La palabra Volviese ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece volviese.
Estadisticas de la palabra volviese
La palabra volviese no es muy usada pues no es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE
Errores Ortográficos típicos con la palabra Volviese
Cómo se escribe volviese o volvieze?
Cómo se escribe volviese o bolbiese?
Algunas Frases de libros en las que aparece volviese
La palabra volviese puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 662
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Ella era del campo como su padre, y en el campo quería permanecer. No le asustaban las costumbres del cortijo. En Matanzuela debía sentirse la falta de un ama que convirtiese la habitación del aperador en una «tacita de plata». Ya se enteraría él de lo que era buena vida, acostumbrado a la existencia desordenada del contrabandista y al cuidado de aquella vieja del cortijo. ¡Pobrecito! Bien notaba ella en su ropa la falta que le hacía una mujer... Se levantarían al romper el día: él a vigilar la salida de los gañanes para el tajo, ella a preparar el almuerzo, a limpiar la casa con las manitas que Dios la había dado, sin ningún miedo al trabajo. Vestido con aquel traje de campo que tan bien le sentaba, montaría a caballo, pero sin faltarle un botón en la chaquetilla, sin el menor descosido en los calzones, con una camisa siempre blanca como la nieve, bien cepillado, lo mismo que un señorito de Jerez. Y cuando volviese, la vería esperándole en la puerta del cortijo; pobre, pero limpia como los chorros de agua, bien peinada, con flores en el moño, y unos delantales que quitarían la luz de los ojos. ...
En la línea 1306
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Su hijo había ido a Málaga, por encargo de su principal, para intervenir, como hombre de confianza, en cierta quiebra, y allá permanecía ocupado en repasar cuentas y discutir con los otros acreedores. ¡Ojalá no volviese en un año! El señor Fermín temía que al regresar a Jerez se comprometiese en favor de los huelguistas, impulsado por las enseñanzas de su maestro Salvatierra, que le arrastraban al lado de los humildes y los rebeldes. En cuanto a don Fernando, hacía muchos días que había salido de Jerez custodiado por la guardia civil. ...
En la línea 1311
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El señor Fermín se alegraba de esta solución. ¡Que le tuviesen entretenido mucho tiempo! ¡Que no volviese en un año! Conocía a Salvatierra, y estaba seguro de que, permaneciendo en Jerez, no tardaría mucho en estallar la insurrección de los hambrientos, seguida de una represión cruel y del presidio para don Fernando, tal vez por toda su vida. ...
En la línea 1413
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Desde que había vuelto de Málaga, su padre no le veía una sola vez que no le recomendase la prudencia. Debía callar; al fin, ellos comían el pan de los Dupont, y no era noble el unirse con los desesperados, aunque éstos se quejasen con harto motivo. Además, para el señor Fermín, todas las aspiraciones humanas se resumían en don Fernando Salvatierra, y éste se hallaba ausente. Lo retenían en Madrid sometido a una continua vigilancia para que no volviese a Andalucía. Y el capataz de Marchamalo, faltando su don Fernando, consideraba la huelga desprovista de interés, y a los huelguistas como un ejército sin caudillo y sin bandera; una horda que forzosamente había de ser diezmada y sacrificada por los ricos. ...
En la línea 9418
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Todo el día, toda la noche transcurrieron sin que volviese a verlo. ...
En la línea 11036
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Se le acogió en triunfo como si volviese de vencer al enemigo y no a franceses. ...
En la línea 1053
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya los pastores se habían ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y hallóle de muy mal arte, aunque no había perdido el sentido, y díjole: -¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros? -Como eso puede desparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo. ...
En la línea 1178
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... «Así que, yendo días y viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en omecillo y mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le dio, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante que, por no verla, se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la viesen jamás. ...
En la línea 1771
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pero yo, ¿cómo puedo imitalle en las locuras, si no le imito en la ocasión dellas? Porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar que no ha visto en todos los días de su vida moro alguno, ansí como él es, en su mismo traje, y que se está hoy como la madre que la parió; y haríale agravio manifiesto si, imaginando otra cosa della, me volviese loco de aquel género de locura de Roldán el furioso. ...
En la línea 1849
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Parecióles bien lo que Sancho Panza decía, y así, determinaron de aguardarle hasta que volviese con las nuevas del hallazgo de su amo. ...
En la línea 2406
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... r una extraña coincidencia al pasar por Sydney encontró Shongi en casa de Mister Marsden al jefe de la tribu de las orillas del Thames; se saludaron cortésmente, y después dijo Shongi a su enemigo que tan pronto como volviese a Nueva-Zelanda le daría una guerra sin tregua ni cuartel. otro aceptó el reto, y en cuanto Shongi volvió cumplió su palabra al pie de la letra; acabando por destruir por completo la tribu del Thames y por matar al jefe a quien había desafiado ...
En la línea 9972
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Había triunfado al cabo don Pompeyo Guimarán! Don Álvaro quería que el ateo volviese al Casino, hacía falta aquel refuerzo a los que se empeñaban en deshonrar al Magistral. ...
En la línea 11373
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El enfermo perdía el uso de la poca razón que tenía muy a menudo; se necesitaba alguna impresión fuerte para que volviese a discurrir lo poco que sabía. ...
En la línea 13951
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Don Víctor salió de la huerta y atravesando prados, pumaradas y tierras de maíz, buscó entre las casuchas vecinas la bajada al río Soto, y por su orilla el lugar más a propósito para sentar sus reales y pescar, en cuanto volviese Anselmo con los trastos necesarios. ...
En la línea 14047
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Temía sobre todo que si rompía sus relaciones devotas con él, volviese una reacción de lástima, arrepentimiento y piedad imaginaria que la arrastrase a otra locura como la del viernes Santo. ...
En la línea 539
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Y se preguntaba vanidosamente sí ella habría procedido lo mismo, escribiendo apasionados llamamientos para que volviese a su lado, y rompiéndolos horas después, bajo la rabiosa sugestión del orgullo. ...
En la línea 1235
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Antes de que Gillespie volviese a la superficie se sintió aprisionado por las patas de un pulpo, que le inmovilizaban, acabando por tirar de él. Eran los cables vivientes de los sumergibles, que le habían cazado en el seno del mar. Salió a la superficie remolcado por estos lazos, que se clavaban en sus carnes, y para evitar su cruel mordedura hizo pie en la arena, procurando correr hacia la costa con una velocidad igual a la de los buques. ...
En la línea 1700
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La dulce miss Margaret Haynes le telegrafiaba para ordenarle que volviese cuanto antes, añadiendo que si había recibido un despacho de su madre con la noticia de que ella estaba gravemente enferma no hiciese caso alguno. ...
En la línea 3187
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Juan Pablo miró al ciego, y se helaron en sus labios las palabras con que iba a espetarle nuevamente su cruel filosofía. Era Rubín hombre de buen corazón, y le pareció poco humano aumentar las tinieblas de aquella triste y miserable vida. Pero al propio tiempo su conciencia no le permitía desmentir lo que acababa de sostener. La dignidad por delante. Estuvo luchando un rato entre la piedad y el deber, y como el ciego volviese a preguntarle con insistente afán: «¿pero es cierto que al morir nos convertimos en berzas… ?» le replicó el apóstol: ...
En la línea 4747
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Lo que Fortunata sintió era una combinación de pena y alegría que no la dejaba hablar. Porque deseando que volviese, al mismo tiempo tenía presentimientos de una nueva desgracia. ¡Cuidado que no haberle escrito ni una sola letra, pero ni una… ! Aurora convenía en que era una gran bribonada. Después que pusieron a esto los comentarios propios del caso, la de Fenelón dijo a su compinche algo más que fue oído con extraordinaria curiosidad y atención: «¿Creerás que se me ha metido una cosa en la cabeza?… Ello no será; pero bien podría ser. Ayer estuvo doña Guillermina en la tienda. Pepe le había ofrecido una cantidad para su obra, si salía bien la inauguración, y nada… que se plantó allí a cobrar… Pues hablando de la familia, dijo que el primo Moreno viene también mañana con ellos. Se fue con ellos y con ellos vuelve. Yo sé que han pasado el verano en Biarritz, y después han ido todos a París… ¿Qué te parece a ti? El primo Manolo no viene a España más que, por ejemplo, en invierno; nunca ha venido en Setiembre. Y eso de pegarse a la familia de Santa Cruz, ¡él, que gusta de andar siempre solo! Ello no será; ¡pero hay tantas cosas que parece que no pueden ser y luego son! Antes de que partieran, me pareció a mí, por ciertas cosas que vi y oí, que al buen hombre le gustaba demasiado Jacinta. ¡Si habrá algo… ! ¿A ti qué te parece?». ...
En la línea 5373
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Repitió sus ofrecimientos y se fue, dejando a Fortunata la impresión de que no estaba tan sola como creía, y de que el tal Segismundo era, en medio de sus tonterías y extravagancias, un corazón generoso y leal. Mucho le extrañaba a la infeliz joven que Aurora no hubiese ido a verla, y sintió que se le olvidara, durante la visita del regente, preguntar a este por las Samaniegas. Pero ya se lo preguntaría cuando volviese. ...
