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La palabra hayudado
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Comó se escribe hayudado o ayudado?

Cual es errónea Ayudado o Hayudado?

La palabra correcta es Ayudado. Sin Embargo Hayudado se trata de un error ortográfico.

La falta ortográfica detectada en la palabra hayudado es que se ha eliminado o se ha añadido la letra h a la palabra ayudado

Más información sobre la palabra Ayudado en internet

Ayudado en la RAE.
Ayudado en Word Reference.
Ayudado en la wikipedia.
Sinonimos de Ayudado.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Ayudado

Cómo se escribe ayudado o hayudado?
Cómo se escribe ayudado o alludado?

Algunas Frases de libros en las que aparece ayudado

La palabra ayudado puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 554
del libro la Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Muy duras estaban; pero él, como labriego experto, quería trabajarlas poco a poco, por secciones; y, marcando un cuadro cerca de su barraca, empezó a remover la tierra, ayudado por su familia. ...

En la línea 1800
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --Yo--decía el borracho con orgullo--he ayudado a detener a más de una docena. Además, he repartido no sé cuántas bofetadas entre esa gentuza, que, luego de acorralada, aún hablaba mal de las personas decentes... ...

En la línea 6731
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Finalmente, habiendo pasado toda aquella noche en miserables quejas y lamentaciones, vino el día, con cuya claridad y resplandor vio Sancho que era imposible de toda imposibilidad salir de aquel pozo sin ser ayudado, y comenzó a lamentarse y dar voces, por ver si alguno le oía; pero todas sus voces eran dadas en desierto, pues por todos aquellos contornos no había persona que pudiese escucharle, y entonces se acabó de dar por muerto. ...

En la línea 11690
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Sacó fuerzas de flaqueza, y ayudado por la indignación general, se impuso. ...

En la línea 13194
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... De Pas hablaba mientras se vestía ayudado por su madre, que buscó en el fondo de un baúl la ropa de más abrigo. ...

En la línea 14588
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Visitación los habrá ayudado. ...

En la línea 16524
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Se apearon, y rodeando la quinta del Marqués, entraron en el bosque de robles donde meses antes don Víctor había buscado a su mujer ayudado del Magistral. ...

En la línea 383
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Mientras Calixto iii agonizaba, expedía don Ferrante desde Nápoles atrevidos emisarios para que clavasen en las mismas puertas de San Pedro una protesta contra las pretensiones políticas del Pontífice, amenazándole con hacer una revolución en Roma ayudado por sus habitantes. Un grupo de cardenales guardaba el orden en la ciudad, luego de ponerse en inteligencia con don Pedro Luis, lo que resultó más fácil que ellos habían creído al principio, teniendo en cuenta su arrogancia y sus ambiciones. ...

En la línea 644
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Otra vez Rodrigo de Borja, que figuraba al frente del Importante grupo de cardenales aseglarados, ricos audaces e Inquietos, influyó en la elección pontifical, ayudado por sus compañeros Gonzaga y Orsini, que tampoco eran de mejores costumbres. Fué el elegido un genovés, antiguo fraile, el cardenal Francisco de la Rovere, que tomó el nombre de Sixto IV. ...

En la línea 896
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Es justo reconocer que Rodrigo de Borja mostró al principio un afecto sincero por Fernando e Isabel reyes de origen no muy legítimo, a los que había ayudado en sus primeros años de matrimonio, cuando no eran más que príncipes. Después de la toma de Granada, apenas ascendido al Papado, les dio el título de Reyes Católicos, que aún usan los actuales monarcas españoles. Todo lo que le pedía don Fernando se apresuraba a concederlo, entre otras cosas, los maestrazgos de las Ordenes militares, regalo que representaba cuantiosas rentas. En realidad, el Papa Borgia dio a los Reyes Católicos más que éstos a él. Las exigencias continuas de Fernando fueron causa de que el Pontífice, aconsejado por su hijo César, se inclinase finalmente al lado del rey de Francia, más atento con su persona y con los suyos. En los primeros tiempos de su Pontificado admiraba a Isabel la Católica corno una de las damas más hermosas y prudentes de aquella época. Aficionada a trajes costosos y ricas alhajas, era, sin embargo, de una virtud escrupulosa, exagerándola hasta la austeridad. Cuando su marido estaba ausente, aunque sólo fuese por una noche, hacía colocar su lecho en un gran salón, durmiendo rodeada de sus hijos y las damas de Palacio, encargadas de velar el sueño de los reyes, que recibían el titulo de cobíjeras. Así se ponía a cubierto de maliciosas suposiciones en aquel tiempo de grandes escándalos. Todos los héroes de la guerra contra los moros estaban enamorados de doña Isabel, románticamente sin esperanza y sin carnales deseos. Tenían por dama de sus pensamientos a esta reina de rublo indiscutible, con ojos azules, grandes y tranquilos. ...

