La palabra Penalidades ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece penalidades.
Estadisticas de la palabra penalidades
La palabra penalidades no es muy usada pues no es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE
Errores Ortográficos típicos con la palabra Penalidades
Cómo se escribe penalidades o penalidadez?
Más información sobre la palabra Penalidades en internet
Penalidades en la RAE.
Penalidades en Word Reference.
Penalidades en la wikipedia.
Sinonimos de Penalidades.
Algunas Frases de libros en las que aparece penalidades
La palabra penalidades puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1220
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En el _Círculo Caballista_, hasta los señoritos más alegres olvidaban los méritos de sus jacas, los excelencias de sus perros y el garbo de las mozas cuya propiedad se disputaban, para no hablar más que de aquella gente tostada por el sol, curtida por los penalidades, sucia, maloliente y de ojos rencorosos que prestaba los brazos a sus viñas. ...
En la línea 5604
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... ¿En qué funda usted sus esperanzas? ¿Le han dado permiso para hacer excavaciones? Seguramente no se le habrán olvidado a usted las penalidades que sufrió en Galicia. ...
En la línea 3093
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Ha concluido nuestro viaje; sólo me queda echar una rápida ojeada sobre las ventajas y desventajas, los trabajos y las satisfacciones de nuestra navegación alrededor del mundo. se me preguntase mi opinión antes de emprender un viaje largo, dependería por completo mi respuesta de las aficiones que el viajero tuviese por tal o cual ciencia y de las ventajas que pudiese obtener bajo el punto de vista de sus estudios. indudable que se experimenta viva satisfacción, contemplando países tan diversos, pasando, digámoslo así, revista á las diferentes razas humanas; pero esa satisfacción no compensa ni con mucho las penalidades. necesita, por consiguiente, que haya un objeto, ya sea un estudio por completar, una verdad que descubrir, y que el objeto, en fin, tenga interés bastante para sosteneros y alentaros. ...
En la línea 2015
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Si aquella antigua casa inmediata al Green, en Richmond, llega algún día a ser visitada por los duendes, indudablemente- lo será por mi fantasma. ¡Cuántas y cuántas noches y días, el inquieto espíritu que me animaba frecuentaba la casa en que vivía Estella! Cualquiera que fuese el sitio en que se hallaba mi cuerpo, mi espíritu iba siempre errante y rondando aquella casa. La señora con quien Estella vivía, la señora Brandley, era viuda y tenía una hija de algunos años más que Estella. La madre tenía juvenil aspecto, y la muchacha, en cambio, parecía vieja; la tez de la madre era sonrosada, y la de su hija, amarillenta; la madre no pensaba más que en frivolidades, y la hija, en asuntos teológicos. Disfrutaban de lo que se llama una buena posición, y visitaban y eran visitadas por numerosas personas. Muy pequeña, en caso de que existiera, era la identidad de sentimientos que había entre ella y Estella, pero en el ánimo de todos existía la convicción de que aquellas dos señoras eran necesarias a la protegida de la señorita Havisham y que ella también era, a su vez, necesaria a aquéllas. La señora Brandley había sido amiga de la señorita Havisham antes de que ésta empezase a llevar su retirada vida. En la casa de la señora Brandley, y también fuera de ella, sufrí toda clase y todo grado de penas y torturas que Estella pudo causarme. La naturaleza de mis reláciones con ella, que me situaban en términos de familiaridad, aunque sin gozar de su favor, era la causa de mi desgracia. Se valía de mí para molestar a otros admiradores y utilizaba la familiaridad existente entre los dos para darme continuos desaires en la devoción que yo le demostraba. De haber sido yo su secretario, su administrador, su hermanastro o un pariente pobre; si hubiese sido un hermano menor o me hubiesen destinado a casarme con ella, no me habría sentido con esperanzas más inciertas cuando estaba a su lado. El privilegio de llamarla por su nombre y de oírla que me llamaba por el mío era, en tales circunstancias, una agravación de mis penas; y así como supongo que ello casi enloquecía a sus restantes admiradores, estoy seguro, en cambio, de que me enloquecía a mí. Sus admiradores eran innumerables, aunque es posible que mis celos convirtiesen en admirador a cualquier persona que se acercase a ella; pero aun sin esto, eran muchos más de los que yo habría querido. Con frecuencia la veía en Richmond, así como también en la ciudad, y solía ir bastante a menudo a casa de los Brandley para llevarla al río; se daban meriendas, fiestas; asistíamos al teatro, a la ópera, a los conciertos, a las reuniones y a diversiones de toda suerte. Yo la solicitaba constantemente, y de ello no resultaban más que penalidades sin cuento para mí. En su compañía jamás gocé de una sola hora de felicidad, y, sin embargo, durante las veinticuatro horas del día no pensaba más que en tenerla a mi lado hasta la hora de mi muerte. Durante toda aquella época de relación constante, y que duró según se verá, un espacio de tiempo que entonces me pareció muy largo, ella tenía la costumbre de dar a entender que nuestro trato era obligado para ambos. Otras veces parecía contenerse para no dirigirme la palabra en cualquiera de los tonos que me resultaban desagradables, y en tales casos me expresaba su compasión. -Pip, Pip - me dijo una tarde después de contenerse cuando nos sentábamos junto a una ventana de la casa de Richmond. - ¿No se dará usted nunca por avisado? - ¿De qué? - Acerca de mí. - ¿Quiere usted decir que debo darme por avisado a fin de no dejarme atraer por usted? 144 - ¿Acaso le he dicho eso? Si no sabe a lo que me refiero será porque usted es ciego. Yo podía haberle contestado que, por lo general, se considera que el amor es ciego; pero como jamás podía expresarme con libertad, y ésta no era la menor de mis penas, me dije que sería poco generoso por mi parte el asediarla, toda vez que ella no tenía más remedio que obedecer a la señorita Havisham. Mi temor era siempre que tal conocimiento, por su parte, me pusiera en situación desventajosa ante su orgullo y me convirtiese en el objeto de una lucha rebelde en su pecho. - Sea como sea – dije, - hasta ahora no he recibido ningún aviso, porque esta vez me escribió usted para que viniera a verla. - Eso es verdad - contestó Estella con una sonrisa fría e indiferente que siempre me dejaba helado. Después de mirar al crepúsculo exterior por espacio de unos momentos, continuó diciendo: - Ha llegado la ocasión de que la señorita Havisham desea que vaya a pasar un día a Satis. Usted tendrá que llevarme allí y, si quiere, acompañarme también al regreso. Ella preferirá que no viaje sola y no le gusta que me haga acompañar por la doncella, porque siente el mayor horror por los chismes de esa gente. ¿Puede usted acompañarme? - ¿Que si puedo, Estella? - De eso infiero que no tiene ningún inconveniente. En tal caso, prepárese para pasado mañana. Ha de pagar de mi bolsa todos los gastos. ¿Se entera bien de esta condición? - La obedeceré - dije. Ésta fue toda la preparación que recibí acerca de aquella visita o de otras semejantes. La señorita Havisham no me escribía nunca; ni siquiera vi jamás su carácter de letra. Salimos al día subsiguiente y encontramos a la señorita Havisham en la habitación en donde la vi por primera vez, y creo inútil añadir que no había habido el menor cambio en aquella casa. Mostrábase más terriblemente encariñada con Estella que la última vez en que las vi juntas; repito adrede esta palabra porque en la energía de sus miradas y de sus abrazos había algo positivamente terrible. Empezó a hablar de la belleza de Estella; se refirió a sus palabras, a sus gestos, y, temblándole los dedos, se quedó mirándola, como si quisiera devorar a la hermosa joven a quien había criado. Desviando sus ojos de Estella, me miró con tanta intensidad, que no pareció sino que quisiera escudriñar en mi corazón y examinar sus heridas. - ¿Cómo te trata, Pip, cómo te trata? - me preguntó de nuevo con avidez propia de una bruja,incluso en presencia de Estella. Pero cuando nos sentamos por la noche ante su vacilante fuego, se portó de un modo fantástico; porque entonces, después de pasar el brazo de Estella por el suyo propio y de cogerle la mano, la hizo hablar, a fuerza de referirse a lo que Estella le había contado en sus cartas, recordando los nombres y las condiciones de los hombres a quienes había fascinado. Y mientras la señorita Havisham insistía sobre eso con la intensidad de una mente mortalmente herida, mantenía la otra mano apoyada en su bastón y la barbilla en la mano, en tanto que sus brillantes ojos me contemplaban como pudieran hacerlo los de un espectro. A pesar de lo desgraciado que me hacía y de lo amargo que me parecía el sentido de mi dependencia y hasta de degradación que en mí despertó, vi en esto que Estella estaba destinada a poner en práctica la venganza de la señorita Havisham contra los hombres y que no me sería otorgada hasta que lo hubiese hecho durante cierto tiempo. En aquello me pareció ver también una razón para que, anticipadamente, estuviera destinada a mí. Mandándola a ella para atraer, ridiculizar y burlar a los hombres, la señorita Havisham sentía la maliciosa seguridad de que ella misma estaba fuera del alcance de todos los admiradores y de que todos los que tomaran parte en aquel juego estaban ya seguros de perder. Comprendí también que yo, asimismo, debía ser atormentado, por una perversión de sus sentimientos, aun cuando me estuviera reservado el premio. Todo aquello me daba a entender la razón de que, por espacio de tanto tiempo, hubiera sido rechazado, así como el motivo de que mi tutor pareciera poco decidido a enterarse de aquel plan. En una palabra, por todo lo que se ofrecía a mis miradas, vi a la señorita Havisham tal como la había contemplado siempre, y advertí la precisa sombra de la oscurecida y malsana casa en que su vida habíase ocultado de la luz del sol. Las bujías que alumbraban aquella estancia ardían en unos candelabros fijos en la pared. Estaban a cierta altura del suelo y tenían el especial brillo de la luz artificial en una atmósfera pocas veces renovada. Mientras yo miraba las luces y el débil resplandor que producían, y mientras contemplaba también los relojes parados y los blanqueados objetos del traje nupcial que estaban sobre la mesa y en el suelo, así como el terrible rostro, de expresión fantástica, cuya sombra proyectaba, muy aumentada, en la pared y el techo el fuego del hogar, vi en todo aquello la escena que mi mente me había recordado tantas veces. Mis pensamientos se fijaron en la gran habitación inmediata, más allá del rellano de la escalera en donde se 145 hallaba la gran mesa, y me pareció verlos escritos, entre las telarañas del centro de la mesa, por las arañas que se encaramaban al mantel, por la misma fuga de los ratones, cuando amparaban sus apresurados y pequeños corazones detrás de los arrimaderos, y por los tanteos y las paradas de los escarabajos que había por el suelo. Con ocasión de aquella visita ocurrió que, de pronto, surgió una desagradable discusión entre Estella y la señorita Havisham. Era aquélla la primera vez que las vi expresar sentimientos opuestos. Estábamos sentados ante el fuego, según ya he descrito, y la señorita Havisham tenía aún el brazo de Estella pasado por el suyo propio y continuaba cogiendo la mano de la joven, cuando ésta empezó a desprenderse poco a poco. Antes de eso había demostrado ya cierta impaciencia orgullosa, y de mala gana soportó el feroz cariño, aunque sin aceptarlo ni corresponder a él. - ¿Cómo? - exclamó la señorita Havisham dirigiéndole una centelleante mirada -. ¿Estás cansada de mí? - No; tan sólo cansada de mí misma - replicó Estella desprendiendo su brazo y acercándose hacia la gran chimenea, donde se quedó mirando el fuego. - Di la verdad de una vez, ingrata - exclamó la señorita Havisham con acento apasionado y golpeando el suelo con su bastón -. ¿Estás cansada de mí? Estella la miró con perfecta compostura y de nuevo dirigió los ojos al fuego. Su graciosa figura y su hermoso rostro expresaban una contenida indiferencia con respecto al ardor de su interlocutora, que era casi cruel. - Eres de piedra - exclamó la señorita Havisham. - Tienes el corazón de hielo. - ¿Cómo es posible - replicó Estella, siempre indiferente, mientras se inclinaba sobre la chimenea y moviendo los ojos tan sólo - que me reproche usted el ser fría? ¡Usted! - ¿No lo eres? - contestó, irritada, la señorita Havisham. - Debería usted saber - dijo Estella - que soy tal como usted me ha hecho. A usted le corresponde toda