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La palabra serena
Cómo se escribe

la palabra serena

La palabra Serena ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Niebla de Miguel De Unamuno
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece serena.

Estadisticas de la palabra serena

Serena es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 5847 según la RAE.

Serena aparece de media 1.52 veces en cada libro en castellano.

Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la serena en las obras de referencia de la RAE contandose 231 apariciones .

Errores Ortográficos típicos con la palabra Serena

Cómo se escribe serena o serrena?
Cómo se escribe serena o zerena?

Más información sobre la palabra Serena en internet

Serena en la RAE.
Serena en Word Reference.
Serena en la wikipedia.
Sinonimos de Serena.


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece serena

La palabra serena puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 4412
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Qué hermosa noche! Pero ¿quién era ella para admirar la noche serena? ¿Qué tenía que ver toda aquella poesía melancólica de cielo y tierra con lo que le sucedía a ella?. ...

En la línea 5832
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... En cuanto conoció que su autoridad se acataba, De Pas fue amansando el oleaje de su cólera; y al fin, pálido, pero con voz ya serena: —Salga usted —dijo señalando a la puerta —, salga usted. ...

En la línea 6210
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cuando, pocos minutos después, hábilmente la sitiaba junto a una ventana del comedor, mientras Víctor iba con Paco a las habitaciones de este a ponerse el batín ancho y corto, la Regenta necesitó recordar, para mantenerse fría y serena, que nada serio había habido entre ella y aquel hombre; que las miradas que podían haberle envalentonado no eran compromisos de los que echa en cara ningún hombre de mundo. ...

En la línea 6985
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Don Fermín no era aficionado a contemplar la noche serena; lo había sido mucho tiempo hacía, en el Seminario, en los Jesuitas y en los primeros años de su vida de sacerdote. ...

En la línea 1557
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Siguió adelante, serena, con el andar gallardo de siempre, y únicamente se estremeció al sonar a sus espaldas la voz de Borja: ...

En la línea 1892
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —A Lucrecia ya le hicieron justicia. El protestante Gregorovius y otros historiadores han probado que esta dama, muerta a los treinta y nueve años, de mal parto, no fue nunca la mujer sensual ni la envenenadora Inventada por los enemigos de su familia, y que ciertos poetas de nuestra época ennegrecieron aún más, caprichosamente. Siendo princesa de Ferrara, ella, que en su juventud había figurado como la mujer más elegante de Europa, renunció a las vanidades mundanas se despojó de joyas y ornamentos, entregándose a la vida piadosa, fundando monasterios y hospitales sin abandonar por ello el cuidado de sus hijos ni los deberes representativos de una princesa reinante. Su muerte, ocurrida en mil quinientos decinueve, fue la de una buena madre, mostrándose serena, piadosa y cristiana hasta el último momento. Todavía en la antevíspera escribió doña Lucrecia de su propio puño al Pontífice León Décimo, con el que estaba en correspondencia frecuente. Por sus cartas sabemos que hacia diez años que llevaba bajo sus vestiduras majestuosas un áspero cilicio y dos años que se confesaba todos los días, comulgando semanalmente. ...

En la línea 1660
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Por esto le gustaba más, cuando el tiempo no era muy frío, vagar por las calles, embozadito en su pañosa, viendo escaparates y la gente que iba y venía, parándose en los corros en que cantaba un ciego, y mirando por las ventanas de los cafés. En estas excursiones podía muy bien emplear dos horas sin cansarse, y desde que se daba cuerda y cogía impulso, el cerebro se le iba calentando, calentando hasta llegar a una presión altísima en que el joven errante se figuraba estar persiguiendo aventuras y ser muy otro de lo que era. La calle con su bullicio y la diversidad de cosas que en ella se ven, ofrecía gran incentivo a aquella imaginación, que al desarrollarse tarde, solía desplegar los bríos de que dan muestras algunos enfermos graves. Al principio no le llamaban la atención las mujeres que encontraba; pero al poco tiempo empezó a distinguir las guapas de las que no lo eran, y se iba en seguimiento de alguna, por puro éxtasis de aventura, hasta que encontraba otra mejor y la seguía también. Pronto supo distinguir de clases, es decir, llegó a tener tan buen ojo, que conocía al instante las que eran honradas y las que no. Su amigo Ulmus sylvestris, que a veces le acompañaba, indújole a romper la reserva que su encogimiento le imponía, y Maximiliano conoció a algunas que había visto más de una vez y que le habían parecido muy guapetonas. Pero su alma permanecía serena en medio de sus tentativas viciosas: las mismas con quienes pasó ratos agradables le repugnaban después, y como las viera venir por la calle, les huía el bulto. ...

