La palabra Prolongado ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
La llamada de la selva de Jack London
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece prolongado.
Estadisticas de la palabra prolongado
Prolongado es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 8065 según la RAE.
Prolongado aparece de media 1.02 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la prolongado en las obras de referencia de la RAE contandose 155 apariciones .
Errores Ortográficos típicos con la palabra Prolongado
Cómo se escribe prolongado o prrolongado?
Cómo se escribe prolongado o prolonjado?

la Ortografía es divertida

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece prolongado
La palabra prolongado puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 931
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Los perros del cortijo ladraron furiosamente al oír el galope, cada vez más cercano, acompañado de gritos, rasgueos de guitarra y canciones de prolongado lamento. ...
En la línea 2874
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... memos, por ejemplo, el arrecife de NuevaCaledonia que se extiende a 150 millas más allá del extremo septentrional de la isla, simple prolongación de la línea recta que limita la costa occidental. Es creíble que hayan podido depositarse sedimentos en línea recta frente a una isla elevada y que hayan prolongado los tales depósitos mucho más allá de su extremo? Por último, si examinamos otras islas oceánicas de igual altitud, aproximada y de constitución geológica análoga, pero no rodeadas de arrecifes de coral, buscaremos en vano a su alrededor esa profundidad de 30 brazas, excepto en la inmediación de las costas. efecto, por regla general, las islas cuyas costas no son escarpadas, como suele suceder a la mayor parte de las oceánicas, estén o no rodeadas de arrecifes, se prolongan también abruptamente por debajo del agua. Sobre qué, repito, descansan entonces esos arrecifes? ¿Por qué ese profundo canal interior? ¿Por qué están los arrecifes tan separados de la tierra que rodean? Enseguida vamos a ver que es muy fácil resolver estos problemas. ...
En la línea 2908
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Fácil es comprender por qué una isla de la que sólo un lado y las dos extremidades están guarnecidas por arrecifes, puede convertirse, después de un hundimiento prolongado, ora en un sólo arrecife semejante a un muro, ora en un attol con un gran espolón, ora en dos ó tres attols unidos entre sí por arrecifes rectos; casos todos que, aunque excepcionales, se presentan ...
En la línea 2912
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... s como en virtud de mi teoría las superficies sobre que se encuentran los attols y los arrecifesbarreras se deprimen continuamente, deberían encontrarse de cuando en cuando arrecifes muertos y sumergidos. todos los arrecifes se derraman los sedimentos del lagoon o del canallagoon hacia el lado del viento, que, por lo tanto, es el menos favorable al crecimiento prolongado de los corales; por consiguiente, se encuentran con mucha frecuencia partes de arrecifes muertos en ese lado de las islas; los cuales, aun conservando todavía su aspecto de muralla, se hallan en muchos casos a varias brazas por debajo de la superficie. grupo de las Chagos parece que se halla ahora por algún motivo, quizá la excesiva rapidez de su hundimiento, menos favorablemente situado para el crecimiento de los corales, de lo que lo estaba en otros tiempos. un attol de este grupo está muerta y sumergida una porción de arrecife marginal que tiene nueve millas de longitud, y en otro no hay más que algunas porcioncitas vivas que se elevan hasta la superficie; un tercero y un cuarto están completamente muertos y sumergidos, y el quinto es una masa de ruinas cuya conformación casi ha desaparecido. notable que en todos esos casos las partes de arrecife o arrecifes muertos están casi a la misma profundidad, esto es, a seis u ocho brazas bajo la superficie, como si hubiesen sido arrastrados por un movimiento uniforme ...
En la línea 1273
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Abrióse una gran verja y entró una muchedumbre, que se agrupó en torno de las dos mujeres, ocultándolas a la vista del rey. Entró un clérigo y cruzó por entre la muchedumbre hasta perderse de vista. Eduardo oyó después preguntas y respuestas, mas no pudo comprender qué es lo que se decía. Luego hubo mucho alboroto de preparativos y de idas y venidas de los funcionarios por la parte de la muchedumbre que se hallaba al otro lado de donde estaban las mujeres, y mientras tanto un prolongado siseo imponiendo silencio a la gente. De pronto, a una orden, la multitud se separó a ambos lados y el rey vio un espectáculo que le heló la sangre en las venas. Habían apilado haces de leña en torno de las dos mujeres, y unos hombres arrodillados los estaban encendiendo. ...
En la línea 3019
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Mis primeras palabras fueron para expresar a mis compañeros mi gratitud. Ambos habían prolongado mi existencia durante las últimas horas de mi larga agonía. No había gratitud suficiente para corresponder a tanta abnegación. ...