alabanza y todo reproche. A usted se deberá el éxito o el fracaso. En una palabra, usted es la que me ha hecho tal como soy. - ¡Oh, miradla! ¡Miradla! - exclamó la señorita Havisham con amargo acento-. ¡Miradla tan dura y tan ingrata en el mismo hogar en que fue criada! ¡Aquí fue donde la tomé para ampararla en mi desgraciado pecho, que aún sangraba de sus heridas, y aquí también donde le dediqué muchos años y mucha ternura! - Por lo menos, yo no tenía voz ni voto en eso - dijo Estella -, porque cuando ello ocurrió apenas si podía hablar y andar. No podía hacer nada más. Pero ¿qué esperaba usted de mí? Ha sido usted muy buena conmigo y se lo debo todo. ¿Qué quiere ahora? - Amor - contestó la otra. - Ya lo tiene usted. - No - contestó la señorita Havisham. - Es usted mi madre adoptiva - replicó Estella sin abandonar su graciosa actitud y sin levantar la voz como hacía su interlocutora, es decir, sin dejarse arrastrar por la cólera o por la ternura. - Es usted mi madre adoptiva, y ya he dicho que se lo debo todo. Cuanto poseo, le pertenece libremente. Cuanto me ha dado, podrá recobrarlo así que lo ordene. Después de eso, ya no tengo nada. ¿Y ahora me pide que le devuelva lo que jamás me dio? Mi gratitud y mi deber no pueden hacer imposibles. - ¿Que no te amé nunca? - exclamó la señorita Havisham volviéndose dolorida hacia mí -. ¿Que no le dediqué mi ardiente amor, siempre lleno de celos y de dolor? ¿Es posible que ahora me hable así? Estoy viendo que va a llamarme loca. - ¿Cómo podría hacerlo - replicó Estella - y cómo podría creerla a usted loca, entre todas las demás personas? ¿Acaso existe alguien que, como yo, conozca tan bien los decididos propósitos de usted? ¿Acaso alguien sabe mejor que yo la extremada memoria que usted tiene? ¿Yo, que me he sentado ante este mismo hogar, en el taburetito que ahora está al lado de usted, aprendiendo sus lecciones y levantando los ojos para ver su rostro, cuando éste tenía extraña expresión y me asustaba? -Pronto lo has olvidado - exclamó la señorita Havisham con acento de queja-. Pronto has olvidado aquellos tiempos. - No, no los he olvidado - contestó Estella -, sino, al contrario, su recuerdo es para mí un tesoro. ¿Cuándo pudo usted observar que yo no haya seguido sus enseñanzas? ¿Cuándo ha visto que no hiciera caso de sus lecciones? ¿Cuándo ha podido advertir que admitiera en mi pecho algo que usted excluyera? Por lo menos, sea justa conmigo. - ¡Qué orgullosa, qué orgullosa! - dijo la señorita Havisham con triste acento echando su gris cabello hacia atrás con ambas manos. 146 - ¿Quién me enseñó a ser orgullosa? - replicó Estella. - ¿Quién me alabó cuando yo aprendí mis lecciones? - ¡Qué dura de corazón! - añadió la señorita Havisham repitiendo el ademán anterior. - ¿Quién me enseñó a ser insensible? - contestó Estella. - ¡Pero orgullosa y dura para mí… ! - La señorita Havisham gritó estas palabras mientras extendía los brazos. - ¡Estella! ¡Estella! ¡Estella! ¡Eres dura y orgullosa para mí! La joven la miró un momento con apacible extrañeza, pero no demostró inquietarse por aquellas palabras. Y un momento después volvió a mirar el fuego. - No puedo comprender - dijo levantando los ojos después de corto silencio - por qué es usted tan poco razonable cuando vuelvo a verla después de una separación. Jamás he olvidado sus errores y las causas que los motivaron. Nunca le he sido infiel a usted ni a sus enseñanzas. Jamás he dado pruebas de ninguna debilidad de que pueda arrepentirme. - ¿Sería, acaso, debilidad corresponder a mi amor? - exclamó la señorita Havisham -. Pero sí, sí, ella lo creería así. - Empiezo a creer - dijo Estella como hablando consigo misma, después de otro momento de extrañeza por su parte - que ya entiendo cómo ha ocurrido todo esto. Si usted hubiera educado a su hija adoptiva en el oscuro retiro de estas habitaciones, sin darle a entender que existe la luz del sol, y luego, con algún objeto, hubiese deseado que ella comprendiera lo que era esa luz y conociera todo lo relacionado con ella, entonces usted se habria disgustado y encolerizado. La señorita Havisham, con la cabeza entre las manos, estaba sentada y profería un leve quejido, al mismo tiempo que se mecía ligeramente sobre su asiento, pero no contestó. - O bien - continuó Estella, - lo que es más probable, si usted la hubiese enseñado, desde que empezó a apuntar su inteligencia, que en el mundo existe algo como la luz del sol, pero que ella había de ser su enemiga y su destructora, razón por la cual debería evitarla siempre, porque así como la marchitó a usted la marchitaría también a ella; si usted hubiese obrado así, y luego, con un objeto determinado, deseara que aceptase naturalmente la luz del día y ella no pudiera hacerlo, tal vez se habría usted enojado y encolerizado. La señorita Havisham estaba escuchando o, por lo menos, me pareció así, porque no podía verle el rostro, pero tampoco dio respuesta alguna. - Así, pues - siguió Estella -, debe tomárseme como he sido hecha. El éxito no es mío; el fracaso, tampoco, y los dos juntos me han hecho tal como soy. La señorita Havisham se había sentado en el suelo, aunque yo no sé cómo lo hizo, entre las mustias reliquias nupciales diseminadas por él. Aproveché aquel momento, que había esperado desde un principio, para abandonar la estancia después de llamar la atención de Estella hacia la anciana con un movimiento de mi mano. Cuando salí, Estella seguía en pie ante la gran chimenea, del mismo modo que antes. El gris cabello de la señorita Havisham estaba esparcido por el suelo, entre las demás ruinas nupciales, y el espectáculo resultaba doloroso, Con deprimido corazón me fui a pasear a la luz de las estrellas durante una hora, más o menos, recorriendo el patio y la fábrica de cerveza, así como también el abandonado jardín. Cuando por fin recobré ánimo bastante para volver a la estancia, encontré a Estella sentada en las rodillas de la señorita Havisham, remendando una de aquellas antiguas prendas de ropa que ya se caían a pedazos y que he recordado muchas veces al contemplar los andrajos de los viejos estandartes colgados en los muros de las catedrales. Más tarde, Estella y yo jugamos a los naipes, como en otros tiempos, aunque con la diferencia de que ahora los dos éramos hábiles y practicábamos juegos franceses. Así transcurrió la velada, y por fin fui a acostarme. Lo hice en la construcción separada que había al otro lado del patio. Era la primera vez que dormía en la casa Satis, y el sueño se negaba a cerrar mis ojos. Me asediaban un millar de señoritas Havisham. Ella parecía estar situada al lado de la almohada, sobre ésta misma, en la cabecera del lecho, a los pies, detrás de la puerta medio abierta del tocador, en el mismo tocador, en la habitación que estaba encima de mí y hasta en el tejado y en todas partes. Por último, en vista de la lentitud con que transcurría la noche, hacia las dos de la madrugada me sentí incapaz de continuar allí y me levanté. Me vestí y salí a través del patio, en dirección al largo corredor de piedra, deseoso de salir al patio exterior y pasear allí un poco para tranquilizar mi mente. Pero apenas estuve en el corredor apagué la bujía, pues vi que la señorita Havisham pasaba a poca distancia, con aspecto espectral y sollozando levemente. La seguí a distancia y vi que subía la escalera. Llevaba en la mano una bujía sin palmatoria que, probablemente, tomó de uno de los 147 candelabros de su propia estancia, y a su luz no parecía cosa de este mundo. Me quedé en la parte inferior de la escalera y sentí el olor peculiar del aire confinado de la sala del festín, aunque sin ver que ella abriese la puerta; luego oí cómo entraba allí y que se dirigía a su propia estancia para volver a la sala del festín, pero siempre profiriendo su leve sollozo. Poco después, y en las tinieblas más profundas, traté de salir para volver a mi habitación; pero no pude lograrlo hasta que los primeros resplandores de la aurora me dejaron ver dónde ponía mis manos. Durante todo aquel intervalo, cada vez que llegaba a la parte inferior de la escalera oía los pasos de la señorita Havisham, veía pasar el resplandor de la bujía que llevaba y oía su incesante y débil sollozo. Al día siguiente, antes de marcharnos, no pude notar que se reprodujera en lo más mínimo la disensión entre ella y Estella, ni tampoco se repitió en ninguna ocasión similar, y, por lo menos, recuerdo cuatro visitas. Tampoco cambiaron en modo alguno las maneras de la señorita Havisham con respecto a Estella, a excepción de que me pareció advertir cierto temor confundido con sus características anteriores. Es imposible volver esta hoja de mi vida sin estampar en ella el nombre de Bentley Drummle; de poder hacerlo, lo suprimiría con gusto. En cierta ocasión, cuando los Pinzones celebraban una reunión solemne, y cuando se brindó del modo usual para desear la mayor armonía entre todos, aunque ninguno lo manifestaba a sus çompañeros, el Pinzón que presidía llamó al orden a la «Enramada», puesto que el señor Drummle no había brindado aún por ninguna dama; lo cual le correspondía hacer aquel día, de acuerdo con las solemnes constituciones de la sociedad. Me pareció que me miraba con cierta burla mientras los vasos circulaban por entre la reunión, pero eso no era de extrañar dado el estado de nuestras relaciones anteriores. Cuál no sería, pues, mi sorpresa y mi indignación cuando anunció a los reunidos que iba a brindar por Estella. - ¿Qué Estella? - pregunté. - No le importa nada - replicó Drummle. - ¿Estella qué? - repetí -. Está usted obligado a decir de dónde es esa señora. Y, en efecto, como Pinzón que era, estaba obligado a ello. - Es de Richmond, caballeros - dijo Drummle contestando indirectamente a mi pregunta -, y una belleza sin par. - Mucho sabrá de bellezas sin par ese miserable idiota - murmuré al oído de Herbert. - Yo conozco a esa señorita - dijo éste en cuanto se hubo pronunciado el brindis. - ¿De veras? - preguntó Drummle. - Y yo también - añadí, con el rostro encarnado. - ¿De veras? - repitió Drummle -. ¡Dios mío! Ésta era la única respuesta, exceptuando el tirar vasos o loza, que aquel muchachón era capaz de dar; pero me irritó tanto como si fuese tan ingeniosa como maligna, e inmediatamente me puse en pie, diciendo que era un atrevimiento indigno el brindar por una dama a la que no conocía y de la que nada sabía. Entonces el señor Drummle se levantó, preguntándome qué quería decir. Y yo le dirigí la grave respuesta de que él ya sabía dónde podría encontrarme. Después de esto hubo divididas opiniones entre los Pinzones acerca de si era posible o no terminar el asunto apaciblemente. Y la discusión se empeñó de tal manera que por lo menos otros seis miembros honorables dijeron a otros tantos que ya sabían dónde podrían encontrarlos. Sin embargo, se decidió por fin que la «Enramada» era una especie de tribunal de honor; que si el señor Drummle presentaba una prueba, por pequeña que fuera, de la dama en cuestión, manifestando que había tenido el honor de conocerla, el señor Pip debería presentar sus excusas por la vehemencia de sus palabras, cual corresponde a un caballero y a un Pinzón. Se fijó el día siguiente para presentar tal prueba, pues de lo contrario se habría podido enfriar nuestro honor, y, en efecto, Drummle apareció con una cortés confesión escrita por Estella en la cual decía que tuvo el honor de bailar con él algunas veces. Esto no me dejó más recurso que presentar mis excusas por mi vehemencia y retirar mis palabras de que ya sabía Drummle dónde podría encontrarme. Mientras la «Enramada» discutía acerca del caso, Drummle y yo nos quedamos mirándonos y gruñéndonos uno a otro durante una hora, hasta que al fin se dio por terminado el asunto. Lo refiero ahora ligeramente, pero entonces no tenía para mí tal aspecto, porque no puedo expresar de un modo adecuado el dolor que me produjo la sola idea de que Estella concediese el más pequeño favor a un individuo tan estúpido y desagradable como aquél. Y aun ahora mismo creo que tal sentimiento, por mi parte, se debía tan sólo a la generosidad de mi amor por ella y que eso era lo que me hacía lamentar que se hubiese fijado en aquel imbécil. Indudablemente, yo me habría sentido desgraciado cualquiera que fuese la 148 persona a quien ella hubiese favorecido, pero también es seguro que un individuo más digno me hubiera causado un grado de dolor bastante diferente. Me fue fácil convencerme, y pronto lo averigüé, de que Drummle había empezado a cortejar a Estella y que ella le permitía hacerlo. Hacía ya algún tiempo que no la dejaba ni a sol ni a sombra, y él y yo nos cruzábamos todos los días. Drummle seguía cortejándola con la mayor insistencia y testarudez, y Estella le permitía continuar; a veces le daba alientos, otras parecía rechazarlo, otras lo lisonjeaba, en ocasiones le despreciaba