En la línea 2632
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Quita, quita… —dijo Fortunata, queriendo aparecer serena—. No me vengas con cuentos. ...

En la línea 5456
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... ¿Y qué menos podía hacer el desgraciado Rubín que descargar contra el orden social y los poderes históricos la horrible angustia que llenaba su alma? Porque estaba perdido, y la cruel negativa de su tía le puso en el caso de escoger entre la deshonra y el suicidio. Antes de ir al café había tenido un vivo altercado con Refugio, por pretender ésta que fuese con ella a Gallo, y el disgusto con su querida, a quien tenía cariño, le revolvió más la bilis. Sus amigos no podían con él; estaba furioso; poco faltaba para que insultase a los que le contradecían, y su numen paradójico se excitaba hasta un grado de inspiración que le hacía parecer un propagandista de la secta de los tembladores. El que mejor replicaba ¡parece increíble!, era Maxi, que se quedó en el café más tiempo del acostumbrado, retenido por el interés de la polémica. Defendía el joven Rubín los principios fundamentales de toda sociedad con un ardor y una serena convicción que eran el asombro de cuantos le oían. No se alteraba como el otro; argumentaba con frialdad, y sus nervios, absolutamente pacíficos, dejaban a la razón desenvolverse con libertad y holgura. La suerte de Rubín mayor fue que Rubín menor se marchó a las diez, pues doña Lupe le tenía prescrito que no entrase en casa tarde, y por nada del mundo desobedecería él esta pragmática. Había vuelto a la docilidad de los tiempos que se podrían llamar antediluvianos o que precedieron a la catástrofe de su casamiento. Dejando que su hermano se arreglara como pudiese con los demás tratadistas de derecho público, abandonó el café con ánimo de irse derechito a su casa. Atravesó la Plaza Mayor, desde la calle de Felipe III a la de la Sal, y en aquel ángulo no pudo menos que pararse un rato, mirando hacia las fachadas del lado occidental del cuadrilátero. Pero esta suspensión de su movimiento fue pronto vencida del prurito de lógica que le dominaba, y se dijo: «No; voy a casa, y han dado ya las diez… Luego, no debo detenerme». Siguió por la calle de Postas y Vicario Viejo, y antes de desembocar en la subida a Santa Cruz, vio pasar a Aurora, que salía de la tienda de Samaniego para ir a su casa. «¡Qué tarde va hoy!» pensó, siguiendo tras ella por la calle arriba, hacia la plazuela de Santa Cruz, no por seguirla, sino porque ella iba delante de él, sin verle. Andaba la viuda de Fenelón a buen paso, sin mirar para ninguna parte, y llevaba en la mano un paquete, alguna obra tal vez para trabajar en su casa el día siguiente, que era domingo, y domingo de Ramos por más señas. ...

En la línea 6100
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Doña Lupe, que escuchaba este coloquio desde el pasillo, aplicando su oído a la puerta entornada, fue perdiendo el miedo al oír la voz serena de su sobrino, y abrió un poquito, dejando ver su cara inteligente y atisbadora. ...

En la línea 1194
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Miles dio un salto hacia adelante, con serena confianza, para salirle al encuentro, pero Edith le contuvo con un ademán casi imperceptible y el soldado se detuvo. Sentóse la dama y le pidió que hiciera otro tanto. Así, sencillamente le hizo perder la sensación de antiguo compañerismo, y lo transformó en un desconocido y en un huésped. La sorpresa, lo inesperado del momento, obligó a Miles a preguntarse un instante si era en efecto la persona que pretendía ser. Lady Edith dijo: ...

En la línea 1397
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Todos los circunstantes se pasmaron al oír sus palabras, y se maravillaron, más aún al ver al pordioserillo elegir a aquel par del reino sin vacilación ni aparente temor de equivocarse, y llamarlo por su nombre, con el aire plácido y convincente de haberlo conocido toda la vida. El par se sorprendió casi obedeciendo. Incluso hizo un movimiento como para alejarse, pero pronto resuperó su serena actitud y confesó su disparate con un sonrojo. Tom Canty se volvió hacia él y dijo ásperamente: ...

En la línea 1130
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Buenas tardes, don Augusto –y la voz de la muchacha era serena y clara y no menos clara y serena su mirada. ...