En la línea 3205
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El canadiense había llegado evidentemente al límite de la paciencia. Su vigorosa naturaleza no podía acomodarse a tan prolongado aprisionamiento. Su fisonomía se alteraba de día en día. Su carácter se tornaba cada vez más sombrío. Yo comprendía sus sufrimientos, pues también a mí me embargaba la nostalgia. Casi siete meses habían pasado sin que tuviésemos noticia de la tierra. Además, el aislamiento del capitán Nemo, su cambio de humor, sobre todo desde el combate con los pulpos, su taciturnidad, me hacían ver las cosas de un modo diferente y ya no sentía el entusiasmo de los primeros tiempos. Había que ser un flamenco como Conseil para aceptar esa situación en ese medio reservado a los cetáceos y a otros habitantes del mar. Verdaderamente, si el buen Conseil hubiera tenido branquias en vez de pulmones habría sido un pez distinguido. ...
En la línea 3433
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Allí es donde el Nautilus -involuntaria o voluntariamente, tal vez -había sido llevado por su capitán. Describía una espiral cuyo radio disminuía cada vez más. Con él, el bote, aún aferrado a su flanco, giraba a una velocidad vertiginosa. Sentía yo los vértigos que suceden a un movimiento giratorio demasiado prolongado. Estábamos espantados, viviendo en el horror llevado a sus últimos límites, con la circulación sanguínea en suspenso y los nervios aniquilados, empapados en un sudor frío como el de la agonía. ¡Y qué fragor en torno de nuestro frágil bote! ¡Qué mugidos que el eco repetía a una distancia de varias millas! ¡Qué estrépito el de las olas al destrozarse en las agudas rocas del fondo, allí donde los cuerpos más duros se rompen, allí donde hasta los troncos de los árboles se convierten en «una piel», según la expresión noruega! ...
En la línea 1992
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... «Mi querido señor Pip: Escribo por indicación del señor Gargery, a fin de comunicarle que está a punto de salir para Londres en compañía del señor Wopsle y que le sería muy agradable tener la ocasión de verle a usted. Irá al Hotel Barnard el martes por la mañana, a las nueve, y en caso de que esta hora no le sea cómoda, haga el favor de dejarlo dicho. Su pobre hermana está exactamente igual que cuando usted se marchó. Todas las noches hablamos de usted en la cocina, tratando de imaginarnos lo que usted hace y dice. Y si le parece que nos tomamos excesiva libertad, perdónenos por el cariño de sus antiguos días de pobreza. Nada más tengo que decirle, querido señor Pip, y quedo de usted su siempre agradecida y afectuosa servidora, Biddy» «P. S.: Él desea de un modo especial que escriba mencionando las alondras. Dice que usted ya lo comprenderá. Así lo espero, y creo que le será agradable verle, aunque ahora sea un caballero, porque usted siempre tuvo buen corazón y él es un hombre muy bueno y muy digno. Se lo he leído todo, a excepción de la última frase, y él repite su deseo de que le mencione otra vez las alondras.» Recibí esta carta por el correo el lunes por la mañana, de manera que la visita de Joe debería tener lugar al día siguiente. Y ahora debo confesar exactamente con qué sensaciones esperaba la llegada de Joe. No con placer alguno, aunque con él estuviese ligado por tantos lazos; no, sino con bastante perplejidad, cierta mortificación y alguna molestia. Si hubiese podido alejarle pagando algo, seguramente hubiese dedicado a eso algún dinero. De todos modos, me consolaba bastante la idea de que iría a visitarme a la Posada de Barnard y no a Hammersmith, y que, por consiguiente, Bentley Drummle no podría verle. Poco me importaba que le viesen Herbert o su padre, pues a ambos los respetaba; pero me habría sabido muy mal que le conociese Drummle, porque a éste le despreciaba. Así, ocurre que, durante toda la vida, nuestras peores debilidades y bajezas se cometen a causa de las personas a quienes más despreciamos. Yo había empezado a decorar sin tregua las habitaciones que ocupaba en la posada, de un modo en realidad innecesario y poco apropiado, sin contar con lo caras que resultaban aquellas luchas con Barnard. Entonces, las habitaciones eran ya muy distintas de como las encontré, y yo gozaba del honor de ocupar algunas páginas enteras en los libros de contabilidad de un tapicero vecino. últimamente había empezado a gastar con tanta