En la línea 2000
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... A nuestra llegada a Dinamarca encontramos al rey y a la reina de aquel país sentados en dos sillones y sobre una mesa de cocina, celebrando una reunión de la corte. Toda la nobleza danesa estaba allí, al servicio de sus reyes. Esa nobleza consistía en un muchacho aristócrata que llevaba unas botas de gamuza de algún antepasado gigantesco; en un venerable par, de sucio rostro, que parecía haber pertenecido al pueblo durante la mayor parte de su vida, y en la caballería danesa, con un peine en el cabello y un par de calzas de seda blanca y que en conjunto ofrecía aspecto femenino. Mi notable conciudadano permanecía tristemente a un lado, con los brazos doblados, y yo sentí el deseo de que sus tirabuzones y su frente hubiesen sido más naturales. A medida que transcurría la representación se presentaron varios hechos curiosos de pequeña importancia. El último rey de aquel país no solamente parecía haber sufrido tos en la época de su muerte, sino también habérsela llevado a la tumba, sin desprenderse de ella cuando volvió entre los mortales. El regio aparecido llevaba un fantástico manuscrito arrollado a un bastón y al cual parecía referirse de vez en cuando, y, además, demostraba cierta ansiedad y tendencia a perder esta referencia, lo cual daba a entender que gozaba aún de la condición mortal. Por eso tal vez la sombra recibió el consejo del público de que «lo doblase mejor», recomendación que aceptó con mucho enojo. También podía notarse en aquel majestuoso espíritu que, a pesar de que fingía haber estado ausente durante mucho tiempo y recorrido una inmensa distancia, procedía, con toda claridad, de una pared que estaba muy cerca. Por esta causa, sus terrores fueron acogidos en broma. A la reina de Dinamarca, dama muy regordeta, aunque sin duda alguna históricamente recargada de bronce, el público la juzgó como sobrado adornada de metal; su barbilla estaba unida a su diadema por una ancha faja de bronce, como si tuviese un grandioso dolor de muelas; tenía la cintura rodeada por otra, así como sus brazos, de manera que todos la señalaban con el nombre de «timbal». El noble joven que llevaba las botas ancestrales era inconsecuente al representarse a sí mismo como hábil marino, notable actor, experto cavador de tumbas, sacerdote y persona de la mayor importancia en los asaltos de esgrima de la corte, ante cuya autoridad y práctica se juzgaban las mejores hazañas. Esto le condujo gradualmente a que el público no le tuviese ninguna tolerancia y hasta, al ver que poseía las sagradas órdenes y se negaba a llevar a cabo el servicio fúnebre, a que la indignación contra él fuese general y se exteriorizara por medio de las nueces que le arrojaban. 121 Últimamente, Ofelia fue presa de tal locura lenta y musical, que cuando, en el transcurso del tiempo, se quitó su corbata de muselina blanca, la dobló y la enterró, un espectador huraño que hacía ya rato se estaba enfriando su impaciente nariz contra una barra de hierro en la primera fila del público, gruñó: - Ahora que han metido al niño en la cama, vámonos a cenar. Lo cual, por lo menos, era una incongruencia. Todos estos incidentes se acumularon de un modo bullicioso sobre mi desgraciado conciudadano. Cada vez que aquel irresoluto príncipe tenía que hacer una pregunta o expresar una duda, el público se apresuraba a contestarle. Por ejemplo, cuando se trató de si era más noble sufrir, unos gritaron que sí y otros que no; y algunos, sin decidirse entre ambas opiniones, le aconsejaron que lo averiguara echando una moneda a cara o cruz. Esto fue causa de que entre el público se empeñase una enconada discusión. Cuando preguntó por qué las personas como él tenían que arrastrarse entre el cielo y la tierra, fue alentado con fuertes gritos de los que le decían «¡Atención!» Al aparecer con una media desarreglada, desorden expresado, de acuerdo con el uso, por medio de un pliegue muy bien hecho en la parte superior, y que, según mi opinión, se lograba por medio de una plancha, surgió una discusión entre el público acerca de la palidez de su pierna y también se dudó de si se debería al susto que le dio el fantasma. Cuando tomó la flauta, evidentemente la misma que se empleó en la orquesta y que le entregaron en la puerta, el público, unánimemente, le pidió que tocase el Rule Britania. Y mientras recomendaba al músico no tocar de aquella manera, el mismo hombre huraño que antes le interrumpiera dijo: «Tú, en cambio, no tocas la flauta de ningún modo; por consiguiente, eres peor que él.» Y lamentó mucho tener que añadir que las palabras del señor Wopsle eran continuamente acogidas con grandes carcajadas. Pero le esperaba lo más duro cuando llegó la escena del cementerio. Éste tenía la apariencia de un bosque virgen; a un lado había una especie de lavadero de aspecto eclesiástico y al otro una puerta semejante a una barrera de portazgo. El señor Wopsle llevaba una capa negra, y como lo divisaran en el momento de entrar por aquella puerta, algunos se apresuraron a avisar amistosamente al sepulturero, diciéndole: «Cuidado. Aquí llega el empresario de pompas fúnebres para ver cómo va tu trabajo.» Me parece hecho muy conocido, en cualquier país constitucional, que el señor Wopsle no podía dejar el cráneo en la tumba, después de moralizar sobre él, sin limpiarse los dedos en una servilleta blanca que se sacó del pecho; pero ni siquiera tan inocente e indispensable acto pasó sin que el público exclamara, a guisa de comentario: «¡Mozo!» La llegada del cadáver para su entierro, en una caja negra y vacía, cuya tapa se cayó, fue la señal de la alegría general, que aumentó todavía al descubrir que entre los que llevaban la caja había un individuo a quien reconoció el público. La alegría general siguió al señor Wopsle en toda su lucha con Laertes, en el borde del escenario y de la tumba, y ni siquiera desapareció cuando hubo derribado al rey desde lo alto de la mesa de cocina y luego se murió, pulgada a pulgada y desde los tobillos hacia arriba. Al empezar habíamos hecho algunas débiles tentativas para aplaudir al señor Wopsle, pero fue evidente que no serían eficaces y, por lo tanto, desistimos de ello. Así, pues, continuamos sentados, sufriendo mucho por él, pero, sin embargo, riéndonos con toda el alma. A mi pesar, me reí durante toda la representación, porque, realmente, todo aquello resultaba muy gracioso; y, no obstante, sentí la impresión latente de que en la alocución del señor Wopsle había algo realmente notable, no a causa de antiguas asociaciones, según temo, sino porque era muy lenta, muy triste, lúgubre, subía y bajaba y en nada se parecía al modo con que un hombre, en cualquier circunstancia natural de muerte o de vida, pudiese expresarse acerca de algún asunto. Cuando terminó la tragedia y a él le hicieron salir para recibir los gritos del público, dije a Herbert: - Vámonos en seguida, porque, de lo contrario, corremos peligro de encontrarle. Bajamos tan aprisa como pudimos, pero aún no fuimos bastante rápidos, porque junto a la puerta había un judío, con cejas tan grandes que no podían ser naturales y que cuando pasábamos por su lado se fijó en mí y preguntó: - ¿El señor Pip y su amigo? No hubo más remedio que confesar la identidad del señor Pip y de su amigo. -El señor Waldengarver-dijo el hombre-quisiera tener el honor… - ¿Waldengarver? - repetí. Herbert murmuró junto a mi oído: -Probablemente es Wopsle. - ¡Oh! - exclamé -. Sí. ¿Hemos de seguirle a usted? - Unos cuantos pasos, hagan el favor. En cuanto estuvimos en un callejón lateral, se volvió, preguntando: - ¿Qué le ha parecido a ustedes su aspecto? Yo le vestí. 122 Yo no sabía, en realidad, cuál fue su aspecto, a excepción de que parecía fúnebre, con la añadidura de un enorme sol o estrella danesa que le colgaba del cuello, por medio de una cinta azul, cosa que le daba el aspecto de estar asegurado en alguna extraordinaria compañía de seguros. Pero dije que me había parecido muy bien. - En la escena del cementerio - dijo nuestro guía -tuvo una buena ocasión de lucir la capa. Pero, a juzgar por lo que vi entre bastidores, me pareció que al ver al fantasma en la habitación de la reina, habría podido dejar un poco más al descubierto las medias. Asentí modestamente, y los tres atravesamos una puertecilla de servicio, muy sucia y que se abría en ambas direcciones, penetrando en una especie de calurosa caja de embalaje que había inmediatamente detrás. Allí, el señor Wopsle se estaba quitando su traje danés, y había el espacio estrictamente suficiente para mirarle por encima de nuestros respectivos hombros, aunque con la condición de dejar abierta la puerta o la tapa de la caja. - Caballeros - dijo el señor Wopsle -. Me siento orgulloso de verlos a ustedes. Espero, señor Pip, que me perdonará el haberle hecho llamar. Tuve la dicha de conocerle a usted en otros tiempos, y el drama ha sido siempre, según se ha reconocido, un atractivo para las personas opulentas y de nobles sentimientos. Mientras tanto, el señor Waldengarver, sudando espantosamente, trataba de quitarse sus martas principescas. - Quítese las medias, señor Waldengarver-dijo el dueño de aquéllas; - de lo contrario, las reventará y con ellas reventará treinta y cinco chelines. Jamás Shakespeare pudo lucir un par más fino que éste. Estése quieto en la silla y déjeme hacer a mí. Diciendo así, se arrodilló y empezó a despellejar a su víctima, quien, al serle sacada la primera media, se habría caído atrás, con la silla, pero se salvó de ello por no haber sitio para tanto. Hasta entonces temí decir una sola palabra acerca de la representación. Pero en aquel momento, el señor Waldengarver nos miró muy complacido y dijo: - ¿Qué les ha parecido la representación, caballeros? Herbert, que estaba tras de mí, me tocó y al mismo tiempo dijo: - ¡Magnífica! Como es natural, yo repetí su exclamación, diciendo también: - ¡Magnífica! - ¿Les ha gustado la interpretación que he dado al personaje, caballeros? -preguntó el señor Waldengarver con cierto tono de protección. Herbert, después de hacerme una nueva seña por detrás de mí, dijo: - Ha sido una interpretación exuberante y concreta a un tiempo. Por esta razón, y como si yo mismo fuese el autor de dicha opinión, repetí: - Exuberante y concreta a un tiempo. -Me alegro mucho de haber merecido su aprobación, caballeros - dijo el señor Waldengarver con digno acento, a pesar de que en aquel momento había sido arrojado a la pared y de que se apoyaba en el asiento de la silla. - Pero debo advertirle una cosa, señor Waldengarver - dijo el hombre que estaba arrodillado, - en la que no pensó usted durante su representación. No me importa que alguien piense de otra manera. Yo he de decirselo. No hace usted bien cuando, al representar el papel de Hamlet, pone usted sus piernas de perfil. El último Hamlet que vestí cometió la misma equivocación en el ensayo, hasta que le recomendé ponerse una gran oblea roja en cada una de sus espinillas, y entonces en el ensayo (que ya era el último), yo me situé en la parte del fondo de la platea y cada vez que en la representación se ponía de perfil, yo le decía: «No veo ninguna oblea». Y aquella noche la representación fue magnífica. El señor Waldengarver me sonrió, como diciéndome: «Es un buen empleado y le excuso sus tonterías.» Luego, en voz alta, observó: -Mi concepto de este personaje es un poco clásico y profundo para el público; pero ya mejorará éste, mejorará sin duda alguna. - No hay duda de que mejorará - exclamamos a coro Herbert y yo. - ¿Observaron ustedes, caballeros - dijo el señor Waldengarver -, que en el público había un hombre que trataba de burlarse del servicio… , quiero decir, de la representación? Hipócritamente contestamos que, en efecto, nos parecía haberlo visto, y añadí: -Sin duda estaba borracho. - ¡Oh, no! ¡De ninguna manera! - contestó el señor Wopsle -. No estaba borracho. Su amo ya habrá cuidado de evitarlo. Su amo no le permitiría emborracharse. 123 - ¿Conoce usted a su jefe? - pregunté. El señor Wopsle cerró los ojos y los abrió de nuevo, realizando muy despacio esta ceremonia. - Indudablemente, han observado ustedes - dijo - a un burro ignorante y vocinglero, con la voz ronca y el aspecto revelador de baja malignidad, a cuyo cargo estaba el papel (no quiero decir que lo representó) de Claudio, rey de Dinamarca. Éste es su jefe, señores. Así es esta profesión. Sin comprender muy bien si deberíamos habernos mostrado más apenados por el señor Wopsle, en caso de que éste se desesperase, yo estaba apurado por él, a pesar de todo, y aproveché la oportunidad de que se volviese de espaldas a fin de que le pusieran los tirantes - lo cual nos obligó a salir al pasillo - para preguntar a Herbert si le parecía bien que le invitásemos a cenar. Mi compañero estuvo conforme, y por esta razón lo hicimos y él nos acompañó a la Posada de Barnard, tapado hasta los ojos. Hicimos en su obsequio cuanto nos fue posible, y estuvo con nosotros hasta las dos de la madrugada, pasando revista a sus éxitos y exponiendo sus planes. He olvidado en detalle cuáles eran éstos, pero recuerdo, en conjunto, que quería empezar haciendo resucitar el drama y terminar aplastándolo, pues su propia muerte lo dejaría completa e irremediablemente aniquilado y sin esperanza ni oportunidad posible de nueva vida. Muy triste me acosté, y con la mayor tristeza pensé en Estella. Tristemente soñé que habían desaparecido todas mis esperanzas, que me veía obligado a dar mi mano a Clara, la novia de Herbert, o a representar Hamlet con el espectro de la señorita Havisham, ello ante veinte mil personas y sin saber siquiera veinte palabras de mi papel. ...
