La palabra Redonda ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece redonda.
Estadisticas de la palabra redonda
Redonda es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 7459 según la RAE.
Redonda aparece de media 11.3 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la redonda en las obras de referencia de la RAE contandose 1718 apariciones .
Más información sobre la palabra Redonda en internet
Redonda en la RAE.
Redonda en Word Reference.
Redonda en la wikipedia.
Sinonimos de Redonda.

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece redonda
La palabra redonda puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 544
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y, desperezándose, este hombretón recio, musculoso, de espaldas de gigante, redonda cabeza trasquilada y rostro bondadoso sostenido por un grueso cuello de fraile, extendía sus poderosos brazos, habituados a levantar en vilo los sacos de harina y los pesados pellejos de la carretería. ...
En la línea 636
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Batiste se detuvo, lamentando en su interior no llevar consigo ni una mala navaja, ni una hoz, pero sereno, tranquilo, irguiendo su cabeza redonda con la expresión imperiosa tan temida por su familia y cruzando sobre el pecho los forzudos brazos de antiguo mozo de molino. ...
En la línea 682
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Un vejete seco, encorvado, cuyas manos rojas y cubiertas de escamas temblaban al apoyarse en el grueso cayado, era Cuart de Faitanar; el otro, grueso y majestuoso, con ojillos que apenas sí se veían bajo los dos puñados de pelo blanco de sus cejas, era Mislata; poco después llegaba Rascaña, un mocetón de planchada blusa y redonda cabeza de lego; y tras ellos iban presentándose los demás, hasta siete: Favar, Robella, Tormos y Mestalla. ...
En la línea 1421
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Un poco más allá sonaban las enormes tijeras en continuo movimiento, pasando y repasando sobre la redonda testa de algún mocetón presumido, que quedaba esquilado como perro de aguas; el colmo de la elegancia: larga greña sobre la frente y la media cabeza atrás cuidadosamente rapada. ...
En la línea 7465
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Eran monjes que llevaban tan mal el hábito que era fácil reconocer que pertenecían sobre todo a la Iglesia militante; mujeres algo moles tas en sus trajes de pajes, y cuyos largos calzones no podían disimilar por entero las formas redondeadas; en fin, campesinos de manos en negrecidas pero de pierna fina, y que olían a hombre de calidad a una legua a la redonda. ...
En la línea 8849
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Era cuanto Milady podía soportar: sus manos se crisparon sobre su sillón, sus dientesrechinaron sordamente, sus ojossiguieron el movimiento de la puerta que se cerró tras lord de Winter y Felton; y cuando se vio sola, una nueva crisis de desesperación se apoderó de ella; lan-zó los ojos sobre la mesa, vio brillar un cuchillo, se abalanzó y lo cogió; pero su desengaño f ue cruel: la hoja era redonda y de plata flexible. ...
En la línea 9296
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... De todo cuanto pasó en este sueño y del tiempo que transcurrió durante su duración, nin gún recuer-do tengo; la única cosa que recuerdo es que me desperté acostada en una habitación redonda cuyo moblaje era suntuoso, y en la que la luz sólo penetraba por una abertura del techo. ...
En la línea 1818
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Cercados por un muro de tierra que apenas mide legua y media a la redonda, se agolpan doscientos mil seres humanos, que forman, con toda seguridad, la masa viviente más extraordinaria del mundo entero; y no se olvide nunca que esta masa es estrictamente española. ...
En la línea 3506
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... ¡Quejarme del cambio! ¡Y que eso lo diga un inglés! Prefiero ser miserable vagabundo en Inglaterra que dueño y señor de todo en diez leguas a la redonda del lago de Como, y otro tanto dirán todos mis compatriotas que han estado en Inglaterra, dondequiera que se encuentren. ...
En la línea 5864
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Era noche obscurísima cuando llegamos al pie de las montañas; aún estábamos entre pinares y bosques, que se extendían muchas leguas a la redonda. ...
