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La palabra severo
Cómo se escribe

la palabra severo

La palabra Severo ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece severo.

Estadisticas de la palabra severo

Severo es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 6811 según la RAE.

Severo aparece de media 12.65 veces en cada libro en castellano.

Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la severo en las obras de referencia de la RAE contandose 1923 apariciones .

Errores Ortográficos típicos con la palabra Severo

Cómo se escribe severo o severro?
Cómo se escribe severo o zevero?
Cómo se escribe severo o sebero?


la Ortografía es divertida


El Español es una gran familia

Algunas Frases de libros en las que aparece severo

La palabra severo puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1319
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Temía comprometerse con alguna audacia en aquella casa, que era la de su severo primo. ¿Qué diría Pablo, que por respeto a su padre consideraba al capataz y los suyos como una prolongación humilde de su propia familia? Además, la famosa noche de Matanzuela le había causado gran daño y no quería comprometer con otro escándalo su naciente fama de hombre grave. Esto le hacía ser tímido con muchas vendimiadoras que le gustaban, limitándose en sus placeres a una perversión intelectual, a hacerlas beber por la noche para verlas alegres, sin las preocupaciones del pudor, charlando entre ellas, pellizcándose y persiguiéndose, como si estuviesen solas. ...

En la línea 1812
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Los oficiales, malhumorados por esta jornada estúpida, sin gloria y sin peligro, repelían con un gesto severo al borracho. ¡Adelante! Allí nadie bebía. ...

En la línea 6179
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... D'Artagnan estuvo a punto de contárselo todo a Athos; pero un punto lo detuvo: Athos era un gentilhombre severo sobre el pundo nor, y en todo aquel pequeño plan que nuestro enamorado había fijado respecto a Milady había ciertas cosas que de antemano, estaba seguro de ello, no obtendrían el asentimiento del puritano; prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era el hombre menos curioso de la tie rra, las confidencias de D'Artagnan se quedaron ahí. ...

En la línea 7103
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Sin embargo, el rostro grave y severo de Athos se le apareció: si hacía con el cardenal el pacto que éste le proponía, Athos no volvería a darle la mano, Athos renegaría de él. ...

En la línea 8501
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Finalmente, tras una hora de marcha aproximadamente, el coche se detuvo ante una verja de hierro que cerraba un camino encajonado que conducía a un castillo severo de forma, macizo y aislado. ...

En la línea 8509
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Era una habitación cuyo moblaje era al mismo tiempo muy limpio para una prisión y muy severo para una habitación de hombre libre; sin embargo, los barrotes en las ventanas y los cerrojos exteriores de la puerta decidían la causa en favor de la prisión. ...

En la línea 1488
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... spués, escuchando el ruido de estos torrentes, acordándome de que han desaparecido de la superficie de la tierra razas enteras de animales, y que durante todo ese tiempo han estado rodando y rodando esas piedras día y noche, rompiéndose unas contra las otras, me inclino a preguntarme: ¿cómo es que no ya las montañas, sino los continentes pueden resistir esta labor destructora? Las montañas que limitan esta parte del valle tienen de 3 a 6 y hasta 8.000 pies de altura, son redondeadas y de regiones desoladas.Saltosalto. difícil imaginar un lugar donde parezca haber menos das. puede decirse que sea el paisaje hermoso, pero es grandioso y severo ...

En la línea 2002
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Lo que está bien, muy bien, y ya ves como lo bueno se te alaba, es que en público mantengas el severo continente que merece no menos elogios del público que tu palmito y buen talle. ...

En la línea 5242
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El salón era rectangular, muy espacioso, adornado con gusto severo, sin lujo, con cierta elegancia que nacía de la venerable antigüedad, de la limpieza exquisita, de la sobriedad y de la severidad misma. ...

En la línea 5590
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Era en la parroquia de San Isidro, un templo severo, grande; el recinto estaba casi en tinieblas; tinieblas como reflejadas y multiplicadas por los paños negros que cubrían altares, columnas y paredes; sólo allá, en el tabernáculo, brillaban pálidos algunos cirios largos y estrechos, lamiendo casi con la llama los pies del Cristo, que goteaban sangre; el sudor pintado reflejaba la luz con tonos de tristeza. ...

En la línea 707
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Se explicó de pronto el motivo de que Ra-Ra odiase al severo Momaren. Este joven resultaba una reducción exacta de su misma persona, y era natural que se mostrase enemigo irreconciliable de aquel personaje igual en todo a la viuda de Haynes. ...

En la línea 3563
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Hablando de esto, se animaba llegando hasta la elocuencia. «Porque mira tú, chulita, no predico yo la hipocresía. En cierta clase de faltas, la dignidad consiste en no cometerlas. No transijo, pues, con nada que sea apropiarse lo ajeno, ni con mentiras que dañan al honor del prójimo, ni con nada que sea vil y cobarde; tampoco transijo con menospreciar la disciplina militar: en esto soy muy severo; pero en todo aquello que se relaciona con el amor, la dignidad consiste en guardar el decoro… porque no me entra ni me ha entrado nunca en la cabeza que sea pecado, ni delito, ni siquiera falta, ningún hecho derivado del amor verdadero. Por eso no me he querido casar… Claro, es preciso contener algo a la gente y asustar a los viciosos; por eso se hicieron diez mandamientos en vez de ocho, que son los legítimos; los otros dos no me entran a mí. ¡Ah!, chulita, dirás que yo tengo la moral muy rara. La verdad, si me dicen que Fulano hizo un robo, o que mató o calumnió o armó cualquier gatería, me indigno, y si le cogiera, créelo, le ahogaría; pero vienen y me cuentan que tal mujer le faltó a su marido, que tal niña se fugó de la casa paterna con el novio, y me quedo tan fresco. Verdad que por el decoro debido a la sociedad, hago que me espanto, y digo: «¡Qué barbaridad, hombre, qué barbaridad!». Pero en mi interior me río y digo: «ande el mundo y crezca la especie, que para eso estamos… ». ...

En la línea 4621
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Al poco rato entró Aurora, la mayor de las Samaniegas, que era muy distinta de su hermana, pelinegra, bien parecida sin ser una hermosura, de esas que a un color anémico unen cierta robustez fofa y lozanía de carnes incoloras. Su pecho era desproporcionadamente abultado, su cuello corto, las caderas y el talle bien torneados, y las costuras de las mangas parecían próximas a reventar por causa de la gordura creciente de los brazos. La cabeza era bonita, de poco pelo y muy bien arreglada. Tenía más entendimiento que su hermana; vestía con esa sencillez airosa de las mujeres extranjeras que se ganan la vida en un mostrador de tienda elegante, o llevando la contabilidad de un restaurant. Su traje era siempre de un solo color, sin combinaciones, de un corte severo y como expeditivo, traje de mujer joven que sale sola a la calle y trabaja honradamente. ...

En la línea 659
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Entré en el camarote del capitán, que tenía un aspecto severo, casi cenobial. Una cama de hierro, una mesa de trabajo y una cómoda de tocador componían todo el mobiliario, reducido a lo estrictamente necesario. ...

En la línea 2285
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Recorrí el salón y llegué cerca de la puerta que lo comunicaba con el camarote del capitán. Vi con sorpresa que la puerta estaba entreabierta. Retrocedí instintivamente. Si el capitán Nemo se hallaba en su camarote podía verme. Pero al no oír ningún ruido me acerqué. El camarote estaba vacío. Empujé la puerta y pasé al interior, que presentaba como siempre el mismo aspecto severo, cenobial. ...

