La palabra Pertenecer ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece pertenecer.
Estadisticas de la palabra pertenecer
Pertenecer es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 8149 según la RAE.
Pertenecer aparece de media 1.01 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la pertenecer en las obras de referencia de la RAE contandose 153 apariciones .
Errores Ortográficos típicos con la palabra Pertenecer
Cómo se escribe pertenecer o perrtenecerr?
Más información sobre la palabra Pertenecer en internet
Pertenecer en la RAE.
Pertenecer en Word Reference.
Pertenecer en la wikipedia.
Sinonimos de Pertenecer.
Algunas Frases de libros en las que aparece pertenecer
La palabra pertenecer puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 7315
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Planchet,muy orgulloso de ser elevado a la dignidad de maître, pensó en preparar todo como hombre inteligente; a este efecto, se hi zo ayudar del criado de uno de los invitados de su amo, llamado Fou rreau, y de aquel falso soldado que había querido matar a D'Arta gnan, y que por no pertenecer a ningún cuerpo, había entrado a su servicio, o mejor, al de Planchet, desde que D'Artagnan le había salvado la vida. ...
En la línea 9298
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Pa sé mucho tiempo hasta que pude darme cuenta del lugar en que me encontraba y de todos los detalles que cuento, mi espíritu parecía lu char inútilmente para sacudir las pesadas tinieblas de aquel sueño al que no podía arrancarme; tenía percepciones vagas de un espacio recorrido, de la rodadura de un coche, de un sueño horrible en el que mis fuerzas se agotarían; pero todo aquello era tan sombrío y tan indis tinto en mi pensamiento, que estos sucesos parecían pertenecer a otra vida distinta a la mía y, sin embargo, mezclada a la mía por una fantás tica dualidad. ...
En la línea 5098
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Durante toda la entrevista dió evidentes señales de un gran temor, y continuamente miraba detrás y alrededor de sí, como si temiera que alguien le escuchase; esto me hizo recordar el dicho de un amigo, según el cual, si hay algo de verdad en la metempsícosis, el alma del conde de Ofalia debió de pertenecer originariamente a un ratón. ...
En la línea 1748
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Las antiguas capas terciarias que forman la base de estas más recientes, en Coquimbo, parecen pertenecer, al mismo período casi que algunos depósitos de la costa de Chile -el de Navidad es el más importante- y que la gran formación de Patagonia. ...
En la línea 907
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los tres matrimonios efectuados en un solo año: el de Lucrecia, el de Jofre y el del duque de Gandía, habían ocasionado gastos enormes al Papa, empobreciéndolo. Únicamente podía contar con los treinta y cinco mil ducados de Virginio Orsini, que en realidad eran de Nápoles, y para reunir más dinero acudió a uno de los expedientes empleados por otros pontífices: hacer una promoción de nuevos cardenales, once príncipes de la Iglesia nombró en un consistorio celebrado en septiembre de 1493. Dos de ellos era indudable que no habían dado nada a cambio de su nueva dignidad, por pertenecer a la familia del Pontífice: Alejandro Farnesio, más tarde Paulo III, y César Borgia, que sólo contaba dieciocho años al recibir la púrpura. El público apenas habló de la elevación de César. Encontraba natural esta generosidad de padre, que ya habían mostrado otros papas. Las ironías y los comentarios escandalosamente se concentraron sobre el hermano de la bella Julia, que entraba de un modo tan retorcido en el Sacro Colegio. Y entonces fue cuando le infligieron el epíteto de cardenal faldero. ...
En la línea 1348
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... En el resto de su existencia demostró César pertenecer a la misma especie que todos los hombres célebres por sus hazañas amorosas. Disponía a su arbitrio del ejercicio de sus fuerzas sexuales, dejándolas dormidas cuando le convenía, sin que le estorbasen con el acuciamiento del deseo; centuplicándolas otras veces si lo consideraba útil a sus fines. Esta cualidad era para Claudio el gran secreto de todos los héroes de la seducción agrupados en torno a la figura de su maestro el legendario Don Juan. ...
