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La palabra volvieron
Cómo se escribe

la palabra volvieron

La palabra Volvieron ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
La llamada de la selva de Jack London
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece volvieron.

Estadisticas de la palabra volvieron

Volvieron es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 4728 según la RAE.

Volvieron tienen una frecuencia media de 19.24 veces en cada libro en castellano

Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la volvieron en 150 obras del castellano contandose 2924 apariciones en total.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Volvieron

Cómo se escribe volvieron o volvierron?
Cómo se escribe volvieron o bolbieron?

Más información sobre la palabra Volvieron en internet

Volvieron en la RAE.
Volvieron en Word Reference.
Volvieron en la wikipedia.
Sinonimos de Volvieron.


El Español es una gran familia

Algunas Frases de libros en las que aparece volvieron

La palabra volvieron puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1075
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Algunas de las muchachas, al recobrar la razón después de la embriaguez de aquella noche, se habían ido a la sierra, no queriendo permanecer en el cortijo. Apostrofaban a los manijeros, guardianes de confianza de sus familias, que habían sido los primeros en aconsejarlas que siguiesen al señorito. Y después de propalar entre los trabajadores que volvieron a Matanzuela el domingo, lo ocurrido en la noche anterior, emprendieron solas el regreso a sus casas, contando a todos los escándalos del cortijo. ...

En la línea 1100
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Uno de ellos preguntó si era cierto que una muchacha de la gañanía estaba enferma del susto. Al decir Rafael que era una gitana, muchos levantaron los hombros. ¡Una gitana! pronto se pondría buena. Otros, que conocían a _Alcaparrón_ por sus truhanerías, rieron al saber que la enferma era de su familia. Y todos, olvidando a la gitana, volvieron a comentar la graciosa ocurrencia de Dupont el loco, acosando con nuevas preguntas a Rafael, para saber qué hacía la _Marquesita_ mientras su amante soltaba el novillo, y si ésta había corrido mucho. ...

En la línea 1156
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Algunos gañanes cazaron al paso a los pequeños energúmenos, levantándolos en alto; pero, aun así, aprisionados, seguían moviendo los remos en el aire con interminable lloro: --¡Juy! que se ha muerto la prima! ¡La pobresita Mari-Crú! Cansados de gemir, de arañarse, de golpear el suelo con la cabeza, anonadados por su dolor ruidoso, todos los de la familia volvieron a formar círculo en torno del cadáver. ...

En la línea 1842
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El _Chivo_ salió y los dos amigos volvieron a sentarse. Luis ya no parecía ebrio: antes bien, hacía esfuerzos por mostrarse sereno, abriendo los ojos desmesuradamente, como si intentase anonadar con la mirada a Montenegro. ...

En la línea 441
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Un instante después, Porthos y Aramis volvieron; sólo el cirujano y el señor de Tréville se habían quedado junto al herido. ...

En la línea 1641
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Los vecinos, que habían abierto las ventanas con la sagre fría peculiar de los habitantes de Paris en aquellos tiempos de tumultos y d e riñas perpetuas, las volvieron a cenrar cuando hubieron visto huir a los cuatro hombres negros: su instinto les decía que por el momento todo estaba acabado. ...

En la línea 3367
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Y los tres volvieron a montar a caballo y partieron a rienda suelta, mientras que Porthos prometía a su adversario perforarle con todas las estocadas conocidas en la esgrima. ...

En la línea 3374
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Al cabo de dos h oras, como Porthos no llegaba, ni noticia alguna de él, volvieron a ponerse en ca mino. ...

En la línea 741
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... En el acto, nuestro jinete empuñó el trabuco, y obligando al caballo a dar dos o tres brincos, apuntó hacia el sitio indicado por el mozo; pero las cabezas no volvieron a aparecer, y todo fué, probablemente, una falsa alarma. ...

En la línea 2299
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Pero en cuanto se fueron los carlistas, todos esos individuos volvieron a ser tan valientes como antes, y de nuevo, en cuanto me ven doblar una esquina, me gritan: _¡Hola, carlista!_ Para guardarse de ellos, mi hijo, ahora que ya ha terminado de servir a su merced, tendrá que ir desde aquí a su casa volando como una perdiz, no sea que se los encuentre en la calle y le cosan a puñaladas.» —Usted que ha visto a Gómez, dígame: ¿qué clase de hombre es? —Es de estatura regular, grave y sombrío. ...

En la línea 2349
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Todo su interés por aquel lugar se tradujo en dos o tres ojeadas ligeras a las columnas, diciendo uno de ellos: «_Huáje del Mselmeen, huáje del Mselmeen_» (Cosas de los moros, cosas de los moros); y la única muestra de respeto que dieron por el templo donde en su tiempo se prosternaba Abderrahman el Grande fué que, al llegar a la puerta, se volvieron de cara y salieron andando hacia atrás; sin embargo, aquellos hombres eran _hajis_ y _talibs_, hombres asimismo de grandes riquezas, que habían leído y viajado, que habían estado en la Meca y en la gran ciudad de la Nigricia. ...

En la línea 2893
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Al oír estas palabras, el cabo y los soldados volvieron completamente el rostro hacia mí. ...

En la línea 1296
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Con todo esto, volvieron al camino real y siguieron por él a la ventura, sin otro disignio alguno. ...

En la línea 1868
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos, con atención, volvieron a esperar si más se cantaba; pero, viendo que la música se había vuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber quién era el triste, tan estremado en la voz como doloroso en los gemidos; y no anduvieron mucho, cuando, al volver de una punta de una peña, vieron a un hombre del mismo talle y figura que Sancho Panza les había pintado cuando les contó el cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sin sobresaltarse, estuvo quedo, con la cabeza inclinada sobre el pecho a guisa de hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos más de la vez primera, cuando de improviso llegaron. ...

En la línea 2305
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Con esto, dio de buena gana la cola a la ventera el barbero, y asimismo le volvieron todos los adherentes que había prestado para la libertad de don Quijote. ...

En la línea 2438
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... »Y con este acuerdo se volvieron a casa de Anselmo, donde hallaron a Camila con ansia y cuidado, esperando a su esposo, porque aquel día tardaba en venir más de lo acostumbrado. ...

En la línea 163
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El orden de los roedores cuenta aquí con especies numerosas; me proporcioné ocho especies de ratones4. El roedor más grande que hay en el mundo, el Hidrochoerus capybara (cerdo de agua), es muy común en este país. En Montevideo maté uno que pesaba 98 libras; desde la punta del hocico hasta la cola medía tres pies y dos pulgadas de longitud; su circunferencia era de tres pies y ocho pulgadas. Estos grandes roedores frecuentan algunas veces las islas en la desembocadura del Plata, donde el agua es completamente salada; pero abundan mucho más en las márgenes de los ríos y de los lagos de agua dulce. Cerca de Maldonado suelen vivir tres o cuatro juntos. Durante el día están tendidos entre las plantas acuáticas o van tranquilamente a pacer la hierba de la llanura5. Vistos desde cierta distancia, su paso y su color les hace parecerse a los cerdos; pero cuando están sentados, vigilando con atención todo lo que pasa, vuelven a adquirir el aspecto de sus congéneres los cavias y los conejos. La gran longitud de su maxilar le da una apariencia cómica cuando se les ve de frente o de perfil. En Maldonado son casi mansos; andando con precaución, pude acercarme a una distancia de tres metros a cuatro de estos animales. Puede explicarse esta casi domesticidad por el hecho de que el jaguar ha desaparecido por completo de este país desde hace algunos años, y el gaucho no piensa que ese animal sea digno de ser cazado. Conforme iba acercándome a los cuatro individuos, de los cuales acabo de hablar, dejaban oír el ruido que les caracteriza, una especie de gruñido sordo y abrupto; no puede decirse que sea un sonido, sino más bien una expulsión brusca del aire que tienen en los pulmones; no conozco sino un solo ruido análogo a ese gruñido, y es el primer ladrido ronco de un perro grande. Después de habernos mirado mutuamente por espacio de algunos minutos, pues me examinaban ellos con tanta atención como podía yo examinarlos, tiráronse todos al agua con el mayor ímpetu, dejando oír su gruñido. Después de zambullirse durante algún tiempo volvieron a la superficie, pero sin sacar más que la parte superior de la cabeza. Cuando la hembra va a nado dícese que sus hijuelos se sientan en el lomo de la madre. Fácilmente se podría 4 En junio hallé 27 especies de ratones en la América del sur, donde aún se conocen 13 más, según las obras de Azara y de otros autores. Mister Waterhouse ha descrito y dado nombre, en las reuniones de la Sociedad Zoológica, a las especies que traje. Aprovecho esta ocasión para mostrar mi agradecimiento a Mr. Waterhouse y a los demás sabios miembros de esta Sociedad por la benévola ayuda que se han dignado concederme en todas ocasiones. ...

