La palabra Pintada ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece pintada.
Estadisticas de la palabra pintada
Pintada es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 11409 según la RAE.
Pintada aparece de media 6.55 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la pintada en las obras de referencia de la RAE contandose 995 apariciones .
Errores Ortográficos típicos con la palabra Pintada
Más información sobre la palabra Pintada en internet
Pintada en la RAE.
Pintada en Word Reference.
Pintada en la wikipedia.
Sinonimos de Pintada.

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece pintada
La palabra pintada puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 911
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En el camino huía de todas ellas como de un tropel de furias, y únicamente sentíase tranquila al verse dentro de la fábrica, un caserón antiguo del mercado, cuya fachada, pintada al fresco en el siglo XVIII, todavía conservaba entre desconchaduras y grietas ciertos grupos de piernas de color rosa y caras de perfil bronceado, restos de medallones y pinturas mitológicas. ...
En la línea 1752
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... ¡Infeliz Obispillo! Con su guirnalda extravagante y su cara pintada estaba hecho un mamarracho. ...
En la línea 1764
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Le besó en la pintada boca y redobló sus gemidos. ...
En la línea 1035
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pero vuelve los ojos a estotra parte y verás delante y en la frente destotro ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles, azules, verdes, blancas y amarillas, y trae en el escudo un gato de oro en campo leonado, con una letra que dice: Miau, que es el principio del nombre de su dama, que, según se dice, es la sin par Miulina, hija del duque Alfeñiquén del Algarbe; el otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Papín, señor de las baronías de Utrique; el otro, que bate las ijadas con los herrados carcaños a aquella pintada y ligera cebra, y trae las armas de los veros azules, es el poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera, con una letra en castellano que dice así: Rastrea mi suerte. ...
En la línea 5933
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Parecióle a don Quijote que cualquiera cosa que replicase acerca de su seguridad sería poner en detrimento su valentía; y así, sin más altercar, subió sobre Clavileño y le tentó la clavija, que fácilmente se rodeaba; y, como no tenía estribos y le colgaban las piernas, no parecía sino figura de tapiz flamenco pintada o tejida en algún romano triunfo. ...
En la línea 6209
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Dulcinea del Toboso del alma en la tabla rasa tengo pintada de modo que es imposible borrarla. ...
En la línea 6482
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Salióse en esto Teresa fuera de casa, con las cartas, y con la sarta al cuello, y iba tañendo en las cartas como si fuera en un pandero; y, encontrándose acaso con el cura y Sansón Carrasco, comenzó a bailar y a decir: -¡A fee que agora que no hay pariente pobre! ¡Gobiernito tenemos! ¡No, sino tómese conmigo la más pintada hidalga, que yo la pondré como nueva! -¿Qué es esto, Teresa Panza? ¿Qué locuras son éstas, y qué papeles son ésos? -No es otra la locura sino que éstas son cartas de duquesas y de gobernadores, y estos que traigo al cuello son corales finos; las avemarías y los padres nuestros son de oro de martillo, y yo soy gobernadora. ...
En la línea 666
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El viejo llevaba en la cabeza una venda adornada con plumas blancas, que en parte sujetaban sus cabellos negros, duros y formando una masa impenetrable. Dos bandas transversales ornaban su rostro: una, pintada de rojo vivo, se extendía de una a otra oreja, pasando por el labio superior; la otra, blanca como la creta, paralela a la primera, le pasaba a la altura de los ojos y cubría los párpados. Sus compañeros llevaban también como ornamentos bandas negras al carbón. En suma, esta familia se parecía a esos diablos que se representan en escena en Freychütz o en obras semejantes. ...
