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La palabra llego
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la palabra llego

La palabra Llego ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece llego.

Estadisticas de la palabra llego

Llego es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 11479 según la RAE.

Llego aparece de media 6.5 veces en cada libro en castellano.

Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la llego en las obras de referencia de la RAE contandose 988 apariciones .

Errores Ortográficos típicos con la palabra Llego

Cómo se escribe llego o yego?
Cómo se escribe llego o llejo?


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece llego

La palabra llego puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 6163
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Si el señor Aramis, ha dicho, duda en venir a buscarme, le anunciaréis que llego de Tours. ...

En la línea 9833
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Felton lanzó los ojos en torno a él para huir, y al ver la puerta libre se precipitó en la habitación vecina que era aquella donde esperaban, como hemos dicho, los diputados de La Rochelle, la atravesó corriendo y se precipitó hacia la escalera; pero en el primer escalón se encontró con lord de Winter, que al verlo pálido, extraviado, lívido, manchado de sangre en la mano y en el rostro, saltó a su cuello excla mando:-¡Lo sabía lo había adivinado y llego un minuto tarde! ¡Oh, des graciado de mí! Al grito lanzado por el duque, a la llamada de Patrick, el hombre al que Felton había encontrado en la antecámara se precipitó en el ga binete. ...

En la línea 2352
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... En poco tiempo escudriñé todos los rincones y escondrijos de aquella antigua ciudad y adquirí algunas amistades entre la gente del pueblo, que es mi modo de proceder habitual cuando llego a una población desconocida. ...

En la línea 3584
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... ¡Oh! ¡Qué miseria la de Galicia! Cuando por las noches llego a una de esas pocilgas que ellos llaman _posadas_, y pido por Dios un pedazo de pan para comer y un poco de paja para dormir, me maldicen y me contestan que en Galicia no hay pan ni paja, y a buen seguro que desde que estoy en Galicia no he visto ninguna de las dos cosas; sólo un poco de lo que llaman aquí _broa_ y unos desperdicios de cañas, usadas para cama de los caballos; me duelen todos los huesos desde que entré en Galicia. ...

En la línea 6247
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Si llego a tener mayor cantidad de libros a mi disposición, hubiera podido sacar gran partido de los servicios de aquel individuo; pero como el repuesto disminuía con rapidez y no tenía esperanzas de renovarlo, me mostraba casi avaro de los pocos libros que me quedaban. ...

En la línea 7193
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... ¿No os he llenado de agua la _tinaja_, cuando otros se han quedado sin una gota? ¿No tenéis agua bastante para fregar el _wustuddur_, mientras el cónsul y su intérprete no la tienen para apagar la sed? Y ¿qué pago se me da? Cuando llego aquí, a la hora de más calor, no tienen para mí una palabra amistosa, ni siquiera me ofrecen una copa de _makhiah_. ...

En la línea 5715
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... de los años, pues tengo diez y nueve y no llego a veinte, se consume y marchita debajo de la corteza de una rústica labradora; y si ahora no lo parezco, es merced particular que me ha hecho el señor Merlín, que está presente, sólo porque te enternezca mi belleza; que las lágrimas de una afligida hermosura vuelven en algodón los riscos, y los tigres en ovejas. ...

En la línea 1018
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 23 de septiembre.- Ahora nos dirigimos a Valparaíso, adonde con mucho trabajo llego el 27; teniendo que meterme en cama, sin poder abandonar la habitación hasta los últimos días de octubre ...

En la línea 2629
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 20 de enero.- Mediante una larga jornada a caballo llego a Bathurst ...

