La palabra Puros ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Niebla de Miguel De Unamuno
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece puros.
Estadisticas de la palabra puros
Puros es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 8871 según la RAE.
Puros aparece de media 9.02 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la puros en las obras de referencia de la RAE contandose 1371 apariciones .
Errores Ortográficos típicos con la palabra Puros
Cómo se escribe puros o purros?
Cómo se escribe puros o puroz?
Más información sobre la palabra Puros en internet
Puros en la RAE.
Puros en Word Reference.
Puros en la wikipedia.
Sinonimos de Puros.

la Ortografía es divertida

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece puros
La palabra puros puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 760
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Buscad, pues, los vinos legítimos de Dupont en la seguridad de que es la casa que los conserva, puros y genuinos. ...
En la línea 777
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --Despréciame cuanto quieras: los jóvenes no entendéis ciertas cosas; podéis ser puros, sin que por esto sufran más que vuestras personas... ...
En la línea 908
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Un estremecimiento de las entrañas de la tierra había conmovido un día al mundo antiguo. Los árboles gimieron en los bosques, agitando sus melenas de hojas, como plañideras desesperadas; un viento fúnebre rizó los lagos y la superficie azul y luminosa del mar clásico que había arrullado durante siglos en las playas griegas los diálogos de los poetas y los filósofos. Un lamento de muerte rasgó el espacio, llegando a los oídos de todos los hombres. «_¡El gran Pan ha muerto!..._» Las sirenas se sumergieron para siempre en las glaucas profundidades, las ninfas huyeron despavoridas a las entrañas de la tierra para no volver jamás, y los templos, blancos, que cantaban como himnos de mármol la alegría de la vida bajo el torrente de oro del sol, se entenebrecieron, sumiéndose en el silencio augusto de las ruinas. «Cristo ha nacido», gritó la misma voz. Y el mundo fue ciego para todo lo exterior, reconcentrando su vista en el alma; y aborreció la materia como pecado vil, y oprimió los sentimientos más puros de la vida, haciendo de su amputación una virtud. ...
En la línea 4678
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... El ornamento principal de la ciudad es la catedral; su torre, extremadamente alta, es quizás uno de los más puros ejemplares de la arquitectura gótica que existen hoy en día. ...
En la línea 5037
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -No con menor lo cuento yo -respondió don Quijote-; y así, digo que el venerable Montesinos me metió en el cristalino palacio, donde en una sala baja, fresquísima sobremodo y toda de alabastro, estaba un sepulcro de mármol, con gran maestría fabricado, sobre el cual vi a un caballero tendido de largo a largo, no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe hecho, como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros huesos. ...
En la línea 989
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Poco a poco se había acostumbrado a esto, a no tener más placeres puros y tiernos que los de su imaginación. ...
En la línea 4944
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... No había en aquellas relaciones nada de sentimentalismo falso, pseudo-religioso; eran afectos puros, nada parecidos a los amores de un Lutero, ni siquiera de un Abelardo; era la verdad severa, noble, inmaculada del amor místico; amor anafrodítico, incapaz de mancharse con el lodo de la carne ni en sueños. ...
En la línea 5338
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El Arcediano no es el cura que hay aquí oculto, no; ese representa la parte contraria, el demonio o el mundo; pero, como es natural, a las niñas les parece que el atractivo mundanal reducido al gracejo de Mourelo es poca cosa; y, en cambio, el claustro ofrece goces puros y cierta libertad, sí señor, cierta libertad, si se compara con la vida archimonástica de lo que yo llamo la Regla de doña Lucía, mi prima carnal. ...
En la línea 5923
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... De Pas se vio cogido por la rueda que le sujetaba diariamente a las fatigas canónico-burocráticas: sin pensarlo, contra su propósito, se encenagó como todos los días en las complicadas cuestiones de su gobierno eclesiástico, mezcladas hasta lo más íntimo con sus propios intereses y los de su señora madre; con cien nombres de la disciplina, muchos de los cuales significaban en la primitiva Iglesia poéticos, puros objetos del culto y del sacerdocio, se disfrazaba allí la eterna cuestión del dinero; espolios, vacantes, medias annatas, patronato, congruas, capellanías, estola, pie de altar, licencias, dispensas, derechos, cuartas parroquiales. ...
