La palabra Resultaban ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece resultaban.
Estadisticas de la palabra resultaban
Resultaban es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 13240 según la RAE.
Resultaban aparece de media 5.39 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la resultaban en las obras de referencia de la RAE contandose 820 apariciones .

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece resultaban
La palabra resultaban puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 181
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los miembros del clero vivían en concubinaje público, y cuando no tenían una mujer o varias al lado de ellos, sus costumbres resultaban aún más abominables. Los Manfredis, en Paenza; los Malatestas, en Rímini; los Baglionis, en Perusa; los Pandolfos Petrucis, en Siena; los Sforzas, en Milán; los Estes, en Ferrara; los Aragonés, en Nápoles, y otras familias reinantes menos poderosas, exhibían, sin rubor alguno, sus vicios y sus incestos, y nadie protestaba contra tal desvergüenza, a excepción del austero Savonarola. ...
En la línea 396
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Años enteros había pasado Claudio sin que le preocupase la necesidad de ver a su tío. Era ése un agradable recuerdo nada más, surgido de tarde en tarde en su memoria. Sus gustos y costumbres resultaban diversos, y Borja veíase unido a él únicamente por la evocación de su infancia. ...
En la línea 560
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Viose Claudio rodeado al poco tiempo de igual ambiente que dos años antes en Madrid. Todos lo consideraban como yerno futuro del embajador de España. Ni siquiera hacían alusiones verbales a su noviazgo con la hija. Era algo sobre lo que resultaban imposibles las dudas. ...
En la línea 730
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Para Enciso resultaban molestos y hasta ofensivos estos elogios a su fidelidad conyugal y que todos la considerasen fuera de duda. ...
En la línea 350
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El presidente del Consejo llamó al lector del inventario para pedirle sus papeles, examinándolos. Todos los objetos que aun no habían sido vistos resultaban semejantes a los otros y carecían de novedad. Se pusieron de pie los altos señores del gobierno, y cada uno de ellos, llevando detrás a una niña-paje encargada de sostener la cola de su manto, fue en busca de su correspondiente litera. Redoblaron los tambores, sonaron las trompetas y la banda de música, mientras volvía a formarse el majestuoso cortejo, saliendo del patio en el mismo orden que había entrado. ...
En la línea 405
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Llego un día en que los belicosos caudillos que gobernaban por delegación las tierras conquistadas se sublevaron contra Eulame. Todo lo que este había aprendido en el país de los gigantes lo comunicó confiadamente a sus allegados: los nuevos medios de destrucción eran ya del dominio común; sus adversarios sabían lo mismo que el; ya no era un semidiós, era un hombre como los otros. Y como sus enemigos resultaban mucho más numerosos, le vencieron en una batalla campal a las puertas de esta ciudad, que entonces se llamaba Mildendo, reuniéndose después en congreso diplomático para decidir su futura suerte. ...
En la línea 421
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los periodos tranquilos resultaban tan peligrosos como los tiempos de guerra. Siempre han existido descontentos de la organización social; siempre los que no tienen miraran con odio a los que poseen. Pero después de las guerras la falta de concordia social aun era más violenta. La envidia que siente el de abajo resultaba más amarga. Como los pobres habían sido soldados a la fuerza, se consideraban con nuevos derechos a poseerlo todo. Cuando cesaban las guerras, los hombres se resistían al trabajo y hablaban de un nuevo reparto de la riqueza… . ...
En la línea 432
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Así, poco más o menos, éramos nosotras en el tiempo de los emperadores. Los hombres, para sostener su despotismo, ensalzaban los méritos de la mujer recluida en la casa, llevando una existencia de esclava y administrando con economía la fortuna del marido. Las mujeres con el alma somnolienta, sin iniciativas, sin voluntad, y que apenas sabían leer y escribir, resultaban el tipo perfecto de la dama honesta. ...
En la línea 1549
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Quien manda, manda. Resolviose la cuestión del Pituso conforme a lo dispuesto por don Baldomero, y la propia Guillermina se lo llenó una mañanita a su asilo, donde quedó instalado. Iba Jacinta a verle muy a menudo, y su suegra la acompañaba casi siempre. El niño estaban tan mimado, que la fundadora del establecimiento tuvo que tomar cartas en el asunto, amonestando severamente a sus amigas y cerrándoles la puerta no pocas veces. En los últimos días de aquel infausto año, entráronle a Jacinta melancolías, y no era para menos, pues el desairado y risible desenlace de la novela Pitusiana hubiera abatido al más pintado. Vinieron luego otras cosillas, menudencias si se quiere, pero como caían sobre un espíritu ya quebrantado, resultaban con mayor pesadumbre de la que por sí tenían. Porque Juan, desde que se puso bueno y tomó calle, dejó de estar tan expansivo, sobón y dengoso como en los días del encierro, y se acabaron aquellas escenas nocturnas en que la confianza imitaba el lenguaje de la inocencia. El Delfín afectaba una gravedad y un seso propios de su talento y reputación; pero acentuaba tanto la postura, que parecía querer olvidar con una conducta sensata las chiquilladas del periodo catarral. Con su mujer mostrábase siempre afable y atento, pero frío, y a veces un tanto desdeñoso. Jacinta se tragaba este acíbar sin decir nada a nadie. Sus temores de marras empezaban a condensarse, y atando cabos y observando pormenores, trataba de personalizar las distracciones de su marido. Pensaba primero en la institutriz de las niñas de Casa-Muñoz, por ciertas cosillas que había visto casualmente, y dos o tres frases, cazadas al vuelo, de una conversación de Juan con su confidente Villalonga. Después tuvo esto por un disparate y se fijó en una amiga suya, casada con Moreno Vallejo, tendero de novedades de muy reducido capital. Dicha señora gastaba un lujo estrepitoso, dando mucho que hablar. Había, pues, un amante. A Jacinta se le puso en la cabeza que este era el Delfín, y andaba desalada tras una palabra, un acento, un detalle cualquiera que se lo confirmase. Más de una vez sintió las cosquillas de aquella rabietina infantil que le entraba de sopetón, y daba patadillas en el suelo y tenía que refrenarse mucho para no irse hacia él y tirarle del pelo diciéndole: pillo… farsante, con todo lo demás que en su gresca matrimonial se acostumbra. Lo que más la atormentaba era que le quería más cuando él se ponía tan juicioso haciendo el bonitísimo papel de una persona que está en la sociedad para dar ejemplo de moderación y buen criterio. Y nunca estaba Jacinta más celosa que cuando su marido se daba aquellos aires de formalidad, porque la experiencia le había enseñado a conocerle, y ya se sabía, cuando el Delfín se mostraba muy decidor de frases sensatas, envolviendo a la familia en el incienso de su argumentación paradójica, picos pardos seguros. ...
En la línea 1992
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... «Mi querido señor Pip: Escribo por indicación del señor Gargery, a fin de comunicarle que está a punto de salir para Londres en compañía del señor Wopsle y que le sería muy agradable tener la ocasión de verle a usted. Irá al Hotel Barnard el martes por la mañana, a las nueve, y en caso de que esta hora no le sea cómoda, haga el favor de dejarlo dicho. Su pobre hermana está exactamente igual que cuando usted se marchó. Todas las noches hablamos de usted en la cocina, tratando de imaginarnos lo que usted hace y dice. Y si le parece que nos tomamos excesiva libertad, perdónenos por el cariño de sus antiguos días de pobreza. Nada más tengo que decirle, querido señor Pip, y quedo de usted su siempre agradecida y afectuosa servidora, Biddy» «P. S.: Él desea de un modo especial que escriba mencionando las alondras. Dice que usted ya lo comprenderá. Así lo espero, y creo que le será agradable verle, aunque ahora sea un caballero, porque usted siempre tuvo buen corazón y él es un hombre muy bueno y muy digno. Se lo he leído todo, a excepción de la última frase, y él repite su deseo de que le mencione otra vez las alondras.» Recibí esta carta por el correo el lunes por la mañana, de manera que la visita de Joe debería tener lugar al día siguiente. Y ahora debo confesar exactamente con qué sensaciones esperaba la llegada de Joe. No con placer alguno, aunque con él estuviese ligado por tantos lazos; no, sino con bastante perplejidad, cierta mortificación y alguna molestia. Si hubiese podido alejarle pagando algo, seguramente hubiese dedicado a eso algún dinero. De todos modos, me consolaba bastante la idea de que iría a visitarme a la Posada de Barnard y no a Hammersmith, y que, por consiguiente, Bentley Drummle no podría verle. Poco me importaba que le viesen Herbert o su padre, pues a ambos los respetaba; pero me habría sabido muy mal que le conociese Drummle, porque a éste le despreciaba. Así, ocurre que, durante toda la vida, nuestras peores debilidades y bajezas se cometen a causa de las personas a quienes más despreciamos. Yo había empezado a decorar sin tregua las habitaciones que ocupaba en la posada, de un modo en realidad innecesario y poco apropiado, sin contar con lo caras que resultaban aquellas luchas con Barnard. Entonces, las habitaciones eran ya muy distintas de como las encontré, y yo gozaba del honor de ocupar algunas páginas enteras en los libros de contabilidad de un tapicero vecino. últimamente había empezado a gastar con tanta prisa, que hasta incluso tomé un criadito, al cual le hacía poner polainas, y casi habría podido decirse de mí que me convertí en su esclavo; porque en cuanto hube convertido aquel monstruo (el muchacho procedía de los desechos de la familia de mi lavandera) y le vestí con una chaqueta azul, un chaleco de color canario, corbata blanca, pantalones de color crema y las botas altas antes mencionadas, observé que tenía muy poco que hacer y, en cambio, mucho que comer, y estas dos horribles necesidades me amargaban la existencia. Ordené a aquel fantasma vengador que estuviera en su puesto a las ocho de la mañana del martes, en el vestíbulo (el cual tenía dos pies cuadrados, según me demostraba lo que me cargaron por una alfombra), y Herbert me aconsejó preparar algunas cosas para el desayuno, creyendo que serían del gusto de Joe. Y aunque me sentí sinceramente agradecido a él por mostrarse tan interesado y considerado, abrigaba el extraño recelo de que si Joe hubiera venido para ver a Herbert, éste no se habría manifestado tan satisfecho de la visita. A pesar de todo, me dirigí a la ciudad el lunes por la noche, para estar dispuesto a recibir a Joe; me levanté temprano por la mañana y procuré que la salita y la mesa del almuerzo tuviesen su aspecto más espléndido. Por desgracia, lloviznaba aquella mañana, y ni un ángel hubiera sido capaz de disimular el hecho de que el edificio Barnard derramaba lágrimas mezcladas con hollín por la parte exterior de la ventana, como si fuese algún débil gigante deshollinador. A medida que se acercaba la hora sentía mayor deseo de escapar, pero el Vengador, en cumplimiento de las órdenes recibidas, estaba en el vestíbulo, y pronto oí a Joe por la escalera. Conocí que era él por sus desmañados pasos al subir los escalones, pues sus zapatos de ceremonia le estaban siempre muy grandes, y también por el tiempo que empleó en leer los nombres que encontraba ante las puertas de los otros pisos en el curso del ascenso. Cuando por fin se detuvo ante la parte exterior de nuestra puerta, pude oír su dedo al seguir las letras pintadas de mi nombre, y luego, con la mayor claridad, percibí su respiración en el agujero de la llave. Por fin rascó ligeramente la puerta, y Pepper, pues tal era el nombre del muchacho vengador, anunció «el señor Gargeryr». Creí que éste no acabaría de limpiarse los pies en el limpiabarros y que tendría necesidad de salir para sacarlo en vilo de la alfombra; mas por fin entró. - ¡Joe! ¿Cómo estás, Joe? - ¡Pip! ¿Cómo está usted, Pip? 104 Mientras su bondadoso y honrado rostro resplandecía, dejó el sombrero en el suelo entre nosotros, me cogió las dos manos y empezó a levantarlas y a bajarlas como si yo hubiese sido una bomba de último modelo. - Tengo el mayor gusto en verte, Joe. Dame tu sombrero. Pero Joe, levantándolo cuidadosamente con ambas manos, como si fuese un nido de pájaros con huevos dentro, no quiso oír hablar siquiera de separarse de aquel objeto de su propiedad y persistió en permanecer en pie y hablando sobre el sombrero, de un modo muy incómodo. - ¡Cuánto ha crecido usted! - observó Joe.