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La palabra particulares
Cómo se escribe

la palabra particulares

La palabra Particulares ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Memoria De Las Islas Filipinas. de Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece particulares.

Estadisticas de la palabra particulares

Particulares es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 2650 según la RAE.

Particulares tienen una frecuencia media de 35.82 veces en cada libro en castellano

Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la particulares en 150 obras del castellano contandose 5445 apariciones en total.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Particulares

Cómo se escribe particulares o partikulares?
Cómo se escribe particulares o parrticularres?
Cómo se escribe particulares o particularez?

Más información sobre la palabra Particulares en internet

Particulares en la RAE.
Particulares en Word Reference.
Particulares en la wikipedia.
Sinonimos de Particulares.


El Español es una gran familia

Algunas Frases de libros en las que aparece particulares

La palabra particulares puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 7146
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Expongámoslas primero, luego pasaremos a las miras particulares que no tuvieron sobre Su Eminencia menos influencia que las primeras. ...

En la línea 7470
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Y esto les era tanto más fácil, sobre todo a nuestros tres amigos, cuanto que, siendo amigos del señor de Tréville, obtenían fácilmente de él el llegar tarde y quedarse tras el cierre del campamento con per misos particulares. ...

En la línea 8662
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Estos billetes causaron tod o el efecto que podia esperar quien los había escrito, dado que decidieron a un gran número de habitantes a iniciar negociaciones particulares con el ejército real. ...

En la línea 171
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... De aqui, pues, deriva el gran vicio de esta recaudacion; á saber, que estos empleados dedicados á sus negocios particulares, desatienden los públicos de su destino, empleando en aquellos el lleno de su autoridad, con perjuicio de los pueblos y daño de los indios y de los intereses nacionales, que parece, segun la forma con que hoy se administran, destinados principalmente á formar el patrimonio de los alcaldes y correjidores, si sus especulaciones salen bien; y si mal, á causar pérdidas irreparables al tesoro público. ...

En la línea 191
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Una cuenta compensativa de las oficinas de hacienda de Manila sobre este jénero de operaciones, hubiera manifestado al Gobierno resultados seguros para tomar una determinacion en este punto; pero de todos modos es preciso proceder del principio de que cuando los empleados del gobierno hacen esa clase de tráficos en jéneros de comercio libre, pierde aquel siempre, porque sus ajentes son malos administradores, á quienes falta el cálculo y conocimientos de los precios del mercado y demas circunstancias que asisten y concurren siempre en los comerciantes particulares en negocios propios. ...

En la línea 213
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Un acto tan importante, del cual depende el que la renta se utilice ó pierda centenares de miles de pesos, está confiado á aforadores particulares, que se dicen peritos, y empleados estacionarios en los paises de las siembras, y que relacionados con los cosecheros hacen sobre ese punto lo que quieren, si ya no es que esa funcion sea oríjen de fraudes y sobornos. ...

En la línea 270
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Estos almacenes no tienen ya en el dia motivo alguno que acredite ni autorice su estabilidad por la utilidad que prestan; al contrario, cuanto pueda decirse todo es poco para cerciorar la necesidad de suprimirlos enteramente, pues es indudable que en las actuales circunstancias (que no hay temor retrocedan, y si esperanzas de que mejoren) ninguna ventaja traen al tesoro público, y suprimidos ofrecen economías y ahorros considerables, y establecido el sistema de contratas particulares para cualquier cosa que se ofrezca, verificadas en subastas públicas anualmente para aquellos efectos de necesidad; y cuando fuesen necesarias las de otros artículos cuyo uso es menos frecuente, se lograria el fin de tener provision de cuanto fuese necesario, sin irrogar gastos de almacenaje, ni sufrir pérdidas por lo que se deteriora ó echa á perder. ...

En la línea 4863
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Además, había yo repartido con mis propias manos un número considerable de Testamentos entre individuos particulares, todos de las clases bajas, a saber: muleteros, carreteros, _contrabandistas_, etc.; de suerte que, en conjunto, tenía motivos bastantes de reconocimiento y gratitud. ...

En la línea 2961
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... En estos baños, como tengo dicho, suelen llevar a sus cautivos algunos particulares del pueblo, principalmente cuando son de rescate, porque allí los tienen holgados y seguros hasta que venga su rescate. ...

En la línea 4108
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Pues, ¿no sería vuesa merced -replicó ella- uno de los que a pie quedo sirviesen a su rey y señor, estándose en la corte? -Mira, amiga -respondió don Quijote-: no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes: de todos ha de haber en el mundo; y, aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros; porque los cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se pasean por todo el mundo, mirando un mapa, sin costarles blanca, ni padecer calor ni frío, hambre ni sed; pero nosotros, los caballeros andantes verdaderos, al sol, al frío, al aire, a las inclemencias del cielo, de noche y de día, a pie y a caballo, medimos toda la tierra con nuestros mismos pies; y no solamente conocemos los enemigos pintados, sino en su mismo ser, y en todo trance y en toda ocasión los acometemos, sin mirar en niñerías, ni en las leyes de los desafíos; si lleva, o no lleva, más corta la lanza, o la espada; si trae sobre sí reliquias, o algún engaño encubierto; si se ha de partir y hacer tajadas el sol, o no, con otras ceremonias deste jaez, que se usan en los desafíos particulares de persona a persona, que tú no sabes y yo sí. ...

En la línea 4410
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... No quitó la silla a Rocinante, por ser expreso mandamiento de su señor que, en el tiempo que anduviesen en campaña, o no durmiesen debajo de techado, no desaliñase a Rocinante: antigua usanza establecida y guardada de los andantes caballeros, quitar el freno y colgarle del arzón de la silla; pero, ¿quitar la silla al caballo?, ¡guarda!; y así lo hizo Sancho, y le dio la misma libertad que al rucio, cuya amistad dél y de Rocinante fue tan única y tan trabada, que hay fama, por tradición de padres a hijos, que el autor desta verdadera historia hizo particulares capítulos della; mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se debe, no los puso en ella, puesto que algunas veces se descuida deste su prosupuesto, y escribe que, así como las dos bestias se juntaban, acudían a rascarse el uno al otro, y que, después de cansados y satisfechos, cruzaba Rocinante el pescuezo sobre el cuello del rucio (que le sobraba de la otra parte más de media vara), y, mirando los dos atentamente al suelo, se solían estar de aquella manera tres días; a lo menos, todo el tiempo que les dejaban, o no les compelía la hambre a buscar sustento. ...

En la línea 4721
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Todos los caballeros tienen sus particulares ejercicios: sirva a las damas el cortesano; autorice la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con el espléndido plato de su mesa; concierte justas, mantenga torneos y muéstrese grande, liberal y magnífico, y buen cristiano, sobre todo, y desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones. ...