En la línea 206
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Esta circunstancia salvó la vida a los blancos; los indios se llevaron consigo sus numerosos heridos; y, por último, habiéndolo sido también uno de sus caciques, tocaron retirada Fueronse en busca de sus caballos y parecieron celebrar consejo de guerra; terrible pausa para los españoles, que habían agotado todas sus municiones, excepto algunos cartuchos. Al cabo de un instante, los indios volvieron a montar a caballo y desaparecieron bien pronto. Otra vez aún fue rechazado más presto un ataque de los indios: un francés, de mucha calma y sangre fría, habíase encargado de apuntar el cañón; aguardó a que los indios casi le tocasen, y después hizo fuego; el cañón estaba cargado con metralla y 39 salvajes cayeron para no levantarse más. Este solo cañonazo bastó para poner en fuga a toda la banda. ...

En la línea 609
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Ahuyentóselos y se reemplazó la tela desgarrada con otra nueva, colocando otros pedazos de carne sobre ella, y los mismos buitres volvieron a devorarlos sin descubrir la masa oculta que estaban pateando. Seis personas, además de Mr. Buchman, confirman estos hechos, ocurridos a su vista. ...

En la línea 1839
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ellos determinaron la crisis violenta que puso en peligro la vida de Ana, pero al volver la salud no volvieron con ella: la sangre nueva no los traía. ...

En la línea 3542
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Es más; si la media de Obdulia no hubiera sido escocesa, tal vez el mozo no hubiese perdido la tranquilidad de su reposo idealista; pero aquellos cuadros rojos, negros y verdes, con listillas de otros colores, le volvieron a la torpe y grosera realidad, y Obdulia notó en seguida que triunfaba. ...

En la línea 3693
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ya sabes que cuando se casó cesaron, que después volvieron, pero nunca con la frecuencia de ahora. ...

En la línea 5914
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cuando entró el Provisor, disminuyó el ruido; los más se volvieron a él, pero el jefe se contentó con poner una mano delante de la cara como rechazando a todos los importunos y se fue a una mesa a preguntar por un expediente de mansos. ...

En la línea 398
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Extrañó inmediatamente el aislamiento verbal en que le hizo caer la desaparición de Figueras. Otra vez volvieron a transcurrir días y días sin que pudiese hablar en su idioma, fuera de las conversaciones sostenidas con su amante, y aun éstas eran muchas veces en francés si se presentaba alguna amiga. Nadie de la servidumbre hablaba español. Hasta aquella parienta pobre, encargada antes del cuidado de sus hijas, la mantenía Rosaura lejos de la casa, para que no conociese las Intimidades de su caprichosa existencia. ...

En la línea 917
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Muchos autores extranjeros ignorantes de nuestra Historia, han creído ver una gran audacia científica del Papa Alejandro en esta partición del mundo. Es verdad que su acto representa el primer reconocimiento público de la redondez de la Tierra hecho por la Iglesia. Nunca habían hablado de ello los anteriores pontífices. Pero resulta falso elogiarlo, como si entonces las gentes da estudio ignorasen que la Tierra es redonda y sólo hubieran descubierto Colón y los sabios del Vaticano dicha esfericidad… Usted sabe que, antes de la Era cristiana, Tolomeo y Eratóstenes ya habían probado la redondez de nuestro planeta, midiéndolo más o menos, aproximadamente, a las dimensiones que le da la ciencia moderna. Luego, los árabes volvieron a establecer dicha redondez, especialmente su geógrafo Alfagramo. Los moros de España enseñaban en sus escuelas, durante siglos, la esfericidad de nuestro planeta, y los judíos españoles servían de intermediarios, revelando la geografía árabe a los hombres estudiosos de la Cristiandad. Una oculta y sincera relación científica unía las escuelas de mezquitas y sinagogas con las bibliotecas de los conventos. ...

En la línea 942
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Cuando dos años después los jóvenes príncipes de Esquilache volvieron de Nápoles a Roma para vivir en el Vaticano, doña Sancha, todavía muy jovencita, pero en plena erupción de su temperamento precoz y perversamente lujurioso, se entregó a los mayores excesos, encontrando tal vez una ampliación de sus placeres en el escándalo que provocaban. ...

En la línea 1301
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Rodrigo de Borja, famoso por su valor tranquilo, siguió estas indicaciones, y Corella, con la espada en la diestra y la capa enrollada en el brazo izquierdo, continuó marchando, siempre de frente a la fiera, teniendo a sus espaldas al Papa, más alto y corpulento que él. Tal situación angustiosa duró largos minutos, mostrándose indeciso el león ante la actitud resuelta de la masa humana formada por los dos hombres. Al fin, los fugitivos, que habían dado la alarma en los jardines del Vaticano, volvieron con numerosos soldados españoles de la guardia del Pontífice, y éstos acosaron al león hasta su jaula, terminando así tan peligroso episodio. ...

En la línea 343
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - ¡Muy bien! ¡Muy bien! -volvieron a decir por lo bajo los señores del gobierno y sus allegados. ...

En la línea 1360
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Sonó abajo un leve silbido, y volvieron a echar la cuerda. El hombre que subía ahora carecía de agilidad, hundiendo pesadamente sus pies entre las costillas del gigante, como si temiera caerse. ...

En la línea 1302
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... En la calle de Toledo volvieron a sonar los cansados pianitos, y también allí se engarfiñaron las dos piezas, una tonadilla de la Mascota y la sinfonía de Semíramis. Estuvieron batiéndose con ferocidad, a distancia como de treinta pasos, tirándose de los pelos, dándose dentelladas y cayendo juntas en la mezcla inarmónica de sus propios sonidos. Al fin venció Semíramis, que resonaba orgullosa marcando sus nobles acentos, mientras se extinguían las notas de su rival, gimiendo cada vez más lejos, confundidas con el tumulto de la calle. ...

En la línea 1831
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Le miró de un modo tan indagador, que al pobre chico se le volvieron a abatir los ánimos. Era hombre de carácter siempre que su tía no le clavase la flecha de sus ojuelos pardos y sagaces, y viose tan perdido que se apresuró a variar la conversación, preguntando a su tía cuántos años tenía doña Melitona. Estuvo la señora de Jáuregui un ratito haciendo cuentas, estirado el labio inferior, la cabeza oscilando como un péndulo y los ojos vueltos al techo, hasta que salió una cifra, de la cual Maximiliano no se hizo cargo. Volvió después doña Lupe a tomar en boca la metamorfosis de su sobrino, deslizando algunas bromitas, que a este le supieron a cuerno quemado. «Ya se ve, con esos estudios que haces ahora en casa de los amigos, te habrás vuelto un pozo de ciencia… A mí no me vengas con fábulas. Tú te pasas el día y la mitad de la noche en alguna conspiración… porque por el lado de las mujeres no temo nada, francamente. Ni a ti te gusta eso, ni puedes aunque te gustara… ». ...