- Además, ha engordado y tiene un aspecto muy distinguido. - El buen Joe hizo una pausa antes de descubrir esta última palabra y luego añadió -: Seguramente honra usted a su rey y a su país. - Y tú, Joe, parece que estás muy bien. - Gracias a Dios - replicó Joe. - estoy perfectamente. Y su hermana no está peor que antes. Biddy se porta muy bien y es siempre amable y cariñosa. Y todos los amigos están bien y en el mismo sitio, a excepción de Wopsle, que ha sufrido un cambio. Mientras hablaba así, y sin dejar de sostener con ambas manos el sombrero, Joe dirigía miradas circulares por la estancia, y también sobre la tela floreada de mi bata. - ¿Un cambio, Joe? - Sí - dijo Joe bajando la voz -. Ha dejado la iglesia y va a dedicarse al teatro. Y con el deseo de ser cómico, se ha venido a Londres conmigo. Y desea - añadió Joe poniéndose por un momento el nido de pájaros debajo de su brazo izquierdo y metiendo la mano derecha para sacar un huevo - que si esto no resulta molesto para usted, admita este papel. Tomé lo que Joe me daba y vi que era el arrugado programa de un teatrito que anunciaba la primera aparición, en aquella misma semana, del «celebrado aficionado provincial de fama extraordinaria, cuya única actuación en el teatro nacional ha causado la mayor sensación en los círculos dramáticos locales». - ¿Estuviste en esa representación, Joe? - pregunté. - Sí - contestó Joe con énfasis y solemnidad. - ¿Causó sensación? - Sí - dijo Joe. - Sí. Hubo, sin duda, una gran cantidad de pieles de naranja, particularmente cuando apareció el fantasma. Pero he de decirle, caballero, que no me pareció muy bien ni conveniente para que un hombre trabaje a gusto el verse interrumpido constantemente por el público, que no cesaba de decir «amén» cuando él estaba hablando con el fantasma. Un hombre puede haber servido en la iglesia y tener luego una desgracia - añadió Joe en tono sensible, - pero no hay razón para recordárselo en una ocasión como aquélla. Y, además, caballero, si el fantasma del padre de uno no merece atención, ¿quién la merecerá, caballero? Y más todavía cuando el pobre estaba ocupado en sostenerse el sombrero de luto, que era tan pequeño que hasta el mismo peso de las plumas se lo hacía caer de la cabeza. En aquel momento, el rostro de Joe tuvo la misma expresión que si hubiese visto un fantasma, y eso me dio a entender que Herbert acababa de entrar en la estancia. Así, pues, los presenté uno a otro, y el joven Pocket le ofreció la mano, pero Joe retrocedió un paso y siguió agarrando el nido de pájaros. - Soy su servidor, caballero - dijo Joe -, y espero que tanto usted como el señor Pip… - En aquel momento, sus ojos se fijaron en el Vengador, que ponía algunas tostadas en la mesa, y demostró con tanta claridad la intención de convertir al muchacho en uno de nuestros compañeros, que yo fruncí el ceño, dejándole más confuso aún, - espero que estén ustedes bien, aunque vivan en un lugar tan cerrado. Tal vez sea ésta una buena posada, de acuerdo con las opiniones de Londres - añadió Joe en tono confidencial, - y me parece que debe de ser así; pero, por mi parte, no tendría aquí ningún cerdo en caso de que deseara cebarlo y que su carne tuviese buen sabor. Después de dirigir esta «halagüeña» observación hacia los méritos de nuestra vivienda y en vista de que mostraba la tendencia de llamarme «caballero», Joe fue invitado a sentarse a la mesa, pero antes miró alrededor por la estancia, en busca de un lugar apropiado en que dejar el sombrero, como si solamente pudiera hallarlo en muy pocos objetos raros, hasta que, por último, lo dejó en la esquina extrema de la chimenea, desde donde el sombrero se cayó varias veces durante el curso del almuerzo. - ¿Quiere usted té o café, señor Gargery? - preguntó Herbert, que siempre presidía la mesa por las mañanas. - Muchas gracias, caballero - contestó Joe, envarado de pies a cabeza. - Tomaré lo que a usted le guste más. - ¿Qué le parece el café? 105 - Muchas gracias, caballero - contestó Joe, evidentemente desencantado por la proposición. - Ya que es usted tan amable para elegir el café, no tengo deseo de contradecir su opinión. Pero ¿no le parece a usted que es poco propio para comer algo? - Pues entonces tome usted té - dijo Herbert, sirviéndoselo. En aquel momento, el sombrero de Joe se cayó de la chimenea, y él se levantó de la silla y, después de cogerlo, volvió a dejarlo exactamente en el mismo sitio, como si fuese un detalle de excelente educación el hecho de que tuviera que caerse muy pronto. - ¿Cuándo llegó usted a Londres, señor Gargery? - ¿Era ayer tarde? - se preguntó Joe después de toser al amparo de su mano, como si hubiese cogido la tos ferina desde que llegó. - Pero no, no era ayer. Sí, sí, ayer. Era ayer tarde - añadió con tono que expresaba su seguridad, su satisfacción y su estricta exactitud. - ¿Ha visto usted algo en Londres? - ¡Oh, sí, señor! - contestó Joe -. Yo y Wopsle nos dirigirnos inmediatamente a visitar los almacenes de la fábrica de betún. Pero nos pareció que no eran iguales como los dibujos de los anuncios clavados en las puertas de las tiendas. Me parece - añadió Joe para explicar mejor su idea - que los dibujaron demasiado arquitecturalísimamente. Creo que Joe habría prolongado aún esta palabra, que para mí era muy expresiva e indicadora de alguna arquitectura que conozco, a no ser porque en aquel momento su atención fue providencialmente atraída por su sombrero, que rebotaba en el suelo. En realidad, aquella prenda exigía toda su atención constante y una rapidez de vista y de manos muy semejante a la que es necesaria para cuidar de un portillo. Él hacía las cosas más extraordinarias para recogerlo y demostraba en ello la mayor habilidad; tan pronto se precipitaba hacia él y lo cogía cuando empezaba a caer, como se apoderaba de él en el momento en que estaba suspendido en el aire. Luego trataba de dejarlo en otros lugares de la estancia, y a veces pretendio colgarlo de alguno de los dibujos de papel de la pared, antes de convencerse de que era mejor acabar de una vez con aquella molestia. Por último lo metió en el cubo para el agua sucia, en donde yo me tomé la libertad de poner las manos en él. En cuanto al cuello de la camisa y al de su chaqueta, eran cosas que dejaban en la mayor perplejidad y a la vez insolubles misterios. ¿Por qué un hombre habria de atormentarse en tal medida antes de persuadirse de que estaba vestido del todo? ¿Por qué supondría Joe necesario purificarse por medio del sufrimiento, al vestir su traje dominguero? Entonces cayó en un inexplicable estado de meditación, mientras sostenía el tenedor entre el plato y la boca; sus ojos se sintieron atraídos hacia extrañas direcciones; de vez en cuando le sobrecogían fuertes accesos de tos, y estaba sentado a tal distancia de la mesa, que le caía mucho más de lo que se comía, aunque luego aseguraba que no era así, y por eso sentí la mayor satisfacción cuando Herbert nos dejó para dirigirse a la ciudad. Yo no tenía el buen sentido suficiente ni tampoco bastante buenos sentimientos para comprender que la culpa de todo era mía y que si yo me hubiese mostrado más afable y a mis anchas con Joe, éste me habria demostrado también menor envaramiento y afectación en sus modales. Estaba impaciente por su causa y muy irritado con él; y en esta situación, me agobió más con sus palabras. - ¿Estamos solos, caballero? - empezó a decir. - Joe - le interrumpí con aspereza, - ¿cómo te atreves a llamarme «caballero»? Me miró un momento con expresión de leve reproche y, a pesar de lo absurdo de su corbata y de sus cuellos, observé en su mirada cierta dignidad. - Si estamos los dos solos - continuó Joe -, y como no tengo la intención ni la posibilidad de permanecer aquí muchos minutos, he de terminar, aunque mejor diría que debo empezar, mencionando lo que me ha obligado a gozar de este honor. Porque si no fuese - añadió Joe con su antiguo acento de lúcida exposición, - si no fuese porque mi único deseo es serle útil, no habría tenido el honor de comer en compañía de caballeros ni de frecuentar su trato. Estaba tan poco dispuesto a observar otra vez su mirada, que no le dirigí observación alguna acerca del tono de sus palabras. - Pues bien, caballero - prosiguió Joe -. La cosa ocurrió así. Estaba en Los Tres Barqueros la otra noche, Pip - siempre que se dirigía a mí afectuosamente me llamaba «Pip», y cuando volvía a recobrar su tono cortés, me daba el tratamiento de «caballero», - y de pronto llegó el señor Pumblechook en su carruaje. Y ese individuo - añadió Joe siguiendo una nueva dirección en sus ideas, - a veces me peina a contrapelo, diciendo por todas partes que él era el amigo de la infancia de usted, que siempre le consideró como su preferido compañero de juego. - Eso es una tontería. Ya sabes, Joe, que éste eras tú. 106 - También lo creo yo por completo, Pip - dijo Joe meneando ligeramente la cabeza, - aunque eso tenga ahora poca importancia, caballero. En fin, Pip, ese mismo individuo, que se ha vuelto fanfarrón, se acercó a mí en Los Tres Barqueros (a donde voy a fumar una pipa y a tomar un litro de cerveza para refrescarme, a veces, y a descansar de mi trabajo, caballero, pero nunca abuso) y me dijo: «Joe, la señorita Havisham desea hablar contigo.» - ¿La señorita Havisham, Joe? -Deseaba, según me dijo Pumblechook, hablar conmigo - aclaró Joe, sentándose y mirando al techo. - ¿Y qué más, Joe? Continúa. - Al día siguiente, caballero - prosiguió Joe, mirándome como si yo estuviese a gran distancia, - después de limpiarme convenientemente, fui a ver a la señorita A. — ¿La señorita A, Joe? ¿Quieres decir la señorita Havisham? - Eso es, caballero - replicó Joe con formalidad legal, como si estuviese dictando su testamento -. La señorita A, llamada también Havisham. En cuanto me vio me dijo lo siguiente: «Señor Gargery: ¿sostiene usted correspondencia con el señor Pip?» Y como yo había recibido una carta de usted, pude contestar: «Sí, señorita.» (Cuando me casé con su hermana, caballero, dije «sí», y cuando contesté a su amiga, Pip, también le dije «sí»). «¿Quiere usted decirle, pues, que Estella ha vuelto a casa y que tendría mucho gusto en verle?», añadió. Sentí que me ardía el rostro mientras miraba a Joe. Supongo que una causa remota de semejante ardor pudo ser mi convicción de que, de haber conocido el objeto de su visita, le habría recibido bastante mejor. - Cuando llegué a casa - continuó Joe - y pedí a Biddy que le escribiese esa noticia, se negó, diciendo: «Estoy segura de que le gustará más que se lo diga usted de palabra. Ahora es época de vacaciones, y a usted también le agradará verle. Por consiguiente, vaya a Londres.» Y ahora ya he terminado, caballero - dijo Joe levantándose de su asiento, - y, además, Pip, le deseo que siga prosperando y alcance cada vez una posición mejor. - Pero ¿te vas ahora, Joe? - Sí, me voy - contestó. - Pero ¿no volverás a comer? - No - replicó. Nuestros ojos se encontraron, y el tratamiento de «caballero» desapareció de aquel corazón viril mientras me daba la mano. -Pip, querido amigo, la vida está compuesta de muchas despedidas unidas una a otra, y un hombre es herrero, otro es platero, otro joyero y otro broncista. Entre éstos han de presentarse las naturales divisiones, que es preciso aceptar según vengan. Si en algo ha habido falta, ésta es mía por completo. Usted y yo no somos dos personas que podamos estar juntas en Londres ni en otra parte alguna, aunque particularmente nos conozcamos y nos entendamos como buenos amigos. No es que yo sea orgulloso, sino que quiero cumplir con mi deber, y nunca más me verá usted con este traje que no me corresponde. Yo no debo salir de la fragua, de la cocina ni de los engranajes. Estoy seguro de que cuando me vea usted con mi traje de faena, empuñando un martillo y con la pipa en la boca, no encontrará usted ninguna falta en mí, suponiendo que desee usted it a verme a través de la ventana de la fragua, cuando Joe, el herrero, se halle junto al yunque, cubierto con el delantal, casi quemado y aplicándose en su antiguo trabajo. Yo soy bastante torpe, pero comprendo las cosas. Y por eso ahora me despido y le digo: querido Pip, que Dios le bendiga. No me había equivocado al figurarme que aquel hombre estaba animado por sencilla dignidad. El corte de su traje le convenía tan poco mientras pronunciaba aquellas palabras como cuando emprendiera su camino hacia el cielo. Me tocó cariñosamente la frente y salió. Tan pronto como me hube recobrado bastante, salí tras él y le busqué en las calles cercanas, pero ya no pude encontrarle. ...