En la línea 4881
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... A las doce de un hermoso día de Octubre, D. Manuel Moreno-Isla regresaba a su casa, de vuelta de un paseíto por Hide Park … digo, por el Retiro. Responde la equivocación del narrador al quid pro quo del personaje, porque Moreno, en las perturbaciones superficiales que por aquel entonces tenía su espíritu, solía confundir las impresiones positivas con los recuerdos. Aquel día, no obstante, el cansancio que experimentaba, determinando en él un trabajo mental comparativo, permitíale apreciar bien la situación efectiva y el escenario en que estaba. «Muy mal debe andar la máquina, cuando a mitad de la calle de Alcalá ya estoy rendido. Y no he hecho más que dar la vuelta al estanque. ¡Demonio de neurosis o lo que sea! Yo, que después de darle la vuelta a la Serpentine me iba del tirón a Cromwell road… friolera; como diez veces el paseo de hoy… yo que llegaba a mi casa dispuesto a andar otro tanto, ahora me siento fatigado a la mitad de esta condenada calle de Alcalá… ¡Tal vez consista en estos endiablados pisos, en este repecho insoportable!… Esta es la capital de las setecientas colinas. ¡Ah!, ya están regando esos brutos, y tengo que pasarme a la otra acera para que no me atice una ducha este salvaje con su manga de riego. 'Eso es, bestias, encharcad bien para que haya fango y paludismo… '. Pues por aquí, los barrenderos me echan encima una nube de polvo… 'Animales, respetad a la gente… '. Prefiero las duchas… En fin, que este salvajismo es lo que me tiene a mí enfermo. No se puede vivir aquí… Pues digo; otro pobre. No se puede dar un paso sin que le acosen a uno estas hordas de mendigos. ¡Y algunos son tan insolentes!… 'Toma, toma tú también'. Como me olvide algún día de traer un bolsillo lleno de cobre, me divierto. ¡Aquí no hay policía, ni beneficencia, ni formas, ni civilización!… Gracias a Dios que he subido el repecho. Parece la subida al Calvario, y con esta cruz que llevo a cuestas, más… ¡Qué hermosos nardos vende esta mujer! Le compraré uno… 'Deme usted un nardo. Una varita sola… Vaya, deme usted tres varitas. ¿Cuánto? Tome usted… Abur'. Me ha robado. Aquí todos roban… Debo de parecer un San José; pero no importa… 'Yo no juego a la lotería; déjeme usted en paz'. ¿Qué me importará a mí que sea mañana último día de billetes, ni que el número sea bonito o feo… ? Se me ocurre comprar un billete, y dárselo a Guillermina. De seguro que le toca. ¡Es la mujer de más suerte!… 'Venga ese décimo, niña… Sí, es bonito número. ¿Y tú por qué andas tan sucia?'. ¡Qué pueblo, válgame Dios, qué raza! Lo que yo le decía anteayer a D. Alfonso: 'Desengáñese Vuestra Majestad, han de pasar siglos antes de que esta nación sea presentable. A no ser que venga el cruzamiento con alguna casta del Norte, trayendo aquí madres sajonas'. Ya poco me falta. Francamente, es cosa de tomar un coche; pero no, aguántate, que pronto llegarás… Un entierro por la Puerta del Sol. No, lo que es aquí no me he de morir yo, para que no me lleven en esas horribles carrozas… Dan las doce. Allá están los cesantes mirando caer la bola. Buena bola os daría yo. Ahí viene Casa-Muñoz. ¿Pero qué veo? ¿Es él? Ya no se tiñe. Ha comprendido que es absurdo llevar el pelo blanco y las patillas negras. No me mira, no quiere que le salude. Realmente es muy ridícula la situación de un hombre que se tiñe, el día en que se decide a renunciar a la pintura, porque la edad lo exige o porque se convence de que nadie cree en el engaño… Allí va en un coche la duquesa de Gravelinas… No me ha visto… 'Abur Feijoo… '. ¡Qué bajón ha dado ese hombre!… Vamos, ya entro por mi calle de Correos. Si habrá venido a almorzar mi primo… Lo que es hoy me tiene que hacer un reconocimiento en toda regla, porque me siento muy mal… Que me ausculte bien, porque este corazón parece un fuelle roto. ¿Será esto un fenómeno puramente moral? Puede ser. Ya veo yo el remedio… ¡Pero qué verdes están las uvas, qué verdes! Los balcones tan tristes como siempre. ¡Ah!… sale al mirador Barbarita para hablar con la rata eclesiástica… 'Adiós, adiós… vengo de dar mi paseíto… Estoy muy bien, hoy no me he cansado nada… '. ¡Qué mentira tan grande he dicho! Me canso como nunca. Ahora, escalera de mi casa, sé benévola conmigo. Subamos… ¡Ay, qué corazón, maldito fuelle! Despacito, tiempo hay de llegar arriba. Si no llego hoy, llegaré mañana. Seis escalones a la espalda. ¡Dios mío, lo que falta todavía!». ...