En la línea 573
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo (ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria) que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto. ...
En la línea 650
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con todo esto, la fama de su mucha hermosura se estendió de manera que, así por ella como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos, era rogado, solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. ...
En la línea 750
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y, como todos los circunstantes tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la redonda; y él, leyendo en voz clara, vio que así decía: Capítulo XIV. ...
En la línea 1412
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Ginés me llamo y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice; y cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará poco. ...
En la línea 1207
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... n comunes dos especies de cuadrúpedos acuáticos: el Myopotamus coypus (especie de castor, pero de cola redonda), cuya hermosa piel, muy conocida, da lugar a un comercio activo en toda la cuenca del Plata ...
En la línea 2135
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... ta especie tiene la cola redonda y las patas no son palmeadas. lugar de encontrarse como la especie acuática en todas las islas, no habita ésta más que las partes centrales del archipiélago, es decir, las islas Albermarle, James, Barrington e Infatigable. las islas Carlos, Hood y Chatham, situadas más al sur, y en las Towers, Bindloes y Abingdon, más al norte, no la he visto ni he oído hablar de ella ...
En la línea 3172
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Tenía grandes amistades personales en las aldeas, y repartía abrazos por el distrito en muchas leguas a la redonda. ...
En la línea 3645
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —Y la expresión; y aquel modo de inclinar la cabeza cuando está distraída; parece que está acariciando a un niño con la barba redonda y pura. ...
En la línea 9111
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Era muy morena, la frente muy huesuda, los párpados salientes, ceja gris espesa, como la gran mata de pelo áspero que ceñía su cabeza; barba redonda y carnosa, nariz de corrección insignificante, boca grande, labios pálidos y gruesos. ...
En la línea 14986
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Oh, el mar, si no hay como el mar, y la mesa redonda, y la casa de baños, y los paseos por el muelle, y los conciertos al aire libre. ...
En la línea 810
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Cuando se halló cerca del fin de su viaje, la Delfina fijaba exclusivamente su atención en los chicos que iba encontrando. Pasmábase la señora de Santa Cruz de que hubiera tantísima madre por aquellos barrios, pues a cada paso tropezaba con una, con su crío en brazos, muy bien agasajado bajo el ala del mantón. A todos estos ciudadanos del porvenir no se les veía más que la cabeza por encima del hombro de su madre. Algunos iban vueltos hacia atrás, mostrando la carita redonda dentro del círculo del gorro y los ojuelos vivos, y se reían con los transeúntes. Otros tenían el semblante mal humorado, como personas que se llaman a engaño en los comienzos de la vida humana. También vio Jacinta no uno, sino dos y hasta tres, camino del cementerio. Suponíales muy tranquilos y de color de cera dentro de aquella caja que llevaba un tío cualquiera al hombro, como se lleva una escopeta. ...