En la línea 1586
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Íbale volviendo la exaltación a Augusto. Sentía que el tiempo perdido no vuelve trayendo las ocasiones que se desperdiciaron. Entróle una rabia contra sí mismo. Sin saber qué hacía y por ocupar el tiempo llamó a Liduvina y al verla ante sí, tan serena, tan rolliza, sonriéndose maliciosamente, fue tal y tan insólito el sentimiento que le invadió, que diciéndole: «¡Vete, vete, vete!», se salió a la calle. Es que temió un momento no poder contenerse y asaltar a Liduvina. ...

En la línea 2027
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Encontré a la señorita Havisham y a Estella en la estancia en que había la mesa tocador y donde ardían las bujías en los candelabros de las paredes. La primera estaba sentada en un canapé ante el fuego, y Estella, en un almohadón a sus pies. La joven hacía calceta, y la señorita Havisham la miraba. Ambas levantaron los ojos cuando yo entré, y las dos se dieron cuenta de la alteración de mi rostro. Lo comprendí así por la mirada que cambiaron. - ¿Qué viento lo ha traído, Pip? - preguntó la señorita Havisham. Aunque me miraba fijamente, me di cuenta de que estaba algo confusa. Estella interrumpió un momento su labor de calceta, fijando en mí sus ojos, y luego continuó trabajando, y por el movimiento de sus dedos, como si fuese el lenguaje convencional de los sordomudos, me pareció comprender que se daba cuenta de que yo había descubierto a mi bienhechor. - Señorita Havisham – dije, - ayer fui a Richmond con objeto de hablar a Estella; pero, observando que algún viento la había traído aquí, la he seguido. La señorita Havisham me indicó por tercera o cuarta vez que me sentara, y por eso tomé la silla que había ante la mesa tocador, la que le viera ocupar tantas veces. Y aquel lugar lleno de ruinas y de cosas muertas me pareció el más indicado para mí aquel día. - Lo que quería decir a Estella, señorita Havisham, lo diré ahora ante usted misma… en pocos instantes. Mis palabras no la sorprenderán ni le disgustarán. Soy tan desgraciado como puede usted haber deseado. La señorita Havisham continuaba mirándome fijamente, Por el movimiento de los dedos de Estella comprendí que también ella esperaba lo que iba a decir, pero no levantó la vista hacia mí. -He descubierto quién es mi bienhechor. No ha sido un descubrimiento afortunado, y seguramente eso no ha de contribuir a mejorar mi reputación, mi situación y mi fortuna. Hay razones que me impiden decir nada más acerca del particular, porque el secreto no me pertenece. Mientras guardaba silencio por un momento, mirando a Estella y pensando cómo continuaría, la señorita Havisham murmuró: - El secreto no te pertenece. ¿Qué más? - Cuando me hizo usted venir aquí, señorita Havisham; cuando yo vivía en la aldea cercana, que ojalá no hubiese abandonado nunca… , supongo que entré aquí como pudiera haber entrado otro muchacho cualquiera… , como una especie de criado, para satisfacer una necesidad o un capricho y para recibir el salario correspondiente. - Sí, Pip - replicó la señorita Havisham, afirmando al mismo tiempo con la cabeza. - En ese concepto entraste en esta casa. - Y que el señor Jaggers… - El señor Jaggers - dijo la señorita Havisham interrumpiéndome con firmeza - no tenía nada que ver con eso y no sabía una palabra acerca del particular. Él es mi abogado y, por casualidad, lo era también de tu bienhechor. De la misma manera sostiene relaciones con otras muchas personas, con las que podía haber ocurrido lo mismo. Pero sea como fuere, sucedió así y nadie tiene la culpa de ello. Cualquiera que hubiese contemplado entonces su desmedrado rostro habría podido ver que no se excusaba ni mentía. - Pero cuando yo caí en el error, y en el que he creído por espacio de tanto tiempo, usted me dejó sumido en él - dije. - Sí - me contestó, afirmando otra vez con movimientos de cabeza -, te dejé en el error. - ¿Fue eso un acto bondadoso? 172 - ¿Y por qué - exclamó la señorita Havisham golpeando el suelo con su bastón y encolerizándose de repente, de manera que Estella la miró sorprendida, - por qué he de ser bondadosa? Mi queja carecía de base, y por eso no proseguí. Así se lo manifesté cuando ella se quedó pensativa después de su irritada réplica. - Bien, bien – dijo. - ¿Qué más? - Fui pagado liberalmente por los servicios prestados aquí - dije para calmarla, - y recibí el beneficio de ser puesto de aprendiz con Joe, de manera que tan sólo he hecho estas observaciones para informarme debidamente. Lo que sigue tiene otro objeto, y espero que menos interesado. Al permitirme que continuara en mi error, señorita Havisham, usted castigó o puso a prueba - si estas expresiones no le desagradan y puedo usarlas sin ofenderla - a sus egoístas parientes. - Sí. Ellos también se lo figuraron, como tú. ¿Para qué había de molestarme en rogarte a ti o en suplicarles a ellos que no os figuraseis semejante cosa? Vosotros mismos os fabricasteis vuestros propios engaños. Yo no tuve parte alguna en ello. Esperando a que de nuevo se calmase, porque también pronunció estas palabras muy irritada, continué: - Fui a vivir con una familia emparentada con usted, señorita Havisham, y desde que llegué a Londres mantuve con ellos constantes relaciones. Me consta que sufrieron honradamente el mismo engaño que yo. Y cometería una falsedad y una bajeza si no le dijese a usted, tanto si es de su agrado como si no y tanto si me presta crédito como si no me cree, que se equivoca profundamente al juzgar mal al señor Mateo Pocket y a su hijo Herbert, en caso de que se figure que no son generosos, leales, sinceros e incapaces de cualquier cosa que sea indigna o egoísta. -Son tus amigos - objetó la señorita Havisham. - Ellos mismos me ofrecieron su amistad - repliqué -precisamente cuando se figuraban que les había