En la línea 136
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El paisaje es muy poco interesante: apenas se ve una casa, un cercado o hasta un árbol que lo alegre un poco. Sin embargo, cuando se ha estado metido en un barco algún tiempo, se siente cierto placer en pasearse aun por llanuras de césped cuyos límites no pueden percibirse. Aparte de eso, si la vista siempre es la misma, muchos objetos particulares tienen suma belleza. La mayor parte de las avecillas poseen brillantes colores; el admirable césped verde, ramoneado muy al rape por las reses, está adornado por pequeñas flores, entre las cuales hay una que se parece a la margarita y os recuerda una antigua amiga. ¿Qué diría una florista al ver llanuras enteras tan completamente cubiertas por la verbena melindres, que aun a gran distancia presentan admirables matices de escarlata? Diez semanas permanecí en Maldonado, y durante ese tiempo pude proporcionarme una colección casi completa de los animales mamíferos, aves y reptiles de la comarca. ...

En la línea 484
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Sin embargo, eso se consigue con bastante facilidad basándose en el principio de que los animales se clasifican por sí mismos juntándose en grupos de cuarenta a cien individuos. Cada grupo se conoce por algunos individuos de señas particulares; conocido también el número de cabezas de que consta cada grupo, bien pronto se nota si un solo buey falta al llamamiento entre 10.000. Durante una noche de tempestad, todos los animales se confunden, pero a la mañana siguiente todos se separan como antes; por tanto, cada animal debe de conocer a sus compañeros en medio de otros diez mil. ...

En la línea 489
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... pero con los caracteres niata vigorosamente marcados. Según el señor Muñiz, está probado, en contra de la experiencia habitual de los ganaderos en análogo caso, que una vaca niata cruzada con un toro ordinario transmite con más fuerza sus caracteres particulares de lo que suele hacerlo el toro niata cruzado con una vaca ordinaria. ...

En la línea 1038
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... ando se asusta se oculta bajo un espino y permanece inmóvil durante cierto tiempo; después, con el mejor tino y sin producir el menor ruido, trata de colocarse al extremo opuesto de la mata que lo oculta. pájaro muy activo, y a cada momento canta con gritos diferentes y muy particulares; algunos de esos sonidos se parecen al arrullo de las tórtolas, otros al gluglu del gorgoteo del agua, otros no pueden compararse a nada ...

En la línea 6090
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Aquellas señoras, clérigos y caballeros particulares estaban divididos en dos bandos enemigos en aquel instante; el bando de los envidiados y el de los envidiosos; el de los convidados a comer, que eran pocos, y el de los no convidados. ...

En la línea 6690
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —¡Anda, Bautista! —gritó la Marquesa; y la carretela siguió su marcha ante la expectación de sacerdotes, damas y caballeros particulares que paseaban en el Espolón, chiquillos que jugaban en el prado vecino y artesanos que trabajaban al aire libre. ...

En la línea 13453
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... La devoción racional, ilustrada, de buen tono, era aquella otra, pedir para el Hospital a las corporaciones y particulares a las puertas del templo, regalar estandartes bordados a la parroquia; ¡pero vestirse de mamarracho y darse en espectáculo!. ...

En la línea 959
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Todos los documentos de aquel tiempo, lo mismo las crónicas particulares que las comunicaciones diplomáticas, hablan de la fornicación general de las tropas y de sus capitanes, empezando por el rey. Según testimonio de los franceses, las bellas italianas no esperaban a ser violadas o solamente rogadas, sino que se ofrecían espontáneamente. Después de haber gozado de todas maneras la hospitalidad de la duquesa Blanca de Saboya y la marquesa de Monferrato, se hacía prestar Carlos Octavo, con una franqueza admirable, las joyas de estas hermosas damas, empeñándolas para pagar sus tropas. Luego la orgía continuaba en el Milanesado. ...

En la línea 1375
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Eran los más de sus hombres temibles revoltosos, inclinados a las acciones heroicas y a los actos reprensibles, que sólo podía gobernar un capitán como César, semejante a ellos, cruel y generoso, dispuesto a sostener la disciplina matando y tolerante al mismo tiempo para los atentados particulares que cometiesen sus gentes, sobre todo en lo referente a mujeres. Estos soldados llegaban de España atraídos por las hazañas del Valentino, como ellos llamaban a César, o se habían trasladado desde el vecino Nápoles, desertando las banderas de Gonzalo de Córdoba, por parecerles más fructíferas y gloriosas las campañas del hijo del Papa. Muchos iban a embarcarse años después para combatir contra guerreros cobrizos, explorar tierras de misterio y echar los cimientos de famosas ciudades al otro lado de la mar océana, en un mundo recién descubierto. Otros se quedaban para siempre en Europa, haciendo la guerra en diversos países, como si todo el viejo mundo, sin distinción de idiomas ni fronteras fuese para ellos interminable campo de batalla. ...

En la línea 1906
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Se iban cruzando en las estrechas calles con damas extranjeras que volvían de la iglesia de San Pedro. Eran norteamericanas pertenecientes a una peregrinación. Sin saber por qué, les encontró el joven alguna semejanza con la mujer que llevaba en su pensamiento. En realidad, no existia ningún parecido físico; eran rubias las más, y la, otra tenia los ojos y el pelo negros, pero había de común entre ellas cierto aire de soltura gimnástica, la buena conservación de la carne por los cuidados higiénicos, esa uniformidad del bienestar que caracteriza a la mujer rica. La ausente era una viajera como todas ellas, y la vida de gran hotel de dancing , de sleeping , de lujosos transatlánticos, las unificaba con el mismo aire inconfundible que aglomera a los individuos de una nación, emparentándolos, aunque sus espectos particulares sean distintos. ...

En la línea 1920
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Alejandro fue un gran Pontífice, y hasta su hijo César (la peor persona de la familia), resulta igual a los príncipes de su época. Sólo se diferencia de ellos por tener más talento y mayores condiciones de energía y actividad. Muchos de los crímenes que le atribuyen son indignos de su inteligencia y su carácter. Cuando César se decidía a obrar como malvado, por razones política o particulares realizaba sus delitos con una franqueza bárbara o con una habilidad diplomática que arrancó gritos de admiración a Maquiavelo. ...

En la línea 304
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Es que hace un rato me dio por pensar en ella. Se me ocurrió de repente. ¿Sabes cómo? Vi unos refajos encarnados puestos a secar en un arbusto. Tú dirás que qué tiene que ver… Es claro, nada; pero vete a saber cómo se enlazan en el pensamiento las ideas. Esta mañana me acordé de lo mismo cuando pasaban rechinando las carretillas cargadas de equipajes. Anoche me acordé, ¿cuándo creerás? Cuando apagaste la luz. Me pareció que la llama era una mujer que decía ¡ay!, y se caía muerta. Ya sé que son tonterías, pero en el cerebro pasan cosas muy particulares. ¿Con que, nenito, desembuchas eso, sí o no? ...

