La palabra Techo ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece techo.
Estadisticas de la palabra techo
Techo es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 2925 según la RAE.
Techo tienen una frecuencia media de 32.2 veces en cada libro en castellano
Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la techo en 150 obras del castellano contandose 4894 apariciones en total.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Techo
Cómo se escribe techo o teco?

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece techo
La palabra techo puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1224
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... ¡Cómo sufría el pobre señor! ¡El, que cifraba los triunfos de la enseñanza en su finura, en su distinción de modales, en lo bien hablado que era, según declaración de su esposa! Cada palabra que sus discípulos pronunciaban mal -y no decían bien una sola- le hacía dar bufidos y levantar las manos con indignación hasta tocar el ahumado techo de su vivienda. ...
En la línea 1848
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Habían estado bajo su techo, borrando con sus pasos la maldición que pesaba sobre las tierras del tío Barret. ...
En la línea 1951
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Una era la de la bodega, y por entre sus hojas abiertas veíanse las dos filas de toneles enormes que llegaban hasta el techo, los montones de pellejos vacíos y arrugados, los grandes embudos y las medidas de cinc teñidas de rojo por el continuo resbalar del líquido. ...
En la línea 1958
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Desde allí hasta el techo, todas las paredes estaban dedicadas al sublime arte de la pintura, pues Copa, aunque parecía hombre burdo, atento únicamente a que por la noche estuviese lleno el cajón de su mostrador, era un verdadero mecenas. ...
En la línea 875
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La gran propiedad empobrecía el país, manteniéndolo anonadado bajo su brutal pesadumbre. La ciudad era la urbe del tiempo romano, rodeada de leguas y más leguas de terreno, sin un pueblo, sin una aldea; sin otras aglomeraciones de vida que los cortijos, con sus siervos del jornal, mercenarios de la miseria, que se veían reemplazados apenas los debilitaba la vejez o la fatiga; más tristes que el antiguo esclavo, que al menos veía seguros hasta su muerte el techo y el pan. ...
En la línea 914
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En las noches de invierno, la gran muchedumbre de la miseria pululaba en las calles de las ciudades, sin pan y sin techo, como si estuviese en un desierto. Los niños lloraban de frío, ocultando las manos bajo los sobacos; las mujeres de voz aguardentosa se encogían como fieras en el quicio de una puerta, para pasar la noche; los vagabundos sin pan, miraban los balcones iluminados de los palacios o seguían el desfile de las gentes felices que, envueltas en pieles, en el fondo de sus carruajes, salían de las fiestas de la riqueza. Y una voz, tal vez la misma, repetía en sus oídos, que zumbaban de debilidad: «No esperéis nada. ¡Cristo ha muerto!» El obrero sin trabajo, al volver a su frío tugurio, donde le aguardaban los ojos interrogantes de la hembra enflaquecida, dejábase caer en el suelo como una bestia fatigada, después de su carrera de todo un día para aplacar el hambre de los suyos. «¡Pan, pan!» le decían los pequeñuelos esperando encontrarlo bajo la blusa raída. Y el padre oía la misma voz, como un lamento que borraba toda esperanza: «¡Cristo ha muerto!» Y el jornalero del campo que, mal alimentado con bazofia, sudaba bajo el sol, sintiendo la proximidad de la asfixia, al detenerse un instante para respirar en esta atmósfera de horno, se decía que era mentira la fraternidad de los hombres predicada por Jesús, y falso aquel dios que no había hecho ningún milagro, dejando los males del mundo lo mismo que los encontró al llegar a él... Y el trabajador vestido con un uniforme, obligado a matar en nombre de cosas que no conoce a otros hombres que ningún daño le han hecho, al permanecer horas y horas en un foso, rodeado de los horrores de la guerra moderna, peleando con un enemigo invisible por la distancia, viendo caer destrozados miles de semejantes bajo la granizada de acero y el estallido de las negras esferas, también pensaba con estremecimientos de disimulado terror: «¡Cristo ha muerto, Cristo ha muerto!» Sí; bien muerto estaba. Su vida no había servido para aliviar uno solo de los males que afligen a los humanos. En cambio, había causado a los pobres un daño incalculable predicándoles la humildad, infiltrando en sus espíritus la sumisión, la creencia del premio en un mundo mejor. El envilecimiento de la limosna y la esperanza de justicia ultraterrena habían conservado a los infelices en su miseria por miles de años. Los que viven a la sombra de la injusticia, por mucho que adorasen al Crucificado, no le agradecerían bastante sus oficios de guardián durante diecinueve siglos. ...