En la línea 668
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Son excelentes mímicos. En cuanto uno de nosotros tosía, bostezaba o hacía algún movimiento especial, lo repetían inmediatamente. Uno de nuestros marineros, por divertirse, bizcó los ojos y comenzó a hacer muecas; en el acto, uno de los fueguenses, con toda la cara pintada de negro, menos una cinta blanca a la altura de los ojos, se puso también a hacer gestos, y hay que confesar que eran mucho más horribles que los de nuestro marinero. Repiten con mucha corrección todas las palabras de una frase que se les dirige y las recuerdan por algún tiempo. Sin embargo, bien sabemos los europeos cuán difícil es distinguir separadamente las palabras de una lengua extranjera. ¿Quién de nosotros podría, por ejemplo, seguir a un indio de América en una frase de más de tres palabras? Todos los salvajes parecen poseer, en grado extraordinario, esa facultad de la mímica Hanme dicho que los cafres tienen la misma singular cualidad; y se sabe que los australianos son célebres por la facilidad que tienen para imitar la postura y la manera de andar de un hombre. ¿Cómo explicar esta facultad? ¿Es una consecuencia de la costumbre de percepción ejercitada más a menudo por los salvajes? ¿Es el resultado de sus sentidos más desarrollados comparándolos con las naciones de antiguo civilizadas? Uno de nuestros hombres comenzó a cantar; entonces creí que los fueguenses iban a caer a tierra: tanta fue su extrañeza. La misma admiración les produjo ver bailar; pero uno de los jóvenes se prestó de buena gana a dar una vuelta de vals. Por poco acostumbrados que parezcan a ver europeos, conocen, sin embargo, nuestras armas de fuego que les inspiran saludable terror; por nada del mundo querrían tocar un fusil. Nos pidieron cuchillos, dándonos el nombre español cuchilla. Hacíamos comprender al mismo tiempo lo que querían, simulando tener un trozo de carne de ballena en la boca y haciendo ademán de cortarlo en lugar de desgarrarlo. ...
En la línea 731
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Entrábamos en una bahía retirada, donde esperábamos pasar una noche tranquila, y de repente resonaba en nuestros oídos esta palabra odiosa, saliendo de cualquier rincón oscuro que no habíamos advertido; después una señal de fuego avisaba la noticia de nuestro paso. Al abandonar cada punto nos felicitábamos mutuamente y nos decíamos: «¡Gracias a Dios que al fin hemos dejado a estos salvajes atrás!» Un grito penetrante, lanzado desde enorme distancia, llegaba de improviso hasta nosotros, grito en el cual podíamos distinguir sin esfuerzo el odiado yammerschooner. Hoy, por el contrario, mientras más fueguenses había, más nos divertíamos. Hombres civilizados y salvajes, todos reíamos, nos mirábamos y nos admirábamos. Les mirábamos con piedad, porque nos daban buenos peces y excelentes langostas, a cambio de guiñapos de cualquier clase; ellos aprovechaban la ocasión rarísima que les proporcionaban gentes tan locas que cambiaban ornamentos tan espléndidos por una comida. La sonrisa de satisfacción con que una joven de cara pintada de negro ataba con juncos varios pedazos de tela encarnada alrededor de su cabeza nos divertía extraordinariamente. Su marido, que gozaba del privilegio universal en este país de tener dos mujeres, llegó a estar celoso de las atenciones que teníamos con la más joven, por lo cual, después de una breve consulta con sus desnudas beldades les ordenó forzar los remos para alejarse. ...
En la línea 2398
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Los socios antiguos miraban la biblioteca como si estuviera pintada en la pared. ...
En la línea 4285
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Pero al fin Ana se vio sola en el comedor, cerca de aquella chimenea de campana, churrigueresca, exuberante de relieves de yeso, pintada con colores de lagarto; la chimenea, al amor de cuya lumbre leyera en otros días tantos folletines la señorita doña Anunciación Ozores, que en paz descansa. ...
En la línea 10120
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... En la panera dormía Ramona, aldeana, y cerca de su lecho de madera pintada de azul y rojo, que rechinaba a cada movimiento del jergón, yacía la cosecha de maíz de su casería, en montón deleznable que subía al techo. ...
En la línea 13644
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... También Ana parecía de madera pintada; su palidez era como un barniz. ...