En la línea 426
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Todos los primeros de mes recibía Barbarita de su esposo mil duretes. D. Baldomero disfrutaba una renta de veinticinco mil pesos, parte de alquileres de sus casas, parte de acciones del Banco de España y lo demás de la participación que conservaba en su antiguo almacén. Daba además a su hijo dos mil duros cada semestre para sus gastos particulares, y en diferentes ocasiones le ofreció un pequeño capital para que emprendiera negocios por sí; pero al chico le iba bien con su dorada indolencia y no quería quebraderos de cabeza. El resto de su renta lo capitalizaba D. Baldomero, bien adquiriendo más acciones cada año, bien amasando para hacerse con una casa más. De aquellos mil duros que la señora cogía cada mes, daba al Delfín dos o tres mil reales, que con esto y lo que del papá recibía estaba como en la gloria; y los diez y siete mil reales restantes eran para el gasto diario de la casa y para los de ambas damas, que allá se las arreglaban muy bien en la distribución, sin que jamás hubiese entre ellas el más ligero pique por un duro de más o de menos. Del gobierno doméstico cuidaban las dos, pero más particularmente la suegra, que mostraba ciertas tendencias al despotismo ilustrado. La nuera tenía el delicado talento de respetar esto, y cuando veía que alguna disposición suya era derogada por la autócrata, mostrábase conforme. Barbarita era administradora general de puertas adentro, y su marido mismo, después que religiosamente le entregaba el dinero, no tenía que pensar en nada de la casa, como no fuese en los viajes de verano. La señora lo pagaba todo, desde el alquiler del coche a la peseta de El Imparcial, sin que necesitara llevar cuentas para tan complicada distribución, ni apuntar cifra alguna. Era tan admirable su tino aritmético, que ni una sola vez pasó más allá de la indecisa raya que tan fácilmente traspasan los ricos; llegaba el fin de mes y siempre había un superávit con el cual ayudaba a ciertas empresas caritativas de que se hablará más adelante. Jacinta gastaba siempre mucho menos de lo que su suegra le daba para menudencias; no era aficionada a estrenar a menudo, ni a enriquecer a las modistas. Los hábitos de economía adquiridos en su niñez estaban tan arraigados que, aunque nunca le faltó dinero, traía a casa una costurera para hacer trabajillos de ropa y arreglos de trajes que otras señoras menos ricas suelen encargar fuera. Y por dicha suya, no tenía que calentarse la cabeza para discurrir el empleo de sus sobrantes, pues allí estaba su hermana Candelaria, que era pobre y se iba cargando de familia. Sus hermanitas solteras también recibían de ella frecuentes dádivas; ya los sombreritos de moda, ya el fichú o la manteleta, y hasta vestidos completos acabados de venir de París. ...

En la línea 1816
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Maximiliano solía contar algunos particulares de la familia de Rubín, por lo cual tenía ella noticias de doña Lupe, de Juan Pablo y del cura. Con los detalles que el joven iba dando de sus parientes, ya Fortunata les conocía como si les hubiera tratado. Aquella noche, excitado por el entusiasmo que le produjo la resolución de casamiento, se dejó decir, tocante a su tía, algo que era quizá indiscreto. Doña Lupe prestaba dinero, por mediación de un tal Torquemada, a militares, empleados y a todo el que cayese. Hablando con completa sinceridad, Maximiliano no era partidario de aquella manera de constituirse una renta; pero él ¿qué tenía que ver con los actos de su señora tía? Esta le amaba mucho y probablemente le haría su heredero. Tenía una papelera antigua, negra y muy grande, de hierro, frente a su cama, donde guardaba el dinero y los pagarés de los préstamos. Gastaba lo preciso y de mes en mes su fortuna aumentaba, sabe Dios cuánto. Debía de ser muy rica, pero muy rica, porque él veía que Torquemada le llevaba resmas de billetes. En cuanto a su hermano Juan Pablo, ya se sabía a ciencia cierta que estaba con los carlistas, y si estos triunfaban, ocuparía una posición muy alta. Su hermano Nicolás había de parar en canónigo, y quién sabe, quién sabe si en obispo… En fin, que por todos lados se ofrecía a la joven pareja horizontes sonrosados. En estas y otras conversaciones se pasaron la primera noche, hasta que se retiró Maximiliano a su casa, quedándose Fortunata tan pensativa y preocupada que se durmió muy tarde y pasó la noche intranquila. ...

En la línea 3915
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Doña Lupe no iba a ver a Mauricia por pura caridad. Tiempo hacía que Guillermina la fascinaba, más por el señorío que por la virtud, y ya que la gran fundadora iba a hacer patente su santidad, teniendo por corte a las damas más encopetadas, en lugar accesible a doña Lupe, ¿por qué no había esta de intentar meter la jeta? Pues qué, ¿no era ella también dama? Sobre estos particulares habló largamente con Casta Moreno, que algunas noches iba de tertulia con sus dos hijas a casa de Rubín, y la viuda de Samaniego se hacía lenguas de Guillermina, conceptuándola sobrenatural. ¡Y era pariente suya, lejana, por los Morenos! El amor propio y el orgullo inflaban a doña Lupe cuando se consideraba mangoneando en cosas de beneficencia elegante a las órdenes de la ilustre fundadora. Una contra tendría esto si llegaba a realizarse, y era que no había más remedio que dar algo de guano. ...

En la línea 636
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Una treintena de cuadros de grandes maestros, en marcos uniformes, separados por resplandecientes panoplias, ornaban las paredes cubiertas por tapices con dibujos severos. Pude ver allí telas valiosísimas, que en su mayor parte había admirado en las colecciones particulares de Europa y en las exposiciones. Las diferentes escuelas de los maestros antiguos estaban representadas por una madona de Rafael, una virgen de Leonardo da Vinci, una ninfa del Correggio, una mujer de Tiziano, una adoración de Veronese, una asunción de Murillo, un retrato de Holbein, un fraile de Velázquez, un mártir de Ribera, una fiesta de Rubens, dos paisajes flamencos de Teniers, tres pequeños cuadros de género de Gerard Dow, de Metsu y de Paul Potter, dos telas de Gericault y de Prudhon, algunas marinas de Backhuysen y de Vernet. Entre las obras de la pintura moderna, había cuadros firmados por Delácroix, Ingres, Decamps, Troyon, Meissonier, Daubigny, etc., y algunas admirables reducciones de estatuas de mármol o de bronce, según los más bellos modelos de la Antigüedad, se erguían sobre sus pedestales en los ángulos del magnífico museo. ...

En la línea 666
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Son los instrumentos habituales del navegante y su uso me es conocido -repuse-. Pero hay otros aquí que responden sin duda a las particulares exigencias del Nautilus. Ese cuadrante que veo, recorrido por una aguja inmóvil, ¿no es un manómetro? ...

En la línea 995
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... ¿Cómo poder transcribir ahora las impresiones indelebles que dejó en mí este paseo bajo las aguas? Las palabras son impotentes para expresar tales maravillas. Cuando el mismo pincel es incapaz de reflejar los efectos particulares del elemento líquido, ¿cómo podría reproducirlos la pluma? El capitán Nemo iba delante y su compañero cerraba la marcha a algunos pasos de nosotros. Conseil y yo nos manteníamos uno cerca del otro, pese a que no fuera posible cambiar una sola palabra a través de nuestros caparazones metálicos. Yo no sentía ya la pesadez de mi revestimiento, ni la de las botas, ni la de mi depósito de aire, ni la de la esfera en cuyo interior mi cabeza se bamboleaba como una almendra en su cascarón. Al sumergirse en el agua, todos estos objetos perdían una parte de su peso igual a la del líquido desplazado, y yo aprovechaba con placer esta ley física descubierta por Arquímedes. Había dejado de ser una masa inerte y tenía una libertad de movimientos relativamente amplia. ...