En la línea 3019
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... ¡Ay, señor Bonacieux! Nunca os he amado mucho, pero ahora es mucho peor: os odio, y ¡palabra que me la pagaréis!En el momento en que decía estas palabras, un golpe en el techo la hizo alzar la cabeza, y una voz, que vino a ella a través del piso, gritó: -Querida señora Bonacieux, abridme la puerta pequeña de la ave nida y bajo junto a vos. ...
En la línea 3454
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¿Y dónde está situada esa casa?-A un cuarto de legua de la villa; mirad, desde aquí la veréis al pie de aquella pequeña prominencia, aquel techo de pizarra. ...
En la línea 9295
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Aunque no sintiese desconfianza, un temor vago se apoderó de mí y traté de luchar contra el sueño; me levanté, quise correr a la ventana, pedir socorro, pero mis piernas se negaron a llevarme; me parecía que el techo bajaba contra mi cabeza y me aplastaba con su peso; tendí los brazos, traté de hablar, no pude más que lanzar sonidos inarticulados; un embotamiento irresistible se apoderaba de mí, me agarré a un sillón, sintiendo que iba a caer, mas pronto aquel apoyo fue insuficiente para mi brazos débiles, caí sobre una rodilla, luego sobre las dos; quise gritar, mi lengua estaba helada; Dios no me vio ni me oyó sin duda, y me deslizé por el suelo, presa de un sueño que se parecía a la muerte. ...
En la línea 9296
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... De todo cuanto pasó en este sueño y del tiempo que transcurrió durante su duración, nin gún recuer-do tengo; la única cosa que recuerdo es que me desperté acostada en una habitación redonda cuyo moblaje era suntuoso, y en la que la luz sólo penetraba por una abertura del techo. ...
En la línea 808
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... del T._) EL RECTOR.—¿Debajo del techo en cada aposento? Creo que es eso lo que ha dicho usted. ...
En la línea 812
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Quisiera sinceramente que también nosotros tuviéramos la costumbre de poner una «imagen» de la «santa» Virgen en cada rincón de nuestras casas, cerca del techo. ...
En la línea 909
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Los dueños de la posada de este lugar me conocían bien, por haber pasado dos noches bajo su techo; y al verme aparecer de nuevo me dieron la bienvenida con mucha amabilidad. ...
En la línea 1038
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... La torre, cuya parte inferior estaba toda macizada, no tenía puerta; pero en una de sus caras había unas hendiduras entre las piedras para apoyar los pies, y trepando por tan tosca escalera llegué a un aposento pequeño, de unos cinco pies en cuadro, con el techo hundido. ...
En la línea 6287
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y digo, señor, que si pudiera pintar su gentileza y la altura de su cuerpo, fuera cosa de admiración; pero no puede ser, a causa de que ella está agobiada y encogida, y tiene las rodillas con la boca, y, con todo eso, se echa bien de ver que si se pudiera levantar, diera con la cabeza en el techo; y ya ella hubiera dado la mano de esposa a mi bachiller, sino que no la puede estender, que está añudada; y, con todo, en las uñas largas y acanaladas se muestra su bondad y buena hechura. ...
En la línea 6734
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Acudió a él Sancho Panza, y, agazapándose, se entró por él y vio que por de dentro era espacioso y largo, y púdolo ver, porque por lo que se podía llamar techo entraba un rayo de sol que lo descubría todo. ...
En la línea 308
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ejemplo: en la punta de una estaca, en un peñasco desnudo o en un cactus. Ese nido se compone de barro y pedazos de paja, con unas paredes muy gruesas y muy sólidas; su forma es enteramente la misma de un horno o de una colmena achatada. La abertura del nido es ancha y en forma de bóveda; frente por frente de esa abertura, en el interior del nido, hay un tabique que sube casi hasta el techo, formando así un corredor o una antecámara que precede al mismo nido. ...
En la línea 376
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... En este sitio, el rancho ni siguiera tiene techo; consiste simplemente en una fila de tallos de cardo silvestre dispuestos de modo que defiendan un poco a los hombres contra el viento. Este rancho está situado en las orillas de un lago muy extenso pero muy poco profundo, literalmente cubierto de aves salvajes, entre las cuales llama la atención el cisne de cuello negro. ...
En la línea 2333
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... ueve muchísimo durante la noche; pero nuestro techo de hojas de bananero nos garantiza contra la lluvia. ...