En la línea 2251
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Mascando el último bocado, salió Maximiliano para irse a clase, llevando la carga de sus libros, y mucho después almorzó Juan Pablo solo. Aquellos almuerzos servidos a distintas horas molestaban mucho a doña Lupe. ¿Se creían sus sobrinos que aquella casa era una posada? El único que tenía consideración, el que menos guerra daba y el que menos comía era Maxi, el de la pasta de ángel, siempre comedido, aun después de que le volvieron tarumba los ojos de una mujer. Sobre esto reflexionaba doña Lupe aquella tarde, cosiendo en la sillita, junto al balcón de la calle, sin más compañía que la del gato. ...

En la línea 2329
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Sintieron venir a la Superiora, y rápidamente se levantaron y se pusieron a brochar otra vez. La monja miró el piso, ladeando la cara como los pájaros cuando miran al suelo, y se retiró. Un rato después, las dos arrepentidas volvieron a pegar su hebra. ...

En la línea 32
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Los soldados presentaron armas con sus alabardas, abrieron las verjas y volvieron a presentar armas cuando el pequeño Príncipe de la Pobreza entró con sus andrajos ondulando, a estrechar la mano del Príncipe de la Abundancia Ilimitada. ...

En la línea 544
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Cada prenda a su turno tuvo que pasar por este lento y solemne camino, y, consecuentemente, Tom se aburrió de lo lindo con la ceremonia. Tanto se aburrió, que experimentó casi un sentimiento de gratitud cuando al fin vio que sus largas medias de seda comenzaban a llegar a lo largo de aquella fila, y se dijo, que se aproximaba el fin de este ceremonial. Pero se alegró demasiado, pronto. El Primer Lord de la Cámara recibió las medias y se disponía a cubrir con ellas las piernas de Tom, cuando asomó a su rostro un rubor repentino y apresuradamente las devolvió a las manos del Arzobispo de Canterbury, con expresión de asombro, y susurró: –Mirad, milord –señalando algo relacionado con las medias. El Arzobispo palideció, se puso colorado y pasó las medias al Lord Gran Almirante, cuchicheando: –Vea, milord–. Las medias volvieron a recorrer toda la fila, pasando por el Primer Mayordomo del servicio, el Condestable de la Torre, uno de los tres heraldos, el Jefe del Guardarropa, el Canciller Real del Ducado de Lancaster, el Tercer Lacayo de la Estola, el Guarda Mayor del Bosque de Windsor, el Segundo Caballero de Cámara, el Primer Lord de las Jaurías –siempre con el acompañamiento de la frase de asombro y susto: –Ved, milord–, hasta que finalmente llegaron a manos del Primer Escudero del Servicio, quien miró un momento con desencajado semblante lo que había dado origen al incidente y susurró con bronca voz: –¡Por mi vida! ¡Se ha escapado un punto! ¡A la Torre con el Custodio Mayor de las Medias del Rey! –Después de lo cual se apoyó en el hombro del Primer Lord de las Jaurías para recobrar las perdidas fuerzas, mientras traían otras medias nuevas sin carrera ninguna. ...

En la línea 788
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –A algunos, sí. Sobre todo a los recién llegados, tales como mendigos hambrientos y sin hogar, que vagaban por el mundo porque les quitaron las tierras para convertirlas en dehesas para ovejas. Se dedicaron a pedir limosna y fueron azotados, amarrándolos a una carreta, desnudos de la cintura arriba, hasta manarles la sangre. Luego volvieron a mendigar, los azotaron otra vez y les cortaron una oreja. Mendigaron por tercera vez –¿qué iban a hacer los pobres diablos? y fueron marcados en las mejillas con hierro candente y luego vendidos como esclavos. Se escaparon, los pescaron y los ahorcaron. La historia terminó pronto. Otros han escapado, menos mal. Venid aquí, Yokel, Burns y Hodge… ., enseñad vuestros adornos. ...

En la línea 793
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Todos se volvieron y vieron la fantástica figura del rey niño, que se acercaba veloz. Cuando emergió a la luz y se reveló claramente, hubo un estallido general de preguntas. ...

En la línea 142
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Abandonaron el desarbolado junco y volvieron a emprender su camino hacia Labuán. Sandokán encendió un cigarro y llamó a Patán. ...

En la línea 199
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... En un momento fueron acumulados en la proa de ambos barcos los mástiles de recambio, cajas llenas de balas, cañones viejos y maderos de toda especie, formando una sólida barricada. Veinte hombres de los más vigorosos volvieron a descender para manejar los remos, y los otros se agolparon en cubierta, temblorosos de furia, empuñando las carabinas y sujetando con los apretados dientes sus puñales. ...

En la línea 1173
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Registrando entre las peñas pudieron pescar varias docenas de ostras de gran tamaño y algunos crustáceos. De postre, plátanos y naranjas. Terminada la comida volvieron a remontar la costa, con la esperanza de descubrir los paraos. Pero no se veía ninguno en toda la extensión del mar. ...

En la línea 1177
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Durante gran parte del día dieron vueltas por las playas; pero al ponerse el sol volvieron a internarse en los bosques inmediatos a la quinta de lord James Guillonk. ...

En la línea 1395
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Cuando, hacia las once de la mañana, las crestas de los arrecifes comenzaron a desaparecer bajo las aguas de la marea ascendente, los salvajes volvieron a la playa, en la que su número iba acrecentándose. Probablemente estaban viniendo de las islas vecinas o de la Papuasia propiamente dicha. Pero hasta entonces no había visto yo ni una sola piragua. ...

En la línea 1762
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... volvieron a impresionar mi mirada -: ¿a quiénes representan estas caras? ...