perjudicado en sus intereses. Por el contrario, me parece que ni la señorita Sara Pocket ni la señorita Georgina, ni la señora Camila eran amigas mías. Este contraste la impresionó, según observé con satisfacción. Me miró fijamente por unos instantes y luego dijo: - ¿Qué quieres para ellos? - Solamente - le contesté - que no los confunda con los demás. Es posible que tengan la misma sangre, pero puede estar usted segura de que no son iguales. Sin dejar de mirarme atentamente, la señorita Havisham repitió: - ¿Qué quieres para ellos? - No soy tan astuto, ya lo ve usted - le dije en respuesta, dándome cuenta de que me ruborizaba un poco, - para creer que puedo ocultarle, aun proponiéndomelo, que deseo algo. Si usted, señorita Havisham, puede dedicar el dinero necesario para hacer un gran servicio a mi amigo Herbert, algo que resolvería su vida entera, aunque, dada la naturaleza del caso, debería hacerse sin que él lo supiera, yo podría indicarle el modo de llevarlo a cabo. - ¿Por qué ha de hacerse sin que él lo sepa? - preguntó, apoyando las manos en su bastón, a fin de poder mirarme con mayor atención. - Porque - repliqué - yo mismo empecé a prestarle este servicio hace más de dos años, sin que él lo supiera, y no quiero que se entere de lo que por él he hecho. No puedo explicar la razón de que ya no me sea posible continuar favoreciéndole. Eso es una parte del secreto que pertenece a otra persona y no a mí. Gradualmente, la señorita Havisham apartó de mí su mirada y la volvió hacia el fuego. Después de contemplarlo por un espacio de tiempo que, dado el silencio reinante y la escasa luz de las bujías, pareció muy largo, se sobresaltó al oír el ruido que hicieron varias brasas al desplomarse, y de nuevo volvió a mirarme, primero casi sin verme y luego con atención cada vez más concentrada. Mientras tanto, Estella no había dejado de hacer calceta. Cuando la señorita Havisham hubo fijado en mí su atención, añadió, como si en nuestro diálogo no hubiese habido la menor interrupción: - ¿Qué más? - Estella - añadí volviéndome entonces hacia la joven y esforzándome en hacer firme mi temblorosa voz, - ya sabe usted que la amo. Ya sabe usted que la he amado siempre con la mayor ternura. Ella levantó los ojos para fijarlos en mi rostro, al verse interpelada de tal manera, y me miró con aspecto sereno. Vi entonces que la señorita Havisham nos miraba, fijando alternativamente sus ojos en nosotros. -Antes le habría dicho eso mismo, a no ser por mi largo error, pues éste me inducía a esperar, creyendo que la señorita Havisham nos había destinado uno a otro. Mientras creí que usted tenía que obedecer, me contuve para no hablar, pero ahora debo decírselo. Siempre serena y sin que sus dedos se detuvieran, Estella movió la cabeza. 173 - Ya lo sé - dije en respuesta a su muda contestación, - ya sé que no tengo la esperanza de poder llamarla mía, Estella. Ignoro lo que será de mí muy pronto, lo pobre que seré o adónde tendré que ir. Sin embargo, la amo. La amo desde la primera vez que la vi en esta casa. Mirándome con inquebrantable serenidad, movió de nuevo la cabeza. - Habría sido cruel por parte de la señorita Havisham, horriblemente cruel, haber herido la susceptibilidad de un pobre muchacho y torturarme durante estos largos años con una esperanza vana y un cortejo inútil, en caso de que hubiese reflexionado acerca de lo que hacía. Pero creo que no pensó en eso. Estoy persuadido de que sus propias penas le hicieron olvidar las mías, Estella. Vi que la señorita Havisham se llevaba la mano al corazón y la dejaba allí mientras continuaba sentada y mirándonos, sucesivamente, a Estella y a mí. - Parece - dijo Estella con la mayor tranquilidad -que existen sentimientos e ilusiones, pues no sé cómo llamarlos, que no me es posible comprender. Cuando usted me dice que me ama, comprendo lo que quiere decir, como frase significativa, pero nada más. No despierta usted nada en mi corazón ni conmueve nada en él. Y no me importa lo más mínimo cuanto diga. Muchas veces he tratado de avisarle acerca del particular. ¿No es cierto? - Sí - contesté tristemente. -Así es. Pero usted no quería darse por avisado, porque se figuraba que le hablaba en broma. Y ahora ¿cree usted lo mismo? - Creí, con la esperanza de comprobarlo luego, que no me lo decía en serio. ¡Usted, tan joven, tan feliz y tan hermosa, Estella! Seguramente, eso está en desacuerdo con la Naturaleza. - Está en mi naturaleza - replicó. Y a continuación añadió significativamente: - Está en la naturaleza formada en mi interior. Establezco una gran diferencia entre usted y todos los demás cuando le digo esto. No puedo hacer más. - ¿No es cierto- pregunté- que Bentley Drummle está en esta ciudad y que la corteja a usted? - Es verdad - contestó ella refiriéndose a mi enemigo con expresión de profundo desdén. - ¿Es cierto que usted alienta sus pretensiones, que sale a pasear a caballo en su compañía y que esta misma noche él cenará con usted? Pareció algo sorprendida de que estuviera enterado de todo eso, pero de nuevo contestó: — Es cierto. - Tengo la esperanza de que usted no podrá amarle, Estella. Sus dedos se quedaron quietos por vez primera cuando me contestó, algo irritada: - ¿Qué le dije antes? ¿Sigue figurándose, a pesar de todo, que no le hablo con sinceridad? - No es posible que usted se case con él, Estella. Miró a la señorita Havisham y se quedó un momento pensativa, con la labor entre las manos. Luego exclamó: - ¿Por qué no decirle la verdad? Voy a casarme con él. Dejé caer mi cara entre las manos, pero logré dominarme mejor de lo que esperaba, teniendo en cuenta la agonía que me produjeron tales palabras. Cuando de nuevo levanté el rostro, advertí tan triste mirada en el de la señorita Havisham, que me impresioné a pesar de mi dolor. - Estella, querida Estella, no permita usted que la