En la línea 3124
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... ostumbrados desde la infancia a considerar la tierra como el tipo de la solidez, sentirla oscilar bajo nuestros pies como pudiera hacerlo una delgada película; ver las más sólidas y más soberbias obras del hombre derruidas en un instante, ¿cómo no han de hacer sentir la pequeñez de esta pretendida potencia de que tan orgullosos nos mostramos? Se dice que la afición a la caza es una pasión inherente al hombre, último vestigio de un instinto poderoso. esto es así, estoy seguro de que el placer de vivir al aire libre con el cielo por techo y el suelo por mesa, forma parte de ese mismo instinto: el del salvaje vuelto a sus costumbres primitivas ...
En la línea 1213
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Quiso ver la codorniz; pero la salvaje africana se daba de cabezadas, asustada, contra el techo de lienzo de su jaula chata y la dejó tranquilizarse. ...
En la línea 2235
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Su sombra en las sombras de la pared, parecía ahora la de una bruja gigantesca; otras veces, multiplicándose por los saltos de la llama y por los saltos y contorsiones de la vieja, figuraba todo el infierno desencadenado; había momentos en que la sombra de la señorita de Ozores tenía tres cabezas en la pared y tres o cuatro en el techo, y se diría que de todas ellas salían gritos y alaridos, según lo que vociferaba doña Anuncia sola. ...
En la línea 2455
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Los socios antiguos no hacían caso, ni levantaban los ojos; los nuevos, espantados, miraban al techo y a las paredes esperando ver desmoronarse el edificio. ...
En la línea 4220
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El farol dorado que pendía del techo alumbraba apenas el ancho zaguán. ...
En la línea 493
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Todas las piezas de la casa parecían salones de museo. No quedaba un palmo de pared limpio de adornos, y había que avanzar por los recovecos que formaban los muebles, excesivamente abundantes, casi aglomerados al azar de compras favorables. El comedor parecía revestido de escamas metálicas: tantos eran los platos dorados de Valencia y de Sevilla que ornaban sus muros. El gran salón recordaba al visitante los estudios de ciertos pintores románticos que hace medio siglo fabricaron enormes cuadros de Historia. El mismo amontonamiento híbrido de objetos vistosos e incoherentes. Hasta del techo pendían, como solemnes guiñapos, banderas agujereadas y polvorientas. ...
En la línea 1072
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Como el embajador de España y su séquito familiar llegaban un poco retrasados por culpa de doña Nati, los saludos en el gran salón de techo altísimo, muros cubiertos de cuadros y muebles dorados, con sedas rojas, fueron muy rápidos. Además, todos se conocían. Eran unas treinta personas pertenecientes a la diplomacia papal y a la antigua nobleza romana, servidora por tradición del Vaticano. ...
En la línea 1420
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Dos sucesos ocurridos dentro del Vaticano preocuparon por algún tiempo al pueblo de Roma. En junio de 1500 una tempestad echó abajo la gran chimenea del Palacio papal, destruyendo con sus escombros el techo del salón en donde daba audiencia Alejandro VI. Dicho derrumbamiento mató a varios de los que rodeaban al Pontífice, pero éste resultaba indemne gracias a una larga viga que al caer formó ángulo encima de su cabeza, librándolo de la lluvia de cascotes que indudablemente lo habría matado. ...
En la línea 529
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El gigante lanzó una carcajada que hizo temblar el techo de la Galería, levantando un eco tempestuoso. Después, al serenarse, contó al profesor que muchos pueblos salvajes, allá en la tierra de los gigantes, habían seguido la misma costumbre. ...
En la línea 537
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El prisionero prefirió el aire libre. Era un pretexto para permanecer más tiempo fuera de aquel local, cuyo techo parecía agobiarle, a pesar de que se levantaba un metro por encima de su cabeza. Flimnap dio órdenes para la gran operación del día siguiente, poniendo en movimiento a la servidumbre del gigante. Pero estas órdenes, aunque el profesor recomendó a su gente el mayor secreto, circularon por la ciudad. ...
En la línea 588
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los numerosos pigmeos se miraron inquietos al oír este trueno que hacía temblar el techo, profiriendo palabras incomprensibles. Al fin, por uno de los cuatro escotillones que daban salida a los caminos en rampa arrollados en torno a las patas de la mesa, vio aparecer al mismo hombrecillo que le había hablado horas antes. Llegaba con el rostro oculto por sus tocas, y sin esperar a que Gillespie le preguntase, explicó a gritos la larga ausencia de Flimnap. Este había tenido que salir en las primeras horas de la mañana para la antigua capital de Blefuscu, pero volvería al día siguiente. Con las máquinas voladoras era fácil dicho viaje, que en otras épocas exigía mucho tiempo. El gobierno municipal de la citada ciudad le había llamado urgentemente para que diese una conferencia sobre el Hombre-Montaña, explicando sus costumbres y sus ideas. ...