En la línea 2357
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Era casi medianoche. Las aguas estaban profundamente oscuras, pero el capitán Nemo me mostró a lo lejos un punto rojizo, una especie de resplandor que brillaba a unas dos millas del Nautilus. Lo que pudiera ser aquel fuego, así como las materias que lo alimentaban y la razón de que se revivificara en la masa líquida, era algo que escapaba por completo a mi comprensión. En todo caso, nos iluminaba, vagamente, es cierto, pero pronto me acostumbré a esas particulares tinieblas, y comprendí entonces la inutilidad en esas circunstancias de los aparatos Ruhmkorff. ...

En la línea 2033
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pasaron algunas semanas sin que ocurriese cambio alguno. Esperábamos noticias de Wemmick, pero éste no daba señales de vida. Si no le hubiese conocido más que en el despacho de Little Britain y no hubiera gozado del privilegio de ser un concurrente familiar al castillo, podría haber llegado a dudar de él; pero como le conocía muy bien, no llegué a sentir tal recelo. Mis asuntos particulares empezaron a tomar muy feo aspecto, y más de uno de mis acreedores me dirigió apremiantes peticiones de dinero. Yo mismo llegué a conocer la falta de dinero (quiero decir, de dinero disponible en mi bolsillo), y, así, no tuve más remedio que convertir en numerario algunas joyas que poseía. Estaba resuelto a considerar que sería una especie de fraude indigno el aceptar más dinero de mi 182 protector, dadas las circunstancias y en vista de la incertidumbre de mis pensamientos y de mis planes. Por consiguiente, valiéndome de Herbert, le mandé la cartera, a la que no había tocado, para que él mismo la guardase, y experimenté cierta satisfacción, aunque no sé si legítima o no, por el hecho de no haberme aprovechado de su generosidad a partir del momento en que se dio a conocer. A medida que pasaba el tiempo, empecé a tener la seguridad de que Estella se habría casado ya. Temeroso de recibir la confirmación de esta sospecha, aunque no tenía la convicción, evité la lectura de los periódicos y rogué a Herbert, después de confiarle las circunstancias de nuestra última entrevista, que no volviese a hablarme de ella. Ignoro por qué atesoré aquel jirón de esperanza que se habían de llevar los vientos. E1 que esto lea, ¿no se considerará culpable de haber hecho lo mismo el año anterior, el mes pasado o la semana última? Llevaba una vida muy triste y desdichada, y mi preocupación dominante, que se sobreponía a todas las demás, como un alto pico que dominara a una cordillera, jamás desaparecía de mi vista. Sin embargo, no hubo nuevas causas de temor. A veces, no obstante, me despertaba por las noches, aterrorizado y seguro de que lo habían prendido; otras, cuando estaba levantado, esperaba ansioso los pasos de Herbert al llegar a casa, temiendo que lo hiciera con mayor apresuramiento y viniese a darme una mala noticia. A excepción de eso y de otros imaginarios sobresaltos por el estilo, pasó el tiempo como siempre. Condenado a la inacción y a un estado constante de dudas y de temor, solía pasear a remo en mi bote, y esperaba, esperaba, del mejor modo que podía. A veces, la marea me impedía remontar el río y pasar el Puente de Londres; en tales casos solía dejar el bote cerca de la Aduana, para que me lo llevaran luego al lugar en que acostumbraba dejarlo amarrado. No me sabía mal hacer tal cosa, pues ello me servía para que, tanto yo como mi bote, fuésemos conocidos por la gente que vivía o trabajaba a orillas del río. Y de ello resultaron dos encuentros que voy a referir. Una tarde de las últimas del mes de febrero desembarqué al oscurecer. Aprovechando la bajamar, había llegado hasta Greenwich y volví con la marea. El día había sido claro y luminoso, pero a la puesta del sol se levantó la niebla, lo cual me obligó a avanzar con mucho cuidado por entre los barcos. Tanto a la ida como a la vuelta observé la misma señal tranquilizadora en las ventanas de Provis. Todo marchaba bien. La tarde era desagradable y yo tenía frío, por lo cual me dije que, a fin de entrar en calor, iría a cenar inmediatamente; y como después de cenar tendría que pasar algunas tristes horas solo, antes de ir a la cama, pensé que lo mejor sería ir luego al teatro. El coliseo en que el señor Wopsle alcanzara su discutible triunfo estaba en la vecindad del río (hoy ya no existe), y resolví ir allí. Estaba ya enterado de que el señor Wops1e no logró su empeño de resucitar el drama, sino que, por el contrario, había contribuido mucho a su decadencia. En los programas del teatro se le había citado con mucha frecuencia e ignominiosamente como un negro fiel, en compañía de una niña de noble cuna y un mico. Herbert le vio representando un voraz tártaro, de cómicas propensiones, con un rostro de rojo ladrillo y un infamante gorro lleno de campanillas. Cené en un establecimiento que Herbert y yo llamábamos «el bodegón geográfico» porque había mapas del mundo en todos los jarros para la cerveza, en cada medio metro de los manteles y en los cuchillos (debiéndose advertir que, hasta ahora, apenas hay un bodegón en los dominios del lord mayor que no sea geográfico), y pasé bastante rato medio dormido sobre las migas de pan del mantel, mirando las luces de gas y caldeándome en aquella atmósfera, densa por la abundancia de concurrentes. Mas por fin me desperté del todo y salí en dirección al teatro. Allí encontré a un virtuoso contramaestre, al servicio de Su Majestad, hombre excelente, que para mí no tenía más defecto que el de llevar los calzones demasiado apretados en algunos sitios y sobrado flojos en otros, que tenía la costumbre de dar puñetazos en los sombreros para meterlos hasta los ojos de quienes los llevaban, aunque, por otra parte, era muy generoso y valiente y no quería oír hablar de que nadie pagase contribuciones, a pesar de ser muy patriota. En el bolsillo llevaba un saco de dinero, semejante a un budín envuelto en un mantel, y, valiéndose de tal riqueza, se casó, con regocijo general, con una joven que ya tenía su ajuar; todos los habitantes de Portsmouth (que sumaban nueve, según el último censo) se habían dirigido a la playa para frotarse las manos muy satisfechos y para estrechar las de los demás, cantando luego alegremente. Sin embargo, cierto peón bastante negro, que no quería hacer nada de lo que los demás le proponían, y cuyo corazón, según el contramaestre, era tan oscuro como su cara, propuso a otros dos compañeros crear toda clase de dificultades a la humanidad, cosa que lograron tan completamente (la familia del peón gozaba de mucha influencia política), que fue necesaria casi la mitad de la representación para poner las cosas en claro, y solamente se consiguió gracias a un honrado tendero que llevaba un sombrero blanco, botines negros y nariz roja, el cual, armado de unas parrillas, se metió en la caja de un reloj y desde allí escuchaba cuanto sucedía, salía y asestaba un parrillazo a todos aquellos a quienes no podía refutar lo que acababan de 183 decir. Esto fue causa de que el señor Wopsle, de quien hasta entonces no se había oído hablar, apareciese con una estrella y una jarretera, como ministro plenipotenciario del Almirantazgo, para decir que los intrigantes serían encarcelados inmediatamente y que se disponía a honrar al contramaestre con la bandera inglesa, como ligero reconocimiento de sus servicios públicos. El contramaestre, conmovido por primera vez, se secó, respetuoso, los ojos con la bandera, y luego, recobrando su ánimo y dirigiendo al señor Wopsle el tratamiento de Su Honor, solicitó la merced de darle el brazo. El señor Wopsle le concedió su brazo con graciosa dignidad, e inmediatamente fue empujado a un rincón lleno de polvo, mientras los demás bailaban una danza de marineros; y desde aquel rincón, observando al público con disgustada mirada, me descubrió. La segunda pieza era la pantomima cómica