detenía con la mayor placidez, se quitaba aquel cinturón como antes y lo dejaba sobre la mesa. Considerando que este mueble representase el camino de la virtud, puedo asegurar que, mientras duró la lectura del anciano, el brazo de Wemmick lo abandonaba con bastante frecuencia, pero la señorita Skiffins lo volvía a poner en él. Por fin, el viejo empezó a leer con voz confusa y soñolienta. Había llegado la ocasión de que Wemmick sacara un jarro, una bandeja de vasos y una botella negra con corcho coronado por una pieza de porcelana que representaba una dignidad eclesiástica de aspecto rubicundo y social. Con ayuda de todo eso, todos pudimos beber algo caliente, incluso el anciano, que pronto se despertó. La señorita Skiffins hizo la mezcla del brebaje, y entonces observé que ella y Wemmick bebían en el mismo vaso. Naturalmente, no me atreví a ofrecerme para acompañar a la señorita Skiffins a su casa, como al principio me pareció conveniente hacer. Por eso fui el primero en marcharme, después de despedirme cordialmente del anciano y de pasar una agradable velada. Antes de que transcurriese una semana recibí unas líneas de Wemmick, fechadas en Walworth, diciendo que esperaba haber hecho algún progreso en el asunto que se refería a nuestra conversación particular y privada y que tendría el mejor placer en que yo fuese a verle otra vez. Por eso volví a Walworth y repetí dos o tres veces mis visitas, sin contar con que varias veces nos entrevistamos en la City, pero nunca me habló del asunto en su oficina ni cerca de ella. El hecho es que había encontrado a un joven consignatario, recientemente establecido en los negocios, que necesitaba un auxilio inteligente y también algo de capital; además, al cabo de poco tiempo, tendría necesidad de un socio. Entre él y yo firmamos un contrato secreto que se refería por completo a Herbert, y entregué la mitad de mis quinientas libras, comprometiéndome a realizar otros pagos, algunos de ellos en determinadas épocas, que dependían de la fecha en que cobraría mi renta, y otros cuando me viese en posesión de mis propiedades. El hermano de la señorita Skiffins llevó a 143 su cargo la negociación; Wemmick estuvo enterado de todo en cualquier momento, pero jamás apareció como mediador. Aquel asunto se llevó tan bien, que Herbert no tuvo la menor sospecha de mi intervención. Jamás olvidaré su radiante rostro cuando, una tarde, al llegar a casa, me dijo, cual si fuese una cosa nueva para mí, que se había puesto de acuerdo con un tal Clarriker (así se llamaba el joven comerciante) y que éste le manifestó una extraordinaria simpatía, lo cual le hacía creer que, por fin, había encontrado una buena oportunidad. Día por día,sus esperanzas fueron mayores y su rostro estuvo más alegre. Y tal vez llegó a figurarse que yo le quería de un modo extraordinario porque tuve la mayor dificultad en contener mis lágrimas de triunfo al verle tan feliz. Cuando todo estuvo listo y él hubo entrado en casa de Clarriker, lo cual fue causa de que durante una velada entera no me hablase de otra cosa, yo me eché a llorar al acostarme, diciéndome que mis esperanzas habían sido por fin útiles a alguien. En esta época de mi vida me ocurrió un hecho de la mayor importancia que cambió su curso por completo. Pero antes de proceder a narrarlo y de tratar de los cambios que me trajo, debo dedicar un capítulo a Estella. No es mucho dedicarlo al tema que de tal manera llenaba mi corazón. ...
En la línea 591
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Cuando vibró el sonido metálico, al visitante le pareció oír que algo se movía dentro del piso, y durante unos segundos escuchó atentamente. Volvió a llamar, volvió a escuchar y, de pronto, sin poder contener su impaciencia, empezó a sacudir la puerta, asiendo firmemente el tirador. ...