En la línea 2023
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... -Querido muchacho y amigo de Pip: No voy a contarles mi vida como si fuese una leyenda o una novela. Lo esencial puedo decirlo en un puñado de palabras inglesas. En la cárcel y fuera de ella, en la cárcel y fuera de ella, en la cárcel y fuera de ella. Esto es todo. Tal fue mi vida hasta que me encerraron en un barco y Pip se hizo mi amigo. «He cumplido toda clase de condenas, a excepción de la de ser ahorcado. Me han tenido encerrado con tanto cuidado como si fuese una tetera de plata. Me han llevado de un lado a otro, me han sacado de una ciudad para transportarme a otra, me han metido en el cepo, me han azotado y me han molestado de mil maneras. No tengo la menor idea del lugar en que nací, como seguramente tampoco lo saben ustedes. Cuando me di cuenta de mí mismo me hallaba en Essex, hurtando nabos para comer. Recuerdo que alguien me abandonó; era un hombre que se dedicaba al oficio de calderero remendón, y, como se llevó el fuego consigo, yo me quedé temblando de frío. «Sé que me llamaba Magwitch y que mi nombre de pila era Abel. ¿Que cómo lo sabía? Pues de la misma manera que conozco los nombres de los pájaros de los setos y sé cuál es el pinzón, el tordo o el gorrión. Podría haber creído que todos esos nombres eran una mentira, pero como resultó que los de los pájaros eran verdaderos, creí que también el mío lo sería. «Según pude ver, nadie se cuidaba del pequeño Abel Magwitch, que no tenía nada ni encima ni dentro de él. En cambio, todos me temían y me obligaban a alejarme, o me hacían prender. Y tantas veces llegaron a 165 cogerme para meterme en la cárcel, que yo crecí sin dar importancia a eso, dada la regularidad con que me prendían. «Así continué, y cuando era un niño cubierto de harapos, digno de la compasión de cualquiera (no porque me hubiese mirado nunca al espejo, porque desconocía que hubiese tales cosas en las viviendas), gozaba ya de la reputación de ser un delincuente endurecido. 'Éste es un delincuente endurecido - decían en la cárcel al mostrarme a los visitantes. - Puede decirse que este muchacho no ha vivido más que en la cárcel.' Entonces los visitantes me miraban, y yo les miraba a ellos. Algunos me medían la cabeza, aunque mejor habrían hecho midiéndome el estómago, y otros me daban folletos que yo no sabía leer, o me decían cosas que no entendía. Y luego acababan hablándome del diablo. Pero ¿qué demonio podía hacer yo? Tenía necesidad de meter algo en mi estómago, ¿no es cierto? Mas observo que me enternezco, y ya ni sé lo que tengo que hablar. Querido muchacho y compañero de Pip, no tengan miedo de que me enternezca otra vez. «Vagabundeando, pidiendo limosna, robando, trabajando a veces, cuando podía, aunque esto no era muy frecuente, pues ustedes mismos me dirán si habrían estado dispuestos a darme trabajo; robando caza en los vedados, haciendo de labrador, o de carretero, o atando gavillas de heno, a veces ejerciendo de buhonero y una serie de ocupaciones por el estilo, que no conducen más que a ganarse mal la vida y a crearse dificultades; de esta manera me hice hombre. Un soldado desertor que estaba oculto en una venta, me enseñó a leer; y un gigante que recorría el país y que, a cambio de un penique, ponía su firma donde le decian, me enseñó a escribir. Ya no me encerraban con tanta frecuencia como antes, mas, sin embargo, no había perdido de vista por completo las llaves del calabozo. «En las carreras de Epsom, hará cosa de veinte años, trabé relaciones con un hombre cuyo cráneo sería capaz de romper con este atizador, si ahora mismo lo tuviese al alcance de mi mano, con la misma facilidad que si fuese una langosta. Su verdadero nombre era Compeyson; y ése era el hombre, querido Pip, con quien me viste pelear en la zanja, tal como dijiste anoche a tu amigo después de mi salida. «Ese Compeyson se había educado a lo caballero, asistió a una escuela de internos y era instruido. Tenía una conversación muy agradable y era diestro en las buenas maneras de los señores. También era guapo. La víspera de la gran carrera fue cuando lo encontré junto a un matorral en un tenducho que yo conocía muy bien. Él y algunos más estaban sentados en las mesas del tenducho cuando yo entré, y el dueño (que me conocía y que era un jugador de marca) le llamó y le dijo: «Creo que ese hombre podría convenirle', refiriéndose a mí. «Compeyson me miró con la mayor atención, y yo también le miré. Llevaba reloj y cadena, una sortija y un alfiler de corbata, así como un elegante traje. «- A juzgar por las apariencias, no tiene usted muy buena suerte - me dijo Compeyson. «- Así es, amigo; nunca la he tenido. - Acababa de salir de la cárcel de Kingston, a donde fui condenado por vagabundo; no porque hubiesen faltado otras causas, pero no fui allí por nada más. «- La suerte cambia - dijo Compeyson; - tal vez la de usted está a punto de cambiar. «- ¡Ojalá! - le contesté -. Ya sería hora. «- ¿Qué sabe usted hacer? - preguntó Compeyson. «- Comer y beber - le contesté -, siempre que usted encuentre qué. «Compeyson se echó a refr, volvió a mirarme con la mayor atención, me dio cinco chelines y me citó para la noche siguiente en el mismo sitio. «Al siguiente día, a la misma hora y lugar, fui a verme con Compeyson, y éste me propuso ser su compañero y su socio. Los negocios de Compeyson consistían en la estafa, en la falsificación de documentos y firmas, en hacer circular billetes de Banco robados y cosas por el estilo. Además, le gustaba mucho planear los golpes, pero dejar que los llevase a cabo otro, aunque él se quedaba con la mayor parte de los beneficios. Tenía tanto corazón como una lima de acero, era tan frío como la misma muerte y tenía una cabeza verdaderamente diabólica. «Había otro con Compeyson, llamado Arturo… , no porque éste fuese su nombre de pila, sino su apodo. Estaba el pobre en muy mala situación y tan flaco y desmedrado que daba pena mirarle. Él y Compeyson parece que, algunos años antes, habían jugado una mala pasada a una rica señora, gracias a la cual se hicieron con mucho dinero; pero Compeyson apostaba y jugaba, y habría sido capaz de derrochar las contribuciones que se pagan al rey. Así, pues, Arturo estaba enfermo de muerte, pobre, sin un penique y lleno de terrores. La mujer de Compeyson, a quien éste trataba a patadas, se apiadaba del desgraciado cuantas veces le era posible demostrar su compasión, y en cuanto a Compeyson, no tenía piedad de nada ni de nadie. «Podría haberme mirado en el espejo de Arturo, pero no lo hice. Y no quiero ahora decir que el desgraciado me importaba gran cosa, pues ¿para qué serviría mentir? Por eso empecé a trabajar con 166 Compeyson y me convertí en un pobre instrumento en sus manos. Arturo vivía en lo más alto de la casa de Compeyson (que estaba muy cerca de Brentford), y Compeyson le llevaba exactamente la cuenta de lo que le debía por alojamiento y comida, para el caso de que se repusiera lo bastante y saliera a trabajar. El pobre Arturo saldó muy pronto esta cuenta. La segunda o tercera vez que le vi, llegó arrastrándose hasta el salón de Compeyson, a altas horas de la noche, vistiendo una especie de bata de franela, con el cabello mojado por el sudor y, acercándose a la mujer de Compeyson, le dijo: «- Oiga, Sally, ahora sí que es verdad que está conmigo arriba y no puedo librarme de ella. Va completamente vestida de blanco – dijo, - con flores blancas en el cabello; además, está loca del todo y lleva un sudario colgado del brazo, diciendo que me lo pondrá a las cinco de la madrugada. «- No seas animal - le dijo Compeyson. - ¿No sabes que aún vive? ¿Cómo podría haber entrado en la casa a través de la puerta o de la ventana? «- Ignoro cómo ha venido - contestó Arturo temblando de miedo, - pero lo cierto es que está allí, al pie de la cama y completamente loca. Y de la herida que tiene en el corazón, ¡tú le hiciste esa herida!, de allí le salen gotas de sangre. «Compeyson le hablaba con violencia, pero era muy cobarde. «- Sube a este estúpido enfermo a su cuarto - ordenó a su mujer -. Magwitch te ayudara. - Pero él no se acercaba siquiera. »La mujer de Compeyson y yo le llevamos otra vez a la cama, y él deliraba de un modo que daba miedo. «- ¡Miradla! – gritaba. - ¿No veis cómo mueve el sudario hacia mí? ¿No la veis? ¡Mirad sus ojos! ¿Y no es horroroso ver que está tan local - Luego exclamaba -: Va a ponerse el sudario y, en caso de que lo consiga, estoy perdido. ¡Quitádselo! ¡Quitádselo! «Y se agarraba a nosotros sin dejar de hablar con la sombra o contestándole, y ello de tal manera que hasta a mí me pareció que la veía. «La esposa de Compeyson, que ya estaba acostumbrada a él, le dio un poco de licor para quitarle el miedo, y poquito a poco el desgraciado se tranquilizó. «- ¡Oh, ya se ha marchado! ¿Ha venido a llevársela su guardián? - exclamaba. «- Sí, sí - le contestaba la esposa de Compeyson. «- ¿Le recomendó usted bien que la encerrasen y atrancasen la puerta de su celda? «- Sí. «- ¿Y le