prisa, que hasta incluso tomé un criadito, al cual le hacía poner polainas, y casi habría podido decirse de mí que me convertí en su esclavo; porque en cuanto hube convertido aquel monstruo (el muchacho procedía de los desechos de la familia de mi lavandera) y le vestí con una chaqueta azul, un chaleco de color canario, corbata blanca, pantalones de color crema y las botas altas antes mencionadas, observé que tenía muy poco que hacer y, en cambio, mucho que comer, y estas dos horribles necesidades me amargaban la existencia. Ordené a aquel fantasma vengador que estuviera en su puesto a las ocho de la mañana del martes, en el vestíbulo (el cual tenía dos pies cuadrados, según me demostraba lo que me cargaron por una alfombra), y Herbert me aconsejó preparar algunas cosas para el desayuno, creyendo que serían del gusto de Joe. Y aunque me sentí sinceramente agradecido a él por mostrarse tan interesado y considerado, abrigaba el extraño recelo de que si Joe hubiera venido para ver a Herbert, éste no se habría manifestado tan satisfecho de la visita. A pesar de todo, me dirigí a la ciudad el lunes por la noche, para estar dispuesto a recibir a Joe; me levanté temprano por la mañana y procuré que la salita y la mesa del almuerzo tuviesen su aspecto más espléndido. Por desgracia, lloviznaba aquella mañana, y ni un ángel hubiera sido capaz de disimular el hecho de que el edificio Barnard derramaba lágrimas mezcladas con hollín por la parte exterior de la ventana, como si fuese algún débil gigante deshollinador. A medida que se acercaba la hora sentía mayor deseo de escapar, pero el Vengador, en cumplimiento de las órdenes recibidas, estaba en el vestíbulo, y pronto oí a Joe por la escalera. Conocí que era él por sus desmañados pasos al subir los escalones, pues sus zapatos de ceremonia le estaban siempre muy grandes, y también por el tiempo que empleó en leer los nombres que encontraba ante las puertas de los otros pisos en el curso del ascenso. Cuando por fin se detuvo ante la parte exterior de nuestra puerta, pude oír su dedo al seguir las letras pintadas de mi nombre, y luego, con la mayor claridad, percibí su respiración en el agujero de la llave. Por fin rascó ligeramente la puerta, y Pepper, pues tal era el nombre del muchacho vengador, anunció «el señor Gargeryr». Creí que éste no acabaría de limpiarse los pies en el limpiabarros y que tendría necesidad de salir para sacarlo en vilo de la alfombra; mas por fin entró. - ¡Joe! ¿Cómo estás, Joe? - ¡Pip! ¿Cómo está usted, Pip? 104 Mientras su bondadoso y honrado rostro resplandecía, dejó el sombrero en el suelo entre nosotros, me cogió las dos manos y empezó a levantarlas y a bajarlas como si yo hubiese sido una bomba de último modelo. - Tengo el mayor gusto en verte, Joe. Dame tu sombrero. Pero Joe, levantándolo cuidadosamente con ambas manos, como si fuese un nido de pájaros con huevos dentro, no quiso oír hablar siquiera de separarse de aquel objeto de su propiedad y persistió en permanecer en pie y hablando sobre el sombrero, de un modo muy incómodo. - ¡Cuánto ha crecido usted! - observó Joe.- Además, ha engordado y tiene un aspecto muy distinguido. - El buen Joe hizo una pausa antes de descubrir esta última palabra y luego añadió -: Seguramente honra usted a su rey y a su país. - Y tú, Joe, parece que estás muy bien. - Gracias a Dios - replicó Joe. - estoy perfectamente. Y su hermana no está peor que antes. Biddy se porta muy bien y es siempre amable y cariñosa. Y todos los amigos están bien y en el mismo sitio, a excepción de Wopsle, que ha sufrido un cambio. Mientras hablaba así, y sin dejar de sostener con ambas manos el sombrero, Joe dirigía miradas circulares por la estancia, y también sobre la tela floreada de mi bata. - ¿Un cambio, Joe? - Sí - dijo Joe bajando la voz -. Ha dejado la iglesia y va a dedicarse al teatro. Y con el deseo de ser cómico, se ha venido a Londres conmigo. Y desea - añadió Joe poniéndose por un momento el nido de pájaros debajo de su brazo izquierdo y metiendo la mano derecha para sacar un huevo - que si esto no resulta molesto para usted, admita este papel. Tomé lo que Joe me daba y vi que era el arrugado programa de un teatrito que anunciaba la primera aparición, en aquella misma semana, del «celebrado aficionado provincial de fama extraordinaria, cuya única actuación en el teatro nacional ha causado la mayor sensación en los