de Navidad, en cuya primera escena me supo mal reconocer al señor Wopsle, que llevaba unas medias rojas de estambre; su rostro tenía un resplandor fosfórico, y a guisa de cabello llevaba un fleco rojo de cortina. Estaba ocupado en la fabricación de barrenos en una mina, y demostró la mayor cobardía cuando su gigantesco patrono llegó, hablando con voz ronca, para cenar. Mas no tardó en presentarse en circunstancias más dignas; el Genio del Amor Juvenil tenía necesidad de auxilio -a causa de la brutalidad de un ignorante granjero que se oponía a que su hija se casara con el elegido de su corazón, para lo cual dejó caer sobre el pretendiente un saco de harina desde la ventana del primer piso, - y por esta razón llamó a un encantador muy sentencioso; el cual, llegando de los antípodas con la mayor ligereza, después de un viaje en apariencia bastante violento, resultó ser el señor Wopsle, que llevaba una especie de corona a guisa de sombrero y un volumen nigromántico bajo el brazo. Y como la ocupación de aquel hechicero en la tierra no era otra que la de atender a lo que le decían, a las canciones que le cantaban y a los bailes que daban en su honor, eso sin contar los fuegos artificiales de varios colores que le tributaban, disponía de mucho tiempo. Y observé, muy sorprendido, que lo empleaba en mirar con la mayor fijeza hacia mí, cosa que me causó extraordinario asombro. Había algo tan notable en la atención, cada vez mayor, de la mirada del señor Wopsle y parecía preocuparle tanto lo que veía, que por más que lo procuré me fue imposible adivinar la causa que tanto le intrigaba. Aún seguía pensando en eso cuando, una hora más tarde, salí del teatro y lo encontré esperándome junto a la puerta. - ¿Cómo está usted? - le pregunté, estrechándole la mano, cuando ya estábamos en la calle. - Ya me di cuenta de que me había visto. - ¿Que le vi, señor Pip? – replicó. - Sí, es verdad, le vi. Pero ¿quién era el que estaba con usted? - ¿Quién era? - Es muy extraño - añadió el señor Wopsle, cuya mirada manifestó la misma perplejidad que antes, - y, sin embargo, juraría… Alarmado, rogué al señor Wopsle que se explicara. - No sé si le vi en el primer momento, gracias a que estaba con usted - añadió el señor Wopsle con la misma expresión vaga y pensativa. - No puedo asegurarlo, pero… Involuntariamente miré alrededor, como solía hacer por las noches cuando me dirigía a mi casa, porque aquellas misteriosas palabras me dieron un escalofrío. - ¡Oh! Ya no debe de estar por aquí-observó el señor Wopsle. - Salió antes que yo. Le vi cuando se marchaba. Como tenía razones para estar receloso, incluso llegué a sospechar del pobre actor. Creí que sería una argucia para hacerme confesar algo. Por eso le miré mientras andaba a mi lado; pero no dije nada. -Me produjo la impresión ridícula de que iba con usted, señor Pip, hasta que me di cuenta de que usted no sospechaba siquiera su presencia. Él estaba sentado a su espalda, como si fuese un fantasma. Volví a sentir un escalofrío, pero estaba resuelto a no hablar, pues con sus palabras tal vez quería hacerme decir algo referente a Provis. Desde luego, estaba completamente seguro de que éste no se hallaba en el teatro… - Ya comprendo que le extrañan mis palabras, señor Pip. Es evidente que está usted asombrado. Pero ¡es tan raro! Apenas creerá usted lo que voy a decirle, y yo mismo no lo creería si me lo dijera usted. - ¿De veras? -Sin duda alguna. ¿Se acuerda usted, señor Pip, de que un día de Navidad, hace ya muchos años, cuando usted era niño todavía, yo comí en casa de Gargery, y que, al terminar la comida, llegaron unos soldados para que les recompusieran un par de esposas? - Lo recuerdo muy bien. 184 - ¿Se acuerda usted de que hubo una persecución de dos presidiarios fugitivos? Nosotros nos unimos a los soldados, y Gargery se lo subió a usted sobre los hombros; yo me adelanté en tanto que ustedes me seguían lo mejor que les era posible. ¿Lo recuerda? - Lo recuerdo muy bien. Y, en efecto, me acordaba mejor de lo que él podía figurarse, a excepción de la última frase. - ¿Se acuerda, también, de que llegamos a una zanja, y de que allí había una pelea entre los dos fugitivos, y de que uno de ellos resultó con la cara bastante maltratada por el otro? - Me parece que lo estoy viendo. - ¿Y que los soldados, después de encender las antorchas, pusieron a los dos presidiarios en el centro del pelotón y nosotros fuimos acompañándolos por los negros marjales, mientras las antorchas iluminaban los rostros de los presos… (este detalle tiene mucha importancia), en tanto que más allá del círculo de luz reinaban las tinieblas? - Sí - contesté -. Recuerdo todo eso. - Pues he de añadir, señor Pip, que uno de aquellos dos hombres estaba sentado esta noche detrás de usted. Le vi por encima del hombro de usted. «¡Cuidado!», pensé. Y luego pregunté, en voz alta: - ¿A cuál de los dos le pareció ver? -A1 que había sido maltratado por su compañero-contestó sin vacilar, - y no tendría inconveniente en jurar que era él. Cuanto más pienso en eso, más seguro estoy de que era él. - Es muy curioso - dije con toda la indiferencia que pude fingir, como si la cosa no me importara nada. - Es muy curioso. No puedo exagerar la inquietud que me causó esta conversación ni el terror especial que sentí al enterarme de que Compeyson había estado detrás de mí «como un fantasma». Si había estado lejos de mi mente alguna vez, a partir del momento en que se ocultó Provis era, precisamente, cuando se hallaba a menor distancia de mí, y el pensar que no me había dado cuenta de ello y que estuve tan distraído como para no advertirlo equivalía a haber cerrado una avenida llena de puertas que lo mantenía lejos de mí, para que, de pronto, me lo encontrase al lado. No podía dudar de que estaba en el teatro, puesto que estuve yo también, y de que, por leve que fuese el peligro que nos amenazara, era evidente que existía y que nos rodeaba. Pregunté al señor Wopsle acerca de cuándo entró aquel hombre en la sala, pero no pudo contestarme acerca de eso; me vio, y por encima de mi hombro vio a aquel hombre. Solamente después de contemplarlo por algún tiempo logró identificarlo; pero desde el primer momento lo asoció de un modo vago conmigo mismo, persuadido de que era alguien que se relacionara conmigo durante mi vida en la aldea. Le pregunté cómo iba vestido, y me contestó que con bastante elegancia, de negro, pero que, por lo demás, no tenía nada que llamara la atención. Luego le pregunté si su rostro estaba desfigurado, y me contestó que no, según le parecía. Yo tampoco lo creía, porque a pesar de mis preocupaciones, al mirar alrededor de mí no habría dejado de llamarme la atención un rostro estropeado. Cuando el señor Wopsle me hubo comunicado todo lo que podía recordar o cuanto yo pude averiguar por él, y después de haberle invitado a tomar un pequeño refresco para reponerse de las fatigas de la noche, nos separamos. Entre las doce y la una de la madrugada llegué al Temple, cuyas puertas estaban cerradas. Nadie estaba cerca de mí cuando las atravesé ni cuando llegué a mi casa. Herbert estaba ya en ella, y ante el fuego celebramos un importante consejo. Pero no se podía hacer nada, a excepción de comunicar a Wemmick lo que descubriera aquella noche, recordándole, de paso, que esperábamos sus instrucciones. Y como creí que tal vez le comprometería yendo con demasiada frecuencia al castillo, le informé de todo por carta. La escribí antes de acostarme, salí y la eché al buzón; tampoco aquella vez pude notar que nadie me siguiera ni me vigilara. Herbert y yo estuvimos de acuerdo en que lo único que podíamos hacer era ser muy prudentes. Y lo fuimos más que nunca, en caso de que ello fuese posible, y, por mi parte, nunca me acercaba a la vivienda de Provis más que cuando pasaba en mi bote. Y en tales ocasiones miraba a sus ventanas con la misma indiferencia con que hubiera mirado otra cosa cualquiera. ...