En la línea 4993
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —¿Yo?, del lado que me acuesto, amanezco. No duermo más que cuatro horas; pero van de un tirón. ¿No ves que llego a casa rendida? Y lo que tengo que cavilar lo cavilo por el día. ...

En la línea 5626
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —¡Pues si yo les llego a ver… ! ...

En la línea 5642
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Obra de romanos fue el despertar a Platón; por fin, su hermana le tiró de una pata, mientras Encarnación tiraba de la otra, y el corpachón del modelo, resbalando sobre el sofá, se desplomó con estruendo sobre el piso. Un rato estuvo estirándose, refregándose los ojos con las manazas, y escupiendo más hostias que palabras. «¿Onde está el judío ladrón que ha entrado sin mi premiso?, ¡hostia!, que le parto por la metá». El lenguaje de Segunda no desmerecía del de su hermano por la finura ni por lo escogido de las voces, lo que desagradaba extraordinariamente a Ido. Maxi salió a la salita, y José Izquierdo se le cuadró ladrándole así: «¡Ah!, era usté. Ora mismo a la calle… brrr… ¡Y que tengo yo un genio mu blando… ! Pues si le llego a ver antes ¡hostia!, me caso con la santísima… si le llego a ver antes, por el judío balcón, ¡hostia!, va solutamente a la calle». ...

En la línea 1603
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Espere un poco, que ya llego a eso. No era hija única, sino que tenía un hermano por parte de padre. Éste se casó otra vez en secreto y, según creo, con su cocinera. ...

En la línea 1611
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Y ahora llego a la parte más cruel de la historia, aunque debo interrumpirle, mi querido Haendel, para observarle que la servilleta no se mete en el vaso. ...