En la línea 2330
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... «No aportaste más por allí. Yo le pregunté después a la Paca si había vuelto por allí el chico de Santa Cruz, y me contestó: 'Calla hija, si han dicho aquí anoche que está con plumonía… '. Pobrecito, por poco no lo cuenta. Estuvo si se las lía, si no se las lía… Por ti pregunté a la Feliciana una tarde que fui a enseñarle los mantones de Manila que yo estaba corriendo, y me dijo que te ibas a casar con un boticario… ya, el sobrino de doña Lupe la de los Pavos… ¡Ah!, chica, si esa tal doña Lupe es lo que más conozco… Pregúntale por mí. Le he vendido más alhajas que pelos tengo en la cabeza. ¡Ah!, entonces sí que estaba yo bien; pero de repente me trastorné, y caí tan enferma del estómago, que no podía pasar nada, y lo mismo era entrarme bocado en él o gota de agua, que parecía que me encendían lumbre; y mi hermana Severiana, que vive en la calle de Mira el Río, me llevó a su casa, y allí me entraron unos calambres que creí que espichaba; y una noche, viendo que aquello no se me quería calmar, salí de estampía, y en la taberna me atizé tres copas de aguardiente, arreo, tras, tras, tras, y salí, y en medio a medio de la calle caíme al suelo, y los chiquillos se me ajuntaron a la redonda, y luego vinieron los guindillas y me soplaron en la prevención. Severiana quiso llevarme otra vez a su casa; pero entonces una señora que conocemos, esa doña Guillermina… la habrás oído nombrar… me cogió por su cuenta y me trajo a este establecimiento. La doña Guillermina es una que se ha echado mismamente a pobre, ¿sabes?, y pide limosna y está haciendo un palación ahí abajo para los huérfanos. Mi hermana y yo nos criamos en su casa, ¡gran casa la de los señores de Pacheco! Personas muy ricas, no te creas, y mi madre era la que les planchaba. Por eso nos tiene tanta ley doña Guillermina, que siempre que me ve con miseria me socorre, y dice que mientras más mala sea yo más me ha de socorrer. Pues que quise que no, aquí me metieron… Ya me habían metido antes; pero no estuve más que una semana, porque me escapé subiéndome por la tapia de la huerta como los gatos». ...
En la línea 2579
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Se le franquearon todas las puertas, abriéndolas de par en par y resguardándose tras las hojas de ellas, como se abren las puertas del toril para que salga la fiera a la plaza. La última que cambió algunas palabras con ella fue Fortunata, que la siguió hasta el vestíbulo movida de lástima y amistad, y aún quiso arrancarle alguna declaración de arrepentimiento. Pero la otra estaba ciega y sorda; no se enteraba de nada, y dio a su amiga tal empujón, que si no se apoya en la pared cae redonda al suelo. ...
En la línea 2705
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Fortunata tenía la boca extraordinariamente amarga, cual si estuviera mascando palitos de quina. Al entrar en la parroquia sintió horrible miedo. Figurábase que su enemigo estaba escondido tras un pilar. Si sentía pasos, creía que eran los de él. La ceremonia verificose en la sacristía, y duró poco tiempo. Impresionaron mucho a la novia los símbolos del Sacramento, y por poco se cae redonda al suelo. Y al propio tiempo sentía en sí una luz nueva, algo como un sacudimiento, el choque de la dignidad que entraba. La idea del señorío enderezó su espíritu, que estaba como columna inclinada y próxima a perder el equilibrio. ¡Casada!, ¡honrada o en disposición de serlo! Se reconocía otra. Estas ideas, que quizás procedían de un fenómeno espasmódico, la confortaron; pero al salir volvió a sentirse acometida del miedo. ¡Si por acaso el enemigo se le aparecía… ! Porque Mauricia le había dicho que rondaba, que rondaba, que rondaba… ¡Aquí de la Virgen! Pero ¡qué cosas! ¡Si María Santísima protegía ahora al enemigo! Esta idea extravagante no la podía echar de sí. ¿Cómo era posible que la Virgen defendiera el pecado? ¡Tremendo disparate!, pero disparate y todo, no había medio de destruirlo. ...
En la línea 2358
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba perfectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte, enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer momento. ...
En la línea 2611
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Tras reflexionar un momento, entró. El vestíbulo estaba oscuro y vacío como una habitación desvalijada. Pasó a la sala lentamente, andando de puntillas. Toda ella estaba iluminada por una luna radiante. Nada había cambiado: allí estaban las sillas, el espejo, el sofá amarillo, los cuadros con sus marcos. Por la ventana se veía la luna, redonda y enorme, de un rojo cobrizo. ...