En la línea 1767
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Cuando el enamorado se iba a su casa, llevaba en sí la impresión de Fortunata transfigurada. Porque no ha habido princesa de cuento oriental ni dama del teatro romántico que se ofreciera a la mente de un caballero con atributos más ideales ni con rasgos más puros y nobles. Dos Fortunatas existían entonces, una la de carne y hueso, otra la que Maximiliano llevaba estampada en su mente. De tal modo se sutilizaron los sentimientos del joven Rubín con aquel extraordinario amor, que este le inspiraba no sólo las buenas acciones, el entusiasmo y la abnegación, sino también la delicadeza llevada hasta la castidad. Su naturaleza pobre no tenía exigencias; su espíritu las tenía grandes, y estas eran las que más le apremiaban. Todo lo que en el alma humana puede existir de noble y hermoso brotó en la suya, como los chorros de lava en el volcán activo. Soñaba con redenciones y regeneraciones, con lavaduras de manchas y con sacar del pasado negro de su amada una vida de méritos. El generoso galán veía los más sublimes problemas morales en la frente de aquella infeliz mujer, y resolverlos en sentido del bien parecíale la más grande empresa de la voluntad humana. Porque su loco entusiasmo le impulsaba a la salvación social y moral de su ídolo, y a poner en esta obra grandiosa todas las energías que alborotaban su alma. Las peripecias vergonzosas de la vida de ella no le desalentaban, y hasta medía con gozo la hondura del abismo del cual iba a sacar a su amiga; y la había de sacar pura o purificada. En aquellas confidencias que ambos tenían, creía Maximiliano advertir en la pecadora un cierto fondo de rectitud y menos corrupción de lo que a primera vista parecía. ...
En la línea 3773
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... «Pero no, no me avergüenzo de que se me salte una lágrima. Yo juro por Dios, en quien siempre he creído, que el cariño paternal es lo que me la hace derramar. Todo lo que en mí existía de varón, capaz de amar, ha desaparecido; todo murió, y no me queda de ello nada; ni aun siquiera lo echo de menos. Nunca he sido padre; ahora siento que lo soy… y mi corazón se llena de afectos desconocidos, tan puros, pero tan puros… ». ...
En la línea 5421
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... De repente, D. José se levantó de su asiento y salió de estampía, entre la risa y chacota de toda la partida. Maxi quiso salir detrás; pero Refugio le tiró de los faldones y le hizo sentar a su lado: «Déjalo tú, ¿qué te importa?». Y apareció el tumulto, por la entrada de otros Pepes; y el amo del café, que también era algo José, repartió puros y ron con marrasquino. Algunos se empeñaron en que Maximiliano bebiese; pero ni él quería, ni Refugio se lo hubiera permitido, atenta siempre a cuidar de su preciosa salud. Lo que hacía el excelente muchacho era reír con la mayor buena fe todas las gracias que allí se decían, hasta las más zafias y groseras, aunque sin participar mucho de la estrepitosa alegría de aquella gente. ...
En la línea 5544
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Mucho agradecía la desdichada joven aquellas visitas. Ballester era el corazón más honrado y generoso del mundo, y tenía cierta vanidad en tomar sobre sí el cumplimiento de los deberes que correspondían a otros y que estos otros olvidaban. Y aunque alentara, con respecto a la señora de Rubín, pretensiones amorosas a plazo largo, no dejaban por eso de ser puros y desinteresados sus actos de caridad, y habrían sido lo mismo aun en el caso de que su amiga espantara de fea y careciese de todo atractivo personal. ...