En la línea 975
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... A ninguno se le ocurrió que el Hombre-Montaña pudiera haber empleado como asiento el techo que tenían sobre sus cabezas. En uno de sus desperezos de cansancio, Gillespie había juntado las dos piernas, colocándolas casualmente, con geométrica exactitud, sobre las dos ventanas, lo que creó repentinamente la noche en el interior del salón, precisamente al mismo tiempo que el poeta invocaba la salida del sol. ...
En la línea 1578
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... «Te digo que estaba embebecido. El discurso de Salmerón fue admirable… pero de lo más admirable… Aún me parece que estoy viendo aquella cara de hijo del desierto, y aquel movimiento horizontal de los ojos y la gallardía de los gestos. Gran hombre; pero yo pensaba: 'No te valen tus filosofías; en buena te has metido, y ya verás la que te tenemos armada'. Habló después Castelar. ¡Qué discursazo!, ¡qué valor de hombre!, ¡cómo se crecía! Parecíame que tocaba al techo. Cuando concluyó: 'A votar, a votar… '». ...
En la línea 1831
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Le miró de un modo tan indagador, que al pobre chico se le volvieron a abatir los ánimos. Era hombre de carácter siempre que su tía no le clavase la flecha de sus ojuelos pardos y sagaces, y viose tan perdido que se apresuró a variar la conversación, preguntando a su tía cuántos años tenía doña Melitona. Estuvo la señora de Jáuregui un ratito haciendo cuentas, estirado el labio inferior, la cabeza oscilando como un péndulo y los ojos vueltos al techo, hasta que salió una cifra, de la cual Maximiliano no se hizo cargo. Volvió después doña Lupe a tomar en boca la metamorfosis de su sobrino, deslizando algunas bromitas, que a este le supieron a cuerno quemado. «Ya se ve, con esos estudios que haces ahora en casa de los amigos, te habrás vuelto un pozo de ciencia… A mí no me vengas con fábulas. Tú te pasas el día y la mitad de la noche en alguna conspiración… porque por el lado de las mujeres no temo nada, francamente. Ni a ti te gusta eso, ni puedes aunque te gustara… ». ...
En la línea 2138
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Fortunata miró al techo, haciendo un cálculo numérico. ...
En la línea 2301
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... A la mañana siguiente, Maximiliano encaminó sus pasos al convento, no por entrar, que esto era imposible, sino por ver aquellas paredes tras de las cuales respiraba la persona querida. La mañana estaba deliciosa, el cielo despejadísimo, los árboles del paseo de Santa Engracia empezaban a echar la hoja. Detúvose el joven frente a las Micaelas, mirando la obra de la nueva iglesia que llegaba ya a la mitad de las ojivas de la nave principal. Alejándose hasta más allá de la acera de enfrente, y subiendo a unos montones de tierra endurecida, se veía, por encima de la iglesia en construcción, un largo corredor del convento, y aun se podían distinguir las cabezas de las monjas o recogidas que por él andaban. Pero como la obra avanzaba rápidamente, cada día se veía menos. Observó Maxi en los días sucesivos que cada hilada de ladrillos iba tapando discretamente aquella interesante parte de la interioridad monjil, como la ropa que se extiende para velar las carnes descubiertas. Llegó un día en que sólo se alcanzaban a ver las zapatas de los maderos que sostenían el techo del corredor, y al fin la masa constructiva lo tapó todo, no quedando fuera más que las chimeneas, y aun para columbrar estas era preciso tomar la visual desde muy lejos. ...