En la línea 2047
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Era uno de aquellos días de marzo en que el sol brilla esplendoroso y el viento es frío, de manera que a la luz del sol parece ser verano, e invierno en la sombra. Todos llevábamos nuestros gruesos chaquetones de lana, y yo tomé un maletín. De todo cuanto poseía en la tierra, no me llevé más que lo que podía caber en él. Ignoraba por completo a dónde iría, que haría o cuándo regresaría, aunque tampoco me preocupaba mucho todo eso, pues lo que más me importaba era la salvación de Provis. Tan sólo en una ocasión, al volverme para mirar la puerta de mi casa, me pregunté en qué distintas circunstancias regresaría a aquellas habitaciones, en caso de que llegara a hacerlo. Nos quedamos unos momentos en el desembarcadero del Temple, como si no nos decidiésemos a embarcarnos. Como es natural, yo había tenido buen cuidado de que la lancha estuviese preparada y todo en orden. Después de fingir un poco de indecisión, que no pudo advertir nadie más que las tres o cuatro personas «anfibias» que solían rondar por aquel desembarcadero, nos embarcamos y empezamos a avanzar. Herbert iba en la proa y yo cuidaba del timón. Era entonces casi la pleamar y un poco más de las ocho y media. Nuestro plan era el siguiente: como la marea empezaba a bajar a las nueve y no volvería a subir hasta las tres, nos proponíamos seguir paseando y navegar contra ella hasta el oscurecer. Entonces nos hallaríamos más abajo de Gravesend, entre Kent y Essex, en donde el río es ancho y está solitario y donde habita muy poca gente en sus orillas. Allí encontraríamos alguna taberna poco frecuentada en donde poder descansar toda la noche. E1 barco que debía dirigirse a Hamburgo y el que partiría para Rotterdam saldrían hacia las nueve de la mañana del jueves. Conocíamos exactamente la hora en que pasarían por delante de nosotros, y haríamos señas al primero que se presentase; de manera que si, por una razón cualquiera, el primero no nos tomaba a bordo, tendríamos aún otra probabilidad. Conocíamos perfectamente las características de forma y color de cada uno de estos barcos. Era tan grande el alivio de estar ya dispuestos a realizar nuestro propósito, que me pareció mentira el estado en que me hallara tan pocas horas antes. El aire fresco, la luz del sol, el movimiento del río, parecido a un camino que avanzara con nosotros, que simpatizara con nosotros, que nos animara y hasta que nos diera aliento, me infundió una nueva esperanza. Me lamentaba de ser tan poco útil a bordo de la lancha; pero había pocos remeros mejores que mis dos amigos y remaban con un vigor y una maestría que habían de seguir empleando durante todo el día. 208 En aquella época, el tráfico del Támesis estaba muy lejos de parecerse al actual, aunque los botes y las lanchas eran más numerosos que ahora. Tal vez había tantas barcazas, barcos de vela carboneros y barcos de cabotaje como ahora; pero los vapores no eran ni la décima o la vigésima parte de los que hay en la actualidad. A pesar de lo temprano de la hora, abundaban los botes de remos que iban de una parte a otra y multitud de barcazas que bajaban con la marea; la navegación por el río y por entre los puentes en una lancha era una cosa mucho más fácil y corriente entonces que ahora, y avanzábamos rápidamente por entre una multitud le pequeñas embarcaciones. Pasamos en breve más allá del viejo puente de Londres, y dejamos atrás el viejo mercado de Billingsgate, con sus viveros de ostras y sus holandeses, así como también la Torre Blanca y la Puerta del Traidor, y pronto nos hallamos entre las filas de grandes embarcaciones. Acá y acullá estaban los vapores de Leith, de Aberdeen y de Glasgow, cargando y descargando mercancías, y desde nuestra lancha nos parecían altísimos al pasar por su lado; había, a veintenas, barcos de carbón, con las máquinas que sacaban a cubierta el carbón de la cala y que por la borda pasaba a las barcazas; allí, sujeto por sus amarras, estaba el vapor que saldría al día siguiente para Rotterdam, en el que nos fijamos muy bien, y también vimos al que saldría con dirección a Hamburgo, y hasta cruzamos por debajo de su bauprés. Entonces, sentado en la popa, pude ver, con el corazón palpitante, el embarcadero cercano a la casa de Provis. - ¿Está allí? — preguntó Herbert. -Aún no. - Perfectamente. Sus instrucciones son de no salir hasta que nos haya visto. ¿Puedes distinguir su señal? - Desde aquí no muy bien, pero me parece que la veo ya. ¡Ahora la veo! Avante! ¡Despacio, Herbert! ¡Alto los remos! Tocamos ligeramente el embarcadero por un instante. Provis entró a bordo y salimos de nuevo. Llevaba una especie de capa propia para la navegación y un maletín de tela negra. Su aspecto era tan parecido al de un piloto del río como yo habría podido desear. - ¡Querido Pip! - dijo poniéndome la mano sobre el hombro mientras se sentaba -. ¡Fiel Pip mío! Has estado muy acertado, mi querido Pip. Gracias, muchas gracias. Nuevamente empezamos a avanzar por entre las hileras de barcos de todas clases, evitando las oxidadas cadenas, los deshilachados cables de cáñamo o las movedizas boyas, desviándonos de los cestos rotos, que se hundían en el agua, dejando a un lado los flotantes desechos de carbón y todo eso, pasando a veces por delante de la esculpida cabeza, en los mascarones de proa, de John de Sunderland, que parecía dirigir una alocución a los vientos (como suelen hacer muchos Johns), o de Betsy de Yarmouth, con su firme ostentación pectoral y sus llamativos ojos proyectándose lo menos dos pulgadas más allá de su cabeza; circulábamos por entre el ruido de los martillazos que resonaban en los talleres de construcciones navales, oyendo el chirrido de las sierras que cortaban tablones de madera, máquinas desconocidas que trabajaban en cosas ignoradas, bombas que agotaban el agua de las sentinas de algunos barcos, cabrestantes que funcionaban, barcos que se dirigían a la mar e ininteligibles marineros que dirigían toda suerte de maldiciones, desde las bordas de sus barcos, a los tripulantes de las barcazas, que les contestaban con no menor energía. Y así seguimos navegando hasta llegar a donde el río estaba ya despejado, lugar en el que habrían podido navegar perfectamente los barquichuelos de los niños, pues el agua ya no estaba removida por el tráfico y las festoneadas velas habrían tomado perfectamente el viento. En el embarcadero donde recogimos a Provis, y a partir de aquel momento, yo había estado observando, incansable, si alguien nos vigilaba o si éramos sospechosos. No vi a nadie. Hasta entonces, con toda certeza, no habíamos sido ni éramos perseguidos por ningún bote. Pero, de haber descubierto alguno que nos infundiese recelos, habríamos atracado en seguida a la orilla, obligándole a seguir adelante, o a declarar abiertamente sus hostiles propósitos. Mas no ocurrió nada de eso y seguimos nuestro camino sin la menor señal de que nadie quisiera molestarnos. Mi protegido iba, como ya he dicho, envuelto en su capa, y su aspecto no desentonaba de la excursión. Y lo más notable era (aunque la agitada y desdichada vida que llevara tal vez le había acostumbrado a ello) que, de todos nosotros, él parecía el menos asustado. No estaba indiferente, pues me dijo que esperaba vivir lo bastante para ver cómo su caballero llegaba a ser uno de los mejores de un país extranjero; no estaba dispuesto a mostrarse pasivo o resignado, según me pareció entender; pero no tenía noción de que pudiera amenazarnos ningún peligro. Cuando había llegado, le hizo frente; pero era preciso tenerlo delante para que se preocupase por él. - Si supieras, querido Pip - me dijo, - lo que es para mí el sentarme al lado de mi querido muchacho y fumar, al mismo tiempo, mi pipa, después de haber estado día tras día encerrado entre cuatro paredes,ten por seguro que me envidiarías. Pero tú no sabes lo que es esto. 209 - Me parece que conozco las delicias de la libertad - le contesté. - ¡Ah! - exclamó moviendo la cabeza con grave expresión. - Pero no lo sabes tan bien como yo. Para eso sería preciso que te hubieses pasado una buena parte de la vida encerrado, y así podrías sentir lo que yo siento. Pero no quiero enternecerme. Entonces consideré una incongruencia que, obedeciendo a una idea fija, hubiese llegado a poner en peligro su libertad y su misma vida. Pero me dije que tal vez la libertad sin un poco de peligro era algo demasiado distinto de los hábitos de su vida y que quizá no representaba para él lo mismo que para otro hombre. No andaba yo muy equivocado, porque, después de fumar en silencio unos momentos. me dijo: - Mira, querido Pip, cuando yo estaba allí, en el otro lado del mundo, siempre miraba en esta dirección; y estaba seguro de poder venir, porque me estaba haciendo muy rico. Todos conocían a Magwitch, y Magwitch podía ir y venir, y nadie se preocupaba por él. Aquí no se contentarían tan fácilmente, y es de creer que darían algo por cogerme si supieran dónde estoy. - Si todo va bien - le dije, - dentro de pocas horas estará usted libre y a salvo. - Bien - dijo después de suspirar, - así lo espero. - ¿Y tu piensa también? Metió la mano en el agua, por encima de la borda de la lancha, y con la expresión suave que ya conocía dijo, sonriendo: - Me parece que también lo pienso así, querido Pip. Espero que podremos vivir mejor y con mayor comodidad que hasta ahora. De todas maneras, resulta muy agradable dar un paseo por el agua, y esto me hizo pensar, hace un momento, que es tan desconocido para nosotros lo que nos espera dentro de pocas horas como el fondo de este mismo río que nos sostiene. Y así como no podemos contener el avance de las mareas, tampoco podemos impedir lo que haya de suceder. El agua ha corrido a través de mis dedos y ya no quedan más que algunas gotas - añadió levantando y mostrándome su mano. -Pues, a juzgar por su rostro, podría creer que está usted un poco desaléntado - dije. - Nada de eso, querido Pip. Lo que pasa es que este paseo me resulta muy agradable, y el choque del agua en la proa de la lancha me parece casi una canción de domingo. Además, es posible que ya me esté haciendo un poco viejo. Volvió a ponerse la pipa en la boca con la mayor calma, y se quedó tan contento y satisfecho como si ya estuviésemos lejos de Inglaterra. Sin embargo, obedecía a la menor indicación, como si hubiera sentido un terror constante, porque cuando nos acercamos a la orilla para comprar algunas botellas de cerveza y él se disponía a desembarcar también, yo le indiqué que estaba más seguro dentro de la lancha. - ¿Lo crees así, querido Pip? - preguntó. Y sin ninguna resistencia volvió a sentarse en la lancha. A lo largo del cauce del río, el aire era muy frío, pero el día era magnífico y la luz del sol muy alegre. La marea bajaba con la mayor rapidez y fuerza, y yo tuve mucho cuidado de no perder en lo posible el impulso que podía darnos, y gracias también al esfuerzo de los remeros avanzamos bastante. Por grados imperceptibles, a medida que bajaba la marea, perdíamos de vista los bosques y las colinas y nos acercábamos a las fangosas orillas, pero aún nos acompañaba el reflujo cuando estábamos ya más allá de Gravesend. Como nuestro fugitivo iba envuelto en su capa, yo, de propósito, pasé a uno o dos largos del bote de la Aduana flotante, y así nos alejamos de la violenta corriente del centro del río, a lo largo de dos barcos de emigrantes, pasando también por debajo de un gran transporte de tropas, en cuyo alcázar de proa había unos soldados que