abiertamente y en algunas circunstancias le reconocía con gusto, en tanto que, en otras, apenas parecía recordar quién era. La Araña, como el señor Jaggers le había llamado, estaba acostumbrado a esperar al acecho y tenía la paciencia propia de esos repugnantes animales. Además, tenía una testaruda y estúpida confianza en su dinero y en la grandeza de su familia, lo cual a veces le era beneficioso y equivalía a la concentración de intenciones y a propósitos decididos. Así, la Araña cortejaba con la mayor tozudez a Estella, alejando a otros insectos mucho más brillantes, y con frecuencia abandonaba su escondrijo y se aparecía en el momento más oportuno. En un baile particular que se dio en Richmond, pues en aquella época solían celebrarse esas fiestas, y en el cual Estella consiguió dejar en segundo término a todas las demás bellezas, aquel desvergonzado de Drummle casi no se apartó de su lado, con gran tolerancia por parte de ella, y eso me decidió a hablar a la joven con respecto a él. Aproveché la primera oportunidad, que se presentó cuando Estella esperaba a la señora Brandley para que la acompañara a casa. Entonces, Estella estaba sentada frente a algunas flores y dispuesta ya a salir. Yo me hallaba a su lado, porque solía acompañarla a la ida y a la vuelta de semejantes fiestas. - ¿Está usted cansada, Estella? - Un poco, Pip. - Es natural. - Diga usted que sería más natural que no lo estuviera, porque antes de acostarme he de escribir mi carta acostumbrada a la señorita Havisham. - ¿Para referirle el triunfo de esta noche? - dije yo. - No es muy halagüeño, Estella. - ¿Qué quiere usted decir? Que yo sepa, no he tenido ningún éxito. - Estella - dije -, haga el favor de mirar a aquel sujeto que hay en aquel rincón y que no nos quita los ojos de encima. - ¿Para qué quiere que le mire? - dijo Estella fijando, por el contrario, sus ojos en mí. - ¿Qué hay de notable en aquel sujeto del rincón para que le mire? - Precisamente ésa es la pregunta que quería dirigirle – dije. - Ha estado rondándola toda la noche. -Las polillas y toda suerte de animales desagradables - contestó Estella dirigiéndole una mirada - suelen revolotear en torno de una bujía encendida. ¿Puede evitarlo la bujía? - No - contesté -. Pero ¿no podría evitarlo Estella? - ¡Quién sabe! - contestó -. Tal vez sí. Sí. Todo lo que usted quiera. - Haga el favor de escucharme, Estella. No sabe usted cuánto me apena ver que alienta a un hombre tan despreciado por todo el mundo como Drummle. Ya sabe usted que todos le desprecian. - ¿Y qué? - dijo ella. - Ya sabe usted también que es tan torpe por dentro como por fuera. Es un individuo estúpido, de mal carácter, de bajas inclinaciones y verdaderamente degradado. - ¿Y qué? - repitió. - Ya sabe que no tiene otra cosa más que dinero y una ridícula lista de ascendientes. - ¿Y qué? - volvió a repetir. Y cada vez que pronunciaba estas dos palabras abría más los ojos. Para vencer la dificultad de que me contestara siempre con aquella corta expresión, yo repetí también: - ¿Y qué? Pues eso, precisamente, es lo que me hace desgraciado. De haber creído entonces que favorecía a Drummle con la idea de hacerme desgraciado a mí, habría sentido yo cierta satisfacción; pero, siguiendo el sistema habitual en ella, me alejó de tal manera del asunto, que no pude creer cierta mi sospecha. - Pip - dijo Estella mirando alrededor -. No sea usted tonto ni se deje impresionar por mi conducta. Tal vez esté encaminada a impresionar a otros y quizás ésta sea mi intención. No vale la pena hablar de ello. - Se engaña usted - repliqué -, porque me sabe muy mal que la gente diga que derrama usted sus gracias y sus atractivos en el más despreciable de todos cuantos hay aquí. - Pues a mí no me importa - dij o Estella. - ¡Oh Estella, no sea usted tan orgullosa ni tan inflexible! 149 - ¿De modo que me llama usted orgullosa e inflexible, y hace un momento me reprochaba por fijar mi atención en ese imbécil? - No hay duda de que lo hace usted así - dije con cierto apresuramiento -, porque esta misma noche la he visto sonreírle y mirarle como jamás me ha sonreído ni mirado a mí. ¿Quiere usted, pues - replicó Estella con la mayor seriedad y nada encolerizada -, que le engañe como engaño a los demás? - ¿Acaso le quiere engañar a él, Estella? - No sólo a él, sino también a otros muchos… , a todos, menos a usted… Aquí está la señora Brandley. Ahora no quiero volver a hablar de eso. Y ahora que he dedicado un capítulo al tema que de tal modo llenaba mi corazón y que con tanta frecuencia lo dejaba dolorido, podré proseguir para tratar del acontecimiento que tanta influencia había de tener para mí y para el cual había empezado a prepararme antes de saber que en el mundo existía Estella, en los días en que su inteligencia infantil estaba recibiendo sus primeras distorsiones por parte de la señorita Havisham. En el cuento oriental, la pesada losa que había de caer sobre el majestuoso sepulcro de un conquistador era lentamente sacada de la cantera; el agujero destinado a la cuerda que había de sostenerla se abría a través de leguas de roca; la losa fue lentamente levantada y encajada en el techo; se pasó la cuerda y fue llevada a través de muchas millas de agujero hasta atarla a la enorme silla de hierro. Y después de dejarlo todo dispuesto a fuerza de mucho trabajo, llegó la hora señalada; el sultán se levantó en lo más profundo de la noche, empuñó el hacha que había de servir para separar la cuerda de la anilla de hierro, golpeó con ella y la cuerda se separó, alejándose, y cayó el techo. Así ocurrió en mi caso. Todo el trabajo, próximo o lejano, que tendía al mismo fin, habíase realizado ya. En un momento se dio el golpe, y el tejado de mi castillo se desplomó sobre mí. ...
En la línea 2017
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Había cumplido veintitrés años. Ni una sola palabra oí hasta entonces que pudiese iluminarme con respecto al asunto de mis esperanzas, y hacía ya una semana que cumplí mi vigesimotercer aniversario. Un año antes habíamos abandonado la Posada de Barnard y vivíamos en el Temple. Nuestras habitaciones estaban en Garden Court, junto al río. El señor Pocket y yo nos habíamos separado hacía algún tiempo por lo que se refiere a nuestras primeras relaciones, pero continuábamos siendo muy buenos amigos. A pesar de mi incapacidad de dedicarme a nada, lo cual creo que se debía a la intranquilidad que me producía la incertidumbre del origen de mis medios de vida, era muy aficionado a leer, y lo hacía regularmente durante muchas horas cada día. El asunto de Herbert progresaba también, y los míos eran tal como los he descrito al terminar el capítulo anterior. Los negocios habían obligado a Herbert a dirigirse a Marsella. Yo estaba solo, y por esta causa experimentaba una penosa sensación. Desanimado y ansioso, esperando que el día siguiente o la semana próxima me dejarían ver con mayor claridad mi camino, echaba de menos el alegre rostro y el simpático carácter de mi amigo. El tiempo era muy malo; tempestuoso y húmedo, en las calles había una cantidad extraordinaria de barro. Día por día llegaban a Londres espesas y numerosas nubes del Este, como si el Oriente fuese una eternidad de nubes y de viento. Tan furiosas habían sido las acometidas del huracán, que hasta algunos edificios elevados de la capital habían perdido los canalones de sus tejados; en la campiña hubo árboles arrancados, alas de molino rotas, y de la costa llegaban tristes relatos de naufragios y de muertes. Estas acometidas furiosas del viento eran acompañadas por violentas ráfagas de lluvia, y terminaba el día que hasta entonces, según pude ver, había sido el peor de todos. En aquella parte del Temple se han hecho muchas transformaciones a partir de entonces, pues ahora ya no es un barrio tan solitario ni está tan expuesto a las alteraciones del río. Vivíamos en lo alto de la última casa, y los embates del viento que subía por el cauce del río estremecían aquella noche la casa como si fuesen cañonazos o las acometidas del agua contra los rompientes. Cuando la lluvia acompañó al viento y se arrojó contra las ventanas, se me ocurrió la idea, mientras miraba a éstas cuando oscilaban, que podía figurarme vivir en un faro combatido por la tempestad. De vez en cuando, el humo bajaba por la chimenea, como si le resultara molesto salir por la parte superior en una noche como aquélla; y cuando abrí la puerta para mirar a la escalera, observé que las luces de ésta se habían apagado. Luego, haciendo con las manos sombra en torno de mi rostro, para mirar a través de las negras ventanas (pues no había que pensar en abrirlas ni poco ni mucho, en vista de la lluvia y del furioso viento), vi que los faroles del patio también se 150 habían apagado y que los de los puentes y los de las orillas del río oscilaban, próximos a apagarse, así como que los fuegos de carbón encendidos en las barcazas que había en el río eran arrastrados a lo lejos por el viento, como rojas manchas entre la lluvia. Leía con el reloj sobre la mesa, decidido a cerrar mi libro a las once de la noche. Cuando lo hice, las campanas de San Pablo y las de todos los relojes de las iglesias de la City, algunas precediendo y otras acompañando, dieron aquella hora. El sonido fue afeado de un modo curioso por el viento; y yo estaba escuchando y pensando, al mismo tiempo, en cómo el viento asaltaba las campanadas y las desfiguraba, cuando oí pasos en la escalera. Nada importa saber qué ilusión loca me hizo sobresaltar, relacionando aquellos pasos con los de mi difunta hermana. Tal ilusión pasó en un momento. Escuché de nuevo y oí los pasos que se acercaban. Recordando, entonces, que estaban apagadas las luces de la escalera, empuñé mi lámpara, a cuya luz solía leer, y me asomé con ella al hueco de la escalera. Quienquiera que estuviese debajo se detuvo al ver la luz, porque ya no se oyó más ruido. - ¿Hay alguien abajo? - pregunté mirando al mismo tiempo. - Sí - dijo una voz desde la oscuridad inferior. - ¿Qué piso busca usted? - El último. Deseo ver al señor Pip. - Ése es mi nombre. ¿Ocurre algo grave? - Nada de particular - replicó la voz. Y aquel hombre subió. Yo sostenía la lámpara por encima de la baranda de la escalera, y él subió lentamente a su luz. La lámpara tenía una pantalla, con objeto de que alumbrara bien el libro, y el círculo de la luz era muy pequeño, de manera que el que subía estaba un momento iluminado y luego se volvía a sumir en la sombra. En el primer momento que pude ver el rostro observé que me era desconocido, aunque pude advertir que miraba hacia mí como si estuviera satisfecho y conmovido de contemplarme. Moviendo la mano de manera que la luz siguiera el camino de aquel hombre, noté que iba bien vestido, aunque con un traje ordinario, como podría ir un viajero por mar. Su cabeza estaba cubierta por largos cabellos grises, de un tono semejante al hierro, y me dije que su edad sería la de unos sesenta años. Era un hombre musculoso, de fuertes piernas, y su rostro estaba moreno y curtido por la exposición a la intemperie. Cuando subía los dos últimos escalones y la luz de la lámpara nos iluminó a ambos, vi, con estúpido asombro, que me tendía ambas manos. - ¿Qué desea usted? - le pregunté. - ¿Que qué deseo?-repitió haciendo una pausa.- ¡Ah, sí! Si me lo permite, ya le explicaré lo que me trae… - ¿Quiere usted entrar? - Sí - contestó -. Deseo entrar, master. Le dirigí la pregunta con acento poco hospitalario, porque me molestaba la expresión de reconocimiento, alegre y complacido, que había notado en sus ojos. Y me molestaba por creer que él, implícitamente, deseaba que correspondiera a ella. Pero le hice entrar en la habitación que yo acababa de dejar, y después de poner la lámpara sobre la mesa le rogué con toda la amabilidad de que fui capaz que explicara el motivo de su visita. Miró alrededor con expresión muy rara - como si se sorprendiese agradablemente y tuviera alguna parte en las cosas que admiraba, - y luego se quitó una especie de gabán ordinario y también el sombrero. Asimismo, vi que la parte superior de su cabeza estaba hendida y calva y que los grises cabellos no crecían más que en los lados. Pero nada advertí que me explicara su visita. Por el contrario, en aquel momento vi que de nuevo me tendía las manos. - ¿Qué se propone usted? - le pregunté, con la sospecha de que estuviera loco. Dejó de mirarme y lentamente se frotó la cabeza con la mano derecha. - Es muy violento para un hombre - dijo con voz ruda y entrecortada, - después de haber esperado este momento y desde tan lejos… Pero no tiene usted ninguna culpa… Ninguno de nosotros la tiene. Me explicaré en medio minuto. Concédame medio minuto, hágame el favor. Se sentó en una silla ante el fuego y se cubrió la frente con sus morenas manos, surcadas de venas. Le observé con la mayor atención y me aparté ligeramente de él, pero no le reconocí. - ¿Hay alguien más por aquí cerca? - preguntó, volviendo la cabeza para mirar hacia atrás. - Me extraña que me haga usted esa pregunta, desconocido como es para mí y después de presentarse en mi casa a tales horas de la noche. 