En la línea 2037
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Metiéndome en el bolsillo la nota de la señorita Havisham, a fin de que sirviera de credencial por haber vuelto tan pronto a su casa, en el supuesto de que su humor caprichoso le hiciese demostrar alguna sorpresa al verme, tomé la diligencia del día siguiente. Pero me apeé en la Casa de Medio Camino y allí me desayuné, recorriendo luego a pie el resto del trayecto, porque tenía interés en llegar a la ciudad de modo que nadie se diese cuenta de ello y marcharme de la misma manera. Había desaparecido ya la mejor luz del día cuando pasé a lo largo de los tranquilos patios de la parte trasera de la calle Alta. Los montones de ruinas en donde, en otro tiempo, los monjes tuvieron sus refectorios y sus jardines, y cuyas fuertes murallas se utilizaban ahora como humildes albergues y como establos, estaban casi tan silenciosas como los antiguos monjes en sus tumbas. Las campanas de la catedral tuvieron para mí un sonido más triste y más remoto que nunca, mientras andaba apresuradamente para evitar ser visto; así, los sonidos del antiguo órgano llegaron a mis oídos como fúnebre música; y las cornejas que revoloteaban en torno de la torre gris, deslizándose a veces hacia los árboles, altos y desprovistos de hojas, del jardín del priorato, parecían decirme que aquel lugar estaba cambiado y que Estella se había marchado para siempre. Acudió a abrirme la puerta una mujer ya de edad, a quien había visto otras veces y que pertenecía a la servidumbre que vivía en la casa aneja situada en la parte posterior del patio. En el oscuro corredor estaba la bujía encendida, y, tomándola, subí solo la escalera. La señorita Havisham no estaba en su propia estancia, sino en la más amplia, situada al otro lado del rellano. Mirando al interior desde la puerta, después de llamar en vano, la vi sentada ante el hogar en una silla desvencijada, perdida en la contemplación del fuego, lleno de cenizas. Como otras veces había hecho, entré y me quedé en pie, al lado de la antigua chimenea, para que me viese así que levantara los ojos. Indudablemente, la pobre mujer estaba muy sola, y esto me indujo a compadecerme de ella, a pesar de los dolores que me había causado. Mientras la miraba con lástima y pensaba que yo también había llegado a ser una parte de la desdichada fortuna de aquella casa, sus ojos se fijaron en mí. Los abrió mucho y en voz baja se preguntó: - ¿Será una visión real? - Soy yo: Pip. El señor Jaggers me entregó ayer la nota de usted, y no he perdido tiempo en venir. - Gracias, muchas gracias. Acerqué al fuego otra de las sillas en mal estado y me senté, observando en el rostro de la señorita Havisham una expresión nueva, como si estuviese asustada de mí. - Deseo - dijo - continuar el beneficio de que me hablaste en tu última visita, a fin de demostrarte que no soy de piedra. Aunque tal vez ahora no podrás creer ya que haya algún sentimiento humano en mi corazón. 189 Le dije algunas palabras tranquilizadoras, y ella extendió su temblorosa mano derecha, como si quisiera tocarme; pero la retiró en seguida, antes de que yo comprendiese su intento y determinara el modo de recibirlo. -Al hablar de tu amigo me dijiste que podrías informarme de cómo seríame dado hacer algo útil para él. Algo que a ti mismo te gustaría realizar. - Así es. Algo que a mí me gustaría poder hacer. - ¿Qué es eso? Empecé a explicarle la secreta historia de lo que hice para lograr que Herbert llegara a ser socio de la casa en que trabajaba. No había avanzado mucho en mis explicaciones, cuando me pareció que mi interlocutora se fijaba más en mí que en lo que decía. Y contribuyó a aumentar esta creencia el hecho de que, cuando dejé de hablar, pasaron algunos instantes antes de que me demostrara haber notado que yo guardaba silencio. - ¿Te has interrumpido, acaso - me preguntó, como si, verdaderamente, me tuviese miedo, - porque te soy tan odiosa que ni siquiera te sientes con fuerzas para seguir hablándome? - De ninguna manera - le contesté. - ¿Cómo puede usted imaginarlo