círculos dramáticos locales». - ¿Estuviste en esa representación, Joe? - pregunté. - Sí - contestó Joe con énfasis y solemnidad. - ¿Causó sensación? - Sí - dijo Joe. - Sí. Hubo, sin duda, una gran cantidad de pieles de naranja, particularmente cuando apareció el fantasma. Pero he de decirle, caballero, que no me pareció muy bien ni conveniente para que un hombre trabaje a gusto el verse interrumpido constantemente por el público, que no cesaba de decir «amén» cuando él estaba hablando con el fantasma. Un hombre puede haber servido en la iglesia y tener luego una desgracia - añadió Joe en tono sensible, - pero no hay razón para recordárselo en una ocasión como aquélla. Y, además, caballero, si el fantasma del padre de uno no merece atención, ¿quién la merecerá, caballero? Y más todavía cuando el pobre estaba ocupado en sostenerse el sombrero de luto, que era tan pequeño que hasta el mismo peso de las plumas se lo hacía caer de la cabeza. En aquel momento, el rostro de Joe tuvo la misma expresión que si hubiese visto un fantasma, y eso me dio a entender que Herbert acababa de entrar en la estancia. Así, pues, los presenté uno a otro, y el joven Pocket le ofreció la mano, pero Joe retrocedió un paso y siguió agarrando el nido de pájaros. - Soy su servidor, caballero - dijo Joe -, y espero que tanto usted como el señor Pip… - En aquel momento, sus ojos se fijaron en el Vengador, que ponía algunas tostadas en la mesa, y demostró con tanta claridad la intención de convertir al muchacho en uno de nuestros compañeros, que yo fruncí el ceño, dejándole más confuso aún, - espero que estén ustedes bien, aunque vivan en un lugar tan cerrado. Tal vez sea ésta una buena posada, de acuerdo con las opiniones de Londres - añadió Joe en tono confidencial, - y me parece que debe de ser así; pero, por mi parte, no tendría aquí ningún cerdo en caso de que deseara cebarlo y que su carne tuviese buen sabor. Después de dirigir esta «halagüeña» observación hacia los méritos de nuestra vivienda y en vista de que mostraba la tendencia de llamarme «caballero», Joe fue invitado a sentarse a la mesa, pero antes miró alrededor por la estancia, en busca de un lugar apropiado en que dejar el sombrero, como si solamente pudiera hallarlo en muy pocos objetos raros, hasta que, por último, lo dejó en la esquina extrema de la chimenea, desde donde el sombrero se cayó varias veces durante el curso del almuerzo. - ¿Quiere usted té o café, señor Gargery? - preguntó Herbert, que siempre presidía la mesa por las mañanas. - Muchas gracias, caballero - contestó Joe, envarado de pies a cabeza. - Tomaré lo que a usted le guste más. - ¿Qué le parece el café? 105 - Muchas gracias, caballero - contestó Joe, evidentemente desencantado por la proposición. - Ya que es usted tan amable para elegir el café, no tengo deseo de contradecir su opinión. Pero ¿no le parece a usted que es poco propio para comer algo? - Pues entonces tome usted té - dijo Herbert, sirviéndoselo. En aquel momento, el sombrero de Joe se cayó de la chimenea, y él se levantó de la silla y, después de cogerlo, volvió a dejarlo exactamente en el mismo sitio, como si fuese un detalle de excelente educación el hecho de que tuviera que caerse muy pronto. - ¿Cuándo llegó usted a Londres, señor Gargery? - ¿Era ayer tarde? - se preguntó Joe después de toser al amparo de su mano, como si hubiese cogido la tos ferina desde que llegó. - Pero no, no era ayer. Sí, sí, ayer. Era ayer tarde - añadió con tono que expresaba su seguridad, su satisfacción y su estricta exactitud. - ¿Ha visto usted algo en Londres? - ¡Oh, sí, señor! - contestó Joe -. Yo y Wopsle nos dirigirnos inmediatamente a visitar los almacenes de la fábrica de betún. Pero nos pareció que no eran iguales como los dibujos de los anuncios clavados en las puertas de las tiendas. Me parece - añadió Joe para explicar mejor su idea - que los dibujaron demasiado arquitecturalísimamente. Creo que Joe habría prolongado aún esta palabra, que para mí era muy expresiva e indicadora de alguna arquitectura que conozco, a no ser porque en aquel momento su atención fue providencialmente atraída por su sombrero, que rebotaba en el suelo. En realidad, aquella prenda exigía toda su atención constante y una rapidez de vista y de manos muy semejante a la que es necesaria para cuidar de un portillo. Él hacía las cosas más extraordinarias para recogerlo y demostraba en ello