En la línea 1158
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Recordaba Claudio haber visto en Valencia una tabla pintada en el siglo xv representando a todos los hijos de Alejandro VI. Tal vez era regalo del mismo Papa, el cual envió numerosos cuadros a las iglesias y conventos de su país. En dicha tabla se mostraba el duque de Gandía con el rostro de perfil, una barbilla rubia cortada en punta, las facciones puras y tranquilas, un ojo rasgado en forma de almendra y la pupila de expresión dulce, algo burlona. ...
En la línea 868
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... «¡El Dulce Nombre!… » exclamó la Pacheco viendo entrar aquel adefesio, y todos los demás lanzaron una exclamación parecida al mirar al niño, con la cara tan completamente pintada de negro que no se veía el color de su carne por parte alguna. Sus manos chorreaban betún, y en el traje se habían limpiado las suyas asquerosísimas los otros muchachos. El Pitusín tenía el cabello negro. Sus labios rojos sobre aquel chapapote superaban al coral más puro. Los dientecillos le brillaban cual si fueran de cristal. La lengua que sacaba, por tener la creencia de que todo negrito, para ser tal negrito, debe estirar la lengua todo lo más posible, parecía una hoja de rosa. ...
En la línea 1920
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Pero lo que daba cierto aspecto grandioso al gabinete era el retrato del difunto esposo de doña Lupe, colgado en el sitio presidencial, un cuadrángano al óleo, perverso, que representaba a D. Pedro Manuel de Jáuregui, alias el de los Pavos, vestido de comandante de la Milicia Nacional, con su morrión en una mano y en otra el bastón de mando. Pintura más chabacana no era posible imaginarla. El autor debía de ser una especialidad en las muestras de casas de vacas y de burras de leche. Sostenía, no obstante, doña Lupe que el retrato de Jáuregui era una obra maestra, y a cuantos lo contemplaban les hacía notar dos cosas sobresalientes en aquella pintura, a saber: que donde quiera que se pusiese el espectador los ojos del retrato miraban al que le miraba, y que la cadena del reloj, la gola, los botones, la carrillera y placa del morrión, en una palabra, toda la parte metálica estaba pintada de la manera más extraordinaria y magistral. ...
En la línea 2290
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Entraron en una sala que hay a la derecha, en el lado opuesto a la capilla. En dicha sala recibían visitas las monjas, y las recogidas a quienes se permitía ver a su familia los jueves por la tarde, durante hora y media, en presencia de dos madres. Adornada con sencillez rayana en pobreza, la tal sala no tenía más que algunas estampas de santos y un cuadrote de San José, al óleo, que parecía hecho por la misma mano que pintó el Jáuregui de la casa de doña Lupe. El piso era de baldosín, bien lavado y frotado, sin más defensa contra el frío que dos esteritas de junco delante de los dos bancos que ocupaban los testeros principales. Dichos bancos, las sillas y un canapé de patas curvas eran piezas diferentes, y bien se conocía que todo aquel pobre menaje provenía de donativos o limosnas de esta y la otra casa. Ni cinco minutos tuvieron que esperar, porque al punto entraron dos madres que ya estaban avisadas, y casi pisándoles los talones entró el señor capellán, un hombrón muy campechano y que de todo se reía. Llamábase D. León Pintado, y en nada correspondía la persona al nombre. Nicolás Rubín y aquel pasmarote tan grande y tan jovial se abrazaron y se saludaron tuteándose. Una de las dos monjas era joven, coloradita, de boca agraciada y ojos que habrían sido lindísimos si no adolecieran de estrabismo. La otra era seca y de edad madura, con gafas, y daba bien claramente a entender que tenía en la casa más autoridad que su compañera. A las palabras que dijeron, impregnadas de esa cortesía dulzona que informa el estilo y el metal de voz de las religiosas del día, iba la neófita a contestar alguna cosa apropiada al caso; pero se cortó y de sus labios no pudo salir más que un ju ju, que las otras no entendieron. La sesión fue breve. Sin duda las madres Micaelas no gustaban de perder el tiempo. «Despídase usted» le dijo la seca, tomándola por un brazo. Fortunata estrechó la mano de Maxi y de Nicolás, sin distinguir entre los dos, y dejose llevar. Rubinius vulgaris dio un paso, dejando solos a los dos curas que hablaban cogiéndose recíprocamente las borlas de sus manteos, y vio desaparecer a su amada, a su ídolo, a su ilusión, por la puerta aquella pintada de blanco, que comunicaba la sala con el resto de la religiosa morada. Era una puerta como otra cualquiera; pero cuando se cerró otra vez, pareciole al enamorado chico cosa diferente de todo lo que contiene el mundo en el vastísimo reino de las puertas. ...