siquiera, señorita Havisham? Me interrumpí por creer que no prestaba usted atención a mis palabras. - Tal vez no - contestó, llevándose una mano a la cabeza. - Vuelve a empezar, y yo miraré hacia otro lado. Vamos a ver: refiéreme todo eso. Apoyó la mano en su bastón con aquella resoluta acción que le era habitual y miró al fuego con expresión demostrativa de que se obligaba a escuchar. Continué mi explicación y le dije que había abrigado la esperanza de terminar el asunto por mis propios medios, pero que ahora había fracasado en eso. Esta parte de mi explicación, según le recordé, envolvía otros asuntos que no podía detallar, porque formaban parte de los secretos de otro. - Muy bien - dijo moviendo la cabeza en señal de asentimiento, pero sin mirarme. - ¿Y qué cantidad se necesita para completar el asunto? - Novecientas libras. - Si te doy esa cantidad para el objeto expresado, ¿guardarás mi secreto como has guardado el tuyo? -Con la misma fidelidad. - ¿Y estarás más tranquilo acerca del particular? - Mucho más. - ¿Eres muy desgraciado ahora? Me hizo esta pregunta sin mirarme tampoco, pero en un tono de simpatía que no le era habitual. No pude contestar en seguida porque me faltó la voz, y, mientras tanto, ella puso el brazo izquierdo a través del puño de su bastón y descansó la cabeza en él. - Estoy lejos de ser feliz, señorita Havisham, pero tengo otras causas de intranquilidad además de las que usted conoce. Son los secretos a que me he referido. Después de unos momentos levantó la cabeza y de nuevo miró al fuego. - Te portas con mucha nobleza al decirme que tienes otras causas de infelicidad. ¿Es cierto? - Demasiado cierto. - ¿Y no podría servirte a ti, Pip, así como sirvo a tu amigo? ¿No puedo hacer nada en tu obsequio? - Nada. Le agradezco la pregunta. Y mucho más todavía el tono con que me la ha hecho. Pero no puede usted hacer nada. Se levantó entonces de su asiento y buscó con la mirada algo con que escribir. Allí no había nada apropiado, y por esto tomó de su bolsillo unas tabletas de marfil montadas en oro mate y escribió en una de ellas con un lapicero de oro, también mate, que colgaba de su cuello. - ¿Continúas en términos amistosos con el señor Jaggers? - Sí, señora. Ayer noche cené con él. - Esto es una autorización para él a fin de que te pague este dinero, que quedará a tu discreción, para que lo emplees en beneficio de tu amigo. Aquí no tengo dinero alguno; pero si crees mejor que el señor Jaggers no se entere para nada de este asunto, te lo mandaré. - Muchas gracias, señorita Havisham. No tengo ningún inconveniente en recibir esta suma de manos del señor Jaggers. Me leyó lo que acababa de escribir, que era expresivo y claro y evidentemente encaminado a librarme de toda sospecha de que quisiera aprovecharme de aquella suma. Tomé las tabletas de su mano, que estaba temblorosa y que tembló más aún cuando quitó la cadena que sujetaba el lapicero y me la puso en la mano. Hizo todo esto sin mirarme. 190 - En la primera hoja está mi nombre. Si alguna vez puedes escribir debajo de él «la perdono», aunque sea mucho después de que mi corazón se haya convertido en polvo, te ruego que lo hagas. - ¡Oh señorita Havisham! – exclamé. - Puedo hacerlo ahora mismo. Todos hemos incurrido en tristes equivocaciones; mi vida ha sido ciega e inútil, y necesito tanto, a mi vez, el perdón y la compasión ajenos, que no puedo mostrarme severo con usted. Volvió por vez primera su rostro hacia el mío, y con el mayor asombro por mi parte y hasta con el mayor terror, se arrodilló ante mí, levantando las manos plegadas de un modo semejante al que sin duda empleó cuando su pobre corazón era tierno e inocente, para implorar al cielo acompañada de su madre. El verla, con su cabello blanco y su pálido rostro, arrodillada a mis pies, hizo estremecer todo mi cuerpo. Traté de levantarla y tendí los brazos más cerca, y, apoyando en ellos la cabeza, se echó a llorar. Jamás hasta entonces la había visto derramar lágrimas, y, creyendo que el llanto podría hacerle bien, me incliné hacia ella sin decirle una palabra. Y en aquel momento, la señorita Havisham no estaba ya arrodillada, sino casi tendida en el suelo. - ¡Oh! - exclamó, desesperada. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - Si se refiere usted, señorita Havisham, a lo que haya podido hacer contra mí, permítame que le conteste: muy poco. Yo la habría amado en cualquier circunstancia. ¿Está casada? - Sí. Esta pregunta era completamente inútil, porque la nueva desolación que se advertía en aquella casa ya me había informado acerca del particular. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - repitió, retorciéndose las manos y mesándose el blanco cabello. Y volvió a lamentar-: ¡Qué he hecho! No sabía qué contestar ni cómo consolarla. De sobra me constaba que había obrado muy mal, animada por su violento resentimiento, por su burlado amor y su orgullo herido, al adoptar a una niña impresionable para moldearla de acuerdo con sus sentimientos. Pero era preciso recordar que al sustraerse a la luz del día había abandonado infinitamente mucho más. A1 encerrarse se había apartado a sí misma de mil influencias naturales y consoladoras; su mente, en la soledad, había enfermado, como no podía menos de ocurrir al sustraerse de las intenciones de su Hacedor. Y me era imposible mirarla sin sentir compasión, pues advertía que estaba muy castigada al haberse convertido en una ruina, por no tener ningún lugar en la tierra en que había nacido; por la vanidad del dolor, que había sido su principal manía, como la vanidad de la penitencia, del remordimiento y de la indignidad, así como otras monstruosas vanidades que han sido otras tantas maldiciones en este mundo. - Hasta que hablaste con ella en tu visita anterior y hasta que vi en ti, como si fuese un espejo, lo que yo misma sintiera en otros tiempos, no supe lo que había hecho. ¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho! Y repitió esta exclamación infinitas veces. - Señorita Havisham - le dije en cuanto guardó silencio. - Puede usted alejarme de su mente y de su conciencia. Pero en cuanto a Estella, es un caso diferente, y si alguna vez puede usted deshacer lo que hizo al imponer silencio a todos sus tiernos sentimientos, será mucho mejor dedicarse a ello que a lamentar el pasado, aunque fuese durante cien años enteros. - Sí, sí, ya lo sé, pero, querido Pip… - y su tono me demostraba el tierno afecto femenino que por mí sentía. - Querido Pip, créeme cuando te digo que no me propuse más que evitarle mi propia desgracia. Al principio no me proponía nada más. - Así lo creo también - le contesté. - Pero cuando creció, haciendo prever que sería muy hermosa, gradualmente hice más y obré peor; y con mis alabanzas y lisonjas, con mis joyas y mis lecciones, con mi persona ante ella, le robé su corazón para sustituirlo por un trozo de hielo. - Mejor habría sido - no pude menos que exclamar -dejarle su propio corazón, aunque quedara destrozado o herido. Entonces la señorita Havisham me miró, tal vez sin verme, y de nuevo volvió a preguntarme qué había hecho. - Si conocieras la historia entera - dijo luego, - me tendrías más compasión y me comprenderías mejor. - Señorita Havisham - contesté con tanta delicadeza como me fue posible. - Desde que abandoné esta región creo conocer su historia entera. Siempre me ha inspirado mucha compasión, y espero haberla comprendido, dándome cuenta de su influencia. ¿Cree usted que lo que ha pasado entre nosotros me dará la libertad de hacerle una pregunta acerca de Estella? No la Estella de ahora, sino la que era cuando llegó aquí. 191 La señorita Havisham estaba sentada en el suelo, con los brazos apoyados en la silla y la cabeza descansando en ellos. Me miró cara a cara cuando le dije esto, y contestó: - Habla. - ¿De quién era hija Estella? Movió negativamente la cabeza. - ¿No lo sabe usted? Hizo otro movimiento negativo. - ¿Pero la trajo el señor Jaggers o la mandó? -La trajo él mismo. - ¿Quiere usted referirme la razón de su venida? - Hacía ya mucho tiempo que yo estaba encerrada en estas habitaciones - contestó en voz baja y precavida. - No sé cuánto