señorita Havisham la lleve a dar ese paso fatal. Recháceme para siempre (ya lo ha hecho usted, y me consta), pero entréguese a otra persona mejor que Drummle. La señorita Havisham la entrega a usted a él como el mayor desprecio y la mayor injuria que puede hacer de todos los demás admiradores de usted, mucho mejores que Drummle, y a los pocos que verdaderamente le aman. Entre esos pocos puede haber alguno que la quiera tanto como yo, aunque ninguno que la ame de tanto tiempo. Acepte usted a cualquiera de ellos y, ya que será usted más feliz, yo soportaré mejor mi desdicha. Mi vehemencia pareció despertar en ella el asombro, como si sintiera alguna compasión, ello suponiendo que hubiese llegado a comprenderme. - Voy a casarme con él - dijo con voz algo más cariñosa. - Se están haciendo los preparativos para mi boda y me casaré pronto. ¿Por qué mezcla usted injuriosamente en todo eso el nombre de mi madre adoptiva? Obro por mi iniciativa propia. - ¿Es iniciativa de usted, Estella, el entregarse a una bestia? - ¿A quién quiere usted que me entregue? ¿Acaso a uno de esos hombres que se darían cuenta inmediatamente en caso de que alguien pueda sentir eso) de que yo no le quiero nada en absoluto? Pero no hay más que hablar. Es cosa hecha. Viviré bien, y lo mismo le ocurrirá a mi marido. Y en cuanto a llevarme, según usted dice, a dar este paso fatal, sepa que la señorita Havisham preferiría que esperase y no 174 me casara tan pronto; pero estoy cansada ya de la vida que he llevado hasta ahora, que tiene muy pocos encantos para mí, y deseo cambiarla. No hablemos más, porque no podremos comprendernos mutuamente. - ¿Con un hombre tan estúpido y tan bestia? - exclamé desesperado. - No tenga usted cuidado, que no sere una bendición para él - me dijo Estella. - No seré nada de eso. Y ahora, aquí tiene usted mi mano. ¿Nos despediremos después de esta conversación, muchacho visionario… u hombre? - ¡Oh Estella! - contesté mientras mis amargas lágrimas caían sobre su mano, a pesar de mis esfuerzos por contenerlas. - Aunque yo me quedara en Inglaterra y pudiese verla como todos los demás, ¿cómo podría resignarme a verla convertida en esposa de Drummle? - ¡Tonterías! – dijo. - Eso pasará en muy poco tiempo. - ¡Jamás, Estella! - Dentro de una semana ya no se acordará de mí. - ¡Que no me acordaré de usted! Es una parte de mi propia vida, parte de mí mismo. Ha estado usted en cada una de las líneas que he leído, desde que vine aquí por vez primera, cuando era un muchacho ordinario y rudo, cuyo pobre corazón ya hirió usted entonces. Ha estado usted en todas las esperanzas que desde entonces he tenido… en el río, en las velas de los barcos, en los marjales, en las nubes, en la luz, en la oscuridad, en el viento, en los bosques, en el mar, en las calles. Ha sido usted la imagen de toda graciosa fantasía que mi mente ha podido forjarse. Las piedras de que están construidas los más grandes edificios de Londres no son más reales, ni es más imposible que sus manos las quiten de su sitio, que el separar de mí su influencia antes, ahora y siempre. Hasta la última hora de mi vida, Estella, no tiene usted más remedio que seguir siendo parte de mí mismo, parte del bien que exista en mí, así como también del mal que en mí se albergue. Pero en este momento de nuestra separación la asocio tan sólo con el bien, y fielmente la recordaré confundida con él, pues a pesar de todo mi dolor en estos momentos, siempre me ha hecho usted más bien que mal. ¡Oh, que Dios la bendiga y que Él la perdone! Ignoro en qué éxtasis de infelicidad pronuncié estas entrecortadas palabras. La rapsodia fluía dentro de mí como la sangre de una herida interna y salía al exterior. Llevé su mano a mis labios, sosteniéndola allí unos momentos, y luego me alej é. Pero siempre más recordé - y pronto ocurrió eso por una razón más poderosa - que así como Estella me miraba con incrédulo asombro, el espectral rostro de la señorita Havisham, que seguía con la mano apoyada en su corazón, parecía expresar la compasión y el remordimiento. ¡Todo había acabado! ¡Todo quedaba lejos! Y tan sumido en el dolor estaba al salir, que hasta la misma luz del día me pareció más oscura que al entrar. Por unos momentos me oculté pasando por estrechas callejuelas, y luego emprendí el camino a pie, en dirección a Londres, pues comprendía que no me sería posible volver a la posada y ver allí a Drummle. Tampoco me sentía con fuerzas para sentarme en el coche y sufrir la conversación de los viajeros, y lo mejor que podría hacer era fatigarme en extremo. Era ya más de medianoche cuando crucé el Puente de Londres. Siguiendo las calles estrechas e intrincadas que en aquel tiempo se dirigían hacia el Oeste, cerca de la orilla del Middlesex, mi camino más directo hacia el Temple era siguiendo la orilla del río, a través de Whitefriars. No me esperaban hasta la mañana siguiente, pero como yo tenía mis llaves, aunque Herbert se hubiese acostado, podría entrar sin molestarle. Como raras veces llegaba a la puerta de Whitefriars después de estar cerrada la del Temple, y, por otra parte, yo iba lleno de barro y estaba cansado, no me molestó que el portero me examinara con la mayor atención mientras tenía abierta ligeramente la puerta para permitirme la entrada. Y para auxiliar su memoria, pronuncié mi nombre. - No estaba seguro por completo, señor, pero me lo parecía. Aquí hay una carta, caballero. El mensajero que la trajo dijo que tal vez usted sería tan amable para leerla a la luz de mi farol. Muy sorprendido por esta indicación, tomé la carta. Estaba dirigida a Philip Pip, esquire, y en la parte superior del sobrescrito se veían las palabras: «HAGA EL FAVOR DE LEER LA CARTA AQUÍ.» La abrí mientras el vigilante sostenía el farol, y dentro hallé una línea, de letra de Wemmick, que decía: «NO VAYA A SU CASA». ...