En la línea 2035
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El segundo de los encuentros a que me he referido en el capítulo anterior ocurrió cosa de una semana más tarde. Dejé otra vez el bote en el muelle que había más abajo del puente, aunque era una hora más temprano que en la tarde antes aludida. Sin haberme decidido acerca de dónde iría a cenar, eché a andar 185 hacia Cheapside, y cuando llegué allí, seguramente más preocupado que ninguna de las numerosas personas que por aquel lugar transitaban, alguien me alcanzó y una gran mano se posó sobre mi hombro. Era la mano del señor Jaggers, quien luego la pasó por mi brazo. - Como seguimos la misma dirección, Pip, podemos andar juntos. ¿Adónde se dirige usted? - Me parece que hacia el Temple. - ¿No lo sabe usted? - preguntó el señor Jaggers. - Pues bien - contesté, satisfecho de poder sonsacarle algo valiéndome de su manía de hacer repreguntas-, no lo sé, porque todavía no me he decidido. - ¿Va usted a cenar? - dijo el señor Jaggers. - Supongo que no tendrá inconveniente en admitir esta posibilidad. - No – contesté. - No tengo inconveniente en admitirla. - ¿Está usted citado con alguien? - Tampoco tengo inconveniente en admitir que no estoy citado con nadie. - Pues, en tal caso - dijo el señor Jaggers, - venga usted a cenar conmigo. Iba a excusarme, cuando él añadió: - Wemmick irá también. En vista de esto, convertí mi excusa en una aceptación, pues las pocas palabras que había pronunciado servían igualmente para ambas respuestas, y, así, seguimos por Cheapside y torcimos hacia Little Britain, mientras las luces se encendían brillantes en los escaparates y los faroleros de las calles, encontrando apenas el lugar suficiente para instalar sus escaleras de mano, entre los numerosos grupos de personas que a semejante hora llenaban las calles, subían y bajaban por aquéllas, abriendo más ojos rojizos, entre la niebla que se espesaba, que la torre de la bujía de médula de junco encerado, en casa de Hummums, proyectara sobre la pared de la estancia. En la oficina de Little Britain presencié las acostumbradas maniobras de escribir cartas, lavarse las manos, despabilar las bujías y cerrar la caja de caudales, lo cual era señal de que se habían terminado las operaciones del día. Mientras permanecía ocioso ante el fuego del señor Jaggers, el movimiento de las llamas dio a las dos mascarillas la apariencia de que querían jugar conmigo de un modo diabólico al escondite, en tanto que las dos bujías de sebo, gruesas y bastas, que apenas alumbraban al señor Jaggers mientras escribía en un rincón, estaban adornadas con trozos de pabilo caídos y pegados al sebo, dándoles el aspecto de estar de luto, tal vez en memoria de una hueste de clientes ahorcados. Los tres nos encaminamos a la calle Gerard en un coche de alquiler, y en cuanto llegamos se nos sirvió la cena. Aunque en semejante lugar no se me habría ocurrido hacer la más remota referencia a los sentimientos particulares que Wemmick solía expresar en Walworth, a pesar de ello no me habría sabido mal el sorprender algunas veces sus amistosas miradas. Pero no fue así. Cuando levantaba los ojos de la mesa los volvía al señor Jaggers, y se mostraba tan seco y tan alejado de mí como si existiesen dos Wemmick gemelos y el que tenía delante fuese el que yo no conocía. - ¿Mandó usted la nota de la señorita Havisham al señor Pip, Wemmick? - preguntó el señor Jaggers en cuanto hubimos empezado a comer. - No, señor - contestó Wemmick. - Me disponía a echarla al correo, cuando llegó usted con el señor Pip. Aquí está. Y entregó la carta a su principal y no a mí. - Es una nota de dos líneas, Pip - dijo el señor Jaggers entregándomela. - La señorita Havisham me la mandó por no estar segura acerca de las señas de usted. Dice que necesita verle a propósito de un pequeño asunto que usted le comunicó. ¿Irá usted? - Sí - dije leyendo la nota, que expresaba exactamente lo que acababa de decir el señor Jaggers. - ¿Cuándo piensa usted ir? - Tengo un asunto pendiente - dije mirando a Wemmick, que en aquel momento echaba pescado al buzón de su boca, - y eso no me permite precisar la fecha. Pero supongo que iré muy pronto. - Si el señor Pip tiene la intención de ir muy pronto -dijo Wemmick al señor Jaggers, - no hay necesidad de contestar. Considerando que estas palabras equivalían a la indicación de que no me retrasara, decidí ir al día siguiente por la mañana, y así lo dije. Wemmick se bebió un vaso de vino y miró al señor Jaggers con expresión satisfecha, pero no a mí. - Ya lo ve usted, Pip. Nuestro amigo, la Araña - dijo el señor Jaggers, - ha jugado sus triunfos y ha ganado. Lo más que pude hacer fue asentir con un movimiento de cabeza. 186 - ¡Ah! Es un muchacho que promete… , aunque a su modo. Pero es posible que no pueda seguir sus propias inclinaciones. El más fuerte es el que vence al final, y en este caso aún no sabemos quién es. Si resulta ser él y acaba pegando a su mujer… - Seguramente - interrumpí con el rostro encendido y el corazón agitado - no piensa usted en serio que sea lo bastante villano para eso, señor Jaggers. - No ño afirmo, Pip. Tan sólo hago una suposición. Si resulta ser él y acaba pegando a su mujer, es posible que se constituya en el más fuerte; si se ha de resolver con la inteligencia, no hay duda de que será vencido. Sería muy aventurado dar una opinión acerca de lo que hará un sujeto como ése en las circunstancias en que se halla, porque es un caso de cara o cruz entre dos resultados. - ¿Puedo preguntar cuáles son? - Un sujeto como nuestro amigo la Araña - contestó el señor Jaggers, - o pega o es servil. Puede ser servil y gruñir, o bien ser servil y no gruñir. Lo que no tiene duda es que o es servil o adula. Pregunte a Wemmick cuál es su opinion. - No hay duda de que es servil o pega - dijo Wemmick sin dirigirse a mí. -Ésta es la situación de la señora Bentley Drummle - dijo el señor Jaggers tomando una botella de vino escogido, sirviéndonos a cada uno de nosotros y sirviéndose luego él mismo, - y deseamos que el asunto se resuelva a satisfacción de esa señora, porque nunca podrá ser a gusto de ella y de su marido a un tiempo. ¡Molly! ¡Molly! ¡Qué despacio vas esta noche! Cuando la regañó así, estaba a su lado, poniendo unos platos sobre la mesa. Retirando las manos, retrocedió uno o dos pasos murmurando algunas palabras de excusa. Y ciertos movimientos de sus dedos me llamaron extraordinariamente la atención. - ¿Qué ocurre? - preguntó el señor Jaggers. - Nada – contesté, - Tan sólo que el asunto de que hablábamos era algo doloroso para mí. El movimiento de aquellos dedos era semejante a la acción de hacer calceta. La criada se quedó mirando a su amo, sin saber si podía marcharse o si él tendría algo más que decirle y la llamaría en cuanto se alejara. Miraba a Jaggers con la mayor fijeza. Y a mí me pareció que había visto aquellos ojos y también aquellas manos en una ocasión reciente y memorable. El señor Jaggers la despidió, y ella se deslizó hacia la puerta. Mas a pesar de ello, siguió ante mi vista, con tanta claridad como si continuara en el mismo sitio. Yo le miraba las manos y los ojos, así como el cabello ondeado, y los comparaba con otras manos, otros ojos y otro cabello que conocía muy bien y que tal vez podrían ser iguales a los de la criada del señor Jaggers después de veinte años de vida tempestuosa y de malos tratos por parte de un marido brutal. De nuevo miré las manos y los ojos de la criada, y recordé la inexplicable sensación que experimentara la última vez que paseé - y no solo - por el descuidado jardín y por la desierta fábrica de cerveza. Recordé haber sentido la misma impresión cuando vi un rostro que me miraba y una mano que me saludaba desde la ventanilla de una diligencia, y cómo volví a experimentarla con la rapidez de un relámpago cuando iba en coche - y tampoco solo - al atravesar un vivo resplandor de luz artificial en una calle oscura. Y ese eslabón, que antes me faltara, acababa de ser soldado para mí, al relacionar el nombre de Estella con el movimiento de los dedos y la atenta mirada de la criada de Jaggers. Y sentí la absoluta seguridad de que