pidió que le quitase aquel sudario tan horrible? «- Sí, sí, todo eso hice. No hay cuidado ya. «- Es usted una excelente persona - dijo a la mujer de Compeyson. - No me abandone, se lo ruego. Y muchas gracias. «Permaneció tranquilo hasta que faltaron pocos minutos para las cinco de la madrugada; en aquel momento se puso en pie y dio un alarido, exclamando: «- ¡Ya está aquí! ¡Trae otra vez el sudario! ¡Ya lo desdobla! ¡Ahora se me acerca desde el rincón! ¡Se dirige hacia mi cama! ¡Sostenedme, uno por cada lado! ¡No le dejéis que me toque! ¡Ah, gracias, Dios mío! Esta vez no me ha acertado. No le dejéis que me eche el sudario por encima de los hombros. Tened cuidado de que no me levante para rodearme con él. ¡Oh, ahora me levanta! ¡Sostenedme sobre la cama, por Dios! «Dicho esto, se levantó, a pesar de nuestros esfuerzos, y se quedó muerto. «Compeyson consideró aquella muerte con satisfacción, pues así quedaba terminada una relación que ya le era desagradable. Él y yo empezamos a trabajar muy pronto, aunque primero me juró (pues era muy falso) serme fiel, y lo hizo en mi propio libro, este mismo de color negro sobre el que hice jurar a tu amigo. «Sin entrar a referir las cosas que planeaba Compeyson y que yo ejecutaba, lo cual requeriría tal vez una semana, diré tan solo que aquel hombre me metió en tales líos que me convirtió en su verdadero esclavo. Yo siempre estaba en deuda con él, siempre en su poder, siempre trabajando y siempre corriendo los mayores peligros. Él era más joven que yo, pero tenía mayor habilidad e instrucción, y por esta causa me daba quinientas vueltas y no me tenía ninguna compasión. Mi mujer, mientras yo pasaba esta mala temporada con… Pero, ¡alto! Ella no… Miró alrededor de él muy confuso, como si hubiese perdido la línea en el libro de su recuerdos; volvió el rostro hacia el fuego, abrió las manos, que tenía apoyadas en las rodillas, las levantó luego y volvió a dejarlas donde las tenía. - No hay necesidad de hablar de eso - dijo mirando de nuevo alrededor. - La temporada que pasé con Compeyson fue casi tan mala como la peor de mi vida. Dicho esto queda dicho todo. ¿Les he referido que mientras andaba a las órdenes de Compeyson fui juzgado, yo solo, por un delito leve? Contesté negativamente. 167 - Pues bien - continuó él, - fui juzgado y condenado. Y en cuanto a ser preso por sospechas, eso me ocurrió dos o tres veces durante los cuatro o cinco años que duró la situacion; pero faltaron las pruebas. Por último, Compeyson y yo fuimos juzgados por el delito de haber puesto en circulación billetes de Banco robados, pero, además, se nos acusaba de otras cosas. Compeyson me dijo: «Conviene que nos defendamos separadamente y que no tengamos comunicación.» Y esto fue todo. Yo estaba tan miserable y pobre, que tuve que vender toda la ropa que tenía, a excepción de lo que llevaba encima, antes de lograr que me defendiese Jaggers. «Cuando me senté en el banquillo de los acusados me fijé ante todo en el aspecto distinguido de Compeyson, con su cabello rizado, su traje negro y su pañuelo blanco, en tanto que yo tenía miserable aspecto. Cuando empezó la acusación y se presentaron los testigos de cargo, pude observar que de todo se me hacía responsable y que, en cambio, apenas se dirigía acusación alguna contra él. De las declaraciones resultaba que todos me habían visto a mí, según podían jurar; que siempre me entregaron a mí el dinero y que siempre aparecía yo como autor del delito y como única persona que se aprovechaba de él. Cuando empezó a hablar el defensor de Compeyson, la cosa fue más clara para mí, porque, dirigiéndose al tribunal y al jurado, les dijo: «- Aquí tienen ustedes sentados en el banquillo a dos hombres que en nada se parecen; uno de ellos, el más joven, bien educado y refinado, según todo el mundo puede ver; el de más edad carece de educación y de instrucción, como también es evidente. El primero, pocas veces, en caso de que se le haya podido observar en alguna, pocas veces se ha dedicado a estas cosas, y en el caso presente no existen contra él más que ligeras sospechas que no se han comprobado; en cuanto al otro, siempre ha sido visto en todos los lugares en que se ha cometido el delito y siempre se benefició de los resultados de sus atentados contra la propiedad. ¿Es, pues, posible dudar, puesto que no aparece más que un autor de esos delitos, acerca de quién los ha cometido? «Y así prosiguió hablando. Y cuando empezó a tratar de las condiciones de cada uno, no dejó de consignar que Compeyson era instruido y educado, a quien conocían perfectamente sus compañeros de estudios y sus consocios de los círculos y clubs, en donde gozaba de buena reputación. En cambio, yo había sido juzgado y condenado muchas veces y era conocido en todas las cárceles. Cuando se dejó hablar a Compeyson, lo hizo llorando en apariencia y cubriéndose el rostro con el pañuelo. Y hasta les dijo unos versos. Yo, en cambio, no pude decir más que: «Señores, este hombre que se sienta a mi lado es un pillo de marca mayor.' Y cuando se pronunció el veredicto, se recomendó a la clemencia del tribunal a Compeyson, teniendo en cuenta su buena conducta y la influencia que en él tuvieron las malas compañías, a cambio de lo cual él debería declarar todo cuanto supiera contra mí. A mí me consideraron culpable de todo lo que me acusaban. Por eso le dije a Compeyson: «- Cuando salgamos de la sala del Tribunal, te voy a romper esa cara de sinvergüenza que tienes. «Pero él se volvió al juez solicitando protección, y así logró que se interpusieran dos carceleros entre nosotros. Y cuando se pronunció la sentencia vi que a él le condenaban tan sólo a siete años, y a mí, a catorce. El juez pareció lamentar haber tenido que condenarle a esta pena, en vista de que habría podido llevar una vida mejor; pero en cuanto a mí, me dijo que yo era un criminal endurecido, arrastrado por mis violentas pasiones, y que seguramente empeoraría en vez de corregirme. Habíase excitado tanto al referirnos esto, que tuvo necesidad de interrumpir su relato para dominarse. Hizo dos o tres aspiraciones cortas, tragó saliva otras tantas veces y, tendiéndome la mano, añadió, en tono tranquilizador: - No voy a enternecerme, querido Pip. Pero como estaba sudoroso, se sacó el pañuelo y secóse el rostro, la cabeza, el cuello y las manos antes de poder continuar. -Había jurado a Compeyson romperle la cara, aunque para ello tuviese que destrozar la mía propia. Fuimos a parar al mismo pontón; mas, a pesar de que lo intenté, tardé mucho tiempo en poder acercarme a él. Por fin logré situarme tras él y le di un golpecito en la mejilla, tan sólo con objeto de que volviese la cara y destrozársela entonces, pero me vieron y me impidieron realizar mi propósito. El calabozo de aquel barco no era muy sólido para un hombre como yo, capaz de nadar y de bucear. Me escapé hacia tierra, y andaba oculto por entre las tumbas cuando por vez primera vi a mi Pip. Y me dirigió una mirada tan afectuosa que de nuevo se me hizo aborrecible, aunque sentía la mayor compasión por él. - Gracias a mi Pip me di cuenta de que también Compeyson se había escapado y estaba en los marjales. A fe mía, estoy convencido de que huyó por el miedo que me tenía, sin saber que yo estaba ya en tierra. Le perseguí, y cuando lo alcancé le destrocé la cara. 168 «- Y ahora - le dije -, lo peor que puedo hacerte, sin tener en cuenta para nada lo que a mí me suceda, es volverte al pontón. «Y habría sido capaz de echarme al agua con él y, cogiéndole por los cabellos, llevarlo otra vez al pontón aun sin el auxilio de los soldados. «Como es natural, él salió mejor librado, porque tenía mejores antecedentes que yo. Además, dijo que se había escapado temeroso de mis intenciones asesinas con respecto a él, y por todo eso su castigo fue leve. En cuanto a mí, me cargaron de cadenas, fui juzgado otra vez y me deportaron de por vida. Pero, mi querido Pip y amigo suyo, eso no me apuró mucho, pues podía volver, y, en efecto, he podido, puesto que estoy aquí. Volvió a secarse la cabeza con el pañuelo, como hiciera antes; luego sacó del bolsillo un poco de tabaco, se quitó la pipa del ojal en que se la había puesto, lentamente la llenó y empezó a fumar. - ¿Ha muerto? - pregunté después de un silencio. - ¿Quién, querido Pip? - Compeyson. - Él debe de figurarse que he muerto yo, en caso de que aún viva. Puedes tener la seguridad de eso - añadió con feroz mirada. - Pero no he oído hablar de él desde entonces. Herbert había estado escribiendo con su lápiz en la cubierta de un libro que tenía delante. Suavemente empujó el libro hacia mí, mientras Provis estaba fumando y con los ojos fijos en el fuego, y así pude leer sobre el volumen: «El nombre del joven Havisham era Arturo. Compeyson es el hombre que fingió enamorarse de la señorita Havisham». Cerré el libro a hice una ligera seña a Herbert, quien dejó el libro a un lado; pero ninguno de los dos dijimos una sola palabra, sino que nos quedamos mirando a Provis, que fumaba ante el fuego. ...