En la línea 2015
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Si aquella antigua casa inmediata al Green, en Richmond, llega algún día a ser visitada por los duendes, indudablemente- lo será por mi fantasma. ¡Cuántas y cuántas noches y días, el inquieto espíritu que me animaba frecuentaba la casa en que vivía Estella! Cualquiera que fuese el sitio en que se hallaba mi cuerpo, mi espíritu iba siempre errante y rondando aquella casa. La señora con quien Estella vivía, la señora Brandley, era viuda y tenía una hija de algunos años más que Estella. La madre tenía juvenil aspecto, y la muchacha, en cambio, parecía vieja; la tez de la madre era sonrosada, y la de su hija, amarillenta; la madre no pensaba más que en frivolidades, y la hija, en asuntos teológicos. Disfrutaban de lo que se llama una buena posición, y visitaban y eran visitadas por numerosas personas. Muy pequeña, en caso de que existiera, era la identidad de sentimientos que había entre ella y Estella, pero en el ánimo de todos existía la convicción de que aquellas dos señoras eran necesarias a la protegida de la señorita Havisham y que ella también era, a su vez, necesaria a aquéllas. La señora Brandley había sido amiga de la señorita Havisham antes de que ésta empezase a llevar su retirada vida. En la casa de la señora Brandley, y también fuera de ella, sufrí toda clase y todo grado de penas y torturas que Estella pudo causarme. La naturaleza de mis reláciones con ella, que me situaban en términos de familiaridad, aunque sin gozar de su favor, era la causa de mi desgracia. Se valía de mí para molestar a otros admiradores y utilizaba la familiaridad existente entre los dos para darme continuos desaires en la devoción que yo le demostraba. De haber sido yo su secretario, su administrador, su hermanastro o un pariente pobre; si hubiese sido un hermano menor o me hubiesen destinado a casarme con ella, no me habría sentido con esperanzas más inciertas cuando estaba a su lado. El privilegio de llamarla por su nombre y de oírla que me llamaba por el mío era, en tales circunstancias, una agravación de mis penas; y así como supongo que ello casi enloquecía a sus restantes admiradores, estoy seguro, en cambio, de que me enloquecía a mí. Sus admiradores eran innumerables, aunque es posible que mis celos convirtiesen en admirador a cualquier persona que se acercase a ella; pero aun sin esto, eran muchos más de los que yo habría querido. Con frecuencia la veía en Richmond, así como también en la ciudad, y solía ir bastante a menudo a casa de los Brandley para llevarla al río; se daban meriendas, fiestas; asistíamos al teatro, a la ópera, a los conciertos, a las reuniones y a diversiones de toda suerte. Yo la solicitaba constantemente, y de ello no resultaban más que penalidades sin cuento para mí. En su compañía jamás gocé de una sola hora de felicidad, y, sin embargo, durante las veinticuatro horas del día no pensaba más que en tenerla a mi lado hasta la hora de mi muerte. Durante toda aquella época de relación constante, y que duró según se verá, un espacio de tiempo que entonces me pareció muy largo, ella tenía la costumbre de dar a entender que nuestro trato era obligado para ambos. Otras veces parecía contenerse para no dirigirme la palabra en cualquiera de los tonos que me resultaban desagradables, y en tales casos me expresaba su compasión. -Pip, Pip - me dijo una tarde después de contenerse cuando nos sentábamos junto a una ventana de la casa de Richmond. - ¿No se dará usted nunca por avisado? - ¿De qué? - Acerca de mí. - ¿Quiere usted decir que debo darme por avisado a fin de no dejarme atraer por usted? 144 - ¿Acaso le he dicho eso? Si no sabe a lo que me refiero será porque usted es ciego. Yo podía haberle contestado que, por lo general, se considera que el amor es ciego; pero como jamás podía expresarme con libertad, y ésta no era la menor de mis penas, me dije que sería poco generoso por mi parte el asediarla, toda vez que ella no tenía más remedio que obedecer a la señorita Havisham. Mi temor era siempre que tal conocimiento, por su parte, me pusiera en situación desventajosa ante su orgullo y me convirtiese en el objeto de una lucha rebelde en su pecho. - Sea como sea – dije, - hasta ahora no he recibido ningún aviso, porque esta vez me escribió usted para que viniera a verla. - Eso es verdad - contestó Estella con una sonrisa fría e indiferente que siempre me dejaba helado. Después de mirar al crepúsculo exterior por espacio de unos momentos, continuó diciendo: - Ha llegado la ocasión de que la señorita Havisham desea que vaya a pasar un día a Satis. Usted tendrá que llevarme allí y, si quiere, acompañarme también al regreso. Ella preferirá que no viaje sola y no le gusta que me haga acompañar por la doncella, porque siente el mayor horror por los chismes de esa gente. ¿Puede usted acompañarme? - ¿Que si puedo, Estella? - De eso infiero que no tiene ningún inconveniente. En tal caso, prepárese para pasado mañana. Ha de pagar de mi bolsa todos los gastos. ¿Se entera bien de esta condición? - La obedeceré - dije. Ésta fue toda la preparación que recibí acerca de aquella visita o de otras semejantes. La señorita Havisham no me escribía nunca; ni siquiera vi jamás su carácter de letra. Salimos al día subsiguiente y encontramos a la señorita Havisham en la habitación en donde la vi por primera vez, y creo inútil añadir que no había habido el menor cambio en aquella casa. Mostrábase más terriblemente encariñada con Estella que la última vez en que las vi juntas; repito adrede esta palabra porque en la energía de sus miradas y de sus abrazos había algo positivamente terrible. Empezó a hablar de la belleza de Estella; se refirió a sus palabras, a sus gestos, y, temblándole los dedos, se quedó mirándola, como si quisiera devorar a la hermosa joven a quien había criado. Desviando sus ojos de Estella, me miró con tanta intensidad, que no pareció sino que quisiera escudriñar en mi corazón y examinar sus heridas. - ¿Cómo te trata, Pip, cómo te trata? - me preguntó de nuevo con avidez propia de una bruja,incluso en presencia de Estella. Pero cuando nos sentamos por la noche ante su vacilante fuego, se portó de un modo fantástico; porque entonces, después de pasar el brazo de Estella por el suyo propio y de cogerle la mano, la hizo hablar, a fuerza de referirse a lo que Estella le había contado en sus cartas, recordando los nombres y las condiciones de los hombres a quienes había fascinado. Y mientras la señorita Havisham insistía sobre eso con la intensidad de una mente mortalmente herida, mantenía la otra mano apoyada en su bastón y la barbilla en la mano, en tanto que sus brillantes ojos me contemplaban como pudieran hacerlo los de un espectro. A pesar de lo desgraciado que me hacía y de lo amargo que me parecía el sentido de mi dependencia y hasta de degradación que en mí despertó, vi en esto que Estella estaba destinada a poner en práctica la venganza de la señorita Havisham contra los hombres y que no me sería otorgada hasta que lo hubiese hecho durante cierto tiempo. En aquello me pareció ver también una razón para que, anticipadamente, estuviera destinada a mí. Mandándola a ella para atraer, ridiculizar y burlar a los hombres, la señorita Havisham sentía la maliciosa seguridad de que ella misma estaba fuera del alcance de todos los admiradores y de que todos los que tomaran parte en aquel juego estaban ya seguros de perder. Comprendí también que yo, asimismo, debía ser atormentado, por una perversión de sus sentimientos, aun cuando me estuviera reservado el premio. Todo aquello me daba a entender la razón de que, por espacio de tanto tiempo, hubiera sido rechazado, así como el motivo de que mi tutor pareciera poco decidido a enterarse de aquel plan. En una palabra, por todo lo que se ofrecía a mis miradas, vi a la señorita Havisham tal como la había contemplado siempre, y advertí la precisa sombra de la oscurecida y malsana casa en que su vida habíase ocultado de la luz del sol. Las bujías que alumbraban aquella estancia ardían en unos candelabros fijos en la pared. Estaban a cierta altura del suelo y tenían el especial brillo de la luz artificial en una atmósfera pocas veces renovada. Mientras yo miraba las luces y el débil resplandor que producían, y mientras contemplaba también los relojes parados y los blanqueados objetos del traje nupcial que estaban sobre la mesa y en el suelo, así como el terrible rostro, de expresión fantástica, cuya sombra proyectaba, muy aumentada, en la pared y el techo el fuego del hogar, vi en todo aquello la escena que mi mente me había recordado tantas veces. Mis pensamientos se fijaron en la gran habitación inmediata, más allá del rellano de la escalera en donde se 145 hallaba la gran mesa, y me pareció verlos escritos, entre las telarañas del centro de la mesa, por las arañas que se encaramaban al mantel, por la misma fuga de los ratones, cuando amparaban sus apresurados y pequeños corazones detrás de los arrimaderos, y por los tanteos y las paradas de los escarabajos que había por el suelo. Con ocasión de aquella visita ocurrió que, de pronto, surgió una desagradable discusión entre Estella y la señorita Havisham. Era aquélla la primera vez que las vi expresar sentimientos opuestos. Estábamos sentados ante el fuego, según ya he descrito, y la señorita Havisham tenía aún el brazo de Estella pasado por el suyo propio y continuaba cogiendo la mano de la joven, cuando ésta empezó a desprenderse poco a poco. Antes de eso había demostrado ya cierta impaciencia orgullosa, y de mala gana soportó el feroz cariño, aunque sin aceptarlo ni corresponder a él. - ¿Cómo? - exclamó la señorita Havisham dirigiéndole una centelleante mirada -. ¿Estás cansada de mí? - No; tan sólo cansada de mí misma - replicó Estella desprendiendo su brazo y acercándose hacia la gran chimenea, donde se quedó mirando el fuego. - Di la verdad de una vez, ingrata - exclamó la señorita Havisham con acento apasionado y golpeando el suelo con su bastón -. ¿Estás cansada de mí? Estella la miró con perfecta compostura y de nuevo dirigió los ojos al fuego. Su graciosa figura y su hermoso rostro expresaban una contenida indiferencia con respecto al ardor de su interlocutora, que era casi cruel. - Eres de piedra - exclamó la señorita Havisham. - Tienes el corazón de hielo. - ¿Cómo es posible - replicó Estella, siempre indiferente, mientras se inclinaba sobre la chimenea y moviendo los ojos tan sólo - que me reproche usted el ser fría? ¡Usted! - ¿No lo eres? - contestó, irritada, la señorita Havisham. - Debería usted saber - dijo Estella - que soy tal como usted me ha hecho. A usted le corresponde toda alabanza y todo reproche. A usted se deberá el éxito o el fracaso. En una palabra, usted es la que me ha hecho tal como soy. - ¡Oh, miradla! ¡Miradla! - exclamó la señorita Havisham con amargo acento-. ¡Miradla tan dura y tan ingrata en el mismo hogar en que fue criada! ¡Aquí fue donde la tomé para ampararla en mi desgraciado pecho, que aún sangraba de sus heridas, y aquí también donde le dediqué muchos años y mucha ternura! - Por lo menos, yo no tenía voz ni voto en eso - dijo Estella -, porque cuando ello ocurrió apenas si podía hablar y andar. No podía hacer nada más. Pero ¿qué esperaba usted de mí? Ha sido usted muy buena conmigo y se lo debo todo. ¿Qué quiere ahora? - Amor - contestó la otra. - Ya lo tiene usted. - No - contestó la señorita Havisham. - Es usted mi madre adoptiva - replicó Estella sin abandonar su graciosa actitud y sin levantar la voz como hacía su interlocutora, es decir, sin dejarse arrastrar por la cólera o por la ternura. - Es usted mi madre adoptiva, y ya he dicho que se lo debo todo. Cuanto poseo, le pertenece libremente. Cuanto me ha dado, podrá recobrarlo así que lo ordene. Después de eso, ya no tengo nada. ¿Y ahora me pide que le devuelva lo que jamás me dio? Mi gratitud y mi deber no pueden hacer imposibles. - ¿Que no te amé nunca? - exclamó la señorita Havisham volviéndose dolorida hacia mí -. ¿Que no le dediqué mi ardiente amor, siempre lleno de celos y de dolor? ¿Es posible que ahora me hable así? Estoy viendo que va a llamarme loca. - ¿Cómo podría hacerlo - replicó Estella - y cómo podría creerla a usted loca, entre todas las demás personas? ¿Acaso existe alguien que, como yo, conozca tan bien los decididos propósitos de usted? ¿Acaso alguien sabe mejor que yo la extremada memoria que usted tiene? ¿Yo, que me he sentado ante este mismo hogar, en el taburetito que ahora está al lado de usted, aprendiendo sus lecciones y levantando los ojos para ver su rostro, cuando éste tenía extraña expresión y me asustaba? -Pronto lo has olvidado - exclamó la señorita Havisham con acento de queja-. Pronto has olvidado aquellos tiempos. - No, no los he olvidado - contestó Estella -, sino, al contrario, su recuerdo es para mí un tesoro. ¿Cuándo pudo usted observar que yo no haya seguido sus enseñanzas? ¿Cuándo ha visto que no hiciera caso de sus lecciones? ¿Cuándo ha podido advertir que admitiera en mi pecho algo que usted excluyera? Por lo menos, sea justa conmigo. - ¡Qué orgullosa, qué orgullosa! - dijo la señorita Havisham con triste acento echando su gris cabello hacia atrás con ambas manos. 