la mayor habilidad; tan pronto se precipitaba hacia él y lo cogía cuando empezaba a caer, como se apoderaba de él en el momento en que estaba suspendido en el aire. Luego trataba de dejarlo en otros lugares de la estancia, y a veces pretendio colgarlo de alguno de los dibujos de papel de la pared, antes de convencerse de que era mejor acabar de una vez con aquella molestia. Por último lo metió en el cubo para el agua sucia, en donde yo me tomé la libertad de poner las manos en él. En cuanto al cuello de la camisa y al de su chaqueta, eran cosas que dejaban en la mayor perplejidad y a la vez insolubles misterios. ¿Por qué un hombre habria de atormentarse en tal medida antes de persuadirse de que estaba vestido del todo? ¿Por qué supondría Joe necesario purificarse por medio del sufrimiento, al vestir su traje dominguero? Entonces cayó en un inexplicable estado de meditación, mientras sostenía el tenedor entre el plato y la boca; sus ojos se sintieron atraídos hacia extrañas direcciones; de vez en cuando le sobrecogían fuertes accesos de tos, y estaba sentado a tal distancia de la mesa, que le caía mucho más de lo que se comía, aunque luego aseguraba que no era así, y por eso sentí la mayor satisfacción cuando Herbert nos dejó para dirigirse a la ciudad. Yo no tenía el buen sentido suficiente ni tampoco bastante buenos sentimientos para comprender que la culpa de todo era mía y que si yo me hubiese mostrado más afable y a mis anchas con Joe, éste me habria demostrado también menor envaramiento y afectación en sus modales. Estaba impaciente por su causa y muy irritado con él; y en esta situación, me agobió más con sus palabras. - ¿Estamos solos, caballero? - empezó a decir. - Joe - le interrumpí con aspereza, - ¿cómo te atreves a llamarme «caballero»? Me miró un momento con expresión de leve reproche y, a pesar de lo absurdo de su corbata y de sus cuellos, observé en su mirada cierta dignidad. - Si estamos los dos solos - continuó Joe -, y como no tengo la intención ni la posibilidad de permanecer aquí muchos minutos, he de terminar, aunque mejor diría que debo empezar, mencionando lo que me ha obligado a gozar de este honor. Porque si no fuese - añadió Joe con su antiguo acento de lúcida exposición, - si no fuese porque mi único deseo es serle útil, no habría tenido el honor de comer en compañía de caballeros ni de frecuentar su trato. Estaba tan poco dispuesto a observar otra vez su mirada, que no le dirigí observación alguna acerca del tono de sus palabras. - Pues bien, caballero - prosiguió Joe -. La cosa ocurrió así. Estaba en Los Tres Barqueros la otra noche, Pip - siempre que se dirigía a mí afectuosamente me llamaba «Pip», y cuando volvía a recobrar su tono cortés, me daba el tratamiento de «caballero», - y de pronto llegó el señor Pumblechook en su carruaje. Y ese individuo - añadió Joe siguiendo una nueva dirección en sus ideas, - a veces me peina a contrapelo, diciendo por todas partes que él era el amigo de la infancia de usted, que siempre le consideró como su preferido compañero de juego. - Eso es una tontería. Ya sabes, Joe, que éste eras tú. 106 - También lo creo yo por completo, Pip - dijo Joe meneando ligeramente la cabeza, - aunque eso tenga ahora poca importancia, caballero. En fin, Pip, ese mismo individuo, que se ha vuelto fanfarrón, se acercó a mí en Los Tres Barqueros (a donde voy a fumar una pipa y a tomar un litro de cerveza para refrescarme, a veces, y a descansar de mi trabajo, caballero, pero nunca abuso) y me dijo: «Joe, la señorita Havisham desea hablar contigo.» - ¿La señorita Havisham, Joe? -Deseaba, según me dijo Pumblechook, hablar conmigo - aclaró Joe, sentándose y mirando al techo. - ¿Y qué más, Joe? Continúa. - Al día siguiente, caballero - prosiguió Joe, mirándome como si yo estuviese a gran distancia, - después de limpiarme convenientemente, fui a ver a la señorita A. — ¿La señorita A, Joe? ¿Quieres decir la señorita Havisham? - Eso es, caballero - replicó Joe con formalidad legal, como si estuviese dictando su testamento -. La señorita A, llamada también Havisham. En cuanto me vio me dijo lo siguiente: «Señor Gargery: ¿sostiene usted correspondencia con el señor Pip?» Y como yo había recibido una carta de usted, pude contestar: «Sí, señorita.» (Cuando me casé con su hermana, caballero, dije «sí», y cuando contesté a su amiga, Pip, también le dije «sí»). «¿Quiere usted