151 - Es usted un buen muchacho - me dijo moviendo la cabeza hacia mí con muestras de afecto, que a la vez me resultaban incomprensibles e irritantes -. Me alegro mucho de que haya crecido, para convertirse en un muchacho tan atrayente. Pero no me haga prender, porque luego se arrepentiría amargamente de haberlo hecho. Abandoné mentalmente la intención que él acababa de comprender, porque en aquel momento le reconocí. Era imposible identificar un simple rasgo de su rostro, pero a pesar de eso le reconocí. Si el viento y la lluvia se hubiesen llevado lejos aquellos años pasados, y al mismo tiempo todos los sucesos y todos los objetos que hubo en ellos, situándonos a los dos en el cementerio en donde por primera vez nos vimos cara a cara y a distinto nivel, no habría podido conocer a mi presidiario más claramente de lo que le conocía entonces, sentado ante el fuego. No habia necesidad de que se sacara del bolsillo una lima para mostrármela, ni que se quitara el pañuelo que llevaba al cuello para ponérselo en torno de la cabeza, ni que se abrazase a sí mismo y echase a andar a través de la habitación, mirando hacia mí para que le reconociese. Le conocí antes de que ayudase de este modo, aunque un momento antes no había sospechado ni remotamente su identidad. Volvió a donde yo estaba y de nuevo me tendió las manos. Sin saber qué hacer, porque, a fuerza de asombro, había perdido el dominio de mí mismo, le di las mías de mala gana. Él las estrechó cordialmente, se las llevó a los labios, las besó y continuó estrechándolas. - Obraste noblemente, muchacho – dijo. - ¡Noble Pip! Y yo jamás lo he olvidado. Al advertir un cambio en sus maneras, como si hasta se dispusiera a abrazarme, le puse una mano en el pecho y le obligué a alejarse. - Basta – dije. - Apártese. Si usted me está agradecido por lo que hice en mi infancia, espero que podrá demostrarme su gratitud comunicándome que ha cambiado de vida. Si ha venido aquí para darme las gracias, debo decirle que no era necesario. Sin embargo, ya que me ha encontrado, no hay duda de que hay algo bueno en el sentimiento que le ha traído, y por eso no le rechazaré… , pero seguramente comprenderá que yo… Mi atención quedó de tal modo atraída por la singularidad de su mirada fija en mí, que las palabras murieron en mis labios. - Decía usted - observó después de mirarnos en silencio-que seguramente comprenderé… ¿Qué debo comprender? - Que no debo renovar con usted aquella relación casual, y ya muy antigua, en estas circunstancias, que son completamente distintas. Me complazco en creer que se ha arrepentido usted, recobrando el dominio de sí mismo. Se lo digo con el mayor gusto. Y también me alegro, creyendo que merezco su gratitud, de que haya venido a darme las gracias. No obstante, nuestros caminos son muy distintos. Está usted mojado de pies a cabeza y parece muy fatigado. ¿Quiere beber algo antes de marcharse? Había vuelto a ponerse el pañuelo en torno del cuello, aunque sin apretar el nudo, y se quedó mirándome con la mayor atención mordiendo una punta de aquél. - Me parece - me contestó, sin dejar de morder el pañuelo y mirándome fijamente-que beberé antes de marcharme, y por ello también le doy las gracias. En una mesita auxiliar había una bandeja. La puse encima de la mesa inmediata al fuego, y le pregunté qué prefería. Señaló una de las botellas sin mirarla y sin decir una palabra, y yo le serví un poco de agua caliente con ron. Me esforcé en que no me temblara la mano en tanto que le servía, pero su mirada fija en mí mientras se recostaba en su silla, con el extremo del pañuelo entre sus dientes, cosa que hacía tal vez sin darse cuenta, fue causa de que me resultara difícil contener el temblor de la mano. Cuando por fin le serví el vaso, observé con el mayor asombro que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Hasta entonces, yo había permanecido en pie, sin tratar de disimular mi deseo de que se marchara cuanto antes. Pero me ablandé al observar el suavizado aspecto de aquel hombre y sentí el mudo reproche que me dirigía. - Espero - dije sirviéndome apresuradamente algo de beber yo también y acercando una silla a la mesa -, espero que no creerá usted que le he hablado con rudeza. No tenía intención de hacerlo, pero, si así fue, lo lamento mucho. Deseo que sea usted feliz y se encuentre a su gusto. Cuando me llevé el vaso a los labios, él miró sorprendido el extremo de su pañuelo, dejándolo caer al abrir la boca, y luego me tendió la mano. Yo le di la mía, y ambos bebimos. Hecho esto, se pasó la manga de su traje por los ojos y la frente. - ¿Cuál es su profesión? - le pregunté. -He tenido rebaños de ovejas, he sido criador de reses y otros oficios semejantes en el Nuevo Mundo – contestó; - es decir, a muchos millares de millas de aquí y a través del agua tempestuosa. 152 - Espero que habrá usted ganado dinero. - Mucho, muchísimo. Otros que se dedicaban a lo mismo hicieron también bastante dinero, pero nadie tanto como yo. Fui famoso por esta causa. - Me alegro mucho. - Espero que se alegrará usted más todavía, mi querido joven. Sin tratar de averiguar el sentido de tales palabras ni la razón del tono con que fueron pronunciadas, volví mi atención al detalle que acababa de presentarse a mi mente. - ¿Ha visto alguna vez al mensajero que me mandó, después que él hubo cumplido el encargo que usted le diera? - No le he echado la vista encima. No era fácil tampoco que le viese. - Pues él cumplió fielmente el encargo y me entregó dos billetes de una libra esterlina. Entonces yo era un pobre niño, como ya sabe usted, y, para mí, aquella cantidad era casi una pequeña fortuna. Pero, como usted, he progresado desde entonces y va a permitirme que se las devuelva. Podrá usted emplearlas regalándolas a otro muchacho pobre. Hablando así, saqué mi bolsa. Él me observó mientras la dejaba sobre la mesa y la abría, y no apartó sus ojos de mí mientras separaba dos billetes de una libra esterlina de la cantidad que contenía. Los billetes eran limpios y nuevos. Los desplegué y se los ofrecí. Sin dejar de observarme, los puso uno sobre otro, los dobló a lo largo, los retorció, les prendió fuego en la lámpara y dejó caer las cenizas en la bandeja. - ¿Me permitirá usted que le pregunte - dijo entonces con una sonrisa ceñuda o con sonriente ceño - cómo ha progresado usted desde que ambos nos vimos en los marjales? - ¿Cómo? - Sí. Vació su vaso, se levantó y fue a situarse al lado del fuego, apoyando su grande y morena mano en la chimenea. Apoyó un pie en la barra de hierro que había ante el fuego, con objeto de secárselo y calentarlo, y su húmeda bota empezó a humear; pero él no la miraba ni tampoco se fijaba en el fuego, sino que me contemplaba con la mayor atención. Entonces fue cuando empecé a temblar. Cuando se entreabrieron mis labios y formulé algunas palabras que no se pudieron oír, hice fuerza en mí mismo para decirle, aunque no con mucha claridad, que había sido elegido para heredar algunas propiedades. - ¿Me permite usted preguntar qué propiedades son ésas? - No lo sé - respondí tartamudeando. - ¿Y puedo saber de quién son esas propiedades? - añadió. - Lo ignoro - contesté del mismo modo. -Me parece que podría adivinar-dijo el ex presidiario - la cantidad que recibe usted anualmente desde que es mayor de edad. Refiriéndome a la primera cifra, me parece que es un cinco. Mientras me latía el corazón apresurada y desordenadamente, me puse en pie, apoyando la mano en el respaldo de la silla y mirando, muy apurado, a mi interlocutor. - Y con respecto a un tutor – continuó, - indudablemente existía un tutor o algo parecido mientras usted era menor de edad. Es posible que fuese abogado, y me parece que no me equivocaré mucho al afirmar que la primera letra de su nombre es una J. En aquel momento comprendí toda la verdad de mi situación, y sus inconvenientes, peligros, deshonras y consecuencias de todas clases me invadieron en tal multitud, que me senté anonadado y tuve que esforzarme extraordinariamente para continuar respirando. - Supongamos - continuó - que el que comisionó a aquel abogado, cuyo nombre empieza por una J y que muy bien puede ser Jaggers, supongamos que, atravesando el mar, hubiese llegado a Portsmouth y que, desembarcando allí, hubiera deseado venir a hacerle una visita a usted. «¿Y cómo me ha descubierto usted?», se preguntará. Pues bien, escribí desde Portsmouth a una persona de Londres pidiéndole las señas de usted. ¿Y quiere saber cómo se llama esa persona? Pues es un tal Wemmick. Ni para salvar mi vida habría podido pronunciar entonces una sola palabra. Allí estaba con una mano apoyada en un respaldo de la silla y la otra en mi pecho, pareciéndome que me ahogaba. Así miraba yo a mi extraño interlocutor, y tuve que agarrarme con fuerza a la silla al observar que la habitación parecía dar vueltas alrededor de mí. Él me cogió, me llevó al sofá, me tendió sobre los almohadones y se arrodilló a mi lado, acercando el rostro, que ahora recordaba muy bien y que me hacía temblar, hasta ponerlo a muy poca distancia del mío propio. - Sí, Pip, querido muchacho. He hecho de ti un caballero. Soy yo quien ha hecho eso. Aquel día juré que si lograba ganar una guinea, sería para ti. Y, más tarde, cuando empecé a especular y a enriquecerme, me 153 juré que serías rico. Viví sufriendo grandes penalidades para que tú vivieses cómodamente. Trabajé con la mayor energía para que tú no tuvieras que hacerlo. ¡Qué cosas tan raras! ¿Verdad, muchacho? ¿Y crees que te lo digo para que estés agradecido? De ninguna manera. Te lo digo tan sólo para que sepas que aquel perro cuya vida contribuiste a sostener levantó la cabeza a tal altura para poder hacer de ti un caballero. Y, en efecto, Pip, has llegado a ser un caballero. El aborrecimiento que me inspiraba aquel hombre y el temor que sentía hacia él, así como la repugnancia que me obligó a evitar su contacto, no habrían podido ser mayores de haber sido un animal terrible. -Mira, Pip. Soy tu segundo padre. Tú eres mi hijo y todavía más que un hijo. He ahorrado mucho dinero tan sólo para que tú puedas gastarlo. Cuando me alquilaron como pastor y vivía en una cabaña solitaria, sin ver más que las ovejas, hasta que olvidé cómo eran los rostros de los hombres y las mujeres, aun entonces, mentalmente, seguía viendo tu rostro. Muchas veces se me ha caído el cuchillo de las manos en aquella cabaña, cuando comía o cenaba, y entonces me decía: «Aquí está otra vez mi querido muchacho contemplándome mientras como y bebo». Te vi muchas veces, con tanta claridad como el día en que te encontré en los marjales llenos de niebla. «Así Dios me mate - decía con frecuencia, y muchas veces al aire libre, para que me oyese el cielo, - pero si consigo la libertad y la riqueza, voy a hacer un caballero de ese muchacho». Y ahora mira esta vivienda tuya, digna de un lord. ¿Un lord? ¡Ah!, tendrás dinero más que suficiente para hacer apuestas con los lores y para lograr ventajas sobre ellos. En su vehemencia triunfal, y dándose cuenta de que yo había estado a punto de desmayarme, no observó la acogida que presté a sus palabras. Éste fue el único consuelo que tuve. - Mira - continuó, sacándome el reloj del bolsillo y volviendo hacia él una sortija que llevaba mi dedo, mientras yo rehuía su contacto como si hubiese sido una serpiente. - El reloj es de oro, y la sortija, magnífica. Ambas cosas dignas de un caballero. Y fíjate en tu ropa blanca: fina y hermosa. Mira tu traje: mejor no puede encontrarse. Y también tus libros - añadió mirando alrededor, - que llenan todos los estantes, a centenares. Y tú los lees, ¿no es verdad? Me habría gustado encontrarte leyendo al llegar. ¡Ja, ja, ja! Luego me leerás algunos, querido Pip, y si son en algún idioma extranjero que yo no entienda, no por eso me sentiré menos orgulloso. De nuevo llevó mis manos a sus labios, en tanto que la sangre parecía enfriarse en mis venas. - No hay necesidad de que hables, Pip - dijo, volviendo a pasarse la manga por los ojos y la frente, mientras su garganta producía aquel ruido que yo recordaba tan bien. Y lo más horrible de todo era el darme cuenta del afecto con que hablaba. - Lo mejor que puedes hacer es permanecer quieto, querido Pip. Tú no has pensado en nuestro encuentro tanto tiempo como yo. No estabas preparado para eso, como lo estaba yo. Pero sin duda jamás te imaginaste que sería yo. -¡Oh, no, no!