En la línea 828
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof creyó advertir que el joven secretario se mostraba más desdeñoso con él después de su confesión; pero, cosa extraña, a él ya no le importaban lo más mínimo los juicios ajenos sobre su persona. Este cambio de actitud se había producido en Raskolnikof súbitamente, en un abrir y cerrar de ojos. Si hubiese reflexionado, aunque sólo hubiera sido un minuto, se habría asombrado, sin duda, de haber podido hablar como lo había hecho con aquellos funcionarios, a los que incluso obligó a escuchar sus confidencias. ¿A qué se debería su nuevo y repentino estado de ánimo? Si en aquel momento apareciese la habitación llena no de empleados de la policía, sino de sus amigos más íntimos, no habría sabido qué decirles, no habría encontrado una sola palabra sincera y amistosa en el gran vacío que se había hecho en su alma. Le había invadido una lúgubre impresión de infinito y terrible aislamiento. No era el bochorno de haberse entregado a tan efusivas confidencias ante Ilia Petrovitch, ni la actitud jactanciosa y triunfante del oficial, lo que había producido semejante revolución en su ánimo. ¡Qué le importaba ya su bajeza! ¡Qué le importaban las arrogancias, los oficiales, las alemanas, las diligencias, las comisarías… ! Aunque le hubiesen condenado a morir en la hoguera, no se habría inmutado. Es más: apenas habría escuchado la sentencia. Algo nuevo, jamás sentido y que no habría sabido definir, se había producido en su interior. Comprendía, sentía con todo su ser que ya no podría conversar sinceramente con nadie, hacer confidencia alguna, no sólo a los empleados de la comisaría, sino ni siquiera a sus parientes más próximos: a su madre, a su hermana… Nunca había experimentado una sensación tan extraña ni tan cruel, y el hecho de que él se diera cuenta de que no se trataba de un sentimiento razonado, sino de una sensación, la más espantosa y torturante que había tenido en su vida, aumentaba su tormento. ...
En la línea 1062
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Acto seguido abrió la puerta y se puso a escuchar. Pero muy pronto, sin poder contenerse, se fue a toda prisa escaleras abajo. Sentía gran curiosidad por saber lo que Rasumikhine decía a la patrona. Pero lo cierto era que el joven parecía haberla subyugado. ...
En la línea 1319
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Perdóneme ‑le interrumpió Rasumikhine‑. Yo pertenezco a la categoría de los imbéciles. Dejemos ese asunto. Mi intención al dirigirle la palabra no era despertar su locuacidad. Tengo los oídos tan llenos de toda esa palabrería que no ceso de escuchar desde hace tres años, de todas esas trivialidades, de todos esos lugares comunes, que me sonroja no sólo hablar de ello, sino también que se hable delante de mi. Usted se ha apresurado a alardear ante nosotros de sus teorías, y no se lo censuro. Yo sólo deseaba saber quién es usted, pues en estos últimos tiempos se han introducido en los negocios públicos tantos intrigantes, y esos desaprensivos han ensuciado de tal modo cuanto ha pasado por sus manos, que han formado a su alrededor un verdadero lodazal. Y no hablemos más de este asunto. ...
En la línea 1172
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Fue a la ventana, la abrió, se asomó y, apoyada en el alféizar, permaneció unos tres minutos, sin volverse a escuchar lo que le decía. ...
En la línea 310
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Lo acometían impulsos irresistibles. Estaba tumbado en el campamento, dormitando perezosamente al sol, cuando de pronto erguía la cabeza y levantaba las orejas escuchando con atención, y, tras ponerse de pie de un brinco, se alejaba velozmente y corría durante horas por las veredas del bosque y a través de los espacios abiertos llenos de matorrales. Le encantaba correr por los cauces secos y espiar agazapado la vida de las aves en el bosque. Permanecía un día entero tumbado en el monte bajo observando a las perdices que se pavoneaban de un lado a otro agitando las alas. Pero lo que le gustaba especialmente era correr bajo el suave resplandor de las noches de verano, escuchar los atenuados y somnolientos murmullos del bosque, interpretar los indicios del mismo modo que una persona lee un libro, e indagar el origen de aquel soplo misterioso que, dormido o despierto, lo llamaba a todas horas. ...