En la línea 3146
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Iba también a aquel corrillo Aparisi el concejal, a quien tenían ya medio trastornado los apóstoles, Pepe Samaniego, que no se dejaba embaucar, y Dámaso Trujillo, el dueño de la zapatería titulada Al ramo de azucenas, que todo se lo creía como un bendito, y a solas en su casa hacía experimentos con una banqueta de zapatero. En la mesa próxima había empleados de Hacienda, Gobernación y Ultramar, y una tanda de cesantes. Entre ellos vio Rubín al individuo a quien sólo faltaban dos meses de empleo para poder pedir su jubilación. Tenía pintada en su cara la ansiedad más terrible; su piel era como la cáscara de un limón podrido, sus ojos de espectro, y cuando se acercaba a la mesa de los espiritistas, parecía uno de aquellos seres muertos hace miles de años, que vienen ahora por estos barrios, llamados por el toque de la pata de un velador. El clima de Cuba y Filipinas le había dejado en los huesos, y como era todo él una pura mojama, relumbraban en su cara las miradas de tal modo que parecía que se iba a comer a la gente. A un guasón se le ocurrió llamarle Ramsés II, y cayó tan en gracia el mote, que Ramsés II se quedó. Pasando con desdén por junto a los espiritistas, se sentaba en el círculo de los empleados, oyendo más bien que hablando, y permitiéndose hacer tal cual observación con voz de ultratumba, que salía de su garganta como un eco de las frías cavernas de una pirámide egipcia. «Dos meses, nada más que dos meses me faltan, y todo se vuelve promesas, que hoy, que mañana, que veremos, que no hay vacante… ». ...
En la línea 1883
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... trozos de jardín. La parte superior de la vivienda aparecía recortada y pintada como si fuese una batería con ...
En la línea 877
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pero estaba escrito que no había de llegar a las islas. Al desembocar en la plaza que hay al final de la avenida V*** vio a su izquierda la entrada de un gran patio protegido por altos muros. A la derecha había una pared que parecía no haber estado pintada nunca y que pertenecía a una casa de altura considerable. A la izquierda, paralela a esta pared, corría una valla de madera que penetraba derechamente unos veinte pasos en el patio y luego se desviaba hacia la izquierda. Esta empalizada limitaba un terreno desierto y cubierto de materiales. Al fondo del patio había un cobertizo cuyo techo rebasaba la altura de la valla. Este cobertizo debía de ser un taller de carpintería, de guarnicionería o algo similar. Todo el suelo del patio estaba cubierto de un negro polvillo de carbón. ...
En la línea 1583
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Un deseo enigmático e irresistible se apoderó de él. Raskolnikof cruzó la entrada y se creyó obligado a subir al cuarto piso del primer cuerpo de edificio, situado a la derecha. La escalera era estrecha, empinada y oscura. Raskolnikof se detenía en todos los rellanos y miraba con curiosidad a su alrededor. Al llegar al primero, vio que en la ventana faltaba un cristal. «Entonces estaba», se dijo. Y poco después: «Éste es el departamento del segundo donde trabajaban Nikolachka y Mitri. Ahora está cerrado y la puerta pintada. Sin duda ya está habitado.» Luego el tercer piso, y en seguida el cuarto… «¡Éste es!» Raskolnikof tuvo un gesto de estupor: la puerta del piso estaba abierta y en el interior había gente, pues se oían voces. Esto era lo que menos esperaba. El joven vaciló un momento; después subió los últimos escalones y entró en el piso. ...