-repliqué-. ¡Nunca, nunca! - ¡Pues bien, ya ves que era yo y sin ayuda de nadie! No ha intervenido en el asunto nadie más que yo mismo y el señor Jaggers. - ¿Ninguna otra persona? - pregunté. - No - contestó, sorprendido. - ¿Quién más podía haber intervenido? Pero déjame que te diga, querido Pip, que te has convertido en un hombre muy guapo. Y espero que te habrán conquistado algunos bellos ojos. ¿No hay alguna linda muchacha de la que estés enamorado? - ¡Oh, Estella, Estella! -Pues será tuya, querido hijo, siempre en el supuesto de que el dinero pueda conseguirlo. No porque un caballero como tú, de tan buena figura y tan instruido, no pueda conquistarla por sí mismo; pero el dinero te ayudará. Ahora déjame que acabe lo que te iba diciendo, querido muchacho. De aquella cabaña y del tiempo que pasé haciendo de pastor recibí el primer dinero, pues, al morir, me lo dejó mi amo, que había sido lo mismo que yo, y así logré la libertad y empecé a trabajar por mi cuenta. Y todas las aventuras que emprendía, lo hacía por ti. «Dios bendiga mi empresa - decía al emprenderla -. No es para mí, sino para él.» Y en todo prosperé de un modo maravilloso. Para que te des cuenta, he de añadir que me hice famoso. El dinero que me legaron y las ganancias del primer año lo mandé todo al señor Jaggers, todo para ti. Entonces él fue en tu busca, de acuerdo con las instrucciones que le di por carta. ¡Oh, ojalá no hubiese venido! ¡Pluguiese a Dios que me dejara en la fragua, lejos de ser feliz, pero, sin embargo, dichoso en comparación con mi estado actual! - Y entonces, querido Pip, recibí la recompensa sabiendo secretamente que estaba haciendo de ti un caballero. A veces, los caballos de los colonos me llenaban de polvo cuando yo iba andando. Pero yo me decía: «Estoy haciendo ahora un caballero que será mucho mejor que todos los demás.» Y cuando uno decía a otro: «Hace pocos años era un presidiario y además es un hombre ordinario e ignorante. Sin embargo, tiene mucha suerte», entonces yo pensaba: «Si yo no soy un caballero ni tengo instrucción, por lo 154 menos soy propietario de uno de ellos. Todo lo que vosotros poseéis no es más que ganado y tierras, pero ninguno de vosotros tiene, como yo, un caballero de Londres.» Así me consolaba y así continuaba viviendo, y también de ese modo continué ganando dinero, hasta que me prometí venir un día a ver a mi muchacho y darme a conocer a él en el mismo sitio en que vivía. Me puso la mano en el hombro, y yo me estremecí ante la idea de que, según imaginaba, aquella mano pudiera estar manchada de sangre. - No me fue fácil, Pip, salir de allí, ni tampoco resultaba muy seguro. Pero yo estaba empeñado, y cuanto más difícil resultaba, mayor era mi decisión, porque estaba resuelto a ello. Y por fin lo he hecho. Sí, querido Pip, lo he hecho. Traté de reunir mis ideas, pero estaba aturdido. Me parecía haber prestado mayor atención a los rugidos del viento que a las palabras de mi compañero; pero no me era posible separar la voz de éste de los silbidos de aquél, aunque seguía oyéndolos cuando él permanecía callado. - ¿Dónde me alojarás? - preguntó entonces. - Ya comprenderás, querido Pip, que he de quedarme en alguna parte. - ¿Para dormir? - dije. - Sí, para dormir muchas horas y profundamente – contestó, - porque he pasado meses y meses sacudido y mojado por el agua del mar. -Mi amigo y compañero-dije levantándome del sofáestá ausente; podrá usted disponer de su habitación. - ¿Volverá mañana? - preguntó. - No - contesté yo casi maquinalmente a pesar de mis extraordinarios esfuerzos. - No volverá mañana. - Lo pregunto, querido Pip - dijo en voz baja y apoyando un dedo en mi pecho, - porque es preciso tener la mayor precaución. - ¿Qué quiere usted decir? ¿Precaución? - ¡Ya lo creo! Corro peligro de muerte. - ¿Qué muerte? - Fui deportado de por vida. Y el volver equivale a la muerte. Durante estos últimos años han vuelto muchos que se hallaban en mi caso, y, sin duda alguna, me ahorcarían si me cogiesen. ¡Sólo faltaba eso! Aquel desgraciado, después de cargarme con su oro maldito y con sus cadenas de plata, durante años enteros, arriesgaba la vida para venir a verme, y allí le tenía a mi custodia. Si le hubiese amado en vez de aborrecerle, si me hubiera sentido atraído a él por extraordinaria admiración y afecto, en vez de sentir la mayor repugnancia, no habría sido peor. Por el contrario, habría sido mejor, porque su seguridad sería lo más importante del mundo para mi corazón. Mi primer cuidado fue cerrar los postigos, a fin de que no se pudiese ver la luz desde el exterior, y luego cerrar y atrancar las puertas. Mientras así lo hacía, él estaba sentado a la mesa, bebiendo ron y comiendo bizcochos; yo, al verle entretenido así, creí contemplar de nuevo al presidiario en los marjales mientras comía. Y casi me pareció que pronto se inclinaría hacia su pierna para limar su grillete. Cuando hube entrado en la habitación de Herbert, cerrando toda comunicación entre ella y la escalera, a fin de que no quedase otro paso posible que la habitación en que habíamos estado conversando, pregunté a mi compañero si quería ir a acostarse. Contestó afirmativamente, pero me pidió algunas prendas de mi ropa blanca de caballero para ponérselas por la mañana. Se las entregué y se las dejé dispuestas, y pareció interrumpirse nuevamente el curso de la sangre en mis venas cuando de nuevo me estrechó las manos para desearme una buena noche. Me alejé de él sin saber cómo lo hacía; reanimé el fuego en la estancia en que habíamos permanecido juntos y me senté al lado de la chimenea, temeroso de irme a la cama. Durante una o dos horas estuve tan aturdido que apenas pude pensar; pero cuando lo logré, me di cuenta de lo desgraciado que era y de que la nave en que me embarcara se había destrozado por completo. Era evidente que las intenciones de la señorita Havisham con respecto a mí no eran nada más que un sueño; sin duda alguna, Estella no me estaba destinada; en la casa Satis se me toleraba como algo conveniente, como si fuese una espina para los avarientos parientes, como un modelo dotado de corazón mecánico a fin de que Estella se practicase en mí cuando no había nadie más en quien hacerlo; éstas fueron las primeras ideas que se presentaron a mi mente. Pero el dolor más agudo de todos era el de que, a causa de aquel presidiario, reo de ignorados crímenes y expuesto a ser cogido en mis propias habitaciones para ser ahorcado en Old Bailey, yo había abandonado a Joe. Entonces no habría querido volver al lado de Joe ni al de Biddy por nada del mundo; aunque me figuro que eso se debía a la seguridad que tenía de que mi indigna conducta hacia ellos era más culpable de lo que 155 me había figurado. Ninguna sabiduría en la tierra podría darme ahora el consuelo que habría obtenido de su sencillez y de su fidelidad; pero jamás podría deshacer lo hecho. En cada una de las acometidas del viento y de la lluvia parecíame oír el ruido de los perseguidores. Por dos veces habría jurado que llamaban a la puerta y que al otro lado alguien hablaba en voz baja. Con tales temores, empecé a recordar que había recibido misteriosos avisos de la llegada de aquel hombre. Me imaginé que durante las semanas anteriores vi en las calles algunos rostros que me parecieron muy semejantes al suyo. Díjeme que aquellos parecidos habían sido más numerosos a medida que él se acercaba a Inglaterra, y estaba seguro de que su maligno espíritu me había mandado, de algún modo, aquellos mensajeros, y, en aquella noche tempestuosa, él valía tanto como su palabra y estaba conmigo. Entre estas reflexiones, se me ocurrió la de que, con mis ojos infantiles, le juzgué hombre violento y desesperado; que había oído al otro presidiario asegurar reiteradamente que había querido asesinarle; y yo mismo le vi en el fondo de la zanja, luchando con la mayor fiereza con su compinche. Y tales recuerdos me aterraron, dándome a entender que no era seguro para mí el estar encerrado con él en lo más profundo de aquella noche solitaria y tempestuosa. Y este temor creció de tal manera, que por fin me obligó a tomar una bujía para ir a ver a mi terrible compañero. Éste se había envuelto la cabeza en un pañuelo y su rostro estaba inmóvil y sumido en el sueño. Dormía tranquilamente, aunque en la almohada se veía una pistola. Tranquilizado acerca del particular, puse suavemente la llave en la parte exterior de la puerta y le di la vuelta para cerrar antes de sentarme junto al fuego. Gradualmente me deslicé de mi asiento y al fin me quedé tendido en el suelo. Cuando desperté, sin que durante mi sueño hubiese olvidado mi desgracia, los relojes de las iglesias de la parte oriental de Londres daban las cinco de la madrugada, las bujías se habían consumido, el fuego estaba apagado y el viento y la lluvia intensificaban las espesas tinieblas. ÉSTE ES EL FINAL DE LA SEGUNDA FASE DE LAS ESPERANZAS DE PIP ...
En la línea 2019
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Afortunadamente, tuve que tomar precauciones para lograr en la medida de lo posible la seguridad de mi temible huésped; porque como esta idea me impulsara a obrar en cuanto desperté, dejó a los demás pensamientos a cierta distancia y rodeados de alguna confusión. Era evidente la imposibilidad de mantenerlo oculto en mis habitaciones. No se podía hacer, y tan sólo la tentativa engendraría las sospechas de un modo inevitable. Es verdad que ya no tenía a mi servicio al Vengador, pero me cuidaba una vieja muy vehemente, ayudada por un saco de harapos al que llamaba «su sobrina», y mantener una habitación secreta para ellas sería el mejor modo de excitar su curiosidad y sus chismes. Ambas tenían los ojos muy débiles, cosa que yo atribuía a su costumbre crónica de mirar por los agujeros de las cerraduras, y siempre estaban al lado de uno cuando no se las necesitaba para nada; en realidad, ésta era la única cualidad digna de confianza que tenían, sin contar, naturalmente, que eran incapaces de cometer el más pequeño hurto. Y para que aquellas dos personas no sospechasen ningún misterio, resolví anunciar por la mañana que mi tío había llegado inesperadamente del campo. Decidí esta línea de conducta mientras, en la oscuridad, me esforzaba en encender una luz. Y como no encontrase los medios de conseguir mi propósito, no tuve más remedio que salir en busca del sereno para que me ayudase con su linterna. Cuando me disponía a bajar por la oscura escalera, tropecé con algo que resultó ser un hombre acurrucado en un rincón. Como no contestase cuando le pregunté qué hacía allí, sino que, silenciosamente, evitó mi contacto, eché a correr hacia la habitación del portero para rogar al sereno que acudiese en seguida, y cuando subíamos la escalera le di cuenta del incidente. El viento era tan feroz como siempre, y no nos atrevimos a poner en peligro la luz de farol tratando de encender otra vez las luces de la escalera, sino que hicimos una exploración por ésta de arriba abajo, aunque no pudimos encontrar a nadie. Entonces se me ocurrió la posibilidad de que aquel hombre se hubiese metido en mis habitaciones. Así, encendiendo una bujía en el farol del sereno y dejando a éste ante la puerta, examiné con el mayor cuidado las habitaciones, incluso la en que dormía mi temido huésped, pero todo estaba tranquilo y no había nadie más en aquellas estancias. Me causó viva ansiedad la idea de que precisamente en aquella noche hubiese habido un espía en la escalera, y, con objeto de ver si podía encontrar una explicación plausible, interrogué al sereno mientras le daba un vaso de aguardiente, a fin de averiguar si había abierto la puerta a cualquier caballero que hubiese cenado fuera. Me contestó que sí y que durante la cena abrió la puerta a tres. Uno de ellos vivía en Fountain 156 Court, y los otros dos, en el Callejón. Añadió que los había visto entrar a todos en sus respectivas viviendas. Además, el otro huésped que quedaba, y que vivía en la casa de la que mis habitaciones formaban parte, había pasado algunas semanas en el campo y con toda seguridad no regresó aquella noche, porque al subir la escalera pudimos ver su puerta cerrada con candado. - Ha sido la noche tan mala, caballero - dijo el sereno al devolverme el vaso vacío, - que muy pocos se han presentado para que les abriese la puerta. Aparte de los tres caballeros que he citado, no he visto a nadie más desde las once de la noche. Entonces, un desconocido preguntó por usted. Ya sé - contesté -. Era mi tío. ¿Le ha visto usted, caballero? - Sí. - ¿Y también a la persona que le acompañaba? - ¿La persona que le acompañaba? - repetí. - Me pareció que iba con él - replicó el sereno. - Esa persona se detuvo cuando el primero lo hizo para preguntarme, y luego siguió su mismo camino. - ¿Y cómo era esa persona? El sereno no se había fijado mucho. Le pareció que era un obrero y, según creía recordar, vestía un traje de color pardo y una capa oscura. E1 sereno descubrió algo más que yo acerca del particular, lo cual era muy natural, pero, por otra parte, yo tenía mis razones para conceder importancia