146 - ¿Quién me enseñó a ser orgullosa? - replicó Estella. - ¿Quién me alabó cuando yo aprendí mis lecciones? - ¡Qué dura de corazón! - añadió la señorita Havisham repitiendo el ademán anterior. - ¿Quién me enseñó a ser insensible? - contestó Estella. - ¡Pero orgullosa y dura para mí… ! - La señorita Havisham gritó estas palabras mientras extendía los brazos. - ¡Estella! ¡Estella! ¡Estella! ¡Eres dura y orgullosa para mí! La joven la miró un momento con apacible extrañeza, pero no demostró inquietarse por aquellas palabras. Y un momento después volvió a mirar el fuego. - No puedo comprender - dijo levantando los ojos después de corto silencio - por qué es usted tan poco razonable cuando vuelvo a verla después de una separación. Jamás he olvidado sus errores y las causas que los motivaron. Nunca le he sido infiel a usted ni a sus enseñanzas. Jamás he dado pruebas de ninguna debilidad de que pueda arrepentirme. - ¿Sería, acaso, debilidad corresponder a mi amor? - exclamó la señorita Havisham -. Pero sí, sí, ella lo creería así. - Empiezo a creer - dijo Estella como hablando consigo misma, después de otro momento de extrañeza por su parte - que ya entiendo cómo ha ocurrido todo esto. Si usted hubiera educado a su hija adoptiva en el oscuro retiro de estas habitaciones, sin darle a entender que existe la luz del sol, y luego, con algún objeto, hubiese deseado que ella comprendiera lo que era esa luz y conociera todo lo relacionado con ella, entonces usted se habria disgustado y encolerizado. La señorita Havisham, con la cabeza entre las manos, estaba sentada y profería un leve quejido, al mismo tiempo que se mecía ligeramente sobre su asiento, pero no contestó. - O bien - continuó Estella, - lo que es más probable, si usted la hubiese enseñado, desde que empezó a apuntar su inteligencia, que en el mundo existe algo como la luz del sol, pero que ella había de ser su enemiga y su destructora, razón por la cual debería evitarla siempre, porque así como la marchitó a usted la marchitaría también a ella; si usted hubiese obrado así, y luego, con un objeto determinado, deseara que aceptase naturalmente la luz del día y ella no pudiera hacerlo, tal vez se habría usted enojado y encolerizado. La señorita Havisham estaba escuchando o, por lo menos, me pareció así, porque no podía verle el rostro, pero tampoco dio respuesta alguna. - Así, pues - siguió Estella -, debe tomárseme como he sido hecha. El éxito no es mío; el fracaso, tampoco, y los dos juntos me han hecho tal como soy. La señorita Havisham se había sentado en el suelo, aunque yo no sé cómo lo hizo, entre las mustias reliquias nupciales diseminadas por él. Aproveché aquel momento, que había esperado desde un principio, para abandonar la estancia después de llamar la atención de Estella hacia la anciana con un movimiento de mi mano. Cuando salí, Estella seguía en pie ante la gran chimenea, del mismo modo que antes. El gris cabello de la señorita Havisham estaba esparcido por el suelo, entre las demás ruinas nupciales, y el espectáculo resultaba doloroso, Con deprimido corazón me fui a pasear a la luz de las estrellas durante una hora, más o menos, recorriendo el patio y la fábrica de cerveza, así como también el abandonado jardín. Cuando por fin recobré ánimo bastante para volver a la estancia, encontré a Estella sentada en las rodillas de la señorita Havisham, remendando una de aquellas antiguas prendas de ropa que ya se caían a pedazos y que he recordado muchas veces al contemplar los andrajos de los viejos estandartes colgados en los muros de las catedrales. Más tarde, Estella y yo jugamos a los naipes, como en otros tiempos, aunque con la diferencia de que ahora los dos éramos hábiles y practicábamos juegos franceses. Así transcurrió la velada, y por fin fui a acostarme. Lo hice en la construcción separada que había al otro lado del patio. Era la primera vez que dormía en la casa Satis, y el sueño se negaba a cerrar mis ojos. Me asediaban un millar de señoritas Havisham. Ella parecía estar situada al lado de la almohada, sobre ésta misma, en la cabecera del lecho, a los pies, detrás de la puerta medio abierta del tocador, en el mismo tocador, en la habitación que estaba encima de mí y hasta en el tejado y en todas partes. Por último, en vista de la lentitud con que transcurría la noche, hacia las dos de la madrugada me sentí incapaz de continuar allí y me levanté. Me vestí y salí a través del patio, en dirección al largo corredor de piedra, deseoso de salir al patio exterior y pasear allí un poco para tranquilizar mi mente. Pero apenas estuve en el corredor apagué la bujía, pues vi que la señorita Havisham pasaba a poca distancia, con aspecto espectral y sollozando levemente. La seguí a distancia y vi que subía la escalera. Llevaba en la mano una bujía sin palmatoria que, probablemente, tomó de uno de los 147 candelabros de su propia estancia, y a su luz no parecía cosa de este mundo. Me quedé en la parte inferior de la escalera y sentí el olor peculiar del aire confinado de la sala del festín, aunque sin ver que ella abriese la puerta; luego oí cómo entraba allí y que se dirigía a su propia estancia para volver a la sala del festín, pero siempre profiriendo su leve sollozo. Poco después, y en las tinieblas más profundas, traté de salir para volver a mi habitación; pero no pude lograrlo hasta que los primeros resplandores de la aurora me dejaron ver dónde ponía mis manos. Durante todo aquel intervalo, cada vez que llegaba a la parte inferior de la escalera oía los pasos de la señorita Havisham, veía pasar el resplandor de la bujía que llevaba y oía su incesante y débil sollozo. Al día siguiente, antes de marcharnos, no pude notar que se reprodujera en lo más mínimo la disensión entre ella y Estella, ni tampoco se repitió en ninguna ocasión similar, y, por lo menos, recuerdo cuatro visitas. Tampoco cambiaron en modo alguno las maneras de la señorita Havisham con respecto a Estella, a excepción de que me pareció advertir cierto temor confundido con sus características anteriores. Es imposible volver esta hoja de mi vida sin estampar en ella el nombre de Bentley Drummle; de poder hacerlo, lo suprimiría con gusto. En cierta ocasión, cuando los Pinzones celebraban una reunión solemne, y cuando se brindó del modo usual para desear la mayor armonía entre todos, aunque ninguno lo manifestaba a sus çompañeros, el Pinzón que presidía llamó al orden a la «Enramada», puesto que el señor Drummle no había brindado aún por ninguna dama; lo cual le correspondía hacer aquel día, de acuerdo con las solemnes constituciones de la sociedad. Me pareció que me miraba con cierta burla mientras los vasos circulaban por entre la reunión, pero eso no era de extrañar dado el estado de nuestras relaciones anteriores. Cuál no sería, pues, mi sorpresa y mi indignación cuando anunció a los reunidos que iba a brindar por Estella. - ¿Qué Estella? - pregunté. - No le importa nada - replicó Drummle. - ¿Estella qué? - repetí -. Está usted obligado a decir de dónde es esa señora. Y, en efecto, como Pinzón que era, estaba obligado a ello. - Es de Richmond, caballeros - dijo Drummle contestando indirectamente a mi pregunta -, y una belleza sin par. - Mucho sabrá de bellezas sin par ese miserable idiota - murmuré al oído de Herbert. - Yo conozco a esa señorita - dijo éste en cuanto se hubo pronunciado el brindis. - ¿De veras? - preguntó Drummle. - Y yo también - añadí, con el rostro encarnado. - ¿De veras? - repitió Drummle -. ¡Dios mío! Ésta era la única respuesta, exceptuando el tirar vasos o loza, que aquel muchachón era capaz de dar; pero me irritó tanto como si fuese tan ingeniosa como maligna, e inmediatamente me puse en pie, diciendo que era un atrevimiento indigno el brindar por una dama a la que no conocía y de la que nada sabía. Entonces el señor Drummle se levantó, preguntándome qué quería decir. Y yo le dirigí la grave respuesta de que él ya sabía dónde podría encontrarme. Después de esto hubo divididas opiniones entre los Pinzones acerca de si era posible o no terminar el asunto apaciblemente. Y la discusión se empeñó de tal manera que por lo menos otros seis miembros honorables dijeron a otros tantos que ya sabían dónde podrían encontrarlos. Sin embargo, se decidió por fin que la «Enramada» era una especie de tribunal de honor; que si el señor Drummle presentaba una prueba, por pequeña que fuera, de la dama en cuestión, manifestando que había tenido el honor de conocerla, el señor Pip debería presentar sus excusas por la vehemencia de sus palabras, cual corresponde a un caballero y a un Pinzón. Se fijó el día siguiente para presentar tal prueba, pues de lo contrario se habría podido enfriar nuestro honor, y, en efecto, Drummle apareció con una cortés confesión escrita por Estella en la cual decía que tuvo el honor de bailar con él algunas veces. Esto no me dejó más recurso que presentar mis excusas por mi vehemencia y retirar mis palabras de que ya sabía Drummle dónde podría encontrarme. Mientras la «Enramada» discutía acerca del caso, Drummle y yo nos quedamos mirándonos y gruñéndonos uno a otro durante una hora, hasta que al fin se dio por terminado el asunto. Lo refiero ahora ligeramente, pero entonces no tenía para mí tal aspecto, porque no puedo expresar de un modo adecuado el dolor que me produjo la sola idea de que Estella concediese el más pequeño favor a un individuo tan estúpido y desagradable como aquél. Y aun ahora mismo creo que tal sentimiento, por mi parte, se debía tan sólo a la generosidad de mi amor por ella y que eso era lo que me hacía lamentar que se hubiese fijado en aquel imbécil. Indudablemente, yo me habría sentido desgraciado cualquiera que fuese la 148 persona a quien ella hubiese favorecido, pero también es seguro que un individuo más digno me hubiera causado un grado de dolor bastante diferente. Me fue fácil convencerme, y pronto lo averigüé, de que Drummle había empezado a cortejar a Estella y que ella le permitía hacerlo. Hacía ya algún tiempo que no la dejaba ni a sol ni a sombra, y él y yo nos cruzábamos todos los días. Drummle seguía cortejándola con la mayor insistencia y testarudez, y Estella le permitía continuar; a veces le daba alientos, otras parecía rechazarlo, otras lo lisonjeaba, en ocasiones le despreciaba abiertamente y en algunas circunstancias le reconocía con gusto, en tanto que, en otras, apenas parecía recordar quién era. La Araña, como el señor Jaggers le había llamado, estaba acostumbrado a esperar al acecho y tenía la paciencia propia de esos repugnantes animales. Además, tenía una testaruda y estúpida confianza en su dinero y en la grandeza de su familia, lo cual a veces le era beneficioso y equivalía a la concentración de intenciones y a propósitos decididos. Así, la Araña cortejaba con la mayor tozudez a Estella, alejando a otros insectos mucho más brillantes, y con frecuencia abandonaba su escondrijo y se aparecía en el momento más oportuno. En un baile particular que se dio en Richmond, pues en aquella época solían celebrarse esas fiestas, y en el cual Estella consiguió dejar en segundo término a todas las demás bellezas, aquel desvergonzado de Drummle casi no se apartó de su lado, con gran tolerancia por parte de ella, y eso me decidió a hablar a la joven con respecto a él. Aproveché la primera oportunidad, que se presentó cuando Estella esperaba a la señora Brandley para que la acompañara a casa. Entonces, Estella estaba sentada frente a algunas flores y dispuesta ya a salir. Yo me hallaba a su lado, porque solía acompañarla a la ida y a la vuelta de semejantes fiestas. - ¿Está usted cansada, Estella? - Un poco, Pip. - Es natural. - Diga usted que sería más natural que no lo estuviera, porque antes de acostarme he de escribir mi carta acostumbrada a la señorita Havisham. - ¿Para referirle el triunfo de esta noche? - dije yo. - No es muy halagüeño, Estella. - ¿Qué quiere usted decir? Que yo sepa, no he tenido ningún éxito. - Estella - dije -, haga el favor de mirar a aquel sujeto que hay en aquel rincón y que no nos quita los ojos de encima. - ¿Para qué quiere que le mire? - dijo Estella fijando, por el contrario, sus ojos en mí. - ¿Qué hay de notable en aquel sujeto del rincón para que le mire? - Precisamente ésa es la pregunta que quería dirigirle – dije. - Ha estado rondándola toda la noche. -Las polillas y toda suerte de animales desagradables - contestó Estella dirigiéndole una mirada - suelen revolotear en torno de una bujía encendida. ¿Puede evitarlo la bujía? - No - contesté -. Pero ¿no podría evitarlo Estella? - ¡Quién sabe! - contestó -. Tal vez sí. Sí. Todo lo que usted quiera. - Haga el favor de escucharme, Estella. No sabe usted cuánto me apena ver que alienta a un hombre tan despreciado por todo el mundo como Drummle. Ya sabe usted que todos le desprecian. - ¿Y qué? - dijo ella. - Ya sabe usted también que es tan torpe por dentro como por fuera. Es un individuo estúpido, de mal carácter, de bajas inclinaciones y verdaderamente degradado. - ¿Y qué? - repitió. - Ya sabe que no tiene otra cosa más que dinero y una ridícula lista de ascendientes. - ¿Y qué? - volvió a repetir. Y cada vez que pronunciaba estas dos palabras abría más los ojos. Para vencer la dificultad de que me contestara siempre con aquella corta expresión, yo repetí también: - ¿Y qué? Pues eso, precisamente, es lo que me hace desgraciado. De haber creído entonces que favorecía a Drummle con la idea de hacerme desgraciado a mí, habría sentido yo cierta satisfacción; pero, siguiendo el sistema habitual en ella, me alejó de tal manera del asunto, que no pude creer cierta mi sospecha. - Pip - dijo Estella mirando alrededor -. No sea usted tonto ni se deje impresionar por mi conducta. Tal vez esté encaminada a impresionar a otros y quizás ésta sea mi intención. No vale la pena hablar de ello. - Se engaña usted - repliqué -, porque me sabe muy mal que la gente diga que derrama usted sus gracias y sus atractivos en el más despreciable de todos cuantos hay aquí. - Pues a mí no me importa - dij o Estella. - ¡Oh Estella, no sea usted tan orgullosa ni tan inflexible! 149 - ¿De modo que me llama usted orgullosa e inflexible, y hace un momento me reprochaba por fijar mi atención en ese imbécil? - No hay duda de que lo hace usted así - dije con cierto apresuramiento -, porque esta misma noche la he visto sonreírle y mirarle como jamás me ha sonreído ni mirado a mí. ¿Quiere usted, pues - replicó Estella con la mayor seriedad y nada encolerizada -, que le engañe como engaño a los demás? - ¿Acaso le quiere engañar a él, Estella? - No sólo a él, sino también a otros muchos… , a todos, menos a usted… Aquí está la señora Brandley. Ahora no quiero volver a hablar de eso. Y ahora que he dedicado un capítulo al tema que de tal modo llenaba mi corazón y que con tanta frecuencia lo dejaba dolorido, podré proseguir para tratar del acontecimiento que tanta influencia había de tener para mí y para el cual había empezado a prepararme antes de saber que en el mundo existía Estella, en los días en que su inteligencia infantil estaba recibiendo sus primeras distorsiones por parte de la señorita Havisham. En el cuento oriental, la pesada losa que había de caer sobre el majestuoso sepulcro de un conquistador era lentamente sacada de la cantera; el agujero destinado a la cuerda que había de sostenerla se abría a través de leguas de roca; la losa fue lentamente levantada y encajada en el techo; se pasó la cuerda y fue llevada a través de muchas millas de agujero hasta atarla a la enorme silla de hierro. Y después de dejarlo todo dispuesto a fuerza de mucho trabajo, llegó la hora señalada; el sultán se levantó en lo más profundo de la noche, empuñó el hacha que había de servir para separar la cuerda de la anilla de hierro, golpeó con ella y la cuerda se separó, alejándose, y cayó el techo. Así ocurrió en mi caso. Todo el trabajo, próximo o lejano, que tendía al mismo fin, habíase realizado ya. En un momento se dio el golpe, y el tejado de mi castillo se desplomó sobre mí. ...