En la línea 2791
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Piotr Petrovitch entró en la habitación y saludó a las damas con la mayor amabilidad, pero con una gravedad exagerada. Parecía, además, un tanto desconcertado. Pulqueria Alejandrovna, que también daba muestras de cierta turbación, se apresuró a hacerlos sentar a todos a la mesa redonda donde hervía el samovar. Dunia y Lujine quedaron el uno frente al otro, y Rasumikhine y Raskolnikof se sentaron de cara a Pulqueria Alejandrovna, aquél al lado de Lujine, y Raskolnikof junto a su hermana. ...
En la línea 25
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... De cuando en cuando miraba furtivamente a Paulina Alexandrovna, la cual no me prestaba la menor atención. Finalmente la cólera se apoderó de mí y decidí estallar. Empecé por mezclarme en voz alta a la conversación. Deseaba, sobre todo, provocar una discusión con el francés. Dirigiéndome al general (creo, incluso, haberle interrumpido mientras hablaba), le hice notar que aquel verano los rusos no podían sentarse a comer en la mesa redonda. El general me asestó una mirada de asombro. ...
En la línea 228
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Al cual no dejó de parecer extraña y desusada cosa -así que, cesando de contemplar las tinieblas, convirtió la vista al interior del departamento- el que aquella mujer, que tan a su sabor dormía, se hubiese metido allí en vez de irse a un reservado de señoras. Y a esta reflexión siguió una idea, que le hizo fruncir el ceño y contrajo sus labios con una sonrisa desdeñosa. No obstante, la segunda mirada que fijó en Lucía le inspiró distintos y más caritativos pensamientos. La luz del reverbero, cuya cortina azul descorrió para mejor examinar a la durmiente, la hería de lleno; pero según el balanceo del tren, oscilaba, y tan pronto, retirándose, la dejaba en sombra, como la hacía surgir, radiante, de la obscuridad. Naturalmente se concentraba la luz en los puntos más salientes y claros de su rostro y cuerpo. La frente, blanca como un jazmín, los rosados pómulos, la redonda barbilla, los labios entreabiertos que daban paso al hálito suave, dejando ver los nacarinos dientes, brillaban al tocarlos la fuerte y cruda claridad; la cabeza la sostenía con un brazo, al modo de las bacantes antiguas, y su mano resaltaba entre las obscuridades del cabello, mientras la otra pendía, en el abandono del sueño, descalza de guante también, luciendo en el dedo meñique la alianza, y un poco hinchadas las venas, porque la postura agolpaba allí la sangre. Cada vez que el cuerpo de Lucía entraba en la zona luminosa, despedían áureo destello los botones de cincelado metal, encendiéndose sobre el paño marrón del levitín, y se entreveía, a trechos de la revuelta falda, orlada de menudo volante a pliegues, algo del encaje de las enaguas, y el primoroso zapato de bronceada piel, con curvo tacón. Desprendíase de toda la persona de aquella niña dormida aroma inexplicable de pureza y frescura, un tufo de honradez que trascendía a leguas. No era la aventurera audaz, no la mariposuela de vuelo bajo que anda buscando una bujía donde quemarse las alas; y el viajero, diciéndose esto a sí mismo, se asombraba de tan confiado sueño, de aquella criatura que descansaba tranquila, sola, expuesta a un galanteo brutal, a todo género de desagradables lances; y se acordaba de una estampa que había visto en magnífica edición de fábulas ilustradas, y que representaba a la Fortuna despertando al niño imprevisor aletargado al borde del pozo. Ocurriósele de pronto una hipótesis: acaso la viajera fuese una miss inglesa o norteamericana, provista de rodrigón y paje con llevar en el bolsillo un revólver de acero de seis tiros. Pero aunque era Lucía fresca y mujerona como una Niobe, tipo muy común entre las señoritas yankees, mostraba tan patente en ciertos pormenores el origen español, que hubo de decirse a sí mismo el que la consideraba: «no tiene pizca de traza de extranjera.» Mirola aun buen rato, como buscando en su aspecto la solución del enigma; hasta que al fin, encogiéndose levemente de hombros, como el que exclamase: «¿Qué me importa a mí, en resumen?», tomó de su maletín un libro y probó a leer; pero se lo impidió el fulgor vacilante que a cada vaivén del coche jugaba a embrollar los caracteres sobre la blanca página. Se arrimó nuevamente entonces el viajero a los helados cristales, y se quedó así, inmóvil, meditabundo. ...