En la línea 1694
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Cada vez veía más segura su gran empresa de la unificación de Italia. Cierta parte de la Toscana, Perusa, Piombino y las islas de Elba eran ya suyas. Pisa le llamaba, admirándolo como un salvador. Siena no quería defenderse de él. Florencia estaba convencida de que fatalmente acabaría por pertenecer a este capitán invencible. ...
En la línea 187
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Edwin vio que de un automóvil en forma de clavel que acababa de llegar descendían unas figuras con largas túnicas blancas y velos en la cabeza. Eran las primeras hembras que encontraba semejantes a las de su país. Debían pertenecer a alguna familia importante de la capital; tal vez era la esposa de un alto personaje acompañada de sus tres hijas. Concentró su mirada en el grupo para examinarlas bien, y notó que las tres señoritas, todas de apuesta estatura, asomaban bajo los blancos velos unas caras de facciones correctas pero enérgicas. Sus mejillas tenían el mismo tono azulado que la de los hombres que se rasuran diariamente. La madre, algo cuadrada a causa de la obesidad propia de los años, prescindía de esta precaución, y por debajo de la corona de flores que circundaba sus tocas dejaba asomar una barba abundante y dura. ...
En la línea 1664
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Pasé las tres cuartas partes de aquella jornada sobre la plataforma, contemplando el mar. Nada en el horizonte, con la unica excepción de un vapor al que avisté hacia las cuatro de la tarde navegando hacia el Oeste. Su arboladura fue visible un instante, pero su tripulación no podía ver al Nautilus, demasiado a ras de agua. Yo supuse que el vapor debía pertenecer a la línea Peninsular y Oriental que cubre el servicio de Ceilán a Sidney, con escalas en la punta del Rey George y en Melbourne. ...
En la línea 2176
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Una vez hubo cerrado el cofre, el capitán Nemo escribió sobre su tapa unas palabras que por sus caracteres debían pertenecer al griego moderno. Hecho esto, el capitán Nemo pulsó un timbre. Poco después, aparecieron cuatro hombres. No sin esfuerzo, se llevaron el cofre del salón. Luego oí cómo lo izaban por medio de palancas por la escalera de hierro. ...
En la línea 2223
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... En cuanto a los mamíferos marinos, creo haber reconocido al pasar ante la bocana del Adriático dos o tres cachalotes que por su aleta dorsal parecían pertenecer al género de los fisetéridos, algunos delfines del género de los globicéfalos, propios del Mediterráneo, cuya cabeza, en su parte anterior, está surcada de unas rayas claras, así como una docena de focas de vientre blanco y pelaje negro, de las llamadas frailes por su parecido con los dominicos, de unos tres metros de longitud. Por su parte, Conseil creyó haber visto una tortuga de unos seis pies de anchura, con tres aristas salientes orientadas longitudinalmente. Sentí no haberla visto, pues por la descripción que de ella me hizo Conseil, debía de pertenecer a esa rara especie conocida con el nombre de laúd. Yo tan sólo pude ver algunas cacuanas de caparazón alargado. En cuanto a los zoófitos, vi durante algunos instantes una admirable galeolaria anaranjada que se pegó al cristal de la portilla de babor. Era un largo y tenue filamento que se complicaba en arabescos arborescentes cuyas finas ramas terminaban en el más delicado encaje que hayan hilado jamás las rivales de Aracne. Desgraciadamente, no pude pescar esa admirable muestra, y ningún otro zoóflto mediterráneo se habría presentado ante mis ojos de no haber disminuido singularmente su velocidad el Nautilus en la tarde del 16, y en las circunstancias que describo seguidamente. ...
En la línea 2223
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... En cuanto a los mamíferos marinos, creo haber reconocido al pasar ante la bocana del Adriático dos o tres cachalotes que por su aleta dorsal parecían pertenecer al género de los fisetéridos, algunos delfines del género de los globicéfalos, propios del Mediterráneo, cuya cabeza, en su parte anterior, está surcada de unas rayas claras, así como una docena de focas de vientre blanco y pelaje negro, de las llamadas frailes por su parecido con los dominicos, de unos tres metros de longitud. Por su parte, Conseil creyó haber visto una tortuga de unos seis pies de anchura, con tres aristas salientes orientadas longitudinalmente. Sentí no haberla visto, pues por la descripción que de ella me hizo Conseil, debía de pertenecer a esa rara especie conocida con el nombre de laúd. Yo tan sólo pude ver algunas cacuanas de caparazón alargado. En cuanto a los zoófitos, vi durante algunos instantes una admirable galeolaria anaranjada que se pegó al cristal de la portilla de babor. Era un largo y tenue filamento que se complicaba en arabescos arborescentes cuyas finas ramas terminaban en el más delicado encaje que hayan hilado jamás las rivales de Aracne. Desgraciadamente, no pude pescar esa admirable muestra, y ningún otro zoóflto mediterráneo se habría presentado ante mis ojos de no haber disminuido singularmente su velocidad el Nautilus en la tarde del 16, y en las circunstancias que describo seguidamente. ...