En la línea 2015
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Si aquella antigua casa inmediata al Green, en Richmond, llega algún día a ser visitada por los duendes, indudablemente- lo será por mi fantasma. ¡Cuántas y cuántas noches y días, el inquieto espíritu que me animaba frecuentaba la casa en que vivía Estella! Cualquiera que fuese el sitio en que se hallaba mi cuerpo, mi espíritu iba siempre errante y rondando aquella casa. La señora con quien Estella vivía, la señora Brandley, era viuda y tenía una hija de algunos años más que Estella. La madre tenía juvenil aspecto, y la muchacha, en cambio, parecía vieja; la tez de la madre era sonrosada, y la de su hija, amarillenta; la madre no pensaba más que en frivolidades, y la hija, en asuntos teológicos. Disfrutaban de lo que se llama una buena posición, y visitaban y eran visitadas por numerosas personas. Muy pequeña, en caso de que existiera, era la identidad de sentimientos que había entre ella y Estella, pero en el ánimo de todos existía la convicción de que aquellas dos señoras eran necesarias a la protegida de la señorita Havisham y que ella también era, a su vez, necesaria a aquéllas. La señora Brandley había sido amiga de la señorita Havisham antes de que ésta empezase a llevar su retirada vida. En la casa de la señora Brandley, y también fuera de ella, sufrí toda clase y todo grado de penas y torturas que Estella pudo causarme. La naturaleza de mis reláciones con ella, que me situaban en términos de familiaridad, aunque sin gozar de su favor, era la causa de mi desgracia. Se valía de mí para molestar a otros admiradores y utilizaba la familiaridad existente entre los dos para darme continuos desaires en la devoción que yo le demostraba. De haber sido yo su secretario, su administrador, su hermanastro o un pariente pobre; si hubiese sido un hermano menor o me hubiesen destinado a casarme con ella, no me habría sentido con esperanzas más inciertas cuando estaba a su lado. El privilegio de llamarla por su nombre y de oírla que me llamaba por el mío era, en tales circunstancias, una agravación de mis penas; y así como supongo que ello casi enloquecía a sus restantes admiradores, estoy seguro, en cambio, de que me enloquecía a mí. Sus admiradores eran innumerables, aunque es posible que mis celos convirtiesen en admirador a cualquier persona que se acercase a ella; pero aun sin esto, eran muchos más de los que yo habría querido. Con frecuencia la veía en Richmond, así como también en la ciudad, y solía ir bastante a menudo a casa de los Brandley para llevarla al río; se daban meriendas, fiestas; asistíamos al teatro, a la ópera, a los conciertos, a las reuniones y a diversiones de toda suerte. Yo la solicitaba constantemente, y de ello no resultaban más que penalidades sin cuento para mí. En su compañía jamás gocé de una sola hora de felicidad, y, sin embargo, durante las veinticuatro horas del día no pensaba más que en tenerla a mi lado hasta la hora de mi muerte. Durante toda aquella época de relación constante, y que duró según se verá, un espacio de tiempo que entonces me pareció muy largo, ella tenía la costumbre de dar a entender que nuestro trato era obligado para ambos. Otras veces parecía contenerse para no dirigirme la palabra en cualquiera de los tonos que me resultaban desagradables, y en tales casos me expresaba su compasión. -Pip, Pip - me dijo una tarde después de contenerse cuando nos sentábamos junto a una ventana de la casa de Richmond. - ¿No se dará usted nunca por avisado? - ¿De qué? - Acerca de mí. - ¿Quiere usted decir que debo darme por avisado a fin de no dejarme atraer por usted? 144 - ¿Acaso le he dicho eso? Si no sabe a lo que me refiero será porque usted es ciego. Yo podía haberle contestado que, por lo general, se considera que el amor es ciego; pero como jamás podía expresarme con libertad, y ésta no era la menor de mis penas, me dije que sería poco generoso por mi parte el asediarla, toda vez que ella no tenía más remedio que obedecer a la señorita Havisham. Mi temor era siempre que tal conocimiento, por su parte, me pusiera en situación desventajosa ante su orgullo y me convirtiese en el objeto de una lucha rebelde en su pecho. - Sea como sea – dije, - hasta ahora no he recibido ningún aviso, porque esta vez me escribió usted para que viniera a verla. - Eso es verdad - contestó Estella con una sonrisa fría e indiferente que siempre me dejaba helado. Después de mirar al crepúsculo exterior por espacio de unos momentos, continuó diciendo: - Ha llegado la ocasión de que la señorita Havisham desea que vaya a pasar un día a Satis. Usted tendrá que llevarme allí y, si quiere, acompañarme también al regreso. Ella preferirá que no viaje sola y no le gusta que me haga acompañar por la doncella, porque siente el mayor horror por los chismes de esa gente. ¿Puede usted acompañarme? - ¿Que si puedo, Estella? - De eso infiero que no tiene ningún inconveniente. En tal caso, prepárese para pasado mañana. Ha de pagar de mi bolsa todos los gastos. ¿Se entera bien de esta condición? - La obedeceré - dije. Ésta fue toda la preparación que recibí acerca de aquella visita o de otras semejantes. La señorita Havisham no me escribía nunca; ni siquiera vi jamás su carácter de letra. Salimos al día subsiguiente y encontramos a la señorita Havisham en la habitación en donde la vi por primera vez, y creo inútil añadir que no había habido el menor cambio en aquella casa. Mostrábase más terriblemente encariñada con Estella que la última vez en que las vi juntas; repito adrede esta palabra porque en la energía de sus miradas y de sus abrazos había algo positivamente terrible. Empezó a hablar de la belleza de Estella; se refirió a sus palabras, a sus gestos, y, temblándole los dedos, se quedó mirándola, como si quisiera devorar a la hermosa joven a quien había criado. Desviando sus ojos de Estella, me miró con tanta intensidad, que no pareció sino que quisiera escudriñar en mi corazón y examinar sus heridas. - ¿Cómo te trata, Pip, cómo te trata? - me preguntó de nuevo con avidez propia de una bruja,incluso en presencia de Estella. Pero cuando nos sentamos por la noche ante su vacilante fuego, se portó de un modo fantástico; porque entonces, después de pasar el brazo de Estella por el suyo propio y de cogerle la mano, la hizo hablar, a fuerza de referirse a lo que Estella le había contado en sus cartas, recordando los nombres y las condiciones de los hombres a quienes había fascinado. Y mientras la señorita Havisham insistía sobre eso con la intensidad de una mente mortalmente herida, mantenía la otra mano apoyada en su bastón y la barbilla en la mano, en tanto que sus brillantes ojos me contemplaban como pudieran hacerlo los de un espectro. A pesar de lo desgraciado que me hacía y de lo amargo que me parecía el sentido de mi dependencia y hasta de degradación que en mí despertó, vi en esto que Estella estaba destinada a poner en práctica la venganza de la señorita Havisham contra los hombres y que no me sería otorgada hasta que lo hubiese hecho durante cierto tiempo. En aquello me pareció ver también una razón para que, anticipadamente, estuviera destinada a mí. Mandándola a ella para atraer, ridiculizar y burlar a los hombres, la señorita Havisham sentía la maliciosa seguridad de que ella misma estaba fuera del alcance de todos los admiradores y de que todos los que tomaran parte en aquel juego estaban ya seguros de perder. Comprendí también que yo, asimismo, debía ser atormentado, por una perversión de sus sentimientos, aun cuando me estuviera reservado el premio. Todo aquello me daba a entender la razón de que, por espacio de tanto tiempo, hubiera sido rechazado, así como el motivo de que mi tutor pareciera poco decidido a enterarse de aquel plan. En una palabra, por todo lo que se ofrecía a mis miradas, vi a la señorita Havisham tal como la había contemplado siempre, y advertí la precisa sombra de la oscurecida y malsana casa en que su vida habíase ocultado de la luz del sol. Las bujías que alumbraban aquella estancia ardían en unos candelabros fijos en la pared. Estaban a cierta altura del suelo y tenían el especial brillo de la luz artificial en una atmósfera pocas veces renovada. Mientras yo miraba las luces y el débil resplandor que producían, y mientras contemplaba también los relojes parados y los blanqueados objetos del traje nupcial que estaban sobre la mesa y en el suelo, así como el terrible rostro, de expresión fantástica, cuya sombra proyectaba, muy aumentada, en la pared y el techo el fuego del hogar, vi en todo aquello la escena que mi mente me había recordado tantas veces. Mis pensamientos se fijaron en la gran habitación inmediata, más allá del rellano de la escalera en donde se 145 hallaba la gran mesa, y me pareció verlos escritos, entre las telarañas del centro de la mesa, por las arañas que se encaramaban al mantel, por la misma fuga de los ratones, cuando amparaban sus apresurados y pequeños corazones detrás de los arrimaderos, y por los tanteos y las paradas de los escarabajos que había por el suelo. Con ocasión de aquella visita ocurrió que, de pronto, surgió una desagradable discusión entre Estella y la señorita Havisham. Era aquélla la primera vez que las vi expresar sentimientos opuestos. Estábamos sentados ante el fuego, según ya he descrito, y la señorita Havisham tenía aún el brazo de Estella pasado por el suyo propio y continuaba cogiendo la mano de la joven, cuando ésta empezó a desprenderse poco a poco. Antes de eso había demostrado ya cierta impaciencia orgullosa, y de mala gana soportó el feroz cariño, aunque sin aceptarlo ni corresponder a él. - ¿Cómo? - exclamó la señorita Havisham dirigiéndole una centelleante mirada -. ¿Estás cansada de mí? - No; tan sólo cansada de mí misma - replicó Estella desprendiendo su brazo y acercándose hacia la gran chimenea, donde se quedó mirando el fuego. - Di la verdad de una vez, ingrata - exclamó la señorita Havisham con acento apasionado y golpeando el suelo con su bastón -. ¿Estás cansada de mí? Estella la miró con perfecta compostura y de nuevo dirigió los ojos al fuego. Su graciosa figura y su hermoso rostro expresaban una contenida indiferencia con respecto al ardor de su interlocutora, que era casi cruel. - Eres de piedra - exclamó la señorita Havisham. - Tienes el corazón de hielo. - ¿Cómo es posible - replicó Estella, siempre indiferente, mientras se inclinaba sobre la chimenea y moviendo los ojos tan sólo - que me reproche usted el ser fría? ¡Usted! - ¿No lo eres? - contestó, irritada, la señorita Havisham. - Debería usted saber - dijo Estella - que soy tal como usted me ha hecho. A usted le corresponde toda alabanza y todo reproche. A usted se deberá el éxito o el fracaso. En una palabra, usted es la que me ha hecho tal como soy. - ¡Oh, miradla! ¡Miradla! - exclamó la señorita Havisham con amargo acento-. ¡Miradla tan dura y tan ingrata en el mismo hogar en que fue criada! ¡Aquí fue donde la tomé para ampararla en mi desgraciado pecho, que aún sangraba de sus heridas, y aquí también donde le dediqué muchos años y mucha ternura! - Por lo menos, yo no tenía voz ni voto en eso - dijo Estella -, porque cuando ello ocurrió apenas si podía hablar y andar. No podía hacer nada más. Pero ¿qué esperaba usted de mí? Ha sido usted muy buena conmigo y se lo debo todo. ¿Qué quiere ahora? - Amor - contestó la otra. - Ya lo tiene usted. - No - contestó la señorita Havisham. - Es usted mi madre adoptiva - replicó Estella sin abandonar su graciosa actitud y sin levantar la voz como hacía su interlocutora, es decir, sin dejarse arrastrar por la cólera o por la ternura. - Es usted mi madre adoptiva, y ya he dicho que se lo debo todo. Cuanto poseo, le pertenece libremente. Cuanto me ha dado, podrá recobrarlo así que lo ordene. Después de eso, ya no tengo nada. ¿Y ahora me pide que le devuelva lo que jamás me dio? Mi gratitud y mi deber no pueden hacer imposibles. - ¿Que no te amé nunca? - exclamó la señorita Havisham volviéndose dolorida hacia mí -. ¿Que no le dediqué mi ardiente amor, siempre lleno de celos y de dolor? ¿Es posible que ahora me hable así? Estoy viendo que va a llamarme loca. - ¿Cómo podría hacerlo - replicó Estella - y cómo podría creerla a usted loca, entre todas las demás personas? ¿Acaso existe alguien que, como yo, conozca tan bien los decididos propósitos de usted? ¿Acaso alguien sabe mejor que yo la extremada memoria que usted tiene? ¿Yo, que me he sentado ante este mismo hogar, en el taburetito que ahora está al lado de usted, aprendiendo sus lecciones y levantando los ojos para ver su rostro, cuando éste tenía extraña expresión y me asustaba? -Pronto lo has olvidado - exclamó la señorita Havisham con acento de queja-. Pronto has olvidado aquellos tiempos. - No, no los he olvidado - contestó Estella -, sino, al contrario, su recuerdo es para mí un tesoro. ¿Cuándo pudo usted observar que yo no haya seguido sus enseñanzas? ¿Cuándo ha visto que no hiciera caso de sus lecciones? ¿Cuándo ha podido advertir que admitiera en mi pecho algo que usted excluyera? Por lo menos, sea justa conmigo. - ¡Qué orgullosa, qué orgullosa! - dijo la señorita Havisham con triste acento echando su gris cabello hacia atrás con ambas manos. 