En la línea 1228
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Se tuvieron sospechas de los Orsinis, enemigos del Pontífice v en especial de Gandía, el cual les resultaba más insufrible que su padre, a causa de su jactanciosa mocedad. Se sospechó también del cardenal Ascanio Sforza, que había disputado recientemente con Juan; de Bartolomé de Albiano, enemigo suyo; del duque de Urbino, prisionero en el desastre de Soriano, que se mostraba furioso contra los Borgias porque no le habían ayudado a pagar su rescate; de Juan Sforza, el antiguo esposo de Lucrecia, y hasta de los Colonnas, siempre amigos de aquéllos. ...

En la línea 2393
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Como usted lo oye. ¡Lo que usted se perdió! Jacinta es una de las señoras que más han ayudado a sostener esta casa. Ya se ve, como no tiene hijos… no sabe en qué gastar el dinero. ¿Se ha fijado usted en aquellos grandes ramos, monísimos, con flores de tisú de oro y hojas de plata? ...

En la línea 4782
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Llevando su broma hasta el fin, Ballester porfiaba que la yema era venenosa; mas como el otro rechazara la complicidad en aquel homicidio, diose a partido el exaltado boticario, diciendo que la pelotilla era de azúcar con aceite de croto, que es el derivativo drástico por excelencia. Maxi, que le había ayudado a hacerla, se sonreía. Como en estos dimes y diretes se pasó bastante tiempo, cuando Ballester quiso poner en ejecución la chuscada, ya había bajado el hilo con una yema de coco, y el crítico se la estaba comiendo. El otro se consoló pensando que otra noche consumaría su trágica venganza. «Él se la tiene que comer… —dijo guardando la bola—. Como me llamo Segismundo, se la tiene que tragar, y entonces diré como mi tocayo: '¡Vive Dios que pudo ser!'». ...

En la línea 2082
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Y la reina de Mompracem estaba allí, animándolos con su voz y con sus sonrisas, mientras, a la cabeza de todos, Sandokán trabajaba con actividad febril ayudado por Yáñez, que no perdía su acostumbrada calma. ...

En la línea 3195
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... La verdadera fuente del Gulf Stream, reconocida por el comandante Maury, o su punto de partida, si se prefiere, está situada en el golfo de Gascuña. Allí, sus aguas, aún débiles de temperatura y de color, comienzan a formarse. Desciende al Sur, costea el África ecuatorial, calienta sus aguas con los rayos solares de la zona tórrida, atraviesa el Atlántico, alcanza el cabo San Roque en la costa brasileña y se bifurca en dos brazos, uno de los cuales va a saturarse de las calientes moléculas del mar de las Antillas. Entonces, el Gulf Stream, encargado de restablecer el equilibrio entre las temperaturas y de mezclar las aguas de los trópicos con las aguas boreales, comienza a desempeñar su papel de compensador. Se calienta fuertemente en el golfo de México y luego se eleva al Norte a lo largo de las costas americanas hasta llegar a Terranova, donde se desvía por el empuje de la corriente fría del estrecho de Davis y reemprende la ruta del océano siguiendo sobre uno de los grandes círculos del Globo la línea loxodrómica; hacia el grado 43 se divide en dos brazos, uno de los cuales, ayudado por el alisio del Nordeste, vuelve hacia las Azores y el golfo de Gascuña, mientras el otro, tras templar las costas de Irlanda y de Noruega, llega más allá de las Spitzberg, donde su temperatura desciende a cuatro grados, para formar el mar libre del Polo. ...

En la línea 1803
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... marea le habría ayudado a hacer el camino; y siempre le recuerdo yendo detrás de nosotros o siguiendo ...