al asunto. En cuanto me libré de él, cosa que creí conveniente hacer sin prolongar mis explicaciones, me sentí turbado por aquellas dos circunstancias que se presentaban unidas a mi consideración. Así como separadas ofrecían una solución inocente, pues se podía creer, por ejemplo, que se trataba de alguno que volviera de cenar y que se extravió luego en la escalera, quedándose dormido, o que mi visitante trajera a alguien consigo para enseñarle el camino, las dos circunstancias juntas tenían un aspecto muy feo y capaz de asustar a quien, como yo, las últimas horas le inclinaban a sentir desconfianza y miedo. Volví a encender el fuego, que ardió con pálida llama en aquella hora de la mañana, y me quedé adormecido ante él. Me parecía haber pasado así la noche entera cuando las campanas dieron las seis. Como aún quedaba una hora y media hasta que apareciera la luz del día, volví a dormirme. A veces me despertaba inquieto, sintiendo en mis oídos prolijas conversaciones acerca de nada; otras, me sobresaltaban los rugidos del viento en la chimenea, hasta que por fin caí en un profundo sueño, del que me despertó, sobresaltado, el amanecer. Hasta entonces nunca había podido hacerme cargo de mi propia situación, mas, a pesar de lo ocurrido, tampoco me era posible hacerlo ahora. No tenía fuerzas para reflexionar. Me sentía anonadado y desgraciado, pero de un modo incoherente. En cuanto a formar algún plan para lo futuro, no me habría sido más fácil que formar un elefante. Cuando abrí los postigos y miré hacia el exterior, a la mañana tempestuosa y húmeda, todo de color plomizo, y cuando recorrí todas las habitaciones y me senté tembloroso ante el fuego, esperé la aparición de mi lavandera. Me dije que era muy desgraciado, mas apenas sabía por qué o por cuánto tiempo lo había sido, e ignoraba también el día de la semana en que me hallaba y hasta quién era el autor de mi desgracia. Por fin entraron la vieja y su sobrina, la última con una cabeza que apenas se podía distinguir de su empolvada escoba, y mostraron cierta sorpresa al verme ante el fuego. Les dije que mi tío había llegado por la noche y que a la sazón estaba dormido; además, les di las instrucciones necesarias para que, de acuerdo con ello, preparasen el desayuno. Luego me lavé y me vestí mientras ellas quitaban el polvo alrededor de mí, y así, en una especie de sueño o como si anduviera dormido, volví a verme sentado ante el fuego y esperando que él viniese a tomar el desayuno. Lentamente se abrió su puerta y salió. No podía resolverme a mirarle, pero lo hice, y entonces me pareció que tenía mucho peor aspecto a la luz del día. - Todavía no sé - le dije mientras él se sentaba en la mesa - qué nombre debo darle. He dicho que era usted mi tío. - Perfectamente, querido Pip; llámame tío. - Sin duda, a bordo, debió de hacerse llamar usted por algún nombre supuesto. - Sí, querido Pip. Tomé el nombre de Provis. - ¿Quiere usted conservar ese nombre? - Sí, querido Pip. Es tan bueno como cualquiera, a no ser que tú prefieras otro más de tu gusto. - ¿Cuál es su apellido verdadero? - le pregunté en voz muy baja. - Magwitch - contestó en el mismo tono. - Y mi nombre de pila es Abel. - ¿Y qué oficio le enseñaron? - El de golfo, querido Pip. 157 Hablaba en serio y usó la palabra como si, verdaderamente, indicase alguna profesión. - Cuando llegó usted al Temple, anoche… - dije yo, preguntándome si, en realidad, ello había ocurrido la noche anterior, pues me parecía que había pasado mucho tiempo. - Sí, querido Pip. - … cuando llegó usted a la puerta y preguntó al sereno el camino de mi casa, ¿vio si le acompañaba alguien? - No, querido Pip. Estaba solo. - Pues parece que había alguien más. - En tal caso, no me fijé - dijo, dudando. - Ten en cuenta que no conocía el lugar. Pero, ahora que recuerdo, me parece que conmigo entró otra persona. - ¿Es usted conocido en Londres? - Espero que no - contestó moviendo el cuello de un modo que me desagradó. - ¿Y era usted conocido en Londres en otros tiempos? - No, querido Pip. Casi siempre viví en provincias. - ¿Fue usted… juzgado… en Londres? - ¿En qué ocasión? - preguntó, dirigiéndome una rápida mirada. - La última vez. Movió afirmativamente la cabeza y añadió: - Entonces fue cuando conocí a Jaggers. Él me defendía. Estuve a punto de preguntarle por qué causa le habían juzgado, pero él sacó un cuchillo, hizo con él una especie de rúbrica en el aire y me dijo: - Todo lo que he hecho ha sido ya pagado. Y, dichas estas palabras, empezó a comer. Lo hacía con un hambre extraordinaria que me resultaba muy fastidiosa. Y todos sus actos eran groseros, ruidosos y voraces. Desde que le vi comer en los marjales, había perdido algunos dientes y muelas y, al llevarse el alimento a la boca, ladeaba la cabeza, para ponerlo entre sus muelas más fuertes, lo cual le daba el aspecto de perro viejo y hambriento. Si yo hubiese tenido algún apetito al empezar, me habría desaparecido en el acto, pues sentía por aquel hombre extraordinaria repulsión, aversión invencible, y, así, me quedé mirando tristemente el mantel. - Soy gran comedor, querido Pip - dijo como cortés apología al terminar el desayuno. - Pero siempre he sido así. Si mi constitución no me hubiese hecho tan voraz, talvez mis penalidades hubieran sido menores. Además, necesito fumar. Cuando me alquilé por primera vez como pastor, en el otro lado del mundo, estoy seguro de que me habría vuelto loco de tristeza si no hubiese podido fumar. Hablando así se levantó y, llevándose la mano al pecho, sacó una pipa negra y corta y un puñado de tabaco negro de inferior calidad. Después de llenar la pipa volvió a guardarse el tabaco sobrante, como si su bolsillo fuese un cajón. Tomó con las tenazas una brasa del fuego y con ella encendió la pipa. Hecho esto, se volvió de espaldas al fuego y repitió su ademán favorito de tenderme las dos manos para estrechar las mías. -Éste-dijo levantando y bajando mis manos mientras chupaba la pipa, - éste es el caballero que yo he hecho. Un verdadero caballero. No sabes cuán feliz soy al mirarte, Pip. Todo lo que deseo es permanecer a tu lado y mirarte de vez en cuando, querido Pip. Libré mis manos lo antes que pude, y comprendí que ya empezaba a darme cuenta de mi verdadera situación. Mientras oía su ronca voz y miraba su calva cabeza, en cuyos lados crecía el cabello de color gris, me dije que estaba encadenado y con pesadas cadenas. - No podría ver a mi caballero andar por la calle entre el fango. En sus botas no ha de haber la menor mancha de barro. Mi caballero ha de tener caballos, Pip. Caballos de tiro y de silla, no sólo para ti, sino también para tu criado. ¿Acaso los colonos tendrán sus caballos (y hasta de buena raza) y no los tendrá mi caballero de Londres? No, no. Les demostraremos que podemos hacer lo mismo que ellos, ¿no es verdad, Pip? Sacó entonces de su bolsillo una abultada cartera, de la que rebosaban los papeles, y la tiró sobre la mesa. - Aquí hay algo que gastar, querido Pip. Todo eso es tuyo. Todo lo que yo he ganado no me pertenece, sino que es tuyo. No tengas el menor reparo en gastarlo. Hay mucho más en el lugar de donde ha salido eso. Yo he venido a mi país para ver a mi caballero gastar el dinero como a tal. Esto es lo que me dará el mayor placer de mi vida. Lo que más me gustará será ver cómo lo gastas. Y achica a todo el mundo - dijo levantándose, mirando alrededor de la estancia y haciendo chasquear sus dedos. - Achícalos a todos, desde 158 el juez que se adorna con su peluca hasta el colono que con sus caballos levanta el polvo de las carreteras. Quiero demostrarles que mi caballero vale más que todos ellos. - Espere - dije, asustado y asqueado; - deseo hablar con usted. Quiero convenir con usted lo que debe hacerse. Ante todo, deseo saber cómo podemos alejar de usted todo peligro, cuánto tiempo va a estar conmigo y qué proyectos tiene. - Mira, Pip - dijo posando su mano en mi brazo, con tono alterado y en voz baja, - ante todo, escúchame. Hace un momento me olvidé de mí mismo. Todo lo que te dije era algo ridículo, eso es, ridículo. Ahora, Pip, no te acuerdes de lo que te he dicho. No volveré a hablarte de esa manera. -Ante todo - continué, muy alarmado, - ¿qué precauciones pueden tomarse para evitar que le reconozcan y le prendan? - No, querido Pip - dijo en el mismo tono, - lo primero no es eso. Lo primero es lo primero. No he pasado tantos años haciendo de ti un caballero para que no sepa ahora lo que se le debe. Mira, Pip, me he enternecido, eso es. Olvídalo, muchacho. Una sensación de triste comicidad me hizo prorrumpir en una forzada carcajada al contestar: - Ya lo he olvidado. Por Dios, hágame el favor de no insistir acerca de ello. - Sí, pero mira - repitió -. No he venido para enternecerte. Ahora, continúa, querido muchacho. Decías… - ¿Cómo habré de protegerle a usted del peligro a que se expone? - Mira, querido Pip, el peligro no es tan grande como te figuras. Según me dijeron, no es tan grave como parece. Conocen mi secreto Jaggers, Wemmick y tú. ¿Quién más estará enterado? - ¿No hay probabilidades de que le reconozcan a usted por la calle? - pregunté. - En realidad, pocas personas me reconocerían – replicó. - Además, como ya puedes comprender, no tengo la intención de anunciar en los periódicos que A. M. ha vuelto de Botany Bay. Han pasado muchos años, y ¿a quién le puede interesar mi captura? Y sigue fijándote, Pip. Aunque el peligro hubiera sido cincuenta veces mayor, yo habría hecho este viaje para verte, de la misma manera que ahora. - ¿Y cuánto tiempo piensa usted estar aquí? - ¿Cuánto tiempo? - preguntó quitándose de la boca su negra pipa y mirándome -. No pienso volver. He venido para quedarme. - ¿Dónde va usted a vivir? - preguntó -. ¿Qué haremos con usted? ¿En dónde estará seguro? - Querido Pip – replicó, - se pueden comprar patillas postizas, puedo empolvarme el cabello y ponerme anteojos, así como un traje negro de calzón corto y cosas por el estilo. Otros han encontrado la seguridad de esta manera, y lo que hicieron los demás puedo hacerlo yo. Y en cuanto a dónde iré a vivir y cómo, te ruego que me des tu opinión. - Veo que ahora lo toma usted con mucha tranquilidad - le dije, - pero anoche parecía estar algo asustado al decirme que su aventura le ponía en peligro de muerte. - Y sigo diciendo lo mismo, con toda seguridad - replicó poniéndose de nuevo la pipa en la boca. - Equivale a la muerte con una cuerda al cuello, en plena calle y no lejos de aquí. Has de comprender muy bien eso, porque es una cosa muy seria y conviene que te des cuenta. Pero ¿qué remedio, si la cosa ya está hecha? Aquí me tienes. Y el intentar ahora el regreso sería tan peligroso como quedarme, y aun tal vez peor. Además, Pip, estoy aquí porque tenía empeño en vivir a tu lado, y lo deseé años y años. Y en cuanto a mi osadía, ten en cuenta que ya soy gallo viejo y que en mi vida he hecho muchas cosas atrevidas desde que me salieron las plumas; de manera que no me da ningún reparo posarme sobre un espantajo. Si me aguarda la muerte, no hay manera de evitarlo. Que venga si quiere y le daremos la cara, pero no hay que pensar en ella antes de que se presente. Y ahora déjame que contemple otra vez a mi caballero. Una vez más me cogió ambas manos y me examinó con la expresión del que contempla un objeto que posee, fumando, mientras tanto, con la mayor complacencia. Me pareció lo mejor buscarle un alojamiento tranquilo y no muy apartado, del que pudiera tomar posesión al regreso de Herbert, a quien esperaba al cabo de dos o tres días. Inevitablemente, debía confiarse el secreto a mi amigo, aunque no fuese más que por el alivio que había de causarme el hecho de compartirlo con él. Pero eso no fue tan del gusto del señor Provis (resolví llamarle por este nombre), que reservó su decisión de confiar su identidad a Herbert hasta haberle visto y formado favorable opinión de él según su fisonomía. - Y aun entonces, querido Pip - dijo sacando un pequeño, grasiento y negro Testamento de su bolsillo -, aun entonces, será preciso que me preste juramento. El asegurar que mi terrible protector llevara consigo aquel librito negro por el mundo tan sólo con objeto de hacer jurar sobre él a la gente en los casos de apuro, sería afirmar una cosa que nunca llegué a averiguar, aunque sí me consta que jamás vi que lo usara de otra manera. El libro parecía haber sido robado a un 159 tribunal de justicia, y tal vez el conocimiento que tenía de sus antecedentes, combinado con sus experiencias en este sentido, le daban cierta confianza en sus cualidades, como si tuviese una especie de sortilegio legal. En el modo como se lo sacó del bolsillo la primera vez, recordé cómo me había hecho jurar fidelidad en el cementerio, muchos años atrás, y que, según me manifestó la noche anterior, solía jurar a solas sus resoluciones. Como entonces llevaba un traje