En la línea 229
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... El tren seguía su marcha retemblando, acelerándose y cuneando a veces, deteniéndose un minuto solo en las estaciones, cuyo nombre cantaba la voz gutural y melancólica de los empleados. Después de cada parada volvía, como si hubiese descansado, y con mayores bríos, a manera de corcel que siente el acicate, a devorar el camino. La diferencia de temperatura del exterior al interior del coche, empañaba con un velo de tul gris la superficie del vidrio; y el viajero, cansado quizá de fundirlo con su hálito, se dedicó nuevamente a considerara la dormida, y cediendo a involuntario sentimiento, que a él mismo le parecía ridículo, a medida que transcurrían las horas perezosas de la noche, iba impacientándole más y más, hasta casi sacarle de quicio, la regalada placidez de aquel sueño insolente, y deseaba, a pesar suyo, que la viajera se despertara, siquiera fuese tan sólo por oír algo que orientase su curiosidad. Quizá con tanta impaciencia andaba mezclada buena parte de envidia. ¡Qué apetecible y deleitoso sueño; qué calma bienhechora! Era el suelto descanso de la mocedad, de la doncellez cándida, de la conciencia serena, del temperamento rico y feliz, de la salud. Lejos de descomponerse, de adquirir ese hundimiento cadavérico, esa contracción de las comisuras labiales, esa especie de trastorno general que deja asomar al rostro, no cuidadoso ya de ajustar sus músculos a una expresión artificiosa, los roedores cuidados de la vigilia, brillaba en las facciones de Lucía la paz, que tanto cautiva y enamora en el semblante de los niños dormidos. Con todo, un punto suspiró quedito, estremeciéndose. El frío de la noche penetraba, aun cerrados los cristales, a través de las rendijas. Levantose el viajero, y sin mirar que en la rejilla había un envoltorio de mantas, abrió su propio maletín y sacó un chal escocés, peludo, de finísima lana, que delicadamente extendió sobre los pies y muslos de la dormida. Volviose ésta un poco sin despertar, y su cabeza quedó envuelta en sombra. ...