En la línea 1167
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Y al decir esto me eché al suelo de cara, mesándome el cabello por ambos lados de la cabeza, y me di tremendos tirones. Mientras tanto, conociendo el desvarío de mi loco corazón, que tan mal se había empleado, me dije que merecía golpearme la cabeza contra las piedras, por pertenecer a un idiota como yo. Biddy era una muchacha muy juiciosa y no se esforzó en razonar más conmigo. Puso acariciadoramente su mano, suave a pesar de que el trabajo la había hecho basta, sobre las mías, una tras otra, y con dulzura las separó de mi cabello. Luego me dio algunas palmaditas en la espalda para calmarme, en tanto que yo, con la cabeza apoyada en la manga, lloraba un poco, exactamente igual como hiciera en el patio de la fábrica de cerveza, y sentí la vaga idea de que estaba muy maltratado por alguien, o por todo el mundo. No puedo precisarlo. ...
En la línea 2006
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Como me había acostumbrado ya a mis esperanzas, empecé, insensiblemente, a notar su efecto sobre mí mismo y sobre los que me rodeaban. Me esforzaba en disimularme todo lo posible la influencia de aquéllas en mi propio carácter, pero comprendía perfectamente que no era en manera alguna beneficiosa para mí. Vivía en un estado de crónica inquietud con respecto a mi conducta para con Joe. Tampoco mi conciencia se sentía tranquila con respecto a Biddy: Cuando me despertaba por las noches, como Camilla, solía decirme, con ánimo deprimido, que habría sido mucho más feliz y mejor si nunca hubiese visto el rostro de la señorita Havisham y llegara a la virilidad contento y satisfecho con ser socio de Joe, en la honrada y vieja fragua. Muchas veces, en las veladas, cuando estaba solo y sentado ante el fuego, me decía que, en resumidas cuentas, no había otro fuego como el de la forja y el de la cocina de mi propio hogar. Sin embargo, Estella era de tal modo inseparable de mi intranquilidad mental, que, realmente, yo sentía ciertas dudas acerca de la parte que a mí mismo me correspondía en ello. Es decir, que, suponiendo que yo no tuviera esperanzas y, sin embargo, Estella hubiese ocupado mi mente, yo no habría podido precisar a mi satisfaccion si eso habría sido mejor para mí. No tropezaba con tal dificultad con respecto a la influencia de mi posición sobre otros, y así percibía, aunque tal vez débilmente, que no era beneficioso para nadie y, 130 sobre todo, que no hacía ningun bien a Herbert. Mis hábitos de despilfarro inclinaban a su débil naturaleza a hacer gastos que no podía soportar y corrompían la sencillez de su vida, arrebatándole la paz con ansiedades y pesares. No sentía el menor remordimiento por haber inducido a las otras ramas de la familia Pocket a que practicasen las pobres artes a que se dedicaban, porque todos ellos valían tan poco que, aun cuando yo dejara dormidas tales inclinaciones, cualquiera otra las habría despertado. Pero el caso de Herbert era muy diferente, y muchas veces me apenaba pensar que le había hecho un flaco servicio al recargar sus habitaciones, escasamente amuebladas, con trabajos inapropiados de tapicería y poniendo a su disposición al Vengador del chaleco color canario. Entonces, como medio infalible de salir de un apuro para entrar en otro mayor, empecé a contraer grandes deudas, y en cuanto me aventuré a recorrer este camino, Herbert no tuvo más remedio que seguirme. Por consejo de Startop presentamos nuestra candidatura en un club llamado Los Pinzones de la Enramada. Jamás he sabido cuál era el objeto de tal institución, a no ser que consistiera en que sus socios debían cenar opíparamente una vez cada quince días, pelearse entre sí lo mas posible después de cenar y ser la causa de que se emborrachasen, por lo menos, media docena de camareros. Me consta que estos agradables fines sociales se cumplían de un modo tan invariable que, según Herbert y yo entendimos, a nada más se refería el primer brindis que