nos miraron al pasar. Pronto disminuyó el reflujo y se ladearon todos los barcos que estaban anclados, hasta que dieron una vuelta completa. Entonces todas las embarcaciones que querían aprovechar la nueva marea para llegar al Pool empezaron a congregarse alrededor de nosotros en tanto nos acercábamos a la orilla, para sufrir menos la influencia de la marea, aunque procurando no acercarnos a los bajos ni a los bancos de lodo. Nuestros remeros estaban tan descansados, pues varias veces dejaron que la lancha fuese arrastrada por la marea, abandonando los remos, que les bastó un reposo de un cuarto de hora. Tomamos tierra saltando por algunas piedras resbaladizas; luego comimos y bebimos lo que teníamos, y exploramos los alrededores. Aquel lugar se parecía mucho a mis propios marjales, pues era llano y monótono y el horizonte estaba muy confuso. Allí el río daba numerosas vueltas y revueltas, agitando las boyas flotantes, que tampoco cesaban de girar, aunque todo lo demás parecía estar absolutamente inmóvil. Entonces la flota de barcos había doblado ya la curva que teníamos más cercana, y la última barcaza verde, cargada de paja, con una vela de color pardo, iba detrás de todos los demás. Algunos lanchones, cuya forma era semejante a la primitivá y ruda imitación que de un bote pudiera hacer un niño, permanecían quietos entre el fango; había un faro de ladrillos para señalar la presencia de un bajo; por doquier veíanse estacas hundidas en el fango, piedras 210 cubiertas de lodo, rojas señales en los bajos y también otras para indicar las mareas, así como un antiguo desembarcadero y una casa sin tejado. Todo aquello salía del barro, estaba medio cubierto de él, y alrededor de nosotros no se veía más que barro y desolación. Volvimos a embarcarnos y seguimos el camino que nos fue posible. Ahora ya resultaba más duro el remar, pero tanto Herbert como Startop perseveraron en sus esfuerzos y siguieron remando, incansables, hasta que se puso el sol. Entonces el río nos había levantado un poquito y podíamos divisar perfectamente las orillas. El sol, al ponerse, era rojizo y se acercaba ya al nivel de la orilla, difundiendo rojos resplandores que muy rápidamente se convertían en sombras; había allí el marjal solitario, y más allá algunas tierras altas, entre las cuales y nosotros parecía como si no existiera vida de ninguna clase, salvo alguna que otra triste gaviota que revoloteaba a cierta distancia. La noche cerraba aprisa, y como la luna estaba ya en cuarto menguante, no salía temprano. Por eso celebramos consejo, muy corto, porque sin duda lo que teníamos que hacer era ocultarnos en alguna solitaria taberna que encontrásemos. Así continuamos, hablando poco, por espacio de cuatro o cinco millas y sumidos en angustioso tedio. Hacía mucho frío, y un barco carbonero que vino hacia nosotros con los fuegos encendidos nos ofreció la visión de un hogar cómodo. A la sazón, la noche ya era negra, y así continuaría hasta la mañana, y la poca luz que nos alumbraba, más semejaba proceder del río que del cielo, porque cuando los remos se hundían en el agua parecían golpear las estrellas que en ella se reflejaban. En aquellos tristes momentos, todos, sin duda alguna, sentíamos el temor de que nos siguieran. A la hora de la marea, el agua golpeaba contra la orilla a intervalos regulares, y, cada vez que llegaba a nuestros oídos uno de esos ruidos, alguno de nosotros se sobresaltaba y miraba en aquella dirección. La fuerza de la corriente había abierto en la orilla pequeñas caletas, que a nosotros nos llenaban de recelo y nos hacían mirarlas con la mayor aprensión. Algunas veces, en la lancha se oía la pregunta: «¿Qué es esa ondulación del agua?» O bien otro observaba en voz baja: «¿No es un bote aquello?» Y luego nos quedábamos en silencio absoluto y con mucha impaciencia nos decíamos que los remos hacían mucho ruido en los toletes. Por fin descubrimos una luz y un tejado, y poco después avanzábamos hacia un camino hecho pacientemente con piedras recogidas de la orilla. Dejando a los demás en la lancha, salté a tierra y me cercioré de que la luz partía de una taberna. Era un lugar bastante sucio, y me atrevo a decir que no desconocido por los contrabandistas; pero en la cocina ardía un alegre fuego, tenían huevos y tocino para comer y varios licores para beber. También había varias habitaciones con dos camas «tal como estaban», según dijo el dueño. En la casa no había nadie más que el huésped, su mujer y un muchacho de color gris, el «Jack» del lugar, y que parecía estar tan cubierto de légamo y sucio como si él mismo hubiese sido una señal de la marea baja. Con la ayuda que me ofreció aquel individuo regresé a la lancha y desembarcaron todos. Nos llevamos los remos, el timón, el bichero y otras cosas por el estilo, y varamos la embarcación para la noche. Comimos muy bien ante el fuego de la cocina y luego nos encaminamos a nuestros respectivos dormitorios. Herbert y Startop habían de ocupar uno de ellos, y mi protector y yo, el otro. Observamos que en aquellas estancias el aire había sido excluido con tanto cuidado como si fuera algo fatal para la vida, y había más ropa sucia y cajas de cartón debajo de las camas de lo que, según imaginaba, habría podido poseer una familia. Mas, a pesar de todo, nos dimos por satisfechos, porque habría sido imposible encontrar un lugar más solitario que aquél. Mientras nos calentábamos ante el fuego, después de cenar, el «Jack», que estaba sentado en un rincón y que llevaba puestas un par de botas hinchadas - que nos estuvo mostrando mientras nosotros comíamos el tocino y los huevos, como interesantes reliquias que dos días antes quitara de los pies de un marinero ahogado al que la marea dejó en la orilla, - me preguntó si habíamos visto una lancha de cuatro remos que remontaba el río con la marea. Cuando le dije que no, contestó que tal vez habría vuelto a descender por el río, pero añadió que al desatracar frente a la taberna había remontado la corriente. - Lo habrá pensado mej or - añadió el «Jack» - y habrá vuelto a bajar el río. - ¿Dices que era una lancha de cuatro remos? - pregunté. - Sí. Y además de los remeros iban dos personas sentadas. - ¿Desembarcaron aquí? - Vinieron a llenar de cerveza una jarra de dos galones. Y a fe que me habría gustado envenenarles la cerveza. - ¿Por qué? - Yo sé lo que me digo - replicó el «Jack». Hablaba con voz gangosa, como si el légamo le hubiese entrado en la garganta. 211 - Se figura - dijo el dueño, que era un hombre de aspecto meditabundo, con ojos de color pálido y que parecía tener mucha confianza en su «Jack», - se figura que eran lo que no eran. - Yo ya sé por qué hablo - observó el «Jack». - ¿Te figuras que eran aduaneros? - preguntó el dueño. - Sí - contestó el «Jack». - Pues te engañas. - ¿Que me engaño? Como para expresar el profundo significado de su respuesta y la absoluta confianza que tenía en su propia opinión, el «Jack» se quitó una de las botas hinchadas, la miró, quitó algunas piedrecillas que tenía dentro golpeando en el suelo y volvió a ponérsela. Hizo todo eso como si estuviese tan convencido de que tenía razón que no podía hacer otra cosa. - Si es así, ¿qué han hecho con sus botones, «Jack»? - preguntó el dueño, con cierta indecisión. - ¿Que qué han hecho con sus botones? – replicó. - Pues los habrán tirado por la borda o se los habrán tragado. ¿Que qué han hecho con sus botones? - No seas desvergonzado, «Jack» - le dijo el dueño, regañándole de un modo melancólico. -Los aduaneros, bastante saben lo que han de hacer con sus botones - dijo el «Jack» repitiendo la última palabra con el mayor desprecio - cuando esos botones les resultan molestos. Una lancha de cuatro remos y dos pasajeros no se pasa el día dando vueltas por el río, arriba y abajo, subiendo con una marea y bajando con la otra, si no está ocupada por los aduaneros. Dicho esto, salió con expresión de desdén, y como el dueño ya no tenía a su lado a nadie que le inspirase confianza, consideró imposible seguir tratando del asunto. Este diálogo nos puso en el mayor cuidado, y a mí más que a nadie. El viento soplaba tristemente alrededor de la casa y la marea golpeaba contra la orilla; todo eso me dio la impresión de que ya estábamos cogidos. Una lancha de cuatro remos que navegara de un modo tan particular, hasta el punto de llamar la atención, era algo alarmante que no podía olvidar en manera alguna. Cuando hube inducido a Provis a que fuese a acostarse, salí con mis dos compañeros (pues ya Startop estaba enterado de todo) y celebramos otro consejo, para saber si nos quedaríamos en aquella casa hasta poco antes de pasar el buque, cosa que ocurriría hacia la una de la tarde siguiente, o bien si saldríamos por la mañana muy temprano. Esto fue lo que discutimos. Nos pareció mejor continuar donde estábamos hasta una hora antes del paso del buque y luego navegar por el camino que había de seguir, cosa que podríamos hacer fácilmente aprovechando la marea. Después de convenir eso, regresamos a la casa y nos acostamos. Me eché en la cama sin desnudarme por completo y dormí bien por espacio de algunas horas. Al despertar se había levantado el viento, y la muestra de la taberna (que consistía en un buque) rechinaba y daba bandazos que me sobresaltaron. Me levanté sin hacer ruido, porque mi compañero dormía profundamente, y miré a través de los vidrios de la ventana. Vi el camino al cual habíamos llevado nuestra lancha, y en cuanto mis ojos se hubieron acostumbrado a la incierta luz reinante, pues la luna estaba cubierta de nubes, divisé dos hombres que examinaban nuestra embarcación. Pasaron por debajo de la ventana, sin mirar a otra cosa alguna, y no se dirigieron al desembarcadero, que según pude ver estaba desierto, sino que echaron a andar por el marjal, en dirección al Norte. Mi primer impulso fue llamar a Herbert y mostrarle los dos hombres que se alejaban, pero, reflexionando antes de ir a su habitación, que estaba en la parte trasera de la casa e inmediata a la mía, me dije que tanto él como Startop habían tenido un día muy duro y que debían de estar muy fatigados, y por eso me abstuve. Volviendo a la ventana, pude ver a los dos hombres que se alejaban por el marjal. Pero, a la poca luz que hábía pronto los perdí de vista, y, como tenía mucho frío, me eché en la cama para reflexionar acerca de aquello, aunque muy pronto me quedé dormido. Nos levantamos temprano. Mientras los cuatro íbamos de una parte a otra, antes de tomar el desayuno, me pareció mejor referir lo que había visto. También entonces nuestro fugitivo pareció ser el que menos se alarmó entre todos los demás. Era muy posible, dijo, que aquellos dos hombres perteneciesen a la Aduana y que no sospechasen de nosotros. Yo traté de convencerme de que era así, y, en efecto, podía ser eso muy probablemente. Sin embargo, propuse que él y yo nos encaminásemos hasta un punto lejano que se divisaba desde donde estábamos y que la lancha fuera a buscarnos allí, o tan cerca como fuese posible, alrededor del mediodía. Habiéndose considerado que eso era una buena precaución, poco después de desayunarnos salimos él y yo, sin decir una palabra en la taberna. Mientras andábamos, mi compañero iba fumando su pipa y de vez en cuando me cogía por el hombro. Cualquiera habría podido imaginarse que yo era quien estaba en peligro y que él trataba de darme ánimos. Hablamos muy poco. Cuando ya estábamos cerca del sitio indicado, le rogué que se quedara en un lugar 212 abrigado mientras yo me adelantaba para hacer un