En la línea 2035
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El segundo de los encuentros a que me he referido en el capítulo anterior ocurrió cosa de una semana más tarde. Dejé otra vez el bote en el muelle que había más abajo del puente, aunque era una hora más temprano que en la tarde antes aludida. Sin haberme decidido acerca de dónde iría a cenar, eché a andar 185 hacia Cheapside, y cuando llegué allí, seguramente más preocupado que ninguna de las numerosas personas que por aquel lugar transitaban, alguien me alcanzó y una gran mano se posó sobre mi hombro. Era la mano del señor Jaggers, quien luego la pasó por mi brazo. - Como seguimos la misma dirección, Pip, podemos andar juntos. ¿Adónde se dirige usted? - Me parece que hacia el Temple. - ¿No lo sabe usted? - preguntó el señor Jaggers. - Pues bien - contesté, satisfecho de poder sonsacarle algo valiéndome de su manía de hacer repreguntas-, no lo sé, porque todavía no me he decidido. - ¿Va usted a cenar? - dijo el señor Jaggers. - Supongo que no tendrá inconveniente en admitir esta posibilidad. - No – contesté. - No tengo inconveniente en admitirla. - ¿Está usted citado con alguien? - Tampoco tengo inconveniente en admitir que no estoy citado con nadie. - Pues, en tal caso - dijo el señor Jaggers, - venga usted a cenar conmigo. Iba a excusarme, cuando él añadió: - Wemmick irá también. En vista de esto, convertí mi excusa en una aceptación, pues las pocas palabras que había pronunciado servían igualmente para ambas respuestas, y, así, seguimos por Cheapside y torcimos hacia Little Britain, mientras las luces se encendían brillantes en los escaparates y los faroleros de las calles, encontrando apenas el lugar suficiente para instalar sus escaleras de mano, entre los numerosos grupos de personas que a semejante hora llenaban las calles, subían y bajaban por aquéllas, abriendo más ojos rojizos, entre la niebla que se espesaba, que la torre de la bujía de médula de junco encerado, en casa de Hummums, proyectara sobre la pared de la estancia. En la oficina de Little Britain presencié las acostumbradas maniobras de escribir cartas, lavarse las manos, despabilar las bujías y cerrar la caja de caudales, lo cual era señal de que se habían terminado las operaciones del día. Mientras permanecía ocioso ante el fuego del señor Jaggers, el movimiento de las llamas dio a las dos mascarillas la apariencia de que querían jugar conmigo de un modo diabólico al escondite, en tanto que las dos bujías de sebo, gruesas y bastas, que apenas alumbraban al señor Jaggers mientras escribía en un rincón, estaban adornadas con trozos de pabilo caídos y pegados al sebo, dándoles el aspecto de estar de luto, tal vez en memoria de una hueste de clientes ahorcados. Los tres nos encaminamos a la calle Gerard en un coche de alquiler, y en cuanto llegamos se nos sirvió la cena. Aunque en semejante lugar no se me habría ocurrido hacer la más remota referencia a los sentimientos particulares que Wemmick solía expresar en Walworth, a pesar de ello no me habría sabido mal el sorprender algunas veces sus amistosas miradas. Pero no fue así. Cuando levantaba los ojos de la mesa los volvía al señor Jaggers, y se mostraba tan seco y tan alejado de mí como si existiesen dos Wemmick gemelos y el que tenía delante fuese el que yo no conocía. - ¿Mandó usted la nota de la señorita Havisham al señor Pip, Wemmick? - preguntó el señor Jaggers en cuanto hubimos empezado a comer. - No, señor - contestó Wemmick. - Me disponía a echarla al correo, cuando llegó usted con el señor Pip. Aquí está. Y entregó la carta a su principal y no a mí. - Es una nota de dos líneas, Pip - dijo el señor Jaggers entregándomela. - La señorita Havisham me la mandó por no estar segura acerca de las señas de usted. Dice que necesita verle a propósito de un pequeño asunto que usted le comunicó. ¿Irá usted? - Sí - dije leyendo la nota, que expresaba exactamente lo que acababa de decir el señor Jaggers. - ¿Cuándo piensa usted ir? - Tengo un asunto pendiente - dije mirando a Wemmick, que en aquel momento echaba pescado al buzón de su boca, - y eso no me permite precisar la fecha. Pero supongo que iré muy pronto. - Si el señor Pip tiene la intención de ir muy pronto -dijo Wemmick al señor Jaggers, - no hay necesidad de contestar. Considerando que estas palabras equivalían a la indicación de que no me retrasara, decidí ir al día siguiente por la mañana, y así lo dije. Wemmick se bebió un vaso de vino y miró al señor Jaggers con expresión satisfecha, pero no a mí. - Ya lo ve usted, Pip. Nuestro amigo, la Araña - dijo el señor Jaggers, - ha jugado sus triunfos y ha ganado. Lo más que pude hacer fue asentir con un movimiento de cabeza. 186 - ¡Ah! Es un muchacho que promete… , aunque a su modo. Pero es posible que no pueda seguir sus propias inclinaciones. El más fuerte es el que vence al final, y en este caso aún no sabemos quién es. Si resulta ser él y acaba pegando a su mujer… - Seguramente - interrumpí con el rostro encendido y el corazón agitado - no piensa usted en serio que sea lo bastante villano para eso, señor Jaggers. - No ño afirmo, Pip. Tan sólo hago una suposición. Si resulta ser él y acaba pegando a su mujer, es posible que se constituya en el más fuerte; si se ha de resolver con la inteligencia, no hay duda de que será vencido. Sería muy aventurado dar una opinión acerca de lo que hará un sujeto como ése en las circunstancias en que se halla, porque es un caso de cara o cruz entre dos resultados. - ¿Puedo preguntar cuáles son? - Un sujeto como nuestro amigo la Araña - contestó el señor Jaggers, - o pega o es servil. Puede ser servil y gruñir, o bien ser servil y no gruñir. Lo que no tiene duda es que o es servil o adula. Pregunte a Wemmick cuál es su opinion. - No hay duda de que es servil o pega - dijo Wemmick sin dirigirse a mí. -Ésta es la situación de la señora Bentley Drummle - dijo el señor Jaggers tomando una botella de vino escogido, sirviéndonos a cada uno de nosotros y sirviéndose luego él mismo, - y deseamos que el asunto se resuelva a satisfacción de esa señora, porque nunca podrá ser a gusto de ella y de su marido a un tiempo. ¡Molly! ¡Molly! ¡Qué despacio vas esta noche! Cuando la regañó así, estaba a su lado, poniendo unos platos sobre la mesa. Retirando las manos, retrocedió uno o dos pasos murmurando algunas palabras de excusa. Y ciertos movimientos de sus dedos me llamaron extraordinariamente la atención. - ¿Qué ocurre? - preguntó el señor Jaggers. - Nada – contesté, - Tan sólo que el asunto de que hablábamos era algo doloroso para mí. El movimiento de aquellos dedos era semejante a la acción de hacer calceta. La criada se quedó mirando a su amo, sin saber si podía marcharse o si él tendría algo más que decirle y la llamaría en cuanto se alejara. Miraba a Jaggers con la mayor fijeza. Y a mí me pareció que había visto aquellos ojos y también aquellas manos en una ocasión reciente y memorable. El señor Jaggers la despidió, y ella se deslizó hacia la puerta. Mas a pesar de ello, siguió ante mi vista, con tanta claridad como si continuara en el mismo sitio. Yo le miraba las manos y los ojos, así como el cabello ondeado, y los comparaba con otras manos, otros ojos y otro cabello que conocía muy bien y que tal vez podrían ser iguales a los de la criada del señor Jaggers después de veinte años de vida tempestuosa y de malos tratos por parte de un marido brutal. De nuevo miré las manos y los ojos de la criada, y recordé la inexplicable sensación que experimentara la última vez que paseé - y no solo - por el descuidado jardín y por la desierta fábrica de cerveza. Recordé haber sentido la misma impresión cuando vi un rostro que me miraba y una mano que me saludaba desde la ventanilla de una diligencia, y cómo volví a experimentarla con la rapidez de un relámpago cuando iba en coche - y tampoco solo - al atravesar un vivo resplandor de luz artificial en una calle oscura. Y ese eslabón, que antes me faltara, acababa de ser soldado para mí, al relacionar el nombre de Estella con el movimiento de los dedos y la atenta mirada de la criada de Jaggers. Y sentí la absoluta seguridad de que