decirle, pues, que Estella ha vuelto a casa y que tendría mucho gusto en verle?», añadió. Sentí que me ardía el rostro mientras miraba a Joe. Supongo que una causa remota de semejante ardor pudo ser mi convicción de que, de haber conocido el objeto de su visita, le habría recibido bastante mejor. - Cuando llegué a casa - continuó Joe - y pedí a Biddy que le escribiese esa noticia, se negó, diciendo: «Estoy segura de que le gustará más que se lo diga usted de palabra. Ahora es época de vacaciones, y a usted también le agradará verle. Por consiguiente, vaya a Londres.» Y ahora ya he terminado, caballero - dijo Joe levantándose de su asiento, - y, además, Pip, le deseo que siga prosperando y alcance cada vez una posición mejor. - Pero ¿te vas ahora, Joe? - Sí, me voy - contestó. - Pero ¿no volverás a comer? - No - replicó. Nuestros ojos se encontraron, y el tratamiento de «caballero» desapareció de aquel corazón viril mientras me daba la mano. -Pip, querido amigo, la vida está compuesta de muchas despedidas unidas una a otra, y un hombre es herrero, otro es platero, otro joyero y otro broncista. Entre éstos han de presentarse las naturales divisiones, que es preciso aceptar según vengan. Si en algo ha habido falta, ésta es mía por completo. Usted y yo no somos dos personas que podamos estar juntas en Londres ni en otra parte alguna, aunque particularmente nos conozcamos y nos entendamos como buenos amigos. No es que yo sea orgulloso, sino que quiero cumplir con mi deber, y nunca más me verá usted con este traje que no me corresponde. Yo no debo salir de la fragua, de la cocina ni de los engranajes. Estoy seguro de que cuando me vea usted con mi traje de faena, empuñando un martillo y con la pipa en la boca, no encontrará usted ninguna falta en mí, suponiendo que desee usted it a verme a través de la ventana de la fragua, cuando Joe, el herrero, se halle junto al yunque, cubierto con el delantal, casi quemado y aplicándose en su antiguo trabajo. Yo soy bastante torpe, pero comprendo las cosas. Y por eso ahora me despido y le digo: querido Pip, que Dios le bendiga. No me había equivocado al figurarme que aquel hombre estaba animado por sencilla dignidad. El corte de su traje le convenía tan poco mientras pronunciaba aquellas palabras como cuando emprendiera su camino hacia el cielo. Me tocó cariñosamente la frente y salió. Tan pronto como me hube recobrado bastante, salí tras él y le busqué en las calles cercanas, pero ya no pude encontrarle. ...
En la línea 1361
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Óigame, señor ‑comenzó a decir, haciendo un gran esfuerzo por dominarse‑: la acogida que usted me ha dispensado me ha demostrado claramente y desde el primer momento su enemistad hacia mí, y si he prolongado la visita ha sido solamente para acabar de cerciorarme. Habría perdonado muchas cosas a un enfermo, a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni pensarlo! ...
En la línea 4057
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Empezó para Raskolnikof una vida extraña. Era como si una especie de neblina le hubiera envuelto y hundido en un fatídico y doloroso aislamiento. Cuando más adelante recordaba este período de su vida, comprendía que entonces su razón vacilaba a cada momento y que este estado, interrumpido por algunos intervalos de lucidez, se había prolongado hasta la catástrofe definitiva. Tenía el convencimiento de que había cometido muchos errores, sobre todo en las fechas y sucesión de los hechos. Por lo menos, cuando, andando el tiempo, recordó, y trató de poner en orden estos recursos, y después de explicarse lo sucedido, sólo gracias al testimonio de otras personas pudo conocer muchas de las cosas que pertenecían a aquel período de su propia vida. Confundía los hechos y consideraba algunos como consecuencia de otros que sólo existían en su imaginación. A veces le dominaba una angustia enfermiza y un profundo terror. Y también se acordaba de haber pasado minutos, horas y acaso días sumido en una apatía que sólo podía compararse con el estado de indiferencia de ciertos moribundos. En general, últimamente parecía preferir cerrar los ojos a su situación que darse cuenta exacta de ella. Así, ciertos hechos esenciales que se veía obligado a dilucidar le mortificaban, y, en compensación, descuidaba alegremente otras cuestiones cuyo olvido podía serle fatal, teniendo en cuenta su situación. ...