En la línea 2033
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pasaron algunas semanas sin que ocurriese cambio alguno. Esperábamos noticias de Wemmick, pero éste no daba señales de vida. Si no le hubiese conocido más que en el despacho de Little Britain y no hubiera gozado del privilegio de ser un concurrente familiar al castillo, podría haber llegado a dudar de él; pero como le conocía muy bien, no llegué a sentir tal recelo. Mis asuntos particulares empezaron a tomar muy feo aspecto, y más de uno de mis acreedores me dirigió apremiantes peticiones de dinero. Yo mismo llegué a conocer la falta de dinero (quiero decir, de dinero disponible en mi bolsillo), y, así, no tuve más remedio que convertir en numerario algunas joyas que poseía. Estaba resuelto a considerar que sería una especie de fraude indigno el aceptar más dinero de mi 182 protector, dadas las circunstancias y en vista de la incertidumbre de mis pensamientos y de mis planes. Por consiguiente, valiéndome de Herbert, le mandé la cartera, a la que no había tocado, para que él mismo la guardase, y experimenté cierta satisfacción, aunque no sé si legítima o no, por el hecho de no haberme aprovechado de su generosidad a partir del momento en que se dio a conocer. A medida que pasaba el tiempo, empecé a tener la seguridad de que Estella se habría casado ya. Temeroso de recibir la confirmación de esta sospecha, aunque no tenía la convicción, evité la lectura de los periódicos y rogué a Herbert, después de confiarle las circunstancias de nuestra última entrevista, que no volviese a hablarme de ella. Ignoro por qué atesoré aquel jirón de esperanza que se habían de llevar los vientos. E1 que esto lea, ¿no se considerará culpable de haber hecho lo mismo el año anterior, el mes pasado o la semana última? Llevaba una vida muy triste y desdichada, y mi preocupación dominante, que se sobreponía a todas las demás, como un alto pico que dominara a una cordillera, jamás desaparecía de mi vista. Sin embargo, no hubo nuevas causas de temor. A veces, no obstante, me despertaba por las noches, aterrorizado y seguro de que lo habían prendido; otras, cuando estaba levantado, esperaba ansioso los pasos de Herbert al llegar a casa, temiendo que lo hiciera con mayor apresuramiento y viniese a darme una mala noticia. A excepción de eso y de otros imaginarios sobresaltos por el estilo, pasó el tiempo como siempre. Condenado a la inacción y a un estado constante de dudas y de temor, solía pasear a remo en mi bote, y esperaba, esperaba, del mejor modo que podía. A veces, la marea me impedía remontar el río y pasar el Puente de Londres; en tales casos solía dejar el bote cerca de la Aduana, para que me lo llevaran luego al lugar en que acostumbraba dejarlo amarrado. No me sabía mal hacer tal cosa, pues ello me servía para que, tanto yo como mi bote, fuésemos conocidos por la gente que vivía o trabajaba a orillas del río. Y de ello resultaron dos encuentros que voy a referir. Una tarde de las últimas del mes de febrero desembarqué al oscurecer. Aprovechando la bajamar, había llegado hasta Greenwich y volví con la marea. El día había sido claro y luminoso, pero a la puesta del sol se levantó la niebla, lo cual me obligó a avanzar con mucho cuidado por entre los barcos. Tanto a la ida como a la vuelta observé la misma señal tranquilizadora en las ventanas de Provis. Todo marchaba bien. La tarde era desagradable y yo tenía frío, por lo cual me dije que, a fin de entrar en calor, iría a cenar inmediatamente; y como después de cenar tendría que pasar algunas tristes horas solo, antes de ir a la cama, pensé que lo mejor sería ir luego al teatro. El coliseo en que el señor Wopsle alcanzara su discutible triunfo estaba en la vecindad del río (hoy ya no existe), y resolví ir allí. Estaba ya enterado de que el señor Wops1e no logró su empeño de resucitar el drama, sino que, por el contrario, había contribuido mucho a su decadencia. En los programas del teatro se le había citado con mucha frecuencia e ignominiosamente como un negro fiel, en compañía de una niña de noble cuna y un mico. Herbert le vio representando un voraz tártaro, de cómicas propensiones, con un rostro de rojo ladrillo y un infamante gorro lleno de campanillas. Cené en un establecimiento que Herbert y yo llamábamos «el bodegón geográfico» porque había mapas del mundo en todos los jarros para la cerveza, en cada medio metro de los manteles y en los cuchillos (debiéndose advertir que, hasta ahora, apenas hay un bodegón en los dominios del lord mayor que no sea geográfico), y pasé bastante rato medio dormido sobre las migas de pan del mantel, mirando las luces de gas y caldeándome en aquella atmósfera, densa por la abundancia de concurrentes. Mas por fin me desperté del todo y salí en dirección al teatro. Allí encontré a un virtuoso contramaestre, al servicio de Su Majestad, hombre excelente, que para mí no tenía más defecto que el de llevar los calzones demasiado apretados en algunos sitios y sobrado flojos en otros, que tenía la costumbre de dar puñetazos en los sombreros para meterlos hasta los ojos de quienes los llevaban, aunque, por otra parte, era muy generoso y valiente y no quería oír hablar de que nadie pagase contribuciones, a pesar de ser muy patriota. En el bolsillo llevaba un saco de dinero, semejante a un budín envuelto en un mantel, y, valiéndose de tal riqueza, se casó, con regocijo general, con una joven que ya tenía su ajuar; todos los habitantes de Portsmouth (que sumaban nueve, según el último censo) se habían dirigido a la playa para frotarse las manos muy satisfechos y para estrechar las de los demás, cantando luego alegremente. Sin embargo, cierto peón bastante negro, que no quería hacer nada de lo que los demás le proponían, y cuyo corazón, según el contramaestre, era tan oscuro como su cara, propuso a otros dos compañeros crear toda clase de dificultades a la humanidad, cosa que lograron tan completamente (la familia del peón gozaba de mucha influencia política), que fue necesaria casi la mitad de la representación para poner las cosas en claro, y solamente se consiguió gracias a un honrado tendero que llevaba un sombrero blanco, botines negros y nariz roja, el cual, armado de unas parrillas, se metió en la caja de un reloj y desde allí escuchaba cuanto sucedía, salía y asestaba un parrillazo a todos aquellos a quienes no podía refutar lo que acababan de 183 decir. Esto fue causa de que el señor Wopsle, de quien hasta entonces no se había oído hablar, apareciese con una estrella y una jarretera, como ministro plenipotenciario del Almirantazgo, para decir que los intrigantes serían encarcelados inmediatamente y que se disponía a honrar al contramaestre con la bandera inglesa, como ligero reconocimiento de sus servicios públicos. El contramaestre, conmovido por primera vez, se secó, respetuoso, los ojos con la bandera, y luego, recobrando su ánimo y dirigiendo al señor Wopsle el tratamiento de Su Honor, solicitó la merced de darle el brazo. El señor Wopsle le concedió su brazo con graciosa dignidad, e inmediatamente fue empujado a un rincón lleno de polvo, mientras los demás bailaban una danza de marineros; y desde aquel rincón, observando al público con disgustada mirada, me descubrió. La segunda pieza era la pantomima cómica de Navidad, en cuya primera escena me supo mal reconocer al señor Wopsle, que llevaba unas medias rojas de estambre; su rostro tenía un resplandor fosfórico, y a guisa de cabello llevaba un fleco rojo de cortina. Estaba ocupado en la fabricación de barrenos en una mina, y demostró la mayor cobardía cuando su gigantesco patrono llegó, hablando con voz ronca, para cenar. Mas no tardó en presentarse en circunstancias más dignas; el Genio del Amor Juvenil tenía necesidad de auxilio -a causa de la brutalidad de un ignorante granjero que se oponía a que su hija se casara con el elegido de su corazón, para lo cual dejó caer sobre el pretendiente un saco de harina desde la ventana del primer piso, - y por esta razón llamó a un encantador muy sentencioso; el cual, llegando de los antípodas con la mayor ligereza, después de un viaje en apariencia bastante violento, resultó ser el señor Wopsle, que llevaba una especie de corona a guisa de sombrero y un volumen nigromántico bajo el brazo. Y como la ocupación de aquel hechicero en la tierra no era otra que la de atender a lo que le decían, a las canciones que le cantaban y a los bailes que daban en su honor, eso sin contar los fuegos artificiales de varios colores que le tributaban, disponía de mucho tiempo. Y observé, muy sorprendido, que lo empleaba en mirar con la mayor fijeza hacia mí, cosa que me causó extraordinario asombro. Había algo tan notable en la atención, cada vez mayor, de la mirada del señor Wopsle y parecía preocuparle tanto lo que veía, que por más que lo procuré me fue imposible adivinar la causa que tanto le intrigaba. Aún seguía pensando en eso cuando, una hora más tarde, salí del teatro y lo encontré esperándome junto a la puerta. - ¿Cómo está usted? - le pregunté, estrechándole la mano, cuando ya estábamos en la calle. - Ya me di cuenta de que me había visto. - ¿Que le vi, señor Pip? – replicó. - Sí, es verdad, le vi. Pero ¿quién era el que estaba con usted? - ¿Quién era? - Es muy extraño - añadió el señor Wopsle, cuya mirada manifestó la misma perplejidad que antes, - y, sin embargo, juraría… Alarmado, rogué al señor Wopsle que se explicara. - No sé si le vi en el primer momento, gracias a que estaba con usted - añadió el señor Wopsle con la misma expresión vaga y pensativa. - No puedo asegurarlo, pero… Involuntariamente miré alrededor, como solía hacer por las noches cuando me dirigía a mi casa, porque aquellas misteriosas palabras me dieron un escalofrío. - ¡Oh! Ya