reconocimiento, porque aquella misma fue la dirección que tomaron los dos hombres la noche anterior. Él obedeció y avancé solo. Por allí no se veía ningún bote ni descubrí que se acercase alguno, así como tampoco huellas o señales de que nadie se hubiese embarcado en aquel lugar. Sin embargo, como la marea estaba alta, tal vez sus huellas estuvieran ocultas por el agua. Cuando él asomó la cabeza por su escondrijo y vio que yo le hacía señas con mi sombrero para que se acercase, vino a reunirse conmigo y allí esperamos, a veces echados en el suelo y envueltos en nuestras capas y otras dando cortos paseos para recobrar el calor, hasta que por fin vimos llegar nuestra lancha. Sin dificultad alguna nos embarcamos y fuimos a tomar el camino que había de seguir el vapor. Entonces faltaban diez minutos para la una, y empezamos a estar atentos para descubrir el humo de la chimenea. Pero era la una y media antes de que lo divisáramos, y poco después vimos otra humareda que venía detrás. Puesto que los dos buques se acercaban rápidamente, preparé los dos maletines y aproveché los instantes para despedirme de Herbert y de Startop. Nos estrechamos cordialmente las manos y tanto los ojos de Herbert como los míos no estaban secos, cuando de pronto vi una lancha de cuatro remos que se alejaba de la orilla, un poco más allá de donde nosotros estábamos, y que empezaba a seguir la misma dirección que nosotros. Entre nosotros y el buque quedaba una faja de tierra debida a una curva del río, pero pronto vimos que aquél se acercaba rápidamente. Indiqué a Herbert y a Startop que se mantuvieran ante la marea, a fin de que se diesen cuenta los del buque de que los estábamos aguardando, y recomendé a Provis que se quedara tranquilamente sentado y quieto, envuelto en su capa. Él me contestó alegremente: - Puedes confiar en mí, Pip. Y se quedó sentado, tan inmóvil como si fuera una estatua. Mientras tanto, la lancha de cuatro remos, que era gobernada con la mayor habilidad, había cruzado la corriente por delante de nosotros, nos dejó avanzar a su lado y seguimos navegando de conserva. Dejando el espacio suficiente para el manejo de los remos, se mantenía a nuestro costado, quedándose inmóvil en cuanto nosotros nos deteníamos, o dando uno o dos golpes de remo cuando nosotros los dábamos. Uno de los dos pasajeros sostenía las cuerdas del timón y nos miraba con mucha atención, como asimismo lo hacían los remeros; el otro pasajero estaba tan envuelto en la capa como el mismo Provis, y de pronto pareció como si diese algunas instrucciones al timonel, mientras nos miraba. En ninguna de las dos embarcaciones se pronunció una sola palabra. Startop, después de algunos minutos de observación, pudo darse cuenta de cuál era el primer barco que se acercaba, y en voz baja se limitó a decirme: «Hamburgo». El buque se acercaba muy rápidamente a nosotros, y a cada momento oíamos con mayor claridad el ruido de su hélice. Estaba ya muy cerca, cuando los de la lancha nos llamaron. Yo contesté. - Les acompaña un desterrado de por vida que ha quebrantado su destierro - dijo el que sostenía las cuerdas del timón. - Es ese que va envuelto en la capa. Se llama Abel Magwitch, conocido también por Provis. Ordeno que ese hombre se dé preso y a ustedes que me ayuden a su prisión. Al mismo tiempo, sin que, en apariencia, diese orden alguna a su tripulación, la lancha se dirigió hacia nosotros. Manejaron un momento los remos, los recogieron luego y corrieron hacia nosotros y se agarraron a nuestra borda antes de que nos diésemos cuenta de lo que hacían. Eso ocasionó la mayor confusión a bordo del vapor, y oí como nos llamaban, así como la orden de parar la hélice. Me di cuenta de que se hacía eso, pero el buque se acercaba a nosotros de un modo irresistible. Al mismo tiempo vi que el timonel de la lancha ponía la mano en el hombro de su preso; que las dos embarcaciones empezaban a dar vueltas impulsadas por la fuerza de la marea, y que todos los que estaban a bordo del buque se dirigían apresuradamente a la proa. También, en el mismo instante, observé que el preso se ponía en pie y, echando a un lado al que lo prendiera, se arrojaba contra el otro pasajero que había permanecido sentado y que, al descubrirse el rostro, mostró ser el del otro presidiario que conociera tantos años atrás. Noté que aquel rostro retrocedía lleno de pálido terror que jamás olvidaré, y oí un gran grito a bordo del vapor, así como una caída al agua, al mismo tiempo que sentía hundirse nuestra lancha bajo mis pies. Por un instante me pareció estar luchando con un millar de presas de molino y otros tantos relámpagos; pasado aquel instante, fui subido a bordo de la lancha. Herbert estaba ya allí, pero nuestra embarcación había desaparecido, así como también los dos presidiarios. Entre los gritos que resonaban a bordo del buque, el furioso resoplido de su vapor, la marcha del mismo barco y la nuestra misma, todo eso me impidió al principio distinguir el cielo del agua, o una orilla de otra; pero la tripulación de la lancha enderezó prontamente su marcha gracias a unos vigorosos golpes de remo, después de lo cual volvieron a izarlos mirando silenciosamente hacia popa. Pronto se vio un objeto negro en aquella dirección y que, impulsado por la marea, se dirigía hacia nosotros. Nadie pronunció una sola 213 palabra, pero el timonel levantó la mano y todos los demás hicieron esfuerzos para impedir que la lancha se moviese. Cuando aquel bulto se acercó vi que era Magwitch que nadaba, pero no con libertad de movimientos. Fue subido a bordo, y en el acto le pusieron unas esposas en las manos y en los tobillos. Los remeros mantuvieron quieta la lancha, y de nuevo todos empezaron a vigilar el agua con intensas miradas. Pero entonces llegó el vapor de Rotterdam, y como, en apariencia, no se había dado cuenta de lo ocurrido, avanzaba a toda velocidad. No se tardó en hacerle las indicaciones necesarias, de manera que los dos vapores quedaron inmóviles a poca distancia, en tanto que nosotros nos levantábamos y nos hundíamos impulsados por las revueltas aguas. Siguieron observando el agua hasta que estuvo tranquila y hasta mucho después de haberse alejado los dos vapores; pero todos comprendían que ya era inútil esperar y vigilar. Por fin se desistió de continuar allí, y la lancha se dirigió a la orilla, hacia la taberna que dejáramos poco antes, en donde nos recibieron con no pequeña sorpresa. Allí pude procurar algunas pequeñas comodidades a Magwitch, pues ya no sería conocido en adelante por Provis, que había recibido una grave herida en el pecho y un corte profundo en la cabeza. Me dijo que se figuraba haber ido a parar debajo de la quilla del vapor y que al levantar la cabeza se hirió. La lesión del pecho, que dificultaba extraordinariamente su respiración, creía habérsela causado contra el costado de la lancha. Añadió que no pretendía decir lo que pudo o no hacer a Compeyson, pero que en el momento de ponerle encima la mano para identificarle, el miserable retrocedió con tanta fuerza que no tan sólo se cayó él al agua, sino que arrastró a su enemigo en su caída, y que la violenta salida de él (Magwitch) de nuestra lancha y el esfuerzo que hizo su aprehensor para mantenerle en ella fueron la causa del naufragio de nuestra embarcación. Me dijo en voz baja que los dos se habían hundido, ferozmente abrazados uno a otro, y que hubo una lucha dentro del agua; que él pudo libertarse, le dio un golpe y luego se alejó a nado. No he tenido nunca razón alguna para dudar de la verdad de lo que me dijo. El oficial que guiaba la lancha hizo la misma relación de la caída al agua de los dos. Cuando pedí permiso al oficial para cambiar el traje mojado del preso, comprándole cuantas prendas pudiera hallar en la taberna, me lo concedió sin inconveniente, aunque observando que tenía que hacerse cargo de cuantas cosas llevase el preso consigo. Así, pues, la cartera que antes estuviera en mis manos pasó a las del oficial. Además, me permitió acompañar al preso a Londres, pero negó este favor a mis dos amigos. E1 «Jack» de la Taberna del Buque quedó enterado del lugar en que se había ahogado el expresidiario y se encargó de buscar su cadáver en los lugares en que más fácilmente podía ir a parar a la orilla. Pareció interesarse mucho más en el asunto cuando se hubo enterado de que el cadáver llevaba medias. Tal vez, para vestirse de pies a cabeza, necesitaba, más o menos, una docena de ahogados, y quizás ésta era la razón de que los diferentes artículos de su traje estuviesen en distintas fases de destrucción. Permanecimos en la taberna hasta que volvió la marea, y entonces Magwitch fue llevado nuevamente a la lancha y obligado a acomodarse en ella. Herbert y Startop tuvieron que dirigirse a Londres por tierra, lo mas pronto que les fue posible. Nuestra despedida fue muy triste, y cuando me senté al lado de Magwitch comprendí que aquél era mi lugar en adelante y mientras él viviese. Había desaparecido ya por completo toda la repugnancia que me inspirara, y en el hombre perseguido, herido y anonadado que tenía su mano entre las mías tan sólo vi a un ser que había querido ser mi bienhechor y que me demostró el mayor afecto, gratitud y generosidad y con la mayor constancia por espacio de numerosos años. Tan sólo vi en él a un hombre mucho mejor de lo que yo había sido para Joe. Su respiración se hizo más difícil y dolorosa a medida que avanzó la noche, y muchas veces el desgraciado no podía contener un gemido de dolor. Traté de hacerle descansar en el brazo que tenía útil y en una posición cómoda, pero era doloroso pensar que yo no podía lamentar en mi corazón el hecho de que estuviese mal herido, ya que era mucho mejor que muriese por esta causa. No podía dudar que existirían bastantes personas capaces y deseosas de identificarle. Aquel hombre había sido presentado en su peor aspecto cuando fue juzgado; quebrantó la prisión; fue juzgado de nuevo, y por fin había regresado del destierro que se le impusiera por vida y fue la causa de la muerte del hombre que originó su captura. Cuando nos volvíamos hacia el sol poniente que el día anterior dejamos a nuestra espalda, y mientras la corriente de nuestras esperanzas parecía retroceder, le dije cuánto lamentaba que hubiese venido a Inglaterra tan sólo por mi causa. - Querido Pip - me contestó -. Estoy muy satisfecho de haber corrido esta aventura. He podido ver a mi muchacho, que en adelante podrá ser un caballero aun sin mi auxilio. 214 No. Pensé acerca de ello mientras me sentaba a su lado. No. Aparte de mis propias inclinaciones, comprendí entonces el significado de las palabras de Wemmick, porque después de ser preso, sus posesiones irían a parar a la Corona. - Mira, querido Pip – dijo. - Es mucho mejor, para un caballero, que no se sepa que me perteneces. Tan sólo te ruego que vengas a verme de vez en cuando, como vas a ver a Wemmick. Siéntate a mi lado cuando te sea posible, y no pido nada más que eso. - Si me lo permiten, no me moveré nunca de su lado. ¡Quiera Dios que pueda ser tan fiel para usted como usted lo ha sido para mí! Mientras sostenía su mano sentí que temblaba entre las mías, y cuando volvió el rostro a un lado oí de nuevo aquel mismo sonido raro en su garganta, aunque ahora muy suavizado, como todo lo demás en él. Fue muy conveniente que tratara de este punto, porque eso me hizo recordar algo que, de otro modo, no se me habría ocurrido hasta que fuese demasiado tarde: que él no debía conocer cómo habían desaparecido sus esperanzas de enriquecerme. ...