En la línea 559
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Inclinó la niña la pensativa frente, y quedose anodada, aturdida por el golpe repentino. El sentimiento religioso, dormido hasta entonces, con todos los demás, en el fondo de su alma plácida y serena, despertábase potente al impensado choque. Iban mezcladas dos sensaciones: de punzante lástima la una, de terror y repulsión la otra. Quería apartarse espantada de Artegui, y aun se derretían de compasión sus entrañas sólo al mirarlo. La gente salía de misa; vertía el pórtico ondas y ondas humanas, y Lucía, en pie, no acertaba a separarse de aquella catedral, erguida y blanca como una mártir cristiana en el circo. Le presentó Artegui en silencio el brazo, y ella, dudosa al pronto, aceptó por fin, caminando ambos automáticamente en dirección al hotel. La mañana, un tanto encapotada, prometía temperatura menos cálida y más grata que la de la víspera. Corría regalado fresquecillo, y tras del celaje brumoso adivinábase la sonrisa del sol, como suele columbrarse el amor al través del enojo. ...

En la línea 1080
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Aquella tarde Lucía bajó como de costumbre al jardín. Pero era tal el cansancio que sentían sus miembros y su espíritu, que recostando en el tronco del plátano la cabeza, quedose dormida. Empezó presto a soñar: y es lo raro del caso que no soñaba hallarse en lugar alguno nuevo ni desconocido, sino en el mismo sitio, en el jardinete; únicamente las caprichosas representaciones del sueño se lo convirtieron de chico y estrecho en enorme. Era el propio jardín, pero visto al través de una colosal lente de aumento. No se distinguía la verja sino a distancia fabulosa, como una hilera de puntos brillantes, allá en el horizonte; y tal aumento de proporciones acrecentaba la tristeza del mezquino jardín, haciéndolo parecer más bien seco y agostado erial. Recorriéndolo, fijaba Lucía la vista en la fachada correspondiente a la casa de Artegui, de una de cuyas ventanas salía una mano pálida que le hacía señas. ¿Era mano de hombre o de mujer? ¿era de vivo, o de cadáver? Lucía lo ignoraba; pero los misteriosos llamamientos de aquella diestra desconocida la atraían cada vez más, y corriendo, corriendo, trataba de acercarse a la casa; pero el erial se prolongaba, detrás de unas calles de arena venían otras, y después de andar horas y horas aún veía delante de sí larguísima hilera de plátanos entecos, cuyo fin no se divisaba, y la casa de Artegui más lejana que nunca. Y la mano hacía señas impacientes y furiosas, semejante a diestra de epiléptico que se agita en el aire: sus cinco dedos eran aspas incesantes en girar, y Lucía, desalentada, jadeante, iba a escape, y a cada plátano sucedía otro, y la casa lejos… lejos… «¡Necia de mi!» exclamaba al fin; «ya que corriendo no llego nunca… volaré.» Dicho y hecho: como se vuela tan aína en sueños, Lucía se empinaba y… ¡pim! al aire de un brinco. ¡Oh placer! ¡oh gloria! el erial quedaba debajo; surcaba la región ambiente, pura, serena, azul, y ya la casa no estaba lejos, y ya se acababan los eternos plátanos, y ya distinguía el cuerpo dueño de la mano… era un cuerpo esbelto sin delgadez, dignamente rematado por una cabeza varonil y melancólica… pero que entonces se sonreía cariñosamente, con expansión infinita… ¡Cómo volaba Lucía! ¡cómo respiraba a placer en la atmósfera serena! ánimo, poco falta… Lucía escuchaba el batir de sus propias alas, porque tenía alas; y el regalado frescor de las plumas le refrigeraba el corazón… Ya estaba cerca de la ventana… ...