En la línea 4553
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Encendió la bujía y examinó el aposento atentamente. Era una verdadera jaula en la que habían abierto una ventana. Tan bajo tenía el techo, que un hombre de la talla de Svidrigailof difícilmente podía estar de pie. Además de la sucia cama, había una mesa de madera blanca pintada y una silla, lo que bastaba para llenar la habitación. Las paredes parecían construidas con simples tablas y estaban revestidas de un papel tan sucio y lleno de polvo que era imposible deducir su color. La escalera cortaba al sesgo el techo y un trozo de pared, lo que daba a la pieza un aspecto de buhardilla. ...
En la línea 634
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... El tal Thenardier, a creer sus palabras, había sido soldado; él decía que sargento; que había hecho la campaña de 1815, y que se había conducido con gran valentía. Después veremos lo que había de cierto en esto. La muestra de su taberna, pintada por él mismo, era una alusión a uno de sus hechos de armas. ...
En la línea 988
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Sólo a un punto iba Lucía sola: a la iglesia de San Luis. Al pronto, el edificio agradó muy poco a la leonesa, habituada a la majestad de su soberbia basílica. San Luis es mezquina rapsodia ojival, ideada por un arquitecto moderno; por dentro la afea estar pintada de charros colorines; en suma, parece una actriz mundana disfrazada de santa. Pero Lucía halló en el templo una Virgen de Lourdes, que la cautivó sobremanera. Campeaba en una gruta de floridos rosales y crisantemos, y sobre su cabeza decía un rótulo: «Soy la inmaculada Concepción.» Poco sabía Lucía de las apariciones de Bernardita la pastora, ni de los prodigios de la sacra montaña; pero con todo eso la imagen la atraía dulcemente con no sé qué voces misteriosas, que vagaban entre el grato aroma de los tiestos de flores y el titilar de los altos y blancos cirios. La imagen, risueña, sonrosada, candorosa, con ropas flotantes y manto azul, llegaba más al alma de Lucía que las rígidas efigies de la catedral de León, cubiertas de rozagante atavío. Yendo una tarde camino de la iglesia, vio pasar un entierro y lo siguió. Era de una doncella, hija de María. Rompía la marcha el bedel, oficialmente grave, vestido de negro, al cuello una cadena de plata; seguían cuatro niñas, con trajes blancos, tiritando de frío, morados los pómulos, pero muy huecas del importante papel de llevar las cintas. Luego los curas, graves y compuestos en su ademán, alzando de tiempo en tiempo sus voces anchas, que se dilataban en la clara atmósfera. Dentro del carro empenachado de blanco y negro, la caja, cubierta de níveo paño, que constelaban flores de azahar, rosas blancas, piñas de lila a granel, oscilantes a cada vaivén de la carroza. Las hijas de María, compañeras de la difunta, iban casi risueñas, remangando sus faldellines de muselina, por no ensuciarlo en el piso lodoso. El comisario civil, de uniforme, encabezaba el duelo; detrás se extendía una reata de mujeres enlutadas, rodeando a la familia, que mostraba el semblante encendido y abotargados los ojos de llorar. Doblaba tristemente la campana de la iglesia, cuando bajaron la caja y la colocaron sobre el catafalco. Lucía penetró en la nave y se arrodilló piadosamente entre los que lloraban a una muerta para ella desconocida. Oyó con delectación melancólica las preces mortuorias, los rezos entonados en plena y pastosa voz por los sacerdotes. Tenían para ella aquellas incógnitas frases latinas un sentido claro: no entendía las palabras; pero harto se le alcanzaba que eran lamentos, amenazas, quejas, y a trechos suspiros de amor muy tiernos y encendidos. Y entonces, como en el parque, volvía a su mente la idea secreta, el deseo de la muerte, y pensaba entre sí que era más dichosa la difunta, acostada en su ataúd cubierto de flores, tranquila, sin ver ni oír las miserias de este pícaro mundo -que rueda, y rueda, y con tanto rodar no trae nunca un día bueno ni una hora de dicha- que ella viva, obligada a sentir, pensar y obrar. ...

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