En la línea 2259
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... »¡Pobre amo mío! ¿Qué será ahora de él? ¿Dónde estará aquello que en él hablaba y soñaba? Tal vez allá arriba, en el mundo puro, en la alta meseta de la tierra, en la tierra pura toda ella de colores puros, como la vio Platón, al que los hombres llaman divino; en aquella sobrehaz terrestre de que caen las piedras preciosas, donde están los hombres puros y los purificados bebiendo aire y respirando éter. Allí están también los perros puros, los de san Humberto el cazador, el de santo Domingo de Guzmán con su antorcha en la boca, el de san Roque, de quien decía un predicador señalando a su imagen: ¡Allí le tenéis a san Roque, con su perrito y todo! Allí, en el mundo puro platónico, en el de las ideas encarnadas, está el perro puro, el perro de veras cínico. ¡Y allí está mi amo! ...
En la línea 2259
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... »¡Pobre amo mío! ¿Qué será ahora de él? ¿Dónde estará aquello que en él hablaba y soñaba? Tal vez allá arriba, en el mundo puro, en la alta meseta de la tierra, en la tierra pura toda ella de colores puros, como la vio Platón, al que los hombres llaman divino; en aquella sobrehaz terrestre de que caen las piedras preciosas, donde están los hombres puros y los purificados bebiendo aire y respirando éter. Allí están también los perros puros, los de san Humberto el cazador, el de santo Domingo de Guzmán con su antorcha en la boca, el de san Roque, de quien decía un predicador señalando a su imagen: ¡Allí le tenéis a san Roque, con su perrito y todo! Allí, en el mundo puro platónico, en el de las ideas encarnadas, está el perro puro, el perro de veras cínico. ¡Y allí está mi amo! ...
En la línea 2278
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna… ? ¡Ah, oiga! ¿Cómo ha podido encontrarme? ‑preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se atrevía. ...
En la línea 4884
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... En las ciudades, las trompetas resonaban durante todo el día. Todos los hombres eran llamados a las armas, pero ¿por quién y para qué? Nadie podía decirlo y el pánico se extendía por todas partes. Se abandonaban los oficios más sencillos, pues cada trabajador proponía sus ideas, sus reformas, y no era posible entenderse. Nadie trabajaba la tierra. Aquí y allá, los hombres formaban grupos y se comprometían a no disolverse, pero poco después olvidaban su compromiso y empezaban a acusarse entre sí, a contender, a matarse. Los incendios y el hambre se extendían por toda la tierra. Los hombres y las cosas desaparecían. La epidemia seguía extendiéndose, devastando. En todo el mundo sólo tenían que salvarse algunos elegidos, unos cuantos hombres puros, destinados a formar una nueva raza humana, a renovar y purificar la vida humana. Pero nadie había visto a estos hombres, nadie había oído sus palabras, ni siquiera el sonido de su voz. ...
En la línea 16
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Al novio le rodeaban hasta media docena de amigos: y si el séquito de la novia era el eslabón que une a clase media y pueblo, el del novio tocaba en esa frontera, en España tan indeterminada como vasta, que enlaza a la mesocracia con la gente de alto copete. Cierta gravedad oficial, la tez marchita y como ahumada por los reverberos, no sé qué inexplicable matiz de satisfacción optimista, la edad tirando a madura, signos eran que denotaban hombres llegados a la meta de las humanas aspiraciones en los países decadentes: el ingreso en las oficinas del Estado. Uno de ellos llevaba la voz, y los demás le manifestaban singular deferencia en sus ademanes. Animaba aquel grupo una jovialidad retozona, contenida por el empaque burocrático: hervía también allí la curiosidad, menos ingenua y descarada, pero más aguda y epigramática que en el hormiguero de las amigas. Había discretos cuchicheos, familiaridades de café indicadas por un movimiento o un codazo, risas instantáneamente reprimidas, aires de inteligencia, puntas de puros arrojadas al suelo con marcialidad, brazos que se unían como en confidencia tácita. La mancha clara del sobretodo gris del novio se destacaba entre las negras levitas, y su estatura aventajada dominaba también las de los circunstantes. Medio siglo menos un lustro, victoriosamente combatido por un sastre, y mucho aliño y cuidado de tocador; las espaldas queriendo arquearse un tanto sin permiso de su dueño; un rostro de palidez trasnochadora, sobre el cual