aquella mujer era la madre de Estella. Como el señor Jaggers me había visto con la joven, no habría dejado de observar los sentimientos que tan difícilmente ocultaba yo. Movió afirmativamente la cabeza al decirle que el asunto era penoso para mí, me dio una palmada en la espalda, sirvió vino otra vez y continuó la cena. La criada reapareció dos veces más, pero sus estancias en el comedor fueron muy cortas y el señor Jaggers se mostró severo con ella. Pero sus manos y sus ojos eran los de Estella, y así se me hubiese presentado un centenar de veces, no por eso habría estado ni más ni menos seguro de que había llegado a descubrir la verdad. La cena fue triste, porque Wemmick se bebía los vasos de vino que le servían como si realizase algún detalle propio de los negocios, precisamente de la misma manera como habría cobrado su salario cuando llegase el día indicado, y siempre estaba con los ojos fijos en su jefe y en apariencia constantemente dispuesto para ser preguntado. En cuanto a la cantidad de vino que ingirió, su buzón parecía sentir la mayor indiferencia, de la misma manera como al buzón de correos le tiene sin cuidado el número de cartas que le echan. Durante toda la cena me pareció que aquél no era el Wemmick que yo conocía, sino su hermano gemelo, que ninguna relación había tenido conmigo, pues tan sólo se asemejaba en lo externo al Wemmick de Walworth. Nos despedimos temprano y salimos juntos. Cuando nos reunimos en torno de la colección de botas del señor Jaggers, a fin de tomar nuestros sombreros, comprendí que mi amigo Wemmick iba a llegar; y no 187 habríamos recorrido media docena de metros en la calle Gerrard, en dirección hacia Walworth, cuando me di cuenta de que paseaba cogido del brazo con el gemelo amigo mío y que el otro se había evaporado en el aire de la noche. - Bien - dijo Wemmick, - ya ha terminado la cena. Es un hombre maravilloso que no tiene semejante en el mundo; pero cuando ceno con él tengo necesidad de contenerme y no como muy a mis anchas. Me dije que eso era una buena explicación del caso, y así se lo expresé. - Eso no se lo diría a nadie más que a usted – contestó, - pues me consta que cualquier cosa que nos digamos no trasciende a nadie. Le pregunté si había visto a la hija adoptiva de la señorita Havisham, es decir, a la señora Bentley Drummle. Me contestó que no. Luego, para evitar que mis observaciones le parecieran demasiado inesperadas, empecé por hablarle de su anciano padre y de la señorita Skiffins. Cuando nombré a ésta pareció sentir cierto recelo y se detuvo en la calle para sonarse, moviendo al mismo tiempo la cabeza con expresión de jactancia. - Wermmick - le dije luego, - ¿se acuerda usted de que la primera vez que fui a cenar con el señor Jaggers a su casa me recomendó que me fijara en su criada? - ¿De veras? – preguntó. - Me parece que sí. Sí, es verdad - añadió con malhumor. - Ahora me acuerdo. Lo que pasa es que todavía no estoy a mis anchas. - La llamó usted una fiera domada. - ¿Y qué nombre le da usted? - El mismo. ¿Cómo la domó el señor Jaggers, Wemmick? - Es su secreto. Hace ya muchos años que está con él. - Me gustaría que me contase usted su historia. Siento un interés especial en conocerla. Ya sabe usted que lo que pasa entre nosotros queda secreto para todo el mundo. - Pues bien - dijo Wemmick, - no conozco su historia, es decir, que no estoy enterado de toda ella. Pero le diré lo que sé. Hablamos, como es consiguiente, de un modo reservado y confidencial. - Desde luego. - Hará cosa de veinte años, esa mujer fue juzgada en Old Bailey, acusada de haber cometido un asesinato, pero fue absuelta. Era entonces joven y muy hermosa, y, según tengo entendido, por sus venas corría alguna sangre gitana. Y parece que, en efecto, cuando se encolerizaba, era mujer terrible. - Pero fue absuelta. - La defendía el señor Jaggers - prosiguió Wemmick, mirándome significativamente, - y llevó su asunto de un modo en verdad asombroso. Se trataba de un caso desesperado, y el señor Jaggers hacía poco tiempo que ejercía, de manera que su defensa causó la admiración general. Día por día y por espacio de mucho tiempo, trabajó en las oficinas de la policía, exponiéndose incluso a ser encausado a su vez, y cuando llegó el juicio fue lo bueno. La víctima fue una mujer que tendría diez años más y era mucho más alta y mucho más fuerte. Fue un caso de celos. Las dos llevaban una vida errante, y la mujer que ahora vive en la calle de Gerrard se había casado muy joven, aunque «por detrás de la iglesia», como se dice, con un hombre de vida irregular y vagabunda; y ella, en cuanto a celos, era una verdadera furia. La víctima, cuya edad la emparejaba mucho mejor con aquel hombre, fue encontrada ya cadáver en una granja cerca de Hounslow Heath. Allí hubo una lucha violenta, y tal vez un verdadero combate. El cadáver presentaba numerosos arañazos y las huellas de los dedos que le estrangularon. No había pruebas bastante claras para acusar más que a esa mujer, y el señor Jaggers se apoyó principalmente en las improbabilidades de que hubiese sido capaz de hacerlo. Puede usted tener la seguridad-añadió Wemmick tocándome la manga de mi traje - que entonces no aludió ni una sola vez a la fuerza de sus manos, como lo hace ahora. En efecto, yo había relatado a Wemmick que, el primer día en que cené en casa del señor Jaggers, éste hizo exhibir a su criada sus formidables puños. - Pues bien - continuó Wemmick, - sucedió que esta mujer se vistió con tal arte a partir del momento de su prisión, que parecía mucho más delgada y esbelta de lo que era en realidad. Especialmente, llevaba las mangas de tal modo, que sus brazos daban una delicada apariencia. Tenía uno o dos cardenales en el cuerpo, cosa sin importancia para una persona de costumbres vagabundas, pero el dorso de las manos presentaban muchos arañazos, y la cuestión era si habían podido ser producidos por las uñas de alguien. El señor Jaggers demostró que había atravesado unas matas de espinos que no eran bastante altas para llegarle al rostro, pero que, al pasar por allí, no pudo evitar que sus manos quedasen arañadas; en realidad, se encontraron algunas puntas de espinos vegetales clavadas en su epidermis, y, examinado el matorral espinoso, se encontraron también algunas hilachas de su traje y pequeñas manchas de sangre. Pero el argumento más fuerte del señor Jaggers fue el siguiente: se trataba de probar, como demostración de su 188 carácter celoso, que aquella mujer era sospechosa, en los días del asesinato, de haber matado a su propia hija, de tres años de edad, que también lo era de su amante, con el fin de vengarse de él. El señor Jaggers trató el asunto como sigue: «Afirmamos que estos arañazos no han sido hechos por uñas algunas, sino que fueron causados por los espinos que hemos exhibido. La acusación dice que son arañazos producidos por uñas humanas y, además, aventura la hipótesis de que esta mujer mató a su propia hija. Siendo así, deben ustedes aceptar todas las consecuencias de semejante hipótesis. Supongamos que, realmente, mató a su hija y que ésta, para defenderse, hubiese arañado las manos de su madre. ¿Qué sigue a eso? Ustedes no la acusan ni la juzgan ahora por el asesinato de su hija; ¿por qué no lo hacen? Y en cuanto al caso presente, si ustedes están empeñados en que existen los arañazos, diremos que ya tienen su explicación propia, esto en el supuesto de que no los hayan inventado». En fin, señor Pip - añadió Wemmick, - el señor Jaggers era demasiado listo para el jurado y, así, éste absolvió a la procesada. - ¿Y ha estado ésta desde entonces a su servicio? - Sí; pero no hay solamente eso - contestó Wemmick, - sino que entró inmediatamente a su servicio y ya domada como está ahora. Luego ha ido aprendiendo sus deberes poquito a poco, pero desde el primer momento se mostró mansa como un cordero. - ¿Y, efectivamente, era una niña? - Así lo tengo entendido. - ¿Tiene usted algo más que decirme esta noche? - Nada. Recibí su carta y la he destruido. Nada más. Nos dimos cordialmente las buenas noches y me marché a casa con un nuevo asunto para mis reflexiones, pero sin ningún alivio para las antiguas. ...