pronunciaban los socios, y que decía: «Caballeros: ojalá siempre reinen los sentimientos de amistad entre Los Pinzones de 1a Enramada.» Los Pinzones gastaban locamente su dinero (solíamos cenar en un hotel de «Covent Garden»), y el primer Pinzón a quien vi cuando tuve el honor de pertenecer a la «Enramada» fue Bentley Drummle; en aquel tiempo, éste iba dando tumbos por la ciudad en un coche de su propiedad y haciendo enormes estropicios en los postes y en las esquinas de las calles. De vez en cuando salía despedido de su propio carruaje, con la cabeza por delante, para ir a parar entre los caballeros, y en una ocasión le vi caer en la puerta de la «Enramada», aunque sin intención de ello, como si fuese un saco de carbón. Pero al hablar así me anticipo un poco, porque yo no era todavía un Pinzón ni podía serlo, de acuerdo con los sagrados reglamentos de la sociedad, hasta que fuese mayor de edad. Confiando en mis propios recursos, estaba dispuesto a tomar a mi cargo los gastos de Herbert; pero éste era orgulloso y yo no podía hacerle siquiera tal proposición. Por eso el pobre luchaba con toda clase de dificultades y continuaba observando alrededor de él. Cuando, gradualmente, adquirimos la costumbre de acostarnos a altas horas de la noche y de pasar el tiempo con toda suerte de trasnochadores, noté que, al desayuno, Herbert observaba alrededor con mirada llena de desaliento; empezaba a mirar con mayor confianza hacia el mediodía; volvia a desalentarse antes de la cena, aunque después de ésta parecía advertir claramente la posibilidad de realizar un capital; y, hasta la medianoche, estaba seguro de alcanzarlo. Sin embargo, a las dos de la madrugada estaba tan desalentado otra vez, que no hablaba más que de comprarse un rifle y marcharse a América con objeto de obligar a los búfalos a que fuesen ellos los autores de su fortuna. Yo solía pasar en Hammersmith la mitad de la semana, y entonces hacía visitas a Richmond, aunque cada vez más espaciadas. Cuando estaba en Hammersmith, Herbert iba allá con frecuencia, y me parece que en tales ocasiones su padre sentía, a veces, la impresión pasajera de que aún no se había presentado la oportunidad que su hijo esperaba. Pero, entre el desorden que reinaba en la familia, no era muy importante lo que pudiera suceder a Herbert. Mientras tanto, el señor Pocket tenía cada día el cabello más gris y con mayor frecuencia que antes trataba de levantarse a sí mismo por el cabello, para sobreponerse a sus propias perplejidades, en tanto que la señora Pocket echaba la zancadilla a toda la familia con su taburete, leía continuamente su libro acerca de la nobleza, perdía su pañuelo, hablaba de su abuelito y demostraba prácticamente sus ideas acerca de la educación de los hijos, mandándolos a la cama en cuanto se presentaban ante ella. Y como ahora estoy generalizando un período de mi vida con objeto de allanar mi propio camino, no puedo hacer nada mejor que concretar la descripción de nuestras costumbres y modo de vivir en la Posada de Barnard. Gastábamos tanto dinero como podíamos y, en cambio, recibíamos tan poco como la gente podía darnos. Casi siempre estábamos aburridos; nos sentíamos desdichados, y la mayoría de nuestros amigos y conocidos se hallaban en la misma situación. Entre nosotros había alegre ficción de que nos divertíamos constantemente, y tambien la verdad esquelética de que nunca lo lograbamos. Y, según creo, nuestro caso era, en resumidas cuentas, en extremo corriente. Cada mañana, y siempre con nuevo talante, Herbert iba a la City para observar alrededor de él. Con frecuencia, yo le visitaba en aquella habitacion trasera y oscura, donde estaba acompañado por una gran botella de tinta, un perchero para sombreros, un cubo para el carbón, una caja de cordel, un almanaque, un 131 pupitre, un taburete y una regla. Y no recuerdo haberle visto hacer otra cosa sino observar alrededor. Si todos hiciéramos lo que nos proponemos con la misma fidelidad con que Herbert cumplía