tiempo hacía, porque, como sabes, los relojes están parados. Entonces le dije que necesitaba una niña para educarla y amarla y para evitarle mi triste suerte. Le vi por vez primera cuando le mandé llamar a fin de que me preparase esta casa y la dejara desocupada para mí, pues leí su nombre en los periódicos antes de que el mundo y yo nos hubiésemos separado. Él me dijo que buscaría una niña huérfana; y una noche la trajo aquí dorrnida y yo la llamé Estella. - ¿Qué edad tenía entonces? - Dos o tres años. Ella no sabe nada, a excepción de que era huérfana y que yo la adopté. Tan convencido estaba yo de que la criada del señor Jaggers era su madre, que no necesitaba ninguna prueba más clara, porque para cualquiera, según me parecía, la relación entre ambas mujeres habría sido absolutamente indudable. ¿Qué podía esperar prolongando aquella entrevista? Había logrado lo que me propuse en favor de Herbert. La señorita Havisham me comunicó todo lo que sabía acerca de Estella, y yo le dije e hice cuanto me fue posible para tranquilizarla. Poco importa cuáles fueron las palabras de nuestra despedida, pero el caso es que nos separamos. Cuando bajé la escalera y llegué al aire libre era la hora del crepúsculo. Llamé a la mujer que me había abierto la puerta para entrar y le dije que no se molestara todavía, porque quería dar un paseo alrededor de la casa antes de marcharme. Tenía el presentimiento de que no volvería nunca más, y experimentaba la sensación de que la moribunda luz del día convenía en gran manera a mi última visión de aquel lugar. Pasando al lado de las ruinas de los barriles, por el lado de los cuales había paseado tanto tiempo atrás y sobre los que había caído la lluvia de infinidad de años, pudriéndolos en muchos sitios y dejando en el suelo marjales en miniatura y pequeños estanques, me dirigí hacia el descuidado jardín. Di una vuelta por él y pasé también por el lugar en que nos peleamos Herbert y yo; luego anduve por los senderos que recorriera en compañía de Estella. Y todo estaba frío, solitario y triste. Encaminándome hacia la fábrica de cerveza para emprender el regreso, levanté el oxidado picaporte de una puertecilla en el extremo del jardín y eché a andar a través de aquel lugar. Dirigíame hacia la puerta opuesta, difícil de abrir entonces, porque la madera se había hinchado con la humedad y las bisagras se caían a pedazos, sin contar con que el umbral estaba lleno de áspero fango. En aquel momento volví la cabeza hacia atrás. Ello fue causa de que se repitiese la ilusión de que veía a la señorita Havisham colgando de una viga. Y tan fuerte fue la impresión, que me quedé allí estremecido, antes de darme cuenta de que era una alucinación. Pero inmediatamente me dirigí al lugar en que me había figurado ver un espectáculo tan extraordinario. La tristeza del sitio y de la hora y el terror que me causó aquella ficción, aunque momentánea, me produjo un temor indescriptible cuando llegué, entre las abiertas puertas, a donde una vez me arranqué los cabellos después que Estella me hubo lastimado el corazón. Dirigiéndome al patio delantero, me quedé indeciso entre si llamaría a la mujer para que me dejara salir por la puerta cuya llave tenía, o si primero iría arriba para cerciorarme de que no le ocurría ninguna novedad a la señorita Havisham. Me decidí por lo último y subí. Miré al interior de la estancia en donde la había dejado, y la vi sentada en la desvencijada silla, muy cerca del fuego y dándome la espalda. Cuando ya me retiraba, vi que, de pronto, surgía una gran llamarada. En el mismo momento, la señorita Havisham echó a correr hacia mí gritando y envuelta en llamas que llegaban a gran altura. Yo llevaba puesto un grueso abrigo, y, sobre el brazo, una capa también recia. Sin perder momento, me acerqué a ella y le eché las dos prendas encima; además, tiré del mantel de la mesa con el mismo objeto. Con él arrastré el montón de podredumbre que había en el centro y toda suerte de sucias cosas que se escondían allí; ella y yo estábamos en el suelo, luchando como encarnizados enemigos, y