propio para la navegación, aunque muy mal hecho y sucio, con el cual parecía que se dedicara a la venta de loros o de tabaco antillano, empezamos por tratar del traje que le convendría llevar. Él tenía una fe extraordinaria en las virtudes de los trajes de calzón corto como disfraz, y se proponía vestirse de un modo que le diera aspecto de deán o de dentista. Con grandes dificultades pude convencerle de que le convenía llevar un traje propio de un granjero en buena posición; y convinimos en que se cortara el cabello corto y se lo empolvara ligeramente. Por último, y teniendo en cuenta que aún no le habían visto la lavandera ni su sobrina, debería permanecer invisible hasta que se hubiese llevado a cabo su cambio de traje. Parece que el tomar estas precauciones había de ser cosa sencilla; pero, en mi estado de ánimo y dado lo apurado que yo estaba, empleamos ambos tanto tiempo, que la discusión duró hasta las dos o las tres de la tarde. É1 debía permanecer encerrado en su habitación durante mi ausencia, y por ninguna causa ni razón abriría la puerta. Sabía que en la calle de Essex había una casa de huéspedes respetable, cuya parte posterior daba al Temple, y que se hallaba al alcance de la voz desde mis propias ventanas. Por eso me dirigí en seguida a dicha casa, y tuve la buena fortuna de poder tomar el segundo piso para mi tío, el señor Provis. Luego recorrí algunas tiendas, para hacer las compras necesarias a fin de cambiar su aspecto. Una vez hecho todo eso, me dirigí por mi cuenta a Little Britain. E1 señor Jaggers estaba sentado ante su mesa, pero, al verme entrar, se puso en pie inmediatamente y se situó junto al fuego. - Ahora, Pip – dijo, - sea usted prudente. - Lo seré, señor - le contesté. Porque mientras me dirigía a su despacho reflexioné muy bien acerca de lo que le diría. - No se fíe usted de sí mismo, y mucho menos de otra persona. Ya me entiende usted… , de ninguna otra persona. No me diga nada; no necesito saber nada; no soy curioso. Naturalmente, comprendí que estaba enterado de la llegada de aquel hombre. -Tan sólo deseo, señor Jaggers – dije, - cerciorarme de que es verdad lo que me han dicho. No tengo la esperanza de que sea mentira, pero, por lo menos, puedo comprobarlo. El señor Jaggers hizo un movimiento de afirmación con la cabeza. - ¿Le han dicho o le han informado? - me preguntó con la cabeza ladeada y sin mirarme, pero fijando sus ojos en el suelo con la mayor atención. - Si le han dicho, eso significa una comunicación verbal. Y ya comprende que eso no es posible que ocurra con un hombre que está en Nueva Gales del Sur. - Diré que me han informado, señor Jaggers. - Bien. - Pues he sido informado por una persona llamada Abel Magwitch de que él es el bienhechor que durante tanto tiempo ha sido desconocido para mí. - Es decir, ¿el hombre de Nueva Gales del Sur? - ¿Él solamente? - pregunté. - Él solamente - contestó el señor Jaggers. - No soy tan poco razonable, caballero - le dije, - para hacerle a usted responsable de todas mis equivocaciones y de mis conclusiones erróneas; pero yo siempre me imaginé que sería la señorita Havisham. - Como dice usted muy bien, Pip - replicó el señor Jaggers volviendo fríamente su mirada hacia mí y mordiéndose su dedo índice, - yo no soy responsable de eso. -Y, sin embargo, ¡parecía tan verosímil, caballero! - exclamé con desaliento. - No había la más pequeña evidencia, Pip - contestó el señor Jaggers meneando la cabeza y recogiéndose los faldones de la levita. - Acostúmbrese a no considerar nada por su aspecto, sino por su evidencia. No hay regla mejor que ésta. - Nada más tengo que decir - repliqué dando un suspiro y después de quedarme un momento silencioso. - He comprobado los informes recibidos, y ya no hay más que añadir. - Puesto que Magwitch, de Nueva Gales del Sur, se ha dado a conocer - dijo el señor Jaggers, - ya comprenderá usted, Pip, cuánta ha sido la exactitud con que, en mis comunicaciones con usted, me he 160 atenido a los hechos estrictos. Nunca me he separado lo más mínimo de la estricta línea de los hechos. ¿Está usted persuadido de eso? - Por completo, caballero. - Ya comuniqué a Magwitch, en Nueva Gales del Sur, la primera vez que me escribió desde Nueva Gales del Sur, que no debía esperar que yo me desviara lo más mínimo de la estricta línea de los hechos. También le advertí otra cosa. En su carta parecía aludir de un modo vago a su propósito aún lejano de verle a usted en Inglaterra. Le avisé de que no quería saber una palabra más acerca de eso; que no había la menor probabilidad de obtener un perdón; que había sido desterrado por el término de su vida natural, y que al presentarse en este país cometería un acto de audacia que lo pondría en situación de ser castigado con la pena más grave de las leyes. Di a Magwitch este aviso - añadió el señor Jaggers mirándome con fijeza, - se lo escribí a Nueva Gales del Sur. Y no hay duda de que ajustó su conducta de acuerdo con mi advertencia. -Sin duda - dije. - He sido informado por Wemmick - prosiguió el señor Jaggers, mirándome con la misma fijeza - de que recibió una carta fechada en Portsmouth, procedente de un colono llamado Purvis o… - 0 Provis - corregí. - 0 Provis… Gracias, Pip. Tal vez es Provis. Quizás usted sabe que es Provis. - Sí - contesté. - Usted sabe que es Provis. Una carta fechada en Portsmouth, procedente de un colono llamado Provis, pidiendo detalles acerca de la dirección de usted, con destino a Magwitch. Wemmick le mandó los detalles necesarios, según tengo entendido, a vuelta de correo. Probablemente, por medio de ese Provis ha recibido usted la explicación de Magwitch… , de Nueva Gales del Sur. - En efecto, me he enterado por medio de ese Provis - contesté. - Buenos días, Pip - dijo entonces el señor Jaggers ofreciéndome la mano. - Me alegro mucho de haberle visto. Cuando escriba usted a Magwitch, a Nueva Gales del Sur, o cuando comunique usted por mediacion de Provis, tenga la bondad de mencionar que los detalles y comprobantes de nuestra larga cuenta les serán mandados a usted juntamente con el saldo; porque todavía queda un saldo a su favor. Buenos días, Pip. Nos estrechamos la mano, y él siguió mirándome con fijeza mientras le fue posible. Me dirigí a la puerta, y él continuó con los ojos dirigidos a mí, en tanto que las dos horribles mascarillas parecían esforzarse en abrir los párpados y en proferir con sus hinchadas gargantas la frase: «¡Oh, qué hombre!». Wemmick no estaba, pero aunque se hubiese hallado en su puesto, nada podría haber hecho por mí. Me apresuré a regresar al Temple, en donde encontré al terrible Provis bebiendo agua con ron y fumando apaciblemente en su pipa. Al día siguiente llegaron a casa las prendas y demás cosas que encargara, y él se lo puso todo. Pero lo que se iba poniendo le daba peor aspecto (o, por lo menos, eso me pareció) que cuando había llegado. A mi juicio, había algo en él completamente imposible de disfrazar. Cuanto más y mejor le vestía, más se parecía al asustado fugitivo de los marjales. Eso, en mi recelosa fantasía, debíase sin duda alguna a que su rostro y sus maneras me eran cada vez más familiares; pero me pareció también que arrastraba una de sus piernas, como si en ella llevase aún el pesado grillete, de manera que a mí me parecía un presidiario de pies a cabeza y en todos sus detalles. Además, se notaba la influencia de su solitaria vida en la cabaña cuando hizo de pastor, y le daba un aspecto salvaje que ningún disfraz podía disimular; también la vida infame que llevara entre los hombres había dejado su sello en él, y, como remate, se advertía su convencimiento de que a la sazón vivía oculto y en peligro de ser perseguido. Tanto si estaba sentado como de pie, y tanto si bebia como si comía o permanecía pensativo, con los hombros encogidos, según era peculiar en él; o cuando sacaba su cuchillo de puño de asta y lo limpiaba en el pantalón antes de cortar los manjares; o si se llevaba a los labios los vasos de cristal fino como si fuesen bastos cazos; o si mordía un cantero de pan, o lo mojaba en la salsa, dándole varias vueltas en el plato, secándose luego los dedos en él antes de tragárselo… , en todos esos detalles y en otros muchos que ocurrían a cada minuto del día, siempre seguía siendo el presidiario, el convicto, el condenado. Había mostrado el mayor empeño en empolvarse el cabello, cosa en la cual consentí después de hacerle desistir del calzón corto. Pero el efecto que producían los polvos en sus cabellos no puedo compararlo a nada más que al que causaría el colorete en un cadáver. Era tan desagradable en él aquel fingimiento, que se desistió de los polvos en cuanto se hizo la prueba, y nos limitamos a que llevase cortado al rape su cabello gris. No puedo expresar con palabras las sensaciones que yo experimentaba acerca del misterio en que para mí estaba envuelto aquel hombre. Cuando se quedaba dormido por la tarde, con sus nudosas manos agarradas 161 a los brazos de su sillón y con la calva y hendida cabeza caída sobre el pecho, me quedaba mirándole, preguntándome qué habría hecho y acusándole mentalmente de todos los crímenes imaginables, hasta que me sentía inclinado a levantarme y huir de él. Y cada hora que pasaba aumentaba de tal manera mi aborrecimiento hacia él que, según creo, habría acabado por obedecer a este impulso en las primeras agonías que pasé de esta suerte, a pesar de cuanto había hecho por mí y del peligro que corría, a no ser porque Herbert estaría muy pronto de regreso. Una vez salté de la cama por la noche y hasta empecé a vestirme apresuradamente con mis peores ropas, con el propósito de abandonarle allí con todo lo que yo poseía y alistarme para la India como soldado raso. Dudo que un fantasma hubiera sido más terrible para mí, en aquellas solitarias habitaciones, durante las largas veladas y no más cortas noches, mientras rugía el viento y la lluvia caía sobre la casa. Un fantasma no habría podido ser cogido y ahorcado por mi causa, y la consideración de que él podía serlo y el miedo de que acabase así no contribuían, ciertamente, a disminuir mis terrores. Cuando no estaba dormido o entretenido en un complicado solitario con una raída baraja que poseía - juego que hasta entonces no había visto jamás y cuyos éxitos registraba clavando su cuchillo en la mesa, - me rogaba que le leyera alguna cosa. -Algo en idioma extranjero, querido Pip-decía. Y mientras yo obedecía, aunque él no entendía una sola palabra, se quedaba sentado ante el fuego, con expresión propia de un expositor, y yo le veía a través de los dedos de la mano con que protegía mi rostro de la luz, como si quisiera llamar la atención de los muebles para que se fijasen en mi instrucción. Aquel sabio de la leyenda que se vio perseguido por la fea figura que hizo impíamente no era más desgraciado que yo, perseguido por el ser que me había hecho, y a medida que aumentaba mi repulsión, más me admiraba él y más me quería. He escrito esto como si tal situación hubiese durado un año, pero no se prolongó más de cinco días. Como esperaba a cada momento la llegada de Herbert, no me atrevía a salir, exceptuando después de anochecer, cuando sacaba a Provis a que tomase un poco el aire. Por fin, una noche, después de haber cenado y cuando yo me había adormecido, derrengado, porque pasaba muy malas noches, agitado por toda suerte de pesadillas, me desperté al oír los agradables pasos de mi amigo en la escalera. Provis, que también se había dormido, se estremeció al oír el ruido que hice, y en un momento vi brillar en su mano la hoja de su cuchillo. - ¡No se alarme! ¡Es Herbert! - dije. Y, en efecto, pocos instantes después penetró Herbert en la estancia, excitado y reanimado por las seiscientas millas que acababa de recorrer en Francia. - Haendel, mi querido amigo, ¿cómo estás? Parece como si hubiese estado un año ausente. Tal vez ha sido así, porque estás muy pálido y flaco. Haendel, mi… Pero… , perdon… A1 ver a Provis se interrumpió en sus saludos y en sus apretones de mano. Éste le miraba con la mayor atención y se guardaba lentamente su cuchillo, en tanto que se metía la otra mano en el bolsillo, sin duda en busca de otra cosa. - Herbert, querido amigo - dije yo cerrando las dobles puertas mientras mi compañero miraba muy asombrado -. Este señor… ha venido a visitarme. - Todo va bien, querido Pip - exclamó Provis adelantándose y llevando en la mano su librito negro. Luego, dirigiéndose a Herbert, le dijo: - Tome usted este libro con la mano derecha. ¡Así Dios le mate si dice usted nada a nadie! ¡Bese el libro! - Haz lo que te dice, Herbert - dije. Mi amigo, mirándome con amistosa alarma y extraordinario asombro, hizo lo que Provis le pedia, y este le estrechó la mano inmediatamente, diciendo: -Ahora ya ha jurado usted. Y nunca crea nada de lo que yo le diga si Pip no hace de usted un verdadero caballero. ...