no debe de estar por aquí-observó el señor Wopsle. - Salió antes que yo. Le vi cuando se marchaba. Como tenía razones para estar receloso, incluso llegué a sospechar del pobre actor. Creí que sería una argucia para hacerme confesar algo. Por eso le miré mientras andaba a mi lado; pero no dije nada. -Me produjo la impresión ridícula de que iba con usted, señor Pip, hasta que me di cuenta de que usted no sospechaba siquiera su presencia. Él estaba sentado a su espalda, como si fuese un fantasma. Volví a sentir un escalofrío, pero estaba resuelto a no hablar, pues con sus palabras tal vez quería hacerme decir algo referente a Provis. Desde luego, estaba completamente seguro de que éste no se hallaba en el teatro… - Ya comprendo que le extrañan mis palabras, señor Pip. Es evidente que está usted asombrado. Pero ¡es tan raro! Apenas creerá usted lo que voy a decirle, y yo mismo no lo creería si me lo dijera usted. - ¿De veras? -Sin duda alguna. ¿Se acuerda usted, señor Pip, de que un día de Navidad, hace ya muchos años, cuando usted era niño todavía, yo comí en casa de Gargery, y que, al terminar la comida, llegaron unos soldados para que les recompusieran un par de esposas? - Lo recuerdo muy bien. 184 - ¿Se acuerda usted de que hubo una persecución de dos presidiarios fugitivos? Nosotros nos unimos a los soldados, y Gargery se lo subió a usted sobre los hombros; yo me adelanté en tanto que ustedes me seguían lo mejor que les era posible. ¿Lo recuerda? - Lo recuerdo muy bien. Y, en efecto, me acordaba mejor de lo que él podía figurarse, a excepción de la última frase. - ¿Se acuerda, también, de que llegamos a una zanja, y de que allí había una pelea entre los dos fugitivos, y de que uno de ellos resultó con la cara bastante maltratada por el otro? - Me parece que lo estoy viendo. - ¿Y que los soldados, después de encender las antorchas, pusieron a los dos presidiarios en el centro del pelotón y nosotros fuimos acompañándolos por los negros marjales, mientras las antorchas iluminaban los rostros de los presos… (este detalle tiene mucha importancia), en tanto que más allá del círculo de luz reinaban las tinieblas? - Sí - contesté -. Recuerdo todo eso. - Pues he de añadir, señor Pip, que uno de aquellos dos hombres estaba sentado esta noche detrás de usted. Le vi por encima del hombro de usted. «¡Cuidado!», pensé. Y luego pregunté, en voz alta: - ¿A cuál de los dos le pareció ver? -A1 que había sido maltratado por su compañero-contestó sin vacilar, - y no tendría inconveniente en jurar que era él. Cuanto más pienso en eso, más seguro estoy de que era él. - Es muy curioso - dije con toda la indiferencia que pude fingir, como si la cosa no me importara nada. - Es muy curioso. No puedo exagerar la inquietud que me causó esta conversación ni el terror especial que sentí al enterarme de que Compeyson había estado detrás de mí «como un fantasma». Si había estado lejos de mi mente alguna vez, a partir del momento en que se ocultó Provis era, precisamente, cuando se hallaba a menor distancia de mí, y el pensar que no me había dado cuenta de ello y que estuve tan distraído como para no advertirlo equivalía a haber cerrado una avenida llena de puertas que lo mantenía lejos de mí, para que, de pronto, me lo encontrase al lado. No podía dudar de que estaba en el teatro, puesto que estuve yo también, y de que, por leve que fuese el peligro que nos amenazara, era evidente que existía y que nos rodeaba. Pregunté al señor Wopsle acerca de cuándo entró aquel hombre en la sala, pero no pudo contestarme acerca de eso; me vio, y por encima de mi hombro vio a aquel hombre. Solamente después de contemplarlo por algún tiempo logró identificarlo; pero desde el primer momento lo asoció de un modo vago conmigo mismo, persuadido de que era alguien que se relacionara conmigo durante mi vida en la aldea. Le pregunté cómo iba vestido, y me contestó que con bastante elegancia, de negro, pero que, por lo demás, no tenía nada que llamara la atención. Luego le pregunté si su rostro estaba desfigurado, y me contestó que no, según le parecía. Yo tampoco lo creía, porque a pesar de mis preocupaciones, al mirar alrededor de mí no habría dejado de llamarme la atención un rostro estropeado. Cuando el señor Wopsle me hubo comunicado todo lo que podía recordar o cuanto yo pude averiguar por él, y después de haberle invitado a tomar un pequeño refresco para reponerse de las fatigas de la noche, nos separamos. Entre las doce y la una de la madrugada llegué al Temple, cuyas puertas estaban cerradas. Nadie estaba cerca de mí cuando las atravesé ni cuando llegué a mi casa. Herbert estaba ya en ella, y ante el fuego celebramos un importante consejo. Pero no se podía hacer nada, a excepción de comunicar a Wemmick lo que descubriera aquella noche, recordándole, de paso, que esperábamos sus instrucciones. Y como creí que tal vez le comprometería yendo con demasiada frecuencia al castillo, le informé de todo por carta. La escribí antes de acostarme, salí y la eché al buzón; tampoco aquella vez pude notar que nadie me siguiera ni me vigilara. Herbert y yo estuvimos de acuerdo en que lo único que podíamos hacer era ser muy prudentes. Y lo fuimos más que nunca, en caso de que ello fuese posible, y, por mi parte, nunca me acercaba a la vivienda de Provis más que cuando pasaba en mi bote. Y en tales ocasiones miraba a sus ventanas con la misma indiferencia con que hubiera mirado otra cosa cualquiera. ...
En la línea 2045
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El movía la mano a un lado y tomaba un arma de fuego con el cañón provisto de abrazaderas de bronce. - ¿Conoces esto? - dijo apuntándome al mismo tiempo -. ¿Te acuerdas del lugar en que lo viste antes? ¡Habla, perro! - Sí - contesté. - Por tu culpa perdí aquel empleo. Tú fuiste el causante. ¡Habla! - No podía obrar de otra manera. - Eso hiciste, y ya habría sido bastante. ¿Cómo te atreviste a interponerte entre mí y la muchacha a quien yo quería? - ¿Cuándo hice tal cosa? - ¿Que cuándo la hiciste? ¿No fuiste tú quien siempre daba un mal nombre al viejo Orlick cuando estabas a su lado? - Tú mismo te lo diste; te lo ganaste con tus propios puños. Nada habría podido hacer yo contra ti si tú mismo no te hubieses granjeado mala fama. - ¡Mientes! Ya sabes que te esforzaste cuanto te fue posible, y que te gastaste todo el dinero necesario para procurar que yo tuviese que marcharme del país - dijo recordando las palabras que yo mismo dijera a Biddy en la última entrevista que tuve con ella. - Y ahora voy a decirte una cosa. Nunca te habría sido tan conveniente como esta noche el haberme obligado a abandonar el país, aunque para ello hubieses debido gastar veinte veces todo el dinero que tienes. Al mismo tiempo movía la cabeza, rugiendo como un tigre, y comprendí que decía la verdad. - ¿Qué te propones hacer conmigo? - Me propongo - dijo dando un fuerte puñetazo en la mesa y levantándose al mismo tiempo que caía su mano, como para dar más solemnidad a sus palabras, - me propongo quitarte la vida. Se inclinó hacia delante mirándome, abrió lentamente su mano, se la pasó por la boca, como si ésta se hubiera llenado de rabiosa baba por mi causa, y volvió a sentarse. - Siempre te pusiste en el camino del viejo Orlick desde que eras un niño. Pero esta noche dejarás de molestarme. El viejo Orlick ya no tendrá que soportarte por más tiempo. Estás muerto. Comprendí que había llegado al borde de mi tumba. Por un momento miré desesperado alrededor de mí, en busca de alguna oportunidad de escapar, pero no descubrí ninguna. - Y no solamente voy a hacer eso – añadió, - sino que no quiero que de ti quede un solo harapo ni un solo hueso. Meteré tu cadáver en el horno. Te llevaré a cuestas, y que la gente se figure de ti lo que quiera, porque jamás sabrán cómo acabaste la vida. Mi mente, con inconcebible rapidez, consideró las consecuencias de semejante muerte. El padre de Estella se figuraría que yo le había abandonado; él sería preso y moriría acusándome; el mismo Herbert llegaría a dudar de mí cuando comparase la carta que le había dejado con el hecho de que tan sólo había estado un momento en casa de la señorita Havisham; Joe y Biddy no sabrían jamás lo arrepentido que estuve aquella misma noche; nadie sabría nunca lo que yo habría sufrido, cuán fiel y leal me había propuesto ser en adelante y cuál fue mi horrible agonía. La muerte que tenía tan cerca era terrible, pero aún más terrible era la certeza de que después de mi fin se guardaría mal recuerdo de mí. Y tan rápidas eran mis ideas, que me vi a mí mismo despreciado por incontables generaciones futuras… , por los hijos de Estella y por los hijos de éstos… , en tanto que de los labios de mi enemigo surgían estas palabras: -Ahora, perro, antes de que te mate como a una bestia, pues eso es lo que quiero hacer y para eso te he atado como estás, voy a mirarte con atención. Eres mi enemigo mortal. Habíame pasado por la mente la idea de pedir socorro otra vez, aunque pocos sabían mejor que yo la solitaria naturaleza de aquel lugar y la inutilidad de esperar socorro de ninguna clase. Pero mientras se deleitaba ante mí con sus malas intenciones, el desprecio que sentía por aquel hombre indigno fue bastante para sellar mis labios. Por encima de todo estaba resuelto a no dirigirle ruego alguno y a morir resistiéndome cuanto pudiese, aunque podría poco. Suavizados mis sentimientos por el cruel extremo en que me hallaba; pidiendo humildemente perdón al cielo y con el corazón dolorido al pensar que no me había despedido de los que más quería y que nunca podría despedirme de ellos; sin que me fuese posible, tampoco, justificarme a sus ojos o pedirles perdón por mis lamentables errores, a pesar de todo eso, me habría sentido