En la línea 1912
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Alrededor de una hora después, volvieron a oírse pasos en el corredor y de nuevo golpearon la puerta. Esta vez las dos mujeres habían esperado con absoluta confianza la segunda visita de Rasumikhine, cuya palabra ya no ponían en duda. En efecto, era él y le acompañaba Zosimof. Éste no había vacilado en dejar la reunión para ir a ver al enfermo. Sin embargo, Rasumikhine había tenido que insistir para que accediera a visitar a las dos mujeres: no se fiaba de su amigo, cuyo estado de embriaguez era evidente. Pero pronto se tranquilizó, e incluso se sintió halagado, al ver que, en efecto, se le esperaba como a un oráculo. Durante los diez minutos que duró su visita consiguió devolver la confianza a Pulqueria Alejandrovna. Mostró gran interés por el enfermo, pero habló en un tono reservado y austero, muy propio de un médico de veintisiete años llamado a una consulta de extrema gravedad. Ni se permitió la menor digresión, ni mostró deseo alguno de entablar relaciones más íntimas y amistosas con las dos mujeres. Como apenas entró advirtiera la belleza deslumbrante de Avdotia Romanovna, procuró no prestarle la menor atención y dirigirse exclusivamente a la madre. Todo esto le proporcionaba una extraordinaria satisfacción. ...