En la línea 763
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Al cabo de mucho tiempo –no podía decir cuánto– pugnaron sus sentidos por volver a la realidad; y mientras con los ojos aún cerrados se preguntaba vagamente dónde estaba y qué le había sucedido, notó un murmullo, el repentino caer de la lluvia en el techo. Invadió su cuerpo una sensación de placidez, que al poco rato fue rudamente interrumpida por un coro de risas chillonas y de sarcásticas carcajadas. Sobresaltó al niño desagradablemente y le hizo asomar la cabeza para ver de dónde procedía la interrupción. Sus ojos vieron un cuadro repugnante y espantable. En el suelo, al otro extremo del granero, ardía una alegre fogata y en tomo de ella, fantásticamente iluminados por los rojizos resplandores, se desperezaban o se tendían en el suelo los más abigarrados grupos de bellacos harapientos y rufianes de uno o sexo que el niño hubiera de soñar o conocer en sus lecturas. Eran hombres recios y fornidos, atezados por la intemperie, de pelo largo y cubiertos de caprichosos andrajos. Había mozos de mediana estatura y rostros horribles vestidos de la misma manera; había mendigos ciegos con los ojos tapados o vendados, lisiados con piernas de palo o muletas, enfermos con purulentas llagas mal cubiertas por vendas; había un buhonero de vil traza con sus baratijas, un afilador, un calderero y un barbero cirujano con las herramientas de su oficio. Algunas de las mujeres eran niñas apenas adolescentes, otras se hallaban en la edad primaveral, otras eran brujas viejas y arrugadas; pero todas ellas gritonas, morenas y deslenguadas, todas desaliñadas y sucias. Había tres niños esmirriados y un par de perros hambrientos con cuerdas al cuello, cuyo oficio era guiar a los ciegos. ...
En la línea 437
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¿No sabe, milady —dijo el pirata acercándose más—, que mi corazón parece estallar cuando pienso que vendrá el día en que tendré que dejarla para siempre, para no volver a verla más? Si el tigre me hiere, permanecería bajo el mismo techo que usted, volvería a gozar de las dulces emociones que sentí cuando yacía herido en el lecho. ¡Sería feliz oyendo otra vez su voz, recibiendo sus miradas y sus sonrisas! Milady, usted me ha hechizado; presiento que no podré vivir lejos de usted. ¿Qué ha hecho de mi corazón, siempre inaccesible a todo afecto? Míreme, con sólo estar a su lado siento temblar mi cuerpo y la sangre me quema las venas. ...
En la línea 657
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Era una choza baja y estrecha, con techo de hojas de plátano, pero suficiente para dar asilo a dos personas. Su única abertura era la puerta, de ventanas no había ni rastro. ...
En la línea 593
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Entré en un comedor, decorado y amueblado con un gusto severo. En sus dos extremidades se elevaban altos aparadores de roble con adornos incrustados de ébano, y sobre sus anaqueles en formas onduladas brillaban cerámicas, porcelanas y cristalerías de un precio inestimable. Una vajilla lisa resplandecía en ellos bajo los rayos que emitía un techo luminoso cuyo resplandor mitigaban y tamizaban unas pinturas de delicada factura y ejecución. ...
En la línea 615
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Era la biblioteca. Altos muebles de palisandro negro, con incrustaciones de cobre, soportaban en sus anchos estantes un gran número de libros encuadernados con uniformidad. Las estanterías se adaptaban al contorno de la sala, y terminaban en su parte inferior en unos amplios divanes tapizados con cuero marrón y extraordinariamente cómodos. Unos ligeros pupitres móviles, que podían acercarse o separarse a voluntad, servían de soporte a los libros en curso de lectura o de consulta. En el centro había una gran mesa cubierta de publicaciones, entre las que aparecían algunos periódicos ya viejos. La luz eléctrica que emanaba de cuatro globos deslustrados, semiencajados en las volutas del techo, inundaba tan armonioso conjunto. Yo contemplaba con una real admiración aquella sala tan ingeniosamente amueblada y apenas podía dar crédito a mis ojos. ...
En la línea 635
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Era un amplio cuadrilátero (diez metros de longitud, seis de anchura y cinco de altura) en el que las intersecciones de las paredes estaban recubiertas por paneles. Un techo luminoso, decorado con ligeros arabescos, distribuía una luz clara y suave sobre las maravillas acumuladas en aquel museo. Pues de un museo se trataba realmente. Una mano inteligente y pródiga había reunido en él tesoros de la naturaleza y del arte, con ese artístico desorden que distingue al estudio de un pintor. ...
En la línea 817
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... No había acabado Ned Land de pronunciar estas últimas palabras, cuando súbitamente se hizo la oscuridad, una oscuridad absoluta. El techo luminoso se apagó, y tan rápidamente que mis ojos sintieron una sensación dolorosa, análoga a la que produce el paso contrario de las profundas tinieblas a la luz más brillante. ...