En la línea 169
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Los propios conductores- esperaban confiados un prolongado respiro. Habían hecho dos mil kilómetros con dos días de asueto, y razonablemente y en justicia se merecían un intervalo de descanso. Pero eran tantos los hombres que habían acudido a Klondike y tan numerosas las novias, esposas y demás familiares que no lo habían hecho, que la congestión postal estaba adquiriendo enormes proporciones; y además estaban los despachos oficiales. Nuevas tandas de perros de la bahía de Hudson habrían de reemplazar a los que ya no valían para el camino. Había que desprenderse de estos últimos y, puesto que un perro poco significa frente a un puñado de dólares, el caso era venderlos. Pasaron tres días, en el transcurso de los cuales Buck y sus compañeros descubrieron cuán cansados y debilitados estaban. Después, en la mañana del cuarto día, llegaron de los Estados Unidos dos hombres, que los compraron con arneses incluidos, por cuatro cuartos. Se llamaban Hal y Charles. Charles era de mediana edad, más bien moreno, tenía la mirada miope y acuosa y un mostacho que se retorcía con furia hacia arriba como para compensar la aparente blandura del labio que ocultaba. Hal era un joven de diecinueve o veinte años, con un gran revólver Colt y un cuchillo de caza sujetos al cuerpo por un cinturón provisto de cartuchos. Este cinturón era el elemento más llamativo de su persona. Proclamaba su inmadurez, una absoluta e inefable inmadurez. Los dos hombres estaban manifiestamente fuera de lugar, y el porqué de que semejantes individuos se hubieran aventurado a viajar al norte es parte de un misterio que escapa al entendimiento. ...
En la línea 311
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Una noche despertó sobresaltado con la mirada ansiosa, las aletas nasales husmeando temblorosas, la pelambre encrespada en olas sucesivas. De la selva llegaba la llamada (o una nota de las muchas melodías de la llamada), clara y definida como nunca: un prolongado aullido, semejante y sin embargo diferente al producido por cualquier perro esquimal. Y Buck reconoció, en su familiar carácter ancestral, un sonido que ya había oído antes. De un salto atravesó el campamento dormido y en silencio se internó en el bosque. Según se fue acercando aflojó el paso prestando atención a cada movimiento, hasta que llegó al borde de un claro entre los árboles y al mirar vio, erguido sobre las ancas, apuntando al cielo con el hocico, a un largo y escuálido lobo gris. ...
En la línea 344
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Entonces se acercó un lobo viejo, descarnado y cubierto de cicatrices de mil batallas. Buck contrajo los labios anticipando un gruñido, pero se olisquearon el hocico el uno al otro. Después, el lobo viejo se sentó y, mirando a la luna, soltó el prolongado aullido. Los demás se sentaron y aullaron a su vez. Y entonces la llamada le llegó a Buck con acentos inconfundibles. También él se sentó y aulló. Pasado lo cual, abandonó su posición y la manada se aglomeró a su alrededor olisqueando de un modo entre amistoso y salvaje. Los jefes emitieron el ladrido de marcha de la manada y partieron velozmente hacia el bosque. Los demás partieron detrás, ladrando a coro. Y Buck se puso a correr con ellos, al lado del hermano salvaje, ladrando él también. ...
En la línea 347
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Sin embargo, el valle recibe todos los veranos una visita de la que los yeehat no llegan a enterarse. La de un gran lobo de espléndido pelaje, parecido, y sin embargo distinto, a todos los demás lobos. Atraviesa solitario la venturosa región de los bosques hasta alcanzar un claro entre los árboles. Allí fluye una corriente de aguas amarillas por sacos podridos de piel de alce que se hunde en la tierra, entre altas hierbas que protegen del sol ese amarillo, y allí permanece un rato y aúlla una vez de un modo prolongado y lastimero antes de partir. ...
En la línea 397
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... La llegada a Bayona sorprendió a Artegui y Lucía como el despertar de prolongado sueño. Artegui retiró aprisa su mano de la asilla del vidrio, donde la apoyaba, y la niña miró atónita a su alrededor. Notó que hacía fresco, y abrochó su cuello y anudó su corbata. Hombres con boina, mozas con el pañolito atado tras del moño, una marea de viajeros de diversa catadura y condición social, se empujaba, se codeaba y bullía en la ancha estación. Artegui dio el brazo a su compañera por no perderla en aquel remolino. ...