En la línea 2051
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Magwitch estaba muy enfermo en la cárcel durante todo el intervalo que hubo entre su prisión y el juicio, hasta que llegó el día en que se celebró éste. Tenía dos costillas rotas, que le infirieron una herida en un 218 pulmón, y respiraba con mucha dificultad y agudo dolor, que aumentaba día por día. Como consecuencia de ello hablaba en voz tan baja que apenas se le podía oír, y por eso sus palabras eran pocas. Pero siempre estaba dispuesto a escucharme y, por tanto, el primer deber de mi vida fue el de hablarle y el de leerle las cosas que, según me parecía, escucharía atentamente. Como estaba demasiado enfermo para permanecer en la prisión común, al cabo de uno o dos días fue trasladado a la enfermería. Esto me dio más oportunidades de permanecer acompañándole. A no ser por su enfermedad, habría sido aherrojado, pues se le consideraba hombre peligroso y capaz de fugarse a pesar de todo. Lo veía todos los días, aunque sólo por un corto espacio de tiempo. Así, pues, los intervalos de nuestras separaciones eran lo bastante largos para que pudiese notar en su rostro los cambios debidos a su estado físico. No recuerdo haber observado en él ningún indicio de mejoría. Cada día estaba peor y cada vez más débil a partir del momento en que tras él se cerró la puerta de la cárcel. La sumisión o la resignación que demostraba eran propios de un hombre que ya está fatigado. Muchas veces, sus maneras, o una palabra o dos que se le escapaban, me producían la impresión de que tal vez él reflexionaba acerca de si, en circunstancias más favorables, habría podido ser un hombre mejor, pero jamás se justificaba con la menor alusión a esto ni trataba de dar al pasado una forma distinta de la que realmente tenía. Ocurrió en dos o tres ocasiones y en mi presencia que alguna de las personas que estaban a su cuidado hiciese cualquier alusión a su mala reputación. Entonces, una sonrisa cruzaba su rostro y volvía los ojos hacia mí con tan confiada mirada como si estuviese seguro de que yo conocía sus propósitos de redención, aun en la época en que era todavía un niño. En todo lo demás se mostraba humilde y contrito y nunca le oí quejarse. Cuando llegó el día de la vista del juicio, el señor Jaggers solicitó el aplazamiento hasta la sesión siguiente. Pero como era evidente que el objeto de tal petición se basaba en la seguridad de que el acusado no viviría tanto tiempo, fue denegada. Se celebró el juicio, y cuando le llevaron al Tribunal le permitieron sentarse en una silla. No se me impidió sentarme cerca de él, más allá del banquillo de los acusados, aunque lo bastante cerca para sostener la mano que él me entregó. El juicio fue corto y claro. Se dijo cuanto podía decirse en su favor, es decir, que había adquirido hábitos de trabajo y que se comportó de un modo honroso, cumpliendo exactamente los mandatos de las leyes. Pero no era posible negar el hecho de que había vuelto y de que estaba allí en presencia del juez y de los jurados. Era, pues, imposible absolverle. En aquella época existía la costumbre, según averigüé gracias a que pude presenciar la marcha de aquellos procesos, de dedicar el último día a pronunciar sentencias y terminar con el terrible efecto que producían las de muerte. Pero apenas puedo creer, por el recuerdo indeleble que tengo de aquel día y mientras escribo estas palabras, que viera treinta y dos hombres y mujeres colocados ante el juez y recibiendo a la vez aquella terrible sentencia. Él estaba entre los treinta y dos, sentado, con objeto de que pudiese respirar y conservar la vida. Aquella escena parece que se presenta de nuevo a mi imaginación con sus vívidos colores y entre la lluvia del mes de abril que brillaba a los rayos del sol y a través de las ventanas de la sala del Tribunal. En el espacio reservado a los acusados estaban los treinta y dos hombres y mujeres; algunos con aire de reto, otros aterrados, otros llorando y sollozando, otros ocultándose el rostro y algunos mirando tristemente alrededor. Entre las mujeres resonaron algunos gritos, que fueron pronto acallados, y siguió un silencio general. Los alguaciles, con sus grandes collares y galones, así como los ujieres y una gran concurrencia, semejante a la de un teatro, contemplaban el espectáculo mientras los treinta y dos condenados y el juez estaban frente a frente. Entonces el juez se dirigió a ellos. Entre los desgraciados que estaban ante él, y a cada uno de los cuales se dirigía separadamente, había uno que casi desde su infancia había ofendido continuamente a las leyes; uno que, después de repetidos encarcelamientos y castigos, fue desterrado por algunos años; pero que, en circunstancias de gran atrevimiento y violencia, logró escapar y volvió a ser sentenciado para un destierro de por vida. Aquel miserable, por espacio de algún tiempo, pareció estar arrepentido de sus horrores, cuando estaba muy lejos de las escenas de sus antiguos crímenes, y allí llevó una vida apacible y honrada. Pero en un momento fatal, rindiéndose a sus pasiones y a sus costumbres, que por mucho tiempo le convirtieron en un azote de la sociedad, abandonó aquel lugar en que vivía tranquilo y arrepentido y volvió a la nación de donde había sido proscrito. Allí fue denunciado y, por algún tiempo, logró evadir a los oficiales de la justicia, mas por fin fue preso en el momento en que se disponía a huir, y él se resistió. Además, no se sabe si deliberadamente o impulsado por su ciego atrevimiento, causó la muerte del que le había denunciado y que conocía su vida entera. Y como la pena dictada por las leyes para 219 el que se hallara en su caso era la más severa y él, por su parte, había agravado su culpa, debía prepararse para morir. El sol daba de lleno en los grandes ventanales de la sala atravesando las brillantes gotas de lluvia sobre los cristales y formaba un ancho rayo de luz que iba a iluminar el espacio libre entre el juez y los treinta y dos condenados, uniéndolos así y tal vez recordando a alguno de los que estaban en la audiencia que tanto el juez como los reos serían sometidos con absoluta igualdad al Gran Juicio que conoce todas las cosas y no puede errar. Levantándose por un momento y con el rostro alumbrado