En la línea 2021
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... En vano trataría de describir el asombro y la alarma de Herbert cuando, una vez sentados los tres ante el fuego, le referí toda la historia. Baste decir que vi mis propios sentimientos reflejados en el rostro de Herbert y, entre ellos, de un modo principal, mi repugnancia hacia el hombre que tanto había hecho por mí. Habría bastado para establecer una división entre aquel hombre y nosotros, si ya no hubiesen existido otras causas que nos alejaban bastante, el triunfo que expresó al tratarse de mi historia. Y a excepción de su molesta convicción de haberse enternecido en una ocasión, desde su llegada, acerca de lo cual empezó a 162 hablar a Herbert en cuanto hube terminado mi revelación, no tuvo la menor sospecha de la posibilidad de que yo no estuviese satisfecho con mi buena fortuna. Su envanecimiento de que había hecho de mí un caballero y de que había venido a verme representar tal papel, utilizando sus amplios recursos, fue expresado no tan sólo con respecto a mí, sino también para mí mismo. Y no hay duda de que llegó a la conclusión de que tal envanecimiento era igualmente agradable para él y para mí y de que ambos debíamos estar orgullosos de ello. - Aunque, fíjese, amigo de Pip - dijo a Herbert después de hablar por algún tiempo: - sé muy bien que, a mi llegada, por espacio de medio minuto me enternecí. Se lo dije así mismo a Pip. Pero no se inquiete usted por eso. No en vano he hecho de Pip un caballero, como él hará un caballero de usted, para que yo no sepa lo que debo a ustedes dos. Querido Pip y amigo de Pip, pueden ustedes estar seguros de que en adelante me callaré acerca del particular. Me he callado después de aquel minuto en que, sin querer, me enternecí; callado estoy ahora, y callado seguiré en adelante. - Ciertamente - dijo Herbert, aunque en su acento no se advertía que tales palabras le hubiesen consolado lo más mínimo, pues se quedó perplejo y deprimido. Ambos deseábamos con toda el alma que nuestro huésped se marchara a su vivienda y nos dejara solos; pero él, sin duda alguna, tenía celos de dejarnos juntos y se quedó hasta muy tarde. Eran las doce de la noche cuando le llevé a la calle de Essex y le dejé en seguridad ante la oscura puerta de su habitación. Cuando se cerró tras él, experimenté el primer momento de alivio que había conocido desde la primera noche de su llegada. Como no estaba por completo tranquilo, pues recordaba con cierto temor al hombre a quien sorprendí en la escalera, observé alrededor de nosotros cuando salí ya anochecido, con mi huésped, y también al regresar a mi casa iba vigilando en torno de mí. Es muy difícil, en una gran ciudad, el evitar el recelo de que todos nos observan cuando la mente conoce el peligro de que ocurra tal cosa, y por eso no podía persuadirme de que las personas que pasaban por mi lado no tenían el menor interés en mis movimientos. Los pocos que pasaban seguían sus respectivos caminos, y la calle estaba desierta cuando regresé al Temple. Nadie había salido con nosotros por la puerta y nadie entró por ella conmigo. Al cruzar junto a la fuente vi las ventanas iluminadas y tranquilas de las habitaciones de Provis, y cuando me quedé unos momentos ante la puerta de la casa en que vivía, antes de subir la escalera, Garden Court estaba tan apacible y desierto como la misma escalera al subir por ella. Herbert me recibió con los brazos abiertos, y nunca como entonces me pareció cosa tan confortadora el tener un verdadero amigo. Después de dirigirme algunas palabras de simpatía y de aliento, ambos nos sentamos para discutir el asunto. ¿Qué debía hacerse? La silla que había ocupado Provis seguía en el mismo lugar, porque tenía un modo especial, propio de su costumbre de habitar en una barraca, de permanecer inquieto en un sitio y dedicándose sucesivamente a manipular con su pipa y su tabaco malo, su cuchillo y su baraja y otros chismes semejantes. Digo, pues, que su silla seguía en el mismo sitio que él había ocupado. Herbert, sin darse cuenta, la tomó, pero, al notarlo, la empujó a un lado y tomó otra. Después de eso no tuvo necesidad de decir que había cobrado aversión hacia mi protector, ni yo tampoco la tuve de confesar la que sentía, de manera que nos hicimos esta mutua confidencia sin necesidad de cambiar una sola palabra. - ¿Qué te parece que se puede hacer? - pregunté a Herbert después que se hubo sentado. - Mi pobre amigo Haendel - replicó, apoyando la cabeza en sus manos, - estoy demasiado anonadado para poder pensar. - Lo mismo me ocurrió a mí, Herbert, en los primeros momentos de su llegada. No obstante, hay que hacer algo. Ese hombre se propone realizar varios gastos importantes… , comprar caballos, coches y toda suerte de cosas ostentosas. Es preciso buscar la manera de impedírselo. - ¿Quieres decirme con eso que no puedes aceptar… ? - ¿Cómo podría? - le interrumpí aprovechando la pausa de Herbert-. ¡Piensa en él! ¡Fíjate en él! Un temblor involuntario pasó par nosotros. -Además, temo, Herbert, que ese hombre siente un fuerte e intenso afecto para mí. ¿Se ha visto alguna vez cosa igual? - ¡Pobre Haendel! - repitió Herbert. - Por otra parte – proseguí, - aunque me niegue a recibir nada más de él, piensa en lo que ya le debo. Independientemente de todo eso, recuerda que he contraído muchas deudas, demasiadas para mí; que ya no puedo tener esperanzas de ninguna clase. Además, he sido educado sin propósito de tomar ninguna profesión, y para esta razón no sirvo para nada. - Bueno, bueno - exclamó Herbert. - No digas que no sirves para nada. 163 - ¿Para qué? Tan sólo hay una cosa para la que tal vez podría ser útil, y es alistarme como soldado. Ya lo habría hecho, mi querido Herbert, de no haber deseado tomar antes el consejo que puedo esperar de tu amistad y de tu afecto. Al pronunciar estas palabras, la emoción me impidió continuar, pero Herbert, a excepción de que me tomó con fuerza la mano, fingió no haberlo advertido. - De cualquier modo que sea, mi querido Haendel - dijo luego, - la profesión de soldado no te conviene. Si fueras a renunciar a su protección y a sus favores, supongo que lo harías con la débil esperanza de poder pagarle un día lo que ya has recibido. Y si te fueras soldado, tal probabilidad no podría ser muy segura. Además, es absurdo. Estarías mucho mejor en casa de Clarriker, a pesar de ser pequeña. Ya sabes que tengo esperanzas de llegar a ser socio de la casa. ¡Pobre muchacho! Poco sospechaba gracias a qué dinero. - Pero hay que tener en cuenta otra cosa - continuó Herbert. - Ese hombre es ignorante, aunque tiene un propósito decidido, hijo de una idea fija durante mucho tiempo. Además, me parece (y tal vez me equivoque con respecto a él) que es hombre de carácter feroz en sus decisiones. - Así es. Me consta - le contesté -. Voy a darte ahora pruebas de eso. Y le dije lo que no había mencionado siquiera en mi narración, es decir, su encuentro con el otro presidiario. - Pues fíjate en eso - observó Herbert. - Él viene aquí con peligro de su vida, para realizar su idea fija. Si cuando ya se dispone a ejecutarla, después de sus trabajos, sus penalidades y su larga espera, se lo impides de un modo u otro, destruyes sus ilusiones y haces que toda su fortuna no tenga ya para él ningún valor. ¿No te das cuenta de lo que podría hacer, en su desencanto? - Lo he visto, Herbert, y he soñado con eso desde la noche fatal de su llegada. Nada se me ha representado con mayor claridad que el hecho de ponerle en peligro de ser preso. - Entonces, no tengas duda alguna - me contestó Herbert - de que habría gran peligro de que se dejara coger. Ésta es la razón de que ese hombre tenga poder sobre ti mientras permanezca en Inglaterra, y no hay duda de que apelaría a ese último extremo en caso de que tú le abandonaras. Me horrorizaba tanto aquella idea, que desde el primer momento me atormentó, y mis reflexiones acerca del particular llegaron a producirme la impresión de que yo podría convertirme, en cierto modo, en su asesino. Por eso no pude permanecer sentado y, levantándome, empecé a pasear par la estancia. Mientras tanto, dije a Herbert que, aun en el caso de que Provis fuese reconocido y preso, a pesar de sí mismo, yo no podría menos de considerarme, aunque inocente, como el autor de su muerte. Y así era, en efecto, pues aun cuando me consideraba desgraciado teniéndole cerca de mí y habría preferido pasar toda mi vida trabajando en la fragua con Joe, aun así, no era eso lo peor, sino lo que podía ocurrir todavía. Era inútil pretender despreocuparnos del asunto, y por eso seguíamos preguntándonos qué debía hacerse. - Lo primero y principal - dijo Herbert - es sacarlo de Inglaterra. Tendrás que marcharte con él, y así no se resistirá. - Pero aunque lo lleve a otro país, ¿podré impedir que regrese? - Mi querido Haendel, es inútil decirte que Newgate está en la calle próxima y que, por consiguiente, resulta aquí más peligroso que en otra parte cualquiera el darle a entender tus intenciones y causarle un disgusto que lo lleve a la desesperación. Tal vez se podría encontrar una excusa hablándole del otro presidiario, o de un hecho cualquiera de su vida, a fin de inducirle a marchar. Pero lo bueno del caso - exclamé deteniéndome ante Herbert y tendiéndole las manos abiertas, como para expresar mejor lo desesperado del asunto - es que no sé nada absolutamente de su vida. A punto estuve de volverme loco una noche en que permanecí sentado aquí ante él, viéndole tan ligado a mí en sus desgracias y en su buena fortuna y, sin embargo, tan desconocido para mí, a excepción de su aspecto y situación míseros de los días de mi niñez en que me aterrorizó. Herbert se levantó, pasó su brazo por el mío y los dos echamos a andar de un lado a otro de la estancia, fijándonos en los dibujos de la alfombra. - Haendel - dijo Herbert, deteniéndose. - ¿estás convencido de que no puedes aceptar más beneficios de él? - Por completo. Seguramente tú harías lo mismo, de encontrarte en mi lugar. - ¿Y estás convencido de que debes separarte por completo de él? - ¿Eso me preguntas? - Por otra parte, comprendo que tengas, como tienes, esta consideración por la vida que él ha arriesgado por tu causa y que estés decidido a salvarle, si es posible. En tal caso, no tienes más remedio que sacarlo de 164 Inglaterra antes de poner en obra tus deseos personales. Una vez logrado eso, líbrate de él, en nombre de Dios; los dos juntos ya encontraremos los medios, querido amigo. Fue para mí un consuelo estrechar las manos de Herbert después que hubo dicho estas palabras, y, hecho esto, reanudamos nuestro paseo por la estancia. - Ahora, Herbert – dije, - conviene que nos enteremos de su historia. No hay más que un medio de lograrlo, y es el de preguntársela directamente. - Sí, pregúntale acerca de eso - dijo Herbert - cuando nos sentemos a tomar el desayuno. Efectivamente, el día anterior, al despedirse de Herbert, había anunciado que vendría a tomar el desayuno con nosotros. Decididos a poner en obra este proyecto,fuimos a acostarnos. Yo tuve los sueños más horrorosos acerca de él, y me levanté sin haber descansado; me desperté para recobrar el miedo, que perdiera al dormirme, de que le descubriesen y se averiguara que era un deportado de por vida que había regresado a Inglaterra. Una vez despierto, no perdía este miedo ni un instante. Llegó a la hora oportuna, sacó el cuchillo de la faltriquera y se sentó para comer. Tenía muchos planes con referencia a su caballero, y me recomendó que, sin contar, empezara a gastar de la cartera que había dejado en mi poder. Consideraba nuestras habitaciones y su propio alojamiento como residencia temporal, y me aconsejó que buscara algún lugar elegante y apropiado cerca de Hyde Park, en donde pudiera tener una cama improvisada siempre que hiciera falta. Cuando hubo terminado su desayuno y mientras se limpiaba el cuchillo en la pierna, sin ponerle en guardia con una sola palabra, le dije repentinamente: - Después que se hubo usted marchado anoche, referí a mi amigo la lucha que había usted empeñado en una zanja cuando llegaron los soldados seguidos por los demás. ¿Se acuerda? - ¿Que si me acuerdo? - replicó -. ¡Ya lo creo! - Quisiéramos saber algo acerca de aquel hombre… y acerca de usted mismo. Es raro que yo no sepa de él ni de usted más de lo que pude referir anoche. ¿No le parece buena ocasión para contarnos algo? - Bueno - dijo después de reflexionar -. ¿Se acuerda usted de su juramento, compañero de Pip? - Claro está - replicó Herbert. - Ese juramento se refiere a cuanto yo diga, sin excepción alguna. - Así lo entiendo también. - Pues bien, fíjense ustedes. Cualquier cosa que yo haya hecho, ya está pagada - insistió. - Perfectamente. Sacó su negra pipa y se disponía a llenarla de su mal tabaco, pero al mirar el que tenía en la mano después de sacarlo de su bolsillo, tal vez le pareció que podría hacerle perder el hilo de su discurso. Se lo guardó otra vez, se metió la pipa en un ojal de su chaqueta, apoyó las manos en las rodillas y, después de dirigir al fuego una mirada preñada de cólera, se quedó silencioso unos momentos, miró alrededor y dijo lo que sigue. ...

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