En la línea 2820
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Todos se volvieron a mirarle, lanzando exclamaciones de sorpresa. Incluso Piotr Petrovitch dio muestras de emoción. ...

En la línea 3812
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof no pudo disimular un gesto de indignación. Sus labios volvieron a sonreír como tantas veces habían sonreído, con una expresión de odio y altivez. ...

En la línea 979
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Al cabo de una hora, los dos polacos expulsados del casino volvieron a aparecer detrás del sillón de la abuela, ofreciendo de nuevo sus servicios, aunque no fuese más que para encargos. Potapytch juraba que el panz honorem les había guiñado el ojo e incluso entregado algo. ...

En la línea 538
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Vieron a los jóvenes salir del brazo de la hostería de Bombarda; los cuatro se volvieron, les hicieron varias señas riéndose y desaparecieron en aquella polvorienta muchedumbre que invade semanalmente los Campos Elíseos. ...

En la línea 1138
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Todos quedaron helados con esa voz, tan lastimoso era su acento. Las miradas se volvieron hacia el sitio de donde saliera. En el lugar destinado a los espectadores privilegiados había un hombre que acababa de levantarse y, atravesando la puertecilla que lo separaba del tribunal, se había parado en medio de la sala. El presidente, el fiscal, veinte personas lo reconocieron y exclamaron a la vez: ...

En la línea 113
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... La alteración de la disciplina afectó también las relaciones entre los demás perros. Se peleaban más que nunca, hasta el punto de que a veces el campamento era un inmenso alboroto de aullidos. Sólo Dave y Sol-leks permanecían al margen, aunque con aquellas riñas permanentes se volvieron irritables. François blasfemaba y lanzaba extraños y brutales juramentos al tiempo que se tiraba de los pelos y daba furiosas e inútiles patadas a la nieve que cubría el suelo. Su látigo resollaba continuamente entre los perros, pero no servía de mucho. En cuanto volvía la espalda, se agarraban otra vez. Con el látigo respaldaba a Spitz, mientras que Buck estaba de parte del resto del equipo. François sabía que era el que estaba detrás de todo aquello, y Buck sabía que lo sabía, pero era demasiado listo para dejarse sorprender. Trabajaba con ahínco, pues el trabajo se le había convertido en un placer; pero un placer aún mayor era provocar arteramente una pelea entre sus compañeros que acababa enmarañando las riendas. ...

En la línea 208
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... En una ocasión la bajaron del trineo a la fuerza. No volvieron a hacerlo nunca. Ella aflojó las piernas como una niña malcriada y se sentó en el camino. Ellos reanudaron la marcha, pero ella no se movió. Cuando hubieron recorrido cinco kilómetros, y después de deshacerse de parte de la carga, regresaron a por Mercedes y, otra vez a la fuerza, volvieron a subirla al trineo. ...

En la línea 208
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... En una ocasión la bajaron del trineo a la fuerza. No volvieron a hacerlo nunca. Ella aflojó las piernas como una niña malcriada y se sentó en el camino. Ellos reanudaron la marcha, pero ella no se movió. Cuando hubieron recorrido cinco kilómetros, y después de deshacerse de parte de la carga, regresaron a por Mercedes y, otra vez a la fuerza, volvieron a subirla al trineo. ...

En la línea 292
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Los espectadores recobraron el aliento y volvieron a respirar con normalidad sin percatarse de que por un momento habían dejado de hacerlo. Thornton iba corriendo detrás, animando a Buck con palabras de aliento. Se había medido la distancia y, según se aproximaban a la pila de leña que marcaba el fin del recorrido de cien metros, empezó a surgir un creciente murmullo que explotó en un rugido cuando Buck alcanzó la meta y se detuvo a la voz de alto. Todo el mundo, incluido Matthewson, estaba entusiasmado. Volaban por el aire guantes y sombreros. Los presentes se daban la mano, sin importarles con quién, y hablaban a gritos como en una incoherente babel. ...

En la línea 883
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Todas volvieron el rostro, en extremo conmovidas. La puerta del salón de Damas se abría solemnemente; un elegante y correcto anciano, con blancas patillas y delicadamente afeitado el resto de la faz, se quedó en el umbral en diplomática postura; una mujer alta y gallarda penetró en el recinto; acrecentaba su clásica beldad el negro traje de tafetán, muy ceñido y golpeado de azabache; sobre su frente de diosa, el sombrero de tul con espigas de oro, parecía mitológica diadema; era su andar noble y soberano, y sin cuidarse de saludar a nadie, se fue hacia el piano, vacante a la sazón, y sentándose, comenzó a interpretar magistralmente unas mazurcas de Chopín. La postura patentizaba lo brioso de su talle, los largos y tornátiles brazos, las caderas, los omoplatos que, a cada pulsación de la blanca mano, se dibujaban vigorosamente bajo el ajustado corpiño. ...

En la línea 896
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Todas se volvieron a mirar hacia las vidrieras. Ya no se hallaba allí el duque. ...

En la línea 497
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Demasiado era cierto que los trabajos del ferrocarril terminaban allí. Los periódicos son como algunos relojes que tenían la manía de adelantar, y habían anunciado prematuramente la conclusión de la línea. La mayor parte de los viajeros conocían esa interrupción de la vía, y al apearse del tren se habían apoderado de los vehículos de todo género que había en el villorrio, paikigharis de cuatro ruedas, carretas arrastradas por unos zebús, especie de bueyes de giba, carros de viaje semejantes a pagodas ambulantes, palanquines, caballos, etc. Así es que mister Fogg y sir Francis, después de haber registrado toda la aldea, se volvieron sin haber encontrado nada. ...

En la línea 751
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Los sacerdotes volvieron a quedar estupefactos, asombrándose profundamente el juez Obadiah. ...

En la línea 830
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Después de haber recorrido la campiña durante dos horas, Aouida y su compañero- que miraban un poco sin ver- volvieron a la ciudad, extensa aglomeración de lindos jardines donde se encuentran mangustos, piñas y las mejores frutas del mundo. ...

En la línea 1059
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Y mientras que Fix, nervioso, calenturiento, rabioso, se dirigía al barco piloto, ambos se fueron a las oficinas de la policía de Hong Kong. Allí Phileas Fogg dio las señas de Picaporte, y dejó una cantidad suficiente para que lo mandasen a Europa. La misma formalidad se cumplió en el consulado de Francia, y después de haber tocado en el hotel, donde se recogió el equipaje, volvieron los viajeros al puerto. ...


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