aquella mujer era la madre de Estella. Como el señor Jaggers me había visto con la joven, no habría dejado de observar los sentimientos que tan difícilmente ocultaba yo. Movió afirmativamente la cabeza al decirle que el asunto era penoso para mí, me dio una palmada en la espalda, sirvió vino otra vez y continuó la cena. La criada reapareció dos veces más, pero sus estancias en el comedor fueron muy cortas y el señor Jaggers se mostró severo con ella. Pero sus manos y sus ojos eran los de Estella, y así se me hubiese presentado un centenar de veces, no por eso habría estado ni más ni menos seguro de que había llegado a descubrir la verdad. La cena fue triste, porque Wemmick se bebía los vasos de vino que le servían como si realizase algún detalle propio de los negocios, precisamente de la misma manera como habría cobrado su salario cuando llegase el día indicado, y siempre estaba con los ojos fijos en su jefe y en apariencia constantemente dispuesto para ser preguntado. En cuanto a la cantidad de vino que ingirió, su buzón parecía sentir la mayor indiferencia, de la misma manera como al buzón de correos le tiene sin cuidado el número de cartas que le echan. Durante toda la cena me pareció que aquél no era el Wemmick que yo conocía, sino su hermano gemelo, que ninguna relación había tenido conmigo, pues tan sólo se asemejaba en lo externo al Wemmick de Walworth. Nos despedimos temprano y salimos juntos. Cuando nos reunimos en torno de la colección de botas del señor Jaggers, a fin de tomar nuestros sombreros, comprendí que mi amigo Wemmick iba a llegar; y no 187 habríamos recorrido media docena de metros en la calle Gerrard, en dirección hacia Walworth, cuando me di cuenta de que paseaba cogido del brazo con el gemelo amigo mío y que el otro se había evaporado en el aire de la noche. - Bien - dijo Wemmick, - ya ha terminado la cena. Es un hombre maravilloso que no tiene semejante en el mundo; pero cuando ceno con él tengo necesidad de contenerme y no como muy a mis anchas. Me dije que eso era una buena explicación del caso, y así se lo expresé. - Eso no se lo diría a nadie más que a usted – contestó, - pues me consta que cualquier cosa que nos digamos no trasciende a nadie. Le pregunté si había visto a la hija adoptiva de la señorita Havisham, es decir, a la señora Bentley Drummle. Me contestó que no. Luego, para evitar que mis observaciones le parecieran demasiado inesperadas, empecé por hablarle de su anciano padre y de la señorita Skiffins. Cuando nombré a ésta pareció sentir cierto recelo y se detuvo en la calle para sonarse, moviendo al mismo tiempo la cabeza con expresión de jactancia. - Wermmick - le dije luego, - ¿se acuerda usted de que la primera vez que fui a cenar con el señor Jaggers a su casa me recomendó que me fijara en su criada? - ¿De veras? – preguntó. - Me parece que sí. Sí, es verdad - añadió con malhumor. - Ahora me acuerdo. Lo que pasa es que todavía no estoy a mis anchas. - La llamó usted una fiera domada. - ¿Y qué nombre le da usted? - El mismo. ¿Cómo la domó el señor Jaggers, Wemmick? - Es su secreto. Hace ya muchos años que está con él. - Me gustaría que me contase usted su historia. Siento un interés especial en conocerla. Ya sabe usted que lo que pasa entre nosotros queda secreto para todo el mundo. - Pues bien - dijo Wemmick, - no conozco su historia, es decir, que no estoy enterado de toda ella. Pero le diré lo que sé. Hablamos, como es consiguiente, de un modo reservado y confidencial. - Desde luego. - Hará cosa de veinte años, esa mujer fue juzgada en Old Bailey, acusada de haber cometido un asesinato, pero fue absuelta. Era entonces joven y muy hermosa, y, según tengo entendido, por sus venas corría alguna sangre gitana. Y parece que, en efecto, cuando se encolerizaba, era mujer terrible. - Pero fue absuelta. - La defendía el señor Jaggers - prosiguió Wemmick, mirándome significativamente, - y llevó su asunto de un modo en verdad asombroso. Se trataba de un caso desesperado, y el señor Jaggers hacía poco tiempo que ejercía, de manera que su defensa causó la admiración general. Día por día y por espacio de mucho tiempo, trabajó en las oficinas de la policía, exponiéndose incluso a ser encausado a su vez, y cuando llegó el juicio fue lo bueno. La víctima fue una mujer que tendría diez años más y era mucho más alta y mucho más fuerte. Fue un caso de celos. Las dos llevaban una vida errante, y la mujer que ahora vive en la calle de Gerrard se había casado muy joven, aunque «por detrás de la iglesia», como se dice, con un hombre de vida irregular y vagabunda; y ella, en cuanto a celos, era una verdadera furia. La víctima, cuya edad la emparejaba mucho mejor con aquel hombre, fue encontrada ya cadáver en una granja cerca de Hounslow Heath. Allí hubo una lucha violenta, y tal vez un verdadero combate. El cadáver presentaba numerosos arañazos y las huellas de los dedos que le estrangularon. No había pruebas bastante claras para acusar más que a esa mujer, y el señor Jaggers se apoyó principalmente en las improbabilidades de que hubiese sido capaz de hacerlo. Puede usted tener la seguridad-añadió Wemmick tocándome la manga de mi traje - que entonces no aludió ni una sola vez a la fuerza de sus manos, como lo hace ahora. En efecto, yo había relatado a Wemmick que, el primer día en que cené en casa del señor Jaggers, éste hizo exhibir a su criada sus formidables puños. - Pues bien - continuó Wemmick, - sucedió que esta mujer se vistió con tal arte a partir del momento de su prisión, que parecía mucho más delgada y esbelta de lo que era en realidad. Especialmente, llevaba las mangas de tal modo, que sus brazos daban una delicada apariencia. Tenía uno o dos cardenales en el cuerpo, cosa sin importancia para una persona de costumbres vagabundas, pero el dorso de las manos presentaban muchos arañazos, y la cuestión era si habían podido ser producidos por las uñas de alguien. El señor Jaggers demostró que había atravesado unas matas de espinos que no eran bastante altas para llegarle al rostro, pero que, al pasar por allí, no pudo evitar que sus manos quedasen arañadas; en realidad, se encontraron algunas puntas de espinos vegetales clavadas en su epidermis, y, examinado el matorral espinoso, se encontraron también algunas hilachas de su traje y pequeñas manchas de sangre. Pero el argumento más fuerte del señor Jaggers fue el siguiente: se trataba de probar, como demostración de su 188 carácter celoso, que aquella mujer era sospechosa, en los días del asesinato, de haber matado a su propia hija, de tres años de edad, que también lo era de su amante, con el fin de vengarse de él. El señor Jaggers trató el asunto como sigue: «Afirmamos que estos arañazos no han sido hechos por uñas algunas, sino que fueron causados por los espinos que hemos exhibido. La acusación dice que son arañazos producidos por uñas humanas y, además, aventura la hipótesis de que esta mujer mató a su propia hija. Siendo así, deben ustedes aceptar todas las consecuencias de semejante hipótesis. Supongamos que, realmente, mató a su hija y que ésta, para defenderse, hubiese arañado las manos de su madre. ¿Qué sigue a eso? Ustedes no la acusan ni la juzgan ahora por el asesinato de su hija; ¿por qué no lo hacen? Y en cuanto al caso presente, si ustedes están empeñados en que existen los arañazos, diremos que ya tienen su explicación propia, esto en el supuesto de que no los hayan inventado». En fin, señor Pip - añadió Wemmick, - el señor Jaggers era demasiado listo para el jurado y, así, éste absolvió a la procesada. - ¿Y ha estado ésta desde entonces a su servicio? - Sí; pero no hay solamente eso - contestó Wemmick, - sino que entró inmediatamente a su servicio y ya domada como está ahora. Luego ha ido aprendiendo sus deberes poquito a poco, pero desde el primer momento se mostró mansa como un cordero. - ¿Y, efectivamente, era una niña? - Así lo tengo entendido. - ¿Tiene usted algo más que decirme esta noche? - Nada. Recibí su carta y la he destruido. Nada más. Nos dimos cordialmente las buenas noches y me marché a casa con un nuevo asunto para mis reflexiones, pero sin ningún alivio para las antiguas. ...