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del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Aquella tarde Lucía bajó como de costumbre al jardín. Pero era tal el cansancio que sentían sus miembros y su espíritu, que recostando en el tronco del plátano la cabeza, quedose dormida. Empezó presto a soñar: y es lo raro del caso que no soñaba hallarse en lugar alguno nuevo ni desconocido, sino en el mismo sitio, en el jardinete; únicamente las caprichosas representaciones del sueño se lo convirtieron de chico y estrecho en enorme. Era el propio jardín, pero visto al través de una colosal lente de aumento. No se distinguía la verja sino a distancia fabulosa, como una hilera de puntos brillantes, allá en el horizonte; y tal aumento de proporciones acrecentaba la tristeza del mezquino jardín, haciéndolo parecer más bien seco y agostado erial. Recorriéndolo, fijaba Lucía la vista en la fachada correspondiente a la casa de Artegui, de una de cuyas ventanas salía una mano pálida que le hacía señas. ¿Era mano de hombre o de mujer? ¿era de vivo, o de cadáver? Lucía lo ignoraba; pero los misteriosos llamamientos de aquella diestra desconocida la atraían cada vez más, y corriendo, corriendo, trataba de acercarse a la casa; pero el erial se prolongaba, detrás de unas calles de arena venían otras, y después de andar horas y horas aún veía delante de sí larguísima hilera de plátanos entecos, cuyo fin no se divisaba, y la casa de Artegui más lejana que nunca. Y la mano hacía señas impacientes y furiosas, semejante a diestra de epiléptico que se agita en el aire: sus cinco dedos eran aspas incesantes en girar, y Lucía, desalentada, jadeante, iba a escape, y a cada plátano sucedía otro, y la casa lejos… lejos… «¡Necia de mi!» exclamaba al fin; «ya que corriendo no llego nunca… volaré.» Dicho y hecho: como se vuela tan aína en sueños, Lucía se empinaba y… ¡pim! al aire de un brinco. ¡Oh placer! ¡oh gloria! el erial quedaba debajo; surcaba la región ambiente, pura, serena, azul, y ya la casa no estaba lejos, y ya se acababan los eternos plátanos, y ya distinguía el cuerpo dueño de la mano… era un cuerpo esbelto sin delgadez, dignamente rematado por una cabeza varonil y melancólica… pero que entonces se sonreía cariñosamente, con expansión infinita… ¡Cómo volaba Lucía! ¡cómo respiraba a placer en la atmósfera serena! ánimo, poco falta… Lucía escuchaba el batir de sus propias alas, porque tenía alas; y el regalado frescor de las plumas le refrigeraba el corazón… Ya estaba cerca de la ventana… ...


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