sus propósitos, viviríamos sin duda alguna en una republica de las virtudes. No tenía nada más que hacer el pobre muchacho, a excepción de que, a determinada hora de la tarde, debía ir al Lloyd, en cumplimiento de la ceremonia de ver a su principal, según imagino. No hacía nunca nada que se relacionara con el Lloyd, según pude percatarme, salvo el regresar a su oficina. Cuando consideraba que su situación era en extremo seria y que, positivamente, debía encontrar una oportunidad, se iba a la Bolsa a la hora de sesion, y allí empezaba a pasear entrando y saliendo, cual si bailase una triste contradanza entre aquellos magnates allí reunidos. - He observado - me dijo un día Herbert al llegar a casa para comer, en una de aquellas ocasiones especiales, - Haendel, que las oportunidades no se presentan a uno, sino que es preciso ir en busca de ellas. Por eso yo he ido a buscarla. Si hubiéramos estado menos unidos, creo que habríamos llegado a odiarnos todas las mañanas con la mayor regularidad. En aquel período de arrepentimiento, yo detestaba nuestras habitaciones más de lo que podría expresar con palabras, y no podía soportar el ver siquiera la librea del Vengador, quien tenía entonces un aspecto más costoso y menos remunerador que en cualquier otro momento de las veinticuatro horas del día. A medida que nos hundíamos más y más en las deudas, los almuerzos eran cada día menos substanciosos, y en una ocasión, a la hora del almuerzo, fuimos amenazados, aunque por carta, con procedimientos legales «bastante relacionados con las joyas», según habría podido decir el periódico de mi país. Y hasta incluso, un día, cogí al Vengador por su cuello azul y lo sacudí levantándolo en vilo, de modo que al estar en el aire parecía un Cupido con botas altas, por presumir o suponer que necesitábamos un panecillo. Ciertos días, bastante inciertos porque dependían de nuestro humor, yo decía a Herbert, como si hubiese hecho un notable descubrimiento: - Mi querido Herbert, llevamos muy mal camino. - Mi querido Haendel - me contestaba Herbert con la mayor sinceridad, - tal vez no me creerás, pero, por extraña coincidencia, estaba a punto de pronunciar esas mismas palabras. - Pues, en tal caso, Herbert - le contestaba yo, - vamos a examinar nuestros asuntos. Nos satisfacía mucho tomar esta resolución. Yo siempre pensé que éste era el modo de tratar los negocios y tal el camino de examinar los nuestros, así como el de agarrar por el cuello a nuestro enemigo. Y me consta que Herbert opinaba igual. Pedíamos algunos platos especiales para comer, con una botella de vino que se salía de lo corriente, a fin de que nuestros cerebros estuviesen reconfortados para tal ocasión y pudiésemos dar en el blanco. Una vez terminada la comida, sacábamos unas cuantas plumas, gran cantidad de tinta y de papel de escribir, así como de papel secante. Nos resultaba muy agradable disponer de una buena cantidad de papel. Yo entonces tomaba una hoja y, en la parte superior y con buena letra, escribía la cabecera: «Memorándum de las deudas de Pip». Añadía luego, cuidadosamente, el nombre de la Posada de Barnard y la fecha. Herbert tomaba tambien una hoja de papel y con las mismas formalidades escribía: «Memorándum de las deudas de Herbert». Cada uno de nosotros consultaba entonces un confuso montón de papeles que tenía al lado y que hasta entonces habían sido desordenadamente guardados en los cajones, desgastados por tanto permanecer en los bolsillos, medio quemados para encender bujias, metidos durante semanas enteras entre el marco y el espejo y estropeados de mil maneras distintas. El chirrido de nuestras plumas al correr sobre el papel nos causaba verdadero contento, de tal manera que a veces me resultaba dificil advertir la necesaria diferencia existente entre aquel proceder absolutamente comercial y el verdadero pago de las deudas. Y con respecto a su carácter meritorio, ambas cosas parecían absolutamente iguales. Después de escribir un rato, yo solía