En la línea 2037
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Metiéndome en el bolsillo la nota de la señorita Havisham, a fin de que sirviera de credencial por haber vuelto tan pronto a su casa, en el supuesto de que su humor caprichoso le hiciese demostrar alguna sorpresa al verme, tomé la diligencia del día siguiente. Pero me apeé en la Casa de Medio Camino y allí me desayuné, recorriendo luego a pie el resto del trayecto, porque tenía interés en llegar a la ciudad de modo que nadie se diese cuenta de ello y marcharme de la misma manera. Había desaparecido ya la mejor luz del día cuando pasé a lo largo de los tranquilos patios de la parte trasera de la calle Alta. Los montones de ruinas en donde, en otro tiempo, los monjes tuvieron sus refectorios y sus jardines, y cuyas fuertes murallas se utilizaban ahora como humildes albergues y como establos, estaban casi tan silenciosas como los antiguos monjes en sus tumbas. Las campanas de la catedral tuvieron para mí un sonido más triste y más remoto que nunca, mientras andaba apresuradamente para evitar ser visto; así, los sonidos del antiguo órgano llegaron a mis oídos como fúnebre música; y las cornejas que revoloteaban en torno de la torre gris, deslizándose a veces hacia los árboles, altos y desprovistos de hojas, del jardín del priorato, parecían decirme que aquel lugar estaba cambiado y que Estella se había marchado para siempre. Acudió a abrirme la puerta una mujer ya de edad, a quien había visto otras veces y que pertenecía a la servidumbre que vivía en la casa aneja situada en la parte posterior del patio. En el oscuro corredor estaba la bujía encendida, y, tomándola, subí solo la escalera. La señorita Havisham no estaba en su propia estancia, sino en la más amplia, situada al otro lado del rellano. Mirando al interior desde la puerta, después de llamar en vano, la vi sentada ante el hogar en una silla desvencijada, perdida en la contemplación del fuego, lleno de cenizas. Como otras veces había hecho, entré y me quedé en pie, al lado de la antigua chimenea, para que me viese así que levantara los ojos. Indudablemente, la pobre mujer estaba muy sola, y esto me indujo a compadecerme de ella, a pesar de los dolores que me había causado. Mientras la miraba con lástima y pensaba que yo también había llegado a ser una parte de la desdichada fortuna de aquella casa, sus ojos se fijaron en mí. Los abrió mucho y en voz baja se preguntó: - ¿Será una visión real? - Soy yo: Pip. El señor Jaggers me entregó ayer la nota de usted, y no he perdido tiempo en venir. - Gracias, muchas gracias. Acerqué al fuego otra de las sillas en mal estado y me senté, observando en el rostro de la señorita Havisham una expresión nueva, como si estuviese asustada de mí. - Deseo - dijo - continuar el beneficio de que me hablaste en tu última visita, a fin de demostrarte que no soy de piedra. Aunque tal vez ahora no podrás creer ya que haya algún sentimiento humano en mi corazón. 189 Le dije algunas palabras tranquilizadoras, y ella extendió su temblorosa mano derecha, como si quisiera tocarme; pero la retiró en seguida, antes de que yo comprendiese su intento y determinara el modo de recibirlo. -Al hablar de tu amigo me dijiste que podrías informarme de cómo seríame dado hacer algo útil para él. Algo que a ti mismo te gustaría realizar. - Así es. Algo que a mí me gustaría poder hacer. - ¿Qué es eso? Empecé a explicarle la secreta historia de lo que hice para lograr que Herbert llegara a ser socio de la casa en que trabajaba. No había avanzado mucho en mis explicaciones, cuando me pareció que mi interlocutora se fijaba más en mí que en lo que decía. Y contribuyó a aumentar esta creencia el hecho de que, cuando dejé de hablar, pasaron algunos instantes antes de que me demostrara haber notado que yo guardaba silencio. - ¿Te has interrumpido, acaso - me preguntó, como si, verdaderamente, me tuviese miedo, - porque te soy tan odiosa que ni siquiera te sientes con fuerzas para seguir hablándome? - De ninguna manera - le contesté. - ¿Cómo puede usted imaginarlo siquiera, señorita Havisham? Me interrumpí por creer que no prestaba usted atención a mis palabras. - Tal vez no - contestó, llevándose una mano a la cabeza. - Vuelve a empezar, y yo miraré hacia otro lado. Vamos a ver: refiéreme todo eso. Apoyó la mano en su bastón con aquella resoluta acción que le era habitual y miró al fuego con expresión demostrativa de que se obligaba a escuchar. Continué mi explicación y le dije que había abrigado la esperanza de terminar el asunto por mis propios medios, pero que ahora había fracasado en eso. Esta parte de mi explicación, según le recordé, envolvía otros asuntos que no podía detallar, porque formaban parte de los secretos de otro. - Muy bien - dijo moviendo la cabeza en señal de asentimiento, pero sin mirarme. - ¿Y qué cantidad se necesita para completar el asunto? - Novecientas libras. - Si te doy esa cantidad para el objeto expresado, ¿guardarás mi secreto como has guardado el tuyo? -Con la misma fidelidad. - ¿Y estarás más tranquilo acerca del particular? - Mucho más. - ¿Eres muy desgraciado ahora? Me hizo esta pregunta sin mirarme tampoco, pero en un tono de simpatía que no le era habitual. No pude contestar en seguida porque me faltó la voz, y, mientras tanto, ella puso el brazo izquierdo a través del puño de su bastón y descansó la cabeza en él. - Estoy lejos de ser feliz, señorita Havisham, pero tengo otras causas de intranquilidad además de las que usted conoce. Son los secretos a que me he referido. Después de unos momentos levantó la cabeza y de nuevo miró al fuego. - Te portas con mucha nobleza al decirme que tienes otras causas de infelicidad. ¿Es cierto? - Demasiado cierto. - ¿Y no podría servirte a ti, Pip, así como sirvo a tu amigo? ¿No puedo hacer nada en tu obsequio? - Nada. Le agradezco la pregunta. Y mucho más todavía el tono con que me la ha hecho. Pero no puede usted hacer nada. Se levantó entonces de su asiento y buscó con la mirada algo con que escribir. Allí no había nada apropiado, y por esto tomó de su bolsillo unas tabletas de marfil montadas en oro mate y escribió en una de ellas con un lapicero de oro, también mate, que colgaba de su cuello. - ¿Continúas en términos amistosos con el señor Jaggers? - Sí, señora. Ayer noche cené con él. - Esto es una autorización para él a fin de que te pague este dinero, que quedará a tu discreción, para que lo emplees en beneficio de tu amigo. Aquí no tengo dinero alguno; pero si crees mejor que el señor Jaggers no se entere para nada de este asunto, te lo mandaré. - Muchas gracias, señorita Havisham. No tengo ningún inconveniente en recibir esta suma de manos del señor Jaggers. Me leyó lo que acababa de escribir, que era expresivo y claro y evidentemente encaminado a librarme de toda sospecha de que quisiera aprovecharme de aquella suma. Tomé las tabletas de su mano, que estaba temblorosa y que tembló más aún cuando quitó la cadena que sujetaba el lapicero y me la puso en la mano. Hizo todo esto sin mirarme. 