En la línea 3475
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Usted no comprende nada, se lo repito. La situación de esa muchacha le autoriza a pensar así, desde luego; pero no se trata de eso, no, de ningún modo. Usted la desprecia sin más ni más. Aferrándose a un hecho que le parece, erróneamente, despreciable, se niega a considerar humanamente a un ser humano. Usted no sabe cómo es esa joven. Lo que me contraría es que en estos últimos tiempos ha dejado de leer. Ya no me pide libros, como hacía antes. También me disgusta que, a pesar de toda su energía y de todo el espíritu de protesta que ha demostrado, dé todavía pruebas de cierta falta de resolución, de independencia, por decirlo así; de negación, si quiere usted, que le impide romper con ciertos prejuicios… , con ciertas estupideces. Sin embargo, esa muchacha comprende perfectamente muchas cosas. Por ejemplo se ha dado exacta cuenta de lo que supone la costumbre de besar la mano, mediante la cual el hombre ofende a la mujer, puesto que le demuestra que no la considera igual a él. He debatido esta cuestión con mis compañeros y he expuesto a la chica los resultados del debate. También me escuchó atentamente cuando le hablé de las asociaciones obreras de Francia. Ahora le estoy explicando el problema de la entrada libre en las casas particulares en nuestra sociedad futura. ...

En la línea 3528
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Lo he visto todo y todo lo he oído -dijo, recalcando esta última palabra‑. Lo que usted acaba de hacer es noble, es decir, humano. Ya he visto que usted no quiere que le den las gracias. Y aunque mis principios particulares me prohíben, lo confieso, practicar la caridad privada, pues no sólo es insuficiente para extirpar el mal, sino que, por el contrario, lo fomenta, no puedo menos de confesarle que su gesto me ha producido verdadera satisfacción. Sí, sí; su gesto me ha impresionado. ...


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