capaz de matar a Orlick, aun en el momento de mi muerte, en caso de que eso me hubiera sido posible. Él había bebido licor, y sus ojos estaban enrojecidos. En torno del cuello llevaba, colgada, una botella de hojalata, que yo conocía por haberla visto allí mismo cuando se disponía a comer y a beber. Llevó tal botella a sus labios y bebió furiosamente un trago de su contenido, y pude percibir el olor del alcohol, que animaba bestialmente su rostro. - ¡Perro! - dijo cruzando de nuevo los brazos. - El viejo Orlick va a decirte ahora una cosa. Tú fuiste la causa de la desgracia de tu deslenguada hermana. De nuevo mi mente, con inconcebible rapidez, examinó todos los detalles del ataque de que fue víctima mi hermana; recordó su enfermedad y su muerte, antes de que mi enemigo hubiese terminado de pronunciar su frase. - ¡Tú fuiste el asesino, maldito! - dije. 204 - Te digo que la culpa la tuviste tú. Te repito que ello se hizo por tu culpa - añadió tomando el arma de fuego y blandiéndola en el aire que nos separaba. - Me acerqué a ella por detrás, de la misma manera como te cogí a ti por la espalda. Y le di un golpe. La dejé por muerta, y si entonces hubiese tenido a mano un horno de cal como lo tengo ahora, con seguridad que no habría recobrado el sentido. Pero el asesino no fue el viejo Orlick, sino tú. Tú eras el niño mimado, y el viejo Orlick tenía que aguantar las reprensiones y los golpes. ¡El viejo Orlick, insultado y aporreado!, ¿eh? Ahora tú pagas por eso. Tuya fue la culpa de todo, y por eso vas a pagarlas todas juntas. Volvió a beber y se enfureció más todavía. Por el ruido que producía el líquido de la botella me di cuenta de que ya no quedaba mucho. Comprendí que bebía para cobrar ánimo y acabar conmigo de una vez. Sabía que cada gota de licor representaba una gota de mi vida. Y adiviné que cuando yo estuviese transformado en una parte del vapor que poco antes se había arrastrado hacia mí como si fuese un fantasma que quisiera avisarme de mi pronta muerte, él haría lo mismo que cuando acometió a mi hermana, es decir, apresurarse a ir a la ciudad para que le viesen ir por allá, de una parte a otra, y ponerse a beber en todas las tabernas. Mi rápida mente lo persiguió hasta la ciudad; me imaginé la calle en la que estaría él, y advertí el contraste que formaban las luces de aquélla y su vida con el solitario marjal por el que se arrastraba el blanco vapor en el cual yo me disolvería en breve. No solamente pude repasar en mi mente muchos, muchos años, mientras él pronunciaba media docena de frases, sino que éstas despertaron en mí vívidas imágenes y no palabras. En el excitado y exaltado estado de mi cerebro, no podía pensar en un lugar cualquiera sin verlo, ni tampoco acordarme de personas, sin que me pareciese estar contemplándolas. Imposible me sería exagerar la nitidez de estas imágenes, pero, sin embargo, al mismo tiempo, estaba tan atento a mi enemigo, que incluso me daba cuenta del más ligero movimiento de sus dedos. Cuando hubo bebido por segunda vez, se levantó del banco en que estaba sentado y empujó la mesa a un lado. Luego tomó la vela y, protegiendo sus ojos con su asesina mano, de manera que toda la luz se reflejara en mí, se quedó mirándome y aparentemente gozando con el espectáculo que yo le ofrecía. - Mira, perro, voy a decirte algo más. Fue Orlick el hombre con quien tropezaste una noche en tu escalera. Vi la escalera con las luces apagadas, contemplé las sombras que las barandas proyectaban sobre las paredes al ser iluminadas por el farol del vigilante. Vi las habitaciones que ya no volvería a habitar; aquí, una puerta abierta; más allá, otra cerrada, y, alrededor de mí, los muebles y todas las cosas que me eran familiares. - ¿Y para qué estaba allí el viejo Orlick? Voy a decirte algo más, perro. Tú y ella me habéis echado de esta comarca, por lo que se refiere a poder ganarme la vida, y por eso he adquirido nuevos compañeros y nuevos patronos. Uno me escribe las cartas que me conviene mandar. ¿Lo entiendes? Me escribe mis cartas. Escribe de cincuenta maneras distintas; no como tú, que no escribes más que de una. Decidí quitarte la vida el mismo día en que estuviste aquí para asistir al entierro de tu hermana. Pero no sabía cómo hacerlo sin peligro, y te he observado con la mayor atención, siguiéndote los pasos. Y el viejo Orlick estaba resuelto a apoderarse de ti de una manera u otra. Y mira, cuando te vigilaba, me encontré con tu tío Provis. ¿Qué te parece? ¡Con qué claridad se me presentó la vivienda de Provis! Éste se hallaba en sus habitaciones y ya era inútil la señal convenida. Y tanto él como la linda Clara, asi como la maternal mujer que la acompañaba, el viejo Bill Barney tendido de espaldas… , todos flotaban río abajo, en la misma corriente de mi vida que con la mayor rapidez me llevaba hacia el mar. - ¿Tú con un tío? Cuando te conocí en casa de Gargery eras un perrillo tan pequeño que podría haberte estrangulado con dos dedos, dejándote muerto (como tuve intenciones de hacer un domingo que te vi rondar por entre los árboles desmochados). Entonces no tenías ningún tío. No, ninguno. Pero luego el viejo Orlick se enteró de que tu tío había llevado en otros tiempos un grillete de hierro en la pierna, el mismo que un dia encontró limado, hace muchos años, y que se guardó para golpear con él a tu hermana, que cayó como un fardo, como vas a caer tú en breve. E impulsado por su salvajismo, me acercó tanto la bujía que tuve que volver el rostro para no quemarme. - ¡Ah! - exclamó riéndose y repitiendo la acción. - El gato escaldado, del agua fría huye, ¿no es verdad? El viejo Orlick estaba enterado de que sufriste quemaduras; sabía también que te disponías a hacer desaparecer a tu tío, y por eso te preparó esta trampa en que has caído. Ahora voy a decirte todavía algo más, perro, y ya será lo último. Hay alguien que es tan enemigo de tu tío Provis como el viejo Orlick lo es tuyo. Ya le dirán que ha perdido a su sobrino. Se lo dirán cuando ya no sea posible encontrar un solo trozo de ropa ni un hueso tuyo. Hay alguien que no podrá permitir que Magwitch (sí, conozco su nombre) viva en 205 el mismo país que él y que está tan enterado de lo que hacía cuando vivía en otras tierras, que no dejará de denunciarlo para ponerle en peligro. Tal vez es la misma persona capaz de escribir de cincuenta maneras distintas, al contrario que tú, que no sabes escribir más que de una. ¡Que tu tío Magwitch tenga cuidado de Compeyson y de la muerte que le espera! Volvió a acercarme la bujía al rostro, manchándome la piel y el cabello con el humo y dejándome deslumbrado por un instante; luego me volvió su vigorosa espalda cuando dejó la luz sobre la mesa. Yo había rezado una oración y, mentalmente, estuve en compañía de Joe, de Biddy y de Herbert, antes de que se volviese otra vez hacia mí. Había algunos pies de distancia entre la mesa y la pared, y en aquel espacio se movía hacia atrás y hacia delante. Parecía haber aumentado su extraordinaria fuerza mientras se agitaba con las manos colgantes a lo largo de sus robustos costados, los ojos ferozmente fijos en mí. Yo no tenía la más pequeña esperanza. A pesar de la rapidez de mis ideas y de la claridad de las imágenes que se me ofrecían, no pude dejar de comprender que, de no haber estado resuelto a matarme en breve, no me habría dicho todo lo que acababa de poner en mi conocimiento. De pronto se detuvo, quitó el corcho de la botella y lo tiró. A pesar de lo ligero que era, el ruido que hizo al caer me pareció propio de una bala de plomo. Volvió a beber lentamente, inclinando cada vez más la botella, y ya no me miró. Dejó caer las últimas gotas de licor en la palma de la mano y pasó la lengua por ella. Luego, impulsado por horrible furor, blasfemando de un modo espantoso, arrojó la botella y se inclinó, y en su mano vi un martillo de piedra, de largo y grueso mango. No me abandonó la decisión que había tomado, porque, sin pronunciar ninguna palabra de súplica, pedí socorro con todas mis fuerzas y luché cuanto pude por libertarme. Tan sólo podía mover la cabeza y las piernas, mas, sin embargo, luché con un vigor que hasta entonces no habría sospechado tener. Al mismo tiempo, oí voces que me contestaban, vi algunas personas y el resplandor de una luz que entraba en la casa; percibí gritos y tumulto, y observé que Orlick surgía de entre un grupo de hombres que luchaban, como si saliera del agua, y, saltando luego encima de la mesa, echaba a correr hacia la oscuridad de la noche. Después de unos momentos en que no me di cuenta de lo que ocurría, me vi desatado y en el suelo, en el mismo lugar, con mi cabeza apoyada en la rodilla de alguien. Mis ojos se fijaron en la escalera inmediata a la pared en cuanto recobré el sentido, pues los abrí antes de advertirlo mi mente, y así, al volver en mí dime cuenta de que allí mismo me había desmayado. Indiferente, al principio, para fijarme siquiera en lo que me rodeaba y en quién me sostenía, me quedé mirando a la escalera, cuando entre ella y yo se interpuso un rostro. Era el del aprendiz de Trabb. - Me parece que ya está bien - dijo con voz tranquila -, aunque bastante pálido. Al ser pronunciadas estas palabras se inclinó hacia mí el rostro del que me sostenía, y entonces vi que era… - ¡Herbert! ¡Dios mío! - ¡Cálmate, querido Haendel! ¡No te excites! - ¡Y también nuestro amigo Startop! - exclamé cuando él se inclinaba hacia mí. - Recuerda que tenía que venir a ayudarnos - dijo Herbert, - y tranquilízate. Esta alusión me obligó a incorporarme, aunque volví a caer a causa del dolor que me producía mi brazo. - ¿No ha pasado la ocasión, Herbert? ¿Qué noche es la de hoy? ¿Cuánto tiempo he estado aquí? Hice estas preguntas temiendo haber estado allí mucho tiempo, tal vez un