En la línea 746
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... No era aburrimiento lo que tenía Miranda: era su mal del hígado, furiosamente exacerbado con el despecho de la ridícula aventura que cortó el viaje de novios. Sus sienes verdeaban, sus ojeras se teñían de matices amoratados, la bilis se infiltraba bajo la piel, y así como una casa nueva hace parecer más vetustas las que están a su lado, así la lozana juventud de Lucía acentuaba el deterioro del marido. Verificábase en Lucía la encantadora transición de niña a mujer; sus movimientos, más lentos y reposados, tenían mayor gracia; al paso que en él, la madurez se trocaba en vejez, más bien que por los años, por la ruina de la organización. Mostrábase Lucía con él tanto más afectuosa, cuanto más le veía roído por los achaques, y cuanto más notaba en su rostro las huellas del padecimiento cruel. No la arredraban ciertos despegos, ciertas durezas inexplicables de Miranda; servíale piadosa y filialmente, hablábale con dulzura, hacíale ella misma los remedios y le vendaba el pie lastimado, con la devoción con que vestiría a una santa imagen. Era feliz y hasta se conmovía, cuando él hallaba bien colocado el apósito. Al fin Miranda pudo andar sin riesgo. Las lujaciones duran poco, aunque en la edad de Miranda sean más tenaces. Diéronle de alta, y todos se dispusieron a tomar la ruta de Vichy. La estación adelantaba: estaban casi a mediados de Septiembre, y esperar más era exponerse a las persistentes lluvias de aquel clima. Por encargo de Miranda el ama del hotel escribió a la villa termal, encargando hospedaje. Con verbosidad enteramente francesa convenció a Miranda y a Perico de que debían alojarse en un chalet, por evitar a las damas la enojosa promiscuidad de la mesa redonda de hotel, y para que se encontrasen como en su propia casa. Repartido entre las dos familias, no sería exorbitante el coste y las ventajas muchas. Conviniéronse en ello, y Miranda hubo de pedir la cuenta del gasto hecho en el hotel, que le trajeron escrita en casi indescifrables garrapatos. Cuando logró entenderlos llamó al ama. ...
En la línea 1059
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Ya sabía el pícaro lo que se hacía. Ni padre, ni tía se mostraban muy dispuestos a venir a encargarse de Pilar, y auguraba el contratiempo de tener que quedarse de enfermero… Su mente, fecunda en tretas, le sugirió mil para embelesar a Miranda, en aquella ciudad mágica que ya de suyo emboba a cuantos la pisan. Aprendió el esposo de Lucía los refinamientos de la cocina francesa en los mejores restauradores (ensordezca todo hablista); y con la golosina experta de su edad madura, llegó a tomarse gran interés en que la salsa holandesa fuese mejor aquí que dos puertas más abajo, y en que las setas rellenas se hallasen o no a la época más propia para ser saboreadas. Amén de estos goces culinarios, aficionose a los teatrillos del género chocarrero que tanto abundan en París: divirtiéronle las canciones picarescas, las muecas del payaso, la música retozona y los trajes ligeros y casi paradisíacos de aquellas bienaventuradas ninfas que se disfrazaban de cacerolas, de violines o de muñecos. Hasta se susurra -pero sin que existan datos para establecerlo como rigurosa verdad histórica- que el insigne ex buen mozo quiso recordar sus pasadas glorias, y verter una regaderita de agua sobre sus secos y mustios lauros, y eligió para cómplice a cierta rata de proscenio, nombrada Zulma en la docta academia teatral, si bien está averiguado que en regiones menos olímpicas pudo llamarse Antonia, Dionisia o cosa así. Tenía ésta tal el salero del mundo para cantar el estribillo (refrain) de ciertas tonadas (chansonnettes); y