190 - En la primera hoja está mi nombre. Si alguna vez puedes escribir debajo de él «la perdono», aunque sea mucho después de que mi corazón se haya convertido en polvo, te ruego que lo hagas. - ¡Oh señorita Havisham! – exclamé. - Puedo hacerlo ahora mismo. Todos hemos incurrido en tristes equivocaciones; mi vida ha sido ciega e inútil, y necesito tanto, a mi vez, el perdón y la compasión ajenos, que no puedo mostrarme severo con usted. Volvió por vez primera su rostro hacia el mío, y con el mayor asombro por mi parte y hasta con el mayor terror, se arrodilló ante mí, levantando las manos plegadas de un modo semejante al que sin duda empleó cuando su pobre corazón era tierno e inocente, para implorar al cielo acompañada de su madre. El verla, con su cabello blanco y su pálido rostro, arrodillada a mis pies, hizo estremecer todo mi cuerpo. Traté de levantarla y tendí los brazos más cerca, y, apoyando en ellos la cabeza, se echó a llorar. Jamás hasta entonces la había visto derramar lágrimas, y, creyendo que el llanto podría hacerle bien, me incliné hacia ella sin decirle una palabra. Y en aquel momento, la señorita Havisham no estaba ya arrodillada, sino casi tendida en el suelo. - ¡Oh! - exclamó, desesperada. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - Si se refiere usted, señorita Havisham, a lo que haya podido hacer contra mí, permítame que le conteste: muy poco. Yo la habría amado en cualquier circunstancia. ¿Está casada? - Sí. Esta pregunta era completamente inútil, porque la nueva desolación que se advertía en aquella casa ya me había informado acerca del particular. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - repitió, retorciéndose las manos y mesándose el blanco cabello. Y volvió a lamentar-: ¡Qué he hecho! No sabía qué contestar ni cómo consolarla. De sobra me constaba que había obrado muy mal, animada por su violento resentimiento, por su burlado amor y su orgullo herido, al adoptar a una niña impresionable para moldearla de acuerdo con sus sentimientos. Pero era preciso recordar que al sustraerse a la luz del día había abandonado infinitamente mucho más. A1 encerrarse se había apartado a sí misma de mil influencias naturales y consoladoras; su mente, en la soledad, había enfermado, como no podía menos de ocurrir al sustraerse de las intenciones de su Hacedor. Y me era imposible mirarla sin sentir compasión, pues advertía que estaba muy castigada al haberse convertido en una ruina, por no tener ningún lugar en la tierra en que había nacido; por la vanidad del dolor, que había sido su principal manía, como la vanidad de la penitencia, del remordimiento y de la indignidad, así como otras monstruosas vanidades que han sido otras tantas maldiciones en este mundo. - Hasta que hablaste con ella en tu visita anterior y hasta que vi en ti, como si fuese un espejo, lo que yo misma sintiera en otros tiempos, no supe lo que había hecho. ¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho! Y repitió esta exclamación infinitas veces. - Señorita Havisham - le dije en cuanto guardó silencio. - Puede usted alejarme de su mente y de su conciencia. Pero en cuanto a Estella, es un caso diferente, y si alguna vez puede usted deshacer lo que hizo al imponer silencio a todos sus tiernos sentimientos, será mucho mejor dedicarse a ello que a lamentar el pasado, aunque fuese durante cien años enteros. - Sí, sí, ya lo sé, pero, querido Pip… - y su tono me demostraba el tierno afecto femenino que por mí sentía. - Querido Pip, créeme cuando te digo que no me propuse más que evitarle mi propia desgracia. Al principio no me proponía nada más. - Así lo creo también - le contesté. - Pero cuando creció, haciendo prever que sería muy hermosa, gradualmente hice más y obré peor; y con mis alabanzas y lisonjas, con mis joyas y mis lecciones, con mi persona ante ella, le robé su corazón para sustituirlo por un trozo de hielo. - Mejor habría sido - no pude menos que exclamar -dejarle su propio corazón, aunque quedara destrozado o herido. Entonces la señorita Havisham me miró, tal vez sin verme, y de nuevo volvió a preguntarme qué había hecho. - Si conocieras la historia entera - dijo luego, - me tendrías más compasión y me comprenderías mejor. - Señorita Havisham - contesté con tanta delicadeza como me fue posible. - Desde que abandoné esta región creo conocer su historia entera. Siempre me ha inspirado mucha compasión, y espero haberla comprendido, dándome cuenta de su influencia. ¿Cree usted que lo que ha pasado entre nosotros me dará la libertad de hacerle una pregunta acerca de Estella? No la Estella de ahora, sino la que era cuando llegó aquí. 191 La señorita Havisham estaba sentada en el suelo, con los brazos apoyados en la silla y la cabeza descansando en ellos. Me miró cara a cara cuando le dije esto, y contestó: - Habla. - ¿De quién era hija Estella? Movió negativamente la cabeza. - ¿No lo sabe usted? Hizo otro movimiento negativo. - ¿Pero la trajo el señor Jaggers o la mandó? -La trajo él mismo. - ¿Quiere usted referirme la razón de su venida? - Hacía ya mucho tiempo que yo estaba encerrada en estas habitaciones - contestó en voz baja y precavida. - No sé cuánto tiempo hacía, porque, como sabes, los relojes están parados. Entonces le dije que necesitaba una niña para educarla y amarla y para evitarle mi triste suerte. Le vi por vez primera cuando le mandé llamar a fin de que me preparase esta casa y la dejara desocupada para mí, pues leí su nombre en los periódicos antes de que el mundo y yo nos hubiésemos separado. Él me dijo que buscaría una niña huérfana; y una noche la trajo aquí dorrnida y yo la llamé Estella. - ¿Qué edad tenía entonces? - Dos o tres años. Ella no sabe nada, a excepción de que era huérfana y que yo la adopté. Tan convencido estaba yo de que la criada del señor Jaggers era su madre, que no necesitaba ninguna prueba más clara, porque para cualquiera, según me parecía, la relación entre ambas mujeres habría sido absolutamente indudable. ¿Qué podía esperar prolongando aquella entrevista? Había logrado lo que me propuse en favor de Herbert. La señorita Havisham me comunicó todo lo que sabía acerca de Estella, y yo le dije e hice cuanto me fue posible para tranquilizarla. Poco importa cuáles fueron las palabras de nuestra despedida, pero el caso es que nos separamos. Cuando bajé la escalera y llegué al aire libre era