cuanto más 192 apretaba mis abrigos y el mantel en torno de ella, más fuertes eran sus gritos y mayores sus esfuerzos por libertarse. De todo eso me di cuenta por el resultado, pero no porque entonces pensara ni notara cosa alguna. Nada supe, a no ser que estábamos en el suelo, junto a la mesa grande, y que en el aire, lleno de humo, flotaban algunos fragmentos de tela aún encendidos y que, poco antes, fueron su marchito traje de novia. Al mirar alrededor de mí vi que corrían apresuradamente por el suelo los escarabajos y las arañas y que, dando gritos de terror, habían acudido a la puerta todos los criados. Yo seguí conteniendo con toda mi fuerza a la señorita Havisham, como si se tratara de un preso que quisiera huir, y llego a dudar de si entonces me di cuenta de quién era o por qué habíamos luchado, por qué ella se vio envuelta en llamas y también por qué éstas habían desaparecido, hasta que vi los fragmentos encendidos de su traje, que ya no revoloteaban, sino que caían alrededor de nosotros convertidos en cenizas. Estaba insensible, y yo temía que la moviesen o la tocasen. Mandamos en busca de socorro y la sostuve hasta que llegó, y, por mi parte, sentí la ilusión, nada razonable, de que si la soltaba surgirían de nuevo las llamas para consumirla. Cuando me levanté al ver que llegaba el cirujano, me asombré notando que mis manos habían recibido graves quemaduras, porque hasta entonces no había sentido el menor dolor. El cirujano examinó a la señorita Havisham y dijo que había recibido graves quemaduras, pero que, por sí mismas, no ponían en peligro su vida. Lo más importante era la impresión nerviosa que había sufrido. Siguiendo las instrucciones del cirujano, le llevaron allí la cama y la pusieron sobre la gran mesa, que resultó muy apropiada para la curación de sus heridas. Cuando la vi otra vez, una hora más tarde, estaba vérdaderamente echada en donde la vi golpear con su bastón diciendo, al mismo tiempo, que allí reposaría un día. Aunque ardió todo su traje, según me dijeron, todavía conservaba su aspecto de novia espectral, pues la habían envuelto hasta el cuello en algodón en rama, y mientras estaba echada, cubierta por una sábana, el recuerdo de algo fantástico que había sido aún flotaba sobre ella. Al preguntar a los criados me enteré de que Estella estaba en París, e hice prometer al cirujano que le escribiría por el siguiente correo. Yo me encargué de avisar a la familia de la señorita Havisham, proponiéndome decírselo tan sólo a Mateo Pocket, al que dejaría en libertad de que hiciera lo que mejor le pareciese con respecto a los demás. Así se lo comuniqué al día siguiente por medio de Herbert, en cuanto estuve de regreso en la capital. Aquella noche hubo un momento en que ella habló Juiciosamente de lo que había sucedido, aunque con terrible vivacidad. Hacia medianoche empezó a desvariar, y a partir de entonces repitió durante largo rato, con voz solemne: « ¡Qué he hecho! » Luego decía: «Cuando llegó no me propuse más que evitarle mi propia desgracia». También añadió: «Toma el lápiz y debajo de mi nombre escribe: «La perdono».» Jamás cambió el orden de estas tres frases, aunque a veces se olvidaba de alguna palabra y, dejando aquel blanco, pasaba a la siguiente. Como no podía hacer nada allí y, por otra parte, tenía acerca de mi casa razones más que suficientes para sentir ansiedad y miedo, que ninguna de las palabras de la señorita Havisham podía alejar de mi mente, decidí aquella misma noche regresar en la primera diligencia, aunque con el propósito de andar una milla más o menos, para subir al vehículo más allá de la ciudad. Por consiguiente, hacia las seis de la mañana me incliné sobre la enferma y toqué sus labios con los míos, precisamente cuando ella decía: «Toma el lápiz y escribe debajo de mi nombre: La perdono.» ...


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Más información sobre la palabra Llego en internet

Llego en la RAE.
Llego en Word Reference.
Llego en la wikipedia.
Sinonimos de Llego.

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