por aquel rayo de luz, el preso dijo: -Milord, ya he recibido mi sentencia de muerte del Todopoderoso, pero me inclino ante la de Vuestro Honor. Dicho esto volvió a sentarse. Hubo un corto silencio, y el juez continuó con lo que tenía que decir a los demás. Luego fueron condenados todos formalmente, y algunos de ellos recibieron resignados la sentencia; otros miraron alrededor con ojos retadores; algunos hicieron señas al público, y dos o tres se dieron la mano, en tanto que los demás salían mascando los fragmentos de hierba que habían tomado del suelo. Él fue el último en salir, porque tenían que ayudarle a levantarse de la silla y se veía obligado a andar muy despacio; y mientras salían todos los demás, me dio la mano, en tanto que el público se ponía en pie (arreglándose los trajes, como si estuviesen en la iglesia o en otro lugar público), al tiempo que señalaban a uno u otro criminal, y muchos de ellos a mí y a él. Piadosamente, esperaba y rogaba que muriese antes de que llegara el día de la ejecución de la sentencia; pero, ante el temor de que durase más su vida, aquella misma noche redacté una súplica al secretario del Ministerio de Estado expresando cómo le conocí y diciendo que había regresado por mi causa. Mis palabras fueron tan fervientes y patéticas como me fue posible, y cuando hube terminado aquella petición y la mandé, redacté otras para todas las autoridades de cuya compasión más esperaba, y hasta dirigí una al monarca. Durante varios días y noches después de su sentencia no descansé, exceptuando los momentos en que me quedaba dormido en mi silla, pues estaba completamente absorbido por el resultado que pudieran tener mis peticiones. Y después de haberlas expedido no me era posible alejarme de los lugares en que se hallaban, porque me sentía más animado cuando estaba cerca de ellas. En aquella poco razonable intranquilidad y en el dolor mental que sufría, rondaba por las calles inmediatas a aquellas oficinas a donde dirigiera las peticiones. Y aún ahora, las calles del oeste de Londres, en las noches frías de primavera, con sus mansiones de aspecto severo y sus largas filas de faroles, me resultan tristísimas por el recuerdo. Las visitas que podía hacerle habían sido acortadas, y la guardia que se ejercía junto a él era mucho más cuidadosa. Tal vez temiendo, viendo o figurándome que sospechaban en mí la intención de llevarle algún veneno, solicité que me registrasen antes de sentarme junto a su lecho, y. ante el oficial que siempre estaba allí me manifesté dispuesto a hacer cualquier cosa que pudiese probarle la sinceridad y la rectitud de mis intenciones. Nadie nos trataba mal ni a él ni a mí. Era preciso cumplir el deber, pero lo hacían sin la menor rudeza. El oficial me aseguraba siempre que estaba peor, y en esta opinión coincidían otros penados enfermos que había en la misma sala, así como los presos que les cuidaban como enfermeros, desde luego malhechores, pero, a Dios gracias, no incapaces de mostrarse bondadosos. A medida que pasaban los días, observé que cada vez se quedaba con más gusto echado de espaldas y mirando al blanco techo, mientras en su rostro parecía haber desaparecido la luz, hasta que una palabra mía lo alumbraba por un momento y volvía a ensombrecerse luego. Algunas veces no podía hablar nada o casi nada; entonces me contestaba con ligeras presiones en la mano, y yo comprendía bien su significado. Había llegado a diez el número de días cuando observé en él un cambio mucho mayor de cuantos había notado. Sus ojos estaban vueltos hacia la puerta y parecieron iluminarse cuando yo entré. - Querido Pip -me dijo así que estuve junto a su cama. - Me figuré que te retrasabas, pero ya comprendí que eso no era posible. - Es la hora exacta - le contesté. - He estado esperando a que abriesen la puerta. - Siempre lo esperas ante la puerta, ¿no es verdad, querido Pip? - Sí. Para no perder ni un momento del tiempo que nos conceden. - Gracias, querido Pip, muchas gracias. Dios te bendiga. No me has abandonado nunca, querido muchacho. En silencio le oprimí la mano, porque no podía olvidar que en una ocasión me había propuesto abandonarle. - Lo mejor - añadió - es que siempre has podido estar más a mi lado desde que fui preso que cuando estaba en libertad. Eso es lo mejor. 220 Estaba echado de espaldas y respiraba con mucha dificultad. A pesar de sus palabras y del cariño que me demostraba, era evidente que su rostro se iba poniendo cada vez más sombrío y que la mirada era cada vez más vaga cuando se fijaba en el blanco techo. - ¿Sufre usted mucho hoy? -No me quejo de nada, querido Pip. - Usted no se queja nunca. Había pronunciado ya sus últimas palabras. Sonrió, y por el contacto de su mano comprendí que deseaba levantar la mía y apoyarla en su pecho. Lo hice así, él volvió a sonreír y luego puso sus manos sobre la mía. Pasaba el tiempo de la visita mientras estábamos así; pero al mirar alrededor vi que el director de la cárcel estaba a mi lado y que me decía: - No hay necesidad de que se marche usted todavía. Le di las gracias y le pregunté: - ¿Puedo hablarle, en caso de que me oiga? El director se apartó un poco e hizo seña al oficial para que le imitase. Tal cambio se efectuó sin el menor ruido, y entonces el enfermo pareció recobrar la vivacidad de su plácida mirada y volvió los ojos hacia mí con el mayor afecto. - Querido Magwitch. Voy a decirle una cosa. ¿Entiende usted mis palabras? Sentí una ligera presión en mis manos. - En otro tiempo tuvo usted una hija a la que quería mucho y a la que perdió. Sentí en la mano una presión más fuerte. - Pues vivió y encontró poderosos amigos. Todavía vive. Es una dama y muy hermosa. Yo la amo. Con un último y débil esfuerzo que habría sido infructuoso de no haberle ayudado yo, llevó mi mano a sus labios. Luego, muy despacio, la dejó caer otra vez sobre su pecho y la cubrió con sus propias manos. Recobró otra vez la plácida mirada que se fijaba en el blanco techo, pero ésta pronto desapareció y su cabeza cayó despacio sobre su pecho. Acordándome entonces de lo que habíamos leído juntos, pensé en los dos hombres que subieron al Temple para orar, y comprendí que junto a su lecho no podía decir nada mejor que: - ¡Oh Dios mío! ¡Sé misericordioso con este pecador! ...