era para descuajarse y deshacerse de risa cuando, la mano en la cintura, la pierna derecha en el aire, guiñados los ojos y entreabierta la boca, despedía una exclamación canallesca, un grito venido en derechura de las pescaderías y mercados a posarse en sus labios de púrpura, para deleite y contentamiento de los espectadores. Ni eran estas las únicas gracias y donaires de la cantora, antes lo mejor de su repertorio, la quintaesencia de sus monerías, guardábala para la dulce intimidad de los felices mortales que a aquella Dánae de bambalinas lograban aproximarse, bien provistos de polvos de oro. ¡Con qué felina zalamería menudeaba los golpecitos en la panza, y llamaba a graves sesentones ratoncillos, perritos suyos, gatitos, bibis, y otros apelativos cariñosos y regalados, que a arrope y miel sabían! Pues ¿qué diré del chiste y garbo incomparable con que oprimía entre sus dientes de perlas, un pitillo ruso, lanzando al aire volutas de humo azul, mientras la contracción de sus labios destacaba la arremangada nariz y los hoyuelos de los arrebolados carrillos? ¿Qué de aquella su maestría en ocupar dos sillas a un tiempo sin que propiamente estuviera sentada en ninguna de ellas, y puesto que reposaba en la primera el espinazo, en la segunda los tacones? ¿Qué de la agilidad y destreza con que se sorbía diez docenas de ostras verdes en diez minutos, y bebíase dos o tres botellas de Rhin, que no parece sino que le untaban el gaznate con aceite y sebo para que fuese escurridizo y suave? ¿Qué de la risueña facundia con que probaba a sus amigos que tal anillo de piedras les venía estrecho al dedo, mientras a ella le caía como un guante? En suma, si la aventura que se murmuró por entonces en los bastidores de un teatrillo, y en la mesa redonda de la Alavesa, parece indigna de la prosopopeya tradicional en la mirandesca estirpe, cuando menos es justo consignar que la heroína era la más divertida, sandunguera y comprometedora zapaquilda de cuantas mayaban desafinada y gatunamente en los escenarios de París. ...
En la línea 1201
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Así lo hizo, en efecto, y oyendo en seguida la campana que llamaba a la mesa redonda, bajó al comedor, sintiendo aquel día excelente apetito, cosa no cotidiana en su enervado estómago. Faltaba aún, para que sirviesen la sopa, los sacramentales segundos y tercer toque. Había grupos de huéspedes que conversaban esperando; la mayor parte hablaban de la muerte de Pilar en voz queda, por consideración a Miranda, a quien conocían; sólo un núcleo de tres o cuatro navarros y vascongados platicaban de recio, por ser el asunto de su conversación de aquellos que no encierran misterio alguno. No obstante, de tal manera fijó la atención de Miranda lo que decían, que inmóvil y vuelto todo oídos, no respiraba casi. A los diez minutos de escuchar supo cuanto saber no quisiera: que Artegui estaba en París, que vivía en la casa de al lado, que se podía pasar a su domicilio por el jardín, puesto que uno de los vascongados declaraba haber lo hecho aquella mañana con objeto de visitarle… El camarero que cruzaba a la sazón con una bandeja llena de platos de humeante sopa, indicó a Miranda que podía sentarse, y él en vez de oírle, tomó escalera arriba como un frenético, y entró sin respeto alguno en la cámara mortuoria. ...
En la línea 987
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Verificadas las compras, mister Fogg y la joven entraron en el hotel, y comieron en la mesa redonda, donde estaba servida suntuosamente. Después, mistress Aouida, algo cansada, se fue a su cuarto, estrechando antes la mano de su imperturbable salvador. ...

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