preguntar a Herbert cómo andaba en su trabajo, y mi compañero se rascaba la cabeza con triste ademán al contemplar las cantidades que se iban acumulando ante su vista. - Todo eso ya sube, Haendel - decía entonces Herbert, - a fe mía que ya sube a… - Ten firmeza, Herbert - le replicaba manejando con la mayor asiduidad mi propia pluma. - Mira los hechos cara a cara. Examina bien tus asuntos. Contempla su estado con serenidad. - Así lo haría, Haendel, pero ellos, en cambio, me miran muy confusos. Sin embargo, mis maneras resueltas lograban el objeto propuesto, y Herbert continuaba trabajando. Después de un rato abandonaba nuevamente su tarea con la excusa de que no había anotado la factura de Cobbs, de Lobbs, de Nobbs u otra cualquiera, segun fuese el caso. - Si es así, Herbert, haz un cálculo. Señala una cantidad en cifras redondas y escríbela. 132 - Eres un hombre de recursos - contestaba mi amigo, lleno de admiración. - En realidad, tus facultades comerciales son muy notables. Yo también lo creía así. En tales ocasiones me di a mí mismo la reputación de un magnífico hombre de negocios, rápido, decisivo, enérgico, claro y dotado de la mayor sangre fría. En cuanto había anotado en la lista todas mis responsabilidades, comparaba cada una de las cantidades con la factura correspondiente y le ponía la señal de haberlo hecho. La aprobación que a mí mismo me daba en cuanto comprobaba cada una de las sumas anotadas me producía una sensación voluptuosa. Cuando ya había terminado la comprobación, doblaba uniformemente las facturas, ponía la suma en la parte posterior y con todas ellas formaba un paquetito simétrico. Luego hacía lo mismo en beneficio de Herbert (que con la mayor modestia aseguraba no tener ingenio administrativo), y al terminar experimentaba la sensación de haber aclarado considerablemente sus asuntos. Mis costumbres comerciales tenían otro detalle brillante, que yo llamaba «dejar un margen». Por ejemplo, suponiendo que las deudas de Herbert ascendiesen a ciento sesenta y cuatro libras esterlinas, cuatro chelines y dos peniques, yo decía: «Dejemos un margen y calculemos las deudas en doscientas libras redondas.» O, en caso de que las mías fuesen cuatro veces mayores, también «dejaba un margen» y las calculaba en setecientas libras. Tenía una alta opinion de la sabiduría de dejar aquel margen, pero he de confesar, al recordar aquellos días, que esto nos costaba bastante dinero. Porque inmediatamente contraíamos nuevas deudas por valor del margen calculado, y algunas veces, penetrados de la libertad y de la solvencia que nos atribuía, llegábamos muy pronto a otro margen. Pero había, después de tal examen de nuestros asuntos, unos días de tranquilidad, de sentimientos virtuosos y que me daban, mientras tanto, una admirable opinión de mí mismo. Lisonjeado por mi conducta y por mi método, como asimismo por los cumplidos de Herbert, guardaba el paquetito simétrico de sus facturas y también el de las mías en la mesa que tenia delante, entre nuestra provisión de papel en blanco, y experimentaba casi la sensación de constituir un banco de alguna clase, en vez de ser tan sólo un individuo particular. En tan solemnes ocasiones cerrábamos a piedra y lodo nuestra puerta exterior, a fin de no ser interrumpidos. Una noche hallábame en tan sereno estado, cuando oímos el roce de una carta que acababan de deslizar por la expresada puerta y que luego cayó al suelo. - Es para ti, Haendel - dijo Herbert yendo a buscarla y regresando con ella -. Y espero que no será nada importante. - Esto último era una alusión a la faja de luto que había en el sobre. La carta la firmaba la razón social «Trabb & Co.» y su contenido era muy sencillo. Decía que yo era un distinguido señor y me informaba de que la señora J. Gargery había muerto el lunes último, a las seis y veinte de la tarde, y que se me esperaba para concurrir al entierro el lunes siguiente a las tres de la tarde. ...

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