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Mira que burrada ortográfica hemos encontrado con la letra h

Reglas relacionadas con los errores de h

Las Reglas Ortográficas de la H

Regla 1 de la H Se escribe con h todos los tiempos de los verbos que la llevan en sus infinitivos. Observa estas formas verbales: has, hay, habría, hubiera, han, he (el verbo haber), haces, hago, hace (del verbo hacer), hablar, hablemos (del verbo hablar).

Regla 2 de la H Se escriben con h las palabras que empiezan con la sílaba hum- seguida de vocal. Observa estas palabras: humanos, humano.

Se escriben con h las palabras que empiezan por hue-. Por ejemplo: huevo, hueco.

Regla 3 de la H Se escriben con h las palabra que empiezan por hidro- `agua', hiper- `superioridad', o `exceso', hipo `debajo de' o `escasez de'. Por ejemplo: hidrografía, hipertensión, hipotensión.

Regla 4 de la H Se escriben con h las palabras que empiezan por hecto- `ciento', hepta- `siete', hexa- `seis', hemi- `medio', homo- `igual', hemat- `sangre', que a veces adopta las formas hem-, hemo-, y hema-, helio-`sol'. Por ejemplo: hectómetro, heptasílaba, hexámetro, hemisferio, homónimo, hemorragia, helioscopio.

Regla 5 de la H Los derivados de palabras que llevan h también se escriben con dicha letra.

Por ejemplo: habilidad, habilitado e inhábil (derivados de hábil).

Excepciones: - óvulo, ovario, oval... (de huevo)

- oquedad (de hueco)

- orfandad, orfanato (de huérfano)

- osario, óseo, osificar, osamenta (de hueso)


la Ortografía es divertida

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