En la línea 450
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Por tales razones sentí contento en cuanto dieron las diez y salimos en dirección a la casa de la señorita Havisham, aunque no estaba del todo tranquilo con respecto al cometido que me esperaba bajo el techo de aquella desconocida. Un cuarto de hora después llegamos a casa de la señorita Havisham, toda de ladrillos, muy vieja, de triste aspecto y provista de muchas barras de hierro. Varias ventanas habían sido tapiadas, y las que quedaban estaban cubiertas con rejas oxidadas. En la parte delantera había un patio, también defendido por una enorme puerta, de manera qua después de tirar de la cadena de la campana tuvimos que esperar un rato hasta que alguien llegase a abrir la puerta. Mientras aguardábamos ante ésta, yo traté de mirar por la cerradura, y aun entonces el señor Pumblechook me preguntó: ...
En la línea 729
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Nos dirigimos a la puerta de la casita, que estaba abierta, y entramos en una tétrica habitación de techo muy bajo, situada en la planta baja y en la parte trasera. En la estancia había algunas personas, y cuando Estella llegó hasta ella me dijo: ...
En la línea 1394
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... - ¡Ah, pollo, poco te figurabas - dijo el señor Pumblechook apostrofando al ave que estaba en el plato -, poco te figurabas, cuando ibas por el corral, lo que te esperaba! Poco pensaste que llegarías a servir de alimento, bajo este humilde techo, a una persona que… , tal vez sea una debilidad-añadió el señor Pumblechook poniéndose en pie otra vez -, pero ¿me permite… ? ...
En la línea 1500
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Mike se miró el gorro; luego dirigió los ojos al suelo, al techo, al empleado y también a mí, antes de contestar nerviosamente: ...
En la línea 167
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Al día siguiente se despertó tarde, después de un sueño intranquilo que no le había procurado descanso alguno. Se despertó de pésimo humor y paseó por su buhardilla una mirada hostil. La habitación no tenía más de seis pasos de largo y ofrecía el aspecto más miserable, con su papel amarillo y polvoriento, despegado a trozos, y tan baja de techo, que un hombre que rebasara sólo en unos centímetros la estatura media no habría estado allí a sus anchas, pues le habría cohibido el temor de dar con la cabeza en el techo. Los muebles estaban en armonía con el local. Consistían en tres sillas viejas, más o menos cojas; una mesa pintada, que estaba en un rincón y sobre la cual se veían, como tirados, algunos cuadernos y libros tan cubiertos de polvo que bastaba verlos para deducir que no los habían tocado hacía mucho tiempo, y, en fin, un largo y extraño diván que ocupaba casi toda la longitud y la mitad de la anchura de la pieza y que estaba tapizado de una indiana hecha jirones. Éste era el lecho de Raskolnikof, que solía acostarse completamente vestido y sin más mantas que su vieja capa de estudiante. Como almohada utilizaba un pequeño cojín, bajo el cual colocaba, para hacerlo un poco más alto, toda su ropa blanca, tanto la limpia como la sucia. Ante el diván había una mesita. ...
En la línea 752
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Después de haber esperado un momento, el joven pasó a la pieza contigua. Todas las habitaciones eran reducidas y bajas de techo. La impaciencia le impedía seguir esperando y le impulsaba a avanzar. Nadie le prestaba la menor atención. En la segunda dependencia trabajaban varios escribientes que no iban mucho mejor vestidos que él. Todos tenían un aspecto extraño. Raskolnikof se dirigió a uno de ellos. ...
En la línea 877
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pero estaba escrito que no había de llegar a las islas. Al desembocar en la plaza que hay al final de la avenida V*** vio a su izquierda la entrada de un gran patio protegido por altos muros. A la derecha había una pared que parecía no haber estado pintada nunca y que pertenecía a una casa de altura considerable. A la izquierda, paralela a esta pared, corría una valla de madera que penetraba derechamente unos veinte pasos en el patio y luego se desviaba hacia la izquierda. Esta empalizada limitaba un terreno desierto y cubierto de materiales. Al fondo del patio había un cobertizo cuyo techo rebasaba la altura de la valla. Este cobertizo debía de ser un taller de carpintería, de guarnicionería o algo similar. Todo el suelo del patio estaba cubierto de un negro polvillo de carbón. ...
En la línea 970
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑¡Esto es un camarote! ‑exclamó‑. Estoy harto de dar cabezadas al techo. ¡Y a esto llaman habitación… ! ¡Bueno, querido; ya has recobrado la razón, según me ha dicho Pachenka! ...