En la línea 331
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... La gran cabeza se le abatía cada vez más bajo la arbórea cornamenta, y su trote desgarbado se debilitaba por momentos. Empezó a quedarse de pie in móvil durante largo rato con el hocico pegado al suelo y las orejas caídas. Buck encontraba entonces más tiempo para procurarse agua y para descansar. Fue en un momento como éste cuando, jadeante, con la lengua fuera y la mirada fija en el gran alce, le pareció que un cambio se estaba operando en el mundo. Percibía una excitación inusitada en la tierra. Así como los alces, otras formas de vida llegaban a la zona. La selva, las corrientes y el aire parecían palpitar con su presencia. No se dio cuenta con el olfato ni con la vista o el oído, sino gradualmente por medio de un sentido más sutil. Sin escuchar nada, sin ver nada, supo que por algún motivo la región había cambiado; que unos seres desconocidos se estaban moviendo por ella; y resolvió investigar cuando hubiera terminado con lo que tenía pendiente. ...
En la línea 1201
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Así lo hizo, en efecto, y oyendo en seguida la campana que llamaba a la mesa redonda, bajó al comedor, sintiendo aquel día excelente apetito, cosa no cotidiana en su enervado estómago. Faltaba aún, para que sirviesen la sopa, los sacramentales segundos y tercer toque. Había grupos de huéspedes que conversaban esperando; la mayor parte hablaban de la muerte de Pilar en voz queda, por consideración a Miranda, a quien conocían; sólo un núcleo de tres o cuatro navarros y vascongados platicaban de recio, por ser el asunto de su conversación de aquellos que no encierran misterio alguno. No obstante, de tal manera fijó la atención de Miranda lo que decían, que inmóvil y vuelto todo oídos, no respiraba casi. A los diez minutos de escuchar supo cuanto saber no quisiera: que Artegui estaba en París, que vivía en la casa de al lado, que se podía pasar a su domicilio por el jardín, puesto que uno de los vascongados declaraba haber lo hecho aquella mañana con objeto de visitarle… El camarero que cruzaba a la sazón con una bandeja llena de platos de humeante sopa, indicó a Miranda que podía sentarse, y él en vez de oírle, tomó escalera arriba como un frenético, y entró sin respeto alguno en la cámara mortuoria. ...
En la línea 1635
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Algunas horas transcurrieron. El tiempo era muy malo y el frío excesivo. Fix, sentado en un banco de la estación, permanecía inmóvil hasta el punto de parecer dormido. Mistress Aouida, a pesar de la nevada, salía a cada momento del cuarto que estaba a su disposición. Llegaba hasta lo último del andén, tratando de penetrar la bruma con su vista y procurando escuchar sí se percibía algún ruido. Pero nada. Aterida por el frío, volvía a su aposento para volver a salir algunos momentos más tarde, y siempre inútilmente. ...
En la línea 1899
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... No tenía, pues, mister Fogg necesidad de salir, y no salió. Estuvo en su cuarto ordenando sus asuntos. Picaporte no cesó de subir y bajar la escalera de la casa de Saville Row, yendo a escuchar a la puerta de su amo, en lo cual no creía ser indiscreto. Miraba por el ojo de la cerradura, imaginándose que tenía este derecho, pues temía a cada momento una catástrofe. Algunas veces se acordaba de Fix, pero sin encono, porque al fin, equivocado el agente, como todo el mundo, respecto de Phileas Fogg, no había hecho otra cosa que cumplir con su deber siguiéndolo hasta prenderlo, mientras que él… Esta idea lo abrumaba y se consideraba como el último de los miserables. ...

la Ortografía es divertida
Errores Ortográficos típicos con la palabra Escuchar
Cómo se escribe escuchar o hescuchar?
Cómo se escribe escuchar o eskuchar?
Cómo se escribe escuchar o escucharr?
Cómo se escribe escuchar o exuchar?
Cómo se escribe escuchar o ezcuchar?
Cómo se escribe escuchar o escucar?
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