la hora del crepúsculo. Llamé a la mujer que me había abierto la puerta para entrar y le dije que no se molestara todavía, porque quería dar un paseo alrededor de la casa antes de marcharme. Tenía el presentimiento de que no volvería nunca más, y experimentaba la sensación de que la moribunda luz del día convenía en gran manera a mi última visión de aquel lugar. Pasando al lado de las ruinas de los barriles, por el lado de los cuales había paseado tanto tiempo atrás y sobre los que había caído la lluvia de infinidad de años, pudriéndolos en muchos sitios y dejando en el suelo marjales en miniatura y pequeños estanques, me dirigí hacia el descuidado jardín. Di una vuelta por él y pasé también por el lugar en que nos peleamos Herbert y yo; luego anduve por los senderos que recorriera en compañía de Estella. Y todo estaba frío, solitario y triste. Encaminándome hacia la fábrica de cerveza para emprender el regreso, levanté el oxidado picaporte de una puertecilla en el extremo del jardín y eché a andar a través de aquel lugar. Dirigíame hacia la puerta opuesta, difícil de abrir entonces, porque la madera se había hinchado con la humedad y las bisagras se caían a pedazos, sin contar con que el umbral estaba lleno de áspero fango. En aquel momento volví la cabeza hacia atrás. Ello fue causa de que se repitiese la ilusión de que veía a la señorita Havisham colgando de una viga. Y tan fuerte fue la impresión, que me quedé allí estremecido, antes de darme cuenta de que era una alucinación. Pero inmediatamente me dirigí al lugar en que me había figurado ver un espectáculo tan extraordinario. La tristeza del sitio y de la hora y el terror que me causó aquella ficción, aunque momentánea, me produjo un temor indescriptible cuando llegué, entre las abiertas puertas, a donde una vez me arranqué los cabellos después que Estella me hubo lastimado el corazón. Dirigiéndome al patio delantero, me quedé indeciso entre si llamaría a la mujer para que me dejara salir por la puerta cuya llave tenía, o si primero iría arriba para cerciorarme de que no le ocurría ninguna novedad a la señorita Havisham. Me decidí por lo último y subí. Miré al interior de la estancia en donde la había dejado, y la vi sentada en la desvencijada silla, muy cerca del fuego y dándome la espalda. Cuando ya me retiraba, vi que, de pronto, surgía una gran llamarada. En el mismo momento, la señorita Havisham echó a correr hacia mí gritando y envuelta en llamas que llegaban a gran altura. Yo llevaba puesto un grueso abrigo, y, sobre el brazo, una capa también recia. Sin perder momento, me acerqué a ella y le eché las dos prendas encima; además, tiré del mantel de la mesa con el mismo objeto. Con él arrastré el montón de podredumbre que había en el centro y toda suerte de sucias cosas que se escondían allí; ella y yo estábamos en el suelo, luchando como encarnizados enemigos, y cuanto más 192 apretaba mis abrigos y el mantel en torno de ella, más fuertes eran sus gritos y mayores sus esfuerzos por libertarse. De todo eso me di cuenta por el resultado, pero no porque entonces pensara ni notara cosa alguna. Nada supe, a no ser que estábamos en el suelo, junto a la mesa grande, y que en el aire, lleno de humo, flotaban algunos fragmentos de tela aún encendidos y que, poco antes, fueron su marchito traje de novia. Al mirar alrededor de mí vi que corrían apresuradamente por el suelo los escarabajos y las arañas y que, dando gritos de terror, habían acudido a la puerta todos los criados. Yo seguí conteniendo con toda mi fuerza a la señorita Havisham, como si se tratara de un preso que quisiera huir, y llego a dudar de si entonces me di cuenta de quién era o por qué habíamos luchado, por qué ella se vio envuelta en llamas y también por qué éstas habían desaparecido, hasta que vi los fragmentos encendidos de su traje, que ya no revoloteaban, sino que caían alrededor de nosotros convertidos en cenizas. Estaba insensible, y yo temía que la moviesen o la tocasen. Mandamos en busca de socorro y la sostuve hasta que llegó, y, por mi parte, sentí la ilusión, nada razonable, de que si la soltaba surgirían de nuevo las llamas para consumirla. Cuando me levanté al ver que llegaba el cirujano, me asombré notando que mis manos habían recibido graves quemaduras, porque hasta entonces no había sentido el menor dolor. El cirujano examinó a la señorita Havisham y dijo que había recibido graves quemaduras, pero que, por sí mismas, no ponían en peligro su vida. Lo más importante era la impresión nerviosa que había sufrido. Siguiendo las instrucciones del cirujano, le llevaron allí la cama y la pusieron sobre la gran mesa, que resultó muy apropiada para la curación de sus heridas. Cuando la vi otra vez, una hora más tarde, estaba vérdaderamente echada en donde la vi golpear con su bastón diciendo, al mismo tiempo, que allí reposaría un día. Aunque ardió todo su traje, según me dijeron, todavía conservaba su aspecto de novia espectral, pues la habían envuelto hasta el cuello en algodón en rama, y mientras estaba echada, cubierta por una sábana, el recuerdo de algo fantástico que había sido aún flotaba sobre ella. Al preguntar a los criados me enteré de que Estella estaba en París, e hice prometer al cirujano que le escribiría por el siguiente correo. Yo me encargué de avisar a la familia de la señorita Havisham, proponiéndome decírselo tan sólo a Mateo Pocket, al que dejaría en libertad de que hiciera lo que mejor le pareciese con respecto a los demás. Así se lo comuniqué al día siguiente por medio de Herbert, en cuanto estuve de regreso en la capital. Aquella noche hubo un momento en que ella habló Juiciosamente de lo que había sucedido, aunque con terrible vivacidad. Hacia medianoche empezó a desvariar, y a partir de entonces repitió durante largo rato, con voz solemne: « ¡Qué he hecho! » Luego decía: «Cuando llegó no me propuse más que evitarle mi propia desgracia». También añadió: «Toma el lápiz y debajo de mi nombre escribe: «La perdono».» Jamás cambió el orden de estas tres frases, aunque a veces se olvidaba de alguna palabra y, dejando aquel blanco, pasaba a la siguiente. Como no podía hacer nada allí y, por otra parte, tenía acerca de mi casa razones más que suficientes para sentir ansiedad y miedo, que ninguna de las palabras de la señorita Havisham podía alejar de mi mente, decidí aquella misma noche regresar en la primera diligencia, aunque con el propósito de andar una milla más o menos, para subir al vehículo más allá de la ciudad. Por consiguiente, hacia las seis de la mañana me incliné sobre la enferma y toqué sus labios con los míos, precisamente cuando ella decía: «Toma el lápiz y escribe debajo de mi nombre: La perdono.» ...