En la línea 396
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Al subir ellos al tren, caía la tarde y el sol descendía con la rapidez propia de los crepúsculos del otoño. Cerraron las ventanillas de un lado, y los rayos del Poniente vinieron a reflejarse un instante en el techo del departamento, retirándose después como niños que acaban de hacer alguna jugarreta. Las montañas se ennegrecían, los celajes más remotos eran de color de brasa; luego se apagaban unos tras otros como una rosa de fuego que fuese soltando sus pétalos encendidos. Languideció la conversación entre Artegui y Lucía, y ambos se quedaron silenciosos y mustios, él con su acostumbrado aspecto de fatiga, ella sumida en profundo recogimiento, dominada por la melancolía del anochecer. Crecía la sombra, y de uno de los vagones, venciendo el ruido de la lenta marcha del tren, brotaba un coro apasionado y triste en lengua extraña, un zortzico, entonado a plena voz, por multitud de jóvenes vacos, que, juntos, iban a Bayona. A veces una cascada de notas irónicas y risueñas cortaba el canto, después la estrofa volvía, tierna, honda, cual un gemido, elevándose hasta los cielos, negros ya como la tinta. Lucía escuchaba, y el convoy, despacioso, hacía el bajo, sosteniendo con su trepidación grave, las voces de los cantores. ...
En la línea 667
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Y fueron viniendo botellas, aumentándose copas a la ya formidable batería que cada convidado tenía ante sí; anchas y planas, como las de los relieves antiguos, para el espumante Champagne; verdes y angostas, finísimas, para el Rhin; cortas como dedales, sostenidas en breve pie, para el Málaga meridional. Apenas llegó Lucía a catar dos dedos de cada vino; pero los iba probando todos por curiosidad golosa; y, un tanto pesada ya la cabeza, olvidando deliciosamente las peripecias del paseo matinal, se recostaba en la butaca, proyectando el busto, enseñando al sonreír los blancos dientes entre los labios húmedos, con risa de bacante inocente aún, que por vez primera prueba el zumo de las vides. La atmósfera de la cerrada habitación era de estufa: flotaban en ella espirituosos efluvios de bebidas, vaho de suculentos manjares, y el calor uniforme, apacible de la chimenea, y el leve aroma resinoso de los ardidos leños. Lindo asunto para una anacreóntica moderna, aquella mujer que alzaba la copa, aquel vino claro que al caer formaba una cascada ligera y brillante, aquel hombre pensativo, que alternativamente consideraba la mesa en desorden, y la risueña ninfa, de mejillas encendidas y chispeantes ojos. Sentíase Artegui tan dueño de la hora, del instante presente, que, desdeñoso y melancólico, contemplaba a Lucía como el viajero a la flor de la cual aparta su pie. Ni vinos, ni licores, ni blando calor de llama, eran ya bastantes para sacar de su apático sueño al pesimista: circulaba lenta en sus venas la sangre, y en las de Lucía giraba pronta, generosa y juvenil. Hermoso era, sin embargo, para los dos el momento, de concordia suprema, de dulce olvido; la vida pasada se borraba, la presente era como una tranquila eternidad, entre cuatro paredes, en el adormecimiento beato de la silenciosa cámara. Lucía dejó pender ambos brazos sobre los del sillón; sus dedos, aflojándose, soltaron la copa, que rodó al suelo, quebrándose con cristalino retintín en el bronce del guardafuego. Riose la niña de la fractura, y, entreabiertos los ojos y clavados en el techo, se sintió anonadada, invadida por un sopor, un recogimiento profundo de todo su ser. Artegui, en tanto, mudo y sereno, permanecía enhiesto en su butaca, orgulloso como el estoico antiguo: acre placer le penetraba todo, el goce de sentirse bien muerto, y cerciorarse de que en vano la traidora Naturaleza había intentado resucitarle. ...