se recortaban, con la crudeza de rayas de tinta, las guías del engomado bigote; cabellos cuya raridad se advertía aún bajo el ala tersa del hongo de fieltro ceniza; marchita y abolsada y floja la piel de las ojeras; terroso el párpado y plúmbea la pupila, pero aún gallarda la apostura y esmeradamente conservados los imponentes restos de lo que antaño fue un buen mozo, esto se veía en el desposado. Quizás ayudaba el mismo primor del traje a patentizar la madurez de los años: el luengo sobretodo ceñía demasiado el talle, no muy esbelto ya; el fieltro, ladeado gentilmente, pedía a gritos las mejillas y sienes de un mancebo. Pero así y todo, entre aquella colección de vulgares figuras de provincia, tenía la del novio no sé qué tufillo cortesano, cierto desenfado de hombre hecho a la vida ancha y fácil de los grandes centros, y la soltura de quien no conoce escrúpulos, ni se para en barras cuando el propio interés está en juego. Hasta se distinguía del grupo de sus amigos, por la reserva de buen género con que acogía las insinuaciones y bromas sotto voce, tan adecuadas al carácter mesocrático de la boda. ...
En la línea 583
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Tan plenamente -exclamó Artegui soltando la rama de mimbre y asiendo la mano de la niña-, que ahora me confirmo en creer que los seres puros poseen cierta presciencia, cierta intuición maravillosa y singularísima, negada a los que conocemos, en cambio, el triste misterio del vivir. ...
En la línea 980
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... A la verdad, infundía tristeza en aquellos días de fin de Octubre, el aspecto de Vichy. No eran sino hojas caídas: el Parque, tan animado siempre, se veía solitario; sólo algunos agüistas tardíos, enfermos de veras, paseaban la acera de asfalto, henchida ayer del roce de ricos trajes y del rumor de alegres conversaciones. Nadie se cuidaba ya de recoger y barrer el amarillo tapiz del follaje, porque Vichy, tan peripuesto y adornado en la estación de aguas, se torna desastrado y desaliñado no bien le vuelven la espalda sus elegantes huéspedes de estío. Toda la villa semejaba una inmensa mudanza: de los chalets, desalquilados ya, desaparecían los adornos y balconadas, para evitar que los pudriesen las lluvias; en las calles se amontonaban la cal, el ladrillo para las obras de albañilería, que nadie osaba emprender en verano por no ensuciar las pulcras avenidas. Las tiendas de objetos de lujo iban cerrándose unas tras otras, y dueños y surtido tomaban el rumbo de Niza, Cannes o cualquiera estación invernal semejante. Algunas quedaban rezagadas todavía, y sus escaparates servían de entretenimiento a Lucía y Pilar, cuando esta última salía a sus despaciosos paseos. Entre ellas se señalaba un almacén de curiosidades, antigüedades y objetos de arte, situado casi frente a la famosa Ninfa, y, por consiguiente, a espaldas del Casino. Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco. Pilar se embobaba especialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con las alhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto de la dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finos esmaltes, de la época de María Antonieta; pero Lucía se enamoró sobre todo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimiento religioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente. Dos Apóstoles, alzado el dedo al cielo en grave actitud se destacaban, fileteados de latón los contornos, sobre dos cristales de colores, arrancados sin duda de la ojiva de algún desmantelado monasterio. En un tríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda, ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios de su Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con ese candor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe. A despecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de la Virgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de su actitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro que la daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades, en el baratillo. Era de marfil también, y todo de una pieza, menos los brazos; y clavado en rica cruz de concha, agonizaba con dolorosa verdad, encogidos músculos y nervios en una contracción suprema. Tres clavos de diamante trucidaban sus manos y pies. Lucía le rezaba todos los días un padrenuestro, y aun solía besar sus rodillas, cuando no la miraba nadie. ...
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