En la línea 764
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... La única persona que se consagró a que Pilar observase el régimen saludable, fue, pues, Lucía. Hízolo movida de la necesidad de abnegación que experimentan las naturalezas ricas y jóvenes, a quienes su propia actividad tortura y han menester encaminarla a algún fin, y del instinto que impulsa a dar de comer al animal a quien todos descuidan, o a coger de la mano al niño abandonado en la calle. Al alcance de Lucía sólo estaba Pilar, y en Pilar puso sus afectos. Perico Gonzalvo no simpatizaba con Lucía, encontrándola muy provinciana y muy poco mujer en cuanto a las artes de agradar. Miranda, ya un tanto rejuvenecido por los favorables efectos de la primer semana de aguas, se iba con Perico al Casino, al Parque, enderezando la espina dorsal y retorciéndose otra vez los bigotes. Quedaban pues frente a frente las dos mujeres. Lucía se sujetaba en todo al método de la enferma. A las seis dejaba pasito el lecho conyugal y se iba a despertar a la anémica, a fin de que el prolongado sueño no le causase peligrosos sudores. Sacabala presto al balcón del piso bajo, a respirar el aire puro de la mañanita, y gozaban ambas del amanecer campesino, que parecía sacudir a Vichy, estremeciéndole con una especie de anhelo madrugador. Comenzaba muy temprano la vida cotidiana en la villa termal, porque los habitantes, hosteleros de oficio casi todos durante la estación de aguas, tenían que ir a la compra y apercibirse a dar el almuerzo a sus huéspedes cuando éstos volviesen de beber el primer vaso. Por lo regular, aparecía el alba un tanto envuelta en crespones grises, y las copas de los grandes árboles susurraban al cruzarlas el airecillo retozón. Pasaba algún obrero, larga la barba, mal lavado y huraño el semblante, renqueando, soñoliento, el espinazo arqueado aún por la curvatura del sueño de plomo a que se entregaran la víspera sus miembros exhaustos. Las criadas de servir, con el cesto al brazo, ancho mandil de tela gris o azul, pelo bien alisado -como de mujer que sólo dispone en el día de diez minutos para el tocador y los aprovecha-, iban con paso ligero, temerosas de que se les hiciese tarde. Los quintos salían de un cuartel próximo, derechos, muy abotonados de uniforme, las orejas coloradas con tanto frotárselas en las abluciones matinales, el cogote afeitado al rape, las manos en los bolsillos del pantalón, silbando alguna tonada. Una vejezuela, con su gorra muy blanca y limpia, remangado el traje, barría con esmero las hojas secas esparcidas por la acera de asfalto; seguíala un faldero que olfateaba como desorientado cada montón de hojas reunido por la escoba diligente. Carros se velan muchísimos y de todas formas y dimensiones, y entreteníase Lucía en observarlos y compararlos. Algunos, montados en dos enormes ruedas, iban tirados por un asnillo de impacientes orejas, y guiados por mujeres de rostro duro y curtido, que llevaban el clásico sombrero borbonés, especie de esportilla de paja con dos cintas de terciopelo negro cruzadas por la copa: eran carros de lechera: en la zaga, una fila de cántaros de hojalata encerraba la mercancía. Las carretas de transportar tierra y cal eran más bastas y las movía un forzudo percherón, cuyos jaeces adornaban flecos de lana roja. Al ir de vacío rodaban con cierta dejadez, y al volver cargados, el conductor manejaba la fusta, el caballo trotaba animosamente y repiqueteaban las campanillas de la frontalera. Si hacía sol, Lucía y Pilar bajaban al jardinete y pegaban el rostro a los hierros de la verja; pero en las mañanas lluviosas quedábanse en el balcón, protegidas por los voladizos del chalet, y escuchando el rumor de las gotas de lluvia, cayendo aprisa, aprisa, con menudo ruido de bombardeo, sobre las hojas de los plátanos, que crujían como la seda al arrugarse. ...
En la línea 1116
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Y otra voz silbada y misteriosa, la voz del viento en las ramas secas del plátano, le murmuraba con prolongado susurro: ...
En la línea 1131
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Tras de lo cual, el pesimista abrió un cajón de su mesa-escritorio, y sacó un objeto reluciente y prolongado, que reconoció con el mayor esmero… Estaba absorto en su ocupación, cuando sintió que le asían del brazo con fuerza convulsiva, y vio ante sí a una mujer pálida, más pálida que él, ardientes y fijos los ojos como dos carbones encendidos, abierta la boca para hablar… pero muda, muda. Soltó la pistola, que cayó en la alfombra con ruido mate, y estrechó a la mujer… Cedió el talle de ésta como una flor tronchada, y hallose con Lucía exánime en los brazos. ...
En la línea 1757
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Cuatido supo Picaporte lo que costaría esta última travesía, prorrumpió en un prolongado ¡oh! de esos que recorren todas las notas de la escala cromática descendente. ...
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