146 - ¿Quién me enseñó a ser orgullosa? - replicó Estella. - ¿Quién me alabó cuando yo aprendí mis lecciones? - ¡Qué dura de corazón! - añadió la señorita Havisham repitiendo el ademán anterior. - ¿Quién me enseñó a ser insensible? - contestó Estella. - ¡Pero orgullosa y dura para mí… ! - La señorita Havisham gritó estas palabras mientras extendía los brazos. - ¡Estella! ¡Estella! ¡Estella! ¡Eres dura y orgullosa para mí! La joven la miró un momento con apacible extrañeza, pero no demostró inquietarse por aquellas palabras. Y un momento después volvió a mirar el fuego. - No puedo comprender - dijo levantando los ojos después de corto silencio - por qué es usted tan poco razonable cuando vuelvo a verla después de una separación. Jamás he olvidado sus errores y las causas que los motivaron. Nunca le he sido infiel a usted ni a sus enseñanzas. Jamás he dado pruebas de ninguna debilidad de que pueda arrepentirme. - ¿Sería, acaso, debilidad corresponder a mi amor? - exclamó la señorita Havisham -. Pero sí, sí, ella lo creería así. - Empiezo a creer - dijo Estella como hablando consigo misma, después de otro momento de extrañeza por su parte - que ya entiendo cómo ha ocurrido todo esto. Si usted hubiera educado a su hija adoptiva en el oscuro retiro de estas habitaciones, sin darle a entender que existe la luz del sol, y luego, con algún objeto, hubiese deseado que ella comprendiera lo que era esa luz y conociera todo lo relacionado con ella, entonces usted se habria disgustado y encolerizado. La señorita Havisham, con la cabeza entre las manos, estaba sentada y profería un leve quejido, al mismo tiempo que se mecía ligeramente sobre su asiento, pero no contestó. - O bien - continuó Estella, - lo que es más probable, si usted la hubiese enseñado, desde que empezó a apuntar su inteligencia, que en el mundo existe algo como la luz del sol, pero que ella había de ser su enemiga y su destructora, razón por la cual debería evitarla siempre, porque así como la marchitó a usted la marchitaría también a ella; si usted hubiese obrado así, y luego, con un objeto determinado, deseara que aceptase naturalmente la luz del día y ella no pudiera hacerlo, tal vez se habría usted enojado y encolerizado. La señorita Havisham estaba escuchando o, por lo menos, me pareció así, porque no podía verle el rostro, pero tampoco dio respuesta alguna. - Así, pues - siguió Estella -, debe tomárseme como he sido hecha. El éxito no es mío; el fracaso, tampoco, y los dos juntos me han hecho tal como soy. La señorita Havisham se había sentado en el suelo, aunque yo no sé cómo lo hizo, entre las mustias reliquias nupciales diseminadas por él. Aproveché aquel momento, que había esperado desde un principio, para abandonar la estancia después de llamar la atención de Estella hacia la anciana con un movimiento de mi mano. Cuando salí, Estella seguía en pie ante la gran chimenea, del mismo modo que antes. El gris cabello de la señorita Havisham estaba esparcido por el suelo, entre las demás ruinas nupciales, y el espectáculo resultaba doloroso, Con deprimido corazón me fui a pasear a la luz de las estrellas durante una hora, más o menos, recorriendo el patio y la fábrica de cerveza, así como también el abandonado jardín. Cuando por fin recobré ánimo bastante para volver a la estancia, encontré a Estella sentada en las rodillas de la señorita Havisham, remendando una de aquellas antiguas prendas de ropa que ya se caían a pedazos y que he recordado muchas veces al contemplar los andrajos de los viejos estandartes colgados en los muros de las catedrales. Más tarde, Estella y yo jugamos a los naipes, como en otros tiempos, aunque con la diferencia de que ahora los dos éramos hábiles y practicábamos juegos franceses. Así transcurrió la velada, y por fin fui a acostarme. Lo hice en la construcción separada que había al otro lado del patio. Era la primera vez que dormía en la casa Satis, y el sueño se negaba a cerrar mis ojos. Me asediaban un millar de señoritas Havisham. Ella parecía estar situada al lado de la almohada, sobre ésta misma, en la cabecera del lecho, a los pies, detrás de la puerta medio abierta del tocador, en el mismo tocador, en la habitación que estaba encima de mí y hasta en el tejado y en todas partes. Por último, en vista de la lentitud con que transcurría la noche, hacia las dos de la madrugada me sentí incapaz de continuar allí y me levanté. Me vestí y salí a través del patio, en dirección al largo corredor de piedra, deseoso de salir al patio exterior y pasear allí un poco para tranquilizar mi mente. Pero apenas estuve en el corredor apagué la bujía, pues vi que la señorita Havisham pasaba a poca distancia, con aspecto espectral y sollozando levemente. La seguí a distancia y vi que subía la escalera. Llevaba en la mano una bujía sin palmatoria que, probablemente, tomó de uno de los 147 candelabros de su propia estancia, y a su luz no parecía cosa de este mundo. Me quedé en la parte inferior de la escalera y sentí el olor peculiar del aire confinado de la sala del festín, aunque sin ver que ella abriese la puerta; luego oí cómo entraba allí y que se dirigía a su propia estancia para volver a la sala del festín, pero siempre profiriendo su leve sollozo. Poco después, y en las tinieblas más profundas, traté de salir para volver a mi habitación; pero no pude lograrlo hasta que los primeros resplandores de la aurora me dejaron ver dónde ponía mis manos. Durante todo aquel intervalo, cada vez que llegaba a la parte inferior de la escalera oía los pasos de la señorita Havisham, veía pasar el resplandor de la bujía que llevaba y oía su incesante y débil sollozo. Al día siguiente, antes de marcharnos, no pude notar que se reprodujera en lo más mínimo la disensión entre ella y Estella, ni tampoco se repitió en ninguna ocasión similar, y, por lo menos, recuerdo cuatro visitas. Tampoco cambiaron en modo alguno las maneras de la señorita Havisham con respecto a Estella, a excepción de que me pareció advertir cierto temor confundido con sus características anteriores. Es imposible volver esta hoja de mi vida sin estampar en ella el nombre de Bentley Drummle; de poder hacerlo, lo suprimiría con gusto. En cierta ocasión, cuando los Pinzones celebraban una reunión solemne, y cuando se brindó del modo usual para desear la mayor armonía entre todos, aunque ninguno lo manifestaba a sus çompañeros, el Pinzón que presidía llamó al orden a la «Enramada», puesto que el señor Drummle no había brindado aún por ninguna dama; lo cual le correspondía hacer aquel día, de acuerdo con las solemnes constituciones de la sociedad. Me pareció que me miraba con cierta burla mientras los vasos circulaban por entre la reunión, pero eso no era de extrañar dado el estado de nuestras relaciones anteriores. Cuál no sería, pues, mi sorpresa y mi indignación cuando anunció a los reunidos que iba a brindar por Estella. - ¿Qué Estella? - pregunté. - No le importa nada - replicó Drummle. - ¿Estella qué? - repetí -. Está usted obligado a decir de dónde es esa señora. Y, en efecto, como Pinzón que era, estaba obligado a ello. - Es de Richmond, caballeros - dijo Drummle contestando indirectamente a mi pregunta -, y una belleza sin par. - Mucho sabrá de bellezas sin par ese miserable idiota - murmuré al oído de Herbert. - Yo conozco a esa señorita - dijo éste en cuanto se hubo pronunciado el brindis. - ¿De veras? - preguntó Drummle. - Y yo también - añadí, con el rostro encarnado. - ¿De veras? - repitió Drummle -. ¡Dios mío! Ésta era la única respuesta, exceptuando el tirar vasos o loza, que aquel muchachón era capaz de dar; pero me irritó tanto como si fuese tan ingeniosa como maligna, e inmediatamente me puse en pie, diciendo que era un atrevimiento indigno el brindar por una dama a la que no conocía y de la que nada sabía. Entonces el señor Drummle se levantó, preguntándome qué quería decir. Y yo le dirigí la grave respuesta de que él ya sabía dónde podría encontrarme. Después de esto hubo divididas opiniones entre los Pinzones acerca de si era posible o no terminar el asunto apaciblemente. Y la discusión se empeñó de tal manera que por lo menos otros seis miembros honorables dijeron a otros tantos que ya sabían dónde podrían encontrarlos. Sin embargo, se decidió por fin que la «Enramada» era una especie de tribunal de honor; que si el señor Drummle presentaba una prueba, por pequeña que fuera, de la dama en cuestión, manifestando que había tenido el honor de conocerla, el señor Pip debería presentar sus excusas por la vehemencia de sus palabras, cual corresponde a un caballero y a un Pinzón. Se fijó el día siguiente para presentar tal prueba, pues de lo contrario se habría podido enfriar nuestro honor, y, en efecto, Drummle apareció con una cortés confesión escrita por Estella en la cual decía que tuvo el honor de bailar con él algunas veces. Esto no me dejó más recurso que presentar mis excusas por mi vehemencia y retirar mis palabras de que ya sabía Drummle dónde podría encontrarme. Mientras la «Enramada» discutía acerca del caso, Drummle y yo nos quedamos mirándonos y gruñéndonos uno a otro durante una hora, hasta que al fin se dio por terminado el asunto. Lo refiero ahora ligeramente, pero entonces no tenía para mí tal aspecto, porque no puedo expresar de un modo adecuado el dolor que me produjo la sola idea de que Estella concediese el más pequeño favor a un individuo tan estúpido y desagradable como aquél. Y aun ahora mismo creo que tal sentimiento, por mi parte, se debía tan sólo a la generosidad de mi amor por ella y que eso era lo que me hacía lamentar que se hubiese fijado en aquel imbécil. Indudablemente, yo me habría sentido desgraciado cualquiera que fuese la 148 persona a quien ella hubiese favorecido, pero también es seguro que un individuo más digno me hubiera causado un grado de dolor bastante diferente. Me fue fácil convencerme, y pronto lo averigüé, de que Drummle había empezado a cortejar a Estella y que ella le permitía hacerlo. Hacía ya algún tiempo que no la dejaba ni a sol ni a sombra, y él y yo nos cruzábamos todos los días. Drummle seguía cortejándola con la mayor insistencia y testarudez, y Estella le permitía continuar; a veces le daba alientos, otras parecía rechazarlo, otras lo lisonjeaba, en ocasiones le despreciaba abiertamente y en algunas circunstancias le reconocía con gusto, en tanto que, en otras, apenas parecía recordar quién era. La Araña, como el señor Jaggers le había llamado, estaba acostumbrado a esperar al acecho y tenía la paciencia propia de esos repugnantes animales. Además, tenía una testaruda y estúpida confianza en su dinero y en la grandeza de su familia, lo cual a veces le era beneficioso y equivalía a la concentración de intenciones y a propósitos decididos. Así, la Araña cortejaba con la mayor tozudez a Estella, alejando a otros insectos mucho más brillantes, y con frecuencia abandonaba su escondrijo y se aparecía en el momento más oportuno. En un baile particular que se dio en Richmond, pues en aquella época solían celebrarse esas fiestas, y en el cual Estella consiguió dejar en segundo término a todas las demás bellezas, aquel desvergonzado de Drummle casi no se apartó de su lado, con gran tolerancia por parte de ella, y eso me decidió a hablar a la joven con respecto a él. Aproveché la primera oportunidad, que se presentó cuando Estella esperaba a la señora Brandley para que la acompañara a casa. Entonces, Estella estaba sentada frente a algunas flores y dispuesta ya a salir. Yo me hallaba a su lado, porque solía acompañarla a la ida y a la vuelta de semejantes fiestas. - ¿Está usted cansada, Estella? - Un poco, Pip. - Es natural. - Diga usted que sería más natural que no lo estuviera, porque antes de acostarme he de escribir mi carta acostumbrada a la señorita Havisham. - ¿Para referirle el triunfo de esta noche? - dije yo. - No es muy halagüeño, Estella. - ¿Qué quiere usted decir? Que yo sepa, no he tenido ningún éxito. - Estella - dije -, haga el favor de mirar a aquel sujeto que hay en aquel rincón y que no nos quita los ojos de encima. - ¿Para qué quiere que le mire? - dijo Estella fijando, por el contrario, sus ojos en mí. - ¿Qué hay de notable en aquel sujeto del rincón para que le mire? - Precisamente ésa es la pregunta que quería dirigirle – dije. - Ha estado rondándola toda la noche. -Las polillas y toda suerte de animales desagradables - contestó Estella dirigiéndole una mirada - suelen revolotear en torno de una bujía encendida. ¿Puede evitarlo la bujía? - No - contesté -. Pero ¿no podría evitarlo Estella? - ¡Quién sabe! - contestó -. Tal vez sí. Sí. Todo lo que usted quiera. - Haga el favor de escucharme, Estella. No sabe usted cuánto me apena ver que alienta a un hombre tan despreciado por todo el mundo como Drummle. Ya sabe usted que todos le desprecian. - ¿Y qué? - dijo ella. - Ya sabe usted también que es tan torpe por dentro como por fuera. Es un individuo estúpido, de mal carácter, de bajas inclinaciones y verdaderamente degradado. - ¿Y qué? - repitió. - Ya sabe que no tiene otra cosa más que dinero y una ridícula lista de ascendientes. - ¿Y qué? - volvió a repetir. Y cada vez que pronunciaba estas dos palabras abría más los ojos. Para vencer la dificultad de que me contestara siempre con aquella corta expresión, yo repetí también: - ¿Y qué? Pues eso, precisamente, es lo que me hace desgraciado. De haber creído entonces que favorecía a Drummle con la idea de hacerme desgraciado a mí, habría sentido yo cierta satisfacción; pero, siguiendo el sistema habitual en ella, me alejó de tal manera del asunto, que no pude creer cierta mi sospecha. - Pip - dijo Estella mirando alrededor -. No sea usted tonto ni se deje impresionar por mi conducta. Tal vez esté encaminada a impresionar a otros y quizás ésta sea mi intención. No vale la pena hablar de ello. - Se engaña usted - repliqué -, porque me sabe muy mal que la gente diga que derrama usted sus gracias y sus atractivos en el más despreciable de todos cuantos hay aquí. - Pues a mí no me importa - dij o Estella. - ¡Oh Estella, no sea usted tan orgullosa ni tan inflexible! 149 - ¿De modo que me llama usted orgullosa e inflexible, y hace un momento me reprochaba por fijar mi atención en ese imbécil? - No hay duda de que lo hace usted así - dije con cierto apresuramiento -, porque esta misma noche la he visto sonreírle y mirarle como jamás me ha sonreído ni mirado a mí. ¿Quiere usted, pues - replicó Estella con la mayor seriedad y nada encolerizada -, que le engañe como engaño a los demás? - ¿Acaso le quiere engañar a él, Estella? - No sólo a él, sino también a otros muchos… , a todos, menos a usted… Aquí está la señora Brandley. Ahora no quiero volver a hablar de eso. Y ahora que he dedicado un capítulo al tema que de tal modo llenaba mi corazón y que con tanta frecuencia lo dejaba dolorido, podré proseguir para tratar del acontecimiento que tanta influencia había de tener para mí y para el cual había empezado a prepararme antes de saber que en el mundo existía Estella, en los días en que su inteligencia infantil estaba recibiendo sus primeras distorsiones por parte de la señorita Havisham. En el cuento oriental, la pesada losa que había de caer sobre el majestuoso sepulcro de un conquistador era lentamente sacada de la cantera; el agujero destinado a la cuerda que había de sostenerla se abría a través de leguas de roca; la losa fue lentamente levantada y encajada en el techo; se pasó la cuerda y fue llevada a través de muchas millas de agujero hasta atarla a la enorme silla de hierro. Y después de dejarlo todo dispuesto a fuerza de mucho trabajo, llegó la hora señalada; el sultán se levantó en lo más profundo de la noche, empuñó el hacha que había de servir para separar la cuerda de la anilla de hierro, golpeó con ella y la cuerda se separó, alejándose, y cayó el techo. Así ocurrió en mi caso. Todo el trabajo, próximo o lejano, que tendía al mismo fin, habíase realizado ya. En un momento se dio el golpe, y el tejado de mi castillo se desplomó sobre mí. ...