En la línea 2051
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Magwitch estaba muy enfermo en la cárcel durante todo el intervalo que hubo entre su prisión y el juicio, hasta que llegó el día en que se celebró éste. Tenía dos costillas rotas, que le infirieron una herida en un 218 pulmón, y respiraba con mucha dificultad y agudo dolor, que aumentaba día por día. Como consecuencia de ello hablaba en voz tan baja que apenas se le podía oír, y por eso sus palabras eran pocas. Pero siempre estaba dispuesto a escucharme y, por tanto, el primer deber de mi vida fue el de hablarle y el de leerle las cosas que, según me parecía, escucharía atentamente. Como estaba demasiado enfermo para permanecer en la prisión común, al cabo de uno o dos días fue trasladado a la enfermería. Esto me dio más oportunidades de permanecer acompañándole. A no ser por su enfermedad, habría sido aherrojado, pues se le consideraba hombre peligroso y capaz de fugarse a pesar de todo. Lo veía todos los días, aunque sólo por un corto espacio de tiempo. Así, pues, los intervalos de nuestras separaciones eran lo bastante largos para que pudiese notar en su rostro los cambios debidos a su estado físico. No recuerdo haber observado en él ningún indicio de mejoría. Cada día estaba peor y cada vez más débil a partir del momento en que tras él se cerró la puerta de la cárcel. La sumisión o la resignación que demostraba eran propios de un hombre que ya está fatigado. Muchas veces, sus maneras, o una palabra o dos que se le escapaban, me producían la impresión de que tal vez él reflexionaba acerca de si, en circunstancias más favorables, habría podido ser un hombre mejor, pero jamás se justificaba con la menor alusión a esto ni trataba de dar al pasado una forma distinta de la que realmente tenía. Ocurrió en dos o tres ocasiones y en mi presencia que alguna de las personas que estaban a su cuidado hiciese cualquier alusión a su mala reputación. Entonces, una sonrisa cruzaba su rostro y volvía los ojos hacia mí con tan confiada mirada como si estuviese seguro de que yo conocía sus propósitos de redención, aun en la época en que era todavía un niño. En todo lo demás se mostraba humilde y contrito y nunca le oí quejarse. Cuando llegó el día de la vista del juicio, el señor Jaggers solicitó el aplazamiento hasta la sesión siguiente. Pero como era evidente que el objeto de tal petición se basaba en la seguridad de que el acusado no viviría tanto tiempo, fue denegada. Se celebró el juicio, y cuando le llevaron al Tribunal le permitieron sentarse en una silla. No se me impidió sentarme cerca de él, más allá del banquillo de los acusados, aunque lo bastante cerca para sostener la mano que él me entregó. El juicio fue corto y claro. Se dijo cuanto podía decirse en su favor, es decir, que había adquirido hábitos de trabajo y que se comportó de un modo honroso, cumpliendo exactamente los mandatos de las leyes. Pero no era posible negar el hecho de que había vuelto y de que estaba allí en presencia del juez y de los jurados. Era, pues, imposible absolverle. En aquella época existía la costumbre, según averigüé gracias a que pude presenciar la marcha de aquellos procesos, de dedicar el último día a pronunciar sentencias y terminar con el terrible efecto que producían las de muerte. Pero apenas puedo creer, por el recuerdo indeleble que tengo de aquel día y mientras escribo estas palabras, que viera treinta y dos hombres y mujeres colocados ante el juez y recibiendo a la vez aquella terrible sentencia. Él estaba entre los treinta y dos, sentado, con objeto de que pudiese respirar y conservar la vida. Aquella escena parece que se presenta de nuevo a mi imaginación con sus vívidos colores y entre la lluvia del mes de abril que brillaba a los rayos del sol y a través de las ventanas de la sala del Tribunal. En el espacio reservado a los acusados estaban los treinta y dos hombres y mujeres; algunos con aire de reto, otros aterrados, otros llorando y sollozando, otros ocultándose el rostro y algunos mirando tristemente alrededor. Entre las mujeres resonaron algunos gritos, que fueron pronto acallados, y siguió un silencio general. Los alguaciles, con sus grandes collares y galones, así como los ujieres y una gran concurrencia, semejante a la de un teatro, contemplaban el espectáculo mientras los treinta y dos condenados y el juez estaban frente a frente. Entonces el juez se dirigió a ellos. Entre los desgraciados que estaban ante él, y a cada uno de los cuales se dirigía separadamente, había uno que casi desde su infancia había ofendido continuamente a las leyes; uno que, después de repetidos encarcelamientos y castigos, fue desterrado por algunos años; pero que, en circunstancias de gran atrevimiento y violencia, logró escapar y volvió a ser sentenciado para un destierro de por vida. Aquel miserable, por espacio de algún tiempo, pareció estar arrepentido de sus horrores, cuando estaba muy lejos de las escenas de sus antiguos crímenes, y allí llevó una vida apacible y honrada. Pero en un momento fatal, rindiéndose a sus pasiones y a sus costumbres, que por mucho tiempo le convirtieron en un azote de la sociedad, abandonó aquel lugar en que vivía tranquilo y arrepentido y volvió a la nación de donde había sido proscrito. Allí fue denunciado y, por algún tiempo, logró evadir a los oficiales de la justicia, mas por fin fue preso en el momento en que se disponía a huir, y él se resistió. Además, no se sabe si deliberadamente o impulsado por su ciego atrevimiento, causó la muerte del que le había denunciado y que conocía su vida entera. Y como la pena dictada por las leyes para 219 el que se hallara en su caso era la más severa y él, por su parte, había agravado su culpa, debía prepararse para morir. El sol daba de lleno en los grandes ventanales de la sala atravesando las brillantes gotas de lluvia sobre los cristales y formaba un ancho rayo de luz que iba a iluminar el espacio libre entre el juez y los treinta y dos condenados, uniéndolos así y tal vez recordando a alguno de los que estaban en la audiencia que tanto el juez como los reos serían sometidos con absoluta igualdad al Gran Juicio que conoce todas las cosas y no puede errar. Levantándose por un momento y con el rostro alumbrado por aquel rayo de luz, el preso dijo: -Milord, ya he recibido mi sentencia de muerte del Todopoderoso, pero me inclino ante la de Vuestro Honor. Dicho esto volvió a sentarse. Hubo un corto silencio, y el juez continuó con lo que tenía que decir a los demás. Luego fueron condenados todos formalmente, y algunos de ellos recibieron resignados la sentencia; otros miraron alrededor con ojos retadores; algunos hicieron señas al público, y dos o tres se dieron la mano, en tanto que los demás salían mascando los fragmentos de hierba que habían tomado del suelo. Él fue el último en salir, porque tenían que ayudarle a levantarse de la silla y se veía obligado a andar muy despacio; y mientras salían todos los demás, me dio la mano, en tanto que el público se ponía en pie (arreglándose los trajes, como si estuviesen en la iglesia o en otro lugar público), al tiempo que señalaban a uno u otro criminal, y muchos de ellos a mí y a él. Piadosamente, esperaba y rogaba que muriese antes de que llegara el día de la ejecución de la sentencia; pero, ante el temor de que durase más su vida, aquella misma noche redacté una súplica al secretario del Ministerio de Estado expresando cómo le conocí y diciendo que había regresado por mi causa. Mis palabras fueron tan fervientes y patéticas como me fue posible, y cuando hube terminado aquella petición y la mandé, redacté otras para todas las autoridades de cuya compasión más esperaba, y hasta dirigí una al monarca. Durante varios días y noches después de su sentencia no descansé, exceptuando los momentos en que me quedaba dormido en mi silla, pues estaba completamente absorbido por el resultado que pudieran tener mis peticiones. Y después de haberlas expedido no me era posible alejarme de los lugares en que se hallaban, porque me sentía más animado cuando estaba cerca de ellas. En aquella poco razonable intranquilidad y en el dolor mental que sufría, rondaba por las calles inmediatas a aquellas oficinas a donde dirigiera las peticiones. Y aún ahora, las calles del oeste de Londres, en las noches frías de primavera, con sus mansiones de aspecto severo y sus largas filas de faroles, me resultan tristísimas por el recuerdo. Las visitas que podía hacerle habían sido acortadas, y la guardia que se ejercía junto a él era mucho más cuidadosa. Tal vez temiendo, viendo o figurándome que sospechaban en mí la intención de llevarle algún veneno, solicité que me registrasen antes de sentarme junto a su lecho, y. ante el oficial que siempre estaba allí me manifesté dispuesto a hacer cualquier cosa que pudiese probarle la sinceridad y la rectitud de mis intenciones. Nadie nos trataba mal ni a él ni a mí. Era preciso cumplir el deber, pero lo hacían sin la menor rudeza. El oficial me aseguraba siempre que estaba peor, y en esta opinión coincidían otros penados enfermos que había en la misma sala, así como los presos que les cuidaban como enfermeros, desde luego malhechores, pero, a Dios gracias, no incapaces de mostrarse bondadosos. A medida que pasaban los días, observé que cada vez se quedaba con más gusto echado de espaldas y mirando al blanco techo, mientras en su rostro parecía haber desaparecido la luz, hasta que una palabra mía lo alumbraba por un momento y volvía a ensombrecerse luego. Algunas veces no podía hablar nada o casi nada; entonces me contestaba con ligeras presiones en la mano, y yo comprendía bien su significado. Había llegado a diez el número de días cuando observé en él un cambio mucho mayor de cuantos había notado. Sus ojos estaban vueltos hacia la puerta y parecieron iluminarse cuando yo entré. - Querido Pip -me dijo así que estuve junto a su cama. - Me figuré que te retrasabas, pero ya comprendí que eso no era posible. - Es la hora exacta - le contesté. - He estado esperando a que abriesen la puerta. - Siempre lo esperas ante la puerta, ¿no es verdad, querido Pip? - Sí. Para no perder ni un momento del tiempo que nos conceden. - Gracias, querido Pip, muchas gracias. Dios te bendiga. No me has abandonado nunca, querido muchacho. En silencio le oprimí la mano, porque no podía olvidar que en una ocasión me había propuesto abandonarle. - Lo mejor - añadió - es que siempre has podido estar más a mi lado desde que fui preso que cuando estaba en libertad. Eso es lo mejor. 220 Estaba echado de espaldas y respiraba con mucha dificultad. A pesar de sus palabras y del cariño que me demostraba, era evidente que su rostro se iba poniendo cada vez más sombrío y que la mirada era cada vez más vaga cuando se fijaba en el blanco techo. - ¿Sufre usted mucho hoy? -No me quejo de nada, querido Pip. - Usted no se queja nunca. Había pronunciado ya sus últimas palabras. Sonrió, y por el contacto de su mano comprendí que deseaba levantar la mía y apoyarla en su pecho. Lo hice así, él volvió a sonreír y luego puso sus manos sobre la mía. Pasaba el tiempo de la visita mientras estábamos así; pero al mirar alrededor vi que el director de la cárcel estaba a mi lado y que me decía: - No hay necesidad de que se marche usted todavía. Le di las gracias y le pregunté: - ¿Puedo hablarle, en caso de que me oiga? El director se apartó un poco e hizo seña al oficial para que le imitase. Tal cambio se efectuó sin el menor ruido, y entonces el enfermo pareció recobrar la vivacidad de su plácida mirada y volvió los ojos hacia mí con el mayor afecto. - Querido Magwitch. Voy a decirle una cosa. ¿Entiende usted mis palabras? Sentí una ligera presión en mis manos. - En otro tiempo tuvo usted una hija a la que quería mucho y a la que perdió. Sentí en la mano una presión más fuerte. - Pues vivió y encontró poderosos amigos. Todavía vive. Es una dama y muy hermosa. Yo la amo. Con un último y débil esfuerzo que habría sido infructuoso de no haberle ayudado yo, llevó mi mano a sus labios. Luego, muy despacio, la dejó caer otra vez sobre su pecho y la cubrió con sus propias manos. Recobró otra vez la plácida mirada que se fijaba en el blanco techo, pero ésta pronto desapareció y su cabeza cayó despacio sobre su pecho. Acordándome entonces de lo que habíamos leído juntos, pensé en los dos hombres que subieron al Temple para orar, y comprendí que junto a su lecho no podía decir nada mejor que: - ¡Oh Dios mío! ¡Sé misericordioso con este pecador! ...