En la línea 928
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Lucía pidió casi de rodillas a Pilar que renunciase al peligroso goce que anhelaba. Era precisamente la ocasión más crítica; Duhamel esperaba que la Naturaleza, ayudada por el método, venciese en la lucha, y acaso quince días de voluntad y tesón decidiesen el triunfo. Pero no hubo medio de persuadir a la anémica. Pasó el día en un acceso de fiebre registrando su guardarropa; al anochecer, salió del brazo de Miranda; llevaba un traje que hasta entonces no había usado por ligero y veraniego en demasía, una túnica de gasa blanca sembrada de claveles de todos colores; pendía de su cintura el espejillo; en sus orejas brillaban los solitarios, y detrás del rodete, con española gracia, ostentaba un haz de claveles. Así compuesta y encendida de calentura y vanidoso placer, parecía hasta hermosa, a despecho de sus pecas y de la pobreza de sus tejidos devastados por la anemia. Tuvo, pues, gran éxito en el Casino; puede decirse que compartió el cetro de la noche con la sueca y con el lord inglés estrafalario, del cual se contaba que tenía alfombrada con tapiz turco la cuadra de sus caballos y baldosado de piedra el salón de recibir. Gozosa y atendida, veía Pilar una fiesta de las Mil y una noches en el Casino constelado de innumerables mecheros de gas, en el aire tibio poblado con las armonías de la magnifica orquesta, en el salón de baile donde los amorcillos juguetones del techo se bañaban en el vaho dorado de las luces. Jiménez, el marquesito de Cañahejas y Monsieur Anatole, se disputaron el placer de bailar con ella. Miranda reclamó un rigodón, y para colmo de dicha y victoria, las Amézagas se reconcomían mirando de reojo el espejillo, dije que sólo brillaba sobre dos faldas: la de Pilar y la de la sueca. Fue, en suma, uno de esos momentos únicos en la vida de una niña vanidosa, en que el orgullo halagado origina tan dulces impresiones, que casi emula otros goces más íntimos y profundos, eternamente ignotos para semejantes criaturas. Pilar bailó con todas sus parejas como si de cada una de ellas estuviese muy prendada; tanto brillaban sus ojos y tal expansión revelaba su actitud. Perico no pudo menos de decirle sotto voce: ...
En la línea 980
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... A la verdad, infundía tristeza en aquellos días de fin de Octubre, el aspecto de Vichy. No eran sino hojas caídas: el Parque, tan animado siempre, se veía solitario; sólo algunos agüistas tardíos, enfermos de veras, paseaban la acera de asfalto, henchida ayer del roce de ricos trajes y del rumor de alegres conversaciones. Nadie se cuidaba ya de recoger y barrer el amarillo tapiz del follaje, porque Vichy, tan peripuesto y adornado en la estación de aguas, se torna desastrado y desaliñado no bien le vuelven la espalda sus elegantes huéspedes de estío. Toda la villa semejaba una inmensa mudanza: de los chalets, desalquilados ya, desaparecían los adornos y balconadas, para evitar que los pudriesen las lluvias; en las calles se amontonaban la cal, el ladrillo para las obras de albañilería, que nadie osaba emprender en verano por no ensuciar las pulcras avenidas. Las tiendas de objetos de lujo iban cerrándose unas tras otras, y dueños y surtido tomaban el rumbo de Niza, Cannes o cualquiera estación invernal semejante. Algunas quedaban rezagadas todavía, y sus escaparates servían de entretenimiento a Lucía y Pilar, cuando esta última salía a sus despaciosos paseos. Entre ellas se señalaba un almacén de curiosidades, antigüedades y objetos de arte, situado casi frente a la famosa Ninfa, y, por consiguiente, a espaldas del Casino. Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco. Pilar se embobaba especialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con las alhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto de la dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finos esmaltes, de la época de María Antonieta; pero Lucía se enamoró sobre todo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimiento religioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente. Dos Apóstoles, alzado el dedo al cielo en grave actitud se destacaban, fileteados de latón los contornos, sobre dos cristales de colores, arrancados sin duda de la ojiva de algún desmantelado monasterio. En un tríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda, ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios de su Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con ese candor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe. A despecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de la Virgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de su actitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro que la daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades, en el baratillo. Era de marfil también, y todo de una pieza, menos los brazos; y clavado en rica cruz de concha, agonizaba con dolorosa verdad, encogidos músculos y nervios en una contracción suprema. Tres clavos de diamante trucidaban sus manos y pies. Lucía le rezaba todos los días un padrenuestro, y aun solía besar sus rodillas, cuando no la miraba nadie. ...

la Ortografía es divertida
Más información sobre la palabra Techo en internet
Techo en la RAE.
Techo en Word Reference.
Techo en la wikipedia.
Sinonimos de Techo.
Busca otras palabras en esta web
Palabras parecidas a techo
La palabra llevaban
La palabra castellano
La palabra entender
La palabra hacerse
La palabra trabajos
La palabra valenciano
La palabra explicaciones
Webs Amigas:
Chistes cachondos . Becas de Andalucia . Monumentos de Paris . - Hotel en Isla