día y una noche enteros, dos días o quizá más. -No ha pasado el tiempo aún. Todavía estamos a lunes por la noche. - ¡Gracias a Dios! - Y dispones aún de todo el día de mañana para descansar - dijo Herbert. - Pero ya veo que no puedes dejar de quejarte, mi querido Haendel. ¿Dónde te han hecho daño? ¿Puedes ponerte en pie? - Sí, sí – contesté, - y hasta podré andar. No me duele más que este brazo. Me lo pusieron al descubierto e hicieron cuanto les fue posible. Estaba muy hinchado e inflamado, y a duras penas podía soportar que me lo tocasen siquiera. Desgarraron algunos pañuelos para convertirlos en vendas y, después de habérmelo acondicionado convenientemente, me lo pusieron con el mayor cuidado en el cabestrillo, en espera de que llegásemos a la ciudad, donde me procurarían una loción refrescante. Poco después habíamos cerrado la puerta de la desierta casa de la compuerta y atravesábamos la cantera, en nuestro camino de regreso. El muchacho de Trabb, que ya se había convertido en un joven, nos precedía con una linterna, que fue la luz que vi acercarse a la puerta cuando aún estaba atado. La luna había empleado dos horas en ascender por el firmamento desde la última vez que la viera, y aunque la noche continuaba lluviosa, el tiempo era ya mejor. El vapor blanco del horno de cal pasó rozándonos cuando 206 llegamos a él, y así como antes había rezado una oración, entonces, mentalmente, dirigí al cielo unas palabras en acción de gracias. Como había suplicado a Herbert que me refiriese la razón de que hubiese llegado con tanta oportunidad para salvarme - cosa que al principio se negó a explicarme, pues insistió en que estuviera tranquilo, sin excitarme, - supe que, en mi apresuramiento al salir de mi casa, se me cayó la carta abierta, en donde él la encontró al llegar en compañía de Startop, poco después de mi salida. Su contenido le inquietó, y mucho más al advertir la contradicción que había entre ella y las líneas que yo le había dirigido apresuradamente. Y como aumentara su inquietud después de un cuarto de hora de reflexión, se encaminó a la oficina de la diligencia en compañía de Startop, que se ofreció a ir con él, a fin de averiguar a qué hora salía la primera diligencia. En vista de que ya había salido la última y como quiera que, a medida que se le presentaban nuevos obstáculos, su intranquilidad se convertía ya en alarma, resolvió tomar una silla de posta. Por eso él y Startop llegaron a El Jabalí Azul esperando encontrarme allí, o saber de mí por lo menos; pero como nada de eso ocurrió, se dirigieron a casa de la señorita Havisham, en donde ya se perdía mi rastro. Por esta razón regresaron al hotel (sin duda en los momentos en que yo me enteraba de la versión popular acerca de mi propia historia) para tomar un pequeño refrigerio y buscar un guía que los condujera por los marjales. Dio la casualidad de que entre los ociosos que había ante la puerta de la posada se hallase el muchacho de Trabb, fiel a su costumbre de estar en todos aquellos lugares en que no tenía nada que hacer, y parece que éste me había visto salir de la casa de la señorita Havisham hacia la posada en que cené. Por esta razón, el muchacho de Trabb se convirtió en su guía, y con él se encaminaron a la casa de la compuerta, pasando por el camino que llevaba allí desde la ciudad, y que yo había evitado. Mientras andaban, Herbert pensó que tal vez, en resumidas cuentas, podía darse el caso de que me hubiese llevado allí algún asunto que verdaderamente pudiese redundar en beneficio de Provis, y diciéndose que, si era así, cualquier interrupción podía ser desagradable, dejó a su guía y a Startop en el borde de la cantera y avanzó solo, dando dos o tres veces la vuelta a la casa, tratando de averiguar si ocurría algo desagradable. Al principio no pudo oír más que sonidos imprecisos y una voz ruda (esto ocurrió mientras mi cerebro reflexionaba con tanta rapidez) . y hasta tuvo dudas de que yo estuviese allí en realidad; mas, de pronto, yo grité pidiendo socorro, y él contestó a mis gritos y entró, seguido por sus dos compañeros. Cuando referí a Herbert lo que había sucedido en el interior de la casa, dijo que convenía ir inmediatamente, a pesar de lo avanzado de la hora, a dar cuenta de ello ante un magistrado, para obtener una orden de prisión contra Orlick; pero yo pensé que tal cosa podría detenernos u obligarnos a volver, lo cual sería fatal para Provis. Era imposible, por consiguiente, ocuparnos en ello, y por esta razón desistimos, por el momento, de perseguir a Orlick. Creímos prudente explicar muy poco de lo sucedido al muchacho de Trabb, pues estoy convencido de que habría tenido un desencanto muy grande de saber que su intervención me había evitado desaparecer en el horno de cal; no porque los sentimientos del muchacho fuesen malos, pero tenía demasiada vivacidad y necesitaba la variedad y la excitación, aunque fuese a costa de cualquiera. Cuando nos separamos le di dos guineas (cantidad que, según creo, estaba de acuerdo con sus esperanzas) y le dije que lamentaba mucho haber tenido alguna vez mala opinión de él (lo cual no le causó la más mínima impresión). Como el miércoles estaba ya muy cerca, decidimos regresar a Londres aquella misma noche, los tres juntos en una silla de posta y antes de que se empezara a hablar de nuestra aventura nocturna. Herbert adquirió una gran botella de medicamento para mi brazo, y gracias a que me lo curó incesantemente durante toda la noche, pude resistir el dolor al día siguiente. Amanecía ya cuando llegamos al Temple, y yo me metí en seguida en la cama, en donde permanecí durante todo el día. Me asustaba extraordinariamente el temor de enfermar y que a la mañana siguiente no tuviera fuerzas para lo que me esperaba; este recelo resultó tan inquietante, que lo raro fue que no enfermara de veras. No hay duda de que me habría encontrado mal a consecuencia de mis dolores físicos y mentales, de no haberme sostenido la excitación de lo que había de hacer al siguiente día. Y a pesar de que sentía la mayor ansiedad y de que las consecuencias de lo que íbamos a intentar podían ser terribles, lo cierto es que el resultado que nos aguardaba era impenetrable, a pesar de estar tan cerca. Ninguna precaución era más necesaria que la de contenernos para no comunicar con Provis durante todo el día; pero eso aumentaba todavía mi intranquilidad. Me sobresaltaba al oír unos pasos, creyendo que ya lo habían descubierto y preso y que llegaba un mensajero para comunicármelo. Me persuadí a mí mismo de que ya me constaba que lo habían capturado; que en mi mente había algo más que un temor o un presentimiento; que el hecho había ocurrido ya y que yo lo conocía de un modo misterioso. Pero como transcurría el día sin que llegara ninguna mala noticia, y en vista de que empezaba la noche, me acometió el temor de ser víctima de una enfermedad antes de que llegase la mañana. Sentía fuertes latidos de la sangre 207 en mi inflamado brazo, así como en mi ardorosa cabeza, de manera que creí que deliraba. Empecé a contar para calmarme, y llegué a cantidades fantásticas; luego repetí mentalmente algunos pasajes en verso y en prosa que me sabía de memoria. A veces, a causa de la fatiga de mi mente, me adormecía por breves instantes o me olvidaba de mis preocupaciones, y en tales casos me decía que ya se había apoderado de mí la enfermedad y que estaba delirando. Me obligaron a permanecer quieto durante todo el día, me curaron constantemente el brazo y me dieron bebidas refrescantes. Cuando me quedé dormido, me desperté con la misma aprensión que tuviera en la casa de la compuerta, es decir, que había pasado ya mucho tiempo y también la oportunidad de salvarlo. Hacia medianoche me levanté de la cama y me acerqué a Herbert, convencido de que había dormido por espacio de veinticuatro horas y que había pasado ya el miércoles. Aquél fue el último esfuerzo con que se agotaba a sí misma mi intranquilidad, porque a partir de aquel momento me dormí profundamente. Apuntaba la aurora del miércoles cuando miré a través de la ventana. Las parpadeantes luces de los puentes eran ya pálidas, y el sol naciente parecía un incendio en el horizonte. El río estaba aún oscuro y misterioso, cruzado por los puentes, que adquirían un color grisáceo, con algunas manchas rojizas que reflejaban el color del cielo. Mientras miraba a los apiñados tejados, entre los cuales sobresalían las torres de las iglesias, que se proyectaban en la atmósfera extraordinariamente clara, se levantó el sol y pareció como si alguien hubiese retirado un velo que cubría el río, pues en un momento surgieron millares y millares de chispas sobre sus aguas. También pareció como si yo me viese libre de un tupido velo, porque me sentí fuerte y sano. Herbert estaba dormido en su cama, y nuestro compañero de estudios hacía lo mismo en el sofá. No podía vestirme sin ayuda ajena, pero reanimé el fuego, que aún estaba encendido, y preparé el café para todos. A la hora conveniente se levantaron mis amigos, también descansados y vigorosos, y abrimos las ventanas para que entrase el aire fresco de la mañana, mirando a la marea que venía hacia nosotros. - Cuando sean las nueve - dij o alegremente Herbert, - vigila nuestra llegada y procura estar preparado en la orilla del río. ...
En la línea 989
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... En cuanto a esta última, había tomado, desde por la mañana, medidas decisivas. Había despedido al general, prohibiéndole que se volviese a presentar ante sus ojos. Cuando él corrió a unírsele en el casino y la encontró del brazo del pequeño príncipe, ni ella ni la señora viuda de Cominges dieron muestras de conocerle. El príncipe no saludó. ...

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