En la línea 3571
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑¡Qué estúpido! ‑exclamó Catalina Ivanovna, dirigiéndose a Raskolnikof‑. ¡Fíjese! ¿Por qué le habrán traído? En cuanto a Piotr Petrovitch, siempre he estado segura de él, y en verdad puede decirse ‑ahora se dirigía a Amalia Ivanovna y con un gesto tan severo que la patrona se sintió intimidada‑ que no se parece en nada a sus quisquillosas provincianas. Mi padre no las habría querido ni para cocineras, y si mi difunto esposo les hubiera hecho el honor de recibirlas, habría sido tan sólo por su excesiva bondad. ...

En la línea 3621
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Dicho esto, Lujine dejó pasar varios segundos más. Luego continuó, en tono severo: ...

En la línea 3943
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... La joven estaba pensativa, pero su semblante no era severo. En su clara mirada había un resplandor de dulzura. Raskolnikof comprendió que era su amor a él lo que había impulsado a su hermana a hacerle aquella visita. ...

En la línea 4397
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Lo que quiero que me explique no es lo que usted se imagina. Pero, desde luego, oí parte de sus confidencias. Yo me refiero a sus continuas lamentaciones. Tiene usted alma de poeta y siempre está a punto de dejarse llevar de la indignación. ¿De modo que le parece a usted mal que la gente escuche detrás de las puertas? Ya que tan severo es usted, vaya a presentarse a las autoridades y dígales: «Me ha ocurrido una desgracia; he sufrido un error en mis teorías filosóficas.» Pero si está usted convencido de que no se debe escuchar detrás de las puertas y, en cambio, se puede matar a una pobre vieja con cualquier arma que se tenga a mano, lo mejor que puede hacer es marcharse a América cuanto antes. ¡Huya! Tal vez tenga tiempo aún. Le hablo con toda franqueza. Si no tiene usted dinero, yo le daré el necesario para el viaje. ...

En la línea 987
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... - Señor alcalde, no puedo aceptar. He sido siempre severo en mi vida con los demás. Ahora es justo que lo sea conmigo mismo. Señor alcalde, no quiero que me tratéis con bondad, vuestra bondad me ha producido demasiada rabia cuando la ejercitáis con otros, no la quiero para mí. La bondad que le da la razón a una prostituta contra un ciudadano, a un policía contra un alcalde, al que está abajo contra el que está arriba, es lo que yo llamo una mala bondad. Con ella se desorganiza la sociedad. Señor alcalde, yo debo tratarme tal como trataría a otro cualquiera. Cometí una falta, mala suerte, quedo despedido, expulsado. Tengo buenos brazos, trabajaré la tierra, no me importa. Por el bien del servicio, señor alcalde, os pido la destitución del inspector Javert. ...

En la línea 1018
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Independientemente del objetivo severo y religioso que se proponía en sus acciones, todo lo que había hecho hasta aquel día no había tenido más fin que el de ahondar una fosa para enterrar en ella su nombre. Lo que siempre había temido en sus horas de reflexión, en sus noches de insomnio, era oír pronunciar ese nombre; se decía que eso sería el fin de todo; que el día en que ese nombre reapareciera, haría desaparecer su nueva vida, y quién sabe si también su nueva alma. La sola idea de que esto ocurriera lo hacía temblar. ...

En la línea 1092
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Minutos después el viajero estaba en una especie de gabinete de aspecto severo, alumbrado por dos candelabros. Aún tenía en los oídos las últimas palabras del portero que acababa de dejarle: 'Caballero, ésta es la sala de las deliberaciones; no tenéis más que abrir esa puerta, y os hallaréis en la sala del tribunal, detrás del señor presidente'. ...

En la línea 758
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... En efecto, el agente Fix había comprendido todo el partido que podía sacar de ese desgraciado asunto. Atrasando su marcha doce horas había ido a aconsejar lo que debían hacer los sacerdotes de Malebar Hili. Les había prometido resarcimiento de perjuicios, sabiendo muy bien que el gobierno inglés se mostraba muy severo con esos delitos, y después por el tren siguiente los había hecho ir en seguimiento de los culpables. Pero a causa del tiempo empleado en dar libertad a la joven viuda, Fix y los indios llegaron a Calcuta antes que Phileas Fogg y su criado, a quienes los magistrados, prevenidos por despacho telegráfico, debían prender al apearse del tren. ...

En la línea 1442
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Picaporte fue en busca del 'steward' y volvió luego con dos barajas, fichas, tantos y una tablilla forrada de paño. No faltaba nada. El juego comenzó. Mistress Aouida sabía bastante bien el whist, aun recibió algunos cumplidos del severo Phileas Fogg. En cuanto al inspector, era de primera fuerza y capaz de luchar con el gentleman. ...

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Severo en la RAE.
Severo en Word Reference.
Severo en la wikipedia.
Sinonimos de Severo.

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