En la línea 2017
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Había cumplido veintitrés años. Ni una sola palabra oí hasta entonces que pudiese iluminarme con respecto al asunto de mis esperanzas, y hacía ya una semana que cumplí mi vigesimotercer aniversario. Un año antes habíamos abandonado la Posada de Barnard y vivíamos en el Temple. Nuestras habitaciones estaban en Garden Court, junto al río. El señor Pocket y yo nos habíamos separado hacía algún tiempo por lo que se refiere a nuestras primeras relaciones, pero continuábamos siendo muy buenos amigos. A pesar de mi incapacidad de dedicarme a nada, lo cual creo que se debía a la intranquilidad que me producía la incertidumbre del origen de mis medios de vida, era muy aficionado a leer, y lo hacía regularmente durante muchas horas cada día. El asunto de Herbert progresaba también, y los míos eran tal como los he descrito al terminar el capítulo anterior. Los negocios habían obligado a Herbert a dirigirse a Marsella. Yo estaba solo, y por esta causa experimentaba una penosa sensación. Desanimado y ansioso, esperando que el día siguiente o la semana próxima me dejarían ver con mayor claridad mi camino, echaba de menos el alegre rostro y el simpático carácter de mi amigo. El tiempo era muy malo; tempestuoso y húmedo, en las calles había una cantidad extraordinaria de barro. Día por día llegaban a Londres espesas y numerosas nubes del Este, como si el Oriente fuese una eternidad de nubes y de viento. Tan furiosas habían sido las acometidas del huracán, que hasta algunos edificios elevados de la capital habían perdido los canalones de sus tejados; en la campiña hubo árboles arrancados, alas de molino rotas, y de la costa llegaban tristes relatos de naufragios y de muertes. Estas acometidas furiosas del viento eran acompañadas por violentas ráfagas de lluvia, y terminaba el día que hasta entonces, según pude ver, había sido el peor de todos. En aquella parte del Temple se han hecho muchas transformaciones a partir de entonces, pues ahora ya no es un barrio tan solitario ni está tan expuesto a las alteraciones del río. Vivíamos en lo alto de la última casa, y los embates del viento que subía por el cauce del río estremecían aquella noche la casa como si fuesen cañonazos o las acometidas del agua contra los rompientes. Cuando la lluvia acompañó al viento y se arrojó contra las ventanas, se me ocurrió la idea, mientras miraba a éstas cuando oscilaban, que podía figurarme vivir en un faro combatido por la tempestad. De vez en cuando, el humo bajaba por la chimenea, como si le resultara molesto salir por la parte superior en una noche como aquélla; y cuando abrí la puerta para mirar a la escalera, observé que las luces de ésta se habían apagado. Luego, haciendo con las manos sombra en torno de mi rostro, para mirar a través de las negras ventanas (pues no había que pensar en abrirlas ni poco ni mucho, en vista de la lluvia y del furioso viento), vi que los faroles del patio también se 150 habían apagado y que los de los puentes y los de las orillas del río oscilaban, próximos a apagarse, así como que los fuegos de carbón encendidos en las barcazas que había en el río eran arrastrados a lo lejos por el viento, como rojas manchas entre la lluvia. Leía con el reloj sobre la mesa, decidido a cerrar mi libro a las once de la noche. Cuando lo hice, las campanas de San Pablo y las de todos los relojes de las iglesias de la City, algunas precediendo y otras acompañando, dieron aquella hora. El sonido fue afeado de un modo curioso por el viento; y yo estaba escuchando y pensando, al mismo tiempo, en cómo el viento asaltaba las campanadas y las desfiguraba, cuando oí pasos en la escalera. Nada importa saber qué ilusión loca me hizo sobresaltar, relacionando aquellos pasos con los de mi difunta hermana. Tal ilusión pasó en un momento. Escuché de nuevo y oí los pasos que se acercaban. Recordando, entonces, que estaban apagadas las luces de la escalera, empuñé mi lámpara, a cuya luz solía leer, y me asomé con ella al hueco de la escalera. Quienquiera que estuviese debajo se detuvo al ver la luz, porque ya no se oyó más ruido. - ¿Hay alguien abajo? - pregunté mirando al mismo tiempo. - Sí - dijo una voz desde la oscuridad inferior. - ¿Qué piso busca usted? - El último. Deseo ver al señor Pip. - Ése es mi nombre. ¿Ocurre algo grave? - Nada de particular - replicó la voz. Y aquel hombre subió. Yo sostenía la lámpara por encima de la baranda de la escalera, y él subió lentamente a su luz. La lámpara tenía una pantalla, con objeto de que alumbrara bien el libro, y el círculo de la luz era muy pequeño, de manera que el que subía estaba un momento iluminado y luego se volvía a sumir en la sombra. En el primer momento que pude ver el rostro observé que me era desconocido, aunque pude advertir que miraba hacia mí como si estuviera satisfecho y conmovido de contemplarme. Moviendo la mano de manera que la luz siguiera el camino de aquel hombre, noté que iba bien vestido, aunque con un traje ordinario, como podría ir un viajero por mar. Su cabeza estaba cubierta por largos cabellos grises, de un tono semejante al hierro, y me dije que su edad sería la de unos sesenta años. Era un hombre musculoso, de fuertes piernas, y su rostro estaba moreno y curtido por la exposición a la intemperie. Cuando subía los dos últimos escalones y la luz de la lámpara nos iluminó a ambos, vi, con estúpido asombro, que me tendía ambas manos. - ¿Qué desea usted? - le pregunté. - ¿Que qué deseo?-repitió haciendo una pausa.- ¡Ah, sí! Si me lo permite, ya le explicaré lo que me trae… - ¿Quiere usted entrar? - Sí - contestó -. Deseo entrar, master. Le dirigí la pregunta con acento poco hospitalario, porque me molestaba la expresión de reconocimiento, alegre y complacido, que había notado en sus ojos. Y me molestaba por creer que él, implícitamente, deseaba que correspondiera a ella. Pero le hice entrar en la habitación que yo acababa de dejar, y después de poner la lámpara sobre la mesa le rogué con toda la amabilidad de que fui capaz que explicara el motivo de su visita. Miró alrededor con expresión muy rara - como si se sorprendiese agradablemente y tuviera alguna parte en las cosas que admiraba, - y luego se quitó una especie de gabán ordinario y también el sombrero. Asimismo, vi que la parte superior de su cabeza estaba hendida y calva y que los grises cabellos no crecían más que en los lados. Pero nada advertí que me explicara su visita. Por el contrario, en aquel momento vi que de nuevo me tendía las manos. - ¿Qué se propone usted? - le pregunté, con la sospecha de que estuviera loco. Dejó de mirarme y lentamente se frotó la cabeza con la mano derecha. - Es muy violento para un hombre - dijo con voz ruda y entrecortada, - después de haber esperado este momento y desde tan lejos… Pero no tiene usted ninguna culpa… Ninguno de nosotros la tiene. Me explicaré en medio minuto. Concédame medio minuto, hágame el favor. Se sentó en una silla ante el fuego y se cubrió la frente con sus morenas manos, surcadas de venas. Le observé con la mayor atención y me aparté ligeramente de él, pero no le reconocí. - ¿Hay alguien más por aquí cerca? - preguntó, volviendo la cabeza para mirar hacia atrás. - Me extraña que me haga usted esa pregunta, desconocido como es para mí y después de presentarse en mi casa a tales horas de la noche. 151 - Es usted un buen muchacho - me dijo moviendo la cabeza hacia mí con muestras de afecto, que a la vez me resultaban incomprensibles e irritantes -. Me alegro mucho de que haya crecido, para convertirse en un muchacho tan atrayente. Pero no me haga prender, porque luego se arrepentiría amargamente de haberlo hecho. Abandoné mentalmente la intención que él acababa de comprender, porque en aquel momento le reconocí. Era imposible identificar un simple rasgo de su rostro, pero a pesar de eso le reconocí. Si el viento y la lluvia se hubiesen llevado lejos aquellos años pasados, y al mismo tiempo todos los sucesos y todos los objetos que hubo en ellos, situándonos a los dos en el cementerio en donde por primera vez nos vimos cara a cara y a distinto nivel, no habría podido conocer a mi presidiario más claramente de lo que le conocía entonces, sentado ante el fuego. No habia necesidad de que se sacara del bolsillo una lima para mostrármela, ni que se quitara el pañuelo que llevaba al cuello para ponérselo en torno de la cabeza, ni que se abrazase a sí mismo y echase a andar a través de la habitación, mirando hacia mí para que le reconociese. Le conocí antes de que ayudase de este modo, aunque un momento antes no había sospechado ni remotamente su identidad. Volvió a donde yo estaba y de nuevo me tendió las manos. Sin saber qué hacer, porque, a fuerza de asombro, había perdido el dominio de mí mismo, le di las mías de mala gana. Él las estrechó cordialmente, se las llevó a los labios, las besó y continuó estrechándolas. - Obraste noblemente, muchacho – dijo. - ¡Noble Pip! Y yo jamás lo he olvidado. Al advertir un cambio en sus maneras, como si hasta se dispusiera a abrazarme, le puse una mano en el pecho y le obligué a alejarse. - Basta – dije. - Apártese. Si usted me está agradecido por lo que hice en mi infancia, espero que podrá demostrarme su gratitud comunicándome que ha cambiado de vida. Si ha venido aquí para darme las gracias, debo decirle que no era necesario. Sin embargo, ya que me ha encontrado, no hay duda de que hay algo bueno en el sentimiento que le ha traído, y por eso no le rechazaré… , pero seguramente comprenderá que yo… Mi atención quedó de tal modo atraída por la singularidad de su mirada fija en mí, que las palabras murieron en mis labios. - Decía usted - observó después de mirarnos en silencio-que seguramente comprenderé… ¿Qué debo comprender? - Que no debo renovar con usted aquella relación casual, y ya muy antigua, en estas circunstancias, que son completamente distintas. Me complazco en creer que se ha arrepentido usted, recobrando el dominio de sí mismo. Se lo digo con el mayor gusto. Y también me alegro, creyendo que merezco su gratitud, de que haya venido a darme las gracias. No obstante, nuestros caminos son muy distintos. Está usted mojado de pies a cabeza y parece muy fatigado. ¿Quiere beber algo antes de marcharse? Había vuelto a ponerse el pañuelo en torno del cuello, aunque sin apretar el nudo, y se quedó mirándome con la mayor atención mordiendo una punta de aquél. - Me parece - me contestó, sin dejar de morder el pañuelo y mirándome fijamente-que beberé antes de marcharme, y por ello también le doy las gracias. En una mesita auxiliar había una bandeja. La puse encima de la mesa inmediata al fuego, y le pregunté qué prefería. Señaló una de las botellas sin mirarla y sin decir una palabra, y yo le serví un poco de agua caliente con ron. Me esforcé en que no me temblara la mano en tanto que le servía, pero su mirada fija en mí mientras se recostaba en su silla, con el extremo del pañuelo entre sus dientes, cosa que hacía tal vez sin darse cuenta, fue causa de que me resultara difícil contener el temblor de la mano. Cuando por fin le serví el vaso, observé con el mayor asombro que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Hasta entonces, yo había permanecido en pie, sin tratar de disimular mi deseo de que se marchara cuanto antes. Pero me ablandé al observar el suavizado aspecto de aquel hombre y sentí el mudo reproche que me dirigía. - Espero - dije sirviéndome apresuradamente algo de beber yo también y acercando una silla a la mesa -, espero que no creerá usted que le he hablado con rudeza. No tenía intención de hacerlo, pero, si así fue, lo lamento mucho. Deseo que sea usted feliz y se encuentre a su gusto. Cuando me llevé el vaso a los labios, él miró sorprendido el extremo de su pañuelo, dejándolo caer al abrir la boca, y luego me tendió la mano. Yo le di la mía, y ambos bebimos. Hecho esto, se pasó la manga de su traje por los ojos y la frente. - ¿Cuál es su profesión? - le pregunté. -He tenido rebaños de ovejas, he sido criador de reses y otros oficios semejantes en el Nuevo Mundo – contestó; - es decir, a muchos millares de millas de aquí y a través del agua tempestuosa. 152 - Espero que habrá usted ganado dinero. - Mucho, muchísimo. Otros que se dedicaban a lo mismo hicieron también bastante dinero, pero nadie tanto como yo. Fui famoso por esta causa. - Me alegro mucho. - Espero que se alegrará usted más todavía, mi querido joven. Sin tratar de averiguar el sentido de tales palabras ni la razón del tono con que fueron pronunciadas, volví mi atención al detalle que acababa de presentarse a mi mente. - ¿Ha visto alguna vez al mensajero que me mandó, después que él hubo cumplido el encargo que usted le diera? - No le he echado la vista encima. No era fácil tampoco que le viese. - Pues él cumplió fielmente el encargo y me entregó dos billetes de una libra esterlina. Entonces yo era un pobre niño, como ya sabe usted, y, para mí, aquella cantidad era casi una pequeña fortuna. Pero, como usted, he progresado desde entonces y va a permitirme que se las devuelva. Podrá usted emplearlas regalándolas a otro muchacho pobre. Hablando así, saqué mi bolsa. Él me observó mientras la dejaba sobre la mesa y la abría, y no apartó sus ojos de mí mientras separaba dos billetes de una libra esterlina de la cantidad que contenía. Los billetes eran limpios y nuevos. Los desplegué y se los ofrecí. Sin dejar de observarme, los puso uno sobre otro, los dobló a lo largo, los retorció, les prendió fuego en la lámpara y dejó caer las cenizas en la bandeja. - ¿Me permitirá usted que le pregunte - dijo entonces con una sonrisa ceñuda o con sonriente ceño - cómo ha progresado usted desde que ambos nos vimos en los marjales? - ¿Cómo? - Sí. Vació su vaso, se levantó y fue a situarse al lado del fuego, apoyando su grande y morena mano en la chimenea. Apoyó un pie en la barra de hierro que había ante el fuego, con objeto de secárselo y calentarlo, y su húmeda bota empezó a humear; pero él no la miraba ni tampoco se fijaba en el fuego, sino que me contemplaba con la mayor atención. Entonces fue cuando empecé a temblar. Cuando se entreabrieron mis labios y formulé algunas palabras que no se pudieron oír, hice fuerza en mí mismo para decirle, aunque no con mucha claridad, que había sido elegido para heredar algunas propiedades. - ¿Me permite usted preguntar qué propiedades son ésas? - No lo sé - respondí tartamudeando. - ¿Y puedo saber de quién son esas propiedades? - añadió. - Lo ignoro - contesté del mismo modo. -Me parece que podría adivinar-dijo el ex presidiario - la cantidad que recibe usted anualmente desde que es mayor de edad. Refiriéndome a la primera cifra, me parece que es un cinco. Mientras me latía el corazón apresurada y desordenadamente, me puse en pie, apoyando la mano en el respaldo de la silla y mirando, muy apurado, a mi interlocutor. - Y con respecto a un tutor – continuó, - indudablemente existía un tutor o algo parecido mientras usted era menor de edad. Es posible que fuese abogado, y me parece que no me equivocaré mucho al afirmar que la primera letra de su nombre es una J. En aquel momento comprendí toda la verdad de mi situación, y sus inconvenientes, peligros, deshonras y consecuencias de todas clases me invadieron en tal multitud, que me senté anonadado y tuve que esforzarme extraordinariamente para continuar respirando. - Supongamos - continuó - que el que comisionó a aquel abogado, cuyo nombre empieza por una J y que muy bien puede ser Jaggers, supongamos que, atravesando el mar, hubiese llegado a Portsmouth y que, desembarcando allí, hubiera deseado venir a hacerle una visita a usted. «¿Y cómo me ha descubierto usted?», se preguntará. Pues bien, escribí desde Portsmouth a una persona de Londres pidiéndole las señas de usted. ¿Y quiere saber cómo se llama esa persona? Pues es un tal Wemmick. Ni para salvar mi vida habría podido pronunciar entonces una sola palabra. Allí estaba con una mano apoyada en un respaldo de la silla y la otra en mi pecho, pareciéndome que me ahogaba. Así miraba yo a mi extraño interlocutor, y tuve que agarrarme con fuerza a la silla al observar que la habitación parecía dar vueltas alrededor de mí. Él me cogió, me llevó al sofá, me tendió sobre los almohadones y se arrodilló a mi lado, acercando el rostro, que ahora recordaba muy bien y que me hacía temblar, hasta ponerlo a muy poca distancia del mío propio. - Sí, Pip, querido muchacho. He hecho de ti un caballero. Soy yo quien ha hecho eso. Aquel día juré que si lograba ganar una guinea, sería para ti. Y, más tarde, cuando empecé a especular y a enriquecerme, me 153 juré que serías rico. Viví sufriendo grandes penalidades para que tú vivieses cómodamente. Trabajé con la mayor energía para que tú no tuvieras que hacerlo. ¡Qué cosas tan raras! ¿Verdad, muchacho? ¿Y crees que te lo digo para que estés agradecido? De ninguna manera. Te lo digo tan sólo para que sepas que aquel perro cuya vida contribuiste a sostener levantó la cabeza a tal altura para poder hacer de ti un caballero. Y, en efecto, Pip, has llegado a ser un caballero. El aborrecimiento que me inspiraba aquel hombre y el temor que sentía hacia él, así como la repugnancia que me obligó a evitar su contacto, no habrían podido ser mayores de haber sido un animal terrible. -Mira, Pip. Soy tu segundo padre. Tú eres mi hijo y todavía más que un hijo. He ahorrado mucho dinero tan sólo para que tú puedas gastarlo. Cuando me alquilaron como pastor y vivía en una cabaña solitaria, sin ver más que las ovejas, hasta que olvidé cómo eran los rostros de los hombres y las mujeres, aun entonces, mentalmente, seguía viendo tu rostro. Muchas veces se me ha caído el cuchillo de las manos en aquella cabaña, cuando comía o cenaba, y entonces me decía: «Aquí está otra vez mi querido muchacho contemplándome mientras como y bebo». Te vi muchas veces, con tanta claridad como el día en que te encontré en los marjales llenos de niebla. «Así Dios me mate - decía con frecuencia, y muchas veces al aire libre, para que me oyese el cielo, - pero si consigo la libertad y la riqueza, voy a hacer un caballero de ese muchacho». Y ahora mira esta vivienda tuya, digna de un lord. ¿Un lord? ¡Ah!, tendrás dinero más que suficiente para hacer apuestas con los lores y para lograr ventajas sobre ellos. En su vehemencia triunfal, y dándose cuenta de que yo había estado a punto de desmayarme, no observó la acogida que presté a sus palabras. Éste fue el único consuelo que tuve. - Mira - continuó, sacándome el reloj del bolsillo y volviendo hacia él una sortija que llevaba mi dedo, mientras yo rehuía su contacto como si hubiese sido una serpiente. - El reloj es de oro, y la sortija, magnífica. Ambas cosas dignas de un caballero. Y fíjate en tu ropa blanca: fina y hermosa. Mira tu traje: mejor no puede encontrarse. Y también tus libros - añadió mirando alrededor, - que llenan todos los estantes, a centenares. Y tú los lees, ¿no es verdad? Me habría gustado encontrarte leyendo al llegar. ¡Ja, ja, ja! Luego me leerás algunos, querido Pip, y si son en algún idioma extranjero que yo no entienda, no por eso me sentiré menos orgulloso. De nuevo llevó mis manos a sus labios, en tanto que la sangre parecía enfriarse en mis venas. - No hay necesidad de que hables, Pip - dijo, volviendo a pasarse la manga por los ojos y la frente, mientras su garganta producía aquel ruido que yo recordaba tan bien. Y lo más horrible de todo era el darme cuenta del afecto con que hablaba. - Lo mejor que puedes hacer es permanecer quieto, querido Pip. Tú no has pensado en nuestro encuentro tanto tiempo como yo. No estabas preparado para eso, como lo estaba yo. Pero sin duda jamás te imaginaste que sería yo. -¡Oh, no, no!-repliqué-. ¡Nunca, nunca! - ¡Pues bien, ya ves que era yo y sin ayuda de nadie! No ha intervenido en el asunto nadie más que yo mismo y el señor Jaggers. - ¿Ninguna otra persona? - pregunté. - No - contestó, sorprendido. - ¿Quién más podía haber intervenido? Pero déjame que te diga, querido Pip, que te has convertido en un hombre muy guapo. Y espero que te habrán conquistado algunos bellos ojos. ¿No hay alguna linda muchacha de la que estés enamorado? - ¡Oh, Estella, Estella! -Pues será tuya, querido hijo, siempre en el supuesto de que el dinero pueda conseguirlo. No porque un caballero como tú, de tan buena figura y tan instruido, no pueda conquistarla por sí mismo; pero el dinero te ayudará. Ahora déjame que acabe lo que te iba diciendo, querido muchacho. De aquella cabaña y del tiempo que pasé haciendo de pastor recibí el primer dinero, pues, al morir, me lo dejó mi amo, que había sido lo mismo que yo, y así logré la libertad y empecé a trabajar por mi cuenta. Y todas las aventuras que emprendía, lo hacía por ti. «Dios bendiga mi empresa - decía al emprenderla -. No es para mí, sino para él.» Y en todo prosperé de un modo maravilloso. Para que te des cuenta, he de añadir que me hice famoso. El dinero que me legaron y las ganancias del primer año lo mandé todo al señor Jaggers, todo para ti. Entonces él fue en tu busca, de acuerdo con las instrucciones que le di por carta. ¡Oh, ojalá no hubiese venido! ¡Pluguiese a Dios que me dejara en la fragua, lejos de ser feliz, pero, sin embargo, dichoso en comparación con mi estado actual! - Y entonces, querido Pip, recibí la recompensa sabiendo secretamente que estaba haciendo de ti un caballero. A veces, los caballos de los colonos me llenaban de polvo cuando yo iba andando. Pero yo me decía: «Estoy haciendo ahora un caballero que será mucho mejor que todos los demás.» Y cuando uno decía a otro: «Hace pocos años era un presidiario y además es un hombre ordinario e ignorante. Sin embargo, tiene mucha suerte», entonces yo pensaba: «Si yo no soy un caballero ni tengo instrucción, por lo 154 menos soy propietario de uno de ellos. Todo lo que vosotros poseéis no es más que ganado y tierras, pero ninguno de vosotros tiene, como yo, un caballero de Londres.» Así me consolaba y así continuaba viviendo, y también de ese modo continué ganando dinero, hasta que me prometí venir un día a ver a mi muchacho y darme a conocer a él en el mismo sitio en que vivía. Me puso la mano en el hombro, y yo me estremecí ante la idea de que, según imaginaba, aquella mano pudiera estar manchada de sangre. - No me fue fácil, Pip, salir de allí, ni tampoco resultaba muy seguro. Pero yo estaba empeñado, y cuanto más difícil resultaba, mayor era mi decisión, porque estaba resuelto a ello. Y por fin lo he hecho. Sí, querido Pip, lo he hecho. Traté de reunir mis ideas, pero estaba aturdido. Me parecía haber prestado mayor atención a los rugidos del viento que a las palabras de mi compañero; pero no me era posible separar la voz de éste de los silbidos de aquél, aunque seguía oyéndolos cuando él permanecía callado. - ¿Dónde me alojarás? - preguntó entonces. - Ya comprenderás, querido Pip, que he de quedarme en alguna parte. - ¿Para dormir? - dije. - Sí, para dormir muchas horas y profundamente – contestó, - porque he pasado meses y meses sacudido y mojado por el agua del mar. -Mi amigo y compañero-dije levantándome del sofáestá ausente; podrá usted disponer de su habitación. - ¿Volverá mañana? - preguntó. - No - contesté yo casi maquinalmente a pesar de mis extraordinarios esfuerzos. - No volverá mañana. - Lo pregunto, querido Pip - dijo en voz baja y apoyando un dedo en mi pecho, - porque es preciso tener la mayor precaución. - ¿Qué quiere usted decir? ¿Precaución? - ¡Ya lo creo! Corro peligro de muerte. - ¿Qué muerte? - Fui deportado de por vida. Y el volver equivale a la muerte. Durante estos últimos años han vuelto muchos que se hallaban en mi caso, y, sin duda alguna, me ahorcarían si me cogiesen. ¡Sólo faltaba eso! Aquel desgraciado, después de cargarme con su oro maldito y con sus cadenas de plata, durante años enteros, arriesgaba la vida para venir a verme, y allí le tenía a mi custodia. Si le hubiese amado en vez de aborrecerle, si me hubiera sentido atraído a él por extraordinaria admiración y afecto, en vez de sentir la mayor repugnancia, no habría sido peor. Por el contrario, habría sido mejor, porque su seguridad sería lo más importante del mundo para mi corazón. Mi primer cuidado fue cerrar los postigos, a fin de que no se pudiese ver la luz desde el exterior, y luego cerrar y atrancar las puertas. Mientras así lo hacía, él estaba sentado a la mesa, bebiendo ron y comiendo bizcochos; yo, al verle entretenido así, creí contemplar de nuevo al presidiario en los marjales mientras comía. Y casi me pareció que pronto se inclinaría hacia su pierna para limar su grillete. Cuando hube entrado en la habitación de Herbert, cerrando toda comunicación entre ella y la escalera, a fin de que no quedase otro paso posible que la habitación en que habíamos estado conversando, pregunté a mi compañero si quería ir a acostarse. Contestó afirmativamente, pero me pidió algunas prendas de mi ropa blanca de caballero para ponérselas por la mañana. Se las entregué y se las dejé dispuestas, y pareció interrumpirse nuevamente el curso de la sangre en mis venas cuando de nuevo me estrechó las manos para desearme una buena noche. Me alejé de él sin saber cómo lo hacía; reanimé el fuego en la estancia en que habíamos permanecido juntos y me senté al lado de la chimenea, temeroso de irme a la cama. Durante una o dos horas estuve tan aturdido que apenas pude pensar; pero cuando lo logré, me di cuenta de lo desgraciado que era y de que la nave en que me embarcara se había destrozado por completo. Era evidente que las intenciones de la señorita Havisham con respecto a mí no eran nada más que un sueño; sin duda alguna, Estella no me estaba destinada; en la casa Satis se me toleraba como algo conveniente, como si fuese una espina para los avarientos parientes, como un modelo dotado de corazón mecánico a fin de que Estella se practicase en mí cuando no había nadie más en quien hacerlo; éstas fueron las primeras ideas que se presentaron a mi mente. Pero el dolor más agudo de todos era el de que, a causa de aquel presidiario, reo de ignorados crímenes y expuesto a ser cogido en mis propias habitaciones para ser ahorcado en Old Bailey, yo había abandonado a Joe. Entonces no habría querido volver al lado de Joe ni al de Biddy por nada del mundo; aunque me figuro que eso se debía a la seguridad que tenía de que mi indigna conducta hacia ellos era más culpable de lo que 155 me había figurado. Ninguna sabiduría en la tierra podría darme ahora el consuelo que habría obtenido de su sencillez y de su fidelidad; pero jamás podría deshacer lo hecho. En cada una de las acometidas del viento y de la lluvia parecíame oír el ruido de los perseguidores. Por dos veces habría jurado que llamaban a la puerta y que al otro lado alguien hablaba en voz baja. Con tales temores, empecé a recordar que había recibido misteriosos avisos de la llegada de aquel hombre. Me imaginé que durante las semanas anteriores vi en las calles algunos rostros que me parecieron muy semejantes al suyo. Díjeme que aquellos parecidos habían sido más numerosos a medida que él se acercaba a Inglaterra, y estaba seguro de que su maligno espíritu me había mandado, de algún modo, aquellos mensajeros, y, en aquella noche tempestuosa, él valía tanto como su palabra y estaba conmigo. Entre estas reflexiones, se me ocurrió la de que, con mis ojos infantiles, le juzgué hombre violento y desesperado; que había oído al otro presidiario asegurar reiteradamente que había querido asesinarle; y yo mismo le vi en el fondo de la zanja, luchando con la mayor fiereza con su compinche. Y tales recuerdos me aterraron, dándome a entender que no era seguro para mí el estar encerrado con él en lo más profundo de aquella noche solitaria y tempestuosa. Y este temor creció de tal manera, que por fin me obligó a tomar una bujía para ir a ver a mi terrible compañero. Éste se había envuelto la cabeza en un pañuelo y su rostro estaba inmóvil y sumido en el sueño. Dormía tranquilamente, aunque en la almohada se veía una pistola. Tranquilizado acerca del particular, puse suavemente la llave en la parte exterior de la puerta y le di la vuelta para cerrar antes de sentarme junto al fuego. Gradualmente me deslicé de mi asiento y al fin me quedé tendido en el suelo. Cuando desperté, sin que durante mi sueño hubiese olvidado mi desgracia, los relojes de las iglesias de la parte oriental de Londres daban las cinco de la madrugada, las bujías se habían consumido, el fuego estaba apagado y el viento y la lluvia intensificaban las espesas tinieblas. ÉSTE ES EL FINAL DE LA SEGUNDA FASE DE LAS ESPERANZAS DE PIP ...

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